Capítulo II

EL FRENTE

El invierno no acababa nunca. Nevaba casi ininterrumpidamente. Estábamos a fines de febrero o principios de marzo, ya no me acuerdo. Nos trasladaron en ferrocarril a sesenta u ochenta kilómetros de Jarkov, a una población en la que había un centro de aprovisionamiento. Allí, bajo diferentes grandes cobertizos, se amontonaban víveres, mantas, medicamentos, etc. Todos los agujeros, las cuevas, los menores sótanos estaban abarrotados de municiones de todos los calibres. Había talleres de reparación bajo techado o al aire libre. Unos soldados encaramados en unos tanques se soplaban las manos entumecidas que ya no podían sostener ni una llave inglesa.

En las afueras de la población había trincheras y puestos de defensa. Aquel rincón sufría con bastante frecuencia los ataques de grupos nutridos de guerrilleros. Todos aquellos mecánicos y almaceneros debían abandonar entonces herramientas y libros de inventario para saltar sobre sus ametralladoras y asegurar la salvaguardia del depósito, así como la propia.

—La única gran ventaja que tenemos —me contó un soldado del lugar— es que estamos muy bien alimentados. Aquí hay mucho trabajo. Nos hemos visto obligados a organizar nuestra defensa. Montamos la guardia por turno. Cuando hay jaleo, tenemos bastante dificultad, aun metiéndonos todos a ello, en rechazar los ataques de los terroristas. Nos han destruido mucho material. Nuestro comandante ha reclamado varias veces el apoyo de una unidad de Infantería, pero nunca ha venido. Sí, una vez, una compañía de SS vino en nuestra ayuda. Tres días después de su llegada, fue enviada en auxilio del VI Ejército. Habíamos tenido ya unos cuarenta muertos, y esto es mucho para una compañía.

A primeras horas de la tarde, formamos un convoy bastante curioso. Estaba compuesto de carretas rusas de cuatro ruedas, debajo de las cuales se podían fijar, por un sistema muy sencillo, tablas en forma de esquí y así se transformaban en trineos. Había también auténticos trineos rusos, eidekas y hasta dos o tres troikas totalmente decoradas. Este material había sido, por supuesto, requisado a los rusos. Me pregunté qué íbamos a hacer y adonde íbamos a llevar aquel convoy de Papá Noel, cuyo cuévano, ciertamente, no contenía ni muñecas ni juguetes resplandecientes. Nuestro cargamento se componía sobre todo de granadas y otros artefactos peligrosos.

Nos pusimos en marcha en dirección nordeste, hacia un sector situado en alguna parte del lado de Voronez. Habíamos recibido raciones para el frío, un nuevo paquete de cura individual y dos días de alimentos cocidos. Nos encaminamos por una pista, pues no se le podía llamar carretera a aquello, más o menos entorpecida por la nieve. Cruzaba las posiciones de defensa que rodeaban el poblacho. Un gordo soldado encapuchado, que parecía ser el único centinela de los alrededores, nos hizo un gesto amistoso. Nos miró largo rato, plantado allí, con los pies en la nieve, chupando una enorme pipa con tapadera, y muy vulnerable con su silueta en forma de monigote.

Al cabo de una hora, la pista, más nevada que nunca, nos obligó a colocar los esquíes debajo de las ruedas. Nuestras botas de cuero, a pesar de ser notablemente herméticas, no eran el calzado ideal para andar por veinte o treinta centímetros de nieve.

No hacía mucho que avanzábamos y ya estábamos derrengados. Ahora, los altivos soldados de la 19ª Kompanie Rollbahn se aferraban a la guarnición de un trineo o a un arnés, como un cojo a su muleta. Por mi parte, me agarraba a uno de aquellos endiablados caballitos de pelaje frondoso como los carneros. Me calentaba los dedos, además de ayudarme a caminar. Aquellos condenados caballos demasiado rápidos nos obligaban a mantener un ritmo agotador. Pese al frío, estábamos sudorosos. De vez en cuando, uno de los jefes de fila se paraba y miraba pasar el lento convoy con el pretexto de comprobar nuestra marcha. En realidad, se ofrecía un pequeño descanso y respiraba un poco. Reanudaba la marcha con los últimos trineos y, en ningún momento vi que nadie volviese a su puesto a paso ligero.

Al otro lado del jamelgo estaba Halls, que de verdad se había convertido en mi compañero. Aunque mucho más alto y más fuerte que yo, parecía estar harto de todo aquello. Con la cara medio tapada por el cuello alzado y la gorra calada hasta las orejas, soltaba, como todos nosotros, por su nariz colorada, un chorro de vapor. Avanzábamos sin hablar casi. Yo había aprendido a ser callado como por lo general suelen ser los alemanes, salvo en ciertas ocasiones, desde luego. No por ello dejaba de considerar a Halls como un gran amigo, y todavía pienso, sin habérselo preguntado nunca, que él sentía lo mismo con respecto a mí. De vez en cuanto, cambiábamos una sonrisa de aliento. Yo sabía que significaba: «No hay que apurarse», o «¡Bueno, aguantaremos!».

Llegó la noche y la señal de alto. Agotado, me senté en el varal. Tenía los muslos y las pantorrillas entumecidos y doloridos. Notaba que el cansancio me desfiguraba las facciones. Aquella marcha había sido muy dura.

Halls se derrumbó francamente en la nieve.

—¡Ay, ay, mis pobres pies! —murmuró torciendo el gesto.

A ambos lados, los hombres se sentaban o se tumbaban en la nieve.

—¡No vamos a quedarnos aquí esta noche! —exclamó el tipo más joven que había venido a sentarse a mi lado. Nos miramos inquietos.

—A mí me importa un bledo —dijo Halls abriendo su fiambrera—. No puedo dar un paso más.

—Lo dices porque ahora todavía estás sudado, pero espera un poco a que te hayas enfriado —repliqué—. Estarás obligado a caminar para no helarte vivo.

—¡Mierda! —imprecó Halls sin contestarme—. Esta carne apesta.

Abrí mi fiambrera a mi vez. Hacía un rato largo que la comida distribuida para dos días a primeras horas de la tarde se había enfriado y luego congelado en el recipiente metálico. Se diría que eran callos.

—Sí, eso no huele bien —dije.

A nuestro alrededor hicieron la misma reflexión.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Halls—. No vamos a tirarlo.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó uno de nosotros a un felá, que acababa de hacer la misma comprobación.

—¡Sin duda esos canallas nos han servido carne averiada!

—O sus restos de hace varios días. Es inconcebible… Allí había con que alimentar a una división.

—¡No es comestible, apesta!

—Entonces habrá que sacar las conservas.

—¡Ni hablar! —se sublevó el feld—. Nos quedan muchos días de marcha y no tenemos nada de sobra. Tirad la carne, si no os apetece, y comed la papilla.

Halls, que no era precisamente muy delicado, dio una dentellada a una vaga chuleta de cordero. Dos segundos después, lo escupía todo en la nieve.

—¡Esto es asqueroso! Los muy cerdos deben haber guisado un bolchevique.

Pese a nuestra triste situación, no pudimos menos que reírnos. Ante aquel yantar tan esperado que se le escapaba, mi gran compañero dirigió una mirada terrible a su fiambrera. Halls estaba al borde de una de las raras cóleras que le conocí y que, dada su estatura, no dejaban de ser impresionantes. Soltó una serie de tacos y de una patada magistral mandó a rodar su fiambrera a quince metros. Hubo un silencio… y luego algunas risas relajaron la atmósfera.

—¡Estás arreglado, ahora! —dijo el jovencito de mi lado.

Halls se volvió, pero no contestó nada. Después, despacio, se dirigió a recuperar su recipiente. Yo me puse a engullir la papilla que aquella carne podrida había apestado. Abrumado, Halls recogió su fiambrera abollada cuyo contenido se había derramado en la nieve. Unos minutos después, los dos metíamos cucharada en mi ración, refunfuñando.

Nuestros suboficiales nombraron la guardia y el problema de dormir nos sobrecogió. Encogidos ya sobre nosotros mismos, nos preguntábamos dónde y cómo instalar la lona de tienda. Algunos se pusieron a excavar la nieve y otros hicieron verdaderas chozas, valiéndose de los sacos de hierbas secas trinchadas que pendían a los dos lados del collar de los caballos. Otros aún trataron de utilizar los caballos, obligándoles a tumbarse, y qué sé yo cuántas cosas más. Habíamos pasado ya numerosas noches de mala manera, pero siempre más o menos cobijados. El hecho de acostarnos sin más al raso con aquel frío nos enloquecía. Se originaban discusiones aquí y allá.

Algunos proponían andar hasta que encontrásemos una aldea o una edificación cualquiera. Antes reventar de fatiga que de frío, pues a buen seguro, según ellos, la mitad al menos de nosotros estarían muertos a la mañana siguiente.

—No veréis ninguna aldea antes de tres días lo menos —afirmaban nuestros suboficiales—. Hay que arreglarse como se pueda.

—¡Si por lo menos pudiésemos encender fuego! —exclamó un pobre tipo que lloriqueaba casi, castañeteando de dientes.

Aniquilados por la perspectiva de aquella noche, nos dispusimos a soportar nuestro suplicio. Halls y yo descargamos todo un trineo para volverlo a cargar con el objeto de obtener un alvéolo suficiente para contener nuestros dos cuerpos, entre las cajas de explosivos. A pesar del peligro que ofrecía semejante instalación, preferíamos la posibilidad de quedar desintegrados por una explosión caliente a terminar muertos de frío.

Halls tuvo el valor de decir algunos chistes obscenos, que me hicieron reír pese a nuestra incomodidad. Apretujados uno contra otro, conseguimos pegar ojo con intermitencias, pues el miedo a quedar helados durmiendo nos obsesionaba.

Pasamos quince días en aquellas condiciones. Cuando al término de este tiempo llegamos a lo que debía ser nuestro último avance en territorio soviético, nuestra fuerza y nuestra moral habían sido tan duramente puestas a prueba que los primeros combatientes que advirtieron nuestra presencia, vinieron a nuestro encuentro como para socorrernos.

Aquella epopeya —no creo que la palabra sea demasiado pretenciosa— fue fatal a buen número de los nuestros. A partir del tercer día, tuvimos dos congestiones pulmonares. Los días sucesivos, hubo miembros helados y hergezogener Brand, una especie de gangrena del frío que ataca en primer lugar la cara, más expuesta, y gana después las partes aun cubiertas. Los desventurados, aquejados de esta enfermedad de la piel, se veían obligados a untarse con una pomada grasa y amarilla, lo que les daba una máscara cómica a la vez que digna de compasión. Dos soldados, en el colmo del desamparo, abandonaron una noche el convoy y, en un arrebato de locura, se perdieron en la inmensidad nevada. Otro, muy joven, llamó a su madre durante largas horas, llorando. Sucesivamente, uno de nosotros intentaba consolarle o le regañaba por sus gimoteos que turbaban nuestro precario reposo. Al amanecer, cuando hacía un buen rato que se había callado, una detonación nos sobresaltó. Lo encontramos a cierta distancia. Había intentando poner fin a su pesadilla disparándose torpemente un tiro de fusil que no lo mató en el acto. El infeliz murió aquella misma tarde sin que pudiésemos prestarle ningún auxilio eficaz.

Cuando evoco ahora aquellos acontecimientos reavivo con dificultad, como en sueños, lo que fueron aquellos días. Llegado al límite de toda resistencia, me parecía estar dentro de mí mismo y tener así la extraña sensación de que mi cuerpo se había desolidarizado de mi ser íntimo.

Los pies lastimados por la marcha y el hielo me hicieron sufrir enormemente, y luego, casi no los sentí. Más tarde, cuando un médico militar nos examinó las heridas, vi que tres dedos de mi pie derecho se habían vuelto grises como la ceniza. Las uñas se quedaron pegadas al doble par de calcetines pestilentes que me quité delante del médico. Me puso una inyección dolorosa que evitó, por pocas horas, la amputación de los dedos. Todavía me pregunto cómo pudimos resistir semejantes pruebas, sobre todo yo que nunca fui de una constitución particularmente robusta.

«Por fin» voy a conocer la guerra y la línea del frente. ¡Y también iba a poder darme cuenta de que había algo peor!

Tomamos un descanso verdaderamente indispensable en los barracones y las casamatas de un campo de aviación improvisado de la Luftwaffe. El terreno, por lo demás, estaba en gran parte abandonado por la aviación que recientemente había debido replegarse más al oeste. Algunos aviones de caza, seguramente averiados, estaban aún allí, cubiertos de hielo. El personal de tierra acababa de llevarse lo más esencial en grandes trineos remolcados por tractores a orugas, prestados por la artillería, cuyas baterías del 155 estaban en la linde del campo.

Nos quedamos unos días, reponiéndonos, en aquellos locales más o menos confortables. Después, viendo que empezábamos a sentirnos mejor, no tardaron en meternos otra vez en el fregado. Nuestra compañía aportaba una mano de obra apreciable e inesperada a los combatientes del sector. Fuimos dispersados en grupos encargados de faenas diversas. Las tres cuartas partes de los hombres de la 19ª Kompanie se ocuparon en preparar las posiciones para la artillería del 77 y hasta para piezas de tiro directo. Mis camaradas debían quitar para ello muchos metros cúbicos de nieve y después atacar con picos y barrenos el suelo duro como hormigón.

Mi grupo, en el que estaban Halls y Lensen, pues hicimos lo posible por permanecer juntos, quedó encargado de aprovisionar en conservas y municiones a una sección de Infantería situada a quince kilómetros aproximadamente de allí.

Disponíamos de dos trineos tirados cada uno por tres caballos peludos de la estepa. La distancia a recorrer no era muy grande y teníamos tiros superiores a los de nuestro trágico viaje anterior. La jornada nos bastaría para la ida y vuelta. A pesar del desolado decorado, no estábamos tristes y aceptamos aquella misión como una tarea fácil.

Salimos ocho soldados con un sargento. Yo iba en el segundo trineo, que llevaba granadas defensivas y cargadores para spandau. Sentado en la parte trasera del vehículo, que corría a buen tren, podía observar a placer el paisaje melancólico y desierto. Algunos bosquetes de árboles canijos y negros surgían a veces del suelo blanco inmaculado. Parecían haber librado una lucha desigual con aquella nieve invasora que poco a poco les había asediado. No había nada más en aquella tierra que los lobos debían frecuentar seguramente. Nada más que un cielo gris amarillento y opaco. Me parecía haber llegado al extremo del mundo, al extremo de toda civilización, y aún hoy he de contemplar un planisferio para no negar la creencia que existe algo más allá de esta nada.

Un poco más tarde, seguimos un desnivel que ocultaba quizá bajo cincuenta centímetros de nieve algo como un camino. Pronto llegamos al lindero de un espeso bosque. De detrás de un montón de leña surgió un soldado ante el primer trineo, que se detuvo en seco.

Hubo un intercambio de palabras con nuestro sargento y entramos en el soto. Había allí emplazado una spandau y sus dos sirvientes, y, más lejos, un hormiguero de feldgrauen en pie de guerra entre innumerables tiendas grises. Descubrimos una infinidad de ingenios, carros ligeros del tipo alpenberg, Paks[2] y morteros del 50 colocados sobre trineos. Un caballo sacrificado y colgado de un árbol se transformaba poco a poco en filetes. Unos soldados con los capotes manchados de la sangre del animal se ocupaban de ello. Fuimos asaltados y nos preguntaron si traíamos correspondencia. Como no era así, algunos nos insultaron.

Un oficial comprobó nuestra orden de misión. La compañía que debíamos aprovisionar se encontraba más al este. Destacó a un jinete para guiarnos. Durante un tiempo determinado, avanzamos entre aquellos bosques que ocultaba lo menos tres o cuatro mil hombres. Luego traspusimos una sucesión de pequeñas colinas parcialmente boscosas que todavía veo perfectamente. Sobre la nieve corrían tres hilos telefónicos, más o menos ocultos.

—Ya hemos llegado —nos dijo el jinete—. Al otro lado de esa cresta estaréis bajo el fuego de la artillería enemiga. No os entretengáis y seguid la línea telefónica. La compañía que debéis aprovisionar está a unos dos kilómetros.

Nos saludó reglamentariamente y se alejó al trote ligero. Todos nos miramos.

—¡Bueno, ya estoy ahí otra vez! —murmuró nuestro sargento, que era sin duda un excombatiente trasladado a los servicios de la Rollbahn.

Nos hizo seña de avanzar y después ordenó que nos detuviéramos.

—Intentaremos llegar a destino lo más rápidamente posible. No os dé miedo fustigar a los caballos. Si los rusos nos ven, abrirán fuego. Por lo general, necesitan mucho tiempo para enterarse. Si la cosa se pone mal, abandonaremos el trineo de explosivos, pues si el cargamento estalla y no hemos conseguido alejarnos de él más de treinta metros, ni uno solo de nosotros volverá a ver a su madre.

El recuerdo del convoy atacado cerca de Jarkov me volvió a la mente.

—¡Vamos! —gritó uno de nosotros, para demostrar que no tenía miedo.

El sargento saltó sobre el estribo del trineo de mercancías e hizo el gesto de «adelante». La cima de la cresta fue alcanzada rápidamente. Llegamos arriba casi juntos. Allí, los caballos, jadeantes por la subida, titubearon un momento antes de descender la pendiente bastante escarpada.

—¡Venga ya! —gritó el sargento—. ¡No os quedéis ahí!

—¡Fustígalos! —gritó Halls al muchacho que llevaba las riendas.

Nuestra carreta fue la primera en arrancar. Veo todavía a nuestros tres bravos caballos brincar como conejos de una depresión a otra levantando una nube blanca visible, sin duda, desde muy lejos. Detrás del conductor, íbamos los tres agrupados en el centro sobre las cajas verde oscuro con inquietantes inscripciones blancas hechas al estarcido. Estábamos un poco crispados y habíamos olvidado el frío.

A través de la blanca polvareda que levantaba nuestro tronco, intenté, pese a los tumbos del vehículo, escrutar el horizonte. Me pareció vagamente percibir algunas isbas recto frente a nosotros. A nuestro alrededor, unos embudos notablemente simétricos mutilaban el blanco perfecto de la pendiente. Pese a nuestra precipitación, tuve tiempo de ver tras nuestro paso las extrañas franjas que bordeaban aquellas excavaciones y que la tierra, removida por las explosiones, se había amarilleado levemente. Aquellos hoyos formaban como extrañas flores, pardas en el centro y que blanqueaban en el perímetro. Otros, más antiguos y colmados casi ya por las recientes nevadas, formaban igualmente motivos diferentes, pero muy decorativos.

Llegábamos al final de la pendiente sin que hubiese ocurrido nada. Había allí algunas isbas toscamente construidas. La nieve tenía ahora numerosas huellas de tránsito. Rebasamos una pieza de artillería casi hundida bajo un montón de nieve; más lejos, había otras.

Nos detuvimos junto a una isba cuya techumbre desmesurada se metía en el suelo. El lado que teníamos enfrente estaba abierto. Unos soldados de ingenieros muy abrigados trabajaban dentro. Parecía evidente que iban a desmontarla. Algunos salían con maderos. Un sargento gordo envuelto en un impermeable blanco vino a nuestro encuentro.

—¡Descargad eso aquí! —gritó—. Los de ingenieros preparan el refugio que estará listo dentro de una hora.

Una explosión enorme nos sobresaltó. A nuestra derecha, un resplandor amarillo, seguido de un géiser de pedruscos, se elevó a diez metros.

Tranquilamente, el sargento gordo volvió la cabeza hacia el sitio de donde venía aquel estruendo.

—¡Maldito suelo! —gruñó—. Es más duro que una roca.

Dedujimos que eran los muchachos de ingenieros que empleaban dinamita. El opulento suboficial leía ahora nuestra orden de misión.

—¡Ah, no es para nosotros! —dijo tamborileando con la punta de los dedos enguantados de lana una caja de conservas—. Hace tres días que debíamos ser aprovisionados, vivimos con las reservas que no deberíamos tocar. Si eso sigue así… ¡Podéis decir que necesitáis tiempo, vosotros, los camioneros! Así, se encuentran, de vez en cuando, avanzadillas con tipos muertos de frío.

Cuando no se tiene nada aquí —dijo golpeándose el estómago—, es imposible resistir.

No pude por menos que sonreír contemplando la circunferencia de su cinturón. Viendo su barriga, resultaba difícil creer que hubiese ayunado mucho tiempo. Debía de ser un espabilado que tenía macutos de reserva, pues, con toda evidencia, el aprovisionamiento de las primeras líneas, a pesar de nuestros esfuerzos, seguía siendo muy difícil.

—Es para la… (no recuerdo el número) sección de Infantería. ¡Por ahí! —nos indicó el subalimentado—. Seguid el camino. Defiende un punto a orillas del Don. Andad a gatas, es más prudente…

Encaminamos nuestros trineos por el caos nevado que trazaba, efectivamente, una especie de senda jalonada de camiones medio cubiertos. Al otro lado de un talud, unas piezas de artillería y unos obuses rechonchos se disimulaban detrás de un montón de nieve. Una vez rebasados, aquellos artefactos desaparecían de nuestra vista. Su camuflaje resultaba perfecto.

Llegamos junto a una gran trinchera donde unos caballos flacos y temblorosos pateaban el suelo endurecido. Unos sacos despanzurrados les ofrecían una especie de hierba seca, casi en polvo, que las pobres bestias olisqueaban con la punta de sus morros escarchados y que no parecía apetecerles demasiado.

Entre los animales de pie, yacían, aquí y allá, los grandes cadáveres tiesos de sus semejantes. Al lado de las bestias, algunos soldados embutidos en sus largos capotes estaban allí, inmóviles. Una sucesión de casamatas toscamente apuntaladas fue franqueada.

Un tableteo cercano nos sacó de nuestras observaciones.

—¡La ametralladora! —dijo nuestro cochero—. ¡Ya estamos otra vez!

Sonreía extrañamente. Ahora, tanto a izquierda como a derecha, las trincheras, casamatas y hoyos personales se extendían hasta perderse de vista. Una patrulla nos detuvo.

—9º Regimiento de Infantería… compañía, ¿es para nosotros? —preguntó un teniente.

Nuestro sargento miró su orden de misión.

—¡No, mi teniente! Buscamos la… sección.

—¡Ah, sí! —dijo el oficial—. Pero debéis dejar los trineos aquí. La sección que buscáis está allá abajo, a la orilla del río y en el islote. Tenéis que encaminaros por los ramales de trinchera. Estáis bajo el fuego de las avanzadillas rusas. Sed prudentes porque, de vez en cuando, despiertan.

—Gracias, mi teniente —dijo nuestro suboficial con voz un tanto temblorosa.

El teniente llamó a uno de los hombres que lo acompañaban.

—Enséñales el camino y vuelve.

El hombre saludó y se unió a nosotros. Como los demás, cogí una caja más pesada que yo y me aprestaba a acarrearla. El tableteo volvió a empezar, más nutrido. El tipo de la patrulla, que acababa también de cargar con una caja, exclamó:

—¡Bueno, ya empiezan otra vez! ¿Es serio o no?

El tableteo se amplificaba, se interrumpía y luego continuaba, rabiosamente.

—Son los nuestros —prosiguió él con un tono de entendido—. Esperemos un poco, porque nunca se sabe si lo hacen de broma o si van a parar en los hielos del Don.

Escuchábamos a aquel hombre sin pronunciar palabra. Parecía estar casi a sus anchas en aquel clima inquietante. Nosotros éramos en realidad bisoños y las escasas escaramuzas que habíamos tenido en la «tercera internacional» no me parecían demasiado serias al lado de lo que podía ocurrimos allí. El tiro de las ametralladoras que oíamos cesaba un momento y luego se reanudaba, a veces muy cerca. Mientras tanto, muy lejos, otras ráfagas de ametralladora se dejaban oír.

Halls me sugirió poner nuestras dos cajas sobre los dos mauser y valernos de estos como de una silla de manos. Sería más práctico. Acabábamos de ejecutar aquella pequeña maniobra cuando resonaron unos cañonazos sordos y precipitados.

—Eso son los popov —se burló el veterano que nos precedía.

El aire vibraba al ritmo de las explosiones que se formaban a unos tres o cuatrocientos metros a nuestra izquierda. —Es su artillería de trinchera… Puede muy bien ser un ataque…

De pronto, a treinta metros a la derecha, un estallido muy violento y seco, seguido de una especie de curioso maullido, atronó nuestros oídos. Fue seguido inmediatamente de diez más. Halls y yo y los demás de la Rollbahn dejamos nuestros fardos y, más o menos agachados o rodilla en tierra, miramos angustiados en todas direcciones. El aire cesó de temblar un instante.

—Nada de pánico, hijos míos —dijo nuestro acompañante, que, a pesar de todo, también se había agachado—. Tenemos una batería del 107 detrás de aquel matorral. Contestará a los soviets.

El infernal ruido prosiguió enseguida. Aunque nuestro guía nos había dicho de qué se trataba, nos pegamos a lo largo de la zanja.

—Poneos los cascos —ordenó el sargento—. Si los rusos localizan la batería, dispararán encima.

—Y sigamos adelante —añadió nuestro guía—. No hay un solo rincón tranquilo en cien kilómetros a la redonda. No estamos más seguros aquí que en otra parte.

Encorvados, nos dispusimos a avanzar. Por tercera vez el aire fue sacudido. Mientras tanto, fuera, un poco por todas partes, había detonaciones. La batería alemana seguía vomitando su acero. Frente a nosotros, el «¡chac, chac, chac!» de las spandau se acercaba seriamente. Por una trocha transversal se cruzaron con nosotros tres soldados que tendían un hilo telefónico. Las explosiones se sucedían a un ritmo regular.

—Esto podría muy bien ser un ataque —murmuró el soldado que nos había acompañado hasta allí—. Yo os dejo… He de volver a mi sección.

—Entonces, ¿adonde vamos? —preguntó nuestro sargento, que visiblemente no las tenía todas consigo.

—Seguid el sendero hasta las posiciones de una geschnauz[3]. Allí, a la derecha, os informarán.

Dio unos cuantos pasos en sentido inverso, siempre agachado. Así es como se anda en un campo de batalla. Dos días después me habría acostumbrado a ello y me tendría sin cuidado. Se vive encorvado o tumbado, y a veces tumbado definitivamente. Pero entonces ya no se vive.

—Yo de vosotros abriría la fiambrera, es la hora —nos recomendó alejándose.

Abrimos los cacharros siguiendo el consejo, y con las nalgas hundidas en la nieve, saboreamos nuestra merienda. Por mi parte, no tenía mucha hambre. Estaba demasiado preocupado por las detonaciones que me hacían resonar la cabeza dentro del casco de acero helado.

Halls, que no se quedaba nunca saciado, ponía ojos de animal acosado y me miraba moviendo la cabeza.

—Quizá no tenemos derecho a interrumpir el trabajo para comer —dijo Halls—. Si se presentara un oficial…

No oí más que la salva que pasó por encima de nosotros. Instintivamente hundimos un poco más la cabeza entre los hombros y cerramos los ojos, más bien para no oír que para no ver. Siempre se hacen gestos irrazonables cuando el miedo nos descompone las tripas. Halls iba a reanudar su pequeña conversación, cuando una explosión, diferente por el sonido, pero no menos brutal, hizo retemblar el suelo. Hubo unos murmullos en nuestro grupo. Un potente silbido precedió de una fracción de segundo otra explosión. Esta vez, tuvimos la impresión de ser levantados del suelo. Un desplazamiento de aire, de una violencia inaudita, nos sacudió. Una avalancha de pedruscos y de grandes trozos de hielo se abatió sobre nosotros.

Encogidos, no nos atrevíamos a movernos ni a emitir una opinión. Habíamos soltado nuestras fiambreras y nuestros fusiles.

—¡Me matarán! —gritó el muchacho que, en el pánico general, había aterrizado sobre mis botas—. ¡Me matarán!

Hubo otro estallido igualmente brutal. Después pasó la salva alemana, ensordecedora.

—¡Adelante, no nos quedemos aquí! —gritó el sargento que se sujetaba el casco con una mano.

Sin reflexionar, cogimos el material. La trinchera era bastante ancha; cuatro hombres hubieran podido avanzar por ella de frente, pero trotábamos agachados en fila india a lo largo de una de las paredes. Yo iba con Halls, directamente detrás del sargento.

—¡Vamos, deprisa, seguidme! —no cesaba de decir—. No hay que quedarse aquí, pues apuntan a nuestra batería. Ellos la ven y estamos precisamente al lado. —¡Rápido, avanzad! Y esta endiablada trinchera que está justamente enfilada por su tiro. ¡Pronto! Allá abajo hay una trinchera transversal.

A cada paso nos torcíamos los tobillos en el barranco que representaba el fondo de aquella trinchera. Las cajas eran pesadas y se nos caían a veces. Yo podía apretar las esquinas de la mía con los dedos helados y doloridos, pero de vez en cuando la soltaba. Todavía me pregunto cómo fue posible que aquellas condenadas cajas no nos estallaran en la cara.

—¡Deprisa! —nos apremiaba el sargento sin tener en cuenta las dificultades—. ¡Deprisa! ¡Es allí!

—¡Y pensar —añadió Halls— que queda el doble aún en los trineos! Tendremos que transportarlo también, ¿verdad, sargento? —Sí, desde luego… No sé… ¡Deprisa, por Dios!

Los rusos tardaron en volver a cargar sus piezas. Nuestra batería tuvo tiempo de escupir dos veces. La primera chatarra de aquellos, cayó a cuarenta metros más allá de nosotros, sin duda más cerca de nuestras piezas. Dos disparos más cayeron a una distancia indefinible, pero nos obligaron a agacharnos un poco más. De pronto, hubo un aullido sordo. Un ruido enorme sacudió tierra y cielo y un lado de la zanja se empotró en el otro. No tuve tiempo de bajar la cabeza. Todo duró el tiempo de un relámpago. Pero recuerdo haber visto revolotear con los pedruscos, en un haz de fuego, una especie de espantapájaros que cayó desarticulado en el borde del talud y rodó al fondo. Aterrados, no nos atrevíamos a incorporarnos.

—¡De pie, rápido! ¡Hay que llegar a la otra zanja! —gritó el sargento cuyo rostro descompuesto delataba un miedo agudo—. Si cae un proyectil aquí dentro, será un volcán.

Estallaron dos tiros más. Nuestras baterías seguían disparando. A toda prisa, arrastrando más o menos nuestro cargamento, salvamos el corrimiento de tierra y el cadáver desarticulado del infeliz que había sido lanzado al aire. Le dirigí una breve mirada al pasar. ¡Estaba horrible! Por la violencia del choque, el casco se le había calado sobre la cara y la visera estaba hincada en la barbilla y el cuello. Sus gruesas ropas de invierno contenían, como un saco, algo que ciertamente no tenía ya aspecto humano. Me pareció que le faltaba una pierna. Tal vez la tenía encogida…

Tuve tiempo de ver igualmente, por la grieta practicada por el obús ruso, la silueta de un infeliz mezclado en el caos. El proyectil enemigo había caído seguramente de lleno en un hoyo donde algunos pobres tipos esperaban, agachando la cabeza, que pasara el huracán.

Recuerdo perfectamente los primeros muertos que vi al principio de la campaña. Los sucesivos, miles y miles, ya no tienen rostro. Forman una inmensa y lúgubre pesadilla que todavía obsesiona a veces mi mente. Pesadilla silenciosa en la que se me aparecían los más atroces, o bien aquellos que sólo parecían dormir, rostros tranquilos, resignados, y otros, al contrario, con los ojos desmesuradamente abiertos en los que la muerte había fijado un terror indecible. Creía, sin embargo, haber alcanzado los límites del horror y del aguante. Pensaba, en aquella época, que era un rudo combatiente y que ya era hora de volver a mi casa para contar lo valerosamente que había soportado las pruebas que acabo de describir lo mejor que he podido. He utilizado las palabras y las expresiones que me han inspirado las situaciones en las cuales me encontré desde Minsk hasta el Don pasando por Jarkov. Estas palabras, estas expresiones, he tenido que repetirlas, aunque no sean suficientemente fuertes para describir los hechos de que fui testigo más adelante.

Es equivocado emplear, sin pensarlos suficientemente, los términos más intensos del vocabulario. Más tarde, se necesitan: no puede expresarse ya lo que se ve ni lo que se siente. Es un error utilizar la palabra «horrendo» para algunos compañeros de armas que una explosión ha mezclado con la tierra. Es un error ciertamente, pero se tiene la excusa de no poder imaginar otra peor.

Aquí yo debería suspender mi relato, pues no me creo capaz de narrarlo todo como debiera ser. Los que no han vivido momentos semejantes leerán estas líneas como se lee un drama cualquiera, compadecidos, ciertamente, pero sin comprenderlo bien. No puede comprenderse lo que ya no es explicable. De ahí que este balbuceo carezca de interés para la parte del mundo donde me encuentro ahora. De todos modos, intentaré dejar que hable mi memoria lo más claramente posible. Dedico el relato que sigue a mis amigos Marius y Jean-Marie Kaiser, que están en condiciones de poder comprenderlo por haberlo vivido aproximadamente en los mismos sitios que yo. Intentaré alcanzar y traducir el fondo de la aberración humana, aquello que nunca pude imaginar, aquello que me parecería imposible si no lo hubiese conocido…

Llegamos a la trinchera perpendicular que le parecía la salvación a nuestro sargento. Nos sumergimos literalmente en ella al mismo tiempo que un estallido brutal destrozaba el suelo allá arriba, encima del parapeto. Dos hilos procedentes del exterior discurrían en la angosta zanja de nieve y tierra. Los salvamos. Iban directamente hacia la geschnauz que estaba un poco apartada. Llegamos a ella corriendo como borregos perseguidos por un carnicero. Dos hombres con impermeables blancos se sobresaltaron al vernos.

Uno vigilaba, con unos prismáticos, al lado del gran trípode de la pieza, y el otro, encogido en el fondo del hoyo, se atareaba manejando los botones de un aparato portátil de radio.

—¿La… sección? —preguntó nuestro sargento jadeando—. Tenemos un aprovisionamiento para ellos.

—No está muy lejos —declaró el soldado de los prismáticos—, pero no podéis ir ahora. Os haríais apiolar. Dejad vuestra dinamita más lejos y refugiaos en la casamata —añadió sonriendo.

No nos lo hicimos decir dos veces y nos hundimos en una tumba de tierra endurecida y de tablas, apenas alumbrada. Dentro, había cuatro soldados vestidos igualmente de blanco. Uno de ellos había conseguido dormirse y los otros escribían a la luz de una Kerze[4].

El hoyo no permitía a sus ocupantes estar en pie, desde luego. Se apretujaron para hacernos un poco de sitio. A pesar de todo, éramos nueve.

—¿Es sólido? —aventuró Halls, señalando con el índice medio tapado por el guante roto la abertura de aquel agujero de ratón.

—Pues… si eso cae un poco más lejos, puede que sí —se burló uno de los tipos.

—Y si cae justo encima, los compañeros no tendrán el trabajo de enterrarnos —añadió otro.

¿Cómo podían bromear? La costumbre, tal vez. El que dormía se revolvió y farfulló bostezando:

—Creía que nos traían mujeres.

—No, son muchachos —dijo otro—. ¿Dónde habéis encontrado esa camada, sargento?

Todos nos echamos a reír.

Como para fastidiarnos, la tierra volvió a temblar. Allí, los cañonazos llegaban amortiguados.

—Son bisoños. Pertenecen a transmisiones y han atravesado toda Rusia para traeros algo que comer.

—Esto es lo de menos —repuso el que acababa de despertarse—. Aquí las pasamos negras hace tres meses. Tardáis mucho, hijos míos. Ya sé que hay chicas guapas en Ucrania, pero deberíais entreteneros menos, pues aquí nos morimos de hambre.

Arriesgué algunas palabras en mi mal alemán.

—¿Chicas? ¡No hemos visto ninguna chica! ¡Sólo hemos visto nieve!

—¿Alsaciano? —preguntó inmediatamente el otro.

—No, es francés —dijo Halls en broma.

Todos se rieron. Desconcertado, aquel no supo qué contestar.

Merçi! —dijo con muy buen acento francés. Y me tendió la mano.

—Mi madre es alemana —añadí también en francés.

Ach gut —exclamó—. Votre Mutter ist Deutsche? Sehrgut.

La tierra volvió a temblar. Un trozo de techo se desmoronó sobre nuestros cascos.

—Eso no parece andar bien en vuestro sector —atajó nuestro sargento a quien le importaba un bledo que mi madre fuese alemana o china, y que sólo pensaba visiblemente en su pánico.

—¡Oh, se divierten! —contestó el otro—. Después de la zurra que recibieron hace tres días, se han calmado.

—¿Ah? —exclamó el sargento como si hiciese una pregunta.

—Sí, esos granujas nos obligaron a cruzar de nuevo el Don hace ya un mes. Tuvimos que retroceder a lo menos sesenta kilómetros. Pero ahora nuestro frente se afianza en la orilla oeste. Cuatro veces han intentado cruzar sobre el hielo. La última vez fue hace cinco días. Entonces, habríais visto otra cosa distinta. Nos atacaron durante dos días y sobre todo de noche. ¡Menudo follón! Así como me veis, todavía intento recuperarme. No hemos dormido mucho estos últimos tiempos. Tanto más cuanto nos habían prometido un contraataque, pero no ha pasado nada. Dentro de un rato echad un vistazo con los prismáticos y veréis: el hielo del río está cubierto de cadáveres de popov. Esos cerdos ni siquiera han ido a recoger sus heridos. Apostaría a que hay todavía algunos que gimen.

—Debemos aprovisionar a la… 2ª… Sección —declaró con ansiedad nuestro desgraciado sargento.

—¡Ah!, así lo veréis desde más cerca. Tendréis que ir hasta la orilla. Ellos la defienden… ¡Son terribles esos chicos! Parece ser que ocupan incluso el islote que está en medio del río. Bueno, creo que lo ocupan, porque lo perdieron una vez. Era de noche y se batieron a cuchillos, y por la mañana lo recuperaron. No debe de ser agradable estar allí, prefiero estar aquí, santo Dios.

—¿Cree usted que ese machaqueo precede un ataque?

—¡Hum… nunca se sabe con los rusos! Pero me extrañaría después de la escabechina del otro día. Todavía esperarán un poco.

Hacía un rato que nuestra artillería ya no disparaba y los proyectiles bolcheviques seguían cayendo a una cadencia lenta, pero regular. El soldado de los prismáticos entró agachándose y soplándose los dedos.

—Te toca a ti… (un nombre). Me castañetean los dientes.

El aludido se estiró gruñendo y, apoyándose en unos y en otros llegó a la salida.

—Nuestras baterías ya no tiran. ¿Estarán destruidas? —preguntó nuestro sargento al recién llegado.

—¡Qué cosas tiene usted! —repuso el otro sin dejar de calentarse los dedos entumecidos—. Esperemos que no. Estaríamos aviados aquí. Si no hubiésemos tenido esos cañones hace unos días, nos habrían arrollado. Espero que nuestros bravos camaradas de los «107» de corto alcance estén aún vivos.

—También lo deseo yo —afirmó nuestro suboficial dándose cuenta de su tontería—. Pero ¿por qué han dejado de tirar?

—Los jóvenes como vosotros deberían conocerlas dificultades de aprovisionamiento que padecen los combatientes. Nos vemos obligados a disparar con cuentagotas o a tiro hecho. Tanto la infantería como la artillería ahorran sus municiones todo lo que pueden. No obstante, hay que dar la impresión a los soviets de que estamos apurados, por lo que de vez en cuando contestamos con moderación. ¿Comprende?

—Sí, claro.

Hubo un silencio.

—Parece que no van a tirar más —dijo alguien de nuestro grupo.

—Sí, eso se ha calmado. Podríais aprovecharlo —sugirió uno de los muchachos de la geschnauz.

—¡Vamos allá, hijos míos! —suspiró nuestro sargento que parecía haber recobrado un poco de confianza.

¡Hijos míos! No se equivocaba mucho, pues parecíamos unos niños al lado de los combatientes del Don. Algunos cañonazos habían bastado para hacernos creer en el fin del mundo. Había una gran diferencia entre los fieros soldados que éramos en Polonia, cuando atravesábamos las aldeas con el fusil colgado del hombro y al paso y lo que parecíamos habernos vuelto ahora. ¡Cuántas veces me había sentido invulnerable! ¡Cuántas veces me había recorrido ese fiero sentimiento de orgullo que, por lo demás, experimentábamos todos! ¡Qué agradable resultaba a mis ojos ver perfilarse ante mí las hombreras ceñidas y los cascos gris verde indefinible de mis compañeros!

¡Qué espléndidos me parecían nuestros uniformes que se adaptaban perfectamente a la naturaleza! ¡Y el ruido de nuestros pasos! Todavía lo oigo, me gustaba aquel ruido… Creo, a pesar de todo, que todavía me gusta. Aquí, ya no tenemos aspecto de nada. Somos paquetes de trapos, con una lejanía en el interior, algo que tirita. Estamos reventados, subalimentados e increíblemente sucios. La inmensa Rusia parece habernos absorbido y, además, nuestro cometido de camioneros carece de penacho. Somos las fregonas del ejército. Nos morimos de frío como los demás, pero nuestro caso nunca es mencionado. Pertenecemos a servicios auxiliares y nos hacen sufrir, poco más o menos, lo mismo que al ejército regular.

Ahora, comparados con los hombres que combaten en el Don, parecemos jóvenes aprendices que atraviesan una enorme fábrica ocupada por gigantes que se ríen de nuestro terror. Es menester reconocerlo, los soldados peligrosamente expuestos parecen tener la moral más elevada que nosotros. Al menos en apariencia. Tienen aspecto de hombres mientras que nosotros, incluso a Halls con su complexión hercúlea, nos delata nuestro rostro juvenil. Más adelante, nuestra excesiva juventud nos salvará tal vez de la angustia del mañana. Mientras los de más edad, más conscientes, se sumirán en la desesperación de la que hasta los más cobardes resurgirán de vez en cuando con heroísmo, nuestra inconsciencia de chiquillos nos transportará de la alegría más sorprendente al miedo que nos reprime las lágrimas.

Abandonamos el refugio tímidamente. Nuestras miradas erraban sobre el cercano horizonte del parapeto que ocultaba la guerra. Cargamos otra vez nuestro peligroso peso. Todo parecía haberse calmado. No se oía ningún ruido. El día se hacía menos luminoso. Esta vez, avanzábamos por una sucesión de zanjas en zigzag y paralelamente al punto que debíamos alcanzar. En todas partes había refugios atestados de soldados congelados que buscaban una apariencia de calor junto a milagrosas pequeñas lámparas-estufas de gasolina.

En todas partes, a medida que íbamos avanzando, se nos hacía la misma pregunta. «¿Traéis correspondencia para nosotros?». En el cielo límpido, roncaron tres Messerschmitt que mil gargantas aclamaron. La confianza depositada por la Infantería a nuestra valiente Luftwaffe era absoluta. ¿Cuántas veces las familiares siluetas de nuestros aviones con cruces negras habían venido a aportar la postrer esperanza a los combatientes, desbaratando así los más furiosos ataques de los soldados rojos?

Tuvimos que apretujarnos a lo largo del muro de la trinchera que era ya angosta para el paso de los camilleros que llevaban, heridos, víctimas seguramente del reciente bombardeo.

Poco a poco nos acercábamos al extremo límite del frente alemán. La trinchera se hacía más estrecha y menos profunda.

Pronto tuvimos que hacer una especie de cadena y avanzar medio agachados para permanecer ocultos a los observadores enemigos. Repetidas veces aventuré una ojeada más allá del parapeto. A unos sesenta metros, las altas hierbas de la orilla del río se erizaban tiesas, cubiertas de escarcha. Era en aquel espacio, en una anchura más extensa, donde se hallaba la sección que habíamos de aprovisionar.

Avanzábamos casi a descubierto, saltando de un bache a otro, escalando los deslizamientos de tierra y de hielo que colmaban aquí y allá el virtual pasadizo que tratábamos de seguir. Descendimos a un enorme cráter donde un sanitario con abrigo de invierno curaba a dos soldados que apretaban las mandíbulas para no berrear. Por ellos supimos que por fin habíamos llegado a destino. No perdimos tiempo en examinar las posiciones de aquella maldita sección. Tras haber dejado rápidamente nuestras cajas en un agujero que nos señalaron, dimos media vuelta para un segundo viaje.

A la caída de la noche, llevábamos a cabo por fin el aprovisionamiento («prioritario», como nos enteramos enseguida) de aquel grupo de primera línea. Nada se había dicho después del bombardeo de aquella tarde, y los desventurados soldados de la orilla del Don se aprestaban a soportar otra noche glacial. Se decía que el termómetro subía, pero seguía helando muy fuerte.

Esperábamos dos de nuestros camaradas que se habían alejado para recoger las escasas cartas que habían podido escribir, a pesar del frío, algunos soldados de aquel sector avanzado. Con Halls y otro, estábamos sentados en la tierra endurecida por la helada, en una especie de banqueta oculta a las miradas enemigas.

—¿Dónde vamos a dormir esta noche? —murmuró Halls contemplándose la punta de las botas.

—Con seguridad al raso —murmuró nuestro compañero—. No veo ningún hotel por aquí.

—¡Venid por este lado! —gritó alguien de nuestro grupo—. Se ve muy bien el río.

Levantamos las nalgas de la tierra granosa para ir a mirar a través de una maraña de ramajes llenos de escarcha donde estaba camuflada una spandau apuntando hacia el este, lista para entrar en acción.

—Fíjate —me dijo Halls—, se diría que hay hombres tumbados en el hielo.

En efecto, numerosos cuerpos inmóviles, víctimas de la escaramuza de pocos días antes, seguían donde la muerte los había detenido. Los soldados de la geschnauz no habían exagerado en absoluto. Eran con seguridad cadáveres de rusos que no habían sido recogidos por sus compatriotas.

Traté de fijar mi mirada más lejos, aunque era difícil, pues la noche estaba cayendo, hacia lo que debía de ser el islote de que habíamos oído hablar. No se veía nada, aparte de los matorrales nevados que lo cubrían. Tal vez había soldados que, ocultos en algún hoyo, vigilaban en silencio. Más allá, en la bruma irrespirable que caía sobre aquel triste y lúgubre paisaje, la orilla opuesta se divisaba un poco. En aquella orilla terminaba la progresión alemana. En aquella orilla también los soldados rojos debían estar atentos.

Por fin yo había llegado a la línea del frente. Aquella línea que tanta aprensión me había ocasionado y que tanto, inconscientemente, había deseado conocer. Por de pronto, no pasaba nada. El silencio, apenas turbado por algunas voces, era total. A través de la bruma, me pareció percibir en el lado ruso algunas delgadas humaredas que se elevaban lentamente hacia el cielo. Otros camaradas me empujaron para mirar a su vez.

—¿Tanto os interesa eso? —no pudo por menos que decir uno de los granaderos que vigilaba al pie de la spandau—. De buena gana os dejaría mi puesto. Estoy harto de pasar frío.

No supimos qué contestar. Su puesto no era efectivamente muy envidiable. Estábamos cambiando impresiones con Halls cuando un teniente encapuchado saltó a nuestro hoyo. No tuvimos tiempo de saludarle. Ya se llevaba los prismáticos a los ojos y escrutaba más allá del refugio. Pasaron todavía unos segundos y luego unas sordas detonaciones, procedentes de detrás de nosotros, conmovieron de nuevo la atmósfera.

Casi enseguida se produjeron otras explosiones sobre el hielo del río que las repercutía al infinito. Los silbidos eran netos y muy seguidos. En un instante, todo el frente alemán se puso a disparar. El ruido de las piezas de corto alcance se confundía con la explosión de sus proyectiles. Todos nos desplomamos en el fondo del hoyo. Nos sentíamos perdidos. Nuestras miradas se cruzaban, angustiadas, haciendo preguntas a las que ninguno de nosotros podía responder.

—¡Ya está! ¡Ellos atacan! —murmuró alguien.

Los dos ametralladores no contestaron enseguida. Estaban al lado del teniente y contemplaban seguramente, a su vez, el Don. Hubo explosiones estridentes y muy cercanas y cañonazos, al contrario, muy sordos que parecían venir de debajo de tierra. Por fin, el granadero que tan generosamente nos había ofrecido su puesto hacía poco, se decidió a hablar.

—El hielo se rompe mejor esta noche. El frío es netamente menos penetrante. Pronto tendrán que pasar a nado.

Todas nuestras caras estaban vueltas hacia él. No comprendíamos gran cosa.

—Enviaremos al más ligero de nosotros —dijo—. Si el hielo resiste su peso, habrá que demolerlo.

—Este es el más ligero —dijo Halls con risa de conejo designando a un muchacho muy joven que estaba encogido.

—¿Qué he de hacer? —preguntó el infeliz, pálido de inquietud.

—Nada todavía, por el momento —bromeó el ametrallador.

El bombardeo cesó tan bruscamente como había comenzado. El teniente continuó sus observaciones durante unos cuantos minutos más y luego, saltando el parapeto, desapareció. Nosotros seguíamos allí, mudos e inmóviles. Para romper sin duda aquel silencio angustioso, nuestro sargento dio orden de abrir las fiambreras y de comer, en espera de los chicos del correo.

Sin mucho apetito, tragamos la comida helada cuyo sabor dejaba francamente que desear. Mientras degustaba los congelados productos, me acerqué al visor de la spandau y eché otra ojeada al río.

Lo que vi me explicó el bombardeo alemán de poco antes. Bloques de hielo, de unos sesenta centímetros de espesor, flotaban en el lecho del río. Aquellos bloques, machacados, rotos, formaban ahora témpanos cuyas crestas oscilaban al ritmo de la corriente, bajo el hielo del Don. Los obuses alemanes rompían todas las noches el hielo del río para impedir su acceso, como supe después, a las incesantes patrullas soviéticas, que, a pesar de todo, se aventuraban con gran peligro a través de aquellos bloques movedizos, que se enderezaban y chocaban entre sí con un ruido sordo y extraño.

Durante la noche, completamente cerrada, el estrépito de nuevas roturas que se producían entre los bloques sostenidos en ambas partes, se prolongaba de trecho en trecho.

Estuve largo rato contemplando aquella visión casi irreal que no logré traducir, suficiente rato para percibir, pronto, centenares de resplandores encenderse en la orilla este. Mudo de estupefacción, con el ojo pegado al visor, contemplé aquellos resplandores que ahora se intensificaban.

—¡Eh! —grité a los dos hombres de servicio—. Ahí ocurre algo.

Se precipitaron sobre mí y me empujaron para ver. Me quedé allí, con la cabeza metida entre las suyas.

—¡Diablos! Nos has asustado tú —rezongó uno de ellos—. No pasa nada grave. Los popov nos hacen creer que se calientan. Eso lo hacen todas las noches. ¡No es ninguna tontería, fíjate bien! Esos resplandores nos molestan. Mira, cuesta ver el río, y, aun con bengalas, impide seriamente la visibilidad.

No podía apartarme de aquella inquietante visión. En un horizonte desmesurado, los rusos habían encendido centenares de hogueras, no para calentarse, pues debían mantenerse a distancia, sino para deslumbrar a nuestros observadores. Efectivamente, cuando la mirada se fijaba en la orilla este del Don, se quedaba prendida de aquellas luces. Por contraste, el resto estaba sumido en la oscuridad. Así el enemigo realizaba numerosos desplazamientos que nosotros difícilmente podíamos descubrir. Las bengalas y los proyectiles trazadores permitían evidentemente ver mejor, pero su resplandor, aun siendo intenso, se encontraba limitado a medias por aquella alternancia de oscuridad y de luz practicada por el enemigo.

Yo me habría quedado más tiempo allí, fascinado por aquella manifestación de nuestros adversarios, si la señal de marcha no hubiese venido a sacarme de mi observación. No tuvimos muchas dificultades para volver atrás. La noche, que ningún ruido turbaba, ocultaba perfectamente nuestros desplazamientos.

En sus agujeros, se amontonaban los hombres. Los que dormían se habían cubierto con todo lo que habían podido encontrar. Nada asomaba, ni nariz ni orejas, hacía falta en verdad haberse acostumbrado a aquel género de vida para sospechar que, bajo aquel montón de ropas, un sutil mecanismo humano seguía viviendo y se esforzaba en recuperar sus fuerzas.

Otros, agazapados en el fondo de sus cubiles, jugaban a las cartas o escribían a la luz vacilante de una bujía o de una maravillosa estufilla-lámpara. Digo «maravillosa estufa», pues aquel aparato era verdaderamente formidable. Aquella lámpara-estufilla, de unos veinticinco centímetros de alto, podía ser alimentada con gasolina, petróleo y hasta gas-oil. Bastaba con regular el inyector y el paso de aire. Un reflector proyectaba detrás de un cristal el alumbrado obtenido por la espita de combustión. Entre los landser[5] circulaba un chiste según el cual el ejército tenía en estudio otra más perfeccionada. Aquella nueva súper lámpara debía, según se decía, distribuir cerveza.

Los que no dormían, o que no hacían guardia, absorbidos por el juego o la escritura, liquidaban el alcohol que era distribuido sin cuento al mismo tiempo que las municiones. «Los frascos de vodka, de schnaps y de licor del Terek, son tan numerosos como los proyectiles de Pak —me diría unos días más tarde un viejo infante que esperaba ser evacuado en el próximo tren sanitario—. Es la mejor manera de hacer héroes. El vodka purga el cerebro y dilata las fuerzas. Yo es lo que hago sin parar hace dos días. Con ello olvido que llevo siete pedazos de metralla en el cuerpo». Pudimos volver sin dificultad a nuestros dos trineos.

—¡Maldita sea! —gruñó Halls dirigiéndose a mí—. ¿Estoy soñando o es que el tiempo se ha vuelto suave? Sudo como un buey bajo mis harapos. Tal vez tengo fiebre. ¡Sólo me faltaría estar enfermo!

—Entonces yo también estoy enfermo —repliqué—. Tengo la impresión de haberme caído al agua.

—Es que habéis pasado mucho miedo hoy —se permitió decir el tipo que aquella tarde había gritado: «Me matarán».

—¡Vaya! Todavía estás tan verde como tu uniforme, y te atreves a criticarnos —repuso sencillamente Halls.

Nuestros trineos transportaban seis heridos, además de nosotros. Aunque menos cargados que a la ida, avanzaban más difícilmente. Los caballos parecían fatigarse. La nieve se ablandaba a ojos vistas. El viento transportaba partículas de nieve casi derretida, que no tardaría en transformarse en lluvia. Para nosotros, que habíamos pasado aquel terrible invierno, aquella suavización de la temperatura nos parecía propia de la Costa Azul.

Tardamos dos horas en reintegrarnos a nuestros barracones situados detrás del frente. No nos hicimos rogar para echarnos en las yacijas que nos eran destinadas. A pesar de la fatiga y de la zozobra de aquella ruda jornada, no conseguí cerrar los ojos enseguida. Las orillas del Don me volvían a las mente sin parar. Aún oía los maullidos de los proyectiles, amigos o enemigos, las deflagraciones de una violencia que no hubiese podido sospechar. ¡Y yo que encontraba que mi mauser hacía un ruido como para romperlos tímpanos! Los ejercicios en Polonia eran de risa al lado del estruendo de aquella tarde.

¡Y todos aquellos tíos vestidos de soldado que vivían como topos tiritando de frío! Cierto que no teníamos mucho más calor en nuestros camiones en la «tercera internacional»; había sido mucho peor incluso durante el aprovisionamiento en trineo. Pero aparte el frío, que evidentemente había conseguido matar a algunos de los nuestros, no nos exponíamos a ser despedazados por un obús ruso.

Los infantes de la orilla oeste del río tenían, además, que batirse. Ahí estaba toda la diferencia con nosotros los de la Rollbahn. Por lo demás, nos habían prometido que llegaríamos a ser como aquellos infantes, tropas combatientes, si lográbamos distinguir en nuestro servicio de aprovisionador. Aquella promesa, que nos había hecho el comandante cuando estábamos en el Wagenlager cerca de Minsk, se dirigía evidentemente a los jóvenes reclutas como Halls, Lensen, Olensheim y yo. La acogimos como un honor. Estábamos muy orgullosos de la confianza que no tardarían en otorgarnos. Los veteranos, quiero decir aquellos que habían combatido en Polonia o en Francia, los que a consecuencia de una herida considerada grave habían sido destinados a los servicios auxiliares de la Rollbahn, se burlaron de nuestro entusiasmo. Incluso intentaron aconsejarnos que nos mostrásemos ineficaces. Pero nosotros éramos sordos a sus consejos. Es verdad que lo hicieron estúpidamente, al repetirnos a cada momento que nuestro sitio estaba en la escuela. Nada mejor para vejarnos y hacernos envidiar a los Hitlerjugend a quienes les eran rendidos todos los homenajes y que desfilaban en los Kriegspiel entre aplausos atronadores y Sieg Heil!

Entonces, todos los sufrimientos soportados durante el largo periplo que nos había conducido cerca de Voronez debían ser considerados por nosotros mismos como pequeñas incomodidades de las cuales no teníamos derecho a quejarnos. En aquel universo de miedo y de muerte que era la vida de los soldados de primera línea, nuestras crueles dificultades no tenían ninguna posibilidad de ser tomadas en serio. Dondequiera que estuviésemos, hiciésemos lo que hiciésemos, nuestra situación nunca sería considerada como trágica. ¿Acaso no nos habían acusado de no darnos prisa y de retozar con las ucranianas? Los partes del diario del frente nos acusaban directamente y nos hacían casi responsables de la retirada de las tropas alemanas del Cáucaso, que se habían visto obligadas a replegarse en el nuevo frente más allá de Rostov. Por falta de aprovisionamiento, aquellas tropas se vieron forzadas a abandonar el terreno tan duramente conquistado para no correr la misma suerte que los combatientes de Stalingrado.

En los varios discursos que nos habían dirigido nuestros oficiales, se nos pedía a menudo hacer esto a pesar de aquello, avanzar a toda costa, hacer más de lo que era posible, disponerse a lo peor, hasta el sacrificio supremo. Habíamos tomado consciencia de nuestro deber y estábamos persuadidos de haber hecho más que lo necesario. En realidad, a pesar de nuestros esfuerzos no escatimados, a despecho de los sobrecogedores momentos que habíamos conocido, sólo habíamos hecho la mitad de lo que se esperaba de nosotros. ¡Sería necesario, pues, llegar al sacrificio absoluto! Ahora, la palabra cobraba toda su importancia.

Por lo tanto, no éramos más que unos inútiles, incapaces de arrostrar las pesadas responsabilidades que nos incumbían. No podríamos tener acceso a las unidades combatientes y seguiríamos siendo las fregonas insuficientemente vigilantes de la Wehrmacht. Yo no sabía ya qué desear. La condición de infante brindaba evidentemente más ocasiones de hacer el sacrificio de la propia vida.

«Sacrificio absoluto», había dicho el Alto Mando. Aquella palabra bailaba en mi cabeza y me aturdía. Con los ojos muy abiertos en la oscuridad impenetrable de nuestro barracón, me sumí poco a poco en el sueño como en un gran agujero negro.