Capítulo I

HACIA STALINGRADO

Estamos ahora estacionados a lo largo de un convoy ferroviario. Nos dan orden de formar los pabellones en la grava y de quitarnos la impedimenta. Debe ser aproximadamente un poco más de mediodía. Laus ha sacado algunas provisiones de su macuto y come. Su cara, aunque poco atractiva, se nos ha hecho familiar, y su presencia nos tranquiliza. Su gesto ha sido como una señal y todos sacamos nuestros víveres. Algunos devoran lo correspondiente a dos comidas. Laus se da cuenta y se conforma con declarar:

—¡Comed! ¡Tragadlo todo…! ¡Pero no habrá más suministros antes de ocho días!

Sin embargo, tenemos la impresión de comer solamente la mitad de lo que haría falta para saciar nuestro apetito de gigantes. Nos sentimos un poco reconfortados.

Hace dos horas que estamos aquí, y el frío comienza a invadirnos. Caminamos de un lado para otro cruzando algunas bromas. Pateamos para calentarnos los pies. Algunos logran escribir; yo tengo los dedos demasiado entumecidos para intentar hacer otro tanto. Me conformo con observar. Pasan ininterrumpidamente trenes de material de guerra. Hay un gran atasco en la estación, aproximadamente a unos seiscientos metros. Esta estación de apartado está muy mal organizada: los convoyes avanzan, retroceden después por tramos de vía donde otras compañías, venidas de no sé dónde, están de plantón lo mismo que nosotros. Ellos se apartan y dejan pasar el tren, que arranca pronto de nuevo en sentido inverso. ¡Es un verdadero lío!

El convoy al que estamos adosados parece haberse inmovilizado para siempre. Tal vez es mejor que no se ponga en marcha.

Para hacer un poco de ejercicio, me izo a la altura de las aberturas de los vagones por las que el ganado respira un poco de aire fresco. Pero en vez de ganado, este tren va cargado hasta los topes de cajas de municiones.

Hace ya cuatro horas que estamos aquí y estamos congelados, sin duda a causa de la inacción. A fin de matar el tiempo, echamos mano otra vez de nuestras provisiones. Es de noche, pero el tránsito prosigue a la luz de unas lámparas muy débiles. Laus también tiene aspecto de estar harto; se ha calado la gorra y se ha subido el cuello del capote. Camina de un lado para otro. Debe de haber hecho así por lo menos veinte kilómetros. Hemos formado un grupito de compañeros y no nos separaremos sino mucho más adelante. Hay caras que conozco desde Chemnitz: Lensen, Olensheim y Halls, tres alemanes que hablan el francés tan mal como yo el alemán; Morvan, un alsaciano; Uterbeick, un austríaco moreno y con el pelo rizado como un bailarín italiano que se separará de nuestro grupo poco tiempo después, y yo, un franco-alemán. Entre los seis hacemos progresos tanto en una lengua como en la otra, excepto ese pelmazo de Uterbeick, que no para de tararear canciones ligeras en italiano. Esas tonadas desentonan y son totalmente ajenas a oídos más acostumbrados a Wagner que a los compositores italianos y con más razón a esos lamentos de enamorado napolitano abandonado.

Halls lleva un reloj de esfera luminosa en el que podemos ver que son las ocho y media. Nuestra salida, sin duda, es inminente. No vamos a quedarnos aquí a dormir, de todos modos… Pues, sí, desgraciadamente, sí… Una hora más tarde, muchos de nosotros hemos sacado ya las mantas y nos hemos tumbado, por las buenas, con preferencia en sitios elevados a fin de aislarnos de la humedad. Algunos han tenido la audacia de acostarse debajo de los vagones. Con tal que el tren no arranque…

Nuestro sargento se ha sentado sencillamente sobre una pila de traviesas. Fuma un cigarrillo y tiene un aspecto derrengado por sus idas y vueltas sucesivas. Por lo que se refiere a nuestro grupo, no podemos hacernos a la idea de pasar la noche fuera. Es inadmisible que se nos haga dormir aquí. Pronto ordenarán la salida, y los tontos que no han tenido paciencia de esperar se verán obligados a recoger sus mantas a todo correr. En realidad, mejor hubiéramos hecho imitándolos y ganando al mismo tiempo dos horas de sueño. Han transcurrido dos horas más, y seguimos sentados sobre los guijarros del balasto. Cada vez hace más frío y empieza a caer una lluvia fina. Nuestro dulce sargento está confeccionándose una choza con las traviesas. ¡No es mala idea! Pone encima su manta impermeable y el viejo zorro se encuentra completamente a resguardo de la lluvia.

Ya es hora para nosotros de encontrar un refugio digno de este nombre. No podemos alejarnos de nuestras armas, que además hemos dejado con los cañones al aire ofrecidos a la lluvia. ¡Menuda bronca tendremos después! Los mejores sitios están ocupados, por supuesto, y no nos queda más remedio que cobijarnos debajo de los vagones. Claro que nosotros hemos pensado en meternos dentro, pero las puertas están cerradas con alambres perfectamente atados.

Refunfuñando, nos instalamos en este refugio inquietante y totalmente relativo. La lluvia cae de través y pasa por debajo de los vagones. ¡Si esto es el Ejército alemán…! Estamos furiosos. Más adelante, esta pequeña cólera me hará sonreír…

Hemos logrado, lo mejor que podíamos, protegernos de esa maldita lluvia. Fue mi primera noche al raso, si puede decirse. Huelga añadir que sólo pegué los ojos breves momentos. Recuerdo haber contemplado fijamente muchos ratos el enorme eje que era el dosel de mi cama. A través de mi fatiga me parecía verlo moverse como si el tren se pusiera en marcha. Yo me despertaba sobresaltado, comprobaba que nada se movía y luego volvía a sumirme en un duermevela seguido de nuevos sobresaltos. A las primeras luces del alba, salimos de aquel albergue improvisado, ateridos, estornudando y con caras de desenterrados.

A las ocho, a formar y en marcha hacia el andén de embarque. Halls no cesaba de hacer observar que podíamos habernos quedado un día más en el castillo y salir por la mañana temprano para estar aquí a esta hora. El pobre muchacho, igual que nosotros, todavía no tenía la menor idea de las necesidades deprimentes de la vida militar en tiempos de guerra. Era nuestra primera noche al raso y no había de ser la última. Pronto conocimos otras mucho peores.

Momentáneamente teníamos que escoltar trenes. Nuestra compañía había sido distribuida en tres largos convoyes de material militar, a razón de dos o tres hombres por vagón. Yo me encontré con Halls y Lensen en una plataforma cargada de alas con cruces negras y otras piezas cubiertas con lonas. Era un tren destinado a la Luftwaffe. Procedía, según las inscripciones que pudimos leer de Ratisbona y se dirigía a Minsk.

Minsk: Rusia. Tragamos saliva.

Nos perseguía la mala suerte, pues nos habían metido en un vagón descubierto y la lluvia se había transformado en nieve. Hacía un frío insoportable que el desplazamiento del tren acentuaba. Deliberadamente, nos metimos debajo de la gran lona que cubría un enorme motor de DO-17. El cierzo quedaba atajado, y apretándonos unos con otros logramos procurarnos un poco de calor. Estuvimos así una hora larga, riéndonos por naderías. El tren iba a unos sesenta kilómetros por hora, y no teníamos la menor idea de lo que pudiese pasar fuera. De vez en cuando, el ruido de un convoy que pasaba por nuestro lado, en sentido contrario, llegaba hasta nosotros.

De repente, a través del ruido de las ruedas, Lensen creyó percibir una llamada. Prudentemente, asomó la cabeza de nuestro refugio.

—Es Laus —dijo volviéndose despreocupadamente y tapándose otra vez con la lona.

Diez minutos más tarde, tiraron de ella y el sargento estallaba en cólera ante nuestras caras regocijadas. Laus llevaba casco, guantes y parecía en pleno servicio. Su capote y su cara estaban espolvoreados de nieve como todo el resto del tren que, detrás de su silueta, se perfilaba traqueteante. Retumbó un «¡Firmes!». Pero las sacudidas del vagón no permitieron ejecutar la orden con la rigidez generalmente exigida para esa posición.

La escena era francamente cómica y todavía veo aquel energúmeno de Halls zarandeado de derecha a izquierda sin querer abandonar su rigidez. En cuanto a mí, mi largo capote se enganchó en una de las numerosas piezas del motor de avión y no pude erguirme completamente. Tampoco Laus lograba encontrar una actitud digna. Irritado, apoyó una rodilla en el piso del vagón, y nosotros lo imitamos. Con un cierto retroceso, pudiera haberse creído, viendo nuestras cabezas tan cerca una de otra, que éramos un cuarteto de conspiradores que se murmuraban algún secreto al oído. En realidad, nos hacíamos regañar de una manera magistral.

—¡Qué diablos estáis haciendo ahí debajo! —chilló Laus—. ¿Dónde creéis que estáis? ¿Qué pensáis que estáis haciendo en este tren?

Halls, que era bastante espontáneo, se permitió cortarle la palabra a nuestro superior: era imposible estar en otro sitio que debajo de la lona, hacía un frío que pelaba y, además, no había nada que vigilar…

Era evidente que Halls, al decir aquello, daba muestras de una falta total de objetividad.

Como un gorila furioso, el sargento agarró a nuestro camarada por el cuello de la guerrera y le zarandeó violentamente, con una andanada de juramentos.

—¡Daré parte de esto! A la primera parada, os haré mandar a un batallón disciplinario. ¡Esto es sencillamente un abandono de puesto! Ponéis en peligro al pelotón… Si un vagón hubiese volado detrás del vuestro, ¿qué? ¡No habríais podido notar nada desde vuestro agujero!

—¿Por qué? —aventuró Lensen—. ¿Un vagón va a volar?

—¡Silencio, imbécil! Hay terroristas que se arriesgan a lo largo de las vías. Cuando no las vuelan, arrojan contra los convoyes que circulan despacio explosivos o artefactos incendiarios. ¡Estáis aquí precisamente para evitar esos actos! ¡Poneos los cascos y largaos a la parte delantera del vagón, o voy a tiraros por la borda!

No nos lo hicimos decir dos veces y, a pesar del frío que nos cortaba la cara, llegamos a los sitios indicados. Laus siguió avanzando entre los cargamentos, pasando de un vagón a otro aferrándose como podía. En realidad, el hombre no era un holgazán. Tenía una idea justa de las funciones que debía desempeñar. En ningún momento le vi eludir una misión. Es, sin duda, por esto por lo que yo le encontraba, sin haberle dirigido nunca la palabra, un lado simpático. Todos los demás feldwebel de la compañía eran, a mi juicio, menos exigentes en el servicio y pretendían reservarse para la faena importante; pero cuando fue necesario que lo demostrasen, Laus hizo tanto como ellos, si no más. Era el más viejo de todos. Ignorábamos si había conocido o no el frente. En realidad, era como todos los brigadas del mundo: temeroso de las responsabilidades y haciéndonos, al mismo tiempo, la vida imposible.

En el curso de la regañina, nos hizo observar, muy acertadamente, que si no éramos capaces de soportar un poco de frío, ¿qué iba a ser de nosotros cuando tuviésemos que enfrentarnos con el enemigo? Por lo que respecta a mí, Laus me había puesto los puntos sobre las íes. Me di cuenta súbitamente de mi papel.

¿No resultaría estúpido hacernos destrozar por un anarquista cualquiera antes de haber visto otra cosa?

Corríamos entonces a través de un bosque de abetos achaparrados y cubiertos de nieve. Yo podía meditar a gusto sobre el caso de conciencia que me había hecho entrever el feldwebel y al mismo tiempo admirar el paisaje. La Polonia del norte estaba verdaderamente poco poblada; sólo cruzamos unas cuantas poblaciones. De pronto, bastante lejos del tren, vi una silueta que corría a lo largo de la vía. No pensé ser el único que la hubiera visto, pero nadie, aparentemente, en los vagones que me precedían, reaccionaba.

Rápidamente, manejé el cerrojo de mi mauser, lo puse en buena posición sobre la caja que estaba delante de mí y apunté a aquel que no podía ser otro que un terrorista.

Nuestro tren iba despacio: la ocasión debía de ser buena para arrojar un explosivo. Pronto, el hombre llegó a mi altura. No distinguí nada anormal en su comportamiento; era sin duda un leñador polaco que se había acercado por curiosidad. Con los brazos en jarras, miraba tranquilamente. Me desconcerté: me había preparado para disparar y nada justificaba mi gesto. No pude aguantarme: apunté un poco por encima de su cabeza y apreté el gatillo.

La detonación sacudió el aire, y la culata de mi arma, que había apoyado nerviosamente, me golpeó violentamente el hombro. El pobre hombre escapó a todo correr temiendo lo peor. Estoy persuadido de que, con mi gesto desconsiderado, he ganado un enemigo más al Reich.

El tren no había aminorado la marcha. Unos instantes más tarde, Laus, que continuaba a pesar del frío sus interminables patrullas, apareció y me miró con curiosidad.

Nosotros habíamos decidido relevarnos, a pesar de las órdenes. Dos vigilábamos mientras el tercero intentaba calentarse bajo el toldo. Hacía aproximadamente ocho horas que viajábamos sin interrupción y nos asustaba la noche que tendríamos que pasar sin duda en aquellas condiciones. Hacía veinte minutos que yo sustituía a Halls, y hacía veinte minutos que no lograba dominar mi temblor de frío. La noche se avecinaba y quizá también Minsk. Nuestro tren corría por una vía única; tanto por el norte como por el sur estábamos rodeados de bosques sombríos. Hacía un cuarto de hora que nuestro convoy había acelerado su marcha, lo cual acababa evidentemente de congelarnos. Habíamos engullido, sin embargo, buena parte de nuestros víveres por no carecer de calorías.

Bruscamente, el tren frenó. Las zapatas de los frenos chirriaban sobre las ruedas sacudiendo brutalmente los enganches. Nuestra velocidad fue pronto la de un hombre en bicicleta. Vi la cabeza del tren girar a la derecha: nos encaminábamos por una vía secundaria o de estacionamiento.

Avanzamos unos cinco minutos más y el tren se detuvo. Dos oficiales se apearon de los primeros vagones y caminaron hacia la cola del convoy. Laus y dos suboficiales más fueron a su encuentro. Hablaron entre sí, pero no nos pusieron al corriente de nada.

Mirábamos con atención a uno y a otro lado. El bosque que nos rodeaba parecía propicio a toda suerte de agresiones. Estábamos allí hacía ya unos cuantos minutos, cuando se oyó el ruido lejano de un tren. Nos habíamos apeado para dar unos pasos y calentarnos; un toque de silbato acompañado de gestos nos instó a volver a nuestros puestos. En lontananza, por la vía de la derecha, venía una locomotora humeante y con todas las luces apagadas.

Lo que entonces vi, me heló de horror. Me gustaría ser un escritor de talento para describir el cuadro que se ofreció a nuestra vista. En primer lugar, y esto era lo que me habían ocultado las luces apenas visibles de la máquina, un vagón cargado de material ferroviario que la locomotora empujaba ante ella; después, la locomotora, humeante y jadeante, su ténder, y un vagón cerrado cuya abertura practicada en el techo dejaba pasar un corto tubo de estufa del que escapaba una ligera humareda, una cocina de campaña, sin duda. Detrás de aquel vagón, venía otro, de altos costados, lleno de soldados alemanes armados. Una ametralladora apuntaba al resto del convoy: los otros vagones estaban formados por plataformas más o menos semejantes a la nuestra, pero su cargamento era muy diferente. En el primero que pasó ante mis ojos estupefactos, vi delante una masa confusa. Mirando mejor, distinguí hombres apilados unos sobre otros. Detrás, otros estaban agachados o de pie, apretujados unos contra otros. Todos los vagones iban llenos a rebosar. Uno de nosotros, más listo que yo, dejó escapar tres palabras:

—Son prisioneros rusos.

Me había parecido reconocer los capotes pardos que había visto una vez en los alrededores del castillo, pero era casi de noche. Halls me miró. A pesar de las quemaduras rojas que el frío había hecho en su cara, estaba pálido.

—¿Has visto? —me dijo quedamente—. Apilan sus muertos delante de ellos para protegerse del frío.

—¡Cómo! —exclamé, estupefacto.

En efecto, cada vagón tenía su coraza de cadáveres. Petrificado por aquella visión horrenda, no podía apartar la mirada del espectáculo que desfilaba lentamente ante mis ojos. Vislumbré rostros exangües, pies descalzos atiesados por el frío y la muerte.

Acababa de pasar el décimo vagón cuando se produjo algo más terrible aún. El macabro cargamento, mal equilibrado, acababa de dejar resbalar cuatro o cinco cadáveres a lo largo de la vía. El tren fúnebre no se había parado… únicamente se le acercó un grupo formado por nuestros oficiales y suboficiales. El convoy siguió desfilando; era interminable. Impelido por no sé bien qué curiosidad, salté de mi vagón y me acerqué a los oficiales. Extraviado, saludé y pregunté farfullando si aquellos hombres estaban muertos. Un oficial me miró, extrañado, y me di cuenta de que acababa de abandonar mi puesto. El debió darse cuenta de mi zozobra y no me hizo ninguna observación.

—Creo que sí —dijo tristemente—. Ayudarás a tus camaradas a darles sepultura.

Luego se volvió y se alejó. Halls me había seguido. Volvimos a nuestro vagón a buscar unas palas y comenzamos a cavar una fosa un poco más allá del talud. Laus y otro registraban los cadáveres en búsqueda de algún documento de identidad —me enteré más adelante de que la mayor parte de aquellos pobres diablos no tenían estado civil. Halls y yo tuvimos que apelar a todo nuestro valor para arrastrar a dos de ellos, sin mirarlos, dentro de la fosa. Estábamos cubriéndolos de tierra, cuando el silbato de la salida nos reclamó.

Estábamos sobrecogidos. Cada vez hacía más frío. Un inmenso asco se adueñaba de mí.

Una hora más tarde, nuestro tren corría, entre dos filas de construcciones, que, a pesar de la falta de alumbrado, nos parecieron más o menos destruidas. Nos cruzamos con otro tren menos siniestro que el anterior, pero no muy reconfortante. Estaba formado con grandes vagones marcados con cruces rojas. Percibimos camillas por las ventanillas; debía tratarse de heridos graves para que los transportasen así. En otras ventanillas, unos soldados cubiertos de vendajes nos hacían señas amistosas.

Por fin, llegamos a la estación de Minsk. Nuestro tren se detuvo junto a un largo andén en el que se ajetreaba multitud de gente: militares armados, otros con uniforme de faena, paisanos, prisioneros rusos encuadrados por otros prisioneros que llevaban un brazal rojo y blanco. Estos, que solían ir armados con una schlague o una sólida porra, eran los delatores de los famosos «comisarios del pueblo», anticomunistas que reivindicaban el derecho de vigilar a sus camaradas. Aquello nos era muy útil. Nadie mejor que ellos para obtener un buen rendimiento de trabajo.

Hubo órdenes en alemán y después en ruso. Un gentío se acercó a nuestro tren y los trabajos de descarga comenzaron a la luz de los faros de los camiones estacionados en el andén. Tomamos parte en aquel trabajo que duró casi dos horas y nos calentó un poco. Nuevamente, echamos mano a nuestras provisiones. El tragón de Halls había agotado ya casi la mitad de las suyas en dos días. Nos acantonaron para pasar el resto de la noche en un gran edificio, donde dormimos casi decentemente.

El día siguiente nos enviaron a un hospital militar donde nos administraron una serie de inyecciones. Estuvimos allí dos días. Minsk tenía aspecto de haber sufrido realmente. Había muchas casas despanzurradas, fachadas destrozadas por la metralla. Algunas calles eran impracticables para toda clase de vehículos. Los cráteres de obús o de bombas se tocaban, se cabalgaban incluso. A veces, aquellos hoyos alcanzaban cuatro y cinco metros de profundidad. ¡Debió haber habido jaleo por allí! Pistas formadas por tablas y otros materiales cruzaban aquel caos. De vez en cuando, cedíamos el paso a una mujer rusa que llegaba cargada con un gran saco de provisiones y seguida siempre por tres o cuatro críos que nos contemplaban con ojos increíblemente redondos. Había también curiosas tiendas cuyos angostos escaparates rotos estaban sustituidos por tablas o sacos de paja. Por ver lo que vendían, Halls, Lensen, Morvan y yo, hicimos algunas incursiones por ellas. Había grandes jarros de gres, pintados de colores diferentes, llenos de un líquido donde se maceraban plantas —bebidas, sin duda— o varias clases de legumbres secas. Otros contenían una melaza indefinible, entre confitura y mantequilla.

Como no sabíamos decir siquiera buenos días en ruso, entrábamos en aquellos establecimientos hablando entre nosotros. Por lo general, los pocos rusos que se encontraban en ellos callaban y se quedaban en una actitud medio ansiosa medio sonriente. El dueño o la dueña solían acercarse a nosotros con una pálida sonrisa y nos ofrecía con gestos generosos cucharadas de aquellos famosos productos a fin de domesticar a los feroces guerreros que veían en nosotros.

A veces nos ofrecían una fina harina amarillenta mezclada con aquella melaza. No tenía un sabor desagradable y recordaba, de lejos por supuesto, a la miel. El único lado repelente era el exceso de grasa. Siempre veré la cara de aquellos rusos que sonriendo nos tendían aquella papilla diciendo algo así como: urlka. Nunca supe si quería decir: «Tomen, coman», o si era sencillamente el nombre del mejunje aquel. Hubo días en que nos corrimos verdaderas bacanales a base de urlka, lo cual no impedía que nos encontrásemos a las once en punto ante el rancho.

Halls aceptaba todo lo que le ofrecían los rusos tan cortésmente. Había momentos que me asqueaba. Presentaba su escudilla a las distribuciones de los comerciantes soviéticos que volcaban en ella riéndose unos preparados tan variados como pringosos. En su recipiente, se mezclaban el famoso urlka, trigo cocido, arenques salados cortados a trozos y muchas cosas más. El cerdo de Halls se tragaba todas aquellas mezclas con una satisfacción evidente.

En realidad, aparte aquellos momentos de distracción sacados en los intervalos de nuestras numerosas ocupaciones, no teníamos demasiado tiempo para divertirnos. Minsk es un gran centro de suministro del Ejército. Cargas y descargas se sucedían sin cesar.

La tropa estaba notablemente organizada en aquel sector. El correo era distribuido; había cines para los soldados con permiso, a los que nosotros no teníamos derecho, bibliotecas, restaurantes regidos por paisanos rusos, pero reservados tan sólo a los militares alemanes. Eran bastante caros y, en lo que a mí respecta, nunca estuve en ellos. Halls, que lo habría sacrificado todo para atiborrarse, gastó en ellos sus escasos marcos, y parte de los nuestros. Estaba convenido que debía contárnoslo todo detalladamente; no dejaba de hacerlo y con aliño. Y se nos caía la baba de satisfacción escuchándolo.

Estábamos mucho mejor alimentados que en Polonia y teníamos la posibilidad de procurarnos casi gratuitamente lo que deseábamos en suplemento. Era muy necesario, por lo demás. El frío, aquel principio de diciembre, se había hecho muy vivo. Alcanzaba los trece o catorce grados bajo cero, y la nieve que caía en abundancia no se fundía. Había trechos en los que alcanzaba un metro. Evidentemente, ello dificultaba seriamente el aprovisionamiento del frente y, según decían los infantes que bajaban de las avanzadillas donde el frío era más penetrante que en Minsk, los desventurados se repartían raciones ridículas. El frío y la falta de calorías engendraban numerosas dolencias físicas, tales como congestiones pulmonares, miembros helados, etc.

El Reich hizo en aquella época un inmenso esfuerzo por preservar a sus tropas de ese enemigo implacable que es el invierno en Rusia. Vimos amontonarse en Minsk, Kovno y Kiev enormes pilas de mantas, ropas especiales, pieles de carnero, botas con gruesas suelas aislantes y cuya caña, que parecía de fieltro, estaba hecha, al parecer, de cabellos aglomerados, guantes, gorros forrados de piel de gato, lámparas-infiernillos que igual funcionaban con gasolina o con fuel que con alcohol solidificado, montañas de raciones en cajas de cartón, acondicionadas para luchar contra el clima y mil cosas más que se apilaban en los gigantescos depósitos. En Minsk teníamos de todo. A nosotros, los conductores de la Rollbahn, nos incumbía transportar todo aquello a los puestos avanzados, donde los desventurados combatientes lo esperaban desesperadamente.

Hacíamos más de lo humanamente posible y, sin embargo, no bastaba. Lo que hubimos de sufrir, no a causa del Ejército rojo que prácticamente no había hecho más que huir hasta entonces, sino del frío, es difícil de explicar. Más allá de los grandes centros, el cuerpo de Ingenieros alemán no había tenido tiempo de reparar las carreteras, escasas de por sí, o de abrir otras. Mientras nosotros hacíamos gimnasia aquel otoño, la Wehrmacht, tras un avance extraordinario, se atascaba con todo su material en increíbles barrizales. Después, los primeros hielos vinieron a solidificar las enormes rodadas de las pistas que conducían hacia el este. Los vehículos de los transportistas habían sufrido terriblemente en aquellos caminos por los que sólo los carros podían aspirar a una medía horaria. No obstante, el endurecimiento del suelo permitió momentáneamente el aprovisionamiento de las tropas. Luego el invierno volcó masas de nieve sobre la inmensidad rusa paralizando una vez más el tránsito.

Así estábamos, aquel mes de diciembre de 1942, esforzándonos en quitar con palas la nieve que volvía a caer el mismo día para permitir a nuestros camiones que recorrieran veinte o treinta kilómetros en una mañana. Bajo la nieve, el suelo duro como una piedra, nos revelaba su siniestro relieve de protuberancias o de baches, que debíamos apisonar o volar a fin de nivelarlo. Por la tarde, nos dábamos prisa para encontrar un refugio donde pasar la noche.

Tan pronto era una barraca habilitada por los ingenieros como una isba o una casa cualquiera. A veces, nos encontrábamos cincuenta hombres apretujados en un cobijo hecho para albergar un matrimonio y dos hijos. Lo mejor eran aún las grandes tiendas especiales para Rusia. Altas y puntiagudas como teepees, muy bien acondicionadas y hechas para nueve hombres, que generalmente ocupaban veinte. De todos modos, no eran en número suficiente para nuestros efectivos. Afortunadamente, habíamos hecho una razzia de raciones para el frío y, gracias a una nutrición suficiente, aguantábamos más o menos bien. Sólo nos lavábamos cuando era posible, es decir, muy raramente. Los parásitos comenzaban a multiplicarse en algunos de nosotros y, cuando regresábamos a Minsk, lo primero a hacer era pasar por la desinfección.

Empecé a estar hasta la coronilla de la santa Rusia y de aquel oficio de camionero. Como todo el mundo, le tenía aprensión al bautismo de fuego, pero llegué a desear servirme por fin de aquel mauser que arrastraba conmigo hacía una eternidad y que, hasta el momento, no me había sido de ninguna utilidad. Me parecía que si disparaba contra algo me vengaría del frío y de mis ampollas. Tenía las manos llagadas a fuerza de manejar la pala. Y mis guantes de lana, desgastados por aquel ejercicio, dejaban asomar la punta de mis helados dedos. Tenía tanto frío en las manos y en los pies que a ratos el dolor me repercutía en el corazón. El termómetro señalaba veinte y veintiún grados bajo cero.

Estábamos acantonados a unos veinte kilómetros al norte de Minsk guardando un inmenso parque de vehículos. Ocupábamos las siete u ocho casas de la aldea. Una sola, la mayor, estaba habitaba por un matrimonio ruso y sus dos hijas. Se llamaban Jorsky y se decían originarios de Crimea, «un país muy bonito», según ellos. El marido hablaba alemán mejor que yo. Tenían una especie de cantina en la que podíamos comer y beber pagando, por supuesto. Pero allí, encontrábamos, en otro ambiente que el de nuestros acuartelamientos, algunos camaradas con los cuales bromear.

La nieve había cesado de caer, pero el frío se hacía cada vez más vivo. Hacía aproximadamente una semana que nuestra compañía estaba allí. Aquella tarde, me disponía a hacer mis dos horas de guardia. Había cruzado el parque, donde medio millar de vehículos de todas clases estaban inmovilizados y medio hundidos en la nieve. La víspera me había producido cierta aprensión recorrer aquel rincón en plena noche. Un guerrillero podía muy bien ocultarse entre los coches y matarnos fácilmente cuando pasáramos. Pero, poco a poco, me había hecho a la idea que la guerra, si existía, debía estar en otra parte. Los únicos rusos que yo había visto eran prisioneros o comerciantes. Y sin duda no vería otros nunca.

Hecho a esa idea, me dirigía a mi puesto siguiendo los senderos que habíamos trazado en la nieve. Se encontraba a unos quince metros de los primeros vehículos. Una trinchera de un metro de profundidad conducía a él, lo que habría permitido en caso de ataque avanzar o replegarse hasta los coches sin exponerse. Los bordes de la trinchera habían sido realzados con setenta centímetros de nieve, que cada nevada nos hacía quitar. Me subí a la caja que permitía al centinela ver un poco más lejos. Iba envuelto en una manta, sobre el capote, lo cual entorpecía mis movimientos.

Me había negado a beber aguardiente porque su sabor me daba náuseas y me dispuse a tiritar una vez más. La noche era clara, y habría visto un cuervo posarse a cien metros. A lo lejos, el horizonte estaba cortado por una masa de arbustos achaparrados. Tres de las cuatro líneas telefónicas que cruzaban nuestro campamento se prolongaban en direcciones diferentes. Sus postes plantados irregularmente soportaban con dificultad los hilos, que a veces pendían hasta el suelo.

Mi nariz comenzaba a sentir la quemadura del frío, pues era la única parte del cuerpo que no llevaba tapada. Me había calado profundamente la gorra, cuyos bordes bajados tapaban más que las orejas, y encima llevaba el casco reglamentario para la guardia. El cuello del jersey que me habían enviado mis padres, se juntaba con la gorra.

De vez en cuando echaba una ojeada a lo que estaba guardando y me preguntaba qué haríamos si tuviésemos que desplazar rápidamente todos aquellos vehículos. Los motores deberían ser puestos condenadamente a todo gas.

Llevaba allí una hora larga cuando en la linde del parque apareció una sombra. Salté bruscamente al fondo de mi hoyo. Antes de sacar las manos tan cómodamente escondidas en el fondo de los bolsillos, arriesgué un vistazo por encima del parapeto. La silueta venía en mi dirección; no podía ser otro que uno de los nuestros que hacía la ronda de los puestos. ¿Y si fuese un bolchevique?

Rezongando, saqué las manos de su refugio y agarré el fusil. El cerrojo, pegadizo de escarcha me mordió los dedos. Por si acaso, lo manejé y lancé un: Wer da? Una respuesta lógica me llegó y mi bala se quedó en el cañón. De todos modos, hice bien de tomar aquellas precauciones elementales: era un oficial que hacía su ronda. Lo saludé.

—¿Todo va bien?

—Sí, mi teniente.

—Bueno, entonces, Gute Weihnacht !

—¡Cómo! ¿Es Navidad?

—Sí. Mira allá abajo.

Señalaba la casa de los Jorsky. El techo cargado de nieve descendía hasta el suelo; las estrechas ventanas estaban más iluminadas de lo que permitían las normas de oscurecimiento. En su luz, vi agitarse las siluetas de mis camaradas. Pronto, una alta llama brotó de una enorme hoguera que debieron prender con gasolina.

En el silencio de aquella helada noche, se elevó lentamente un canto murmurado por trescientos pechos. O Weihnacht! O stille Nacht…! ¿Sería posible…? ¡No me importaba nada lo que ocurría en el exterior del campamento! Mi mirada no podía apartarse del inmenso resplandor de la hoguera. Sus destellos iluminaban los rostros más próximos, los otros se perdían en la oscuridad. El canto se elevaba poderosamente, cantado a varias voces. No sé si es a causa de las condiciones en que se desarrollaba aquella noche de Navidad, pero no creo haber oído después nada tan bello.

Todos los recuerdos de mi primera juventud tan reciente me volvían a la memoria por primera vez desde que era soldado. ¿Qué harían aquella noche en mi casa? ¿Qué ocurría en Francia? Los partes nos habían anunciado que numerosas tropas francesas combatían ahora a nuestro lado. Aquello me reconfortaba. Alemanes y franceses iban de la mano. ¡Era formidable! Pronto dejaría de tener frío. La guerra terminaría. ¡Cuántas cosas que contar! Aquella Navidad no me había traído ningún regalo tangible, pero tantas noticias buenas sobre la armonía de mis dos países que me sentía colmado.

Ahora ya era un hombre, y rechazaba en mi interior una idea tonta que me perseguía, un pensamiento que me daba vergüenza: deseaba un juguete mecánico muy bonito.

Mis compañeros seguían cantando. En todo el frente, millones de soldados debían de cantar como ellos. Ignoraba que a la misma hora, los carros T-34 soviéticos, aprovechando la tregua que debía traer la Navidad, aplastaban los puestos avanzados en el sector de Armotovsk. Ignoraba que mis camaradas del VI Ejército donde se encontraba uno de mis tíos, morían a millares en el infierno de Stalingrado. Ignoraba que las ciudades alemanas sufrían los monstruosos bombardeos de la RAF y de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos.

Y nunca me hubiese atrevido a pensar que los franceses rechazaban la entente francoalemana engendrando el drama de los francotiradores y el de las represalias.

Fue la Navidad más bella que he conocido. Estaba hecha de desinterés y despojada de todo lo accesorio de mal gusto. Me encontraba solo bajo aquella inmensidad estrellada y creo recordar que sentí resbalar una lágrima por mis mejillas heladas. Aquella emoción no significaba ninguna alegría, solamente la sinceridad sentida en aquel instante.

Cuando volví, los oficiales habían hecho cesar el jolgorio y la hoguera estaba apagada. Halls me había guardado media botella de schnaps. Bebí unos sorbos para no decepcionarlo.

Pasaron cuatro días más, seguía helando muy fuerte y las borrascas de nieve seguían enfriando la atmósfera. Sólo salíamos para algún servicio urgente y quemábamos toneladas de leña. Las casas estaban concebidas para conservar el calor, y a veces hasta hacía demasiado. Estábamos bien. Como siempre, entonces fue cuando empezaron los inconvenientes.

Los nuestros comenzaron a las tres de la madrugada. Uno de nuestros centinelas empujó ruidosamente la puerta de nuestra isba dejando penetrar una corriente de aire glacial y dos militares. La piel azulada y rígida de sus rostros les daba la misma expresión estereotipada. Se acercaron a la estufa y no hablaron enseguida. Yo no fui el último en gritar que aquellos idiotas cerrasen la puerta. Sonó un juramento seguido de un «¡Firmes!». Como nos quedamos mirándonos, un poco sorprendidos y sin reaccionar, el que había chillado derribó de una patada la banqueta que tenía cerca. Después se abalanzó, al mismo tiempo que repetía la orden, hacia la yacija improvisada de uno de los nuestros. Con violencia, arrancó el cúmulo de mantas, capotes, guerreras, etc., con que nuestro compañero se había tapado. A la débil claridad que arrojaba la estufa, reconocimos las charreteras de un feldwebel.

—¡A ver si salís de vuestras perreras, cerdos! —gritó derribando todo lo que estaba a su alcance—. ¿Quién es el jefe de dormitorio, aquí? ¡Qué vergüenza! ¿Así es cómo creéis que vamos a detener la ofensiva rusa? ¡Tenéis diez minutos para embalar vuestras basuras, o hago que os echen a todos fuera, en cueros!

Atontados de sueño, estupefactos por aquel despertar inesperado, recogimos apresuradamente nuestros efectos. Aquel loco furioso, seguido por el otro soldado aterido, salió dejando la puerta abierta y se fue a sembrar el pánico en la isba de enfrente. No comprendíamos el motivo de aquella intrusión. Aquellos tipos habían logrado llegar hasta allí en sidecar desde Minsk, según nos dijo nuestro centinela que no las tenía todas consigo. Debieron tardar bastante tiempo en recorrer los veinte kilómetros, y esto los había puesto furiosos.

Por mucho que el feldwebel chillara como un demente, que zarandease a varios de nosotros, necesitamos no menos de veinte minutos para estar alineados en posición de firmes sobre la nieve. El propio Laus había sido sacado de un profundo sueño y trataba de hacernos creer que estaba de acuerdo con su furibundo colega para animamos, El feldwebel, que no se calmaba, nos dirigió la palabra:

—Deberéis uniros a la unidad del comandante Utráner estacionada en Minsk, antes del amanecer.

Luego, volviéndose hacia Laus:

—Tomará usted quince camiones en el parque y se dirigirá adonde le he dicho.

¿Por qué no había telefoneado la orden en vez de ponerse en un estado semejante? Nos enteramos después que la línea telefónica había sido cortada en cuatro sitios mientras dormíamos tranquilamente.

Lo que nos costó poner en marcha y sacar los vehículos del parque apenas puede creerse. Tuvimos que arrastrar los barriles de gasolina y de alcohol, llenar los depósitos de los radiadores, enchufar las baterías, extenuarse en poner en marcha los motores a manivela y quitar unos metros cúbicos de nieve para abrir un paso. Cuando, por fin, los quince camiones estuvieron listos, nos pusimos en camino hacia Minsk siguiendo la carretera nevada que tomara el feldwebel para llegar hasta nosotros. Uno de los vehículos dio un bandazo sobre el piso resbaladizo y tardamos a lo menos media hora en sacarlo de la cuneta donde se había metido. Tuvimos que engancharlo a otro camión que patinaba; casi toda la compañía acudió a ayudarnos y llevamos el maldito camión hasta la carretera. A eso de las ocho de la mañana, mucho antes del amanecer tardío de aquellas regiones, nos reunimos con Utráner y su regimiento. Todos aquellos esfuerzos no habían logrado calentarnos y tiritábamos, como de costumbre. No tardamos en ser dos o tres mil en una espaciosa plaza. En Minsk había una intensa efervescencia.

Pronto los altavoces colocados en diversos puntos volcaron un discurso desde el Alto Mando. Se nos hacía observar que hasta un ejército victorioso tiene sus muertos y sus heridos; que nuestro cometido era transportar a toda costa, a pesar de las dificultades de las que se decía tener conocimiento, los víveres, las municiones y todo el material que necesitaban las tropas combatientes. Nuestro convoy debía llegar por los medios que fueran a las orillas del Volga para permitir a Von Paulus llevar a término su victoriosa batalla. Mil ochocientos kilómetros nos separaban de nuestro destino. No teníamos un minuto que perder.

Desde todos los puntos de Rusia, las unidades de transmisiones hicieron prodigios para llegar a Stalingrado. El VI Ejército no quedó abandonado a su suerte, tengo motivos para saberlo. Los convoyes libraron combates sin cuartel contra las bandas rojas encargadas de entorpecer el transporte de aquel aprovisionamiento que esperaba Von Paulus; aquellas bandas, poderosas sin embargo, chocaron con unas unidades móviles temiblemente armadas que les infligieron enormes pérdidas. El verdadero enemigo, aquel contra el que la Wehrmacht no pudo nada, fue el invierno terrible que paralizó literalmente nuestros transportes. La Luftwaffe aprovisionó, mientras el tiempo lo permitió, a los desdichados combatientes de Stalingrado. Y aún después de haber abandonado los campos de aviación situados al nordeste de la ciudad mártir, los aviadores lanzaron en paracaídas todo lo que pudieron, y sólo cesaron cuando todo despegue comportaba un suicidio.

Nos pusimos en camino después del rancho de las once. Me había quedado algo apartado de mis mejores camaradas y me encontré con dos tipos a bordo de un DKW de cinco toneladas y media cargado de armas pesadas automáticas, íbamos a buena marcha por una calzada despejada. Los paleadores debieron de haber arrimado bien el hombro por allí. A ambos lados de la carretera, la nieve apartada formaba una muralla de dos metros y medio o tres metros. Llegamos a un poste indicador erizado de media docena de rótulos orientados según los vientos. En el que indicaba la dirección que seguíamos, pude leer: «NACH PRIPET, KIEV, DNIEPR, ICHARKOV, DNIEPROPETROVSK».

Nuestras tropas habían movilizado a todas las personas capaces de sostener una pala e hicimos cerca de cien kilómetros en buenas condiciones. Pronto llegamos a una altura desde donde el inmenso panorama ucraniano apareció bajo una luz gris amarillenta.

Delante de nosotros, los diez o doce vehículos precedentes habían aminorado seriamente la marcha. Una compañía de soldados se esforzaba delante de ellos quitando nieve. Un gran camión empujaba un trineo armado de una especie de ventilador que expulsaba la nieve en todos sentidos. Más allá, la nieve se extendía, inmaculada, hasta el infinito con un espesor de cuarenta a sesenta centímetros. Las abundantes nevadas tapaban el paso de cada convoy y era necesario descubrir la pista con brújula. Nuestro oficial y sus subalternos se adentraron un poco más allá del terreno despejado y, con nieve hasta por encima de las botas, examinaban el horizonte preguntándose cómo lo harían para avanzar en aquel algodón. A bordo del DKW, donde todos los cristales de las cabinas estaban cuidadosamente bajados, mi compañero y yo disfrutábamos de la tibieza que nos proporcionaba el motor en marcha.

Los dos estábamos silenciosos. Hay que decir que la época no era propicia a las conversaciones ociosas. Todos íbamos en busca de un poco de bienestar. Esto puede parecer hoy algo elemental, pero durante aquel período los que tenían la suerte de aprovechar un poco de confort tenían la sensación de disfrutar de un lujo ilegítimo. Como acabo de decir, no pude abandonarme a mis meditaciones. Ya nos hacían apear de las máquinas y nos distribuían palas. No había bastantes para todo el mundo. Nuestros suboficiales nos ordenaron valernos de cualquier cosa, pero había que hacer avanzar el convoy contra viento y marea. Algunos paleaban con una tabla, un casco, un plato…

Con otros dos tipos empujé la tabla trasera de un camión esperando que me sirviera de quitanieves. A pesar de toda nuestra buena voluntad y de todos nuestros esfuerzos, no logramos desprender la pesada plancha. El silbato de un feldwebel interrumpió aquella labor desordenada.

—¡Hum! —gruñó—. ¿Qué esperáis conseguir con ese procedimiento? Venid conmigo, vamos a buscar mano de obra. Coged vuestras armas.

Sin darlo a entender, me puse muy contento, pues prefería cualquier cosa a palear. Di las gracias interiormente a los idiotas a los que debía la técnica del quitanieves improvisado. Pisamos los talones del feldwebel. Yo no tenía la menor idea del lugar dónde aquel hombretón contaba con encontrar mano de obra. Desde nuestra salida de Minsk sólo habíamos atravesado dos aldeas sin vida. Con el fusil al hombro, nuestro pequeño grupo abandonó la pista trazada por nuestros camiones y torció hacia el norte. No exagero si digo que nos hundíamos en la nieve hasta las rodillas, lo cual hacía excesivamente penosa nuestra marcha.

Hacía diez minutos que me esforzaba en seguir al suboficial que caminaba a unos cinco metros delante de mí. Jadeaba y bajo mis pesadas ropas, empezaba a sentir el sudor que me resbalaba por la espalda. Mi respiración proyectaba ante mí unos largos chorros de vapor que desaparecían instantáneamente en el aire helado. Avancé, pues, mirando solamente las profundas huellas que dejaba el feldwebel. Intentaba poner los pies exactamente en sus huellas, pero él era más alto que yo y esto me obligaba a pegar un salto a cada paso. Evité mirar al horizonte, que, por la gran distancia, me parecía inmenso. Un ralo bosquecillo de abedules tapó pronto el convoy a nuestra mirada.

Pequeños hasta ser irrisorios, seguíamos avanzando en aquella blanca inmensidad. Yo seguía preguntándome dónde esperaba el suboficial encontrar la famosa mano de obra. Hacía ya casi una hora que andábamos. De pronto, en la calma absoluta de los paisajes de nieve, un rugido progresivo llegó a nuestros oídos. Nos detuvimos.

—Ya no estamos muy lejos —se contentó con decir nuestra madre clueca—. ¡Lástima, ese lo perderemos!

No comprendí lo que quería decir, pero el ruido se hacía más preciso y percibí a nuestra izquierda un trazo negro que se estiraba sobre la nieve. ¡Un tren…! Había cerca una vía férrea. Como no estaba rematada por los tradicionales hilos eléctricos que siguen a los raíles por lo general, yo no había notado nada. No veía muy bien qué podía hacerse con un tren. ¿Quizá transbordar nuestra carga?

El convoy pasó muy despacio a quinientos metros delante de nosotros. Era largo; de trecho en trecho, una de las cinco locomotoras que lo arrastraban escupía una bocanada de vapor imponente que se esfumaba, sin embargo, como por encanto.

Aquel convoy debía ir provisto de un dispositivo especial para quitar la nieve. Un cuarto de hora más tarde estábamos al borde de la vía.

—Por aquí pasan muchos trenes de aprovisionamiento para nuestras tropas —dijo el feldwebel—. Están formados por vagones de material y también por algunos coches de viajeros para los paisanos rusos. Haremos parar el próximo y sacaremos la mano de obra entre los rusos.

Entonces comprendí.

No había más que esperar. Nos pusimos a andar de un lado para otro a fin de conservar un poco de calor. De todos modos, la temperatura se había suavizado. No debía de helar a más de diez grados bajo cero. Es por lo demás bastante increíble ver cómo podemos acostumbrarnos a una temperatura de veinte grados bajo cero. El frío nos parecía muy soportable. Había soldados que paleaban la nieve cubiertos con un jersey únicamente y aún transpiraban. Es verdad que no conozco a nadie para encajar los sufrimientos, tanto si son causados por el frío, el calor o lo que fuere, como los alemanes. Los rusos estaban todos congelados, unos más que otros. Por lo que se refiere a mí, no puedo criticarlos, pues vivía en un temblequeo casi perpetuo.

Un tren pasó ante nuestras narices sin pararse. Nuestro feldwebel, que hacía grandes gestos para que se detuviese, estaba furioso. Desde el tren, unos militares nos gritaron que tenían orden de no parar bajo ningún pretexto.

Despechados, avanzábamos en el sentido de los convoyes que acababan de pasar. De todos modos, nuestra ruta debía ser paralela a los raíles; nos bastaría andar perpendicularmente a la vía férrea para encontrar de nuevo nuestra compañía. Lo malo era que estábamos lejos de la cocina y que la hora del rancho debía de haber sonado ya. Es cierto que llevaba en el bolsillo de mi capote dos rebanadas de pan de centeno, pero no me atrevía a sacarlas por miedo a tener que compartirlas. Los dos soldados con los que había empujado la nieve debían de conocerse hacía tiempo, pues hablaban entre sí y no se separaban. El suboficial iba solo delante de nosotros y yo cerraba la marcha. La vía se adentraba entre dos taludes bordeados por unos árboles raquíticos. Los raíles discurrían en línea recta hacia el infinito. Si hubiese llegado un tren, lo habríamos visto a diez kilómetros. A nuestro alrededor, los árboles se hacían más densos y se extendían más a lo lejos.

Hacía casi tres horas que habíamos dejado nuestra compañía. Sobre la nieve todo se distingue muy bien, y yo llevaba un rato percibiendo una masa negra a unos quinientos metros, al otro lado de la vía, Diez minutos más tarde, distinguimos perfectamente una barraca, y nuestro suboficial se dirigió inmediatamente hacia ella. Debía ser una cabaña de ferroviarios o algo por el estilo. La voz de nuestro jefe se elevó:

—¡Daos prisa! Aquí hay un refugio. Esperaremos dentro.

No era mala idea. Nos reagrupamos y el joven pecoso con el que yo había montado lo del quitanieves bromeaba con su compañero. Nos dirigíamos hacía la barraca cuando una violenta detonación retumbó en mis oídos; al mismo tiempo, percibí una nubecita de humo blanco a la izquierda de la choza.

Pasmado, miré a mis compañeros. El feldwebel se acababa de lanzar sobre la nieve, como un guardameta para parar un balón, y armaba su subfusil. El joven pecoso se acercó a mí, tropezando, con los ojos muy abiertos y una curiosa expresión de estupor en la cara. Cuando estuvo a sólo dos metros, cayó de rodillas, abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no dijo nada, y se desplomó hacia atrás. Retumbó una segunda detonación, seguida de un silbido modulado.

Sin comprender, me arrojé cuerpo a tierra en la nieve. El subfusil del feldwebel crepitaba y vi saltar nieve en el techo de la cabaña. Yo no podía apartar los ojos del joven soldado pelirrojo cuyo cuerpo yacía inerte a unos cuantos metros.

—¡Cubríos, imbéciles! —gritó el feldwebel al mismo tiempo que saltaba hacia delante.

Miré al amigo del pelirrojo que tenía la expresión más sorprendida que temerosa. Tranquilamente, apuntamos nuestros fusiles en dirección del bosque de donde partían aún disparos, y nos pusimos a tirar.

Las detonaciones de mi mauser me hicieron recobrar un poco de confianza, aunque no las tenía todas conmigo. Dos balas más silbaron en mis oídos. Nuestro suboficial, con un desparpajo fenomenal, se incorporó y lanzó una granada de mango. El aire fue lacerado por una explosión prolongada y uno de los tabiques carcomidos de la barraca se hizo añicos.

Con una calma incomprensible, seguí mirando en dirección de la cabaña. El subfusil del feldwebel continuaba escupiendo. Tranquilamente puse otra bala en la recámara de mi fusil. Cuando iba a disparar, dos siluetas negras surgieron de las ruinas de la cabaña y echaron a correr en dirección del bosque. La ocasión era buena; la mira de mi arma se destacaba netamente en negro sobre la blancura del paisaje y pronto se confundió con una de las siluetas galopantes. Apreté el gatillo…, ¡pac…uuum! ¡Fallado!

Nuestro jefe había corrido hasta la barraca y tiroteaba a los fugitivos sin alcanzarles. Al cabo de un breve instante nos hizo una seña para que acudiéramos. Salimos de nuestra rodada de nieve y nos unimos a él.

El feldwebel miraba algo en los escombros de la cabaña. Nos acercamos. Un hombre estaba adosado al tabique; su rostro de hirsuta barba estaba vuelto hacia nosotros y sus ojos parecían humedecidos. Nos miraba sin decir palabra. Sus vestiduras de pieles no eran militares. Seguí fijándome en él y mi mirada se detuvo en su mano izquierda: estaba inundada de sangre. También le manaba sangre del cuello. Me sentí desazonado por él. La voz del feldwebel me sacudió.

—¡Guerrillero! —gritó—. ¡Eh…! ¡Ya sabes lo que te espera! Apuntó su arma contra el ruso, quien tuvo miedo y rodó un poco más al fondo del chamizo. Al mismo tiempo, yo retrocedí también.

El alto suboficial acababa, sin embargo, de colgarse su subfusil.

—¡Encargaos de él! —ordenó dirigiéndose hacia nuestro herido.

Llevamos el guerrillero al exterior. Gemía y nos dirigía palabras incomprensibles.

Progresivamente, el ruido de un tren llegaba a nosotros. Pero iba en sentido contrario; volvía a la retaguardia. Logramos pararlo. Tres soldados embutidos en grandes abrigos de piel de reno saltaron del primer vagón. Uno de ellos era un teniente; nos cuadramos.

—¿Qué diablos estáis haciendo ahí? —gruñó—. ¿Por qué nos habéis hecho parar?

El suboficial dio explicaciones a propósito de la mano de obra.

—Este tren no lleva más que moribundos y lisiados —dijo el teniente—. Si hubiese llevado soldados de permiso, os habría pasado unos cuantos. Desgraciadamente, no puedo hacer nada por vosotros.

—Tenemos dos heridos —aventuró el feldwebel.

El teniente se acercó inmediatamente al pequeño pelirrojo inanimado.

—¿No veis que está muerto? —No, mi teniente, respira débilmente.

—Ah, sí, puede ser. Pero dentro de un cuarto de hora…

Hizo un gesto evasivo con la mano y concluyó:

—Conforme, nos lo llevamos.

Llamó a dos camilleros esqueléticos que cargaron a nuestro joven compañero. Cuando lo levantaron, me pareció percibir una mancha oscura en mitad de su espalda, pero no hubiese podido decir si era sangre mezclada con el verde de su capote u otra cosa.

—¿Dónde está el otro? —preguntó impacientándose el teniente. Ahí, junto a la barraca.

Cuando el teniente estuvo al lado del moribundo, exclamó:

—¡Cómo! ¿Quién es?

—Un ruso, un guerrillero, mi teniente.

—¡Ah! ¿Sí? —gritó él—. ¿Y creéis que voy a cargar con uno de esos canallas que nos tiran por la espalda, como si la guerra de cara no bastase?

Dio una orden a los dos soldados que lo acompañaban, y estos se dirigieron hacia el desventurado tendido en la nieve. Sonaron dos detonaciones.

Un cuarto de hora más tarde, estábamos en el camino de regreso. Nuestro suboficial había abandonado su idea de mano de obra improvisada. Intentaríamos alcanzar nuestra compañía que no debía de haber progresado mucho.

Yo acababa de recibir mi bautismo de fuego. No puedo siquiera hablar de la impresión que me produjo, pues, no lograba coordinar mis pensamientos. Había algo absurdo en los sucesos de aquel día; las huellas del feldwebel en la nieve eran gigantescas. Distraído, busqué al joven pelirrojo que hubiese debido estar a nuestro lado. Todo había ocurrido tan deprisa que no conseguía captar su importancia y, sin embargo, dos hombres acababan de morir inútilmente. El nuestro no tenía aún dieciocho años.

La noche había caído hacía largo rato cuando alcanzamos a la compañía. Era una noche fría y clara y el termómetro bajaba vertiginosamente.

A pesar de nuestra marcha forzada de cuatro horas, estábamos ateridos y hambrientos. La cabeza me daba vueltas, tan exhausto estaba por la fatiga y el frío. La respiración se me helaba en la bufanda que me tapaba hasta los ojos.

Desde bastante lejos habíamos visto nuestro convoy que destacaba en negro sobre el blanco de la nieve. No había adelantado mucho desde que lo dejamos. Los camiones estaban allí, hundidos hasta el chasis en la costra blanca helada que se pegaba en gruesas placas a las ruedas y a los guardabarros. Casi todos los soldados estaban refugiados en las cabinas, y, tras haber mordisqueado algunos víveres, se habían arropado con todo lo que encontraron. Extenuados, intentaban, a pesar de la temperatura, dormir. Más lejos, dos pobres tipos designados para la guardia se golpeaban una bota con la otra para calentarse los pies.

Dentro de las cabinas, a través de los cristales completamente cubiertos de escarcha, percibí, a un lado y a otro, el resplandor de una pipa o de un cigarrillo. Salvé el costado de mi camión y busqué en la oscuridad mi macuto y mi escudilla. Tragué rápidamente, sosteniendo el recipiente con los dedos entumecidos, un líquido infecto que parecía puré de soja, y helado por si fuese poco. Era tan malo que tiré el resto fuera del camión. En compensación, devoré una ración acondicionada.

Fuera, alguien hablaba. Me asomé para verlo. Acababan de encender en un hoyo de nieve una pequeña hoguera que brillaba gozosamente. Salté rápidamente al suelo y corrí hacia aquel manantial de luz, de calor y de alegría. Allí había tres muchachos, uno de los cuales era el feldwebel de aquella tarde. Este rezongaba mientras partía tablas sobre su rodilla izquierda.

—Estoy harto de tener frío; el invierno pasado tuve una congestión. Si eso me ocurre aquí, reventaré. Por otra parte, si somos espiados, nuestros cacharros se ven a dos kilómetros. No serán unas astillas encendidas las que harán que nos localicen.

—Tiene usted razón —repuso un tipo que tendría por lo menos cuarenta y cinco años—. Los rusos, guerrilleros o no, están en sus camas bien calientes.

—Me gustaría mucho estar en casa —dijo otro contemplando la llama.

Estábamos todos casi dentro de la hoguera por sentir el mayor calor posible, salvo el alto feldwebel que se empeñaba en hacer pedazos una caja.

Bruscamente, nos llamaron.

—¡Eh, vosotros!

Una silueta se acercaba por entre los camiones. En la oscuridad se distinguía en su gorra una insignia plateada que brillaba. El viejo y el feldwebel ya pisoteaban el fuego. El hauptmann estaba ahora junto a nosotros. Nos pusimos firmes.

—Pero ¿qué os ha dado? ¿Os habéis vuelto locos? ¿No conocéis la consigna? Puesto que habéis salido para pasar la velada al calor de la hoguera, coged vuestras armas y patrullad por los alrededores. Vuestra idiotez ha atraído, sin duda, invitados a vuestro jolgorio. Procurad interceptarlos. ¡En patrulla de a dos hasta la salida! ¿Comprendido?

¡Lo que nos faltaba! Con la muerte en el alma, fui a buscar otra vez el maldito fusil. Estaba reventado, derrengado, congelado, ¡qué sé yo! No, nunca tendría fuerzas para volver a pisar aquella nieve abominable cuya superficie endurecida ocultaba treinta o cuarenta centímetros de polvo blanco y en la que mis botas desaparecían. Sentía un furor al que no podía dar libre curso. La fatiga me impedía reaccionar. Como pude, me reuní con mis compañeros de infortunio. El feldwebel decidió que el viejo de cuarenta y cinco años y pico y yo haríamos la primera patrulla.

—Os relevaremos dentro de dos horas. Será menos duro para vosotros.

Nunca he comprendido por qué, pero tuve el presentimiento de que aquel gran cerdo me había puesto adrede con el viejo. El prefería sin dudar patrullar con el otro que aparentaba tener veinticinco años, y tenía el aspecto sólido, más que con un chiquillo de diecisiete años como yo o un anciano como el que me acompañaba. Me alejé, pues, con mi compañero de equipo, convencido de que éramos muy vulnerables. A los primeros pasos tropecé y me caí cuan largo era. Me desollé las manos en la nieve dura y helada. Cuando me incorporé, me costó mucho reprimir unas ganas enormes de llorar.

El viejo era un tipo estupendo. También él parecía estar harto.

—¿Te has hecho daño? —me preguntó con tono paternal.

—¡Mierda! —le repliqué en francés.

No contestó nada. Hundió un poco más la cara en su capote y me dejó pasar delante. Yo no sabía muy bien adonde ir. No importaba nada. Lo cierto era que daría media vuelta tan pronto la masa oscura del convoy no fuese visible. Me adelanté netamente a mi compañero, a pesar de mi fatiga. Avanzaba nerviosamente, respirando lo menos posible, pues el aire estaba helado y me quemaba la nariz. Al cabo de un momento, no pude más, las rodillas empezaron a temblarme y rompí a llorar. No comprendía lo que me pasaba. Vi claramente mi familia, Francia, la época en que jugaba con el mecano con un amiguito. ¿Qué estaba haciendo yo allí? Recuerdo haber dicho en voz alta, entre dos sollozos:

—Soy demasiado pequeño para ser soldado.

No sé si el otro había comprendido o no mi desamparo, pero cuando llegó junto a mí creyó oportuno decir:

—Andas deprisa, pequeño. Tienes que disculparme si no puedo seguirte. En principio, no debí ser soldado. Había sido declarado inútil para el servicio antes de la guerra, pero, hace seis meses, fui incorporado. Necesitan a todo el mundo, ¿sabes? En fin, esperemos que nos sea posible salir de esta.

Como yo no comprendía gran cosa de los acontecimientos de la época y me hacía falta un responsable y un desahogo para mi mal humor, me puse a meterme con los rusos.

—¡Y todo por culpa de esos cerdos rusos! ¡Son asquerosos! El primero que encuentre, me lo cargaré.

En el fondo, no conseguía olvidar el caso de aquella tarde: el guerrillero y su ejecución, que me había sobrecogido. El pobre viejo me miró estupefacto, preguntándose si no se las había con un militante del partido o con un verdadero limpiador de trincheras.

—Sí —contestó con tono medio en broma medio en serio—, puede decirse que nos las hacen pasar negras. Sería mejor dejarles que se apañasen entre ellos. No van a estar siempre bajo el yugo bolchevique. A nosotros, en el fondo, eso nos tiene sin cuidado.

—¿Y Stalingrado? ¡Bien hay que llevar el aprovisionamiento a los del VI Ejército! Mi tío está allí… ¡Vaya lío que debe haber! —Seguro que hay lío. No se sabe todo. Les costará mucho vencer a Zhúkov.

—Zhúkov abandonará, como en Jarkov y en Zhitomir. No es la primera vez que el general Von Paulus le hace salir corriendo.

Se calló. Como vivíamos sin muchas noticias del frente, la conversación se acabó allí. Yo no podía sospechar, evidentemente, que la suerte de Stalingrado estaba ya casi echada, y que los soldados del VI Ejército combatían sin esperanza, con una heroica tenacidad y en unas condiciones espantosas.

El cielo estaba estrellado. El claro de luna me permitía consultar a cada instante el reloj pulsera de escolar, recuerdo de mi certificado de estudios en Francia. El tiempo no corría. Aquellas dos horas me parecían un siglo. Andábamos despacio contemplando la punta de nuestras botas que se hundían a cada paso en la nieve. No hacía viento, pero el frío cada vez más vivo nos traspasaba literalmente.

De dos horas en dos horas estuvimos tiritando durante toda aquella maldita noche. Entre cada turno de guardia, sólo hice un descanso muy relativo. La amanecida, que me sorprendió paleando nieve, iluminó mi rostro chupado de fatiga.

Las primeras luces del alba trajeron un frío más intenso todavía. Los guantes de lanza que habíamos recibido al partir estaban desgastados y envolvíamos nuestras manos abrasadas por el hielo en trapos o en el par de calcetines de reserva. A pesar del ejercicio de la pala, el frío era inaguantable. Nos dábamos palmadas en las caderas y pateábamos para hacer circular nuestra sangre enfriada. El capitán, compasivo, ordenó que calentasen un sucedáneo de café, que nos sirvieron hirviente. Fue bien recibido, pues por la mañana, como desayuno, sólo habíamos tenido queso blanco helado. El cabo cantinero acababa de notificar que el termómetro colgado en el exterior de su camión registraba treinta y un grados bajo cero.

Los días sucesivos, cuyo número he olvidado, quedan en mi memoria como una pesadilla helada. La temperatura varió entre veinticinco y treinta y dos grados bajo cero. Hubo un día horrible en el que se levantó viento y en que, a pesar de las órdenes y de las amenazas de nuestros oficiales, abandonamos las palas para ponernos al cobijo de los camiones. Aquel día, el frío alcanzó los treinta y siete grados bajo cero. Creí morirme Ya nada nos calentaba. Orinábamos en nuestras manos entumecidas para calentarlas y con la esperanza de cauterizar las grietas que nos surcaban las falanges.

Teníamos cuatro enfermos graves, aquejados de congestión pulmonar y de bronconeumonía, que gemían en las camillas improvisadas en un vehículo. Nuestra compañía sólo contaba con dos sanitarios que no podían hacer gran cosa. Además de aquellos enfermos, cuarenta hombres más sufrían quemaduras de frío. Algunos tenían sabañones infectados en la punta de la nariz, en los párpados, en las orejas y, sobre todo, en las manos. Personalmente, yo no estaba afectado, pero cada vez que movía los dedos se me abrían y cerraban hondas grietas que rezumaban sangre. Las manos me dolían horriblemente a ratos y el dolor me repercutía en el corazón. No cuento las veces que, en el colmo de la desesperación, se me saltaron las lágrimas. Como cada uno tenía sus dolencias, nadie hacía caso de los gemidos ajenos.

Fui dos veces hasta el camión cantina, que también servía de enfermería, para hacerme lavar las manos con alcohol de noventa grados. El dolor alcanzaba entonces su paroxismo y me arrancaba gritos. Después, las manos se mantenían calientes unos instantes.

La alimentación, insuficiente en calorías, contribuía a agravar la situación. De Minsk, de donde habíamos salido, a Kiev, final de nuestra primera etapa, había aproximadamente cuatrocientos kilómetros. Dadas las dificultades de la ruta, nos distribuyeron víveres para cinco días. Tardamos ocho días en efectuar el trayecto. Vale decir que nos vimos obligados a echar mano del suministro que transportábamos para los combatientes. Entretanto, de los treinta y ocho vehículos que componían nuestro Rollbahngruppe, el 126°, tuvimos que abandonar tres por averías mecánicas; los destruimos con su cargamento para que no cayesen en manos de los francotiradores. Dos de los enfermos graves —entonces había siete— habían muerto. Las quemaduras del frío habían hecho otras víctimas, y a algunos desgraciados hubo que amputárseles miembros helados.

Tres días antes de nuestra llegada al final de la primera etapa habíamos cruzado lo que debió de haber sido la línea de defensa rusa ante Kiev. Durante unas horas pasamos por entre esqueletos de carros, camiones, cañones y aviones despanzurrados o carbonizados en una fila que se prolongaba hasta perderse de vista. Aquí y allá, cruces o estacas con una tablilla inclinada señalaban la inhumación apresurada de millares de soldados alemanes o rusos caídos en aquella llanura.

A decir verdad, había habido más rusos muertos que alemanes, sólo que, en la medida de lo posible, los soldados del Reich habían sido enterrados más decorosamente, en tanto que cada emblema ortodoxo indicaba la fosa de diez o doce soldados soviéticos.

El paso a través de aquel osario no nos reconfortó, naturalmente. Nos resultó particularmente penoso porque la nieve cubría monstruosos cráteres, vestigios de los bombardeos de aquella batalla. Tuvimos que rellenar más o menos los que se encontraban en nuestro camino.

Por fin nuestro convoy llegó a Kiev. La ciudad, muy bonita, había sufrido poco. El Ejército rojo intentó detener a la Wehrmacht en la línea que acabábamos de cruzar. Agotada la resistencia, prefirió abandonar el terreno hasta más allá de la ciudad para evitar que fuese destruida como Minsk. Kiev representaba nuestra primera etapa. Estaba a mitad de camino entre Minsk y Jarkov. Nuestra meta, Stalingrado, se encontraba todavía a más de mil kilómetros.

Kiev era un gran centro estratégico donde las unidades procedentes de Polonia, como nosotros, y de Rumania se reagrupaban, se reformaban y se aprestaban para la ofensiva destinada a progresar hacia el Cáucaso y el mar Caspio. Más que en Minsk, la ciudad hormigueaba de militares y de vehículos de guerra, con la diferencia que aquí reinaba una atmósfera de alarma que yo no había conocido en los demás sitios.

Nuestro 126° Grupo entró, pues, en los arrabales de la ciudad donde tuvimos que detenernos en espera de las órdenes de reagrupamiento de la Kommandantur.

Una vez más, nos atascábamos en la calzada cubierta de una capa de nieve apisonada y endurecida que formaba una verdadera pista de esquí. Nos creíamos al término de nuestras penalidades y cada uno acechaba al Kommandergruppe que nosotros creíamos que iba a conducirnos hacia nuevos alojamientos.

Nos llevaron al servicio de higiene que verdaderamente fue bien recibido, pues hay que tener en cuenta que el frío no nos había permitido hacer abluciones cotidianas, íbamos asquerosamente sucios y cubiertos de miseria.

Los heridos graves fueron hospitalizados, pero siete solamente fueron reconocidos como tales. Para los demás, el viaje continuaba. Sólo pasamos siete horas en Kiev.

Al salir del servicio sanitario, que estaba notablemente bien instalado, nuestro grupo fue invitado a formar en la explanada nevada que se extendía delante del edificio. Un hauptmann llegó precipitadamente en un Volkswagen y, sin apearse del coche, se volvió hacia nosotros y nos dirigió un pequeño discurso:

—Soldados alemanes, conductores… A la hora en que las conquistas del Reich se extienden sobre un territorio inmenso, de vosotros depende asegurar con vuestra abnegación la victoria de nuestras armas. A vosotros os toca acelerar la cadencia de aprovisionamiento que necesitan las tropas combatientes. Ha llegado la hora para vosotros de cumplir con vuestro deber en este frente que conocéis perfectamente, y que es la carretera de mil obstáculos donde ya habéis prodigado vuestros esfuerzos. Desde nuestras fábricas, donde nuestros obreros reúnen todas sus fuerzas para forjar las armas necesarias, pasando por vuestras agotadoras carreras hacia nuestros heroicos combatientes, a ninguno de nosotros nos es permitido concedernos un solo momento de tregua mientras un soldado alemán pueda padecer de falta de armas, de víveres o de ropas. La nación ha puesto todos sus recursos en juego para asegurar lo indispensable a los soldados del frente, que les permita conservar su entusiasmo y su confianza en nuestra solidaridad. Ninguno de nosotros tiene derecho a flaquear y abandonarse a un desaliento pasajero. Ninguno de nosotros tiene el derecho de dudar de nuestro ánimo que cada día confirman nuevas victorias. Nuestros sufrimientos son iguales para todos, y nuestra manera de soportarlos en comunidad es la mejor manera de superarlos. No olvidéis jamás que la nación os lo debe todo y que, a cambio, lo espera todo de vosotros, hasta el sacrificio absoluto. Aprended a sufrir sin quejaros, porque sois alemanes. Heil Hitler!

Heil Hitler! —clamó nuestro suboficial.

Heil Hitler! —repitió el grupo.

El hauptmann carraspeó y prosiguió con tono menos teatral:

—Formáis una agrupación completa, así que os uniréis a la salida de la ciudad por la Rollbahn hacia Jarkov con los Grupos 124° y 125°. Vuestra formación irá acompañada por una sección de combate motorizada perteneciente a la División Panzer de Stülpnagel. Está destinada a proteger vuestro convoy contra los terroristas que intentasen entorpecer vuestro avance. Como podéis comprobar, el Reich alemán lo pone todo en movimiento para facilitar vuestra tarea.

Saludó, e inmediatamente el ordenanza embragó.

Encontramos a las otras dos fracciones de nuestra compañía en el punto indicado, a fin de formar la 19ª Kompanie Rollbahn del comandante Utráner. La primera idea que se me ocurrió fue que iba a encontrar fatalmente a mis compañeros de Bialystok. A menos que hubiesen sido trasladados. No sabía si habían salido después o antes que nosotros de Minsk, pero lo cierto era que la 19ª estaba cambiada. Nuestro inmenso convoy poseía ahora una cocina de campaña que servía ranchos calientes…

Esto era verdaderamente importante para nosotros. Antes de la salida, nos sirvieron un copioso yantar que nos hizo mucho bien y contribuyó verdaderamente a elevarnos la moral. El frío parecía haberse estabilizado a veinte grados bajo cero, lo que considerábamos como una mejora. Es verdad que acabábamos de pasar a la ducha y que nos habíamos cambiado de ropa interior. No tuve ninguna dificultad en encontrar a Halls, a quien reconocí fácilmente por sus gestos exuberantes.

—¿Qué te parece este tiempo, jovencito, y el restaurante? Llevaba diez días sin comer nada caliente. Creímos reventar de frío en ese maldito tren.

—¡Con que ibais en ferrocarril, hatajo de potrosos!

—¡Hatajo de potrosos! ¡Anda que si hubieras visto cuando la locomotora reventó y produjo una nube de vapor enorme que subió a lo menos a cien metros, con cuatro muertos y siete heridos! Morvan quedó estúpidamente herido durante el desescombro, que duró cinco días. Yo fui con una patrulla a cazar terroristas; encontramos dos tipos que se escondían en un koljoz. Fue un labriego que había sido desvalijado quien nos dio la pista, y luego nos invitó a ir a su casa y nos ofreció un festín.

No dejé, a mi vez, de contarle mis aventuras. Aquello nos hacía mucho bien a los dos. Mientras tanto, nos topamos con Lensen y Olensheim. Estábamos tan contentos de volvernos a ver, que, espontáneamente, nos cogimos por los hombros y remedamos una danza polaca riendo a carcajadas. Algunos tipos más viejos que nosotros nos miraban, asombrados, sin comprender nada de nuestra súbita alegría. En realidad, nada justificaba en aquel decorado gris y helado una exuberancia semejante.

—¿Dónde está Fahrstein? —pregunté.

—¡Ja, ja, ja! —se rio Lensen—. Está tranquilamente en su camión. Se torció un tobillo y lo tiene tan hinchado que no se puede quitar la bota y espera que se deshinche.

—Se aprovecha el muy listo —dijo Halls—. Si cada vez que yo me he torcido el pie me hubiera hecho dar de baja…

La orden de marcha interrumpió nuestra conversación. Volvimos a nuestros puestos respectivos. Yo me encontraba mucho más en forma. Saber que mis camaradas estaban allí, a unos pasos más lejos, me había reconfortado el corazón y me hacía olvidar que cada vuelta de rueda me acercaba al frente. Pero aún estaba muy lejos. Corríamos por malas carreteras nevadas y resbaladizas. A ambos lados, un muro de nieve amasada por el desescombro nos ocultaba el paisaje. De vez en cuando, por un resquicio, percibíamos los vestigios de combates espantosos que se habían librado en aquella región el año anterior. Durante unos centenares de kilómetros, la carretera destripada y aplanada apresuradamente nos hizo caminar a través de aquel caos de guerra.

Allí, la Wehrmacht, compuesta por las tropas de Von Weichs, Guderian, Von Reichenau y Von Stülpnagel, había arrebatado el terreno a los soviéticos en unos combates terribles que habían durado semanas. Parece ser que los rusos habían dejado varios cientos de miles de prisioneros entre Kiev y Jarkov. En cualquier caso, el material de guerra ruso abandonado allí bajo la nieve bastaba para hacerme creer que al enemigo no le quedaban ya muchas armas para batirse.

El tiempo se había suavizado un poco, pero nos trajo ventiscas y tuvimos que recurrir de nuevo a la pala. Afortunadamente, una parte de la columna blindada de acompañamiento se unió a nosotros al cabo de dos días. Los carros de combate escoltaban a cuatro o cinco camiones que, con ayuda de sus motores, lograban avanzar resbalando y derrapando.

Pero pronto las nubes bajas desaparecieron y un cielo azul muy pálido iluminó nuestra aventura. Al mismo tiempo, el termómetro bajó verticalmente y el frío punzante volvió a sorprendernos en aquella maldita estepa rusa. De vez en cuando, un grupo de aviones alemanes llegaba al horizonte y pasaba por encima de nuestra columna roncando. Hacíamos grandes gestos a los pilotos que nos respondían batiendo alas.

Más arriba, escuadrillas de JU-52 pasaban lentamente, dirigiéndose hacia el este. Los ranchos calientes no lograban ya calentarnos. De nuevo las quemaduras del frío mordieron mis manos doloridas. Esa vez, afortunadamente, teníamos un médico en el convoy. Cada vez que el convoy se detenía para la distribución de la comida, hacíamos cola en su coche para que nos curase. Me untó las manos con una pomada grasa y bienhechora que debía conservar todo lo que pudiese. Aquella mixtura calmaba el dolor de mis grietas y preservaba las manos del frío. A menos que una necesidad cualquiera me obligara a sacarlas, llevaba las manos hundidas en los grandes bolsillos del capote, cuidando de no dejar el ungüento en el áspero paño.

Yo pasaba largas horas en la cabina de un Renault de tres toneladas y media traqueteando de una rodada a otra. De vez en cuando, era preciso, desde luego, quitar la nieve que se acumulaba entre el guardabarros y el neumático o, a veces, ayudar a sacar otro vehículo que había dado un bandazo y se había quedado atascado.

Aparte de aquellas molestias, evitábamos casi todo lo que podía obligarnos a salir de la cabina. Hasta entonces yo había logrado zafarme de la guardia nocturna. Cuando la oscuridad no permitía ya que nuestros vehículos avanzaran normalmente, nos deteníamos donde nos encontrásemos. El conductor tenía derecho al asiento. Por lo que a mí se refiere, dormía en el piso del camión, con las piernas medio metidas en los mandos y la nariz sobre el motor que desprendía un repugnante olor a aceite recalentado. El toque de diana nos encontraba ateridos y molidos.

Mucho antes de que fuese de día, nos deslomábamos para poner en marcha nuestras máquinas heladas. Halls vino a verme varias veces, pero el conductor se quejó diciendo que estábamos demasiado apretados tres en la cabina y me aconsejó que fuese yo a ver a mi compañero, lo cual venía a ser lo mismo. No era cosa de hablar fuera de la cabina, pues estábamos a treinta grados bajo cero.

Un día, cuando acabábamos de trasponer un gran poblado cerca del cual se había habilitado un aeródromo para la Luftwaffe, fuimos alcanzados por un Fiseler, que se puso en contacto por radio con el Kommandergruppe de la sección blindada de escolta. Un instante después, esta abandonó nuestro convoy y se dirigió en tres grupos hacia el norte. Los carros de combate desaparecieron de nuestra vista en el torbellino de nieve que levantaban sus orugas. Sin preocuparnos por ello, continuamos nuestro camino. Dos horas después, el ruido de algunas explosiones lejanas llegó a nosotros. Aquello cesaba y se repetía diez minutos después, volvía a cesar para luego empezar otra vez. A las once, el convoy se detuvo en una aldea cubierta de nieve. Brillaba el sol y la reverberación nos hacía parpadear. El frío, aunque intenso, era soportable.

Nos dirigimos hacia la cocina de campaña cuyos dos fogones vomitaban nubes de humo. Los primeros que llegaron al rancho fueron enviados de faena de marmitas por el sargento cantinero. Nada que reprocharle a este: sus conocimientos culinarios eran suficientes para prohibirnos que nos quejáramos de su yantar. Lo que hacía no era malo en absoluto. El único aspecto curioso de su cocina era que todo lo preparaba, sin excepción, acompañado de la misma salsa de harina. Me uní a Halls y Lensen y, mientras metíamos las cucharas en nuestras escudillas humeantes, caminábamos lentamente hacia los vehículos. De pronto, una serie de detonaciones más o menos lejanas sacudió el aire helado. Nos detuvimos un instante aguzando el oído. Todos los soldados parecían haber hecho lo mismo. Las explosiones se repitieron, algunas muy distantes. Instintivamente apretamos el paso hacia los camiones.

—¿Qué pasa? —preguntó Lensen a un tipo de más edad que trepaba a su vehículo.

—Es el cañón, muchachos —dijo—. Nos acercamos.

Todos habíamos adivinado evidentemente que aquellos ruidos provenían del tiro de piezas de artillería, pero necesitábamos que otro nos lo confirmase.

—¡Vaya! —repuso Halls—. Voy a buscar mi fusil.

Personalmente, no me tomaba la cosa a lo trágico. Retumbaron otros disparos, más fuertes, más precisos.

Los silbatos de marcha nos hicieron meter de nuevo en las cabinas.

El convoy se puso en marcha. Una hora más tarde, cuando llegábamos a una altura, el cañón del que no me había olvidado nos hizo parar en seco. Los disparos se oían mucho más cerca. Cada explosión sacudía el aire y provocaba una extraña impresión. Algunos conductores nerviosos frenaron demasiado bruscamente. Su vehículo patinó en la pista helada y se quedó atravesado en la carretera. Los conductores, acelerando el motor, intentaban torpemente enderezar su máquina. Abrí la portezuela y miré delante y detrás del convoy. Por detrás llegaba un Volkswagen a toda velocidad que adelantó a nuestro convoy. Por la puerta abierta del coche, un teniente gritó:

—¡Vamos, seguid, en marcha! Vosotros, ayudad a ese imbécil a salir del atasco. ¡Pronto, vamos, pronto, continuemos…! Salté del Renault y me acerqué a unos soldados ocupados en reparar un Opel Blitz en medio de la carretera. El tiroteo se reanudó, tan cerca como un minuto antes. Parecía venir del norte. El convoy volvió a ponerse en marcha. Como nuestro vehículo había frenado en plena cuesta, el chófer tuvo dificultad en arrancar. Lentamente, descendimos por un paisaje ondulado y boscoso. Los sordos disparos persistían. Bruscamente, los coches de cabeza se detuvieron y sonaron silbatos. Saltamos rápidamente a tierra. Unos soldados corrieron hacia la cabeza del convoy. ¿Qué ocurría?

El teniente de antes corría a su vez, arrastrando tras de sí a los soldados que llamaba al pasar. Yo fui del grupo a paso ligero y, empuñando el mauser, llegamos a la cabeza del convoy. El gran vehículo todo-terreno del Kommandergruppe parecía haberse precipitado deliberadamente en la cuneta cubierta completamente de nieve.

—¡Guerrilleros, adelante! —gritó un feldwebel—. Desplegad y asegurad la defensa.

Y señaló con el dedo hacia nuestra izquierda.

Sin comprender demasiado, seguí al soldado de primera que iba al frente de nuestro pequeño grupo de quince feldgrauen y nos hundimos en el talud de nieve. Al auparme en aquella blanca barrera, vi claramente, en el lindero de un bosque achaparrado, numerosas siluetas negras que avanzaban perpendicularmente a la marcha de nuestro convoy. Los rusos no parecían tener más prisa que nosotros. Ni el frío ni el fárrago de ropas de unos y otros permitían dar a aquel espectáculo toda la animación de los western o de las películas americanas pretendidamente de guerra. El frío lo entumece todo, tanto la alegría como la tristeza, tanto el coraje como el miedo.

Levemente encorvado, igual que los demás, avancé vigilando más dónde metía mis botas que los movimientos del enemigo. Los guerrilleros estaban, de todos modos, demasiado lejos para que pudiese ver cuál era su actitud. Pienso que, igual que nosotros, debían de dar grandes zancadas para evitar desaparecer en un bache de nieve.

—Haced cada uno vuestro hoyo —ordenó el soldado de primera en voz baja, como si los otros pudiesen oírnos a aquella distancia.

No tenía pala. Con la culata del fusil, hurgué la nieve a fin de cavar mi hoyo. Una vez acurrucado en aquel refugio relativo, pude observar a placer. Desde luego, eran muchos. Yo veía claramente los que avanzaban por el borde del bosque, pero también percibía otras siluetas a través de los calveros. Eran muchos. Hubiérase dicho una legión de hormigas avanzando lentamente a través de hierbas altas. Iban de norte a sur. Como nosotros íbamos de oeste a este, no comprendí su maniobra. Quizás iniciaban un vasto rodeo de nuestra caravana.

En el talud más próximo, a veinte metros de mí, los nuestros acababan de emplazar una ametralladora pesada. No comprendí por qué no se había cruzado todavía ningún tiro de fusil. El enemigo seguía desfilando ante nosotros a doscientos metros y había empezado a franquear nuestra carretera. Procedentes del norte, los cañonazos se reanudaron con más intensidad. Frente a nosotros, otros cañones parecían contestar. Empecé a sentir frío en las manos y los pies. No comprendía absolutamente nada de aquella situación y me sentía completamente en calma.

El rebaño de rusos atravesaba la carretera sin ocuparse de nosotros. Eran tres o cuatro veces más numerosos. Nuestro convoy estaba formado por un centenar de camiones; había, por lo tanto, cien conductores armados, unos sesenta ayudantes, de los que yo formaba parte, destinados únicamente a la defensiva, ocho o diez suboficiales y oficiales, un médico y dos enfermeros.

Las explosiones iban acompañadas de polvo de nieve. En la colina boscosa, a casi trescientos metros de nosotros, se levantaban chorros humeantes a la cadencia de las detonaciones cada vez más frecuentes. En aquel instante, la ametralladora pesada que estaba a mi derecha desgarró el aire unos segundos y luego enmudeció.

Estúpidamente, en vez de hundirme en mi hoyo levanté la cabeza por curiosidad. Percibí unas nubecillas blancas que escoltaban a las numerosas siluetas de los guerrilleros. Retumbaron unas detonaciones secas. Los rusos replicaban.

La ametralladora volvió a romperme los tímpanos. Otra, emplazada en el talud opuesto, se unió a la primera. A la derecha y a la izquierda, las armas entraron en acción, Allá, en el lado ruso, las siluetas corrían cada vez más deprisa en todos sentidos, Siempre nubecillas blancas junto a ellas y algunas no volvían a moverse. El sol seguía brillando. Nada me parecía grave. El ruido era ensordecedor. Con mis reflejos tardíos, todavía no había disparado un tiro.

A la derecha, oí un grito. Las detonaciones se sucedían. En la carretera, frente a nosotros, irrumpieron dos carros. Los bolcheviques corrieron más rápidamente y se metieron en los matorrales nevados. Los carros avanzaban hacia ellos y sus ametralladoras escupían breves relámpagos.

Hubo tres o cuatro impactos en la nieve, frente a mí, producidos por balas soviéticas. Me puse a tirar a bulto, como todo el mundo. Otros carros, siete u ocho, habían llegado y hostigaban a los guerrilleros. Aquello duró unos veinte minutos. Disparé una docena de balas.

Pronto los carros de combate y los coches blindados vinieron a nuestro encuentro. Uno de ellos empujaba ante sí un grupo de quince prisioneros, y dos más otros tantos. Los prisioneros tenían aspecto de sentirse humillados. De uno de los coches bajaron tres soldados alemanes sostenidos por camaradas. Uno de ellos parecía haber perdido el conocimiento y los otros dos tenían mal semblante. En la parte trasera de un carro, estaban tendidos, inertes, tres rusos heridos y dos alemanes. Uno de ellos gritaba de dolor. Más lejos, en el talud de nieve, un hombre de nuestro convoy se quejaba oprimiéndose la cabeza roja de sangre.

—La carretera está libre —anunció el comandante del Mark-IV más próximo—. ¡Andando!

Ayudamos a transportar los heridos al hospital ambulante. Volví a mi Renault. Lensen pasó cerca de mí y me hizo un signo de cabeza perplejo.

—¿Has visto? —me preguntó.

—Sí, ¿sabes si hay muertos?

—Con seguridad.

El convoy se puso en marcha. La idea de muerte me turbó y, de pronto, tuve miedo. El sol era pálido y el frío más penetrante. Al borde de la carretera, yacían algunos hombres envueltos en sus largos capotes pardos, unánimes. Uno de ellos, sin embargo, nos hizo una señal al pasar.

—Oye —le dije al conductor—, un herido nos llama.

—Sí, pobre desgraciado… Esperemos que los suyos se ocupen de él. Desde luego, es muy triste la guerra. Mañana quizá nos toque a nosotros.

—Pero es que nosotros tenemos un médico que podría ocuparse de él.

—¡Ni hablar! Hay dos camiones llenos de heridos. Tiene trabajo. No debes conmoverte, pequeño, pues verás otros casos peores.

—¡Oh, ya los he visto! —repliqué.

—Yo también —dijo él sin creerme—, y sobre todo he visto mi rodilla. Un casco de metralla me llevó la rótula, en Polonia. Creí que me mandarían a casa. Pero me metieron con los transportistas, con los viejos, los chiquillos y los medio tullidos. ¡No tiene gracia! Y, ¿sabes?, duele una herida de esas, sobre todo cuando se ha de esperar unas horas para que esos canallas de cirujanos le den morfina a uno.

Se puso a contarme toda su campaña de Polonia. Había pertenecido al VI Ejército, el que entonces se encontraba en Stalingrado.

La tarde estaba cayendo ya. Nuestro largo convoy acababa de parar en una pequeña población. La columna blindada también estaba allí. Nuestro capitán había ordenado un alto en aquel burgo a fin de facilitar la cura a los heridos. En efecto, la costra de nieve que cubría la mala carretera por la que íbamos hacía traquetear al camión-hospital. Le era imposible al cirujano operar en aquellas condiciones. Por aquel entonces, ya dos rusos habían muerto de hemorragia.

Había que aprovechar la noche y la parada para curar más detenidamente a los heridos. Los pobres llevaban esperando ya algunas horas desde la escaramuza de la tarde.

Nuestro camión acababa, pues, de detenerse junto a un gran cobertizo en el que los campesinos guardaban las cosechas en verano. Me disponía a abrir la portezuela para correr en busca del rancho de la noche, pero mi conductor me retuvo:

—No tengas tanta prisa, a menos que quieras hacer la guardia esta noche.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Evidentemente, no vas a creer que el feldwebel lleva su lista de guardias como en el cuartel. Salta sobre los primeros que encuentra, les designa y después se queda tranquilo.

Era verdad, y Halls, el eterno hambriento, pasó, poco después, por mi lado refunfuñando.

Scheisse! Otra vez me han endilgado la guardia esta noche. ¿Qué va a ser de nosotros? No lo podré aguantar, pues cada vez hiela más…

Otra vez, en la noche clara, el termómetro estaba a menos de treinta grados bajo cero.

Agradecí al conductor de mi Renault que me hubiese evitado aquella noche al raso. Pero lo que me ocurrió después estuvo a punto de hacerme arrepentir. El chófer y yo nos dirigíamos, pues, hacia la cocina de campaña con cierta inquietud. ¿Quedaría aún algo con qué llenar nuestras escudillas? Cuando el cantinero nos vio llegar, no pudo menos que decirnos:

—¿Es que no teníais hambre vosotros dos?

Había quitado ya sus dos calderos del fogón y los había sustituido por grandes platos para ocho en los que empezaba a calentarse agua.

—Daos prisa —dijo hundiendo su mano enguantada, armada de un cucharón, en una de las marmitas—. Tengo que hervir agua para el cirujano. Está despedazando a los heridos.

Sin quitarnos los guantes horadados, engullíamos nuestro tibio yantar, cuando un teniente se acercó a la cocina.

—¿Está ya el agua? —preguntó al cocinero.

—Ahora va, mi teniente. Está hirviendo.

—Bueno —dijo el teniente echando en torno suyo una ojeada que topó con nosotros—. Vosotros dos llevad el agua al doctor.

Y nos indicó la puerta de una casa iluminada.

Cerramos nuestras fiambreras aún medio llenas y las colgamos del cinto. Cogí un barreño humeante y, cuidando de no derramar su contenido hirviente sobre mis pies, me dirigí hacia la sala de operaciones improvisada.

La única ventaja, lo repito, la única ventaja de haber entrado en aquella casa fue la suavidad de la temperatura. Hacía mucho tiempo que no habíamos conocido el calor de un hogar. Nuestro médico había requisado la gran sala común de un granjero soviético, y estaba curando una pierna de un pobre tipo tendido en la gran mesa central. Dos soldados más sujetaban al paciente que, de vez en cuando, daba un respingo y gemía de dolor. En todas partes, en bancos, en el suelo, sobre arcones, heridos tumbados o sentados esperaban quejándose. Los dos enfermeros se atareaban en torno a ellos. El suelo estaba sembrado de trapos sucios de sangre.

Dos mujeres, rusas, lavaban instrumentos quirúrgicos en palanganas de agua caliente. La pieza estaba mal alumbrada. Junto a la mesa que servía de mesa de operaciones, el doctor había hecho reunir lo esencial del alumbrado a petróleo que poseía el granjero. Este sostenía una gran lámpara sobre el operador y un teniente y un feldwebel aguantaba otras.

En un rincón, junto a la gran chimenea, un joven ruso que, como yo, debía tener diecisiete años, lloraba. Dejé la palangana al lado del doctor, que empapó en ella un gran paquete de algodón en rama. Me quedé allí, turbado por el espectáculo. Tenía la mirada fija en el muslo desnudo en el que trabajaba el cirujano: la carne parecía aplastada. Todo estaba rojo de sangre y, de vez en cuando, un nuevo hilillo de sangre de un rojo más claro resbalaba sobre la enorme herida. Entonces la mano del doctor movía una especie de tijeras de punta roma. La cabeza me daba vueltas. Sentía arcadas, pero no podía apartar la vista de aquel horror. El infeliz, a quien sujetaban firmemente otros dos soldados, movía la cara pálida y sudorosa en todos sentidos. Le habían embutido un trapo en la boca, tal vez para impedir que gritase. Era un soldado de la sección blindada. Yo seguía allí, petrificado, viendo lo que sucedía ante mis ojos.

—Sujeta la pierna —me pidió quedamente el doctor.

Como titubeé, volvió a mirarme. Mis manos temblorosas asieron el miembro lastimado. A su contacto, me sentí vacilar.

—Despacio —murmuró el médico militar.

Vi otra vez el bisturí hurgar más profundamente en la gran herida abierta. Sentí distenderse y relajarse los músculos de la pierna en mis manos. No pude ver más, cerré los ojos. Oí también un buen rato ruidos de instrumentos quirúrgicos y el jadeo del paciente que seguía retorciéndose a pesar de la anestesia local.

Después, apenas me atreví a creerlo, el ruido de una sierra me llegó a los oídos. Un instante después, la pierna se hizo más pesada. Increíblemente más pesada. Únicamente mis dos manos angustiadas la sujetaban a diez centímetros de la mesa. El cirujano acababa de desprenderla del cuerpo.

En una actitud trágica e irrisoria, me quedé inmóvil con mi horrible carga. Creí desvanecerme. Por fin la dejé sobre un montón de vendajes junto a la mesa. Aunque viviera trescientos años, jamás olvidaría aquella pierna.

El conductor del camión había logrado escabullirse, y esperé un momento de descuido general para hacer otro tanto. Desgraciadamente, aquel instante sólo se presentó muy avanzada la noche. Tuve que prestar todavía muchos servicios más, algunos de los cuales me turbaron casi tanto como aquella amputación. Cuando, por fin, a la una de la madrugada, abrí la puerta doble de la casa rusa, me asaltó el frío, más violento que nunca. Tuve un momento de vacilación, pero la idea de volver a encontrarme entre todos aquellos moribundos ensangrentados hizo que me adentrase resueltamente en la noche helada. Salía de una sala caldeada y por esto encontré el frío más punzante. El cielo estaba despejado y muy claro, el aire parecía inmóvil. Las sombras de las casas y de los camiones se destacaban con precisión sobre la nieve brillante y endurecida. No vi ningún alma viviente.

Me puse a buscar mi Renault. Hubiesen podido destruir todo el convoy sin que fuese dada la alarma. La puerta de una isba se abrió. Un paquete de mantas del que colgaba un mauser aventuró algunos pasos en la nieve. Cuando me vio, murmuró dos o tres palabras.

—Bueno, vete, es mi turno.

—¿Adonde voy? —repliqué.

—¡A calentarte, por supuesto! A menos que quieras hacer un turno más.

—Pero si no estoy de guardia… Salgo de ayudar al cirujano y ahora me voy a dormir.

—Ah, bueno, te había tomado por… (Citó un nombre).

—¿Decías que uno puede calentarse?

—Sí, entra ahí. Hemos instalado el puesto de guardia, nos relevamos cada quince o veinte minutos. No logramos, por supuesto, pegar ojo, pero de todos modos es mejor que estarse helando las dos horas reglamentarias.

—Sí, sí, bueno, voy.

Empujé la pesada puerta del puesto y entré. Un gran fuego ardía en la chimenea. Cuatro soldados, entre los cuales estaba Halls, asaban patatas y diversas legumbres bajo la ceniza. No había más luz que las llamas. Otro tipo entró enseguida, sin duda el centinela con quien me habían confundido. Calenté el resto de mi fiambrera y comí sin apetito. A pesar de todo conseguí dormirme, tumbado en el suelo junto a la gran chimenea. Cada quince o veinte minutos, uno de los centinelas despertaba al pobre diablo muerto de sueño que debía tomar el relevo. De vez en cuando, las protestas me despertaban. Era de noche aún cuando el toque de llamada a formar de los silbatos llegó a mi oído.

Lentamente nos pusimos de pie sobre el pavimento que nos había servido de cama. Un poco molidos, pero hacía mucho tiempo que no habíamos dormido sin tener frío. Desde un oscuro rincón de la estancia, una joven rusa se acercó a nosotros. Traía un jarro humeante que nos ofreció sonriendo. Era leche caliente. Un momento me asaltó la idea de que quizás estuviese envenenada. Halls, que prefería morir con la barriga llena antes que vacía, había cogido ya la jarra de leche y sorbió un buen trago. La jarra circuló entre los cuatro. Halls la devolvió a la rusa riendo. Ni él ni ella entendieron las palabras que cruzaron. Entonces Halls se acercó a ella y la besó en ambas mejillas. La rusa se puso colorada. Salimos saludando.

Inmediatamente el frío nos cayó encima como una ducha helada. Pasamos lista y luego nos distribuyeron un sucedáneo de café tibio. Como todas las mañanas, tardamos media hora en poner los motores en marcha y en calentarlos. Antes de amanecer, la 19ª Kompanie Rollbahn traqueteaba de nuevo sobre el hielo brillante de aquella condenada carretera soviética, la «tercera internacional», como la habían bautizado los bolcheviques.

En varias ocasiones tuvimos que ceder el paso a convoyes que regresaban a la retaguardia. La hora del rancho llegó. Paramos en un burgo cochambroso donde la columna de carros que nos había precedido también se había estacionado. Nos enteramos de que sólo estábamos a setenta kilómetros de Jarkov. Nos alegramos, íbamos a alcanzar nuestra meta. Dos o tres horas después, nuestro convoy habría llegado por fin. Ya nos figurábamos nuestro acantonamiento en aquella ciudad.

—¿Cómo crees que debe de ser Jarkov? —preguntó Lensen.

El muchacho con el que hice el interminable viaje, aquel al que le faltaba una rótula, no se mostraba muy contento, en cambio.

—Espero —dijo— que no nos quedemos mucho tiempo allí. Serían muy capaces de mandarnos al Volga. Prefiero marcharme de nuevo en el otro sentido que prolongar el viaje hacia el este.

—Si nadie quiere ir al este, nunca acabaremos con esos dichosos rusos —dijo alguien.

—Es verdad —añadió otro.

—Los hay que harían mejor no hablando constantemente de su miedo.

Reanudamos la marcha media hora después aproximadamente. El sol acababa de desaparecer en una bruma que velaba el horizonte. El frío era menos vivo, húmedo y penetrante. Hacía casi una hora que nos habíamos puesto en camino. Con los ojos entornados, yo dormitaba contemplando un punto brillante del salpicadero. La cabeza me oscilaba de un hombro al otro al ritmo de las sacudidas del camión. Decidido a dormir, me arrimé al quicio de la portezuela. Antes de cerrar los párpados, mi mirada recorrió la campiña nevada. El cielo se había puesto gris y parecía más pesado que el suelo. Dos puntitos negros avanzaban por encima de la colina más próxima. Dos aviones patrulleros, probablemente. Cerré los ojos.

Unos segundos más tarde, los abrí desorbitados. Un zumbido de motor se oía encima de nosotros. Fue seguido inmediatamente de detonaciones crepitantes.

Luego, algo inconcebible me proyectó contra el parabrisas, me pareció que iba a estallarme el pecho y los tímpanos. Todo ello acompañado de un ruido tan enorme que creí en el fin del mundo. Una lluvia de carámbanos, de piedras, de cajas entre las cuales rodaba un casco o una fiambrera nos invadió de todas partes. Nuestro Renault estuvo a punto de chocar con la parte trasera del vehículo precedente que se había parado en seco.

Asombrado, pasmado, abrí la portezuela y salté al suelo. Miré hacia atrás desde donde parecía haber venido el rayo. El camión que nos seguía también estuvo a punto de embestirnos. Más lejos, detrás, un tercer camión había volcado. Sus ruedas al aire giraban todavía. Más allá no se distinguía casi nada a través del humo y las llamas.

—¡Saltemos el talud, rápido! —gritó un soldado.

Hasta la distancia que pude ver, todos los soldados se dispersaban en la nieve.

—¡Apuntan a los camiones! —gritó alguien.

A mi vez me hundí en sesenta centímetros de nieve al asalto del talud. —¡En posición de defensa antiaérea!— chilló un feldwebel que corría agachado por la cuneta.

Los pocos muchachos que patrullaban cerca de mí apuntaron sus fusiles hacia el cielo.

¡Dios mío! El fusil se había quedado en el Renault. Salí en el otro sentido hacia el camión. En el cielo aumentó un ruido de aviones. Eché cuerpo a tierra. Un huracán pasó por encima de mí seguido de detonaciones próximas y lejanas. Hubo también ruidos de todas clases, pero no tan violentos como los de antes.

Levanté la cara cubierta de nieve y contemplé los dos bimotores que se hundían a lo lejos detrás de un bosque de abedules. El Volkswagen del capitán saltaba de una rodada a otra bordeando el convoy en sentido inverso. Corrían soldados en todas direcciones.

Me levanté y corrí también hacia el sitio de donde se elevaba una humareda negra. Un camión cargado de explosivos había sido alcanzado por la metralla de los aviones soviéticos y se había volatilizado. La explosión había destruido el vehículo que le seguía y el que le precedía. Restos humeantes habían sido proyectados a sesenta metros de allí. Todo lo que quedaba estaba ardiendo y desprendía una humareda negra y acre. Vi salir de aquella nube opaca al feldwebel de antes, que, con la ayuda de otro soldado, llevaba un cuerpo ennegrecido y sangriento.

Por instinto intenté ayudar, me abalancé con otros tipos hacia el humo negro. A través del humo que me irritaba los ojos, me esforcé por ver lo que pudiera parecer un ser humano. Una silueta cruzó ante mí tosiendo.

—No nos quedemos aquí… Hay cajas de municiones ardiendo… Es peligroso.

Un ruido de motor y dos faros encendidos horadaron la cortina de humo. Un camión trepaba por la cuneta, detrás de aquel, otro, dos más… El convoy continuaba su viaje.

A pesar del incendio, empecé a helarme. Decidí, pues, volver a mi puesto, es decir, a la cabina relativamente tibia del Renault. Cuando el humo menos denso me permitió ver de nuevo la carretera resbaladiza, pude distinguir un grupo de soldados embutidos en sus largos capotes, alineados ante un oficial.

—Acercaos, vosotros dos —berreó el teniente.

A paso ligero nos pusimos en fila.

—Usted —dijo apuntando su índice enguantado hacia mí—, ¿dónde está su arma?

Pues…, ahí, mi teniente, detrás de usted, en el Renault.

Mi voz era temblorosa e inquieta. El teniente parecía furioso, debía de creer que había perdido mi fusil, que aquello lo decía para tranquilizarle. Se acercó a mí como un perro de presa enfurecido.

—¡Un paso al frente! —gritó—. ¡Cuádrese!

Obedecí. Apenas me había puesto firme cuando una bofetada magistral me hizo tambalear. Mi gorra, aunque estaba calada profundamente, fue a rodar por la nieve, descubriendo mi pelo sucio y enmarañado. Creí que iba a molerme a golpes.

—¡De guardia hasta nueva orden! —vociferó con una mirada furiosa que iba de mí al sargento, que saludó.

Y petrificándome con sus ojos grises, añadió:

Zurück bleiben

Me reintegré en la fila como un autómata. De la nariz me resbalaba un líquido caliente e insípido hasta los labios.

—¡Partida de piojosos! —continuó el teniente.

Mientras vuestros hermanos de armas se hacen matar para conservar vuestro bienestar, sois incapaces de señalar dos asquerosos aviones bolcheviques que nos están disparando. Debíais haberlos visto, no sois más que unos idiotas. Pediré que os manden a la línea de fuego en un batallón disciplinario. Tres vehículos destruidos y tenemos siete muertos y dos heridos. También ellos debían de estar durmiendo. ¡Ahí está el resultado! Sois indignos de llevar armas. Daré parte de vuestra actitud.

Sin saludarnos, se alejó.

—¡A vuestros puestos! —chilló el sargento procurando mantener el mismo tono de su superior.

Corriendo, nos separamos todos. Iba a precipitarme para recoger mi gorra, pero el sargento me agarró por el hombro al pasar.

—¡A tu puesto! —me ordenó.

—Mi gorra…, sargento.

Un soldado que pasaba junto a mi gorra me oyó. Se agachó y me la tiró. Atontado, subí al camión que arrancaba.

—Sécate la nariz —me dijo el conductor.

—Sí… Tengo la impresión de que pago por toda la compañía.

—¡Oh, no te preocupes! Esta noche estaremos en Jarkov y quizá no haya nada que guardar.

Tras la ducha de poco antes, la cólera comenzaba a invadirme.

—También pudo haberlos visto él, aquellos aviones. Al fin y al cabo, él también estaba en el convoy.

—¡Je, je! —se burló el otro—. ¡Ve a decírselo!

En mi fuero interno, pensé en los dos puntitos negros que había percibido en mi duermevela. Había algo de verdad en lo dicho por el teniente, pero no esperábamos aquello. Todavía no habíamos tomado contacto con los verdaderos peligros de la guerra. Además, estábamos todos medio muertos de sueño, fatigados de tener frío, fatigados de aquella larga marcha, y sobre todo, lo que no puede imaginarse fácilmente, estábamos en un estado de suciedad repugnante. Estábamos demasiado congelados para lavarnos en algunos minutos durante las paradas. Por si fuese poco, resultaba difícil encontrar agua con veinticinco grados bajo cero. Nos veíamos obligados a ir a las casas de los campesinos para pedírsela. No comprendían nada. Entonces había que actuar sin su autorización y ante sus ojos desencajados de estupor. Todo ello requería tiempo. Aquel tiempo sólo podíamos encontrarlo de noche cerrada. En realidad, cuando el convoy se detenía, estábamos derrengados y sólo pensábamos en dormir.

Por muchas vueltas que les diese a aquellas excusas en mi cabeza, no devolvían la vida a los camaradas muertos por la aviación comunista. ¡Me aterraba pensar que por tres camiones de diferencia podía haber volado el nuestro! Sin haber sido herido, ya me daba cuenta de lo doloroso que ello podía ser. Tragué saliva…

—¡Dios mío! —dije acercándome al cristal—. ¡Como vengan otros, sabré verlos!

El lisiado de la rodilla me miró con aquel aire guasón que tenía constantemente.

—Mira también por el retrovisor, ¿sabes?, que también pueden venir por detrás.

Casi se carcajeaba…

—¿Me toma usted por un pedazo de alcornoque? ¿Qué debe hacerse, a su juicio?

Sin cambiar de expresión, se encogió de hombros:

—¡Oh, no se puede hacer gran cosa! Cuando me hice romper la rodilla, era mi cabeza lo que me preocupaba. Lo mejor sería ir en sentido contrario…

—¡Eso es! Y dejar tirados a los compañeros que se mueren de frío y de hambre en primera línea, ¿no?

El otro me miró. Un instante dejó de sonreír, luego su semblante se relajó de nuevo y añadió con el mismo desenfado que al principio de la conversación.

—No tienen más que dar, como dije, media vuelta, ¡ar…! —soltó imitando la orden del feldwebel.

—No lo piense usted —le dije frunciendo las cejas—. Los bolcheviques se aprovecharían de ello. Es imposible, la guerra no ha terminado, no tiene usted derecho a pensar eso.

Me miró fijamente.

—¡Ah, eres demasiado joven! ¿Crees que hablaba en serio? Nada de eso, hay que seguir rápido, más rápido.

Aceleró para justificar sus palabras.

—¡Soy demasiado joven! Todos me chincháis diciéndome eso. No sólo los tipos de su edad son capaces de ser buenos soldados. La prueba es que llevo el mismo uniforme que usted.

No pensaba en serio lo que decía con un tono tan furioso, no llegaba a creer que estaba allí entre todos aquellos soldados.

—Si no estás contento, cambia de taxi —dijo el otro riendo abiertamente.

Evidentemente no me tomaba en serio. No tuve más remedio que callar. Estaba furioso y triste. Me había hecho abofetear por falta de vigilancia, y ahora me regañaban porque quería rehabilitarme. Nuestra fila de camiones seguía avanzando, traqueteando, en la nieve y el hielo. Empezaba a venir la noche y con ella un frío más penetrante. La idea de que nos acercábamos a la meta nos estimulaba un poco. Antes de media hora estaríamos en los arrabales de Jarkov. ¿Cómo sería aquella ciudad? Era la última gran ciudad antes del frente que se situaba en el Don y hasta más lejos, en el Volga, es decir Stalingrado. Stalingrado quedaba aún a seiscientos kilómetros, a lo menos, de Jarkov. En mi fuero interno, a pesar del asco que sentía por la campaña soviética, casi me decepcionaba no poder acercarme a la línea de fuego. Más adelante, me sentí satisfecho…

Recuerdo que descendíamos una pendiente. Los camiones que nos precedían empezaron a frenar. Después se detuvieron.

—¿Qué pasa ahora? —no pude por menos que preguntar.

Ya abría la portezuela.

—¡Cierra! Hace demasiado frío —dijo mi compañero.

Le di con la puerta en las narices y avancé por la costra helada que cubría la angosta «internacional 3». Delante, acababa de pararse un sidecar que aún se balanceaba en la carretera helada. Un correo procedente de Jarkov nos traía una orden. En la grisalla, vi a los oficiales que hablaban entre sí con precipitación. Parecían ponerse de acuerdo y debatir una noticia grave. Uno de ellos, nuestro capitán, leía un papel.

Al cabo de un momento, un feldwebel echó a correr a lo largo del convoy y tocó a formar con el silbato. Mientras todo el mundo se alineaba, el sidecar, que se había puesto otra vez en marcha y en el que iban dos soldados vestidos como buzos, pasó ante mí. El capitán, seguido de sus dos tenientes y tres feldwebel, se acercó a nosotros. Caminaba mirando tan sólo la punta de sus botas y tenía la expresión abrumada.

Un estremecimiento de frío y de inquietud pasó por nuestros rostros fatigados e hirsutos.

Achtung! Stiltgestanden! —gritó un feldwebel.

Nos pusimos en posición de firmes. El capitán nos miró largamente y luego, despacio, con sus manos enguantadas, se llevó un papel a la altura de los ojos.

—¡Soldados! —nos dijo—. Tengo una grave noticia que comunicaros, una noticia grave para vosotros, para todos los combatientes del Eje, para nuestro pueblo, para todo cuanto representa nuestra fe y nuestro sacrificio en el combate. En todas partes por donde pasa esta noticia, siembra la zozobra y una profunda tristeza. En todas partes, tanto en nuestro inmenso frente como en el corazón de nuestra patria, nos costará reprimir nuestra emoción.

Stiltgestanden! —insistió él feldwebel.

—¡Stalingrado ha caído! —precisó nuestro capitán.

El mariscal Von Paulus y su VI Ejército, llevados al postrer sacrificio, se han visto obligados a deponer las armas sin condiciones. El estupor, seguido de una profunda consternación, cayó sobre nuestro grupo. Tras un momento de silencio, el capitán prosiguió: —El mariscal Von Paulus informaba al Führer en su penúltimo mensaje que otorgaba la Cruz del Valor con mérito excepcional a cada uno de sus soldados. El mariscal añadía que el calvario de esos desventurados combatientes había llegado al paroxismo y que tras el infierno que fue esa batalla durante meses, nunca una aureola de gloria fue más merecida. Tengo aquí el último mensaje captado en onda corta procedente de las ruinas de la fábrica de tractores «Octubre rojo». El Alto Mando me ruega que os lo lea. Fue enviado por uno de los últimos combatientes del VI Ejército, el sargento Heinrich Stoda. En este mensaje, Heinrich precisaba que todavía se oía en el barrio sudoeste ruido de combates. He aquí el mensaje: «Sólo quedamos siete supervivientes, cuatro heridos. Hace cuatro días que estamos atrincherados en la maraña de las vigas de la fábrica de tractores. Hace cuatro días que no tomamos ningún alimento. Acabo de abrir el último cargador de la ametralladora. Dentro de diez minutos los bolcheviques nos arrollarán. No podemos aguantar más. Decid a mi padre que he cumplido con mi deber y que sabré morir dignamente. ¡Viva Alemania! ¡Viva Hitler!».

Heinrich Stoda era hijo del doctor en Medicina Adolph Stoda, de Múnich. Hubo un silencio impresionante que sólo algunas rachas de viento turbaron. Mi pensamiento corrió hacia el tío que estaba allá, aquel tío que por otra parte yo no había visto nunca, porque nuestras dos familias no se trataban. Sólo conocía su foto y me lo habían presentado como un poeta. Tuve el claro sentimiento de que acababa de perder un amigo. En la fila, un tipo muy viejo, o al menos que lo parecía con sus sienes canas, se puso a lloriquear. Luego abandonó la posición de firmes y se acercó a los oficiales. Lloraba y gritaba a un tiempo:

—¡Mis dos hijos han muerto! Tenía que ocurrir. La culpa es vuestra, de los oficiales. Era fatal, no resistiremos el invierno ruso…

Casi se quedó doblado derramando lágrimas. —Mis dos pobres pequeños han muerto allá. Mis pequeños…

Zurück bleiben —ordenó el feldwebel.

—¡No! —gritó el desesperado—. Podéis matarme, me da igual, todo me da igual.

Dos soldados salieron de filas y cogieron al pobre hombre del brazo para hacerlo volver a su sitio a fin de evitarle lo peor. ¡Acababa de insultar a los oficiales! Desgraciadamente, él se debatía como un poseído.

—¡A la enfermería! —dijo solamente el capitán—. Que le den un calmante.

Tuve la impresión de que iba a añadir algo más. Su mirada quedó fija. Tal vez él también tenía un pariente en Stalingrado.

—¡Rompan filas! —dijo sencillamente.

En pequeños grupos silenciosos volvimos a nuestros vehículos. La noche estaba allí. La blancura del horizonte ondulado se tiñó de gris, de un gris azulado frío. Tuve una sucesión de escalofríos.

—Cada vez hace más frío —murmuré al oído del muchacho que caminaba a mi lado.

—Sí, cada vez más —contestó mirando a lo lejos.

Por primera vez, Rusia me pareció enorme y lúgubre. Tuve la impresión clarísima de que el horizonte inmenso y cargado de gris acababa de cerrarse sobre nosotros. Me estremecía cada vez más. Tres cuartos de hora después, cruzábamos los arrabales asolados de Jarkov. El débil alumbrado de nuestros camiones no nos permitía ver muchas cosas, pero todo lo que caía en el haz de los faros estaba destrozado.

Después de una noche pasada una vez más en la cabina del Renault, tuve la posibilidad de ver, al día siguiente a plena luz, el caos que constituía lo que restaba de una ciudad importante: Jarkov, la ciudad arrasada por cuatro batallas.

En efecto, en el transcurso de los años 1941, 1942 y 1943 fue tomada primero por nuestro ejército, y luego recuperada por los rusos, vuelta a tomar por los alemanes y definitivamente recuperada por los bolcheviques. En aquella época, nuestras tropas se habían apoderado de ella una primera vez y aún no la habían perdido. Sin embargo, Jarkov no parecía más que un fárrago desmantelado y calcinado. Hectáreas de casas arrasadas servían de santuario a montones de esqueletos de ingenios de todas clases, que las tropas ocupantes habían agrupado en algunos puntos para despejar el camino.

Aquel amasijo de chatarra retorcida, despedazada, testimoniaba los horribles momentos de la batalla, y uno podía imaginarse sin dificultad qué había sido de los desdichados combatientes. Inmóviles bajo su mortaja de nieve que los cubría parcialmente, los cadáveres de acero señalaban una etapa de la guerra. La de Jarkov.

En los pocos barrios que seguían todavía en pie, la Wehrmacht se había organizado. Notablemente instalado en un gran edificio, el servicio sanitario fue para nosotros un baño de juventud. Después, fuimos conducidos, en plena tarde, a una sucesión de sótanos que formaban un largo subterráneo en el que había camas de todas clases. Nos aconsejaron que descansáramos. A pesar de lo insólito de la hora, nos sumimos todos en un sueño de plomo. Nos despertó un sargento que nos invitó a seguirle a la cantina. Allí encontré a Halls, a Lensen y a Olensheim. Hablamos de varias cosas, sobre todo de la caída de Stalingrado.

—Eso no es posible —sostenía Halls—. ¡El VI Ejército no puede haberse doblegado ante los soviets, Dios mío!

—Pero como el comunicado decía que estaban sitiados y que ya no les quedaba nada, se han visto forzados a rendirse, los pobres muchachos.

—Entonces, hay que intentar liberarlos —abundó otro.

—Demasiado tarde —se le escapó a un viejo—. Todo se ha hecho ya…

—¡Mierda, mierda, mierda! —murmuraba Halls apretando los puños—. No puedo creerlo.

Si el desastre de Stalingrado había sido para algunos el mazazo, a otros les produjo una reacción vindicativa que reanimaba un valor desfalleciente. En nuestro grupo, dadas las diferencias de edades entre unos y otros, las opiniones se dividían. Los viejos se mostraban cada vez más derrotistas, mientras que los jóvenes jurábamos liberar a los del VI Ejército. Cuando nos dirigíamos de nuevo a nuestro sótano-dormitorio, estalló un altercado del que fui verdaderamente responsable.

El tipo de la rótula hecha polvo, aquel que tuve a mi lado en el maldito Renault, me estaba pisando los talones.

—Entonces, estarás contento —me dijo—. Sin duda mañana nos volveremos atrás.

Creía leer en su semblante una expresión de ironía. Me sentí enrojecer de cólera.

—¡Ya está bien! —grité—. Estará usted satisfecho, nos vamos. En parte es culpa suya si mi tío ha muerto en Stalingrado.

Se puso pálido.

—¿Quién te ha dicho que ha muerto? —gruñó.

—¡Si no ha muerto, todavía es peor! —continué—. ¡No es usted más que un cobarde! Usted es quien me dijo que debíamos dejarlos tirados.

Asombrado, él miraba a diestro y siniestro.

Cuando yo iba a continuar, su mano se cerró sobre el cuello de mi capote.

—¡Silencio! —ordenó levantando el puño.

Le di un puntapié en la tibia. Él iba a pegarme, pero Halls le cogió el brazo.

—Ya basta —dijo calmosamente—. Dejadlo, o vais a haceros meter en chirona.

—¿También tú quieres follón? —rugió el otro, dominado por la cólera—. Lo vais a tener todos, partida de…

—Suéltalo —insistió Halls.

—¡Mierda! —escupió mi antagonista.

No añadió nada más: un puñetazo magistral de mi compañero acababa de alcanzarle en la barbilla. Girando sobre sí mismo, cayó de espaldas sobre la nieve. Lensen se acercó a su vez.

—¡Partida de jóvenes canallas! —gritó mi chófer de la «tercera internacional».

Intentó incorporarse para lanzarse de nuevo al ataque.

Lensen, bajo pero fornido, le golpeó con la bota claveteada en la cara antes de que se hubiera puesto en pie. Con un grito de dolor, cayó de rodillas llevándose las manos al rostro ensangrentado.

—¡Salvaje! —exclamó alguien.

No insistimos. Refunfuñando, nos unimos a los demás que nos miraron frunciendo el entrecejo. Dos individuos ayudaron al otro, que gemía, a ponerse en pie. —Habrá que tener cuidado con ese hipócrita— dijo Halls. —Para vengarse, podría muy bien disparar contra nosotros durante el próximo ataque.

Al día siguiente tocaron diana bastante tarde. Salimos para la lista de la compañía. Fuera, una tempestad de nieve nos saludó. Con las caras hundidas en los cuellos levantados para evitar la mordedura de los carámbanos que el viento transportaba, tuvimos la satisfacción de oír una buena noticia. El feldwebel Laus, a quien hacía una eternidad que no habíamos visto, estaba allí con un papel entre las dos manos cerradas. También él luchaba contra la tempestad.

—¡Soldados! —dijo con voz fuerte, entre dos rachas—. El Alto Mando, conocedor de vuestra actitud, os concede un descanso de veinticuatro horas. Sin embargo, dada la situación actual, podría sobrevenir una contraorden y deberéis presentaros en vuestro acuartelamiento cada dos horas. Es inútil, pues, pensar en visitar a vuestras amiguitas o a vuestras familias —añadió riendo—, pero podéis aprovechar este descanso para escribir.

Laus mandó dos hombres a buscar el correo. Cuando volvieron, hicieron el reparto. Había cuatro cartas y un paquete para mí. Nos hubiese gustado visitar Jarkov, pero el tiempo espantoso nos incitó a quedarnos en los acuartelamientos. Pasamos una buena jornada descansando. Nos aprestábamos a reanudar el viaje en sentido inverso, según estaba previsto. Por esto fue grande nuestra sorpresa cuando, al día siguiente, nos enteramos de que íbamos a aprovisionar de armas y víveres a una unidad situada en la zona de combate. Incluso fuimos puestos aproximadamente al corriente de nuestro destino. Debíamos ir a un sector, cuyo número he olvidado, en alguna parte al sur de Voronez. Acogimos la noticia sin ningún entusiasmo.

—¡Bah! —dijo Halls—. Que pisemos nieve en Kiev o en Voronez, viene a ser lo mismo.

—Sí, pero Voronez está en el frente —aventuró Olensheim.

—Sí, ya lo sé —repuso Halls—. Un día u otro teníamos que verlo. No sé lo que pensaba yo. ¿Qué ocurría realmente en un campo de batalla? Me sentía dividido entre la curiosidad y el miedo.