Capítulo VI

EL PERMISO

Una hermosa mañana de la primavera ucraniana nos agruparon en Trevda, donde Halls había pasado días tan felices. Otras dos compañías se unieron a nosotros en una colina cubierta de hierba corta y musgosa, esa hierba rasa y tupida hasta el punto que cada tallo parece querer apartar al otro, tan vigorosa que se convierte en una sabana al cabo de un mes. Éramos cerca de unos novecientos. En la cima de la colina, subidos a la caja de un vehículo destrozado, algunos oficiales de Infantería pronunciaron discursos. Alrededor de ellos, una veintena de hombres enarbolaban banderas así como los guiones de sus regimientos. Los discursos fueron muy corteses. Aquellos caballeros nos felicitaron incluso por nuestra actitud pasada, actitud que, paradójicamente, la más insignificante reseña del frente nos echaba en cara todos los días. Pusimos unos ojos muy abiertos. Era a causa de aquella actitud ejemplar que, aquel día, se les hacía el honor a quienes lo desearan de incorporarlos a las tropas combatientes. Hubo voluntarios enseguida, aproximadamente una veintena. Los oficiales que conocían nuestra «timidez», quisieron ponernos más a nuestras anchas. Los discursos se prolongaron por el mismo estilo. Algunos hechos destacados fueron incluso relatados detalladamente. Quince voluntarios más salieron de las filas. Entre ellos, Lensen que, de una manera evidente, había nacido para el jaleo.

Después, nuestros salvadores nos hablaron de quince días de permiso. Hubo al menos trescientos voluntarios. Entonces bajaron de la plataforma unos tenientes y recorrieron nuestras filas. Un capitán siguió arengando a las tropas de la Rollbahn y luego los tenientes designaron e invitaron a muchos de nosotros a dar los tres pasos fatídicos al frente.

Su elección había recaído, sobre todo, entre los más altos, entre los que tenían mejor semblante, entre los más fuertes. Un índice, enguantado de piel negra, apuntó súbitamente, recto como el cañón de un mauser, a la frente de mi mejor compañero, de mi hermano en toda aquella guerra. Como hipnotizado, Halls avanzó tres pasos y el taconazo que dio al cuadrarse, pareció un portazo, una puerta amenazadora que quizá me separaría para siempre del único amigo de verdad que había tenido, de la única razón de vivir que, finalmente, me interesaba en medio de la desesperación por que había pasado ya.

Después de un corto instante de vacilación, estuve en la fila de los voluntarios sin haber sido obligado a ello. Mi mirada, atontada y confusa, se cruzó un instante con la de Halls, cuyas mejillas enrojecieron como las de un chiquillo al que acaban de dar un gusto y no sabe cómo agradecerlo. En lo sucesivo mi filiación sería la siguiente:

Gefreiter Sajer. G

100/1010 G4. Siebzehntes Bataillon Leichtinfanterie Gross Deutschland División SÜD. G

Al anochecer estábamos de regreso en los sórdidos refugios que habíamos ocupado antes. Nada había cambiado, aparentemente. Tan sólo sabíamos que nuestros nombres habían quedado registrados en las listas de reclutamiento de Infantería. Era, por el momento, la única diferencia entre la vida que llevábamos ayer como transportistas y la que llevaríamos desde hoy como infantes. Nos quedamos algo perplejos acerca de la actitud que deberíamos adoptar. Los suboficiales no nos dejaron mucho tiempo para meditar sobre nuestra situación. Durante varios días estuvimos metidos en la limpieza y reparación del material deteriorado en la última batalla. La situación parecía haberse calmado, aunque vigorosos contraataques soviéticos provocaban a veces numerosos incendios al nordeste de la ciudad, en Slaviansk. Nos emplearon asimismo en el repugnante trabajo de enterrar a los miles de muertos que había costado la batalla de Jarkov.

Efectivamente, una mañana, por no decir en plena noche, tan pálida era el alba, fuimos constituidos en «sección de inhumación».

Fue Laus quien nos dio, naturalmente, la buena noticia en vez de los quince días de permiso prometidos y tan esperados. Era, sobre todo, a los prisioneros rusos a quienes incumbía el trabajo de recoger los cadáveres. Desgraciadamente, saqueaban, por lo visto, los cadáveres de los landser y robaban los anillos y otras fruslerías.

En realidad, creo más bien que los pobres diablos, muchos de los cuales estaban heridos, pero habían sido reconocidos aptos para el trabajo, buscaban en las mochilas y en los bolsillos de los cadáveres de sus propios compañeros o en los de los soldados del Reich algún alimento. Las raciones que nosotros les distribuíamos eran verdaderamente ridículas. Por ejemplo, una escudilla que contenía aproximadamente tres litros de una sopa insípida para cuatro prisioneros y para veinticuatro horas. Algunos días, sólo recibían agua.

Todo prisionero sorprendido desvalijando un cadáver alemán, era pasado inmediatamente por las armas. Ningún pelotón reglamentario se formaba, por lo demás, a este efecto. A bulto, un oficial tumbaba al delincuente de dos o tres tiros de pistola o, a veces, como tuve ocasión de comprobar durante aquella época, se entregaba el prisionero a dos o tres desalmados a los que este cometido era encargado regularmente. Aquellos malvados ataron una vez, ante mis ojos escandalizados, las manos de tres prisioneros a la verja de un portal. Después, una vez inmovilizadas sus víctimas, metieron una granada en uno de los bolsillos de sus capotes, o bien en un ojal, que forzaron con el mango del artefacto. El tiempo de quitar el seguro, y los miserables corrieron a ponerse a salvo, mientras la explosión despanzurraba a los ruskis que, hasta el último momento, imploraban perdón aullando desesperadamente.

Habíamos visto ya toda clase de atrocidades, pero aquellos procedimientos nos asqueaban cada vez hasta el punto que estallaban vivos altercados entre aquellos criminales y nosotros. Ellos se encolerizaban de mala manera y nos insultaban groseramente. Se habían evadido, según decían ellos, del campo de Tomvos, donde los rusos tenían concentrados numerosos prisioneros alemanes y nos relataban cómo los rusos suprimían a nuestros compatriotas. Según ellos, el conocido campo de Tomvos, a noventa y cinco kilómetros al este de Moscú, era un campo de exterminio. Cada día se repartía una comida tan irrisoria como la que servíamos en Jarkov a los prisioneros rusos, entre los hombres que hacían una faena cualquiera, pues los soldados alemanes sólo recibían alimento cuando trabajaban. Distribuían un bol de mijo, como nosotros en Jarkov una escudilla, para cuatro hombres. Nunca había suficientes raciones, ni siquiera para los prisioneros de trabajo. Sin embargo, un bol tenía que alimentar a cuatro hombres y no a cinco, según el reglamento. Entonces se mataba a los soldados que sobraban hincándoles, a martillazos, un casquillo de bala de fusil en la nuca. Los rusos se divertían mucho, al parecer, con aquel género de ejercicio.

Creí a los rusos muy capaces de una crueldad semejante, después que los hube visto actuar entre las lastimosas columnas de refugiados en Prusia Oriental. Pero ello no excusaba la actitud de nuestros compañeros de armas que se hacían culpables de aquellas salvajadas para vengar otras. La guerra alcanza así su paroxismo de horror a causa de unos imbéciles que, con el pretexto de un venganza lógica, perpetúan el espanto de generación en generación a través de la Historia…

Durante largas horas, tuvimos que limpiar un largo pasillo subterráneo que había sido transformado en hospital de primera urgencia durante la lucha. Los cirujanos tenían tanto trabajo que, a buen seguro, aquel largo sótano fue dejado de cuenta. A todo lo largo del interminable pasillo, una sucesión de toscas literas de tres pisos se prolongaban en un centenar de metros. En cada una había tres cadáveres mutilados, ennegrecidos y tiesos. De trecho en trecho, un vacío insólito en aquel silo pestilente señalaba el lecho desocupado que un moribundo había logrado abandonar antes de su último suspiro.

Ninguna luz alumbraba aquel osario del que sólo cabía tapiar la entrada. Únicamente las lámparas de bolsillo que algunos de los nuestros llevaban colgadas de la guerrera arrojaban resplandores terroríficos sobre los rostros demacrados y tumefactos de los cadáveres que con dificultad sacábamos de allí.

Por fin, un buen día, cuando una deliciosa primavera intentaba disculparse con el triste paisaje de las ruinas de Deptroia, un arrabal sudoeste de Jarkov, un camión del mismo color que el decorado llegó por la carretera terrosa que conducía a los nuevos barracones que ocupábamos desde la víspera.

Después de un brusco giro sobre sí mismo, retrocedió hasta unos diez metros del primer edificio, donde un grupo, del que yo formaba parte, se atareaba en quitar un montón de cascotes y pedruscos que invadían los aledaños de nuestro nuevo campamento.

La tabla trasera cayó de golpe y un pequeño cabo se apeó de un salto dando un taconazo. Sin saludarnos, sin dirigirnos palabra, hurgó en el bolsillo superior derecho de su guerrera, donde deben estar reglamentariamente las instrucciones militares, y sacó una hoja de papel cuidadosamente doblada. Luego inició, sin más formalidad, la lectura de una lista de nombres bastante larga por cierto.

Al mismo tiempo que gritaba nuestros nombres, siempre con el tono reglamentario, con la mano nos hacía una seña para que nos pusiésemos a su derecha. Los nombres se sucedieron, hasta un centenar aproximadamente, entre ellos Olenheim, Lensen, Halls, Sajer… Un poco preocupado, me uní a los nombrados. Después, el cabo nos concedió tres minutos para instalarnos con armas y bagajes completos en el camión. Dio un taconazo, y esta vez saludó. Sin añadir palabra nos volvió la espalda y se alejó como para dar un paseo. Sin embargo, hizo un gesto con el brazo para descubrir su reloj de pulsera y cronometrar el tiempo que nos concedía.

Nosotros nos apresuramos a recoger nuestros trastos. No tuvimos tiempo en absoluto de cambiar ninguna impresión. Tres minutos más tarde, un centenar de feldgmuen jadeantes se apretujaban a bordo del camión cuyas tablas amenazaban ceder por exceso de carga. El cabo también fue puntual. Echó una ojeada de asco sobre los paquetes heteróclitos que algunos habían cargado, pero no dijo nada. Después se agachó para mirar algo debajo del camión.

—Cuarenta y cinco hombres a bordo solamente —dijo, silabeando—. ¡Salida dentro de treinta segundos!

Y se puso a pasear otra vez.

Unos gruñidos silenciosos iban del uno al otro. Nadie quería bajar. Cada uno tenía sus motivos para quedarse. Dos o tres fueron proyectados al exterior. Como yo me encontraba en el centro, apretado como una sardina en una lata, no tuve posibilidad de moverme. Laus se encargó del asunto. Hizo apearse a la mitad del camión; los que quedaron se numeraron hasta llegar a cuarenta y cinco. El cabo subió junto al chófer y dio la señal de marcha. Laus nos dijo adiós amistosamente con la mano. Fue la última vez que recibimos una orden del feldwebel de Bialystok. La última sonrisa que nos dirigió le disculpó a nuestros ojos de todas las servidumbres que nos había impuesto. Junto a él, la mitad del grupo nombrado miró, asombrado, cómo nos alejábamos en un torbellino de polvo.

Aquella parte del grupo se reunió con nosotros cuatro días más tarde a ciento cincuenta kilómetros detrás del frente, en el acuartelamiento de reposo de la famosa División Gross Deutschland. Otra parte de la división ocupaba, además, el campamento de Aktyrkha. Sobre todo heridos en vías de curación. La propia división tenía un sector móvil en la vasta región de Kursk-Bielgorod. Allí, todo era limpio, claro y agradablemente organizado, a la manera de los exploradores, pero con muchos más medios. Aktyrkha era algo así como un oasis en medio de la inmensa estepa que se extendía por todas partes alrededor.

Por orden del cabo saltamos del camión para alinearnos en una fila de dos en fondo. Un grupo de oficiales formado por un capitán, un teniente primero y un feldwebel se acercó a nosotros. El cabo bajito y mofletudo dio la voz de firmes. Aquellos oficiales vestían de un modo notable. El hauptmann, con uniforme de fantasía, es decir guerrera de fino paño gris verde pálido, con las bocamangas coloradas de las unidades en línea de fuego, pantalón de montar verde oscuro con badana, botas de caballería increíblemente lustradas, nos hizo un leve gesto con la mano. Luego, se dirigió en voz baja al feldwebel tan bien arreglado como él. Después de una breve conversación, el feld se nos acercó, dio un taconazo y nos dirigió la palabra en nombre del capitán con un tono más jovial, de todos modos, que el cabo que había venido a buscarnos:

—¡Bienvenidos todos a la División Gross Deutschland! Aquí vais a conocer la verdadera vida de soldados, la única que permite acercar a los hombres por los lazos más sinceros. Aquí, la camaradería existe entre cada uno de nosotros y, en todo momento, puede ser puesta a prueba. Los malos camaradas, las ovejas negras no se quedan en la División Gross Deutschland. Aquí, cada cual debe poder contar con su hermano de combate sin ninguna limitación. El más pequeño error entraña la responsabilidad de una sección al menos. Ni gandules, ni remolones, todo el mundo obedece o se hace obedecer ciegamente. Vuestros oficiales piensan por vosotros. Mostraos dignos de vuestros superiores. Pasaréis por el almacén vestuario y dejaréis vuestros harapos mal olientes. Es necesaria una higiene absoluta para un buen estado de ánimo. Ningún uniforme descuidado será tolerado.

El feld respiró un poco, y luego prosiguió:

—Después de haber cumplido esas últimas condiciones, los voluntarios aquí presentes recibirán un boleto de permiso de quince días. Este permiso entrará en vigor dentro de cinco días, cuando salga el convoy para Nedrigailov, salvo contraorden. Podéis retiraros. Heil Hitler!

Hacía un tiempo espléndido. Todo parecía estar en orden. Según lo que acabábamos de oír, no se podían hacer bromas con las órdenes, pero qué agradable resultaba aquello comparado con el universo de mierda, de sufrimientos y de pánico por el que acabábamos de pasar. ¡Además, el permiso que nos iban a dar! Halls saltaba como una cabra loca. Todo el mundo, sin excepción, estaba contento.

El pequeño cabo nos hizo una mala jugada, sin embargo, pero estábamos de tan buen humor que todo transcurrió en un concierto de risotadas. El tuno exigió que nos laváramos los cochambrosos uniformes antes de devolverlos al almacén para recibir los nuevos. Nos vimos todos en cueros, transformados en lavanderas ante unos largos abrevaderos. Nuestra ropa interior estaba tan pringosa que nadie pensó en lavarla. Por mi parte, mandé al diablo los calzoncillos que rezumaban mugre y la camisa irrecuperable. Mi último par de calcetines, que llevaba en los pies desde el principio de la retirada y no formaba más que una sucesión de agujeros, fue a parar con mis otras prendas. Después, andando desnudos por el césped, fuimos a entregar nuestros viejos uniformes mojados, pero cuidadosamente doblados, al almacén que debía darnos los limpios. Dos mujeres soldados de Intendencia se partieron de risa cuando nos vieron entrar desvestidos en el local del vestuario.

—¡Conservad las botas! —gritó un sargento a quien la visión de los muchachos en cueros no le hacía ninguna gracia—. No hay distribución de calzado.

Nos lo dieron todo nuevo, desde la gorra hasta el paquete botiquín pasando por la manta impermeable. Sin embargo, algunos objetos indispensables faltaban en el suministro. Por ejemplo, calzoncillos y calcetines. Más adelante, estos dos elementos los echamos realmente de menos, pero entonces estábamos demasiado regocijados para preocuparnos de nada. Una vez vestidos, fuimos a una vasta construcción en madera del Ejército. Encima de la puerta, un letrero muy visible recordaba a cada uno la higiene reglamentaria que debían observar. Eine Laus, der Tod! (Un piojo es la muerte). El pequeño cabo gordezuelo que no nos había dejado desde Jarkov nos hizo una seña para que entrásemos. Ya hacíamos comentarios sobre nuestro nuevo alojamiento, rústico, pero impecablemente ordenado.

—Ruhe, Mensch! —vociferó el cabo.

El silencio se hizo instantáneamente.

—Puesto que no hay siquiera un ohergefreiter entre vosotros, voy a nombrar un jefe de cuarto.

Entonces se metió entre nuestros grupos, con los ojos entornados, como si se tratase de sorprender a quien no deseaba en absoluto aquel título, o como si tuviera que tomar una decisión importante. Finalmente designó con un grito seco como un pistoletazo a un tipo canijo que no podía envidiarme nada.

—¡Tu!

El llamado dio un paso al frente.

—¿Nombre?

—¡Wiederbeck!

—Wiederbeck, hasta nueva orden eres responsable de este cuarto. Irás a buscar en el Warenlager las cintas con el nombre de la división que cada cual deberá coserse en la manga de la guerrera. Luego, deberán… bla… bla…

Enumeró una serie de responsabilidades que hicieron meter cada vez la cabeza del pobre Wiederbeck un poco más entre los hombros.

Tuvimos, pues, unos instantes más tarde las famosas cintas que en letras góticas de plata sobre fondo negro llevaban la inscripción División Gross Deutschland. Aquella tira la llevaría yo en la manga izquierda de mi guerrera hasta 1945, cuando cundió el rumor, en nuestras filas deshechas y diezmadas, que los americanos fusilaban a todos los hombres pertenecientes a divisiones que llevasen nombres en vez de números. En sus juicios precipitados, eran, en efecto, muy capaces de pasar por las armas a un desventurado soldado de la Gross Deutschland o de la Brandenburg, igual que a un héroe de la Leibstandarte o de la Totenkopf. Pero aquellos momentos todavía se encontraban muy lejos. Estábamos en la primavera del año 1943, en país conquistado. Hacía, como he dicho, un tiempo maravilloso y para colmo teníamos un permiso en el bolsillo. Después de lo que habíamos soportado, la vida nos parecía un sueño.

Aparte de la lista de la mañana y la noche, estábamos, francos de servicio y podíamos corretear por aquella extraña localidad que era Aktyrkha. Entre cada casa, o más bien entre cada grupo de casas de un estilo campesino ruso muy curioso y muy bonito, la estepa, rozagante en aquella estación, formaba una espesa alfombra de hierba que alcanzaba ochenta centímetros de altura.

Estas hierbas, que se vuelven pardas a fines de verano, estaban sembradas de enormes margaritas. De esta fauna vegetal los rusos extraen una infinidad de plantas olorosas y aromáticas que usan para aderezar sus manjares y preparar numerosas bebidas.

Campos de pepinillos granosos y verde claro alternaban con los imponentes girasoles. Cada grupo de casas reunía a los miembros de una familia, o a sus amigos, que habían preferido edificar su domicilio cerca del drugy[7], lo cual, inteligentemente, les ahorraba camino cuando querían visitarse.

El ruso, en particular el ucraniano, es muy alegre y hospitalario. Un poco como los orientales, siempre está dispuesto a festejar algo. Guardo un recuerdo agradable de algunas recepciones en casa de aquellas gentes muy entusiastas, donde unos y otros olvidaban completamente las rivalidades de la guerra. Me acuerdo también de las muchachas que se reían a carcajadas siendo así que tenían buenos motivos para odiarnos. No podían compararse con las melindrosas parisienses que no deben su atractivo, por lo general, más que a la importancia del esmero y de la grasa denominada producto de belleza que suelen emplear.

Cada grupo de casas tenía también su pequeño cementerio. No un cementerio triste e impresionante, sino un cementerio florido con mesas de madera en torno a las cuales se reunía a menudo gente a beber. Aquellos caseríos lucían igualmente un letrero con un calificativo amable unido al nombre de la localidad. Por ejemplo, la muy bella Aktyrkha, o bien Aktyrkha querida, o asimismo nuestra ciudad Aktyrkha y también dulce Aktyrkha.

Cuatro días después de nuestra llegada, la segunda parte de la agrupación de voluntarios estuvo con nosotros. Habían sudado lo suyo, por lo visto, para venir hasta aquí. Prácticamente, todo a pie.

El día siguiente, por fin, nos agregamos a un convoy hacia Nedrigailov. Nuestros permisos sólo serían taladrados en Poznan, o sea a mil ochocientos kilómetros. Después, quizá mil más para ir a casa de mis padres en Wissembourg. Había emprendido, pues, un viaje de varios días. Cruzamos una inmensa región íntegramente llana sin la menor ondulación. Ingenios con orugas del Ejército ayudaban, aquí y allá, a las labores del campo de Ucrania. Recorrimos a bastante velocidad hasta Nedrigailov una carretera reparada por el cuerpo de Ingenieros alemán. A cada cinco o seis kilómetros, los esqueletos innumerables del material soviético abandonado precipitadamente, jalonaban la pista. Llevábamos recorridos aproximadamente doscientos kilómetros, cuando nos llamaron la atención unas siluetas minúsculas, lejos, delante del convoy. De vez en cuando eran enmarcadas por unas nubes pequeñas blancas acompañadas casi inmediatamente de detonaciones.

Los dos vehículos que nos precedían aminoraron seriamente la marcha. Pronto se detuvieron. Como de costumbre, el feld responsable del convoy saltó del primer vehículo y miró con los gemelos en dirección de nuestra preocupación. Como éramos disciplinados, esperamos la orden de apearnos. Los bullangueros se callaron y todos aguzamos el oído para captar las impresiones de nuestro jefe de convoy. ¡Precaución inútil! únicamente el ruido de los motores a marcha lenta turbaba el silencio. Poco a poco, la alegría que había transformado nuestros semblantes se esfumaba.

Una vaga inquietud se apoderó de nosotros. Se elevaron imprecaciones.

—¡Yo creía que estábamos lejos del follón!

—Sí, una mierda… —¿Qué puede ser?

—Partisanos —dijo Halls que ya había participado en una caza del hombre.

Otras muchas suposiciones salieron a relucir.

—De todos modos, no van a ser esos granujas los que nos impidan ir de permiso.

—¿Qué esperan para darnos la orden de ir a romperles la crisma?

Ya cada uno echaba mano al mauser que los permisionarios nunca abandonaban en país conquistado. La idea de que algo o alguien pudiera impedirnos volver a nuestras casas, nos volvía salvajemente agresivos. Estábamos todos dispuestos a pegar tiros bajo aquel hermoso sol, pero era preciso ir hacia el oeste a toda costa. Finalmente, la orden de combate no vino. El feld volvió a subir a su coche y el convoy arrancó de nuevo. Nos miramos, perplejos.

Cuando, quinientos metros más lejos, nos cruzamos con un grupo de unos veinte oficiales alemanes, con escopetas de caza al brazo, nos quedamos tan sorprendidos y contentos de habernos equivocado que los aclamamos como si hubieran sido el Führer. Después llegamos a Nedrigailov, Abandonamos el convoy que iba hacia el sur y nos dirigimos a Romny, el paraíso de los gitanos, donde otro convoy se encargaría de llevarnos hacia el oeste. En Nedrigailov, nuestro grupo, engrosado por unos soldados de permiso procedentes de varios puntos, adquirió unas proporciones importantes. Formábamos ya una nube de un millar de hombres. Pero los medios de transporte tenían otra cosa que hacer que pasear soldados con permiso. Los escasos vehículos que se dirigían a Romny cargaron una veintena de privilegiados y todos los demás siguieron atropellándose frente a una cocina de campaña cuyos calderos no contenían comida más que para alimentar a la cuarta parte de nosotros. Con la tripa casi vacía, tuvimos que decidirnos a hacer a pie los cincuenta kilómetros que nos separaban de Romny. A pesar de la hora tardía, nos pusimos en camino sin haber perdido nada de nuestra alegría. Una veintena de mozalbetes mayores que nosotros pertenecientes a la Gross Deutschland se unieron a nuestro grupo. Entre ellos, siete u ocho SS cantaban hasta desgañitarse. Los otros iban vaciando una botella de licor que volaba de mano en mano. Nuestros compañeros veteranos debían de haber vaciado algunas bodegas. Numerosas botellas formaban parte de sus bagajes.

Instintivamente habían formado una fila de tres en fondo como para subir en línea y, al paso, íbamos reduciendo concienzudamente la distancia que nos separaba de Romny. Caía la noche lentamente sobre el campo de verdes e interminables prados. Nuestros uniformes espléndidamente adaptados a la Naturaleza adquirían, como los camaleones, el matiz del paisaje que nos rodeaba. Calmados nuestros ánimos por el peso de los quince primeros kilómetros, estuvimos en mejores condiciones para contemplar el inmenso panorama ucraniano. La tierra, a vueltas con la germinación primaveral, desprendía un olor sutil y, sin embargo, enorme, y el horizonte se confundía ya con la magnitud desmesurada del vacío celeste que comenzaba a oscurecerse.

El suelo adquirió un tinte más pardo y el uniforme siguió adaptándose milagrosamente al crepúsculo.

Tan sólo el martilleo de nuestros pasos parecía seguir el ritmo del colosal misterio del Universo. Detrás de nosotros, el manto de la noche se iba elevando. Las voces habían callado ante la inmensidad que impone a los hombres sencillos un ineluctable respeto. Una emoción indefinible se apoderó de aquel medio millar de soldados odiados por el mundo. Del mismo modo que a veces se bromea para ocultar la tristeza, unas voces entonaron un canto para no pensar. Creciendo, la canción preferida de la SS se amplificó y se elevó como un himno a la tierra ofrecida a los hombres:

So weit die braune Heide geht.

Por todas partes se extiende la landa parda.

Gehort das alles mir.

Todo esto me pertenece

Después la noche nos envolvió. Una noche que, por primera vez desde hacía meses, parecía por fin no estar hecha más que para velarnos a nosotros. La fatiga nos vencía. Nadie, sin embargo, pensaba en hacer un alto. El camino hacia la madre patria era muy largo y no era cuestión de perder tiempo. Para mí, que tenía que llegar a mi segunda patria, todavía era más largo. Cierto que nuestros permisos no entrarían en vigor hasta Poznan, pero la sola idea de volver a casa eliminaba todas las formalidades. Aquella perspectiva me hacía aguantar más fácilmente el doloroso estado de mis pies desnudos dentro de las botas.

Halls, que estaba en el mismo caso, maldecía al almacenero de Aktyrkha que no nos había distribuido calcetines. Al cabo de treinta kilómetros, los pies ensangrentados nos obligaron a reducir la marcha forzada que habíamos efectuado. Por supuesto, los veteranos que se habían unido a nosotros y que, por estar acostumbrados, debían de tener los pies de hierro, nos trataron de quejumbrosos. Sin embargo, se quitaron sus calcetines y nos los ofrecieron para que pudiésemos continuar. Aquello sólo les valió a unos pocos de los nuestros. Teníamos los pies demasiado lastimados y, a pesar de la nueva protección, los cinco kilómetros más que conseguimos recorrer nos causaron dolores demasiado vivos. Dolores acrecentados para mí por el principio de congelación que tuve en un pie aquel invierno. Como el grupo seguía avanzando a pesar de los que gemían y reclamaban un alto, tomamos la iniciativa de proseguir descalzos. Anduvimos, pues, por la hierba húmeda de rocío y, al principio, todo pareció ir mejor. Algunos pensaron en envolverse los pies con la ropa interior nueva que habíamos recibido, pero el temor de una inspección les hizo titubear. Los últimos kilómetros, que hicimos a la pata coja, con el día que había vuelto a despuntar, fueron un calvario. Encima, en el primer puesto de la Feldgendarmerie que encontramos en las cercanías de Romny nos obligaron a calzarnos bajo la amenaza de romper nuestros permisos. No era cosa, según ellos, de entrar como pordioseros en la ciudad. Nos dieron ganas de matarlos. Más lejos, pedimos a un grupo de gitanos que transportasen a los más perjudicados hasta la Kommandantur de Romny. Se guardaron muy bien de negarse.

La enfermería estaba en el mismo edificio que la Kommandantur. Incluso tuvimos que habérnoslas con el kommandant de la plaza, que se indignó ante la idea que se dejase andar sin calcetines a los soldados de la División Gross Deutschland. Dio parte del campamento de Aktyrkha por no haber tomado las disposiciones debidas antes de la incorporación de nuevas tropas. Con aquellas buenas palabras, los que lo desearon fueron remitidos a los cuidados de los sanitarios que nos trajeron grandes palanganas de agua caliente con cloroformo.

Aquel baño produjo un efecto extraordinario. En un abrir y cerrar de ojos, nuestros pies doloridos se calmaron. Nos dieron a cada uno una cajita de hojalata color rojo. No recuerdo ya lo que ponía la tapa, pero se trataba de una pomada con la cual había que untarse los pies antes de ponerse los calcetines. Los que no habían ido a curarse estaban preocupados por la continuación del viaje. En Romny, el ferrocarril Jarkov-Kiev ofrecía muchas posibilidades, pues circulaban trenes diariamente en ambos sentidos. El problema del transporte iba a ser resuelto. Por esto fue enorme nuestra decepción cuando, al volver, los dos feldwebel nos notificaron que no habría salida para nosotros antes de dos días. El tráfico estaba reservado enteramente al transporte de lo necesario para el frente y los trenes que iban hacia allá transportaban los envíos urgentes antes que los soldados de permiso. Se elevaron rumores entre los casi quinientos descontentos para quienes cada hora contaba. Se habló de dispersarnos y salir hacia Kiev por nuestros propios medios. Se aprovecharían los convoyes por carretera, se llamaría a los conductores, se subiría a hurtadillas en los trenes que saliesen. ¡Bien habría un medio, qué demonios! Algunos pensaron en robar caballos a los rusos. Incluso se consideró la posibilidad de ir a pie. ¡Doscientos cincuenta kilómetros! Incluso a marchas forzadas, necesitaríamos cinco días. No había caso. Valía más aguardar dos días allí. Unos veteranos vociferaban:

—Os digo que acabaremos por ver anulados los permisos. Hay que irse de aquí. ¿Y quién nos dice que embarcaremos dentro de dos días? Tal vez estaremos aquí todavía dentro de una semana. ¡Mierda! ¡Yo me las piro!

Me dolían todavía demasiado los pies para poder pensar en emprender una marcha, aunque hubiese sido cinco veces menos importante. Los de Halls y de Lensen igualmente. De buen o mal grado, tuvimos que esperar un par de días más sin saber qué hacer ni dónde dormir en Romny. Los malditos policías militares nos perseguían sin tregua, rogándonos violentamente que circulásemos. Era inútil explicarles la situación. Aquellos cernícalos no atendían a razones. Aquellos canallas habían vuelto a encontrar en el paraíso ucraniano para las tropas en reposo toda su exasperante autoridad de los tiempos de paz. Plantarles cara era exponerse a que le rasgasen a uno el permiso ante las narices, como le ocurrió a un pobre diablo de unos cuarenta años. Los señores gendarmes habían jugado al fútbol con su mochila. Furioso, el desventurado hizo observar que acababa de luchar seis meses junto a las tropas del Cáucaso y que consideraba tener derecho a cierta consideración.

—¡Unos vendidos! —escupieron a coro los dos horribles feldgendarmes—. ¡Unos vendidos que han huido ante los rusos y han perdido Rostov! ¡Esto es lo que han hecho unos vendidos como tú! ¡Que vuelvan al frente, que no debían haber abandonado nunca!

Y rasgaron su permiso ante los ojos desencajados de estupor del infeliz feldgrau. Creímos que iba a llorar de desesperación. Pero se abalanzó sobre los dos miserables y les mandó a rodar al suelo uno encima de otro. Todavía no habíamos salido de nuestra sorpresa cuando se alejaba ya a grandes zancadas. Furiosos, los gendarmes se pusieron en pie jurando hacerle fusilar.

No quisimos más explicaciones y nos largamos rápidamente, antes de que los dos gendarmes descargasen sus subfusiles sobre nosotros. Dos días más tarde, embarcábamos a pesar de todo para Kiev. Nos metieron, por lo demás, entre un rebaño de ganado requisado para el suministro. No importaban las condiciones en que éramos transportados. Cinco horas después, estábamos en Kiev. Kiev, espléndida ciudad algunos meses antes de su destrucción. Allí estábamos salvados. La guerra parecía no existir ya. La ciudad era hermosa y florida. Las gentes iban tranquilamente a sus ocupaciones. Los blancos tranvías con listas rojas paseaban, a través de la agradable ciudad, multitud de gentes vestidas de vivos colores. En todas partes, militares, en feldgrauen, muy limpios, caminaban alegremente al lado de jóvenes ucranianas. Cuando había pasado por aquella ciudad en pleno invierno ya me había parecido bonita. Ahora, aquella impresión se confirmaba.

En Kiev no tuvimos ninguna dificultad en coger un tren que salía para Polonia. Nuestro viaje fue muy pintoresco. Instalados en un tren civil, mezclados con la muchedumbre, trabamos un conocimiento más amplio con el pueblo ruso que en toda la guerra. Durante muchas horas nuestro tren de vagones descabalados circuló por una vía única a través de la extensión pantanosa y desierta del Pripet. Los rusos cantaban y bebían sin cesar, y convidaban a todos los militares presentes. Hubo un alboroto increíble durante todo el viaje. En las pocas estaciones donde parábamos, los viajeros subían y bajaban. Las bromas más extemporáneas eran lanzadas en medio de risotadas. Las mujeres alborotaban más aún que los hombres. Halls se quitó un momento el uniforme para ponerse una gurbarichka[8]. Pasamos de Ucrania a Polonia sin darnos cuenta. Al cabo de dos días de viaje, el tren se detuvo definitivamente en Lublin. Tuvimos que cambiar de vagón después de un control de policía muy severo. Aquellos granujas nos mandaron al campamento de reagrupamiento y exigieron que pasáramos por el barbero del campamento. El miedo de perder el tren para Poznan nos hizo arriesgar una barrabasada. Lensen, Halls y yo logramos escabullimos ante las narices de los feldgendarmes sin haber pasado por las manos del barbero. Afortunadamente, por lo demás, pues de lo contrario habríamos perdido aquel tren.

Llegamos en plena noche a Poznan. Allí, el centro de reagrupamiento nos recibió muy bien. Nos dieron un tíquet para presentarnos en la cantina y otro para el dormitorio. Los permisos serían revalidados el día siguiente, pues la oficina abría todos los días de las siete a las once. Nos aconsejaron que nos presentáramos a las seis, pues a veces había cola.

Aquello nos pareció extraño. En realidad, el tipo que llegaba a Poznan a las once y cinco debía esperar a la mañana siguiente para seguir el viaje. Pienso que aquella decisión obedecía al afán de mantener a los soldados bajo la férula militar incluso en los momentos supuestamente libres.

Mientras el pobre feldgmuen se mordía las uñas esperando, una orden de anulación podía reexpedirlo hacia el Este. Por el contrario, para el regreso, la oficina estaba abierta día y noche. Pasamos, pues, lo que restaba de la noche en un confortable dormitorio que recordaba un poco el cuartel de Chemnitz, y el día siguiente, a las seis, estábamos frente a la oficina de permisos, detrás de una veintena de individuos que probablemente habían dormido allí. A las siete, éramos trescientos. Sin darse prisa, aquellos burócratas en uniforme iban comprobando certificados, cartillas, etc. Detrás, nos impacientábamos en silencio. Dos gendarmes, junto a la entrada, estaban dispuestos a anular los permisos de quienes tomasen la iniciativa de protestar. Luego atravesamos un patio en cuyo extremo había un vestíbulo de inspección de vestimenta. Nos dieron la posibilidad de lustrarnos las botas y de cepillarnos el uniforme. ¡Llegamos a preguntarnos si el barro de la estepa rusa había existido! Después, detalle encantador, unas mujeres-soldados nos distribuyeron un paquete de productos escogidos cuyo envoltorio cuajado de cruces gamadas llevaba la inscripción: «Feliz estancia a nuestros soldados de permiso». ¡Dulce y delicada Alemania!

Halls, que se hubiera hecho matar por una sopa espesa, ponía unos ojos asombrados.

—¡Vaya, si hubiésemos tenido esto en Jarkov! —no pudo por menos que exclamar.

¡Y es que estábamos satisfechos!

Ahora ironizo, desde luego, pero en aquella época nos conmovía mucho lo que nos ocurría. Un simple paquete de charcutería, confitura y cigarrillos nos compensaba de las noches incontables pasadas al raso con un frío que hacía estallar las piedras y los millones de pasos por el indescriptible barro del valle del Don. Provistos de aquellos regalos, Halls y yo proseguimos viaje hacia Berlín. Lensen nos había dejado para volver a su Prusia natal. Fue en Berlín donde tomamos nuevamente consciencia de la existencia de la guerra. En la estación de Silesia y en el barrio de Weissensee y de Pankow, numerosas casas derrumbadas señalaban aquí y allá los primeros síntomas de la desolación. Esto aparte, una vida activa, como pueden tenerla todas las grandes capitales, seguía su curso.

En Berlín, que yo veía por primera vez, el recuerdo de una promesa que le hice a Ernst Neubach me volvió a la mente. Ernst me había hecho prometer que visitaría a su mujer, que vivía con sus padres en el sur de Berlín. Expuse mi propósito a Halls, que me aconsejó que sería mejor ir al regreso. Pero yo me daba perfecta cuenta de que no podría marcharme un día antes de mi casa donde me retendrían hasta el último minuto. Por esto valía más cumplir inmediatamente la promesa hecha a un hombre que había muerto. Halls lo comprendió, aunque insistió en que yo hacía mal. Por su parte, no quería perder un instante y decidió largarse a su casa de Dortmund. Mi gran camarada me hizo prometer, sin embargo, que pasaría por su casa, puesto que no me decidía a ir entonces.

Hube de lamentarlo. ¡Cuánto mejor habría hecho escuchando la voz de la prudencia que hablaba por boca de Halls! El día siguiente mi permiso se acabó ante la ciudad de Magdeburgo, que estaba en llamas.

Me quedé solo, pues, en Berlín, en aquella ciudad que no conocía y con dificultades para expresarme correctamente.

Cargado con mi mochila y mi fusil, que comenzaba a pesarme, me puse en camino para buscar la morada de Neubach. La dirección que mi pobre camarada me había escrito en un trozo de papel todavía era, afortunadamente, legible. ¿Utilizaría el ferrocarril subterráneo o los servicios de autobuses? Como no sabía exactamente adonde dirigirme, decidí finalmente ir a pie a través de la ciudad. Sería la ocasión de conocer un poco Berlín, y la idea de cruzar una ciudad a pie no me asustaba en absoluto, en aquella época; por el contrario, me parecía normal. No obstante, debía procurar no extraviarme, o sencillamente no andar hacia el oeste de la ciudad en lugar de hacia el sur. Vi un rótulo «BERLIN SÜD», y pensé que seguía la dirección buena. Me crucé con dos schupos que, al ver mi espectacular atuendo de permisión ario, me miraron largo rato. Los saludé reglamentariamente —también había que saludar a aquellos imbéciles como a los oficiales del Ejército— y seguí mi camino un poco intranquilo.

La ciudad era muy bonita, seria, limpia y ordenada. Los bombardeos no habían hecho más que comenzar y prácticamente sólo habían destruido los alrededores de las estaciones, por lo menos en Berlín. En aquella imponente ciudad, con sus suntuosas verjas, de un estilo atormentado pero muy bello, que protegían austeras moradas, todo parecía moverse a un ritmo organizado y preciso. Ni grupos ociosos charlando, ni gentes sacando a mear a sus chuchos. Mujeres, hombres, niños, bicicletas y coches parecían dirigirse hacia una meta segura a una cadencia regular, muy diferente de la precipitación de París, por ejemplo. Aquel ritmo parecía consciente, afianzado y en ningún momento hacía pensar en un despilfarro de energía. Correr o pasear seguramente habría parecido insólito en aquella ciudad, hasta el punto que me pareció marchar al paso con ella. Mis piernas se oponían instintivamente aquella sorda e ineluctable cadencia.

Pararse sin motivo parecía extraño. La enorme máquina que el régimen había puesto en marcha para las necesidades de la causa funcionaba perfectamente, y esto se notaba hasta en el pequeño trote de la anciana que caminaba delante de mí y a la que me decidí a pedirle que me informase. Con su pelo blanco bien peinado, impecable como la calle, las verjas y los bordillos de las aceras, pareció salir de un sueño cuando mis palabras le llegaron al oído.

—Por favor, señora —dije cohibido, como quien se ve obligado a hacer una pregunta en la sala de un espectáculo que ya ha empezado—, ¿podría usted indicarme el camino? Voy a esta dirección.

Le enseñé el papel, que me pareció entonces acabado de sacar de un cubo de basura.

La buena anciana sonrió como si hubiese visto un ángel.

—Está muy lejos, hijo mío —dijo con una voz tan dulce que todos los recuerdos de infancia resurgieron bruscamente en mí—. Está muy lejos. Tiene usted que dirigirse hacia el aeropuerto de Tempelhof. Queda muy lejos.

—No importa, señora —contesté por toda respuesta inteligente—. Debería usted tomar un vehículo de transporte. Esto le ahorraría fatiga.

—No importa —repetí como alelado.

En realidad, no se me ocurría otra cosa. La dulzura de aquella buena anciana, después de tantas regañinas y de tantos infortunios, me conmovía más que todos los muertos de Utcheni.

—No importa, señora… Soy de Infantería —logré decir sonriendo.

—Sí, ya sé —repuso ella, enternecida—. Debe de estar usted acostumbrado a andar. Venga, lo acompañaré hasta el Schloss von Kaiser Wilhelm. Allí le explicaré el camino…

Se puso a andar a mi lado. Como yo no encontraba nada que decirle, fue ella quien inició la conversación.

—¿De dónde viene usted, hijo mío?

—De Rusia, señora. —Es grande Rusia. ¿De qué sitio?

—Sí, es muy grande Rusia, señora. Vengo del sector de Jarkov, señora.

—¡De Jarkov! —exclamó pronunciando el nombre a la alemana—. Ya sé. Es una ciudad muy grande, ¿verdad?

Para la buena señora, Jarkov no representaba evidentemente más que un nombre.

—Sí, señora, es una ciudad muy grande.

Para mí, que había visto Jarkov, era la palabra ciudad lo que perdía importancia. Jarkov, si había sido una gran ciudad, era a mis ojos un gran montón de escombros rematado por una nube de polvo, de humo y de fuego. Era también unos gritos que no pueden ser oídos en una ciudad. Era un largo pasillo lleno de cadáveres rígidos que habíamos tenido que sacar. Era asimismo tres bolcheviques atados a una verja con el vientre abierto.

—Mi hijo está en Briansk —añadió la anciana que, por lo visto, quería tener noticias del frente.

—Briansk —dije, pensativo—. Creo que está en el sector centro. No lo conozco.

—Él me dice que todo va bien. Es teniente primero de carros blindados.

¡Un teniente! «¡Mierda! —pensé—. ¡Un oficial!». Yo, que era soldado raso, tenía un aire fino.

—¿Ha sido duro en vuestro sector?

—Ha sido duro, señora, pero ya va mejor. Estoy de permiso —dije sonriendo.

—Me alegro mucho por usted, hijo mío —repuso ella con acento sincero—. ¿Y va usted a ver a su familia, en Berlín?

—No, señora. Voy a ver a los padres de un amigo.

Un amigo. ¡Ernst! ¡Un muerto…! ¿Por qué amigo caminaba así? La anciana empezaba a darme la lata.

—Un camarada de regimiento, ¿eh? —prosiguió, contenta de mi permiso.

Me dieron ganas de mandarla a la porra. Como no contesté, se puso a hablar de otra cosa.

—¿De dónde son sus padres? —preguntó, curiosa.

—De Wissembourg, Alsacia. Me miró asombrada.

—Es usted alsaciano, hijo mío. Conozco bien ese país. Tuve ganas de contestarle que ella lo conocía seguramente mejor que yo.

—Sí, soy alsaciano —dije para estar tranquilo.

La viejecita me habló de un viaje que había hecho a Estrasburgo. Yo ya no la escuchaba. Me había irritado al recordarme a Neubach. Tenía otra cosa que hacer que oír el viaje organizado de aquella anciana. Hacía buen tiempo, estaba de permiso, necesitaba ver cosas alegres. Al recordármelo, la idea de la actitud que debería adoptar cuando llegase a casa de los Neubach me dejó perplejo. Aquellos padres acababan de perder un hijo y sin duda eran presa del más profundo dolor. Además, tal vez todavía no lo sabían… ¡Maldita sea! Si era así, ¿cómo se lo diría?

No, visitaría a los padres de mi amigo al regreso. Entretanto, probablemente se enterarían. Halls tenía razón. Debí haberlo seguido. Él, Dios mío, ¡todavía estaba vivo!

La buena viejecita y yo desembocamos en una gran encrucijada que daba a un puente que cruzaba un río. ¡Tal vez era un gran río! Sé que en París discurre el Sena, ignoro si en Berlín se trata del Elba o del Oder. A mi derecha, un enorme conjunto de edificaciones. Es el Schloss von Kaiser Wilhelm. Enfrente, al otro lado de la avenida se yergue, impresionante, el muro de los héroes de la guerra del 14-18. Increíble de grandiosidad: mil doscientos cascos de la otra guerra, empotrados en el atrio, dan una idea del sacrificio. Al pie del monumento, en una explanada de cemento, dos centinelas de la guardia de Hitler marchan sin cesar con un paso igual y lento que simboliza extrañamente la marcha hacia la eternidad. Con una regularidad como para desconcertar a un maestro relojero, los dos hombres, en un media vuelta impecable e increíblemente sincronizada, se encaran a treinta metros uno de otro, reanudan su marcha formidable, se cruzan y vuelven a empezar. Este espectáculo me oprime un poco.

—Ya hemos llegado, hijo mío —indica la señora—. Cruce usted el puente y siga por esa avenida.

Me muestra con el dedo el conjunto pétreo y enorme de la ciudad donde debo buscar.

Ya no la escucho. Sé que no iré a casa de los Neubach y que sus explicaciones son superfluas. Sin embargo, le doy las gracias y le estrecho jovialmente la mano. Ella se aleja repitiendo sus buenos deseos. No puedo menos que sonreír. Cuando ha desaparecido, echo a andar con furia para recuperar el tiempo perdido y encontrar rápidamente la estación del Oeste.

Camino como un poseso por el muelle que bordea el río. Una música militar invade súbitamente la atmósfera. Desembocando de un alto portal, una tropa reluciente como para asquear a todo el servicio sanitario, tuerce en la calle y se dirige hacia el puente. Afortunadamente, no he olvidado las lecciones de Bialystolc. En una posición de firmes impecable, presento armas a la tropa indiferente. Una hora y media más tarde, a fuerza de preguntar, llego a la estación donde debo encontrar un tren que me llevará a Francia. En el andén, verde de soldados, busco con angustia a mi amigo Halls, que no puede coger más que este tren. Dispongo de muy pocos minutos y no consigo encontrarlo. ¡Mala suerte! Subo a un vagón. Mientras respiro un poco después de tantas prisas, la capital alemana se va esfumando al ritmo lento del convoy lleno. Nada que ver con el tren de Rusia. Aquí, hasta los soldados tienen una expresión seria, de acuerdo con la vida civilizada y organizada de todos los grandes países europeos. El contraste es tan grande que me pregunto si lo que he conocido en Rusia no era más que un mal sueño.

Cae la noche, el tren rueda. Hace tres horas que andamos y durante todo este tiempo tengo la impresión que el tren circula por una ciudad. No se ve campo, sino solamente edificios. Bruscamente, el tren se detiene. Sin embargo, ninguna estación justifica el alto. Todos nos asomamos para ver qué pasa. Es de noche, pero a lo lejos, un resplandor rojo enciende el cielo. Se oye un estruendo sordo, cortado por fuertes detonaciones. Encima de nosotros, el ronquido de una masa aérea hace vibrar las ventanillas del vagón.

—Parece que hay jaleo sobre Magdeburgo —me dice un feldgrau que se ha colado junto a mí en el marco de la ventanilla.

—¿Qué jaleo? —pregunto sorprendido. Me mira, desconcertado.

—Esos asquerosos de yanquis, caramba —exclama mirándome fijamente. No se está mucho más tranquilo aquí que en el frente.

No puedo apartar la mirada de Magdeburgo en llamas. Creía haber dejado la guerra atrás, lejos. Un cuarto de hora después, el tren, que había reanudado su lenta marcha, vuelve a detenerse. Unos militares corren por el balasto y piden a todo el mundo que se apee. Circula el rumor de que la vía está cortada. Los militares de servicio o con permiso deben ponerse a disposición de los equipos de desescombro. Así, con mi bonito uniforme nuevo y mi paquete «feliz estancia», sigo los pasos de un centenar de feldgrauen resignados.

Después de media hora de marcha, nos encontramos quitando vigas y ladrillos, cegados por la humareda acre de múltiples incendios. Las explosiones retardadas siguen pulverizando lo que queda de una población burguesa. Grupos de paisanos llorosos son enrolados a gritos para el desescombro. Todo el mundo se ajetrea. Es de noche, y únicamente los incendios nos alumbran. Entre los montones de piedras, maderos, vidrios, muebles, brazos y piernas, unas tuberías del gas arrancadas arden rugiendo como sopletes.

Un equipo de reservistas nos distribuye picos. Para estar más cómodos nos hemos desembarazado de la impedimenta que apilamos al lado de un coche de bomberos. A toda prisa hay que excavar las ruinas. Los gemidos de los paisanos bloqueados en los sótanos llegan hasta nosotros. Mujeres y niños asustados transportan llorando ladrillos, piedras y despejan así grandes espacios. Las órdenes se suceden, se entrecruzan. «¡Por aquí! ¡Aquí!». «¡Vamos, gente aquí!». «¡Pronto! Las cañerías del agua reventadas inundan los sótanos. ¡Pronto!». A los militares nos mandan a los lugares más peligrosos, amenazados de derrumbamientos. Por unos pozos de profundidad llegamos a los sótanos. Atacamos con ardor una pared de ladrillos que debe tapar el acceso a un subterráneo del que ascienden prolongados quejidos. Ayudados por la débil luz de una o dos lámparas de bolsillo, avanzamos a través aquel fárrago. Mi pico se hunde en algo blando. Probablemente el vientre de un infeliz aplastado bajo toneladas de ruinas. ¡Y yo estoy con permiso! ¡Esto me retrasa, Dios mío! Un sordo estampido hace retemblar el sótano donde nos encontramos. Otro de esos ingeniosos torpedos americanos que estallan retardados. Nuestros esfuerzos son recompensados, de todos modos. La última pared de ladrillos cae bajo nuestros golpes repetidos. Del agujero negro abierto, por el que se escapa una polvareda inverosímil, surge una cohorte de gentes extraviadas y ennegrecidas. Unos nos abrazan llorando de gratitud, otros huyen como locos. Todos están más o menos heridos o lastimados. Tenemos que meternos tosiendo en el agujero para sacar a las mujeres petrificadas que estrechan, hasta asfixiarlos, a sus niños en brazos.

Recojo el primer niño que encuentro. Un chiquillo de cinco o seis años que se agarra a mi pantalón hasta el punto de sacármelo de la bota y me arrastra llorando tanto que la recuperación de su aliento, entre dos sollozos, dura el tiempo de un silencio desmesurado. Me lleva a un rincón donde una estantería aplastada sostiene la base de la bóveda a punto de ceder. Al pie, mezclada con el fárrago, yace una forma humana, indistinta. El chiquillo sigue llorando con una congoja sin remedio. Me pongo a vociferar:

Licht aus! Schnell…!

Alguien se acerca con una vela. Veo entonces el cuerpo de una mujer aplastado por los hierros retorcidos de la estantería hundida por treinta o cuarenta toneladas de mampostería desmoronada. El cadáver de un niño está medio empotrado debajo de aquel montón de chatarra. Tirando de los harapos húmedos y polvorientos de la muerta, arranco brutalmente, como si se tratase de una piedra entre muchas, el cuerpo inerte del chiquillo. No tan inerte, pues parece moverse. A toda prisa, cargado con los dos niños, llego a la entrada del sótano. Dejo el que se mantiene en silencio en brazos de los socorristas y me llevo el del rostro bañado en lágrimas un poco más lejos, donde lo abandono. ¡Qué se espabile, Dios mío! En Alemania hay que aprender a vivir muy pronto. Ya nos requieren otras tareas.

De nuevo aúllan las sirenas. Fieles a sus buenas costumbres, los angloamericanos acaban de servir la segunda ración para estar seguros de que no tendremos tiempo de socorrer a las víctimas de la primera. Los silbatos de los jefes de equipo tocan frenéticamente a retreta.

—¡Todos a los refugios! —se vocifera a nuestro alrededor.

¿Qué refugios? A cuatrocientos metros a la redonda no podría distinguirse un hotel de una pila de carbón. Los habitantes del barrio corren en direcciones que creen buenas. Niños extraviados lanzan gritos penetrantes. Arriba, el siniestro rugido de los tetramotores aumenta. Corro a mi vez y sé lo que busco. Ahí está. El coche de los bomberos ha desaparecido, pero el montón de bultos sigue allí. Los soldados los revuelven, cogen uno y escapan. Aquí está el mío. Lo reconozco por la pequeña flor de edelweiss metálica que cosí en el pedazo de piel de ternero que sirve de almohada. Lo recojo todo, incluso el fusil,… ¡Mierda, mi paquete!

—¡Eh! ¡Vosotros, mi paquete!

A través del tumulto, alguien me tira un paquete. Todo el mundo se larga.

—¡Eh, no es este! ¡Esperad! ¡Mierda de mierda! Al otro extremo de la ciudad, el granizo empieza a caer. ¡Mierda de mierda! ¡Mierda de mierda!

Atravieso en tromba un espacio libre donde un cacharro con tanta prisa como yo me esquiva. El alquitrán de la calle parece moverse. El ruido de millares de cristales haciéndose añicos a la vez aporta una nota argentina al enorme choque provocado por la explosión de los torpedos de cuatro o cinco kilos.

Cada vez hay menos gente fuera. Únicamente algunos inadaptados como yo corren todavía en busca de un refugio. Con intermitencias, blancos resplandores ofrecen a mis ojos doloridos por el polvo arremolinado las siluetas de las casas que bordean una calle.

Ah, aquí, sí… Un cartel blanco con letras negras… «Refugio treinta personas». No importa que haya cien o más. Bajo la escalera de caracol que serpentea por entre los dos únicos muros intactos del edificio en el que acabo de precipitarme.

Una vuelta, dos vueltas y una linterna sorda colgada de la pared por una mano bondadosa ilumina el laberinto. ¡Algo corta el camino! ¡Un gran cilindro gris más alto que yo! ¡Tapona el paso! Intento pasar por entre aquel objeto y el muro. Pero, al mirarlo mejor, hago un descubrimiento que me paraliza… Es una bomba, una bomba enorme cuyas aletas destrozadas prueban que acaba de atravesar todo el edificio de arriba abajo. Una bomba de cuatro toneladas por lo menos que sin duda estallará de un momento a otro. Zurück bleiben! Doy media vuelta y subo de dos en dos los peldaños que me hacen pasar de un tormento al otro. Empapado en sudor, surjo del refugio y me hundo en la noche oscura alumbrada violentamente, con intermitencias, como por un gigantesco anuncio de neón. Finalmente, sin resuello, me desplomo junto a un banco en una plazoleta donde espero lo menos veinte minutos que las sirenas anuncien el fin de la alarma. Al volver la calma, reanudo los trabajos, de desescombro que terminan, para mí al menos, al final de la mañana. Entonces es cuando me entero de la más deprimente de las noticias.

Después de aquella noche espantosa, me disponía a proseguir mi camino. Dos días de permiso habían sido malgastados y no podía perder un segundo. Me dirigí, pues, a un reservista para preguntarle dónde podría encontrar un medio de transporte para Kassel y Frankfurt. El tipo me pidió el permiso y, una vez leído, me rogó que le siguiera. Me llevó hasta un puesto de gendarmería militar donde vi desaparecer mi certificado de mano en mano. Sin embargo, a través de las ventanillas de cristales, yo no le quitaba ojo. Vi que estampaban varios sellos en el documento que llevaba conmigo desde Aktyrkha. Luego me fue devuelto. Un gendarme, con tono administrativo, me notificó que no podía rebasar el sector de Magdeburgo. Habida cuenta de la situación de mi cuerpo de Ejército, había llegado al extremo límite de mi alejamiento.

Me sentí completamente abrumado. Mi mirada corrió de un gendarme al otro. Ningún sonido salía de mi boca. Mi desengaño era tan grande que la sorpresa que había experimentado lo hacía momentáneamente insensible.

—Sí, comprendemos su decepción —dijo, de todos modos, uno de ellos que se dio cuenta de mi emoción—. Usted será bien recibido en el centro de acogida de la ciudad.

Sin decir palabra, con unas ganas enormes de llorar, recogí el documento que el gendarme, cansado de tendérmelo, había dejado sobre la repisa, y me fui hacia la puerta.

En la calle donde el sol seguía brillando, continué, con los ojos abiertos sobre mi decepción. Me crucé con gentes cuyas miradas sentí caer sobre mí como sobre un borracho. De pronto, sentí vergüenza. Temblando de desamparo, me puse a buscar un sitio donde ocultar mi tristeza. Un poco más lejos, las ruinas de un edificio destruido me brindaron asilo. Me refugié en el rincón más escondido y me derrumbé sobre una piedra. Miré el trozo de papel blanco maculado de timbres con mis ojos empañados. Entonces rompí a llorar como un niño. Un rumor me hizo levantar la cabeza. Alguien me había visto entrar en las ruinas y me había seguido, pensando, sin duda, que era un saqueador. Cuando el hombre vio que lloraba, continuó, tranquilizado, su camino. Afortunadamente, en aquella época se daba menos importancia a las lágrimas del prójimo que a unos cuantos cupones de racionamiento. Tuve, pues, por lo menos la suerte de estar a solas con mi pesadumbre.

Por la noche, cogí de nuevo el tren para Berlín, decidido por la fuerza de las cosas a ponerme en contacto con la familia Neubach. No sabía la dirección de mi familia alemana que, sin embargo, vivía cerca de Berlín en aquella época. No me quedaba, pues, más que el centro de acogida, o los Neubach. Durante todo el trayecto fui rumiando mi decepción. Había esperado mucho aquel permiso, y lo había merecido, además. Había ingresado en Infantería para obtenerlo y ahora me encontraba con que era un pedazo de papel inútil en un mundo lleno de preocupaciones. No me quedaba siquiera el famoso paquete que me habían quitado en aquella maldita ciudad de Magdeburgo. El que me dieron en su lugar contenía la ropa sucia de un feldgrau. Me iba a presentar, pues, con las manos vacías en la casa de unas personas que no conocía. La pequeña cantidad de dinero que poseía no me permitía hacerles ningún regalo.

Llegué a Berlín aquella misma noche, al centro de acogida, donde, de todos modos, me alegré mucho de encontrar una escudilla y una cama. Hice, además, y por consejo de un soldado mayor nuevo, una declaración de lo que me ocurría a un suboficial que estaba en recepción. Este, bastante simpático, tomó nota de mi caso y me rogó que volviera veinticuatro horas después.

El día siguiente, a primera hora, me puse a la búsqueda de la casa de Neubach. Tras largo rato de indicaciones y de deducciones, me encontré delante del número 112 de la Killeringstrasse. Era una casa de tres pisos, muy sencilla, con un pequeño sendero de gravilla cerrado por una verja baja. Una muchacha, que parecía de mi edad, se apoyaba en el quicio de la puerta. Después de una breve vacilación, me acerqué a ella y volví a preguntar si vivían allí los Neubach.

—Aquí es, en efecto, señor-dijo la chica muy sonriente. —Viven en el primer piso. Pero a estas horas, los dos están en su trabajo.

—Gracias, señorita. ¿Sabe usted cuándo podré verlos?

—Sin duda esta tarde, a partir de las siete.

—¡Ah, bueno! —exclamé pensando ya en las horas que tendría que estar esperando.

Di las gracias y desanduve lentamente lo andado.

¿Qué iba a hacer durante todo aquel tiempo? Mientras cerraba la pequeña verja, di las gracias una última vez a la muchacha, que esbozó un gesto de adiós. ¿Qué estaría esperando? Desde luego, no esperaba a los Neubach.

Había dado ya unos cuantos pasos por la Killeringstrasse cuando se me ocurrió la idea que al menos debía haber hablado más extensamente con ella. Después de unos titubeos, di media vuelta esperando que ella no se hubiera ido. Aunque solamente fuesen unos minutos ganados a la interminable jornada que debía esperar, valía la pena intentarlo. A menos que se riese francamente en mis narices, estaba dispuesto a soportar todos los sarcasmos. Pronto estuve de nuevo ante el 112. Ella seguía aún allí.

—¿Cree usted que ya han vuelto? —dijo, risueña.

Me pareció muy bien que hubiese tenido la idea de ser la primera en hablar.

—No, por cierto, pero estoy tan perdido en esta ciudad que prefiero esperar aquí a tener que andar otra vez muchas horas.

—¡Va usted a esperar aquí todo ese tiempo! —exclamó ella realmente asombrada.

—Me temo que sí.

—Pero tiene usted que ver Berlín… Es muy interesante.

—Pienso como usted, pero ando perdido por aquí y corro el riesgo de dar vueltas sin ver nada. Además, ayer tuve una decepción tan grande que no tengo todavía sanas de retozar por ahí.

—¿Está usted de permiso?

—Sí, y todavía me quedan doce días. No tengo derecho a rebasar el sector de Berlín.

—¿Está usted en el Frente del Este?

—¡Sí!

—Habrá sido usted desgraciado, se nota.

La miré desconcertado. Me daba perfectamente cuenta de que tenía aspecto de enterrador, pero me dolió que una chica a cuyo lado yo quería presumir me lo hiciera observar.

Después me habló de los vecinos del tercer piso, pero yo no oía ya nada, dominado por una idea fija. Sí ella me encontraba aspecto de enterrador, la pequeña conversación que me devolvía un poco a la vida normal iba a terminar de un momento a otro. Aquello me causó pavor. Hubiera hecho cualquier cosa para que aquel momento durase mucho.

Intenté estúpidamente cambiar de actitud y de aspecto a fuerza de sonrisas, muecas y mohines. Ingenuamente me esforcé en hacerme agradable. Después, torpemente, le pregunté si conocía la ciudad.

—¡Oh, sí! —exclamó sin darse cuenta de mi trampa—. Estaba en Berlín mucho antes de declararse la guerra.

Después me contó una infinidad de historias. Estudiaba parte del día y durante ocho horas era socorrista. Estudiaba para maestra. Seguí escuchando sólo a medias. El placer solamente de oír cualquier cosa que pudiese contarme la muchacha me acunaba tiernamente. Contento de aquella charla femenina, seguí esforzándome en parecer atractivo. Cuando ella hubo agotado el tema, planteé la cuestión de confianza como un feldwebel:

—Puesto que no empieza su labor de socorrista hasta las cinco, ¿no podría enseñarme un poco Berlín, por favor? Desde luego, si no tiene otro quehacer…

Se ruborizó un poco.

—Con mucho gusto —dijo bajando los ojos—. Pero antes tengo que ver a la señora… (No me acuerdo ya del nombre).

—¡Oh, yo tengo tiempo de sobra! Dispongo de doce días.

Aquello la hizo reír. «Buena señal», pensé.

Charlamos lo menos una hora más antes de que llegase la señora en cuestión. Me vi obligado a hablar de la guerra, yo que hacía lo imposible por pensar en otra cosa. Le eché teatro, por supuesto. Conté hechos audaces que no había llevado a cabo. De todos modos, hablar a la chica de la mierda de la estepa sin duda no le hubiese interesado. Además, yo tenía miedo de expresar demasiado bien nuestras desdichas. Tenía miedo de que, a través de mis explicaciones, ella sintiese conmigo el olor insípido a barro y a sangre. Tenía miedo de que, a través de mí, entreviese el inmenso horizonte gris que todavía se reflejaba en mi mirada. Tenía miedo de que se asustara y sintiera asco y que me guardase rencor por ello. Bordé e inventé, sobre la marcha, hazañas como las que pueden hallarse en las películas americanas. Así conseguí mantener su alegría, arrancarle exclamaciones de sorpresa y carcajadas. Así nuestro dúo, que tanto me importaba, pudo continuar.

Por fin llegó la señora… Nos miró primero severamente. Paula, que así se llamaba la joven, me presentó como amigo de los Neubach.

—A decir verdad, señora, yo era camarada de Ernst, que me rogó que visitara a sus padres.

—Lo comprendo, joven. Entre en mi casa, estará usted mejor para esperarlos. Esos pobres Neubach dan pruebas de un valor insensato. ¡Perder dos hijos a diez días de intervalo, es en verdad demasiado espantoso! ¡Dios mío, que se acabe esta guerra antes de que le ocurra una desgracia a uno de los míos!

¡Entonces, los Neubach lo sabían! No solamente habían perdido a Ernst, sino también otro hijo…! Yo no sabía que Ernst tuviese un hermano. De golpe, todo me volvió a la mente, Ernst, el Don, el Tatm… «¡Ernst! ¡Te salvaré, no llores, Ernst!». Solamente la visión de Paula me arrancó a aquellos espantosos recuerdos. No debía recordar. No. Paula estaba allí, sonriente. ¡No! Solamente existía Paula… Olvido, olvido, olvido… ¡Qué duro es!

—Se quedará usted en mi casa o en la de los Neubach, como guste, querido señor —dijo la bondadosa dama a los diecisiete años que representaba el «querido señor».

Y mirándome fijamente me preguntó:

—¿Cómo murió Ernst?

—Permítame que no hable de ello —dije bajando la cabeza.

Pero de nada valía bajar la cabeza. Mis ojos se posaron en mis botas, aquellas que habían empujado la tierra sobre la tumba de Ernst Neubach. Todo me recordaría a cada instante el drama, todo excepto Paula y su sonrisa.

—Invente algo sobre el fin de su infeliz camarada —dijo la buena señora—. No les cuente a esos pobres padres todo el horror que adivino en su silencio.

—Cuente conmigo, señora, he aprendido ya a inventar.

La señora cambió de conversación, visiblemente apenada, a tiempo y nos sirvió a Paula y a mí un gran bol de cacao con leche. Después habló con Paula. En realidad, la chica ayudaba a la señora en labores de costura.

—Espero, Paula, que harás compañía a nuestro amigo Sajer y que le harás ver Unter den Linden y la Siegesallee. Este joven necesita distracción y tienes que distraerlo, Paula.

De buena gana hubiera abrazado a la buena mujer.

—Pero, señora, tenemos que terminar esto y…

—Bueno, vas a hacer que visite nuestra capital, no hay nada más urgente.

Di las gracias calurosamente a la señora. Pero ¿estaría contenta, al menos, Paula de quedar libre? ¡Qué más daba! Yo me sentía demasiado feliz para analizar.

Salimos, pues, de paseo con la promesa de estar de vuelta para la comida. Caminaba al lado de Paula, mudo de contento. De vez en cuando, ella trataba de seguir mi paso, es decir, al paso militar. Imitaba el paso de la oca, sin duda para burlarse de mí, pero nada podía empañar mi dicha. Sólo sabía reír sin contestar. En una pequeña tienda pintada de rojo vendían pescado frito. Se me ocurrió la idea de ofrecerle una ración a Paula. Personalmente, yo era más sensible a las cosas serias como la comida que a los ramilletes delicadamente ofrecidos. Paula me siguió, siempre deliciosa y sonriente. El vendedor preparaba ya dos raciones sobre dos rebanadas de pan moreno untado, sin duda, con algún sucedáneo cuando nos pidió los cupones de racionamiento.

—¿Cupones? No tengo cupones… Estoy de permiso.

—Todas las familias con soldados de permiso pueden conseguir cupones en la oficina del bürgermeister para la estancia de los suyos. Conozco el truco. Hay quien coge cupones por los muertos —dijo aquel tipo grosero para quien nuestra alegría no había resultado comunicativa.

Por mi parte me habría comido de buena gana el pescado sin pan, pero delante de Paula no me atreví.

—Estoy de paso —dije sonriente intentando granjearme la simpatía del comerciante.

No hubo nada que hacer. Paula se reía a carcajadas. Tuve la sensación de estar haciendo el ridículo.

J'aurai tapeau, vermine —murmuré en francés.

El otro no me entendió y siguió ocupándose de sus fogones. Sin fritura continuamos nuestro paseo. La comida en casa de la señora vino a colmar mi dicha. A pesar de las serias restricciones, la bondadosa dama logró preparar unos platos muy apetitosos. No sé si fue la falta de costumbre a los licores deliciosos con que me obsequió mi anfitriona, el caso es que me levanté de la mesa con una excitación poco común. A voz en grito entoné unas canciones que mis dos compañeras no podían en absoluto cantar conmigo. Después, al darme cuenta de mis berridos, me excusé atropelladamente e inicié otro estribillo igualmente ruidoso.

La buena señora parecía divertida, pero no muy tranquila. Paula se retorcía de risa y me miraba como si yo fuese un polichinela. La señora se daba cuenta de mi borrachera y temiendo por su vajilla sugirió a Paula que me llevase a tomar el aire. La joven me arrastró hacia la calle, no muy contenta de salir con un feldgrau dispuesto a las peores barbaridades.

En la escalera, vencida súbitamente mi timidez por un descaro fenomenal, agarré a Paula del talle y me puse a remedar un baile al son de mis pesadas botas claveteadas. La joven frunció el entrecejo y se desasió bruscamente haciéndome tambalear.

—¡Estése quieto o no le acompaño! —precisó.

De repente me despejé. El solo hecho que la sonrisa de Paula hubiese desaparecido, me consternó. Entre su mirada endurecida y la mía momentáneamente trastornada por un buen yantar parecía haberse elevado una bruma, una bruma como la que un día se había cernido sobre el Don. Tuve bruscamente la impresión de estar en un hoyo del frente y de volver a ver en sueños lo que durante algunas horas había sido una luz para mi juventud. Un gran escalofrío me recorrió: por mi estupidez de unos segundos, tal vez había perdido a Paula.

—¡Paula! —grité como un desesperado.

Me quedé clavado en los peldaños. Paula estaba ya al final de la escalera, en el portal inundado de sol.

—Está bien, venga —dijo, encolerizada aún—, pero pórtese bien. Aturdido, sentí que recobraba mi felicidad empañada.

—¿Qué quiere usted ver?

—No sé, Paula, lo que usted quiera.

—Pero si yo no sé lo que quiere usted ver… El pánico se apoderó de mí. Visiblemente, Paula estaba exasperada de llevar agarrado a sus faldones un feldgrau borracho.

Tendré que llegar a oficial, pensé en mi zozobra. Paula me intimaba a tomar una decisión sobre lo que yo no conocía. En mi cabeza se mezclaban las órdenes de los suboficiales con la voz irritada de Paula, y me instaban a ejecutar lo que no tenía ninguna posibilidad de lograr. «¡Soldado, póngase al volante del Tatra!». «Vamos, decídase… ¿Dónde quiere ir?». «¡Contacto, atención a la cadena!». «¡Lleva usted el uniforme manchado, ponga más cuidado! ¡Contacto!». «¿Se decide o qué…?». «Sí, Herr Leutnant, jawohl!». «¡Sí, Paula, conforme!».

De pronto, me tiró de una manga y me sacó de mi letargo. Alcé hacia ella unos ojos sin duda tan tristes que sus labios se redondearon como para un «¡Oh!» de sorpresa.

—De todos modos, vamos hasta la plaza —dijo—. Luego decidiremos.

Me cogió del brazo. Me dejé llevar sabiendo que si un oficial o un feldgendarme se cruzaba con nosotros, terminaría mi permiso en un Arbeitslager por haberme dejado coger del brazo en plena calle. Más lejos, se lo hice observar a Paula:

—¡Oh, no se preocupe! —repuso—. Yo no estoy mareada, los veré venir de lejos.

Finalmente, como me quedé casi mudo, Paula tomó la iniciativa y me paseó por mil sitios que recorrí sin verlos. No conseguía salir de mi tormento. Seguía persuadido de que la muchacha únicamente cumplía con su deber paseándome de aquella manera, nada más. Me hubiese gustado que estuviese tan contenta como yo por ello. No era posible. Paula no tenía motivo alguno de hacerme concesiones. No había ningún motivo para que yo no me portara bien o gesticulase torpemente en la calle limpia y organizada. No había ningún motivo para que ella se aviniese a pagar su tributo de paciencia a un pobre imbécil de gefreiter porque él había chapoteado unos meses en la nieve y el terror. No había ningún motivo, sobre todo porque las gentes tranquilas ignoran que las que no están acostumbradas a la felicidad chillan hasta desgañitarse ante una alegría que no pueden reprimir. A mí me tocaba comprender. A mí me tocaba no molestar a nadie, quedarme en una sonrisa suave, ni demasiado ancha ni demasiado crispada. So pena de pasar por un exaltado o un personaje muy antipático, como tan a menudo lo he experimentado en Francia después de la guerra, a mí me correspondía hacer el esfuerzo, improvisar, no molestar a la gente con mis relatos sin interés de la guerra —con frecuencia he tenido ganas de aplastar a los que me acusaban de mentir, pues resulta fácil matar, sobre todo cuando no se tiene demasiado apego a la existencia—, a mí me tocaba, estúpido gefreiter, que me había equivocado de Ejército, a mí, imbécil gefreiter, me tocaba aprender a vivir, puesto que no había sabido morir. Y tú, Paula, ¿por qué me haces notar esta mancha en mi guerrera? ¿Por qué? ¿Por qué una simple mancha puede borrar tu sonrisa? ¿Por qué? ¿Por qué me gusta aún tu sonrisa, yo que ya he visto un océano de manchas inmundas? Esta noche, los Neubach quizá se reirán, Paula, y yo, Paula, intentaré reír como tú.

A las cinco, Paula me dejó cerca del Oder Brücke. Me hizo numerosas recomendaciones sobre el camino que debía tomar para llegar a la Killeringstrasse. Me estrechó la mano largo rato y tuvo una sonrisa de compasión. Yo sonreí como si fuera feliz.

—Esta noche pasaré un momento por casa de los Neubach-dijo ella. —De todos modos, mañana nos veremos. Buenas tardes.

Gute Nacht, Paula.

Por la noche, vi a los Neubach. Reconocí en los rasgos de la señora Neubach los de Ernst. Aquellos desventurados no se entretuvieron en la doble desgracia que, en diez días, había aniquilado todas sus esperanzas. Para ellos, la Europa del mañana carecía ya de sentido, puesto que los que hubieran debido conocerla habían desaparecido. Pese a la insuperable tristeza que no podían disimular, los esposos Neubach fueron heroicos y trataron de celebrar mi visita. La buena señora que tan amablemente me hizo emborracharme a mediodía, se había reunido con nosotros. A eso de las once, Paula, en el transcurso de una ronda de servicio, entró a vernos. Nuestras miradas se cruzaron y a Paula le pareció gracioso explicar el altercado que tuvimos aquella tarde.

—¿Saben ustedes, me he visto obligada a sermonear a nuestro permisionario esta tarde? Bailaba y brincaba en plena calle.

Aceché las expresiones de todos los rostros, no sabiendo si me ganaría una regañina o si todos se echarían a reír. Afortunadamente, pude reírme con los comensales.

—Esto no está bien, Paula —dijo la cara, la dulce, la perfecta buena señora del tercer piso—, tienes que hacerte perdonar.

En medio de las risas, Paula, ruborizada y sonriente, dio la vuelta a la mesa y puso un beso en mi frente angustiada. Igual que un condenado a muerte en la silla eléctrica, recibí los labios de la muchacha como María la Anunciación. Absolutamente sin ninguna reacción, me sentí enrojecer. Ante mi emoción, todos los circunstantes exclamaron:

—¡Todo queda perdonado!

Paula se despidió alegremente de todos y desapareció detrás de la puerta.

¡Paula! ¡Paula! ¡Yo hubiera querido…! ¡Yo hubiera querido…! Yo hubiera querido no sé qué. Me quedé clavado en la silla. Hipnotizado, no prestaba ninguna atención a la conversación que se había reanudado.

Me preguntaron por mis padres, mi vida de antes… ¡Nada sobre la guerra, a Dios gracias! Contesté evasivamente. El beso de Paula quemaba todavía mi frente como el casquillo caliente de un proyectil de palc. ¡Paula, Dios mío! Debí de haber ido de patrulla con ella, que no todos los días se puede ir de patrulla con una chica en vez de cinco o seis feldgrauen. ¡Qué mierda! ¡Seré imbécil!

Podía haber encontrado un pretexto para dejar la mesa. Era demasiado tarde, tenía que esperar con aquellas buenas gentes. Media hora después, cada uno pensaba en dormir, y los Neubach me ofrecieron el cuarto reservado a su hijo. Me deshice en dar las gracias y en excusarme alegando que debía regresar al centro de acogida por razones militares. En realidad, no soportaba la idea de dormir en la cama de mi difunto amigo. Además, tenía ganas de andar. Inconscientemente, esperaba encontrar a Paula en la calle.

Las excelentes personas, que conocían las obligaciones militares, no insistieron. Me encontré, pues, en la calle silbando alegremente, presa de una súbita felicidad. Me había hecho explicar el camino que debía seguir, y encontré el gran edificio destinado a centro de acogida sin mucha dificultad. Por el contrario, no tuve la suerte de encontrar a Paula. Franqueé el puesto de recepción donde dos paisanos jugaban a cartas con dos militares, uno de los cuales era el feld que me había tomado declaración.

—¡Eh, usted! —llamó.

Instintivamente, me volví y me cuadré.

—Es usted el gefreiter Sajer, ¿verdad?

Ja, Herr Feldwebel. —Bueno, hay una buena noticia para usted. Un familiar suyo vendrá a verlo aquí dentro de dos días. He logrado obtener una autorización especial para un miembro de su familia.

Puse unos ojos muy grandes.

—Muchísimas gracias, Herr Feldwebel. Estoy muy contento.

—Esto se ve, muchacho. ¡Y vuelve muy tarde!

Di un taconazo y di media vuelta, mientras el cuarteto bromeaba a propósito de mí.

—Hemos dado una vuelta por el Hotel Fantasio, ¿eh? Debía de ser un burdel. Pasé una noche agitada sin poder olvidar a Paula un instante.

Pasaron dos días, colmados de delicias y de diversiones. No dejaba a Paula ni a sol ni a sombra. Comía en casa de la señora…, y cenaba en casa del matrimonio Neubach. La señora…, que era muy lista, se había dado cuenta de los sentimientos desbordados que me inspiraba Paula y estaba asustada de ello. Repetidas veces intentó demostrarme que la guerra no había terminado y que hacía mal en encapricharme. Todo terminaría bien algún día, entonces podría dar libre curso a mis sentimientos con toda esperanza, pero por el momento… aquello le parecía demasiado precipitado.

En mi opinión de adolescente, la guerra no podía nada contra el amor que yo sentía por aquella mujer y no había por qué refrenarlo. No tendría más límites que los de mi tiempo de permiso contra el cual desgraciadamente no podía hacer nada.

Alguien de mi casa debía venir a verme y no pude alejarme del centro donde pasaba las noches. Aquello me ponía un poco nervioso, pues perdía instantes preciosos que hubiese podido pasar en compañía de Paula. El día que debía recibir la visita, hice desde por la mañana lo menos cinco apariciones en el puesto de recepción para saber si las personas que esperaba habían llegado. Por fin, a media tarde, el complaciente feld me dio la respuesta antes de que le hubiese hecho la pregunta.

—Le esperan en su dormitorio, Sajer.

—¡Ah! —exclamé como si no lo hubiese esperado en absoluto—. Gracias, Herr Feldwebel.

Subí precipitadamente y empujé la puerta del gran dormitorio donde ya había pasado algunas noches. A través de las dos hileras de camas, vi inmediatamente a un señor en pie, con una gabardina azul gris: mi padre.

No me reconoció enseguida. Dos o tres soldados roncaban vestidos sobre su camastro y descansaban de las fatigas de la noche o de la guerra. Con paso decidido, me acerqué a mi padre a quien, aun hoy, nunca falté al respeto.

—Buenos días, papá —dije simplemente.

—Pareces todo un hombre —me dijo, con la eterna timidez que le caracteriza—. ¿Cómo estás? No nos has escrito mucho. Tu madre ha estado muy preocupada desde que te fuiste.

Yo lo escuchaba, como siempre que hablaba. Lo notaba muy desazonado en el corazón de Germania, en aquel dormitorio donde todo hacía sentir la implacable disciplina militar alemana.

—¿Quieres que salgamos, papá?

—Si quieres… Te he traído un pequeño paquete de cosas que tu madre y yo hemos tenido mucha dificultad en reunir. Los alemanes —dijo quedamente, como si hubiese hablado de unos caníbales— se han quedado con él abajo.

Mi padre, aunque casado con una alemana, soportaba mal todo lo que venía de ese país. Todavía conservaba la vieja inquina del 14-18 y de su cautiverio del cual, al parecer, no pudo quejarse. Por esto, el hecho que le hubiesen alistado un hijo en el Ejército del Reich le impedía escuchar tranquilamente la radio de Londres. Abajo, pedí mi paquete al feldwebel.

Me lo entregó, diciendo a mi padre, en un francés casi correcto:

—Lo siento, señor, pero está prohibido a los ocupantes del dormitorio transformarlo en refectorio. Le devuelvo sus golosinas.

—Gracias, señor —dijo mi padre, intimidado.

Mientras andaba por la calle y charlaba con él, hice el inventario del regalo. Revolví la caja de cartón. Debajo de una pastilla de chocolate y un paquete de pastas secas, encontré, ¡oh felicidad!, un par de calcetines hechos por mi abuela materna.

—Esto me será muy útil —dije.

—Creí que te llamarían más la atención los cigarrillos o el chocolate. En realidad, no carecéis de todo eso —dijo mi padre siguiendo su idea y convencido de que estábamos de juerga desde la mañana hasta la noche—. Los alemanes se lo llevan todo.

—Todo va bien —cometí el error de decirle, por haber aprendido a disfrutar del momento presente y olvidar por completo la víspera.

—Bueno, mejor para ti, pero para nosotros no es igual. Tu madre tiene muchas dificultades para conseguir hacer las comidas. Las cosas no van demasiado bien.

Me quedé sin saber qué contestar. Pensé un instante en devolver el paquete.

—En fin, esperemos que esto termine pronto. Los alemanes están en un mal momento. Americanos por aquí, americanos por allá…, la radio Londres ha dicho… Italia, los aliados…

¡Cuántas cosas supe! Un grupo de la Kriegsmarine pasó cantando. Levanté reglamentariamente el brazo derecho en un amplio saludo al grupo. Mi padre me miró verdaderamente como al ocupante. Francia se hallaba, según él, en un caos tal que hube de elevarle la moral.

Así, durante veinticuatro horas, oí hablar de la Francia doliente. Aquellas explicaciones me eran dadas como si yo hubiese sido un soldado canadiense o inglés. Mi padre me ponía en un aprieto y no supe qué actitud tomar. Siempre sumiso, me conformé con contestar: «Sí, papá». «¡En efecto, papá!». Sin embargo, me hubiera gustado hablar de otra cosa, y sobre todo de lo que me pasaba. Me hubiese gustado mucho decirle que quería a Paula. Pero tuve miedo de que no me comprendiera y se enfadase conmigo.

El día siguiente, acompañé a mi padre, muy acongojado, a la estación. Cometí la tontería de cuadrarme para saludarlo por última vez. No creo que le gustara. Así, una cálida tarde de junio, vi alejarse a mi padre, con mirada inquieta, para una ausencia de dos años. ¡Dos años o un siglo! Dos años llenos de importancia que representan el setenta y cinco por ciento de mi vida.

Mi primer cuidado fue correr a casa de los Neubach. Me disculpé por no haberles presentado a mi padre y dije que habíamos dispuesto de muy poco tiempo. Los Neubach comprendieron perfectamente y no me lo reprocharon. Yo demostraba tanta impaciencia, que la señora Neubach me dio noticias de Paula. Supe con decepción que no vendría hasta el día siguiente, a las doce. Era demasiado estúpido. Veinticuatro horas perdidas ya, más una noche y una mañana. En los siete u ocho días que me quedaban, aquello me apenaba enormemente. Cené sin mucha alegría con el matrimonio Neubach, que respetó mí silencio. Luego me fui y bajé a la calle decidido a recorrer toda la ciudad en busca de mi pueril amor. Y lo hice hasta que las sirenas vinieron a sustituir el toque de los campanarios que hubiesen debido dar las once. Los prolongados mugidos se elevaban en la ciudad. En las calles, cegadas ya por las medidas de oscurecimiento, desaparecían las escasas luces. Los cazas nocturnos habían despegado ya de Tempelhof, seguramente tan oscuro como el cielo, y volaban a ras de los techos en el gran ronquido de sus motores. De vez en cuando, el escape de estos trazaba un resplandor rosado en la oscuridad. Los sidecar de la Defensa Territorial recorrían las calles a la luz de su débil alumbrado e incitaban a los raros transeúntes a ganar los refugios. Todo estaba aún en calma y me sobraba tiempo para hacerlo. Todos los edificios, por lo demás, ponían sus sótanos a disposición de todo el mundo. Por esto, yo seguía pisando el asfalto con una sola idea en la mente, cuando el sordo ronquido de los bombarderos enemigos se acercó.

Sabía que los equipos de socorristas llegarían con las primeras bombas y que quizá vería a Paula. Me metí en el quicio de un portal, frente a la pequeña entrada del refugio de una casa baja. Tenía una extensa vista, sobre una especie de canal que dejaba al descubierto un vasto horizonte bañado por una ligera bruma. La cortina de fuego se elevó desde el nordeste como un incendio irreal. Sin duda, el Apocalipsis estaba reservado para las grandes fábricas de Spandau. En todas partes, en el cielo, miles de puntitos luminosos restallaban como lanzados por un fuego de artificio lejano. Las numerosas piezas de artillería antiaérea de la capital, algunas de las cuales estaban emplazadas incluso en las azoteas de los edificios, oponían a la cortina de fuego que avanzaba, una apretada muralla de mortales estallidos. Amplios resplandores aparecían y se prolongaban hasta el suelo, marcando cada vez la destrucción de un tetramotor. Un machaqueo de increíble potencia hacía vibrar el pilón de piedras macizas en que yo me apoyaba. Con los ojos sometidos a un contraste brutal entre las tinieblas y los relámpagos blancos, escruté sucesivamente la calle y los muelles donde algunos rezagados corrían hacia los refugios. Después, la sinfonía de los cristales rotos se elevó al mismo tiempo que una cortina de bombas barría un barrio de Berlín a un kilómetro delante de mí. El huracán del desplazamiento de aire corrió sobre el espacio del canal cuyas aguas se rizaron desagradablemente.

A mi alrededor, mil cosas se desplomaban. Pese a mi deseo de guardar contacto con la calle, un miedo irresistible me hizo cruzarla en dirección del refugio. Bajo mis pies, el empedrado temblaba como la chapa mal ajustada del capó de un camión pesado en marcha. En un santiamén me encontré en medio de una multitud de mirada angustiada. El aire era irrespirable. Sin interrupción, un potente rugido, que parecía venir tanto de arriba como de abajo, hacía desprender el revestimiento de la bóveda. Las gentes solicitaban con la mirada un poco de confianza en otros rostros tan crispados como el propio. Niños inconscientes hacían preguntas ingenuas: «¿Quién hace eso, mamá?». La madre apurada acariciaba con dedos temblorosos la carita enmarcada de rubios cabellos. Los que tenían la suerte de creer en algo, rezaban. Yo estaba apoyado en una gran tubería metálica que me transmitía directamente las vibraciones de nuestro alrededor. El rugido se amplificaba esta vez y aplastaba el aire contenido en nuestros pechos. De pronto, se elevaron gritos de angustia. Como mil trenes expresos que cruzaban el sótano, un estrépito que ahogó llantos y exclamaciones invadió el refugio y pareció permanecer en él largo rato. Las velas oscilaron y se apagaron. Unos gritos espantosos de la multitud aterrorizada se elevaron como si viniesen del infierno. Se encendieron lámparas eléctricas. El refugio entero pareció hundirse. Una polvareda opaca llegaba del exterior y se sumía en nuestro refugio.

—¡Cerrad la puerta! —gritaron unos hombres.

Se oyó un portazo y tuvimos la impresión de estar en una fosa común. Hubo mujeres que empezaron a sufrir ataques de nervios y que gesticulaban gritando. Cinco o seis veces tembló el sótano, sacudido por una fuerza irresistible. Toda la gente, petrificada, y yo con ella, se apretaba entre sí, pese a la horrible sensación de ahogo debida a la insuficiencia de ventilación. Una hora después de haber entrado en él, calmada la tormenta, salí del malsano refugio para descubrir, al resplandor de los incendios, un paisaje dantesco. El canal reflejaba en sus aguas súbitamente iluminadas, la imagen de una decena de incendios que asolaban lo que hasta entonces habían dado un sentido a sus orillas. Heteróclitos escombros sembraban, entre dos gigantescas grietas, los restos de una calle limpia, de aceras con bordillo pintado de blanco. Una humareda acre y asfixiante elevaba una constelación de chispas que se perdían en el cielo de una noche de verano. Por todas partes había gente que corría y, como en Magdeburgo, fui requisado inmediatamente para los trabajos de desescombro.

Después de una noche agotadora y una buena parte de la mañana, encontré por fin a Paula, tan exhausta como yo. La alegría que me dio al decirme que había temido por mí durante el bombardeo, borró de golpe todo el recuerdo de aquella penosa noche.

—Yo también he pensado en ti, Paula, te he buscado toda la noche.

—¿Es verdad? —preguntó ella con una vocecita que me demostraba que ella también estaba ganada a mis sentimientos.

Me sentí derretir de emoción. Mi mirada quedó fija largo rato en la muchacha. Unas ganas locas de cogerla en mis brazos me hizo ruborizar, sin duda. Ella rompió el silencio. —Estoy molida— dijo. —¿Y si fuésemos al campo de Tempelhof? Esto nos sentaría bien.

—Creo que es una buena idea, Paula. Vamos allá.

«¡Todo lo que quieras, Paula, todo lo que quieras!».

En compañía de mi primer amor, me dirigí montado en una divertida moto-taxi hacia la llanura arenosa que rodea el gran campo de aviación civil y militar de Tempelhof. Dejamos la autopista para llegar a una pequeña explanada cubierta de una especie de liquen donde nos dejamos caer satisfechos. Estábamos los dos realmente reventados. Hacía un tiempo increíblemente bueno. A dos kilómetros, las numerosas pistas de vuelo de Tempelhof cubrían la campiña. De vez en cuando, un Focke Wulf de entrenamiento despegaba y emprendía el asalto del cielo con una rapidez fulminante. Tendida de espaldas, Paula, con los ojos entornados, parecía a punto de quedarse dormida. Yo, apoyado en un codo, la contemplaba como si el resto del mundo no hubiese existido nunca.

Mil discursos amorosos cruzaban mi mente. Mil cosas que necesitaba decir a Paula. Mil cosas…, pero mi boca permanecía ridículamente muda. No obstante, era necesario, era necesario que se lo dijera hoy. Era necesario aprovechar aquel instante ideal, que se lo hiciese comprender, por lo menos. ¡Qué estupidez ser tan tímido! El tiempo pasaba. Paula tal vez callaba para permitirme justamente hablar. El tiempo pasaba, y sobre todo el de mi permiso, pero a pesar de todas estas razones, el amor que sentía por Paula me imponía silencio. Ella murmuró:

—La verdad es que el sol reconforta.

Balbucí algunas tonterías. Finalmente, en un arranque de valor, mi mano se deslizó hacia la de ella. Sentí la punta de sus dedos y tuve un breve titubeo ante aquel delicioso contacto. Luego, redoblando mi valor hasta el punto que mi respiración parecía haberse cortado, la mano entera de Paula estuvo en la mía. La estreché fervorosamente y ella no se desasió.

Por haber tenido tantas dificultades para vencer mi timidez como para atravesar un campo de minas, me quedé un momento tumbado de espaldas para reanimarme. Rebosante de felicidad, permanecí con los ojos fijos en el firmamento, indiferente al resto del mundo.

Paula volvió hacia mí su cara con los ojos entornados. Su mano apretó la mía. Me pareció que iba a desmayarme. En la emoción que me embargaba, creí haber murmurado: «Te quiero». Me rehíce rápidamente, sin saber ya si lo había dicho verdaderamente o no. Paula no se movía. Debí de haber soñado.

Algo nos hizo levantar la cabeza, sin embargo. Al unísono desde el aeródromo, hasta las cercanas afueras berlinesas, el siniestro mugido de las sirenas invadía una vez más la atmósfera. Nos miramos, estupefactos.

—¡Otra alarma!

Parecía poco probable. En aquella época la incursiones diurnas enemigas todavía eran muy raras, al menos en aquella región. No era posible, sin embargo, engañarse: era la señal de principio de alarma. No tardamos en convencernos. En todas partes, por las pistas, rodaban aviones tomando velocidad.

—Los cazas salen, Paula. ¡Es una alarma!

—Sí, tienes razón. Mira allí, me parece que la gente corre hacia aquel refugio de hormigón.

Ya no cabía duda.

—Tenemos que ponernos a resguardo, Paula.

—¡Oh, aquí no corremos peligro! Esto es el campo y ellos lo que quieren es bombardear Berlín.

—Sí, después de todo, tienes razón. Estaremos tan bien aquí como en un sótano sin ventilación. Sobre nosotros, la caza alemana pasaba aullando.

—Diez, doce…, trece…, catorce… —gritaba Paula, saludando a los Focke Wulf que taladraban el aire rasando nuestras cabezas—. ¡Viva nuestros aviadores! ¡Hurra!

—¡Venga, muchachos! —vociferé a mi vez para seguir el impulso.

—¡Venga! —repetía Paula—. Y ahora van a verlo, no es como de noche… Veintidós…, veintitrés…, veinticuatro… ¡Cuántos hay! ¡Hurra!

Unos treinta cazas habían despegado y trepaban hacia el cielo. La táctica consistía en tomar la máxima altura posible para lanzarse en picado sobre el lomo de los bombarderos. Es por esto que la Luftwaffe había puesto a punto aquellos formidables Focke Wulf-190 y 195 que con tanta facilidad trepaban verticalmente. El ruido de una defensa antiaérea muy distante llegó a nuestros oídos.

—A lo mejor, ni siquiera vienen sobre Berlín.

—Es de desear, Paula.

Yo había olvidado ya aquella maldita alarma que me había hecho soltar la mano de mi bien amada y, dejando a los cazas en su tarea, preparé mi segundo ataque. Ya me había acercado mucho a Paula cuando, a través del rumor de la ciudad próxima, se agrandó el enorme ruido de los bombarderos enemigos.

—¡Oh! Mira, Guille —dijo ella pronunciando mi nombre muy mal, como siempre—. ¡Vienen de allí, fíjate!

Con su delicada mano, señalaba una enorme masa de puntos negros que se agrandaban en el cielo azul.

—¡Qué alto van! —dijo—. ¡Mira! Hay más allá abajo.

Esta vez me quedé con la mirada fija en la doble aparición que se dirigía sobre la ciudad y sobre nosotros.

—¡Dios mío, cuántos hay!

El ruido aumentaba, aumentaba.

—Sí, los hay a cientos.

—No se pueden contar —dijo Paula, cándida—. Están demasiado lejos.

Empecé a tener miedo, miedo por nosotros, por ella, por mi felicidad.

—Tenemos que huir, Paula, esto puede ser muy peligroso.

—¡Oh, no! —repuso ella con desenvoltura—. ¿Qué quieres que nos pase aquí?

—Pueden despedazarnos, Paula. Tenemos que ir a un lugar seguro. Intenté llevármela de allí.

—¡Mira! —exclamó ella, interesada todavía por el peligro que aumentaba a ojos vistas—. Ahora vienen realmente hacia nosotros. Mira, dejan unas estelas blancas detrás de ellos. Es muy curioso.

Esta vez la Flak acababa de entrar en acción. Desde todas partes, miles de cañones escupían acero sobre los asaltantes.

—Ven, deprisa —le dije a Paula, cogiéndola con fuerza de la mano—. Tenemos que resguardarnos, te lo aseguro. Los refugios del campo de aviación estaban demasiado lejos para que pudiésemos llegar a ellos ya. Corriendo, llevé a Paula hacia un hoyo, junto a un matorral.

—¿Dónde están nuestros cazas? —gritó Paula, jadeante.

—Quizás han huido ante la superioridad numérica.

—¡Oh, eso que dices no está bien! Los soldados alemanes no huyen nunca ante el peligro.

—Pero ¿qué pueden hacer, Paula? ¡Los otros son, por lo menos, mil!

—No tienes derecho a decir esto de nuestros valientes aviadores.

—Perdóname, Paula, es verdad… Me extrañaría que hubiesen huido.

El rayo se abatía de nuevo sobre la ciudad mártir. Los soldados alemanes no huyen nunca. Yo, que había corrido desde el Don hasta Jarkov, lo sabía muy bien. En su descargo cabía admitir, de todos modos, que el soldado alemán se batía, a veces, en una proporción de uno contra treinta, como en Rusia por ejemplo. Del hoyo donde había obligado a Paula a meterse, pude asistir a la avalancha que asoló una tercera parte del aeródromo y el noventa por ciento de Tempelhof.

Las masas diurnas de bombarderos siempre eran más poderosas que las de noche. Aquel día, mil cien aparatos angloamericanos atacaron Berlín y sus alrededores. Aproximadamente sesenta cazas se opusieron a ellos. Los americanos sufrieron graves pérdidas debidas tanto a la Flak como a la caza. Un centenar de aviones enemigos fueron con seguridad derribados, pero no se salvó ningún avión alemán. Los pilotos no habían huido.

Vi, pues, muy claramente los racimos silbantes descender desde siete u ocho mil metros sobre Tempelhof y sobre las pistas del campo. Vi temblar la llanura bajo aquel machaqueo titánico. Vi abrirse la tierra, volatilizarse las casas, las reservas de carburante del campo de aviación extender sus llamas que chamuscaron la tierra en centenares de metros. Vi una barriada de ciento cincuenta mil habitantes desaparecer en una cortina impenetrable de humo. Vi, con los ojos involuntariamente abiertos sobre el seísmo, árboles en paquetes de diez elevarse del suelo con un ruido espantoso. Oí los aviones en perdición aullar con toda la potencia de sus motores. Vi sus cabriolas, sus explosiones, sus caídas. Vi, entre otros, un Focke Wulf soltar su depósito auxiliar, que cayó a cinco o seis metros de nuestro refugio, rociándonos de gasolina antes de estrellarse en la autopista. Sentí en el rostro el soplo ardiente de las explosiones. Vi también el terror en los ojos de Paula, que se había arrimado a mí. Restos incandescentes surcaban el aire y nos obligaban a hacernos diminutos en el fondo de nuestro agujero. Paula había escondido la cabeza entre mi hombro y mi mejilla, y su temblor se añadía al de las explosiones.

Acurrucados uno contra el otro, como dos niños extraviados, asistíamos impotentes al cataclismo. Hacía rato que los aviones habían desaparecido y las explosiones retardadas acababan de asolar Tempelhof donde se contaron, en una sola incursión, veintidós mil muertos. Berlín, a su vez, había sido rociado y los servicios de socorro estaban absolutamente desbordados. Los escombros de la noche obstruían todavía las calles. Spandau seguía ardiendo. En el barrio sudoeste, las bombas retardadas seguían estallando quince horas más tarde. Tempelhof lanzaba alaridos de dolor.

Cuando, extraviados, salimos del hoyo, Paula, con los nervios rotos por la fatiga de la víspera y aquella nueva prueba, se aferraba a mi brazo y no dejaba de temblar.

—Guille —dijo—, me encuentro mal. Mira, estoy toda sucia. Parecía haber perdido la razón. Su cabeza se reclinaba cada vez más en mi hombro.

Casi sin pensarlo, me puse a besarle la frente ansiosamente. Paula se dejaba hacer.

Los pensamientos que había tenido al principio de nuestro paseo ya no podían agruparse. No me causaba ningún apuro besar a mi amiga. Mi amor parecía haber superado la fase del flirteo infantil. Besaba el pelo de Paula como hubiese consolado a un chiquillo acongojado, A través de Paula, volvía a ver el de Magdeburgo estremecido de sollozos. Pensaba también en Ernst, pensaba en todas aquellas lágrimas, en todas aquellas angustias. Intentaba tener yo también un poco de piedad y transmitirla. Mi felicidad estaba mezclada con demasiados sufrimientos para que yo pudiese aceptarla así olvidando todo lo demás. Mi amor por Paula tenía algo de imposible en medio de aquel caos permanente. Jamás podría gozar de aquel amor mientras a mi alrededor llorasen niños hasta ahogarse en el polvo de las casas que se derrumbaban. Nada parecía seguro, nada aparentaba poder superar todos los días de aquella hermosa primavera, salvo quizá mi amor por Paula que no sabía cómo establecer.

El cielo estaba cubierto en sus tres cuartas partes por la humareda de los millares de incendios que asolaban Tempelhof, las estaciones de gasolina de la autopista y Berlín. Y mi mirada iba de los rubios cabellos de Paula al paisaje descompuesto.

Una vez más, nos dejamos caer sobre la hierba. Yo no sabía qué decir para consolar a Paula. Cuando hubimos recobrado un poco el aliento, descendimos despacio hacia la autopista. Allí, camiones atestados de gente corrían en socorro de Tempelhof. Sin que les hiciésemos ninguna seña, se detuvieron a nuestra altura.

—¡Subid, jovencitos! Os necesitaremos allá abajo. Nos miramos.

—Sí, desde luego, vamos allá.

—Ven, Paula, te ayudaré a subir.

Los camiones recogían a todo el mundo en su recorrido. Se dejó una parte de la ciudad abandonada a su suerte para tener la seguridad de poder al menos salvar la otra. Durante muchas horas trabajamos sin tregua para rescatar heridos. Todos los Hitlerjugend de un cuartel vecino, en una pugna de heroísmo, se dedicaron a los salvamentos más peligrosos. Algunos de ellos pagaron con su vida aquel exceso de abnegación y desaparecieron en medio de las vigas incandescentes.

Avanzada la noche, logramos refugiarnos, Paula y yo, en una vivienda medio destruida. Con la mente aturdida de fatiga, nos desplomamos sobre una cama. Agotados, estábamos los dos sin decir palabra, con los ojos muy abiertos en la oscuridad de la habitación. Producidas por la fatiga, miles de mariposas luminosas danzaban ante nosotros, y parecían ser más que efímeras. Impreso en mi retina, el resplandor de los incendios seguía iluminando en sueños mi mente. Una mano arañada de Paula jugueteaba con un botón de mi guerrera polvorienta.

—¿Crees que tenemos derecho a dormir aquí? —preguntó ella.

—No lo sé, pero de todos modos…

—Si alguien nos ve aquí, tendremos dificultades.

¿En qué pensaría Paula?

—Me importa un comino. Estoy demasiado reventado.

Paula se chupaba uno de sus dedos dolorido y no contestó nada. Pasé el brazo bajo la cabeza de mi amiga y, sin titubear, me puse a besarla hasta perder el aliento. Sus manos, lastimadas por el desescombro, se posaron en mi cabellera. Durante un rato, tratamos de recuperar lo que la vida nos había quitado por la tarde. Pero, pronto, abrumados por la fatiga, nos sumimos los dos en un profundo sueño.

Al día siguiente, volvimos al desescombro, que duró una semana. Sin embargo, al atardecer fuimos relevados por otros voluntarios. Esto era para permitir a la gente reanudar sus ocupaciones. Por mi parte, escapé afortunadamente al servicio obligatorio de desescombro. Sin actividad entonces, hubiese debido quedarme a reconstruir las ruinas de Tempelhof.

Pasaron dos días más. Dos días durante los cuales no me separé de Paula. Yo había guardado el paquete paterno y, cada día, traía chocolate y cigarrillos que consumíamos entre nuestras efusiones. La capital curaba sus heridas y enterraba a sus muertos en largos cortejos fúnebres que surcaban las calles. La heroica ciudad recobraba, con la sonrisa, su ritmo productivo.

Sólo me quedaban cinco días de permiso y la angustia de mi próxima partida me oprimía. Paula temía, asimismo, aquel momento y se esforzaba con su gentileza en hacérmelo olvidar. La casa de los Neubach quedó sin cristales y parte de las tejas debían cambiarse. Tres bombas habían caído a ciento cincuenta metros, en la plaza, cuyo aspecto recordaba el de las calles de Minsk.

La madre de Paula, a quien conocí, empezaba a extrañarse de que su hija no me dejara nunca. Cada noche, además de todo el día, siempre encontrábamos una buena ocasión para dar una vuelta. La buena señora, dándose cuenta de la vida perturbada de la juventud de la época, no era severa y aceptaba más o menos nuestras escapadas. Paula, que disponía de más dinero que yo, me invitó una noche a ir al cine. Vi con ella un filme muy bueno titulado Immen See. Se trataba de un poema sobre los nenúfares de un lago.

En compañía de mi adorable compañera, viví así hasta el día que hube de preparar mis asuntos para coger el tren de las siete de la tarde en la estación de Silesia. Los Neubach se despidieron de mí conmovidos y comprendieron que deseaba pasar mis últimos momentos de permiso al lado de aquella a quien ellos consideraban mi novia. La señora Neubach se empeñó en entregarme una camisa y un grueso jersey que habían pertenecido a Ernst. El señor Neubach añadió unos cigarros, jabón y dos latas de conservas. Me abrazaron y me hicieron jurar que volvería a verles cuando tuviera otro permiso. Prometí enviarles noticias mías de vez en cuando y les pedí que cuidasen de Paula.

—Creo que os queréis, hijo mío —me dijo la señora Neubach—. ¿Es cierto?

—¡Oh, sí, señora! —pude contestar únicamente.

Saludé así a mis bienhechores, y me despedí. Paula recibió incluso del feld la autorización de acompañarme hasta el dormitorio a fin de preparar mi equipaje.

La angustia me hacía un nudo en la garganta. ¿Cuánto tardaría en volver a ver a mi pequeña Paula? ¿Cuánto tiempo…? Finalmente, a fuerza de repetirnos promesas, acabamos los dos por recobrar confianza. No había por qué preocuparse: con seguridad yo tendría otro permiso dentro de tres o cuatro meses y Paula, mi amor, me esperaría, me lo había jurado. Me había jurado que me escribiría todos los días. Me había jurado que pronto sería mía y que nos casaríamos. Sus cálidos labios me lo habían murmurado mil veces rozando los míos. Paula, amor mío, la guerra terminará. No es posible que volvamos a pasar un invierno tan horrible como el anterior. Visiblemente, el vaso estaba colmado y los hombres cansados dejarían de batirse: lo presentíamos.

Llegamos a la estación de Silesia donde, por razón de las destrucciones, el andén de embarque para el Este había sido instalado un kilómetro más lejos. Paula caminaba, sonriente, a pesar de su emoción. Llevaba un pequeño paquete que debía entregarme al salir. Banderitas en homenaje a los combatientes del Este se sucedían en guirnalda a lo largo de todo el andén. Nos detuvimos ante el primer vagón para Poznan. Subí a él mi abultada mochila y volví a bajar al lado de Paula. Un instante, sorprendí en su cara tristeza. No, no debía, no debía estar triste. ¡Te quiero tanto, Paula! Estuve largo rato con sus dos pequeñas manos en las mías sin saber qué más decir. Unas ganas locas de abrazarla me atormentaban. Pero estaba prohibido hacerlo en público. A nuestro alrededor pasaban personas discutiendo en voz alta. El ruido de las botas claveteadas de los muchachos en la misma situación que yo resonaba sobre el cemento del andén. Con mis ojos fijos en los de Paula permanecí indiferente a los sufrimientos de los demás.

Se acercaba la hora. Un largo escalofrío, que hacía temblar mis manos, me recorrió. Un ferroviario, con gorra color frambuesa, avanzaba por el andén enumerando, por medio de un portavoz, los destinos de nuestro convoy: Poznan, Varsovia, Lublin, Lvov y Rusia. Estas palabras ensombrecían mi dicha. Temía al silbato que iba a interrumpir nuestro último momento.

—Paula…

El ferroviario seguía hablando de cosas lejanas.

—Paula…, ¿qué hubiera sido mi permiso, sin ti?

AufWiedersehen, mein Liebermurmuró Paula llorando.

—No, Paula querida, eso no… Aquí no, te lo ruego… Sabes bien que pronto estaré aquí otra vez.

Ich weiss, mein Lieber, auf Morgen, Guille.

Allá, al otro lado de las vías, una sección pasaba cantando alegremente:

Erika te queremos.

Erika te queremos.

Por esto volveremos.

Jamás te olvidaremos.

—¿Lo ves, Paula?, ellos también lo dicen. Escucha.

La canción me conmovía, y yo volvería por ti, Paula. Sin duda era esto lo que quería decir la canción. Después, el silbido abofeteó mi dicha. Por todas partes se elevaban adioses. Estreché locamente a Paula y la besé largamente.

Einsteigen! Los! Los! Reisende eisnteigen! Achtung! Passagiere einsteigen! Achtung! Achtung!

—Te quiero, Paula. Hasta pronto. No hay que estar tristes. Mira que buen tiempo hace. Nosotros no podemos estar tristes.

Paula seguía inconsolable. Sentí que me echaría a llorar yo también. Por última vez besé a Paula. Los topes de los vagones chocaron entre sí: era la salida. Apresuradamente, salté al estribo. Paula me tenía cogida la mano aún. El tren se puso en marcha lentamente. Muchas personas lloraban en el andén. Feldgrauen con medio cuerpo asomado a las ventanillas, seguían estrechando una mano, besando a un niño. Paula trotaba junto al tren que iba adquiriendo velocidad. Después se vio obligada a soltarme.

Hasta pronto, amor mío.

Hacía buen tiempo y yo parecía partir a una jira campestre. Estuve un rato en el estribo contemplando la silueta de mi amiga que disminuía, disminuía, y desapareció para siempre. Pronto estaré de regreso, Paula querida. Nunca estuve de regreso. No volví a ver a Paula, ni Berlín, ni la Killeringstrasse, ni al matrimonio Neubach… Paula, nos casaremos. Te lo juro. Perdón, Paula… La guerra me ha impedido cumplir mi promesa. La paz le ha hecho perder todo crédito. Francia me lo ha hecho observar severamente. Perdón, Paula, no soy enteramente responsable. Paula, mi amor, igual que yo has conocido la miseria de la guerra, hasta conocido el miedo y la angustia, y quizá, lo deseo con toda la fuerza de mi alma, te has salvado. Tan sólo esto cuenta, Paula. Nos permite recordar, acuérdate… La guerra arrasó Berlín y Alemania, la Killeringstrasse y los Neubach quizá también, pero tú no, Paula, no, sería demasiado horroroso…, tú no… No debe ser. No he olvidado nada: no tengo más que cerrar los ojos para revivir nuestros maravillosos momentos. Oigo el timbre de tu voz…, siento el olor de tu piel… Tengo todavía el peso de tu mano en la mía…