Capítulo V

ADIESTRAMIENTO PARA UN CUERPO DE ÉLITE

En el tren lleno a rebosar, me quedé en el pasillo y abrí rápidamente la cajita que Paula me dio al despedirnos. Dentro, encontré los dos paquetes de cigarrillos que le había ofrecido. Aquellos paquetes yo los había recibido en el paquete que me había traído mi padre. Como él no fumaba, me había guardado varios racionamientos suyos. En una carta encantadora que acompañaba al minúsculo paquete, Paula me explicaba que aquellos cigarrillos me ayudarían en los momentos de privación que pudiera pasar. Una foto de mi muy amada completaba el total. Releí lo menos diez veces la carta antes de meterla ciudadosamente con la foto en mi cartilla militar.

El tren se bamboleaba y cada uno permanecía refugiado en su melancolía. Intenté hallar en el reborde de la ventanilla un sitio para empezar inmediatamente una carta para Paula. Un corpulento imbécil del cuerpo alpino no pudo por menos que dirigirme la palabra:

—Permiso terminado, ¿eh, jovencito? Siempre son cortos los permisos, ¿no es así? Para mí también se acabó, y ahora en marcha hacia el «¡pim, pam, pum!».

Lo miré sin contestar. Me estaba fastidiando.

—Y con el buen tiempo que hace, debe de haber follón por allí.

Me acuerdo del verano pasado. Figúrate que un día…

—Dispensa, camarada, tengo que escribir.

—¡Ah! Conque una chica, ¿eh? ¡Ja!, ¡ja! Siempre las chicas. No tienes que tomarlo en serio, hombre.

Me dieron ganas de clavarle mi bayoneta en la barriga.

—En todas partes hay chicas. ¡Ja, ja! En Austria, fíjate, resulta que…

Le volví la espalda, furioso. Intenté en vano escribir, pues el tumulto general adquiría el aspecto de una indiscreción. Dejé para más tarde mi decisión… Con la frente apoyada en el cristal, estuve mucho rato mirando sin verlo el paisaje que desfilaba ante mí. En el vagón se elevaban conversaciones mezcladas con risas. Algunos intentaron bromear para olvidar la realidad. La realidad horrenda de un frente que iba de Murmansk al mar de Azov. La realidad siniestra en la que dos millones de hombres habían dejado el pellejo. El tren iba despacio y paraba en muchos sitios. Paisanos y militares subían y bajaban en cada estación, pero en el tren viajaban muchos más soldados en dirección al este que paisanos. Por la noche llegamos a Poznan. Corrí al centro de reagrupamiento donde tenía que hacerme sellar el permiso que expiraba a medianoche. Después me propuse ir al dormitorio donde pasé una noche cuando salí de permiso. El bullicio que reinaba por todas partes mientras me dirigía a la oficina de la gendarmería de campaña, me impedía pensar un instante en la que consideraba mi novia. Todo se resolvió más deprisa que a la ida. Dos filas de soldados avanzaban paso a paso, haciendo cola, y parecían ser tragados por una máquina diabólica dotada de un apetito de gigante. En diez minutos mi extinguido permiso fue visado, sellado, registrado. Luego me indicaron el tren n.° 50 para Korostenva.

—¡Está bien! —repuse, sorprendido, a los gendarmes—. ¿Y cuándo sale?

—Dentro de una hora y media. Tiene usted tiempo.

«Una hora y media —pensé—. Entonces vamos a viajar esta noche». Seguí al rebaño de feldgrauen que avanzaba por una galería de tablas en dirección al tren n.° 50.

Era interminable. Estaba formado por vagones de viajeros y vagones de mercancías, en los que los soldados estaban ya hacinados.

Avancé a través de un barullo indescriptible en busca de un sitio donde instalarme más o menos cómodamente. Descubrí un vagón de cola cargado de paja, siguiendo con esto los consejos de mi padre, pues, en caso de descarrilamiento, los vagones de cola tenían más posibilidades de quedarse en los raíles.

—¡Al tren, jovencito! —gritaron los landser—. ¡Al tren para el paraíso!

—Entonces, muchacho, ¿vienes con nosotros a cazar el ruski?

—Querrá usted decir que vuelvo a ir, camarada.

—¡Ah, caramba! Así, pues, la primera vez fuiste en pañales. De todos modos, se encontraba la manera de reírse. En medio de la cohorte verde que desfilaba ante mis ojos, vi al rechoncho Lensen.

—¡Lensen! —grité—. ¡Aquí, ven!

—¡Vaya! —exclamó Lensen, pasando por encima de los idiotas que obstruían la puerta—. No has desertado.

—Tú tampoco —dije—. Vas allá otra vez.

—Yo no es lo mismo. Soy prusiano y no tengo nada que ver con los cabellos negros que están al otro lado de Berlín,

—¡Bien contestado! —bramaron los muchachos de la puerta con tono burlón.

¡Ya podía reírse Lensen! De todos modos, no se andaba con chiquitas.

—¡Vaya! —exclamó con el mismo tono—. ¡Ahí va otro!

—¿Dónde? —Allí, el grandullón que se cree fuerte.

¡Halls, Dios mío!

Inmediatamente salté del vagón.

—Quien deja el nido, lo pierde —vociferó alguien.

—¡Eh, Halls! —grité alegremente, corriendo hacia él.

La gran figura de Halls se animó.

—¡Ja! ¡Ja! Sajer, me preguntaba si llegaría a dar contigo en esta multitud.

—Lensen ha sido quien te ha visto.

—¡Ah, bueno! ¿Está también aquí?

Volvimos al vagón.

—Demasiado tarde, hijos míos. ¡Aquí está completo!

—¡Que te crees tú eso! —berreó Halls, agarrando fuertemente la pierna de uno de aquellos bribones y haciéndolo caer de culo en el andén.

Todo el mundo se echó a reír. De un salto estuvimos en el vagón.

—¡Bueno, ya está! —dijo el muchacho que se había ido a la porra, frotándose las nalgas—. Si eso sigue así, estaremos como salchichas de Frankfurt en lata y dentro de poco no podremos roncar.

—Oye, tú, sinvergüenza —dijo Halls mirándome fijamente—. Te he estado esperando quince días, ¿sabes?

—¡Pobrecito mío! Cuando te haya explicado lo que ha pasado, dejarás de reñirme.

—Entonces, explícate. Yo ya no sabía qué decirles a mis padres.

Entonces conté a mi gran camarada mis desventuras.

—¡Vaya mierda! —comentó Lensen—. Esto es lo que se dice un permiso fallido. Si me hubieras hecho caso, habríamos ido juntos a Dortmund. Allí hemos tenido también alarmas, pero los aviones no hicieron más que pasar. ¡Pobre viejo, la verdad es que no has tenido suerte!

—¡Bah, qué le vamos a hacer! —dije, melancólico.

En realidad, no me arrepentía de nada. Si hubiese seguido a Halls, no habría conocido a Paula. Y Paula me hacía olvidar el terrible espectáculo de Tempelhof en llamas.

—Comprendo que pongas esa cara —dijo Halls, compasivo.

Yo no tenía muchas ganas de hablar y Halls lo notó y me dejó en paz. Estábamos retrepados en la paja como bestias, intentando dormir. El tren corría, corría, y el ruido lancinante que hacen las ruedas al pasar por las junturas de raíl parecía acumular los obstáculos entre Paula y yo. ¡Y la de aldeas, ciudades, bosques tan oscuros como la noche, extensiones sin fin que atravesamos! El tren corría, corría infatigable, irremediablemente. Corría aún al despuntar el día. Seguía corriendo tres horas después por la baja Polonia, por las marismas de Pinsk. Corría paralelamente a unas miserables carreteras marcadas por la guerra, desvaídas de tristeza y por el sudor de los ejércitos que las habían recorrido. Corría bajo un cielo desmesurado que parecía guardar en lo alto su verano sin hacerlo aprovechar a la tierra. Me quedé dormido varias veces y, cada vez que me despertaba, las ruedas perpetuaban su música en dos notas, glang, glang…, glang, glang.

Por fin el convoy, que parecía haber llegado al extremo de la Tierra, frenó y se quedó parado. La locomotora se repostaba de agua y carbón en un puesto ferroviario irrisorio. Todos saltamos al balasto que parecía hecho con cualquier cosa y, a coro, centenares de necesidades se satisficieron. Como en todos los transportes de tropas alemanas, en aquella época, los hombres en tránsito no tenían necesidad de comer. No nos fue distribuido alimento alguno antes de Korostenva. Afortunadamente, casi todos teníamos provisiones de boca. Sin duda, el Cuartel General había contado con ello.

El tren se puso en marcha otra vez y Halls intentó en varias ocasiones entablar conversación. Al ver que no podía sacarme nada, lo iba aplazando para más tarde. Yo tenía muchas ganas de confiarle mi historia con Paula. Pero temí que se burlara.

Llegamos a Korostenva de noche. Nos invitaron a bajar del tren y a hacer cola ante un vagón-cocina donde nos fue servido un rancho verdaderamente repugnante. ¡Qué lejos me sentí de la excelente cocina de la señora…! Después fuimos todos a lavarlas tarteras y a beber en el depósito de agua para las locomotoras.

Embarcamos entonces en un tren ruso, tan poco confortable como el de Poznan. ¡Y dale otra vez! A correr otra eternidad. Tanto de día como de noche, los trenes en dirección al frente tenían prioridad y quemaban las etapas. En menos de tres días estuvimos prácticamente en el sector de las operaciones. Si bien el frente había cambiado de sitio en el sur, donde se desarrollaban enconados combates a aquellas horas en Krementchug, nuestro sector no parecía haberse movido mucho. El agotador viaje en tren terminó en Romny, donde tantas dificultades tuvimos el día de nuestra partida. Al bajar del tren fuimos conducidos en rebaño a la cantina donde, igual que calman la sed a los borregos febriles que llegan al matadero, nos dieron de beber y de comer. Luego, con una precipitación que no nos dio tiempo de reflexionar, los feldgendarmes seleccionaron un grupo para cada unidad. Hacía mucho calor y con gusto hubiéramos hecho una pequeña siesta. Muchos rusos desocupados asistían a aquella clasificación exactamente como se contempla la animación de un recinto de feria. Cuando nuestro grupo para la Gross Deutschland quedó formado, seguimos, por orden del suboficial, a un sidecar que nos condujo a las afueras de la ciudad. Aquel bestia, en vez de quedarse en primera o mantener el ritmo, nos obligó a ir a paso ligero. Cargados como íbamos, y con aquel calor, llegamos a las afueras de la ciudad sofocados.

El stabfeldwebel bajó entonces del sidecar, llamó a los suboficiales, les distribuyó el orden de marcha e hizo formar grupos con nuestra tropa. Entonces, a fin de rehacernos, emprendimos el camino al paso en grupos de cuarenta o cincuenta, en dirección de nuestro nuevo campamento.

Como íbamos al mando de muchachos que, igual que nosotros, llegaban de permiso y no estaban muy contentos de ir otra vez al «pim, pam, pum», hicimos numerosos altos antes de llegar al campamento F de la División Gross Deutschland, situada a unos treinta y cinco kilómetros de Romny y a doscientos cincuenta de Bielgorod, en plena naturaleza, lo mismo que Aktyrkha.

En aquel campo de adiestramiento intensivo para tropas de élite —todas las divisiones que llevaban un nombre estaban consideradas como tropas de élite—, se sudaba sangre y agua. O se estaba hospitalizado al cabo de siete días de esfuerzos insensatos, o definitivamente incorporado a la división y se podía ir a la guerra, lo que era un poco peor.

Pasamos por un gran portal simbólico tallado en los árboles del bosque que se espesaba al nordeste. Marchando al paso como nos habían aconsejado los suboficiales y cantando hasta desgañitarnos Die Wolken ziehn, pudimos leer la divisa, escrita en gruesas letras negras sobre fondo blanco que adornaba el frontis del impresionante portal:

No sé de nadie que no hubiese tragado saliva al franquear aquella entrada. Más lejos, otro cartel con estas palabras:

.

Después de haber llegado con un orden impecable al lado derecho del patio campestre, los suboficiales dieron la voz de firmes. Dos feldwebel que encuadraban a un hauptmann gigantesco se acercaron a nuestro grupo.

Stillgestanden! —gritó nuestro jefe.

El coloso, el capitán, saludó con un gesto lento, pero firme. Luego se nos acercó y recorrió el grupo mirando fijamente a cada uno de nosotros. Nos llevaba una cabeza a todos. Ni siquiera Halls llegaba a aquel impresionante personaje. Cuando nos tuvo petrificados con su mirada increíblemente dura, retrocedió y se juntó con los dos felds, que permanecían más quietos que el tronco del cedro de Jussieu.

—BUENOS DÍAS, CABALLEROS. (Estas palabras tenían una resonancia de postes que se fueran hincando en la tierra). VEO EN VUESTROS SEMBLANTES QUE HABÉIS PASADO UN EXCELENTE PERMISO. ME ALEGRO POR VOSOTROS. (Hasta los pájaros parecían haberse callado ante aquella voz estentórea). PERO MAÑANA DEBERÉIS PENSAR EN LA TAREA QUE NOS PREOCUPA A TODOS.

Una compañía polvorienta llegaba del exterior. —A un gesto de su jefe de grupo, se detuvo bajo el portal para no interrumpir el discurso del hauptmann.

—A partir de mañana, el gran adiestramiento, que hará de vosotros los mejores combatientes del mundo, empezará. Feldwebel —prosiguió más alto aún—. Diana al salir el sol mañana para la nueva sección.

Jawohl, Herr Hauptmann.

Yo sirvo.

—Buenas noches, caballeros.

Iba a dar media vuelta cuando cambió de parecer. Con un simple gesto con un dedo hizo avanzar a la compañía polvorienta que seguía esperando. Cuando los recién llegados, con los torsos desnudos grises de polvo, estuvieron a nuestra altura, los hizo detenerse con otro pequeño gesto.

—He aquí nuevos amigos —dijo dirigiéndose tanto a unos como a otros—. Saludaos, por favor.

Trescientos tipos, con unas caras demacradas por la fatiga, de la marcha, hicieron media vuelta a la derecha y nos saludaron a los gritos de:

—¡Gracias, camaradas, por haber venido vosotros también!

Les presentamos armas y el capitán se fue después de haber hecho un pequeño gesto de satisfacción con la cabeza. Apenas se había alejado cuando los feldwebel que lo acompañaban nos empujaron hacia nuestros barracones, como si de repente se hubieran vuelto rabiosos.

—Cuatro minutos para instalaros —gritaron.

Olvidando las fatigas de la marcha, estábamos otra vez cuadrados al pie de nuestras literas de dos pisos. Nuestros suboficiales, aterrorizados, pasaron lista ante los ojos de los dos feld del campamento. Estos nos dieron entonces unas explicaciones referentes a la limpieza y a la disciplina que esperaban de nosotros. Después nos aconsejaron dormir, aunque todavía fuese temprano, pues al día siguiente necesitaríamos todas nuestras fuerzas. Sabíamos que, en el Ejército alemán, aquellas palabras tenían un significado con frecuencia superado por la realidad. La palabra fatiga, allí, no tenía nada que ver con la fatiga de las gentes que he conocido después de la guerra. Podía consumir a un hombre de buen peso —setenta kilos— hasta reducirlo a cincuenta y cinco en algunos días. Cuando los dos cocos hubieron desaparecido dando un portazo, nos miramos, perplejos.

—Esto no parece muy divertido —dijo Halls que ocupaba la cama de abajo.

—¡Vaya que no! ¿Has visto el hauptmann?

—Sólo le he visto a él —prosiguió mi amigo—, y ya temo el día que tendré que recibir su pie en el culo.

Fuera, una sección con uniforme camuflado de combate salía, sin duda, para un ejercicio nocturno. —Dispénsame, Halls, pero tengo que escribir a alguien. Lo haré mientras no sea aún de noche.

El feld nos había avisado que no debíamos encender velas sin motivo después del toque de queda.

—Bueno —contestó Halls—, te dejo con tus preocupaciones.

Apresuradamente saqué el pedazo de papel que no había logrado llenar durante todo el trayecto, y empecé febrilmente una carta para Paula.

Mi querido amor

Conté a Paula el viaje y nuestra llegada al campamento F.

Todo va bien, Paula, y no pienso más que en ti. Aquí, todo está en calma.

No olvido ninguno de nuestros momentos y ardo en impaciencia ante la idea de volver a verte.

Te quiero intensamente.

El sol enrojecía levemente la copa de los árboles cuando la puerta giró contra el tabique del dormitorio, como si los soviets hubiesen estado detrás. Un feldwebel sacaba de un silbato unos sonidos agudos que nos sobresaltaron.

—Treinta segundos para ir a los abrevaderos —gritó—, y todos en cueros delante del barracón para la gimnasia.

Ciento cincuenta tíos se abalanzaron al agua fresca de los abrevaderos situados al otro lado de las construcciones. Más lejos, a la luz del día apenas levantado, se arrastraban unos soldados a las órdenes de otro perro de presa.

En un santiamén estuvimos limpios y alineados delante del barracón. Afortunadamente estábamos a primeros de julio, y no teníamos que padecer frío. Entonces, el feld designó a uno de nosotros y le ordenó que nos hiciera ejecutar un movimiento de cultura física hasta su regreso. El movimiento consistía en abrir los brazos en varios sentidos, en tocarse la punta de los pies, en tocar luego el suelo a derecha e izquierda lo más lejos posible y en volver a empezar.

—¡Vamos! —dijo antes de alejarse—. ¡Prohibido pararse!

Durante largos e interminables minutos, tal vez quince, azotamos el aire así.

Cuando el feldwebel reapareció y nos mandó parar, la cabeza nos daba vueltas.

—Tenéis cuarenta y cinco segundos para estar otra vez aquí con el uniforme de combate. Raus!

Y cuarenta y cinco segundos más tarde, ciento cincuenta cascos de acero sobre las cabezas de ciento cincuenta muchachos, cuyo pulso latía hasta estallar, estaban alineados frente a la bandera. Entonces trabamos conocimiento con Herr Hauptmann Frink y sus temibles métodos de adiestramiento. Llegó con pantalón de montar con badana y schlague bajo el brazo.

Stillgestanden! —ordenó el feld.

El capitán se detuvo a la distancia conveniente, dio media vuelta despacio y saludó a la bandera. Sonó la voz de «¡Presenten armas!».

—En su lugar, descanso —dijo pausadamente el gigante volviéndose hacia nosotros.

Feldwebel, hoy no hará usted más que acompañarme. En honor de la nueva sección, yo mandaré el ejercicio.

Cambió lentamente de posición y miró un instante el suelo iluminado de sol. Luego irguió violentamente la cabeza:

—¡Firmes!

Obedecimos en una centésima de segundo.

—Muy bien —dijo melosamente acercándose perezosamente a la primera fila—. Caballeros… tengo la impresión que han escogido ustedes demasiado pronto su carrera de infante. Seguramente no saben que aquí, en la infantería especializada, no existe ninguna relación con lo que han aprendido en los servicios auxiliares que han dejado voluntariamente. Ninguno de ustedes parece estar constituido para esta tarea. Espero equivocarme y que demuestren ustedes lo contrario. Espero que no me obligarán a mandarlos a una unidad disciplinaria para enseñarles que se han equivocado en su juicio.

Nosotros escuchábamos, impresionados, con la cabeza vacía. Él prosiguió con voz más fuerte:

—La tarea que todos ustedes deberán asumir tarde o temprano exige más de lo que seguramente habrán supuesto. No se trata de saber manejar simplemente un arma y tener una moral elevada, sino que hace falta mucho valor, arrojo, perseverancia, aguante, resistencia en cualquier situación. Nosotros, los de la Gross Deutschland, tenemos derecho al parte oficial publicado en todo el Reich, y eso no es otorgado a todo el mundo. Para hacerle honor, necesitamos hombres y no cabezas de enterrador como vosotros. Os prevengo que aquí todo es difícil, que no se perdona nada y que cada uno ha de tener sus reflejos en consecuencia.

No sabíamos ya qué cara poner.

—¡Firmes! —prosiguió—. ¡Cuerpo a tierra!

Sin reflexionar un instante, nos echamos todos en el suelo arenoso. Entonces el capitán Fink se acercó, como un paseante en la playa, y caminó sobre el piso humano. Mientras continuaba su discurso, sus botas, con la carga de sus ciento veinte kilos por lo menos, pisaban los cuerpos paralizados de terror de los muchachos de nuestra sección. Los tacones del oficial se posaban despacito sobre una espalda, una nalga o una mano, y nadie rechistaba.

—Hoy —prosiguió—, voy a acompañarles a un pequeño paseo y juzgaré sus aptitudes. Después mandó formar un grupo de cien y otro de cincuenta. —Hoy, caballeros— dijo finamente, dirigiéndose al grupo de cincuenta del que ni Halls ni yo formábamos parte, —tienen ustedes el privilegio de ser supuestos heridos. Mañana les tocará a ustedes ocuparse de sus camaradas. Sección de heridos. ¡Cuerpo a tierra!

Después se volvió hacia nosotros:

—En grupos de a dos, cargad con los heridos.

Halls y yo cargamos, por el procedimiento de la silla de la reina, con un mozarrón crispado de ochenta kilos por lo menos. Luego el capitán Fink nos guio hacia la salida. Caminamos así hasta una pequeña ondulación que nos parecía distar un kilómetro. Empezábamos a tener los brazos segados por el compañero que poco a poco se acostumbraba a aquella situación. Al llegar a lo alto del montículo, tuvimos que bajar por el otro lado. Nuestras botas chirriaban y tropezábamos a cada momento en la pendiente bastante escarpada. «¿Cuándo terminará este juego?», pensábamos. El calor había llegado y chorreábamos sudor sobre los uniformes. Algunos soldados agotados soltaban su carga y dejaban caer a la pretendida víctima. Cada vez, Fink, ayudado por su feld, hacía salir al grupo debilitado y lo dividía para un servicio más rudo aún: un hombre solo se cargaba otro a la espalda. Al final de la pendiente, sentí que me tocaría el turno.

—No puedo más, Halls, me duelen las muñecas, voy a soltarlo —murmuré.

—¡Estás loco! Hay que aguantar, ¿o prefieres llevar uno tú solo?

—Ya lo sé, Halls, pero es más fuerte que yo —dije verdaderamente derrengado.

—¡Vamos, adelante! —proseguía el capitán—. Los, los!

Halls me trituraba las muñecas en sus manos robustas para evitar que me desasiese. Detrás, unos soldados jadeantes tropezaban en el suelo pedregoso transportando a un camarada además de todo el equipo.

El feld, gritando como un condenado, intentaba reanimarlos. Halls, a pesar de que era mucho más fuerte que yo, rechinaba los dientes, y ríos de sudor le corrían por todos los pliegues de la cara.

—Lo siento, muchachos —murmuró el tipo que transportábamos—. Me gustaría más andar solo.

Pese a nuestras dificultades, llegamos a otra colina boscosa que tuvimos que escalar a costa de unos esfuerzos insoportables. Detrás, un poco más lejos, los desgraciados que llevaban solos la carga, se tambaleaban lamentablemente, perseguidos siempre por el feld. El capitán nos observaba sin quitarnos ojo de encima. A cada momento esperábamos que por fin nos llegase la orden de alto, pero cada momento era seguido de otro más doloroso aún. La sangre ya no circulaba por mis manos trituradas bajo el peso.

—No puedo más… Suéltame.

Halls, suéltame. Halls no contestó y apretó los dientes. El dolor se había vuelto insoportable y solté la presa que Halls mantenía haciéndome sufrir horriblemente. Los grupos deshechos soltaban la carga un poco en todas partes. El capitán hacía reformar grupos de a dos.

Y nos tocó a nosotros.

Agité mis manos vacías de sangre exhalando un prolongado quejido. La sombra gigantesca del hauptmann se acercó a mí y tuve que cargar sobre mi frágil espalda con un muchacho más pesado que yo. El cambio de postura mejoró, sin embargo, la situación. Con un zumbido que me taladraba la cabeza, reanudé la marcha.

Cerca de una hora continuó el suplicio hasta que todos estuvimos a punto de perder el conocimiento, hasta el extremo límite de nuestras fuerzas que el capitán Fink seguía suponiendo un poco más lejos. Después, por fin, decidió adiestrarnos en otro ejercicio.

—Puesto que me parecéis fatigados, voy a proponeros un ejercicio tendido en el suelo a fin de que descanséis. Imaginad —dijo sintiéndose poeta— que allá, detrás de aquel montículo, casi a un kilómetro, se halla emplazado un nido de resistencia bolchevique. Imaginad, además, que tenemos buenas razones para apoderarnos de él, e imaginad que si vais de pie los bolcheviques se encargarán de tumbaros. Entonces, vais a tenderos en el suelo y arrastraros hasta allí. Yo saldré delante y dispararé sobre todo lo que vea. ¿Entendido? Lo miramos, estupefactos.

El alto hauptmann se adelantó y desenfundó la pistola que llevaba al cinto. El tiempo que invirtió en llegar al montículo fue uno de los raros momentos que tuvimos para respirar un poco durante aquellas tres semanas de adiestramiento. Sin quitar ojo al hauptmann, que iba a ponerse en posición, una idea fija obsesionaba nuestras mentes. ¿Habíamos oído bien?

A una orden del feld echamos cuerpo a tierra y la ruda ascensión comenzó. El feld salió corriendo a reunirse con el capitán. Halls se arrastraba a mi izquierda. El punto al que teníamos que llegar nos parecía, una vez tumbados, más distante aún. Cuando hubimos recorrido aproximadamente las cuatro quintas partes del terreno, se nos apareció la silueta todavía pequeña del capitán.

Y enseguida comenzó su tiroteo. Preguntándonos lo que nos pasaba, tuvimos un momento de vacilación antes de continuar. Pero el silbato del feld seguía recordándonos que debíamos avanzar. El capitán, sin duda, había recibido órdenes de no cascar a sus soldados, si no, creo que no habría titubeado en hacer blanco.

Las balas de su pistola silbaron entre nosotros hasta que hubimos llegado al sitio fijado. Aquel juego, por supuesto, no carecía de peligro. En el transcurso de los veinte y pico de días de adiestramiento, enterramos, al son de Yo tenía un camarada, cuatro de nuestros compañeros, víctimas de accidentes denominados de formación. Hubo también una veintena de heridos, que sufrían un gran rasguño infectado a consecuencia de haber atravesado una red de alambradas, o haber recibido un balazo en el cuerpo y hasta haberse triturado un miembro entre los rodillos de un carro de adiestramiento. Reanimamos asimismo a los dos ahogados en la travesía de un estanque en balsas hechas con viejas traviesas de ferrocarril que apenas flotaban. También hicimos marchas interminables, por supuesto. Especialmente un día, tuvimos que seguir la orilla de un gran estanque durante unas horas, mientras una sección en posición de tiro disparaba contra la orilla obligándonos a chapotear hasta la barbilla. No me cuesta nada decir que en aquel juego todos agachábamos la cabeza. Nos adiestraron en el lanzamiento de granadas ofensivas y defensivas sobre un terreno cuidadosamente preparado. Hubo adiestramientos de bayoneta, ejercicios de equilibrio, en los que uno de cada cinco se rompía la crisma, y de aguante en determinada postura, que duraban un tiempo horroroso. Por ejemplo, un día nos hicieron entrar en una tubería que debió de haber servido para canalizar gas en alguna gran ciudad. Formaba dos codos, y los muchachos que ocuparon el centro conociéronlas angustias de la claustrofobia. Y mil pruebas más. Había que tener en cuenta, además, el tiempo previsto para el adiestramiento. Este, que prácticamente no acababa nunca, duraba treinta y seis horas, con interrupciones de tres medias horas para engullir el contenido de nuestras escudillas y volver a presentarnos limpios y ordenadamente a las filas. Al cabo de las treinta y seis horas, podíamos disfrutar de ocho de descanso. Después nos esperaban otras treinta y seis, y todo volvía a empezar. A veces, una falsa alarma venía a arrancarnos de nuestro sueño de plomo, obligándonos a presentarnos en el patio completamente equipados en un tiempo récord para ser enviados nuevamente a nuestros incómodos camastros. Durante los primeros días sufrimos un verdadero martirio. Nadie tenía derecho a hablar. A veces, algunos muchachos caían agotados y ello añadía una carga a la sección, que debía, a bofetadas o rociándolo, hacer poner en pie al desfallecido camarada.

Algunas veces, un soldado volvía al campamento en un estado de fatiga extrema, sostenido por otros dos. En principio, a quinientos metros del campamento, debíamos formar correctamente y entrar al paso cantando como si volviéramos de un paseo bienhechor. Una noche, a pesar de las regañinas, a pesar del miedo de los castigados al calabozo, nos resultó imposible adoptar la actitud que el feld exigía. Furioso, se vio obligado a arrastrar una larga fila de tipos medio dormidos hasta delante de la bandera, antes de perseguirnos en los barracones donde nos desplomamos con el equipo puesto, la boca seca, la cabeza traspasada de dolor. Nada hacía parar nada en el campamento F. El capitán Fink iba hasta el fin. Hasta que las encías sangran por sí solas, hasta que la fatiga os pellizca la nariz y desfigura el rostro. Hasta que las punzadas que sentís en la cabeza os hacen olvidar las enormes ampollas de los pies que anuncian el calvario del día siguiente. ¡No habría servido de nada pedir clemencia! No se habría recibido más que una sola respuesta: Auf marsch! marsch!

Hubo el calor tórrido de ese verano ruso que sucede al invierno casi sin primavera. Hubo las tormentas y sus cataratas de lluvia como para ahogaros. Hubo hombros menos fuertes que los vuestros que soportaron la lluvia, las lastimaduras del correaje, el punto doloroso y preciso que sostiene el fusil. Hubo los golpes, el schlague para muchos. Las escudillas medio colmadas de una comida desabrida. Hubo el miedo de no quedar bien y el batallón disciplinario. Hubo la obsesión de quedar bien y ser un héroe muerto. Hubo las mentes vacías de todo pensamiento, los ojos extraviados de los camaradas que no veían más que la tierra por la que se debía andar sin descanso. Hubo asimismo dos cartas de Paula que mis ojos cargados de fatiga no pudieron leer de una manera inteligible. Y además, la mordedura de mis remordimientos por no haber logrado, a pesar de todo, encontrar la fuerza de contestar durante mis ocho horas de reposo.

A tres mil kilómetros al oeste, había seres que lloriqueaban, según parece, porque no podían beber alcohol en las tabernas parisienses a ciertas horas y, por mi desgracia, esto me hizo reír cinco años más tarde. Entonces, los tipos que habían padecido aquella abstinencia me cayeron encima a brazo partido y volcaron su rencor una noche en el castillo de Vincennes.

Los alemanes cometieron un gran error durante toda aquella guerra. Fue hacer que sus soldados llevasen una vida peor que la de los prisioneros en vez de concedernos el derecho de violación y de saqueo por los que hemos sido juzgados en fin de cuentas.

Un día hubo un ejercicio de defensa y de contraataque anticarros. Como ya nos habían enseñado a cavar refugios individuales en un tiempo limitado, no tuvimos ninguna dificultad para abrir en la tierra blanda una trinchera de ciento cincuenta metros de longitud por cuarenta y cinco o cincuenta centímetros de anchura y un metro de profundidad. Después, a una voz de mando, bajamos a ella en apretadas filas con prohibición de salir bajo ningún pretexto. Entonces, cuatro o cinco Mark III avanzaron perpendicularmente a nuestra obra y lo cruzaron a diferentes velocidades. Por el propio peso, los ingenios se hundían naturalmente de diez a doce centímetros en la tierra desmenuzable. Cuando sus monstruosas orugas araban el borde de la trinchera, a pocos centímetros de nuestras cabezas, gritos de espanto se nos escapaban a cualquiera de nosotros. Todavía hoy, mi mirada queda fascinada por las orugas de un plácido bulldozer al recordar aquellos impresionantes momentos. También nos adiestraron en el manejo de los peligrosos panzerfaust y en el ataque a carros con minas magnéticas. Para esto, bastaba con esconderse en un hoyo y esperar que el carro pasara cerca para meter entre el armazón y la torreta un artefacto sin espoleta por si acaso. Cuando el carro llegaba de cara sólo podíamos salir del hoyo cuando se encontraba a cinco metros. Entonces, con una precipitación de desesperado había que saltar frente al terrorífico ingenio, agarrar el gancho de remolque de la derecha, izarse sobre el capó, colocar la mina en la juntura del armazón y la torreta, y dejarse caer a la derecha del carro en un revolcón magistral. Yo no tuve que minar ningún tanque de frente, a Dios gracias. Pero Lensen, que, un poco a causa de esto, fue nombrado ober y después sargento, nos hizo una demostración que ningún filme de suspense había igualado hasta entonces. Aquel aplomo le valió, por otra parte, un fin horrible un año y medio más tarde.

Para aquellos que hubiesen tenido alguna veleidad de individualismo o de desobediencia, había en el patio una especie de cabaña hecha solamente de un techo sostenido por unos grandes postes. Unas cajas vacías servían de banquillos. Era el refugio de los castigados, familiarmente denominado: Die Hundehütte. No tuve ocasión de ver ni un solo castigado, pero supe, de todos modos, en qué consistía la prueba. Nada que ver con los tabucos en Francia donde el preso ronca a sus anchas durante días en un jergón de paja. Allí, los castigados se pasaban los días de maniobras como los demás; sólo que, al cabo de treinta y seis horas de ejercicio, les conducían a la Hundehütte. Los encadenaban, con las muñecas a la espalda, a una gruesa viga transversal y tenían que pasar sus horas de reposo con el culo sobre una caja. El rancho les era servido en una gran escudilla para ocho en la que tenían que comer lamiendo como los perros, por tener las manos trabadas. Vale decir que al cabo de dos o tres estancias en aquel chalet, el desdichado, aplastado ya de fatiga a quien negaban un reposo absolutamente necesario, acababa en un estado de coma que por fin ponía término a sus sufrimientos. Entonces era hospitalizado. Una historia horrible circulaba por el campamento. Se trataba de un tal Knutke que se había rebelado. Había pasado, según parece, seis veces su descanso en la choza y se negaba, a pesar de los golpes, a seguir a su sección durante el adiestramiento. Un día llevaron el moribundo al pie de un árbol y lo fusilaron. «La choza conduce a eso —decían los soldados—, así es que hay que evitar la choza». Y a pesar de los gemidos, todo el mundo obedecía.

Lo más sorprendente es que en aquella época estábamos persuadidos de ser unos inútiles y de que nunca seríamos buenos soldados de verdad. A pesar de nuestra vida imposible, procurábamos, llenos de buena voluntad, superarnos. Pero Herr Hauptmann Fink tenía un concepto de la superación que le exponía a uno a llevarlo al umbral de la muerte.

A mediados de julio, precisamente unos días antes de la batalla de Bielgorod, el capitán comandante del campamento F nos consagró infantes. Entonces tuvimos, en el curso de una ceremonia al aire libre, que prestar juramento al Führer. La sección estaba formada en posición de firmes ante un estrado de troncos, empavesado con banderas, donde se hallaban los oficiales del campamento. Uno tras otro, debíamos salir de la fila, caminar al paso de la oca hasta la altura del estrado, dar frente y avanzar hacia este. Llegados a una distancia reglamentaria, es decir a siete u ocho metros aproximadamente, debíamos cuadrarnos otra vez y pronunciar en voz alta e inteligible:

Juro servir a Alemania y al Führer hasta la victoria o la muerte.

Después, tras haber hecho izquierda, debíamos volver a la fila de los que habían prestado juramento y que, muy emocionados, se aprestaban, como caballeros cristianos ante Jerusalén, a convertir bolcheviques.

Para mí, que sólo soy medio alemán, la ceremonia tuvo más importancia aún. A pesar de las pruebas que nos habían impuesto, mi vanidad se sentía halagada de haber sido, igual que los otros, consagrado alemán y verdaderamente digno de llevar armas.

Después, ¡oh milagro!, Fink mandó distribuir a cada uno un vaso de vino muy bueno. El digno hauptmann levantó luego su vaso con nosotros en medio de los Sieg Heil. Después, pasando entre nosotros, nos estrechó la mano, nos dio las gracias y proclamó que también estaba contento de sí mismo. Mandaba buenos soldados a la división. No sé si seríamos buenos soldados, pero la verdad es que habíamos pasado horas muy amargas. Habíamos perdido muchos kilos y esto se notaba en nuestros ojos hundidos y en nuestras mejillas chupadas. Pero todo estaba previsto. Antes de abandonar el campamento, nos concedieron dos días de reposo completo que aprovechamos bien. Apenas parecerá creíble que, cuando abandonamos el campamento, cada uno de nosotros sentía en el fondo de sí mismo cierta admiración por Herr Hauptmann. Todos nosotros, en realidad, soñábamos con ser algún día un oficial del mismo temple.