Siguieron tres o cuatro días en los que tuvimos más o menos las mismas ocupaciones. La nieve se fundía en todas partes y el frío se disipaba tan rápidamente como nos había sorprendido. Así van las estaciones en esta condenada Rusia. Del invierno implacable, se pasa a un verano tórrido sin haber conocido casi la primavera. Por esto, el deshielo no trae consigo en realidad ninguna mejora militar, al contrario, incluso puede agravar las cosas. La temperatura, que había pasado de quince o veinte grados bajo cero a cinco o seis sobre cero, hacía derretir un inimaginable océano de nieve que el invierno había amontonado concienzudamente sin un día de deshielo.
Enormes charcos, por no decir estanques, se formaban un poco en todas partes sobre la nieve incompletamente fundida. Para la Wehrmacht, que había sufrido las angustias de cinco largos meses de invierno, aquel mejoramiento caía del cielo como una bendición. Con órdenes y sin ellas, nos quitábamos los capotes o impermeables mugrientos y comenzábamos una limpieza general. Tipos, completamente en cueros, no titubeaban en meterse en el agua helada de aquellos estanques provisionales para hacer sus abluciones. Ninguna detonación venía a turbar la atmósfera a veces soleada.
La guerra, cuya presencia indefinible sentíamos sin embargo, parecía haberse suavizado a su vez. Conocí a un tipo muy simpático, un suboficial de Ingenieros, cuya sección ocupaba interinamente el barracón frontero al nuestro. Era oriundo de Kehl, precisamente enfrente de Estrasburgo, al otro lado del Rin. Conocía Francia mejor que su propio país y hablaba francés impecablemente. Las conversaciones que yo sostenía con él eran todas en francés y me descansaban del fastidioso chapurreo elaborado con mis otros camaradas. Cada vez que era posible, pasábamos juntos momentos de asueto y de franca campechanía. Halls se había unido a nosotros y perfeccionaba su francés, igual que yo me había visto obligado a practicar el alemán.
Ernst Neubach era su nombre, y tenía verdaderamente condiciones para su empleo de zapador. No tenía rival para edificar con unas viejas tablas un refugio tan hermético como hubiera podido hacerlo un albañil con materiales adecuados. Un sistema de ducha, instalado con un gran depósito de tractor, funcionaba muy bien, pues una lámpara-estufilla calentaba continuamente los ciento cincuenta litros de agua que siempre manteníamos en su nivel. Los primeros que probaron la instalación, recibieron una ducha mezcla de agua tibia y de gas-oil. A pesar de los lavados sucesivos que habíamos practicado a nuestro recipiente, el agua permaneció mucho tiempo teñida por el poso de las materias que había contenido anteriormente.
Por la noche había cola. Una multitud vocinglera a la que se mezclaban con frecuencia nuestros superiores. Los primeros en la ducha eran aquellos que daban más cigarrillos o parte de pan de munición. Nuestro feldwebel Laus pagó por una ducha trescientos cigarrillos. Las duchas empezaban siempre después del rancho de las cinco y se prolongaban hasta avanzada la noche en un concierto de chirigotas. Por haber disfrutado de los beneficios de la instalación de Neubach antes que los camaradas, los que se habían duchado se encontraban a menudo de culo en el barro líquido que invadía los alrededores de nuestro acantonamiento. Allí no conocíamos el toque de queda ni las demás obligaciones del cuartel. Con tal de que el trabajo estuviese hecho, se podía reír, beber y vomitar toda la noche, si nos venía en gana.
Conocimos allí ocho días tranquilos. Cada faena nos obligaba a chapotear en un lodazal cada vez más importante. Volvimos al frente, increíblemente calmado, tres veces. Transportábamos a lomo de caballos o en carretas el aprovisionamiento al landser de los graben que tendían a secar su ropa sobre los parapetos. Al otro lado del Don, los Ivanes parecían llevar la misma vida.
Un soldado barbudo a quien se le preguntó si todo iba bien, contestó riendo:
—La guerra seguramente ha terminado. Hitler y Stalin deben haberse reconciliado. Nunca he visto una calma chicha semejante. Los popov se emborrachan desde la mañana hasta la noche. Anoche cantaron hasta desgañitarse, son de una desfachatez enorme. Algunos se dan un garbeo tranquilamente más allá de sus agujeros. Werk vio tres que iban a buscar agua al Don, por las buenas, ante las narices de nuestras ametralladoras. ¿No es verdad, Werk? —recalcó dirigiéndose a un landser socarrón que se estaba lavando los pies en un charco de agua.
—Sí —contestó el interpelado—. No nos atrevimos a tirar. —Por una vez que los unos y los otros pueden asomar la jeta fuera del agujero sin recibir un trozo de chatarra entre ceja y ceja…
Un sentimiento de alegría empezaba a brotar tímidamente en nuestros corazones. ¿Habría terminado la guerra?
—Es muy posible —dijo Halls—. He oído decir que los soldados suelen ser los últimos a quienes se avisa en esas circunstancias. Si es cierto lo sabremos mañana o pasado. ¿Te das cuenta, Sajer, de que tal vez vamos a volver a casa? ¡La que se va a armar! ¡Es increíble!
—No te entusiasmes antes de estar enterado —rezongó un viejo de la Rollbahn—, no te hagas demasiadas ilusiones.
Aquella objetividad enfrió nuestro entusiasmo.
Como de costumbre, seguimos el camino transformado en canal que conducía a los barracones. Nos paramos un instante a hablar con Ernst, que trabajaba con su sección en la reparación del pasadizo.
—Si esto continúa —nos dijo—, habrá que circular en barca. Acaban de pasar dos camiones y las piedras que nos deslomábamos en amontonar sobre la pista han desaparecido, anegadas en el lodo. ¡Buenos estarán los de las trincheras!
—¡Oh! —exclamó Halls—. Estarán en la mierda… Pero tienen una moral terrible, poco habrá faltado para que hayan roto sus fusiles para hacer lumbre con ellos. Los landser y los popov se divierten juntos.
—¡Que les aproveche! —musitó Ernst—. Pasan cosas muy raras. ¿Veis el camión de la radio allá abajo, que parece flotar? Recibe mensajes sin parar. Los correos se suceden ininterrumpidamente. El último ha abandonado su moto demasiado embarrada y ha echado a correr para llevar su mensaje al comandante.
—A lo mejor son felicitaciones por tus duchas —bromeó Halls.
—Me gustaría que se tratase precisamente de ese género de bromas, pero me chocaría. Cuando esos muchachos echan a correr, los demás no tardan mucho en hacer otro tanto.
—¡Derrotista! —exclamó Halls, en guasa, alejándose.
Cuando llegamos al acantonamiento, nada parecía haber cambiado. Engullimos la macedonia ardiente que nuestro cantinero nos había preparado cuidadosamente y nos dispusimos a la chirigota como las noches anteriores. El silbato de Laus tocó a formar. «¡Caramba! —me dije. Neubach ha acertado, ya empezamos otra vez».
—No os haré ninguna observación acerca de vuestros uniformes cochambrosos —farfulló nuestro querido feldwebel—. Recoged vuestros trastos. Podemos ser llamados a cambiar de acantonamiento de un momento a otro. ¿Comprendido? ¡Entonces, rompan filas!
—¡Mierda! Estábamos demasiado tranquilos aquí —murmuró alguien.
—Oye, no vayas a creer que te pasarás aquí todo el resto del tiempo haciendo el burro. Estamos en guerra, amigo —repuso su compañero.
Recoger los trastos significaba tener que estar listos para formar con un uniforme impecable y con el correaje reglamentario. Por lo menos era lo que nos habían enseñado en Chemnitz y en Bialystok. Allí, evidentemente, la disciplina andaba algo relajada. No obstante, dependía del humor de algunos de nuestros oficiales proceder a la comprobación que iba desde el ánima del fusil hasta los dedos de los pies, y que exponía al culpable a una serie de servicios sumamente fatigosos o a guardias interminables.
Todavía me acordaba de las cuatro horas de facción que había soportado unos días después de mi incorporación en Chemnitz. El teniente había trazado un círculo con tiza en el cemento del patio expuesto a pleno sol. Después, yo había tenido que cargar con la impedimenta de los castigados, es decir una mochila llena de arena, que pesaba sus buenos cuarenta kilos. Yo pesaba cincuenta y nueve. Al cabo de las dos primeras horas, mi casco estaba candente bajo el efecto del sol de agosto.
Los últimos momentos me obligaron a concentrar toda mi voluntad en las rodillas que amenazaban doblarse a cada instante. Repetidas veces, creí desmayarme. Así aprendí que un buen feldgrau no debía cruzar el patio del cuartel con una mano en el bolsillo del pantalón.
Por esto, todos nos esmeramos en poner en buen orden todo el material que el Ejército nos había confiado. Nos reventamos sacando lustre al cuero de nuestras botas empapadas.
—¡Y pensar que cuando hayamos hecho diez metros fuera todo este trabajo desaparecerá! —protestó un muchacho que se agotaba sobre su calzado.
Necesitamos una hora larga para dar a nuestra impedimenta un aspecto más o menos limpio. Pasaron veinticuatro horas más antes de que nuestras vacaciones en las orillas del Don se transformasen en terror.
El día siguiente de la limpieza general, fui designado para la guardia. Tenía que tomar mi servicio a las cero horas y terminarlo a las dos y media. Me armé de paciencia. Algunas cajas de municiones vacías constituían una plataforma que evitaba al centinela tener que andar por el barro. A dos metros, un agujero medio lleno de agua estaba dispuesto a acoger, en caso de necesidad, al centinela del depósito de gasolina cuya guardia me habían encomendado.
La noche no era fría. Un viento lluvioso empujaba a gran velocidad unas nubes bajas que de vez en cuando dejaban asomar una enorme luna blanca. A mi derecha, las siluetas de los barracones y de los vehículos se recortaban con nitidez.
Delante de mí se extendía el inmenso horizonte ondulado y oscuro que se confundía con el cielo. A vuelo de pájaro, el Don se hallaba aproximadamente a diez kilómetros de las primeras reservas que ocupábamos. Entre el río y nosotros, millares de hombres velaban o dormían en unas condiciones inimaginables. Traídos por el viento, llegaban ruidos de motores. La noche permitía numerosos desplazamientos tanto en uno como en otro campo. Dos patrulleros de ronda llegaron a mi altura. Les di el alto por pura fórmula. Los dos soldados se acercaron bromeando. Iba a contestar a sus palabras cuando una luz intermitente iluminó de repente todo el horizonte de norte a sur.
Se prolongaba aún con mayor o menor intensidad cuando me pareció que el suelo retemblaba. En el segundo que siguió, un trueno que no acababa nunca hizo vibrar el aire.
—¡Dios mío, es un ataque! —gritó uno de los patrulleros.
Y me parece mucho que debe de ser su artillería que vuelca sus pepinazos sobre el cráneo de los landser.
Ya resonaban los silbidos en todo el campamento, y las órdenes atravesaban el bramido de las explosiones todavía lejanas. Pasaban grupos corriendo, ahora. Artilleros de descanso se dirigían apresuradamente hacia las grandes piezas de 155 mm, emplazadas en el límite del antiguo campo de aviación. No me dieron órdenes para abandonar la guardia y me preguntaba qué iban a requerir de nuestros compañeros. Un aprovisionamiento bajo un bombardeo semejante debía de ser muy distinto al de nuestra expedición anterior. Las ráfagas seguían sucediéndose, mezcladas con las detonaciones de las piezas alemanas. Estallidos más violentos y más próximos iluminaban sin parar la noche, haciendo aparecer en sombras chinescas grupos de hombres que corrían a través de los charcos de agua.
Parecía como si un gigante, presa de terrible furia, sacudiese el Universo, este Universo en el cual cada hombre tiene la impresión de ser una ridícula partícula que el coloso de la guerra puede pisotear sin siquiera haberla percibido. Con todos mis sentidos aguzados y el espinazo doblado, a pesar del peligro todavía relativamente lejano, me disponía a meterme en el agujero tan pronto el huracán se acercase. Dos grandes vehículos oruga avanzaban hacia mí con las luces apagadas. Ruedas y orugas formaban un paquete de barro que hendía un lodo líquido. En su precipitación, dos hombres saltaron por la barandilla de hierro y estuvieron a punto de desaparecer en el fango.
—Échanos una mano, centinela —dijeron los artilleros que se habían llenado de mierda hasta el casco.
El Apocalipsis seguía abrasando tierra y cielo. Ayudé a los muchachos de los tractores a cargar barriles de ciento cincuenta litros a bordo de sus vehículos.
—Siempre será uno menos que te estallará en la jeta —dijo uno de ellos dirigiéndose a mí.
—¡Buena suerte! —les contesté simplemente.
Más lejos, unos soldados de mi compañía de transmisiones se atareaban en reagrupar los jamelgos que se atropellaban y se desplomaban en el lodo con unos relinchos diabólicos. Repetidas veces, barriles de gasolina fueron embarcados en diversos vehículos. Como a las primeras luces del día no se hubiera presentado el relevo, me pregunté qué demonios tenía que guardar aún. El bombardeo no había cesado. Extenuado, yo no sabía qué tenía que hacer cuando un grupo de muchachos de mi compañía pasó cerca de mí. El sargento que los mandaba me hizo una seña para que me uniera a ellos. En el momento que me junté con mis camaradas, uno de los proyectiles de largo alcance de la artillería soviética cayó a un centenar de metros detrás de nosotros. La deflagración sacudió a nuestro grupo que echó a correr de nuevo. No hice preguntas, pero busqué vanamente los anchos hombros de Halls.
Otros proyectiles caían sobre el campamento. La tierra se iluminaba de un extremo a otro. De vez en cuando, nuestro grupo echaba cuerpo a tierra y se incorporaba seguidamente, cubierto de barro.
—No os echéis en la mierda, así, siempre con retraso —gruñó el sargento—. Haced lo que haga yo. Fijaos en mí. ¿Entendido?
Un aullido muy significativo llegó a nosotros. Nuestra docena de feldgrauen se zambulló con delicia, incluido el sargento, en una charca líquida. Una deflagración gigantesca vació el aire de nuestros pechos, al tiempo que una ola de barro nos sumergía.
Horrendamente asquerosos, nos incorporamos con una sonrisa afectada en el rostro, como unos paisanos que salen indemnes de un grave accidente de coche. Tres o cuatro proyectiles cayeron a nuestro alrededor y nos obligaron a seguir en la misma postura. Detrás de nosotros ardía algo. Por fin, pudimos reanudar la marcha y nos apresuramos hacia un depósito bastante importante de municiones.
¡A la vista de aquel montículo de cajas cubiertas con lonas, nos dieron cólicos! Si caía allí un pepinazo, no quedaría alma viviente en cien metros a la redonda.
—¡Maldita sea! —juró el sargento—. No hay nadie de guardia aquí. ¡Es increíble!
Con una perfecta inconsciencia, se encaramó sobre aquel montón de dinamita y buscó los números de las cajas que había que transportar a los puntos previstos, al parecer, en caso de repliegue de la infantería. Petrificados como unos condenados a muerte ante la silla eléctrica, estábamos allí, plantados en el barro, con la mente vacía, esperando órdenes. Dos tipos, empapados como nosotros, llegaron a paso ligero. De pie sobre las cajas, el sargento, con voz estentórea, se dirigió a los dos individuos que, a pesar de la tronada, acababan de ponerse en posición de firmes.
—¿Sois vosotros los que estáis de guardia aquí?
—Sí, Herr sargento —gritaron los dos con una sola voz y en tono reglamentario.
—¿Dónde estabais? —chilló el suboficial.
—Una obligación muy natural nos ha obligado a apartarnos un instante —continuó uno de ellos.
—¡Y os habéis ido a cagar juntos así por las buenas, marranos!
Nosotros teníamos demasiado miedo para reírnos.
—Vuestros nombres y destinos —dijo el sargento, encaramado aún en su diabólico montículo.
Maldije por dentro a aquel animal que, cuidadoso de la disciplina, no pensaba en lo que podía ocurrimos y empezaba a redactar un parte. Unas explosiones muy cercanas nos hicieron echar cuerpo a tierra otra vez. Y el berzotas del sargento siempre de pie sobre las cajas, insistía en tentar a la suerte.
—Barren nuestra retaguardia —apreció—. Seguramente han lanzado su infantería. ¡Vamos, partida de cagones, venid a ayudarme!
Medio paralizados por el miedo, nos encaramamos a nuestra vez sobre el volcán. Los relámpagos arrojaban reflejos trágicos sobre nuestras siluetas. Unos instantes más tarde, corríamos en otra dirección, sin sentir el peso de la caja y del fusil, tanto la idea de alejarnos de aquel montón amenazador había decuplicado nuestras fuerzas.
El día, que se había levantado ya, nos privaba de una parte del espectáculo. Los relámpagos eran poco visibles. En todas partes una humareda bastante densa tapaba el horizonte. Géiseres más oscuros se elevaban aquí y allá. Hacia el mediodía, cuando seguíamos corriendo de una parte a otra, nuestra artillería se volvió loca. No sé a qué obedecía aquello en el plan militar. Sentado en un vasto embudo que una explosión había desecado, contemplé el largo tubo de un 155 que escupía a un ritmo regular.
Por fin encontré a Halls y a Lensen. Con los puños en los oídos mirábamos la pieza. Sonriente, Halls contaba los disparos con una pequeña inclinación de la cabeza.
Durante dos días no nos tomamos prácticamente ningún descanso. El vals de la muerte continuó. Transportábamos a los heridos que afluían hacia los refugios más o menos llenos de agua. Allí, los sanitarios hacían las primeras curas a los cascados que dejábamos en angarillas de ramajes. Sus gemidos llenaban la enfermería improvisada. Pronto tuvimos que dejarlos fuera, en el lodo, pues la enfermería quedó abarrotada. Los cirujanos iban y venían y operaban a los moribundos en el mismo lugar donde los encontraban. Allí vi cosas horrendas, troncos vagamente humanos cuyo conjunto no era más que una mezcla de barro y de sangre.
La mañana del tercer día, la batalla arreció. Estábamos lívidos de fatiga. Aquello duró hasta la noche. Después, en una hora, todo cesó por fin. En el frente del Don, martirizado, se elevaba humo de todas partes. La muerte tenía como un olor. Efectivamente, se concede un olor a la muerte cuando alcanza una escala tan importante. Los que han vivido la atmósfera de los campos de batalla me comprenderán. No hablo de la descomposición. No, es otra cosa. Una cosa indefinible y que es imposible expresar mejor.
Dos de los ocho barracones que formaban nuestro campamento habían sido reducidos a cenizas. Los que quedaban de pie estaban invadidos por una multitud de heridos. Viendo que íbamos a desfallecer, tan agotados estábamos, Laus, que, a fin de cuentas, era una buena persona, nos concedía de vez en cuando una hora o dos de reposo. Donde estuviésemos, nos desplomábamos, vencidos por un sueño mortal. Cuando, al cabo de dos horas, nos despertaban, nos incorporábamos, extraviados, con la impresión de no haber dormido más que unos minutos.
Invadidos de nuevo por la fatiga, reanudábamos nuestra labor de pesadilla que consistía en transportar hombres mutilados y quejumbrosos, o bien en alinear muertos calcinados que debíamos registrar para desprender una parte de la chapa de identidad destinada a ser enviada a la familia con la mención «caído heroicamente en el campo del honor por Alemania y por el Führer».
El día siguiente de la última batalla que el Ejército alemán libró en el Don, se celebraron unos festejos a pesar de los millares de muertos y heridos. Entreabrieron la boca de los moribundos para hacerles tragar vodka y festejar una victoria que, al fin y al cabo, no lo era. En un frente de casi sesenta y cinco kilómetros, el general Zhúkov, con la ayuda del maldito Ejército de Siberia, que acababa de contribuir al aplastamiento del VI Ejército en Stalingrado, había intentado durante tres días romper el frente del Don al sur de Voronez. Los furiosos asaltos rojos se aplastaron efectivamente sobre nuestras posiciones sólidamente defendidas. Miles de soldados soviéticos habían pagado con su vida aquel esfuerzo que no había dado resultado, aunque costó muy caro a nuestras tropas.
Las tres cuartas partes de mi compañía se fueron aquella misma noche, llevando en sus camiones muchos heridos, casi unos encima de otros. Quedé, al mismo tiempo, separado momentáneamente de Halls y de Lensen. No me gustaba, en verdad, sentirme alejado de mis dos buenos compañeros. La amistad cuenta mucho durante la guerra. Esto es, por otra parte, muy curioso. En esta época de odio generalizado, los hombres del mismo campo están unidos a menudo por una sólida amistad mientras que en tiempos de paz las puertas se cierran sobre la mediocridad de cada cual.
Me encontré, pues, solo con unos tipos más o menos interesantes con los cuales no había tenido demasiadas ocasiones de hablar. Por esto los abandoné precipitadamente para pasar la noche en la banqueta de un camión y recuperar algunas fuerzas.
Los silbidos de la llamada a formar horadaron mis tímpanos muy temprano. Entreabrí los ojos. La cabina del camión que ocupaba hacía una cama perfecta y, más o menos, de mi talla. Por fin tuve la impresión de haber dormido. A pesar de todo, la fatiga me había agarrotado los músculos y me costó mucho salir de aquel lugar de descanso. A las filas iban llegando tipos ajados y desgreñados carraspeando.
Laus, que, como todos nosotros, había dormido con su equipo puesto, no estaba muy despejado. Nos anunció que íbamos a dejar aquel paraje y remontar hacia el oeste. Previamente, tendríamos que quedarnos junto a la sección de ingenieros para ayudarla a reembarcar o a destruir todo lo que quedaba. Pasamos por delante de la marmita de la que sacaron un líquido hirviente que no podía aspirar demasiado a ser café. Después nos unimos a los ingenieros.
Fuimos bastante lejos con nuestros borriquillos, sobre los que teníamos que cargar todas las municiones que encontrásemos a fin de que no cayesen en manos del enemigo después de nuestra partida, pues la marcha era general. Largas filas de infantes, increíblemente mugrientos, salían de aquel mar de barro y se dirigían hacia el oeste. Creí por un instante que se trataba de un relevo. No era en absoluto el caso: toda la Wehrmacht de la orilla oeste del Don había recibido orden de replegarse. No comprendíamos en verdad de qué podía haber servido resistir tan heroicamente durante tres días para batirnos luego en retirada una vez descartado el peligro.
Ignorábamos, desde luego, que el Frente del Este había cambiado seriamente de aspecto desde enero. Después de la catástrofe de Stalingrado, una fuerte presión soviética había ganado los aledaños de Jarkov, cruzando otra vez el Donetz y al llegar a Rostov, había cortado casi el repliegue de las tropas alemanes del Cáucaso. Estas tuvieron que volver a Crimea a través del mar de Azov a costa de enormes pérdidas. En Jarkov, en Kuban y hasta en Ianapa tenían lugar violentos combates, según declaraba nuestro periódico Ost Front y Panzer Wolfram.
En ningún momento se habló francamente de repliegue y como nosotros, insignificantes feldgrauen, no teníamos ocasión de estudiar la geografía rusa, no sabíamos muy bien dónde estábamos. No obstante, basta mirar una vez un mapa de la región para darse cuenta de que nuestra posición en la orilla oeste del Don constituía la última punta alemana en territorio soviético. Afortunadamente para nosotros, el Alto Mando ordenó nuestra retirada, antes de que el cerco procedente del norte y del sur nos separara definitivamente de nuestras bases situadas en Bielgorod y en Jarkov. El Don ya no nos servía de baluarte. Había sido franqueado tanto en el norte como en el sur.
¡Todavía me estremezco al pensar que pudimos haber corrido la misma suerte que los combatientes de Stalingrado! Afortunadamente, en aquella época no estábamos muy al corriente del peligro. De todos modos, la palabra «retirada» había despertado en nosotros un eco siniestro.
Tan sólo una precipitación más acrecentada que nunca hubiese debido hacernos presentir aquel nuevo peligro. Hacía dos días que la evacuación estaba en su apogeo. Hacía dos días que los landser, a pie o arracimados en vehículos, nos abandonaban. Pronto, únicamente quedó una pequeña sección del Panzergruppe en nuestro acantonamiento desierto. El paso de vehículos y de hombres debido al reflujo de nuestras tropas había transformado esta vez el terreno de la Luftwaffe en un espantoso lodazal. Imagínese miles de camiones, tanques, camionetas-orugas, caballos y soldados de infantería desfilando durante dos días y dos noches por un terreno machacado y surcado por arroyos de fango.
Me encontré, pues, en medio de aquella melaza, reagrupando todo lo que no había podido ser evacuado. Los ingenieros trabajaban con nosotros y se disponían a dinamitar un importante montón de municiones que habíamos reunido junto a los barracones, en los esqueletos de ocho camiones desmantelados. A mediodía, hicimos unos fuegos artificiales que cualquier municipalidad nos hubiese envidiado. Trineos, carretas, edificaciones, todo fue dinamitado e incendiado. Esto nos exaltó mucho. Dos grandes obuses, que los tractores no habían logrado arrancar del barro, fueron cargados con un proyectil que no correspondía a su calibre. En el cañón se metieron toda clase de cosas más o menos explosivas y luego se ajustó como se pudo el cierre. Al desfilar, las piezas se partieron por la mitad, proyectando en torno una granizada de chatarra mortal.
No sé cómo no nos matamos todos durante aquella limpieza. Nos animaba una alegría sádica. Por la noche, las spandau detuvieron a algunas patrullas soviéticas que sin duda acudían a informarse. Una hora antes de desalojar definitivamente los parajes, sufrimos un leve tiro de artillería que nos causó cierta zozobra. Después nos fuimos.
Durante el camino, perdí a mi primer amigo verdadero, Ernst Neubach, de una manera estúpida.
Tras un ligero tiro de artillería, las tropas de cobertura del Panzergruppe señalaron numerosas penetraciones enemigas en nuestras antiguas posiciones. La orden de una marcha precipitada fue dada, pues. No estábamos ya en condiciones de contener a los rusos más tiempo. Mientras yo daba vueltas arrastrando mi miserable impedimenta de un charco a otro y preguntándome dónde me metería, el feld de nuestro grupo me designó la cabina de un camión cogido al enemigo.
—¡Ponte al volante! —vociferó—. ¡Nos largamos!
A todo soldado de la Rollbahn se le suponía que sabía conducir. Por mi parte, era en verdad un novato, si bien adquirí ciertas nociones de conducción mientras hacía la instrucción en Polonia, pero con máquinas completamente distintas.
Sin embargo, no se podían discutir las órdenes, en la Wehrmacht. Salté, pues, a la cabina del Tatra. Un tablero gris presentaba unas pequeñas esferas cuyas saetas pendían lamentablemente hacia abajo, unos botones y unas inscripciones redactadas en caracteres desconocidos. Los ingenieros acababan de amarrar la pesada silla a la parte trasera del Mark-IV. Un instante después íbamos a arrancar. Yo tenía que poner en marcha, a toda costa, aquel maldito mecanismo. Por un segundo, pensé en abandonar el asiento y confesar mi incapacidad. Me rehíce pensando que serían muy capaces de endilgarme una tarea más difícil, o hacerme ir a pie, si no me abandonaban allí.
Quedarme era caer en poder de los bolcheviques. Aquella idea me dejó helado y me puse a manejar febrilmente y al azar los botones de mando. En aquel momento se produjo el milagro. Eché una ojeada desesperada al exterior y mi mirada se cruzó con la de Ernst, que buscaba visiblemente un sitio entre los vehículos atestados. Yo estaba salvado.
—¡Ernst! —grité—. ¡Ven aquí! ¡Hay sitio!
El buen muchacho subió muy contento.
—Estaba a punto de encaramarme con los compañeros en la trasera del carro —dijo. Gracias por ofrecerme este asiento.
—Ernst, ¿conoces estos artefactos? —le pregunté como en una plegaria.
—Pillo, te has embarcado sin saber nada de esto —dijo él sonriendo.
No tuve tiempo de darle explicaciones. El potente motor del carro al que estábamos enganchados roncaba. Apresuradamente manejamos las palancas. El tanquista de la torreta me hacía señas para que embragara al mismo tiempo que el carro de combate a fin de evitar sacudidas a los heridos que transportábamos.
Ya sentía las bofetadas que iba a propinarme el suboficial que estaba allí, plantado, observando la maniobra, cuando me viese obligado a abandonar el vehículo que él me había confiado. Neubach acababa de tirar de una palanca bajo el tablero cuando me pareció que algo zumbaba bajo el capó. Pisé a fondo el acelerador. El motor se puso en marcha por fin.
—¡Despacio! —gritó el feld dirigiéndose a mí.
Sonriendo, asentí con la cabeza y solté el pedal. La cadena se atirantó. Puse una velocidad. ¿Cuál? no lo sé, en cualquier caso no era la marcha atrás.
El pesado camión arrancó con una brusca sacudida, que hizo elevarse una andanada de tacos y de quejidos detrás de mí. Estos fueron mis primeros pasos en el terreno automovilístico.
¡Cuando pienso que, más tarde, en Francia, un estúpido pretencioso me dio lecciones en un miserable Renault 4 CV, con aires de comandante de Liberty Ship! Tuve que someterme a una serie de lastimosas demostraciones para obtener un boleto rosa que me declaraba apto para conducir automóviles. No perdí tiempo en explicar a mi pobre pederasta de profesor que había seguido, por una pista que pudiera haberse calificado de arroyo, a un monstruo con cadenas cuyas fuertes sacudidas amenazaban a cada instante arrancar la delantera del Tatra.
No me habría creído, desde luego, porque formaba parte de los Aliados vencedores. Era un héroe como los que he encontrado después de la guerra en el Ejército francés. Únicamente los vencedores tienen una historia. Nosotros, los puercos vencidos, no éramos más que unos cobardes débiles, y nuestros recuerdos, nuestros miedos, así como nuestros entusiasmos, no tienen por qué ser relatados.
Una lluvia fina amenizó nuestra primera noche de retirada. Con proezas acrobáticas, logramos, Ernst y yo, mantener el camión ruso en la trayectoria del Marlc-IV. Sin el carro de combate, nunca habríamos salido de aquel atolladero. De vez en cuando, el conductor del carro, nervioso, aceleraba, arrastrando el Trata que amenazaba desarticularse. Las orugas del tanque nos enviaban una mermelada que la lluvia desleía aún más. El parabrisas se ponía entonces completamente opaco. Neubach se asomaba por la cabina, agarrándose, y quitaba, a manos llenas, la tierra amontonada sobre el cristal.
Los faros camuflados sólo disponían de una simple hendidura por la que debía filtrarse la luz. Aquellas hendiduras estaban, desde luego, herméticamente taponadas por el barro que anulaba así el sistema de alumbrado. A cada momento, la falta de visibilidad me impedía distinguir incluso la trasera del tanque que, sin embargo, sólo estaba a cinco metros. Entonces, el camión se ponía más o menos oblicuo a su tractor. Una violenta tensión de la cadena nos situaba otra vez en línea. Cada vez, yo tenía la impresión de haber perdido las ruedas delanteras.
Detrás, debajo del toldo, los heridos exhaustos habían dejado de berrear. Tal vez habían muerto. ¡Qué importa! El convoy avanzaba, mezclado con el barro del que ya no se distinguía. El día saludó nuestras caras de pordioseros chupadas por el insomnio, ¿íbamos adelantados o, por el contrario, retrasados? Esto ya no tenía importancia. El conductor del panzer torció hacia la derecha, dejando así la pista que se había hecho impracticable incluso para un carro. El tipo no se anduvo con chiquitas y encaminó el tanque por un montículo boscoso. Con toda la potencia de su motor, doblegó bajo sus orugas unos abedules retorcidos y empapados.
Nuestro camión, cuyas ruedas ya no eran más que bolas de barro, fue izado en un estertor de su motor en seguimiento del carro. Todo se inmovilizó por fin. Era el segundo alto después de nuestra salida. Nos detuvimos en plena noche para llenar los depósitos. Los pobres diablos que habían pasado la noche en la trasera del Marlc-IV, con las nalgas quemadas por la chapa de protección del motor y el resto del cuerpo aterido de frío y lluvia, saltaron del vehículo sobre los ramajes destrozados. Hubo una pelea entre un suboficial de Ingenieros y el Panzerführer que nos había metido entre los matorrales. Todo el mundo aprovechó aquella parada para ir a cagar. Luego, sacamos ávidamente las escasas provisiones que poseíamos.
¡Una hora de descanso! —anunció el suboficial que se había arrogado el mando del grupo—. ¡Aprovechadla!
—¡Mierda! —refunfuñó el Panzerführer, que no estaba dispuesto a dejarse mandar por un bombero de Ingenieros—. Saldremos cuando yo haya dormido suficientemente.
—Tenemos que estar en Bielgorod esta mañana —dijo el suboficial, que sin duda soñaba con ser oficial.
Después añadió poniendo la mano sobre la pistola que le colgaba del cinto:
—Saldremos cuando yo lo ordene. Soy el superior aquí y vosotros me obedeceréis.
—Puedes fusilarme enseguida —repuso sencillamente el tanquista—, pero después tú conducirás el carro. Hace dos días que no duermo, así es que déjame en paz.
El otro se puso muy colorado, pero no añadió nada.
—Vosotros dos, en vez de dormir de pie, subid al camión y ayudad a los heridos a hacer sus necesidades.
—Eso es —continuó el tanquista, que decididamente buscaba hacerse destinar a un batallón disciplinario—, y después el señor suboficial irá a limpiarles el culo.
—¡Cuidado con el parte! —silbó el suboficial—. ¡Cuidado con el parte!
Ahora estaba pálido de cólera.
En el interior del camión, los heridos, hacinados, no habían muerto a pesar de las peripecias del viaje. Los pobres no decían esta boca es mía. Sus sórdidos vendajes señalaban las huellas de nuevas hemorragias. Como pudimos, a pesar de la fatiga que aceleraba nuestras pulsaciones, los hicimos bajar y volver a subir, excepto uno de ellos al que le faltaba una parte de las dos piernas. Solamente pidieron que les diéramos algo de beber. Sin saber si aquello les estaba permitido, les dimos tanta agua y tanto aguardiente como quisieron. Seguramente hicimos mal. Más adelante, dos de aquellos moribundos se murieron.
Los hundimos en el barro simplemente con una estaca en la que se colgaron sus cascos para indicar sus sepulturas. Ernst y yo intentamos entonces conciliar un poco el sueño. Encogidos en la cabina, con las sienes que nos estallaban, no lo conseguimos.
Durante dos largas horas, evocamos así los recuerdos de paz. Fue el conductor del tanque quien, como había previsto, dio la orden de marcha. El sol estaba ahora en su cénit. Hacía bonanza y grandes bloques de nieve todavía suspendidos en las horcas de las ramas se derretían lentamente.
—¡Vaya! —murmuró el tanquista—. Nuestro general nos ha dado esquinazo mientras dormíamos. El señor quiere sin duda continuar a pata.
Efectivamente, el suboficial se había ido. Tal vez se había metido en alguno de los vehículos que nos habían adelantado durante nuestro reposo.
—El muy cerdo ha ido a dar parte —tronó el tanquista—. Si me cruzo en su camino, lo aplasto con mis orugas como a un vulgar bolchevique.
Tardamos bastante en desatascar nuestros dos vehículos del socavón donde los habíamos metido. Sin embargo, dos horas más tarde llegamos a una aldea cuyo nombre he olvidado, pero que estaba aún a diez kilómetros de Bielgorod. Estaba atestada de soldados de todas las armas. Las pocas calles, muy perpendiculares, bordeadas de casas bajas que hacían pensar en una cabeza sin frente y cuyos cabellos se confundiesen con las cejas, verdeaban de feldgrauen. Una gran cantidad de material rodante, cubierto de barro, avanzaba por entre unos landser chillones, la mayoría de los cuales buscaban su regimiento. La carretera se había hecho más practicable, porque contaba con un ligero revestimiento.
El carro nos desenganchó y nuestro Tatra tuvo que cargar con los ocho o diez muchachos de Ingenieros que antes viajaban en el Mark-IV. Extraviado en aquella marea de militares, detuve el camión y busqué con la mirada mi compañía. Dos feldgendarmes me indicaron que había continuado en dirección a Jarkov. Pero no estaban muy seguros y me encarrilaron hacia el centro de reagrupamiento instalado a bordo de un semioruga ocupado por tres oficiales que se tiraban de los pelos. A fuerza de gesticular, logré acercarme a los tres graduados y hacerles mi pregunta a través de otras mil.
Por toda contestación, me hice regañar y tratar de rezagado. Sigo persuadido de que, si aquellos bárbaros hubiesen tenido tiempo, me habrían mandado a un consejo de guerra por haberme separado de mi grupo. Reinaba un barullo increíble. Los landser, medio furiosos, medio burlones, invadían las barracas de los popov.
—Vámonos a dormir mientras eso se calma —decían.
No pedían más que un rincón seco donde tumbarse. Desgraciadamente, éramos tantos en cada isba que los rusos tenían que salir para permitir que un centenar de infantes se tumbasen en el mero suelo.
No sabiendo qué hacer, me reuní con Ernst, que, por su lado, había ido en busca de información. Solamente logró dar con la enfermería volante, y volvió al Tatra con un sanitario que había venido a visitar nuestro cargamento de heridos.
—Pueden continuar así —dijo.
—¡Cómo! —protestó Ernst—. Ya hemos enterrado a dos. Hay que renovarles los vendajes. —No os pongáis pesados estúpidamente— dijo el sanitario. —Si los señalo como «urgencia», tendrán que esperar su turno sentados en la calle. En menos tiempo habréis llegado a Bielgorod. Y así escaparéis a la tenaza que se cierra sobre nosotros.
—Pero quizás algunos también se mueran —dijo Ernst bajando la voz para que los heridos no lo oyesen.
—¡Bah! ¿Quién sabe dónde vamos a morir unos y otros? Creedme, largaos con vuestros heridos y así pasaréis más fácilmente. — Pero ¿tan grave es la situación? —preguntó Ernst.
—Sí, lo es —dijo sencillamente el sanitario alejándose.
Ernst y yo nos quedamos consternados, con la grave responsabilidad de una veintena de heridos que llevaban varios días esperando que se les atendiera. A las preguntas de los infelices, que querían saber, entre dos muecas de dolor, si íbamos pronto a hospitalizarlos, no sabíamos qué contestar.
—¡En marcha! —decidió Ernst, con expresión preocupada—. Tal vez tenga razón. Si llego a saber que acabaríamos así…
Estuve dos minutos al volante. Ernst me dio un golpe en el hombro.
—Para, pequeño, que vas a cargarte a alguien, si eso sigue así… Dame el volante.
—Pero es que me toca a mí conducir, Ernst. Formo parte del tren automóvil.
—No importa, trae eso. Tú nunca saldrás del paso.
Efectivamente, por mucho que me aplicase aquel maldito camión circulaba a sacudidas y en zigzag.
Llegamos a la salida del poblado. Una fila interminable de vehículos de todas clases hacían cola para conseguir carburante. A nuestro alrededor, miles de soldados pateaban junto a la fila. Un feldgendarme se precipitó para detenemos.
—¿Por qué no os ponéis a la cola como todo el mundo? —ordenó.
—Tenemos prioridad, Herr Gendarm. Transportamos heridos. Eso nos han dicho en la enfermería.
—¿Heridos, heridos graves? —preguntó el policía con el tono receloso de todos los policías del mundo.
—Evidentemente —dijo Ernst que no exageraba nada.
Aquel memo fue, a pesar de todo, a echar un vistazo a nuestro vehículo.
—No parecen muy enfermos —murmuró.
Un furioso rumor se elevó de bajo el toldo, acompañado de una andanada de tacos.
—¡Asqueroso aborto de vaca! —rugió un herido al que le faltaba una parte de un hombro—. Son los podridos como tú los que deberían ser enviados sin parar a primera línea. Déjanos pasar o te estrangulo con la única mano buena que me queda.
El landser febril se había erguido a pesar del dolor que entorpecía sus movimientos. Hubiera sido muy capaz de llevar a cabo su amenaza.
El imbécil enrojeció y sintió faltarle el valor ante aquella veintena de lisiados. Hay mucha distancia entre el fanfarrón, sea schupo o flic[6] parisino, londinense o belga, que impone una multa a un pequeño burgués atemorizado porque no ha respetado una luz roja, y el imbécil, incluso en la retaguardia de un campo de batalla, que trata con tipos que se sostienen las tripas con ambas manos o que han sacado las de otro con una punta de chatarra llamada bayoneta. Su rabia se transformó en una sonrisita estereotipada.
—¡Largaos de aquí! —dijo como si aquello no le importase nada. A los policías todo les importa mucho siempre, a menos que tengan miedo, y este era su caso.
Cuando el camión había dado ya una vuelta de rueda, soltó por fin su hiel.
—¡Id a reventar a otra parte! —gritó.
Tuvimos dificultad en hacernos entregar treinta litros de gasolina. El camión los consumía fácilmente en una hora. Sin embargo, nos alegramos mucho de recibirlos y de dejar aquel tumulto. La carretera cenagosa tenía, de todos modos, un delgado revestimiento que, por lo demás, faltaba a trechos en decenas de metros cuadrados. Los baches de profundidades imprevisibles habían de ser evitados. Circulábamos tan pronto por aquella famosa vía soviética, como por la cuneta o por el prado contiguo.
Lejos, a nuestra derecha, un convoy intentaba avanzar por una carretera paralela.
Diez kilómetros más lejos, topamos con una tropa de infantería motorizada. Aquellos tipos estaban en pie de guerra y parecían esperar a los soviets más que a sus compañeros de armas. Una barrera de policías volvió a detenernos. Como unos imbéciles, en búsqueda de algún error que hubiésemos podido cometer, inspeccionaron todo el camión, comprobaron nuestras cartillas militares, se cercioraron de nuestro destino…, pero entonces tuvieron que informarnos ellos. Uno de aquellos quisquillosos se vio obligado a compulsar el registro que llevaba colgado del cuello. Con un tono de perro ladrador, nos indicó que debíamos bifurcar a cien metros y dirigirnos hacia Jarkov. Lo hicimos de mala gana, pues la carretera volvía a ser en aquella dirección un infecto lodazal.
Avanzando a treinta por hora, pronto agotaríamos nuestro escaso depósito de gasolina. Angustiados, adelantábamos sin parar vehículos abandonados en el barro por avería o por falta de gasolina. Pronto fuimos detenidos por unos cincuenta landser a pie, increíblemente enlodados. Tomaron por asalto el camión. Entre ellos, había heridos. Algunos se habían quitado los vendajes putrefactos.
—¡Un sitio, muchachos! —pedían todos, encaramándose a la fuerza.
—Pero ¿no estáis viendo que vamos hasta los topes? ¡Vamos, despejad! —insistió Ernst.
Imposible desembarazarnos de ellos. Los tipos se colaban por la plataforma trasera y pisoteaban a nuestros heridos para hacerse sitio. Ernst y yo nos pusimos a chillar. No sirvió de nada. Se apilaban en todas partes.
—¡Llévame! —lloriqueaba un pobre diablo cuyas manos sanguinolentas se aferraban a mi portezuela.
Otro agitaba un permiso casi caducado ya. La llegada de un steiner, seguido por dos camiones, restableció el orden. Un capitán SS se apeó del steiner
—¡Pero qué es ese barullo! Habéis tenido avería, ¿eh? ¡Era fatal! Sois un centenar ahí dentro.
Los cochambrosos se dispersaban sin esperar el resto. Ernst se acercó al oficial y se cuadró. Después explicó la situación al capitán.
—Está bien —dijo este—. Tomad cinco soldados más entre los heridos. Nosotros cogeremos otros cinco. Los demás seguirán a pie y serán recogidos por los convoyes siguientes. ¡Vamos, en marcha!
—Herr Hauptmann —repuso Ernst—, dentro de unos minutos nos quedaremos sin gasolina.
El capitán ordenó a uno de los soldados del steiner que nos trajese un bidón de veinticinco litros. Vaciamos el contenido en nuestro depósito y reanudamos la marcha siguiendo al benévolo oficial.
Más lejos, volvimos a encontrar numerosos desdichados que chapoteaban en el cieno. A pesar de sus súplicas, continuamos sin pararnos. A mediodía, llegamos, con nuestra última gota de gasolina, a un burgo donde se estaba reagrupando una unidad para entrar en línea. Estuve a punto de ser infante antes de hora. Tuvimos que esperar el día siguiente para recibir, gracias a una combinación que hizo Neubach, veinte litros de carburante. Nos disponíamos a salir cuando nuestro oído quedó desagradablemente sorprendido. A lo lejos, muy lejos desde luego, se oía retumbar el cañón. Como creíamos habernos distanciado bastante del frente, nos quedamos muy extrañados a la vez que muy inquietos. Ignorábamos que íbamos siguiendo una línea paralela a la línea del frente: Bielgorod, Jarkov. Yo no debía saberlo hasta mucho más tarde.
No obstante, reanudamos la marcha sin tardanza. Previamente tuvimos que bajar a dos moribundos del camión para recoger a otros tres heridos. Fue a partir de las tres o las cuatro de la tarde cuando todo volvió a estropearse.
Formábamos una pequeña columna de una decena de vehículos. El camión en el que yo viajaba estaba casi en el centro de la columna. Acabábamos de cruzarnos con una sección blindada cuyos carros avanzaban a la manera de los bichos enlodados que el mar descubre en las mareas bajas. Con toda evidencia, iban al encuentro de un enemigo indudablemente muy próximo. A pesar del ruidoso escape de nuestros camiones, el rugido de la artillería nos llegaba desde nuestra izquierda. Ernst y yo cruzamos unas miradas que decían mucho sobre nuestra inquietud. Fuimos detenidos por unos muchachos que emplazaban un cañón antitanque.
—¡Daos prisa, muchachos! —gritó un oficial cuando hubimos frenado—. Los Ivanes no andan muy lejos.
Esta vez estábamos informados. Me pregunté cómo era posible que los rusos, a los que habíamos dejado por lo menos cincuenta kilómetros atrás, pudieran encontrarse en aquellos parajes. Ernst, que conducía sin cesar, forzó la marcha del Tatra. Delante de nosotros, los otros cinco o seis cacharros habían hecho otro tanto. De pronto, aparecieron en el cielo cinco aviones a una altura regular. Los hice observar inmediatamente a mi amigo.
—Son Yakl! —gritó Ernst—. Tenemos que buscar un refugio.
En todas partes, a nuestro alrededor, no había más que barro y, de vez en cuando, un bosquecillo ralo e irrisorio. En el cielo sonó un tableteo. La columna corrió hacia un relieve mediocre del terreno donde pensaba escapar al vuelo rasante de los aviones soviéticos. A través de las detonaciones y de los proyectiles de barro, me asomé a la portezuela para ver mejor. Arriba, se desarrollaba un combate aéreo. Dos Focke Wulf habían surgido y derribaron a dos Yak que se estrellaron en el suelo.
Casi hasta el fin de la guerra, la aviación rusa nunca logró tener a raya a la Luftwaffe. Incluso en Prusia, donde fue más activa, la aparición de un solo Messerschmitt-109, o de un Focke Wulf, ponía en fuga a una decena de Ilyuchin blindados. Vale decir que en aquella época, cuándo la aviación alemana poseía aún importantes reservas, los pobres pilotos mujiks no se divertían mucho.
Dos de los tres últimos Yak acababan de emprender la huida, perseguidos por los nuestros, cuando el último picó recto sobre el convoy. En su seguimiento, uno de los Focke Wulf acababa de despegarse y trataba visiblemente de poner al popov en su visor.
Llegamos al leve repliegue, cuando ya el soviético se alineaba en vuelo rasante para su ametrallamiento. Delante de nosotros, los camiones pararon en seco y, por todas las aberturas, los hombres más válidos saltaban al barro. Como hacía unos segundos que yo tenía entreabierta la portezuela del Tatra, no tuve ninguna dificultad para saltar con los pies juntos a aquella melaza, y me estiré en el mismo tiempo que el tableteo repercutía en el espacio.
Con la nariz en el barro, las manos a la cabeza y los ojos instintivamente cerrados, oí pasar la metralla y los dos aviones con un ronquido infernal. Un gran ruido de motor embalado fue seguido de una explosión sorda. Levanté la cabeza y vi que el avión de las cruces negras tomaba altura. A tres o cuatrocientos metros, se desprendía del Yak destruido una negra columna de humo. A mi alrededor todo el mundo se reincorporaba. ¡Qué sucios estábamos!
—Otro que no volverá a fastidiarnos —exclamó un gordo cabo, muy contento de estar todavía con vida.
—¡Viva la Luftwaffe! —gritaron varias voces.
—¿Hay algún herido? —preguntó un feld—. Pues en marcha…
Me acerqué al Tatra, mientras me esforzaba en quitarme lo más gordo del lodo que se me había pegado al uniforme. Al acercarme, noté dos agujeros, en la portezuela que yo había abierto precipitadamente y que había vuelto a cerrarse sola. Dos agujeros redondos rodeados de una rebaba metálica cuya pintura se había cuarteado. Sin decir palabra, abrí nerviosamente la portezuela. Allí vi un hombre que no olvidaré jamás. Un hombre adosado mortalmente al respaldo del asiento. Un hombre la mitad de cuyo rostro no era más que una masa sanguinolenta.
—¡Ernst! —grité con voz ahogada—. ¡Ernst! Me precipité sobre él.
—¡Ernst! ¡Ernst! ¿Qué te ha ocurrido? Contesta… ¡Ernst!
Con los ojos extraviados, buscaba los rasgos del rostro de mi infeliz camarada.
—¡Ernst! —balbuceé casi llorando.
Fuera, la columna se ponía en marcha. Salí precipitadamente de la cabina.
—¡Alto! ¡Alto! Deteneos.
Los camiones de cabeza se alejaban. Detrás, los otros dos tocaban el claxon y se impacientaban.
—¡Eh, vosotros! —dije corriendo hacia los dos siguientes—. Deteneos, venid… Tengo un herido.
Estaba trastornado. Las puertas del camión que me seguía directamente se entreabrieron. Dos soldados se asomaron.
—Bueno, jovenzuelo, ¿avanzas, o qué?
—Deteneos —grité más fuerte—. Tengo un herido…
—Nosotros tenemos treinta —chillaron los chicos—. Arrea, que el hospital no queda lejos.
—Pero es que se trata de Ernst Neubach. ¡Venid, por Dios! —Gritaba como un loco.
—Entonces, sigue para adelante —vociferaron ellos—, o tendrás que enterrar a tu herido en ese barro.
Sus voces cubrieron la mía. El ruido de sus camiones, que me adelantaron, ahogó mis lamentos. Yo me quedaba solo con un camión ruso atestado de heridos y con Neubach muerto o moribundo.
—¡Cerdos, esperadme! ¡Esperadme…! ¡No os vayáis!
Desamparado, rompí a llorar. Luego se me ocurrió una idea loca. Pensé en mi mauser, que se había quedado en la cabina. Mis ojos arrasados de lágrimas me turbaban la vista. A tientas, busqué el arma y la apunté al cielo. Disparé sucesivamente las cinco balas del cargador esperando que las detonaciones les llegaran como una llamada de socorro. Los camiones siguieron alejándose levantando a cada lado de sus ruedas un surco viscoso. Desesperado, volví a la cabina. Hurgué apresuradamente en mi macuto, en busca de una venda.
—Ernst —murmuré—, voy a curarte. No llores más.
Me había vuelto loco. Ernst no lloraba, tenía la respiración ronca y jadeante de los moribundos, nada más. Era yo quien lloraba. La sangre había salpicado todo su capote. Con la venda en la mano, me puse a mirar a mi camarada. Una bala debió de haberle alcanzado la mandíbula inferior, pues la tenía destrozada. La herida le hacía un semblante horrible: los dientes se mezclaban con fragmentos de hueso y los músculos del rostro se le contraían y agitaban aquella papilla sangrienta.
Aterrado, intenté vanamente colocar el vendaje sobre aquella vasta herida. Al no conseguirlo, ajusté febrilmente la aguja a la ampolla de morfina y la hinqué de un golpe seco a través del espesor del pantalón. Llorando como un chiquillo, empujé a mi pobre amigo al otro extremo de la banqueta. Para ello, tuve que cogerlo por la cintura y me manché las ropas de sangre. En lo que quedaba de su rostro, dos ojos brillantes de dolor me miraban.
—¡Ernst! —dije sonriendo a través de mis lágrimas—. ¡Ernst!
Su mano se alzó lentamente y se posó sobre mi antebrazo. Medio sofocado de emoción, puse el motor en marcha y arranqué sin demasiadas sacudidas.
Durante un cuarto de hora, conduje el vehículo por aquel enmarañamiento de profundas rodadas, sin dejar de echar frecuentes ojeadas a mi compañero.
Al ritmo de su dolor, su mano apretaba o soltaba mi antebrazo. Su estertor que yo ya no podía oír, dominaba a veces el ruido del motor.
Sin reprimir las lágrimas, recé de una manera insensata diciendo todo lo que pasaba por la cabeza.
—¡Sálvalo, sálvalo! —repetía sin cesar—. Si hay un Dios, que haga algo. ¡Dios, salva a Ernst, manifiéstate! Él creía en ti. ¡Sálvalo! —gritaba, furioso.
En la cabina de un camión gris, perdido en plena Rusia, un hombre y un adolescente luchaban desesperadamente. El hombre luchaba con la muerte y el adolescente contra la desesperación que tan cerca está de la muerte. Estaban los dos solos con su enemigo implacable, y Dios, que vela sobre todo, no hizo un gesto. Por la horrible herida, la respiración del moribundo se filtraba con dificultad, haciendo estallar de una manera repugnante grandes burbujas mezcla de sangre y saliva. Mil ideas cruzaron mi mente. Lo consideré todo: volver atrás, buscar auxilio donde lo había visto, obligar a los muchachos que transportaba a cuidar de Ernst a toda costa, incluso amenazándolos con mi fusil. Consideré también si debía matar a Neubach para abreviar sus sufrimientos. Sabía perfectamente que era incapaz de ello. Aún no había disparado directamente contra un hombre.
Mis lágrimas se habían secado. Al resbalar por mi cara mugrienta, trazaron dos surcos que denotaban mi debilidad reciente. Ya no lloraba, y mi mirada febril estaba fija en el radiador que, a dos metros delante de mí, parecía horadar interminablemente el interminable horizonte. A veces, la mano de Ernst se contraía sobre mi antebrazo. Y cada vez era mayor mi pánico. Ya no podía mirar aquel rostro que me causaba espanto. Por el cielo encapotado pasaron algunos aviones alemanes. Todo mi cuerpo se puso tenso para llamarles. Cuando el pánico invade la mente se llega a confiar en la telepatía. Podían ser aviones rusos. ¡No importaba! No tenía nada que perder. Aquella expresión cobraba todo su sentido. La guerra permite dar a las palabras su verdadero significado.
La mano de mi camarada me oprimió convulsamente el brazo. Después la presión duró, duró…, duró tanto tiempo que dejé de pisar el acelerador. Incluso paré, presa de la peor inquietud. Me atreví a mirar el rostro mutilado cuya mirada turbia había quedado fija como en algo que los vivos no pueden ver. Los ojos de Neubach parecieron velarse con una película extraña. Con el corazón que me palpitaba hasta dolerme, me negué a aceptar lo que adivinaba sin dificultad.
—¡Ernst! —volví a gritar.
Detrás de mí, en el camión se elevaron voces. Empujé a mi compañero. Imploré al cielo que tuviese una reacción. Su torso basculó lentamente contra la portezuela opuesta a la mía.
—¡Muerto! ¡ERNST! ¡MUERTO! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Ernst! ¡Mamá! ¡Socorro! Muerto…
Un temblor nervioso se apoderó de mí. Atemorizado por lo que me sucedía, me arrimé a la otra portezuela con la mente extraviada. Luego me apeé tambaleándome y me dejé caer en el estribo. Con la cabeza entre las manos, intenté con fuerza imaginarme que todo aquello carecía de sentido, que sufría una pesadilla y que iba a despertar ante otro horizonte donde ya no habría un cielo tan denso y tan grande, donde el barro sólo sería un charco de agua ante la puerta de mi casa y no un mar inmenso, donde por fin habría alguien que acudiría en mi auxilio, donde cerca de mí se encontrarían hombres de mi edad que no vestirían de soldado, con unas caras en las que leería otra cosa que el miedo y el sufrimiento. Imaginaba seres sonrientes y leales, idealizados. Idealizados como puede concebirlos un muchacho de diecisiete años, a quien hacen vivir una vida con la que muchos hombres maduros no se acomodan. Yo que prácticamente no conocía la paz de los hombres, al salir de una infancia sin opinión, todavía me hacía un montón de ilusiones.
Sabía que debíamos pasar por aquellos malos momentos para conocer después una Humanidad bondadosa. Por lo menos era lo que nos había dicho nuestro Führer Adolf Hitler. Nada de esto existe. Que descanse en paz. No le guardo rencor como tampoco a los demás grandes dirigentes de este mundo. Por lo menos él nos ha beneficiado con la duda, puesto que no ha tenido ocasión de establecer esos días siguientes de victoria. En tanto que los otros, que han organizado su pequeña paz temblorosa en los cuatro rincones del mundo, los otros que, estúpidamente obsesionados por un pánico injustificado y en nombre de una evolución educadora, han dejado a los primates del mundo la ocasión de encender un poco en todas partes amenazadores incendios, esos otros pueden ser juzgados.
Comerciantes dignos de la horca. Comerciantes que no pudiendo vender negros, han encontrado un negocio casi tan rentable y venden en la actualidad los blancos a los negros. Todo ello arropado en una pequeña política melosa de mujer vieja. Una política que no toma posición.
¿Quién sabe? El viento puede cambiar. Evidentemente, en la actitud de Hitler o de Mussolini había otro estilo. Estos se permitieron decir no a los viejos convencionalismos. A todos los potentados, industriales, masones, judíos o culos benditos. En aquella época, todos esos indolentes callaban como muertos, locos de inquietud ante sus huchas en las cuales el director de orquesta Hitler se surtía a manos llenas. Esto, evidentemente, les hacía palidecer viendo derrochar todo aquel dinero para realizar una gran ópera. Entonces, los espectadores cagones y atemorizados subieron al escenario y estrangularon al director de escena pródigo. Pero no conocen la paz. Los cólicos los torturan sin parar. Están a merced del primer músico, negro o amarillo, que se arriesgue a hacerles bailar otro baile. Pero ese baile no será europeo y eso no lo entienden.
Con la cabeza entre las manos, todavía no pensaba en todos esos males sin remedio. Imaginaba lo que sería mi despertar, cuando saliera de la horrenda pesadilla en la que mi pobre amigo Neubach acababa de perder la vida. ¡Ay de mí! Mis ojos desorbitados contemplaban una sórdida charca cenagosa en la que descasaban mis dos botas embarradas. Un soplo de viento rizaba de vez en cuando aquel espejo turbio. Aquellos rizos parecían un rictus y simbolizaban ya para mí, por primera vez, la risa del mundo, una risa muy a menudo necia y carente de sentido, una risa falsa. Yo estaba muy despierto.
Mi pesadilla no era más que la realidad.
Por la tabla trasera asomaron dos cabezas y me hicieron una pregunta que no oí. Me levanté y volví la espalda. Di unos cuantos pasos. Necesitaba sentir el rudo contacto del paño y del cuero en mis piernas y mis pies y, sobre todo, sacudirme el entorpecimiento que me invadía.
Aquel breve ejercicio físico reanimó en mí un poco de esperanza en la vida. Me puse a pensar que todo aquello no era muy grave, que era un mal momento, que era necesario sonreír y olvidar. Me aferré a esta idea. En mi semblante, demacrado por la fatiga y el asco, intenté poner una mezquina sonrisa. Dos heridos saltaron del camión y fueron a satisfacer una necesidad natural. Yo los miraba sin verlos.
La vida expulsaba de mí las nubes sombrías que acababan de enlutar mi existencia. Me puse a esperar, duro como el hierro, que todos los landser del frente ruso volaran en nuestro socorro. Que algo iba a acudir en nuestra ayuda. ¡Bruscamente, me puse a pensar en Francia! ¡En los franceses! Sí, los franceses llegaban en nuestra ayuda. La Prensa del frente hablaba de ello: los primeros legionarios franceses acudían en nuestra ayuda. ¡Estaba seguro de ello! Yo había visto sus fotos.
Me invadió un soplo cálido. Ernst sería vengado. Ernst, aquel pobre diablo incapaz de matar una mosca. Se había pasado todo el tiempo haciendo unos refugios muy secos para acoger a los muchachos ateridos de frío. ¡Y su sistema de ducha caliente! Los franceses llegaban y yo me echaría en sus brazos. Ernst, tú querías a los franceses como a tus propios compatriotas. Afortunadamente, aquel impulso de alegría que me henchía, no fue estropeado por la realidad que ignoraba. Ignoraba, en efecto, que los franceses habían escogido un juego muy distinto.
—¿Qué pasa? —preguntó un tipo con un vendaje gris que le caía sobre los ojos—. ¿No tenemos gasolina?
—No —dije—. Acaban de matar a mi compañero.
Los dos tipos se acercaron a la cabina.
—¡Mierda! Esto no es muy agradable. No ha tenido tiempo de sufrir.
Yo sabía que Ernst había agonizado veinte minutos.
—Hay que enterrarlo —dijo el otro.
Entre los tres bajamos el cadáver casi tieso ya. Yo me movía como un autómata. Mi cara no denotaba seguramente ninguna emoción. Descubrí un pequeño montículo donde la tierra me parecía menos empapada. Conduje el grupo fúnebre hacia aquel paraje.
—¡Eh! ¿Adonde nos llevas?
—¡Ahí! —repuse nervioso.
No habíamos encontrado ninguna pala en el maldito camión. Excavamos la tierra blanda con los cascos, la culata del fusil y las manos…, La fosa fue poco profunda, cuarenta centímetros apenas. Yo mismo recuperé los objetos y las piezas de identidad que Ernst Neubach llevaba encima. Los dos hombres repusieron la tierra empujándola con sus botas. Eché una última ojeada al rostro atrozmente mutilado.
Algo se contrajo en mí y pareció quedarse fijo. No conoceré nada que pueda ser peor. Un simple palo fue plantado sobre la tumba, como en todas las demás, y el casco colgado en él. Con la bayoneta conseguí hacer una muesca en el palo y meter en ella una hoja de papel arrancada de la libreta que perteneció a Ernst. Con un trozo de lápiz escribí en francés este ingenuo epitafio:
Después, para no sucumbir a una nueva emoción, me volví bruscamente y corrí hasta el camión.
Reanudamos la marcha. Uno de los heridos ocupó el sitio de Ernst. Era un tipo con aspecto de tonto que se durmió casi enseguida. Diez minutos después, el motor empezó a carraspear y luego se caló sin remedio. La sacudida despertó al otro cerdo.
—¿El mecanismo está kaputt? —preguntó.
—No —dije con guasa—. Nos hemos quedado sin gasolina.
—¡Mierda! ¿Qué vamos a hacer?
—Seguiremos a pie. Con este hermoso sol, será delicioso. Los más válidos sostendrán a los heridos graves.
La muerte de mi camarada me había vuelto bruscamente cínico. Casi me alegraba que otros pudiesen sufrir igualmente. El otro volvió su hocico hacia mí y me miró de arriba abajo.
—¡Ni lo pienses! ¡Estamos todos tiritando de fiebre!
Era sobre todo su jeta la que me ponía furioso. Aquel berzotas nunca se había hecho preguntas, seguro. Lo habían mandado a la guerra y debía haberla hecho sin pensar en ella. Después un obús popov le había estallado en las narices y se había sentido agujereado por la metralla. Estoy seguro de que esto es todo lo que era capaz de sacar de aquel gigantesco acontecimiento. Después, dormía y se tragaba las sulfamidas que le habían distribuido.
—Entonces, os quedaréis aquí en espera de socorro o de los Ivones. Yo me las piro.
Corrí a la tabla trasera y la bajé de golpe. En dos palabras, expliqué la situación. Olía mal allí dentro. Los pobres heridos estaban en un estado deplorable. Algunos ni siquiera oyeron mis palabras. Por un momento sentí vergüenza de mi rudeza. Pero ¿qué podía hacer, si no? Seis o siete soldados macilentos se incorporaron. Estaban increíblemente demacrados. Una barba hirsuta les cubría las chupadas mejillas. Los ojos les brillaban encendidos por una fuerte fiebre. Desalentado una vez más, no me atreví a insistir para que siguiesen a pie. Cuando se hubieron apeado del camión, hablaron de la muerte de los demás.
—Es inútil intentar que se pongan de pie —murmuró uno de ellos—. Vámonos sin prevenirlos, será menos penoso. Tal vez les llegue algún socorro. Todavía queda gente detrás de nosotros.
Nuestra lamentable caravana se puso en camino. Mi ánimo estaba obsesionado por la idea de los moribundos que habíamos abandonado en el Tatra. Dios mío, ¿qué otra cosa podíamos hacer?
Yo era el único que podía valerme y el único que iba armado. Había ofrecido el fusil de Neubach, pero nadie quiso cargar con él. Un rato después, fuimos alcanzados por un sidecar fangoso. Dos soldados pertenecientes a una unidad blindada lo montaban. Se detuvo a nuestra altura sin que lo hubiésemos llamado. Buenos chicos. Uno de ellos cedió su sitio a uno de nuestros heridos, recogió su impedimenta y decidió continuar a pie con nosotros. Finalmente, el sidecar cargó, unos sobre otros, tres heridos.
Por fin un muchacho vigoroso y simpático, aunque sólo fuese por su gesto humano, caminaba a mi lado. No supe su nombre. Desde luego sostuve con él una larga conversación. Por él me enteré de que la ofensiva rusa se había desatado bruscamente y que, en aquella vasta región, podíamos en cualquier momento tropezar con alguna unidad motorizada soviética. ¡Volví a tragar saliva! Aquel grandullón parecía estar seguro de sí mismo y de todo nuestro Ejército.
—Nuestra ofensiva va a reanudarse inmediatamente. La primavera ha venido y ahora rechazaremos a los bolcheviques al otro lado del Don y del Volga.
Es increíble lo agradable que puede resultar oír a alguien entusiasta y confiado cuando uno se ha creído perdido. El cielo, a buen seguro, me mandaba aquel alto feldgrau para elevarme la moral. Evidentemente, habría preferido que Neubach viviese. Pero hay que ser humilde, arrepentido y agradecido para con el más allá. ¡Además, era yo quien debía haber llevado el volante en lugar de Ernst!
Al anochecer, llegamos a una granja aislada en pleno campo. Titubeamos un poco antes de dirigirnos hacia allá, pues los guerrilleros solían cobijarse en edificaciones de aquel tipo. Por lo demás, sólo podían elegir los mismos sitios que nosotros. Para todo combatiente, la vista de un techado siempre es un refugio.
Deliberadamente, el alto alemán salió delante de nosotros empuñando el subfusil. Se perdió entre las construcciones y tuvimos un momento de ansiedad. Después su elevada silueta reapareció y nos hizo una seña. La granja estaba ocupada por unos rusos que pusieron todo a nuestra disposición para acostar cómodamente a nuestros heridos exhaustos. Las mujeres nos sirvieron comida caliente. Todos aquellos rusos se decían enemigos del comunismo. Habían sido deportados de la pequeña finca que poseían cerca de Vitebsk, y según el plan común, administraban con los «camaradas» del vecindario el gran koljoz en que nos hallábamos. Dijeron que habían acogido muchas veces soldados alemanes. Por otra parte, allí había, bajo un cobertizo, un VW anfibio, supuestamente averiado, abandonado por una sección. Los guerrilleros no se habían aventurado nunca, parece ser, a ir a su casa. Sabían que a menudo paraban en ella tropas de la Wehrmacht. El mozallón que me acompañaba tuvo sus dudas a propósito del VW anfibio. Los rusos tal vez nos mentían. Pudiera muy bien ser que lo hubiesen robado al Ejército. Intentamos poner en marcha el vehículo. El motor funcionaba, pero no podíamos poner ninguna velocidad.
—Lo repararemos mañana por la mañana —dijo el hombretón—. Necesitamos tomar un descanso. Yo haré la primera guardia. Tú me relevarás a medianoche.
—¿Vamos a montar la guardia? —pregunté, sorprendido.
—Por supuesto, no podemos fiarnos de ellos. Todos los rusos son unos mentirosos.
Aquello prometía, íbamos a pasar otra noche en completa incertidumbre.
Me dirigí, pues, hacia el fondo del cobertizo a oscuras ya. Un batiburrillo de sacos, de gavillas de paja tiesa, como la que producen los girasoles, cuerdas, tablas… Lo arreglé todo para hacerme una yacija. Iba a quitarme las botas, cuando mi compañero me contuvo:
—No hagas eso. Mañana por la mañana no podrías ponértelas. Tienen que secarse en tus pies.
Iba a exponer mi opinión afirmando que el cuero empapado no permitía que los pies se secaran…, pero me callé. ¿Qué más daba que mis botas o mis pies estuviesen mojados? ¿Qué más daba? Todo yo estaba empapado, sucio y cansado…
—Puedes lavarte los pies. Es un buen consejo. Mañana estarás fresco y dispuesto.
¿Qué tenía, pues, aquel tipo? Efectivamente, iba sucio y embarrado, pero todo su ser reflejaba un ardor lleno de una increíble voluntad. No parecía haberle afectado profundamente.
—Estoy demasiado reventado —le contesté.
Tuvo una sonrisa de comprensión.
Me tumbé de espaldas bruscamente, dominado por un cansancio que me hacía dolorosos los músculos del cuello y de los hombros. Mantuve un rato los ojos abiertos, con una fijeza inquietante. Un miedo indefinible me oprimía. Sobre mí, las vigas polvorientas se perdían en las tinieblas. Un universo nudoso se agitó y se extravió de golpe en mi sueño de plomo. Abrumado, dormí así, sin duda mucho tiempo, sin ninguna agitación, sin ningún mal sueño. Únicamente tienen pesadillas las personas demasiado felices cuando han comido demasiado bien. Para aquellos cuya realidad ya es de pesadilla, el sueño no es más que un hoyo opaco y negro perdido en el tiempo, un poco como la muerte.
Unas corrientes de aire azotaron mi cabeza entorpecida. Me incorporé lentamente. ¡Dios mío, era ya de día! En el ancho marco del portal, la luz celeste entraba e inundaba el cobertizo. Allí, junto a la entrada, al pie de un gran arcón, mi compañero de vigilancia dormía como un tronco. Me puse de pie como movido por un resorte, y se me ocurrió que quizás estaba muerto. Había aprendido que la vida y la muerte estaban tan cerca la una de la otra que una nadería bastaba para hacerle pasar a uno de aquella a esta sin que casi nadie se diese cuenta de ello. Unas detonaciones conmovieron el aire fresco de la mañana.
Me acerqué al muchacho y lo zarandeé enérgicamente.
—¿Qué pasa? —farfulló como un borracho al que se le hace una pregunta.
—Despierta —le grité.
Esta vez, se espabiló de golpe. Su sueño había estallado como un petardo. Con unos gestos desordenados, buscó su subfusil. Casi tuve miedo.
—Sí, ¿qué pasa? —volvió a preguntar—. ¡Teufel, si ya es de día! Me he quedado dormido haciendo la guardia. ¡Dios mío!
Tenía el aire tan furioso que no me atreví a reír. Aquella falta de vigilancia nos había permitido a los dos dormir hasta la saciedad. De repente apuntó su subfusil hacia la puerta. Antes de que yo me hubiera vuelto, oí un kamarad. Un ruso, uno de los que nos habían acogido la víspera, acababa de aparecer en el portal.
—Kamarad! —repitió en alemán—. Esta mañana no buena. Bum, bum, no muy lejos.
Salimos del cobertizo. Todos los rusos del koljoz habían subido al edificio bajo de enfrente y escrutaban el horizonte. Un estallido enorme. Otras explosiones retumbaban prolongadamente.
—Bolcheviques no lejos —añadió otro ucraniano, volviéndose hacia nosotros—. Nosotros marchar con kamarad soldat Germán.
—¿Dónde están nuestros heridos? —gruñó mi compañero, molesto por haber sido sorprendido roncando.
—Mismo sitio tener anoche —respondió sonriendo el popov que nos acompañaba—. Dos kamarad soldat Germán muertos.
Lo miramos, perplejos.
—Venid a ayudarnos —dijo el infante.
Efectivamente, otros dos desgraciados heridos habían sucumbido. Sólo quedaban cuatro, muy maltrechos. Uno de ellos agitaba, gimiendo, su brazo derecho en el que faltaba la mano.
El vendaje, manchado de pus, rezumaba y denotaba la gangrena que invadía ya la herida.
—Cavad dos fosas ahí dentro —ordenó el alto alemán—. Debemos enterrar a esos pobres camaradas.
—Nosotros no militares —replicó sin dejar de sonreír el popov que teníamos al lado.
—Vosotros, cavad tumba… Cavad dos fosas-insistió el alemán apuntando bruscamente al popov. —¡Cavad dos fosas, deprisa!
La mirada del ruso brilló ferozmente, fija en el ojo negro del cañón del arma. Dijo algunas palabras en ruso y todos pusieron manos a la obra.
Habíamos empezado a deshacer los vendajes de nuestros camaradas cuando el ronquido de un motor llenó el patio. Sin segundas intenciones, salimos corriendo. Acababan de llegar unos vehículos blindados de los que saltaron numerosos soldados alemanes que se precipitaron sobre un gran abrevadero. Cuatro o cinco Marlc-IV llegaron en su seguimiento. Un oficial bajó de un steiner y se dirigió al lugar donde estábamos curando a los heridos. Fuimos corriendo a su encuentro y nos presentamos.
—Alles gut —respondió el hauptmann—. Ayudad al aprovisionamiento. Vendréis con nosotros.
Intentamos poner el VW en marcha. Nada que hacer. El embrague estaba, sin duda, estropeado. Lo sacamos del cobertizo y uno de los landser metió una granada en el motor. Un instante después saltaba hecho añicos. Llegaron más vehículos. Otros se volvieron por donde habían venido. Yo no comprendía nada. No muy lejos, en el sudeste, seguían oyéndose explosiones sin cesar. Después, una riada de camiones y de vehículos de todas clases pasó por la carretera, cerca del koljoz. Algunos se detuvieron. Pregunté por mi unidad. Nadie había oído hablar de ella. Con toda seguridad, mis compañeros de la 9ª Rollebahn debían hallarse lejos, al oeste. Lejos del frente al que yo iba a ser enviado.
Poco después, tomé la dirección del oeste en compañía de unos soldados procedentes de diferentes unidades de Infantería. El hecho de estar integrado en aquel grupo de combatientes me produjo unas treinta horas más tarde numerosos disgustos. Evidentemente, seguíamos una línea paralela al frente, o sea que la presión rusa se efectuaba perpendicularmente a nuestro trayecto. Al norte, muy lejos aún, se ejercía otra presión hacia el sur, a fin de rodear las fuerzas alemanas que todavía se encontraban en el triángulo Voronez-Kurslc-Jarkov.
Nuestra ruta continuó, pues, durante una jornada y media por un camino de melaza en el que sólo tuvimos pegas mecánicas. El material que usábamos estaba en Rusia desde el avance alemán de 1941 y había sufrido cruelmente. El número de camiones, tractores y carros que tuvimos que abandonar en aquella región fue considerable.
Los carros, en particular, sufrieron un desgaste excesivo por razón de los servicios que les exigíamos y para los cuales no habían sido concebidos. Durante todo el período invernal, fueron casi los únicos vehículos que podían circular normalmente. No fue raro ver aquellos tanques arrastrar hasta cinco camiones por unos caminos apenas practicables para mulos. Por esto, cuando tuvieron que enfrentarse con la contraofensiva rusa, su desgaste y su ligereza, que tanto nos habían servido hasta entonces, no pudieron nada contra los famosos T-34, incontestablemente superiores a los Mark-II y III. Más tarde, los carros Tiger y Panther hicieron cara a los blindados soviéticos y se burlaron de los T-34 y de los KV-85.
Desgraciadamente, su reducido número, lo mismo que en la aviación, tuvo que inclinarse ante una multitud enemiga desplegada en dos frentes, que representaban una fortaleza que sostener de tres mil quinientos kilómetros de fachada. Para no citar más que un ejemplo, los combates que tuvieron lugar en el Vístula, al norte de Cracovia, enfrentaron veintiocho mil combatientes alemanes apoyados por treinta y seis carros Tiger y una veintena de Panther con dos ejércitos soviéticos formados por seiscientos mil hombres y siete regimientos blindados provistos de mil cien tanques de diferentes marcas.
Llegamos, pues, el día siguiente a las doce, a la vista de una pequeña localidad situada aproximadamente a ochenta kilómetros al norte de Jarkov. Su nombre debía de ser algo así como Ubtenni o Utcheni. He guardado en la memoria mucho tiempo la grafía rusa de aquel nombre, pero hoy se borra en mi mente sin poder remediarlo. El caso es que aquel paraje me recuerda una masa de humo iluminada por numerosos incendios. Allí se había librado un combate y debía de seguir librándose aún, a juzgar por el estruendo que nos llegaba.
El steiner del oficial, que se había reunido con nosotros en el koljoz, salió delante mientras los demás saltábamos de nuestros transportes. Al sur, a dos kilómetros tal vez, una hilera de resplandores furtivos señalaba la línea de fuego. Nos pareció que al sudeste, detrás de nosotros, se habían librado igualmente otros combates. Los soldados que iban conmigo meaban junto a los bosquecillos, o mordisqueaban algo con aire resignado e indiferente. Yo que no cesé de observar a los demás durante todos aquellos años de guerra, no conseguí nunca sentir aquella indiferencia ante un peligro tan inminente. Sin embargo, trataba de adoptar la misma actitud para disimular mi angustia nerviosa. ¿Acaso les ocurría lo mismo a los demás? El steiner volvió y dos suboficiales anotaron nuestros nombres en unas fichas. Después nos formaron por grupos de a quince. Al frente de cada grupo pusieron a un suboficial o un ohergefreiter. Luego el hauptmann se puso en pie sobre el asiento del steiner y nos dirigió una corta alocución a través de las detonaciones circundantes.
No se anduvo por las ramas:
—El enemigo corta el camino de nuestra retirada. Bordearlo nos obligaría a progresar hacia el norte a través de la estepa empapada donde no hay ningún camino trazado. Esta desorganización podría sernos fatal. Debemos, por lo tanto, forzar esta barrera y llegar a nuestras nuevas posiciones que ahora están muy cerca. A medida que los elementos de nuestro Ejército del Don vayan llegando, intervendrán para defender el paso que a estas horas ya está abierto y que permitirá a todos los soldados sustraerse al cerco soviético. Vais a ir, pues, con orden a los puntos que os serán señalados y que deberéis defender hasta nueva orden. ¡Buena suerte! Heil Hitler!
Esto es, poco más o menos, lo que comprendí. Iba, evidentemente, a declarar que formaba parte del servicio de transporte, pero de pronto me avergoncé de aquella idea. Despanzurraron cajas de municiones y nos distribuyeron su contenido con profusión. Me llené los bolsillos y las cartucheras y hasta me dieron dos granadas defensivas cuyo manejo yo ignoraba. En fila india ganamos los aledaños de la aldea que, de vez en cuando, una ráfaga de obuses enemigos incendiaba aquí y allá.
A través de los escombros circulaban grupos. Otros se atareaban en torno a numerosos heridos. Vehículos alemanes carbonizados humeaban todavía amontonados. No se veía ningún paisano. Nos tomó a su cargo un teniente, que nos rogó a los cinco o seis grupos que lo siguiéramos. Bajamos por una larga calle casi intacta. Una andanada pasó silbando y nos hizo echar cuerpo a tierra. Se abatió sobre el centro del pequeño burgo en alguna parte a siete u ochocientos metros detrás de nosotros.
Los proyectiles enemigos habían cavado numerosos cráteres en la calzada de tierra que se extendía entre dos alineaciones de edificios sin acera. De vez en cuando, el cadáver mutilado de un landser jalonaba la calle. Caminamos así, arrimados a los muros, durante un cuarto de hora. Hasta que el ruido de las armas automáticas nos llegó claramente. Una ráfaga de mortero barrió la calle a ciento cincuenta metros delante de nosotros. Tuvimos un momento de titubeo. De la muralla de polvo que había levantado el tiro enemigo surgieron corriendo unas siluetas.
—Achtung! —chilló el teniente. Instantáneamente nos agachamos o nos estiramos entre los cascotes, dispuestos a abrir fuego. Aparecieron unos uniformes de feldgrau. Nos incorporamos un poco. Los tipos llegaron junto a nosotros y se tumbaron a nuestro lado. A través de la polvareda arremolinada, llegaban otros más. Algunos de ellos gritaban hasta desgañitarse. Aquellos gritos eran indescriptibles. Expresaban miedo, cólera y el dolor de los heridos.
Mi mirada siguió a un soldado desarmado que intentaba correr apretándose el muslo derecho con las dos manos crispadas. Se cayó, se levantó y volvió a caerse. Otros dos avanzaban despacio tambaleándose. Oí un grito: «¡A mí!», en francés. De pronto, abrí los ojos desmesuradamente para atravesar el tumulto y conocer al infeliz que hablaba la misma lengua que yo. Una nueva descarga cayó en medio de los fugitivos dispersando a una docena de ellos.
Dos siguieron corriendo hasta nosotros, pese al peligro que había en permanecer de pie. Se abalanzaron a una puerta hundiéndola en el acto. Permanecieron en el quicio gritando imprecaciones en francés.
Estupefacto, inconsciente de lo que podía ocurrirme, me lancé a través de la calle en dirección de ellos. Llegué como una tromba, atropellándolos casi, sin que se fijasen en mí.
—¡Eh! —dije zarandeando a uno por su correaje—. ¿Es usted francés?
Se volvieron todos a la vez y sólo me concedieron una breve mirada. Sus ojos no podían apartarse del extremo de la calle donde una nube de polvo se mezclaba con la humareda del principio de incendio de una de las casas.
—¡No… División Wallonie! —contestó el que estaba más cerca de mí, sin desviar la mirada del horizonte humeante.
Una serie de explosiones nos hizo cerrar los párpados y encoger la cabeza dentro del cuello del capote.
—Esos cochinos nos tiran como si fuéramos conejos. No hacen ningún prisionero. ¡Cerdos! —exclamó.
—Soy francés —dije con una sonrisa insegura.
—Entonces, ándate con cuidado. No hacen prisioneros entre los voluntarios.
—¡Es que yo no soy voluntario!
Una nueva descarga de obuses de mortero cruzó la calle en nuestra dirección. Un techado se desintegró a veinte metros delante de nosotros. El silbato de retirada me obligó a cortar la conversación con los dos belgas. A todo correr, rehicimos en sentido inverso el camino que acabábamos de recorrer. Una ráfaga de ametralladora restalló detrás de nosotros. Dos o tres landser giraron sobre sí mismos berreando como bestias en el matadero. Pisoteamos casi a los dos sirvientes de una spandau que no lograba rectificar el tiro a causa de nuestro grupo que le tapaba la vista.
Los grupos acababan de alcanzar la calle perpendicular y se dispersaban entre las ruinas. El teniente ordenó formar. En aquel momento surgieron dos siluetas grises de Mark-III. Avanzaron hasta el teniente, que, plantado en mitad de la calle, les hacía grandes señas. Tras un breve contacto, torcieron por la calle que acabábamos de abandonar y fueron al encuentro de los bolcheviques. El teniente intentaba reagrupamos con grandes gestos furiosos. Lo consiguió por fin y nos pusimos en seguimiento de los monstruos de acero que avanzaban en el caos de la calle con un estrépito infernal. Sus cañones y sus ametralladoras cortaban el aire con sus chasquidos. Es imposible decir el miedo que se apoderó de mí. Saltando del quicio de una puerta a un montón de cascotes, seguí el avance a través de aquel infierno sin comprender por qué me encontraba allí, con la mente extraviada, incapaz de distinguir contra quien debía disparar.
De vez en cuando, nuestros carros desaparecían en un volcán de polvo, de humo y de fuego, y reaparecían escupiendo sus proyectiles. Pronto rebasamos el sitio hasta donde habíamos llegado poco antes. Desembocamos, a paso de carga, en una explanada bordeada de casas de madera. En el centro había una laguna. Los carros la bordeaban y lo pulverizaron todo a su paso. Al otro lado, unas siluetas muy visibles corrían en todas direcciones. En un santiamén, tomamos posición al borde de la laguna y abrimos fuego graneado sobre el enemigo en fuga. Otra compañía alemana desembocó por la derecha y atacó, con lanzagranadas, una casa donde el enemigo parecía haberse atrincherado.
Los carros estaban ya al otro lado de la laguna y pasaron por el tamiz la posición tomada a los rusos. Por fin tuve ocasión de tirar, a treinta metros, al grupo de popov que desalojaban la casa atacada con lanzagranadas. Una decena de fusiles entraron en acción. Ni uno de los rusos quedó en pie. El hecho de avanzar y de sentirnos de pronto dueños de la situación nos había estimulado. Acabábamos de arrollar al enemigo, como por todas partes en Rusia, y nos sentíamos con alas.
El estruendo de las explosiones y los gemidos de los heridos, nos incitaban a exterminar a aquellos Ivones responsables de tantas heridas abiertas aún. Un ejército que ataca siempre está más abocado al entusiasmo y logra por esta causa hacer prodigios. Así ocurría sobre todo con el Ejército alemán, creado para la ofensiva y cuyo sistema de defensa consistía en frenar al enemigo con contraofensivas. Algunos landser se acercaron con un cañón de pulgada y media tomado al enemigo y se apresuraban a emplazarlo. Un rápido enlace quedó establecido entre nuestros dos carros y los artilleros improvisados, que arrojaron la totalidad de los proyectiles cogidos a los rusos sobre puntos bien precisos.
Después, los carros se situaron detrás y nos dejaron la defensa del estanque. Avivados por las órdenes de nuestro teniente, establecimos posiciones precarias para hacer frente a una posible nueva sorpresa. A nuestro alrededor, los cañonazos continuaban. Indiferente a nuestra exaltación, la Naturaleza hizo caer encima de nosotros una fina y suave lluvia que volvió muy agradables nuestras madrigueras.
Llegó la noche cuando cruzábamos tiros con el enemigo que se había enardecido y se acercaba de nuevo al estanque. Con la noche, el terror volvió a adueñarse de nosotros. El tiroteo había cesado prácticamente. Nuestro teniente mandó a alguien para aprovisionarse de bengalas. Al sudeste, el horizonte se iluminaba de vez en cuando al mismo tiempo que nos llegaban los sordos rugidos de la artillería. Efectivamente, la tercera batalla por Jarkov estaba en su apogeo, y nosotros, sin saberlo, formábamos parte de la gigantesca hoguera cuyo frente se extendía en trescientos kilómetros alrededor de aquella ciudad. Con la noche que se había tornado total y lluviosa, el combate cesó prácticamente para nuestro grupo. Detrás de nosotros, se luchaba con armas automáticas. El estrépito nos llegaba a través del ronquido de los motores de nuestros vehículos que debían apresurarse por atravesar la barrera rusa a favor de la noche. Ninguno de nosotros tenía posibilidad de dormir. Estábamos expuestos en cualquier momento a ver surgir los rusos a través de la oscuridad. Con todas las luces apagadas, un VW desembocó detrás de nosotros. Hubo una breve explicación con nuestro jefe de grupo. Desde el VW distribuyeron a cuatro tipos algunas escudillas llanas. Eran minas.
Los cuatro muchachos, muy pálidos, recibieron orden de ir a colocarlas a ambos lados del estanque para prevenir un cerco. Se hundieron en la noche y les perdimos de vista.
Cinco minutos más tarde, se oyó un grito ronco a la izquierda. Tuvimos que esperar un buen rato, antes de ver reaparecer a los dos muchachos de la derecha. Media hora después, dedujimos que los dos minadores de la izquierda debían de haber acabado acuchillados por los rusos.
Avanzada la noche, cuando el sueño nos aplastaba, fui testigo de una tragedia que me heló la sangre. Acabábamos de arrojar una docena de granadas al azar para prevenir un peligro cualquiera, cuando un grito desgarrador y prolongado se elevó de un hoyo a mi izquierda. Persistía, como lanzado por alguien que se debatiese furiosamente. Hubo una llamada de socorro que nos hizo salir de nuestros cubiles. Nos abalanzamos hacia el sitio de donde subía la llamada. Los relámpagos blancos de varios disparos horadaron la noche en nuestra dirección. Afortunadamente, llegamos al hoyo sin que nadie fuese alcanzado.
En el borde, un popov acababa de tirar a sus pies un revólver y «hacía camarada». En el fondo de la madriguera, dos hombres luchaban ferozmente como en los western. Uno de ellos, el ruso, esgrimía un largo cuchillo y sujetaba debajo de él a un muchacho de nuestro grupo que se debatía con furia. Dos de los nuestros agarraron al ruso que había levantado los brazos mientras un joven obergefreiter saltaba al hoyo y asestaba un golpe de pala de trinchera en la nuca del otro ruso que soltó prenda inmediatamente. Como un loco, el infante cubierto de sangre que había estado a punto de ser degollado, saltó fuera del hoyo. En una mano blandía como un demente el cuchillo del ruso mientras con la otra intentaba contener la sangre que le manaba del cuello.
—¿Dónde está? —gritó furioso—, ¿dónde está el otro?
Con unas zancadas alcanzó a nuestros dos compañeros y a su prisionero. Antes de que los landser pudiesen intervenir, la blanca hoja desapareció totalmente en el pecho del ruso, sobrecogido de espanto.
—¡Asesino! ¡Granuja! —vociferó buscando con ojos desorbitados otra panza que rajar.
Tuvimos que sujetarlo para que no se aventurase más allá de nuestra línea.
—¡Dejadme pasar! —gritó cada vez más enloquecido—. ¡Voy a enseñar a esos salvajes cómo se usa un cuchillo!
—¡A callar! —ordenó el teniente, exasperado por mandar una tropa tan descabalada—. ¡Bajad a vuestros refugios antes de que Iván os barra con su ametralladora, hatajo de estúpidos!
El loco furioso fue arrastrado a la retaguardia por dos camaradas, pues estaba perdiendo mucha sangre. Yo me volví al agujero que compartíamos entre cinco. De buena gana me habría abandonado al sueño, pero la fatiga nerviosa que sentía no me dejaba cerrar los ojos. Todavía no había asimilado completamente las emociones de toda aquella jornada y, aunque con retraso, me atenazaba un pánico intenso.
La lluvia caía con intermitencias y comenzaba a hacer pesados nuestros uniformes. Un olor empalagoso se elevaba del estanque que se extendía delante de nosotros. Dos camaradas se pusieron a roncar. Durante toda aquella noche interminable, sostuve conversaciones sin interés con mis compañeros de infortunio para no sucumbir a la neurastenia. A lo lejos, el zumbido de nuestros camiones en retirada no cesaba. Mucho antes de la aurora, la actividad enemiga se reanudó. Sobre nuestras posiciones se elevaron bengalas que nos cegaban con sus resplandores blancos e inesperados. Nos mirábamos, perplejos, sin pronunciar palabra. La intensidad de aquella luz diabólica iluminaba, de una manera siniestra e indecorosa nuestros rostros fantasmales, proyectando igualmente un resplandor indiscreto hasta el fondo de nuestros nidos de rata.
Al despuntar el día, la artillería enemiga despertó e hizo llover sobre la carretera que seguían nuestros convoyes, a ochocientos metros detrás de nosotros, una granizada de proyectiles de todos los calibres. Fuera de mi agujero, donde arriesgué una ojeada, cascos del mismo color que el decorado surgían por todas partes. Bajo el acero, ojos brillantes de fatiga intentaban descubrir cual sería nuestro porvenir escrutando la orilla opuesta e imprecisa del estanque.
Apuré las migas que quedaban en un paquete de galletas vitaminadas, últimos víveres en mi poder. El insomnio y la fatiga nos hacían incapaces de considerar la situación claramente. Estábamos allí, congelados, y sigo convencido de que si un grupo poco importante de rusos se hubiese presentado, habríamos sido incapaces de contenerlo.
Afortunadamente no nos atacó ningún soviético. Sólo tuvimos que soportar un tiro de mortero, que, de todos modos, mutiló a nueve de los nuestros. El sol se levantó por fin y sus rayos bienhechores nos reanimaron un poco. Alcanzó el cénit mientras permanecíamos aún en nuestros agujeros que el calor primaveral no había conseguido secar… No nos había sido distribuido ningún alimento. Nuestros sufrimientos no tenían importancia. Los soldados del Reich debíamos resistir el frío, el calor, la lluvia, el hambre, el miedo. Nuestros estómagos protestaban y la sangre protestaba igualmente en nuestras sienes y todas las articulaciones. ¡Qué importaba! También protestaban el aire y la tierra y el Universo entero. A fuerza de oírnos reprochar toda clase de cosas, estábamos casi persuadidos de que podíamos vivir así. Lo más extraordinario es que muchos lo lograron. Conozco a este propósito mil y una historias que podría contar. Yo mismo las encuentro tan inverosímiles que no me atrevo a hablar de ellas. Nadie me creería.
Por la tarde, a eso de las seis, se nos dio la orden de abandonar nuestras posiciones. Tuvimos que dejarlas con mil precauciones. Nos vimos obligados a arrastrarnos con todo el equipo en una distancia muy larga. Detrás de nosotros, dos minadores preparaban en silencio el terreno para el enemigo. Cuando llegamos a los escombros de las casas más próximas, pudimos, por fin, ponernos de pie. No había que perder tiempo. Sin embargo, cada vez que era posible, no titubeábamos en entrar en una casa medio destruida a fin de descubrir en ella algo que comer. Recuerdo haber devorado, encontrándolas deliciosas, tres patatas crudas.
Llegamos a la encrucijada de donde habían partido nuestras agrupaciones veinticuatro horas antes. Un increíble revoltijo de tierras sustituía a las dos carreteras ya mutiladas que habíamos recorrido la víspera. Hasta donde alcanzaba mi mirada, a través de lo que debieron de haber sido viviendas, esqueletos desmantelados de vehículos pertenecientes a la Wehrmacht yacían entre torbellinos de humo. Muy a menudo, junto a los restos de aquellos coches, el cadáver lleno de barro de un feldgrau, confundido ya con la tierra, esperaba, en una fijeza mórbida, la compañía del servicio de inhumación.
Soldados de Ingenieros incendiaban los vehículos atascados en el camino convertido en infranqueable tanto en un sentido como en el otro. Anduvimos un buen rato con nuestros heridos por aquel inverosímil caos. A cien metros, otro grupo más importante que el nuestro se replegaba, a su vez, con armas y bagajes.
Seguimos al teniente hasta el puesto de mando de reagrupamiento que los oficiales habían abandonado, por lo visto, dos horas antes de nuestra orden de repliegue. No quedaba ya un alma viviente en la edificación acribillada de metralla que el comandante de la defensa de Utcheni había escogido como refugio. Solo ante el barracón, un sargento montado en su moto parecía esperar con impaciencia a los rezagados para darles instrucciones. El teniente parecía furioso por las decisiones que tenía que tomar. Sin embargo, hizo que lo siguiéramos hacia el oeste.
Nos tragamos una veintena de kilómetros a pie, bajo la amenaza constante de los observadores soviéticos que no vacilaban en desencadenar un fuego graneado de artillería sobre la silueta de un simple landser hambriento. Después de una treintena de estiradas en la tierra reblandecida para evitar los trozos de metralla que silbaban en el aire, llegamos a un campo de aviación abandonado ya por los caballeros encorbatados de la Luftwaffe. Como, de todos modos, no teníamos intención de recibir un bautismo del aire, no les echamos nada en cara a los aviadores, que bien merecieron el respeto de la gran patria alemana.
Nuestro único objetivo fueron las construcciones de madera, las mismas que ocupábamos a orillas del Don, que podían ocultar todavía algunas vituallas. Transportando siempre cuatro heridos en camillas improvisadas, nuestra heroica escuadra se dirigió tropezando, pues ya no estábamos en condiciones de correr de tan derrengados, hacia el objeto de nuestra esperanza. No llegamos nunca, pues sobrevino un golpe de teatro, que segó a seis o siete de los nuestros.
Acabábamos de pasar cerca de un bunker individual y, al echar una ojeada, mi compañero y yo vimos el cadáver de un soldado de aviación en el fondo del hoyo. Dos gatos descarnados se le estaban comiendo una mano. Aquello nos dio náuseas.
—¡Malditos gatos! —chilló mi compañero.
Todo el pelotón se acercó a ver. Asqueado también, el teniente quitó el seguro de una granada y la arrojó al hoyo. Los dos gatos saltaron fuera del bunker y escaparon hacia el campo mientras la explosión proyectaba recto como una chimenea una multitud de restos más o menos humanos.
—Si los gatos se comen los muertos —observó un landser—, poco debe de quedar en la despensa de la Luftwaffe.
Dos bimotores, sin duda inservibles, erguían aún sus siluetas de cruz de Malta en medio de aquel desierto. En el cielo, un ronroneo empezó a aumentar de una manera inquietante. Todas nuestras miradas diáfanas se volvieron hacia la misma dirección. Nos percatamos, al mismo tiempo, de que estábamos en el centro de una vasta pista llana, alrededor de dos aviones inmóviles que no dejarían de llamar la atención.
Antes de que nos lo hubiesen ordenado, nos dispersamos cuerpo a tierra, reuniendo todo lo que nos quedaba de energía para escapar a los seis puntos negros que ya caían sobre nosotros, como el rayo. Inmediatamente pensé en el pequeño búnker a ras del suelo donde los gatos se daban aquella comilona. Seis camaradas tuvieron la misma idea. Cuando se es joven, no se deberían descuidar las carreras a pie, pues a veces sirven en la vida. Como nunca había participado en una, llegué penúltimo al borde del hoyo donde cuatro soldados se pisoteaban sobre lo que quedaba de un cadáver.
Alarmado, dirigí una mirada implorante al grupo que pataleaba en el hoyo de hormigón, esperando que un milagro lo hiciera más espacioso. Dos tipos más se encontraban enloquecidos, en la misma situación que yo. Quise creer que nos habíamos equivocado y que se trataba de aviones nuestros… No, no era posible, su zumbido era característico.
El ruido aumentó, aumentó. Nos echamos al suelo, sabiendo el peligro que corríamos en aquella extensión absolutamente llana. Con la cabeza entre las manos rígidas, cerré los ojos. Una serie de detonaciones, a través del aullido de los motores, llegó a mis oídos que en vano intentaba tapar herméticamente. El infierno entero pasó a ras de mi cabeza. Los disparos golpearon la tierra y repercutieron en lo más profundo de mi ser. Tuve la impresión de que iba a morir. El huracán se alejó tan rápidamente como había venido. Extraviado, levanté la cabeza y vi el grupo enemigo que trepaba en el azul pálido del cielo y rompía su formación. Aquí y allá, se erguían siluetas de camaradas que corrían alocadamente a la búsqueda de un refugio cualquiera. Los aviones rusos giraban todo lo ceñidamente que podían. Con toda evidencia, iban a echársenos encima. Un amargo presentimiento me heló la sangre. Eché a correr como un loco, sintiendo que los costados me punzaban. Intenté forzar la carrera, pero la fatiga de los días anteriores inutilizó mis esfuerzos. Nunca llegaría al camino por el que habíamos venido. Me pareció ver unos baches que podrían servir para acurrucarse. Mis pesadas botas tropezaron repetidas veces.
Desesperado, caí a pesar mío en la hierba mojada de la pista. Instintivamente, supe que los aviones volvían a estar encima. Las primeras detonaciones sacudieron el suelo. Me dominaba un miedo frenético. Con mis sucias uñas, me puse a rascar la tierra como un conejo perseguido que no tiene más salida que enterrarse. Unos silbidos singulares taladraron mis oídos. El ruido de la tierra machacada a nuestro alrededor me llegó repetidas veces. Unos gritos terribles se elevaron asimismo. A través de mis dedos pegados a los ojos, brillaron unos blancos resplandores. Estuve tal vez dos o tres minutos en aquella postura, sumamente tensa. Aquellos minutos me parecieron increíblemente largos.
Cuando, por fin, me atreví a mirar a mi alrededor, los dos bimotores desmantelados ardían como antorchas. Los aviones rusos volaban a lo lejos para ponerse de nuevo en línea de tiro, pues se habían repartido por los cuatro puntos cardinales. Una vez más, recurrí a mis reservas físicas para lanzarme en una dirección opuesta a la que había tomado antes. No sabría decir por qué, pero, en mi pánico, las construcciones de madera se habían convertido, a mis ojos, en refugios seguros. No había logrado recorrer siquiera una tercera parte del camino cuando ya los popov atacaban los barracones. Antes de estirarme de nuevo en el prado empapado, los vi desintegrarse. Pasaron unos instantes más de terror y después el ruido de los motores se alejó definitivamente. Aturdidos, los que todavía se pusieron en pie no podían hablar. Nuestras miradas iban de los incendios al cielo del que habían surgido nuestros agresores.
Indiferente, pasé junto a un montón de carne humana deshilachada y rojiza hecha por lo menos de dos soldados. Nuestro teniente, que parecía indemne, pero loco, corría de un montón de carne a otro. Poco a poco, nos fuimos recobrando.
—¡Mierda de mierda! —bramó alguien—, otro ataque de ese tipo y ya no quedará nada de la sección improvisada que formamos. Esto empieza a ponerse bueno. Nos han abandonado aquí. No volveremos nunca a casa…
—¡Silencio! —vociferó el teniente que sostenía a un herido—. La guerra no es una merienda en el campo.
¡A quién se lo decía! Nos acercamos a él. Había levantado los hombros de un pobre tipo todo salpicado de barro y de sangre. Lo más sorprendente era que el moribundo se partía de risa. De una risa atropellada. Una risa asombrosa y horrenda. Por un instante, creía que gritaba de dolor. No, era en realidad una risa demoníaca lo que brotaba de aquella cara tumefacta.
—Das ist der Philosoph —murmuró alguien.
Nunca me había fijado en aquel hombre. Sus camaradas dijeron que él siempre había estado convencido de que volvería sano y salvo a su casa. Evidentemente, mal podía mantener en aquellos momentos esta afirmación.
Entre tres intentamos ponerlo en pie, pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible. Su risa se entreveraba con palabras que comprendí muy bien y me dieron que pensar mucho tiempo. Todavía hoy me conturban. Su risa, por lo que recuerdo, no tenía nada de loca, nada de delirante. Tenía una resonancia particular, un poco como la de alguien a quien se le ha gastado una broma pesada, que la ha creído, y que bruscamente se da cuenta de su error. Nadie preguntó nada al filósofo. Deliberadamente, a través de su hilaridad y de su agonía, se expresó repetidas veces en estos términos:
—Ahora sé por qué… sé por qué… Es demasiado idiota…, es demasiado simple.
Quizás hubiéramos sabido el sentido de aquellas palabras si un chorro de sangre no hubiese brotado brutalmente de la boca del filósofo llevándose al hombre, su alma y quizá la clave de la sabiduría. Mucho tiempo más hube de reflexionar acerca de aquellas palabras. Cavamos seis o siete fosas para las víctimas de esta incursión enemiga y luego, exhaustos, nos tumbamos en el lecho de cenizas calientes que señalaba el emplazamiento de los barracones de la Luftwaffe. Nos despertó, al anochecer, el ruido del cañoneo que, decididamente, nos perseguía. Esta vez, el hambre y la sed que nos atenazaban cobraron una intensidad alarmante. A pesar del reposo que nos habíamos ofrecido, no habíamos recuperado las fuerzas y dábamos lástima de ver.
Dirigimos miradas recelosas a uno y a otro. Empezábamos a pensar mutuamente que el compañero de al lado tenía probablemente una o dos galletas de reserva y que el muy canalla se las comía a hurtadillas, olvidando así las lecciones de camaradería que nos habían dado en Polonia.
Desgraciadamente, todos estábamos igualmente desprovistos de víveres y si, por azar, uno de nosotros hubiese comido algo a hurtadillas, nadie habría podido echárselo en cara. Todos podíamos ser el mal compañero. Por la noche, cuando seguíamos huyendo de la cortina de relámpagos que nos perseguía desde el principio de la retirada en las orillas del Don, el ruido de una columna en marcha vino, una vez más, a sembrar el pánico en nuestro grupo derrengado. La noche era horriblemente oscura y una llovizna lancinante caía sin parar. Seguimos al teniente jefe del grupo que se orientaba Dios sabe cómo. Nadie hablaba. Las fuerzas que aún nos quedaban servían únicamente para mover las piernas entorpecidas de fatiga y de barro y avanzar por aquella tierra reblandecida.
El ruido de motores aumentó, pero no se veía nada. Todo el grupo se detuvo prestando atención. La idea de que una sección motorizada enemiga podía sorprendernos así, de noche, en la estepa empapada, hizo perder su control a un herido que nos seguía cojeando. El infeliz, agotado, se puso a temblar y a lloriquear. Los ojos escrutaban la oscuridad hasta quedar doloridos, pues cada uno intentaba descubrir el nuevo peligro que se acercaba rápidamente. Por fin, el teniente, que ya no sabía qué hacer, habló:
—Es posible que pase sin vernos. ¿Hay algún panzerjager entre vosotros?
Rápidamente, la única spandau que poseía nuestro pequeño grupo fue emplazada para una postrera tentativa de defensa. Afortunadamente, la fatiga, que bombardeaba mis sienes bajo el casco que parecía de plomo, me impedía juzgar lúcidamente la gravedad de la situación. El hecho de que nos hubiésemos parado significaba, para mi cuerpo molido y hambriento, un instante de reposo del que debía aprovecharme al máximo. Sabía que el miedo vendría al recobrar aliento y que, al mismo tiempo, no me perdería nada del espectáculo.
La primera masa negra que se presentó, con todas las luces apagadas, parecía un coche ligero. A pesar de nuestros esfuerzos, no nos fue posible distinguir de qué se trataba. Después se oyeron muchos ruidos de orugas. Ruidos precisos, netos, más espantosos que cualquier otra cosa. Únicamente los que hayan oído el rugido de un tanque, que acrecienta el pánico del desventurado infante en el frente, únicamente esos comprenderán y no tendrán dificultad alguna para meterse en situación. ¡Nada que ver con un desfile del 14 de julio!
Con aquel ruido, el terror se apoderó de nuestro grupo. Mientras algunos intentaban ver de dónde iban a surgir los monstruos, otros, y yo entre ellos, permanecían con la cara pegada a la tierra podrida y temblaban nerviosamente. Dos masas oscuras aparecieron ante nosotros, a treinta metros, balanceándose. Otra hizo retemblar la tierra y erizarse nuestros cabellos a unos diez metros. Resonó un grito:
—Die Maltakreuze, mein Gott…! Kamaraden…! Hilfe! Hilfe!
Para mí, que hablaba tan mal el alemán y lo comprendía aún menos, fue un grito de pánico, de sálvese quien pueda. De pronto, me encontré en pie y, aterrorizado, eché a correr en la noche.
Era, evidentemente, lo único que no debía hacerse en cualquiera de los casos. Blasfemias e imprecaciones inciertas se elevaron en medio del potente ruido de los blindados. Inconscientemente acababa de dar la señal de salida a todo el grupo. Ahora todo el mundo estaba de pie y vociferaba corriendo hacia los carros. Sin embargo, algunos más prudentes permanecieron tendidos y, entre ellos, el teniente que nos mandaba. Comprendí un poco tarde que también los carros alemanes que pasaban junto a nosotros podían habernos ametrallado, tomándonos por ruskis. Con mayor motivo, si se hubiese tratado de carros bolcheviques.
No obstante, algunos camaradas lograron darse a conocer y un monstruo de acero acababa a detenerse. Así fuimos recogidos por un destacamento de la 25ª División Panzer que mandaba el general Guderian.
Todos aquellos hombres iban equipados estupendamente y, por lo visto, no habían vivido la retirada que acabábamos de efectuar nosotros. Nos cargaron de cualquier modo en la trasera de los tanques, en el lugar donde el motor desprende un calor tal que no se sabe dónde poner las nalgas. Nadie, entre nuestros salvadores, se preocupó por saber si habíamos «cenado», y sólo fue unas cuantas horas más, tarde, bajo el fuego graneado de la artillería rusa, que asolaba los arrabales de Jarkov, cuando se nos sirvió una sopa grasa, pero hirviendo, que recibimos como una bendición.
Vi por primera vez un ejemplar del enorme carro Tiger así como dos o tres Panther. Unas horas después vi también la espantosa avalancha de los famosos «órganos de Stalin» que derramaron, durante unas horas, un fuego devastador sobre la infantería alemana que avanzaba a costa de sacrificios inhumanos en el apocalipsis del arrabal de Slaviansk-Kiniskov. Así, los blindados de Guderian nos condujeron de nuevo a la región inmediata a Jarkov, allí donde los combates del Donetz se libraban hacía casi una semana. Una vez más, la Wehrmacht recuperaba la ciudad triturada de Jarkov, antes de volver a perderla definitivamente en septiembre, inmediatamente después del fracaso de la contraofensiva contra Bielgorod.
La aurora nos sorprendió en los arenales al noroeste de la ciudad, mientras pasábamos por el tamiz de los Kommandos que se empeñaron en reexpedir los hombres a sus unidades de origen. Como que, pese a toda su buena voluntad y organización, no sabían las tres cuartas partes de las veces dónde se hallaban aquellas unidades, reformaban grupos de combate con los extraviados, entre los cuales no era de desear encontrarse. En efecto, al no tener los nuevos grupos ningún destino oficial, pasaban a engrosar, o simplemente a colmar, efectivos existentes en los registros militares de los que se conocía la situación en los mapas del Estado Mayor. Aquellos hombres, bruscamente destinados a grupos indistintos de efectivos variables, no entraban, pues, en la organización lógica del Ejército. Señalados ya por su regimiento de origen como desaparecidos o muertos, eran considerados entonces como muertos. La suerte quiso que, a fin de cuentas, existieran aún. Cabía, pues, aprovechar aquellos refuerzos inesperados, y no había razón alguna para ahorrarlos, puesto que práctica y administrativamente ya no existían.
Largas filas de soldados, tumbados, despiertos o dormidos, esperaban así la orden de ser conducidos a un punto cualquiera de la ofensiva contra Jarkov.
Vuelvo a ver el valle del Donetz, que extendía sus abedules de arena hasta doce o quince kilómetros del lecho del río. El estruendo de la gigantesca batalla cuyo frente se situaba a treinta kilómetros al sur, nos llegaba como un rugido ininterrumpido. El ataque alemán embestía por el norte y el oeste. Protegidos así en su ala izquierda por el Donetz, los panzer hincaban una cuña temible en las defensas de artillería enemigas que habían cruzado el río apresuradamente para proseguir su contraofensiva. Ahora, aquellas baterías se encontraban acorraladas de espaldas al Donetz que no podían volver a cruzar, por estar destruidos los puentes por enésima vez… En realidad, los rusos acababan de cometer el mismo error que Alemania en Stalingrado. En su precipitación por querer arrojarnos fuera de sus fronteras, los bolcheviques habían extendido sus efectivos y habían subestimado las fuerzas que creían haber rechazado definitivamente más allá de Jarkov. Lo que les ocurrió no tuvo evidentemente la magnitud de Stalingrado, pero en una semana cien mil rusos conocieron el infierno en la bolsa Slaviansk-Kinislcov, y cincuenta mil de ellos murieron.
Entonces yo no estaba en condiciones de hacer todos estos análisis. Todo esto el soldado no lo sabe hasta unos meses después. Para mí, la Batalla del Donetz era, igual que las de Ucheni y del Don, un caos humeante, un motivo de miedo perpetuo y de sobresaltos alarmantes y un ruido intenso entrecortado de miles de explosiones.
Después de haber sido reagrupado por el Kommando especializado esperé con un puñado de infelices más, sucios y andrajosos, a que nos diesen instrucciones. Al cabo de un rato, un gendarme —aquellos imbéciles estaban igualmente al lado de los Kommandos, dispuestos a pasar por las armas a quienquiera que fuese— me entregó, así como a los otros muchachos cuyas caras no me eran desconocidas, un papel sucio con unos garabatos, acompañado de algunas explicaciones breves e incomprensibles. Era el itinerario que teníamos que seguir para regresar a nuestra compañía que operaba, sin duda, en la región. Los tres muchachos, en efecto, formaban parte de la misma compañía que yo.
Provistos de aquel valioso documento, nos despedimos rápidamente del «centro de acogida». El miedo a ser incorporados a un batallón improvisado nos dio alas. Nunca tuve un sentido de la orientación muy desarrollado, pero allí, en aquel vacío de ruinas y de barro, hasta un ave migratoria hubiese perdido el norte. El papel sólo indicaba los puntos principales, reconocibles para regimientos que hubiesen estado en aquellos parajes. Cualquiera podía orientarse, pues, en un poblacho en el que difícilmente se distinguía una A de una Z, y donde, por caminos destrozados y calles asoladas, los pocos rótulos que subsistían habían sido revueltos en todos sentidos por combates recientes.
Después de habernos ocupado en multitud de pequeñas tareas y después de mil indicaciones, nos dirigimos hacia un cruce bordeado de restos de edificaciones que debieron de haber sido muy importantes. Nuestra compañía se encontraba, por lo visto, en los alrededores. Dimos con ella por casualidad, dos días después, cuando nos vimos obligados a tender unas líneas telefónicas para un regimiento de SS que iba al asalto al son de un silbato. Todavía me acuerdo de un talud de ferrocarril que los jóvenes SS escalaron bajo la metralla.
Acurrucados en una galería de alcantarillado puesta al descubierto por los bombardeos, esperamos, crispados, apretujándonos, que los SS despejasen el paraje a costa de importantes pérdidas. A los dos lados de los muros de cemento, la metralla de los lanzabombas al rojo, y cortante hasta el punto que en verano siega la hierba, surcaba el aire. Después el mismo regimiento nos empleó en aprovisionar una batería de Hautbitz que estaba sosteniendo hacía varios días un duelo artillero con las piezas soviéticas situadas en la orilla este del Donetz. El transporte de los pesados proyectiles del «105» desde un depósito bastante lejano fue para nosotros una prueba muy dura. Fue entonces cuando encontramos a los muchachos de nuestra compañía ocupados en reparar una casamata destruida.
La primera cara conocida que vi fue la de Olensheim.
—¡Aquí están los nuestros! —exclamé corriendo hacia mi compañero.
Los tres otros tipejos me siguieron. Olensheim me miró, pasmado.
—Dios está con nosotros —gritó—. Cuatro más, que vuelven. Hace ya mucho tiempo que Laus debe haberos borrado de la lista. Faltan aún unos treinta en la compañía. Pensábamos que tal vez estaríais incorporados en los batallones de reagrupamiento.
—No llames al mal tiempo —le dije—. ¿Dónde está Halls?
—¡Ah, lo que es ese tiene mucha suerte! Actualmente está en Trevda haciéndose cuidar. Mientras tanto, nosotros dándole con el pico a esta maldita tierra.
—¿Está herido?
—¡Oh! Una esquirla en el cuello, tres veces nada. Tuvo la suerte de ser recogido entre los heridos graves. Nos dijo que había estado dos horas sin sentido. Seguramente exagera.
—¿Y Lensen?
—En plena forma. Está cambiando una oruga, allá abajo —dijo Olensheim.
Llegó Laus. Instintivamente nos cuadramos.
—Muy contento de veros, hijos míos, sí, de veras contento.
El viejo zorro nos estrechó la mano. Visiblemente su cara de viejo militar estaba animada de una sincera satisfacción. Después retrocedió tres pasos:
—Nombraos en voz alta e inteligible, como os he enseñado.
Nos sometimos al reglamento con buen humor. Buen humor debido únicamente a la profunda camaradería que existía ya entre nosotros. Esto aparte, todo lo demás seguía siendo gris. El cielo arrastraba nubes oscuras que amenazaban lluvia y, en los cuatro puntos cardinales, blancos resplandores precedían, una milésima de segundo, géiseres de tierra blanda y de cascotes.
Un poco más tarde, Lensen, que era mucho más fuerte que yo, me levantaba en vilo vociferando la alegría de nuestro reencuentro. Pese al servicio que hubimos de prestar todo el resto de la jornada, esta transcurrió con la alegría de estar juntos y con el relato de mil anécdotas. Dos días después logré ir a Trevda, situado a unos cuarenta kilómetros del frente. Un camarada me cedió su sitio a bordo de un DKW que él debía escoltar. Así fue como encontré al gran gamberro de Halls, que berreaba a más no poder canciones de marcha, en medio de una multitud de lisiados. La primavera había decidido asomarse y aquellos enfermos se pavoneaban entre dos avenidas de perales silvestres.
Halls no escatimó sus demostraciones de alegría. Fui llevado en volandas por medio mancos espolvoreados de sulfamida y untados de ungüento gris. Aquel gran vocerío me hizo tragar todo lo que quedaba en el fondo de las botellas que ellos habían liquidado los últimos tiempos. Las exclamaciones se prolongaron tanto que no pude acudir a la hora fijada por el caritativo muchacho del camión. Cansado de esperar, se fue sin mí, por supuesto. Muy avanzada la noche, un motorista de servicio me llevó a mi acantonamiento, a algún sitio en la mierda alrededor de Jarkov. Halls me había hecho jurar que volvería. Desgraciadamente, no se me presentó ninguna ocasión más y fue él quien, algunos días después, se reunió con nosotros. El médico militar lo había encontrado repentinamente apto para el servicio y lo mandó a probar suerte de nuevo a través de los últimos cañonazos que clausuraban la tercera batalla de Jarkov.
Halls no apreció demasiado la sórdida cueva donde habíamos establecido nuestros cuarteles. Así fue como, en su seguimiento, ingresé voluntario en la Infantería motorizada. Estábamos tan asqueados de manejar la pala y de hacer de fregonas que aquella perspectiva nos pareció un buen filón. Aquella decisión estuvo a punto de costamos la vida tan a menudo más adelante que no tendría tiempo de contarlo todo. El caso es que, ahora que he salido de ello, puedo decir que no me arrepiento de haber servido en aquella unidad combatiente en la que, a pesar de todo, encontré una asombrosa camaradería que no volvería a encontrar nunca en ninguna otra parte. Es una cosa inexplicable que depende de todo, en el menor instante.