Châteaubriant: Satén y escarlata
Al perro encadenado sobre quien pesa un embargo, póngasele un palo en su perrera y no désele comida. El que le dé de comer habrá quebrantado el embargo.
Si el embargo pesa sobre un poeta, quítesele el látigo de azuzar caballos y dígasele que sólo podrá volver a utilizarlo cuando haya cumplido con sus obligaciones.
El satén y la escarlata están reservados para el hijo del Rey de Irlanda. De plata será la funda de su espada y en sus palos de hurling llevará anillos de latón. El hijo del jefe llevará siempre ropa de colores y de dos colores cada día, cada color más fino que el otro.
Escándalo, ultraje y alboroto sedicioso eran situaciones en las que Michel Hérisson se sentía a sus anchas por muy aquejado de gota que estuviera.
Cuando las tres flechas cayeron, después de describir una centellante parábola, en el centro del estanque, las tranquilas aguas comenzaron a agitarse por la presencia de un sinnúmero de elementos nadadores que semejaban cangrejos de río. Los soldados, los operarios y demás espectadores boquiabiertos, se quedaron de brazos caídos mirando la gallarda cabeza de Lymond mientras otros se afanaban en intentar apagar con la poca agua que cabía en sus cascos el pabellón en llamas. Por su parte, Michel Hérisson se incorporó de un salto y salió, renqueante pero al fin y al cabo corriendo, en pos de la huidiza silueta de Artus Cholet.
En un primer momento Cholet no reparó en él. Saltó cual lagartija de un extremo del escenario y se escabulló, sorteando diversos obstáculos en su carrera, en dirección a la zona de la orilla del lago donde se amontonaban, dispuestos para la función prevista, disfraces y demás artilugios que ofrecían un inesperado refugio. Detrás de las carrozas y los dioses de yeso, se abría un camino que llevaba a la zona de las fieras. Detrás de las fieras, se encontraba el lindero del bosque y por ende la libertad.
Artus Cholet corrió, agachándose, por entre las ruedas engalanadas, las lámparas doradas de los sátiros y la selva de torsos, brazos y piernas de las deidades de escayola. Un Júpiter se balanceó y Hérisson, izando su corpachón con gran esfuerzo sobre la carroza donde había detectado el movimiento, gritó:
—¡Ah, sí! ¡Temblad, pedazo de yeso amorfo, que vuestro Hacedor os ha puesto unas tibias que parecen alambres! —Y como el Soberano de los Cielos cayera con gran estruendo, revelando en su desplome una negra cabeza y un rostro de ojos saltones enmarcado en una barba color jengibre, Hérisson, al tiempo que saltaba de la carroza, lanzó un bramido que puso en alerta a todos los cuidadores—: ¡A mí, a mí! —exclamó.
Una jaula en la que estaban encerradas varias palomas se estampó contra el suelo y uno de los volátiles, aterrorizado, se enganchó a su pecho con un aleteo. El escultor agarró al pichón y empezó a gritar:
—¡Es una señal! ¡Noé, estamos salvados! ¡A mí, a mí!
Un león le contestó a lo lejos.
—¡Dioses! —exclamó Michel Hérisson corriendo como una liebre guiado por el tremendo ruido que provocaba Cholet en su desbocada carrera. Oyó las llamadas que le dirigían Tosh, Pellaquin y los mozos de Abernaci para localizarlo.
—¡Vamos, cantad pajarito! ¡Cantad como esas aves que elevaban sus loas al Héroe! Tengo aquí a un hombre malvado, listo para que lo ensarten. —Hérisson soltó una carcajada, como si se mofara de sus propias ocurrencias, antes de lanzarse otra vez en pos de Artus Cholet.
La ancha espalda de Hérisson fue lo primero que vio O’LiamRoe cuando, junto con Francis Crawford, alcanzó la orilla, medio secos ya por el sol y el esfuerzo de remar. También fue lo primero en lo que reparó Abernaci, quien instalado cómodamente a lomos de Hughie, intentaba que el elefante saciara su sed y bendecía la oportuna intervención de Michel.
El fragor había ido en aumento. La explosión y la huida despavorida de una parte del público habían sembrado el desconcierto y el alboroto entre los animales. La camella de Abernaci, de salud delicada y humor irritable, había salido de su cerca y ya había pegado un buen bocado, con sus grandes dientes amarillentos, a unos incautos que no habían reparado a tiempo en su gibosa presencia. El burrito se había quedado ronco a fuerza de rebuznar y los cachorros de león, tan mimados por Abernaci, habían conseguido entrar en las cocinas, correteando torpemente entre los cacharros destrozados, y se estaban dando un festín, lamiendo la leche que manaba de los jarrones quebrados.
Cholet intentaba encontrar una salida en medio de aquel desastre. Ya no parecía el maestro de armas corpulento, el hombre que había pasado la noche roncando plácidamente en la cálida cama de Berthe. Corría, desorientado, por aquel laberinto de tiendas, jaulas y pabellones, intentando sortear las viandas y cachivaches que obstaculizaban el paso, el trasiego de cuidadores con librea armados con bielgos y trallas. Cholet intentaba evitar los zarpazos que, desde sus jaulas, daban los osos que los cuidadores habían emborrachado para que se lucieran en la palestra, los leopardos que brincaban furiosos, trabados por la cadena, y cuyas fauces chasqueaban peligrosamente cerca de su rostro, mientras se cuidaba de esquivar las piedras que los monos enjaulados lanzaban con peligrosa puntería. Mugían con furia los toros, piafaban y bramaban los elefantes, exasperados por el sonido de las tracas, cohetes y petardos que estallaban en un rosario de fuego y humo sobre el lago.
Aturdido por tantos imprevistos, Artus Cholet casi se dio de bruces con otro imprevisto bastante más enojoso si cabe: le cerraba el paso una leona.
Era un animal enorme, de color pardo claro, con una hermosa cabeza y una larga cola. De hecho, sacudía con fiereza la noble testa, recortada al estilo cortesano como la de un cardenal o la de un canciller, frunciendo el hocico y mirándole con dos ojos áureos. La fiera abrió las fauces y Cholet pudo detallar con nitidez los afilados dientes amarillentos y el delicado color rosa de su paladar. El rugido de la bestia le hizo salir por fin de su estupor.
Cholet consideró las pocas posibilidades que se le ofrecían de librarse de los colmillos del animal. Asió los barrotes de la jaula más cercana e inició una ascensión sudorosa y poco elegante, con la esperanza de encaramarse en lo alto. Mientras bregaba por subir, vio que los pasillos que separaban las hediondas jaulas más cercanas habían quedado desiertos. A medida que iba trepando, descubrió el motivo de aquello: la zona de las fieras estaba rodeada. Alguien había puesto orden en aquel lío de voluntades y colocado a los allí presentes, cuidadores, domadores y mozos, todos armados, para que formaran un círculo alrededor de la maraña de jaulas y animales, un círculo que se iba estrechando. En avanzadilla divisó al hombre corpulento y canoso que le había estado persiguiendo y, no muy lejos, distinguió también el turbante de Abernaci, que llegaba acompañado de dos hombres rubios.
Michel Hérisson, excitado por la caza al hombre que había protagonizado e intentando recuperar el resuello, se giró hacia Lymond.
—¡Vaya! Ya veo que nadáis como una culebra de agua. ¿Dónde habéis dejado a Robin Stewart?
Lymond, con el pelo aún húmedo y asiendo firmemente una espada corta que le había dejado uno de los cuidadores, apenas prestó atención a la pulla lanzada por Hérisson.
—¡Por Dios, Michel! Olvidaos de ese hombre por un momento… No puede decirse que me haya sobrado mucho tiempo precisamente en esta última media hora. ¡Qué más da dónde esté Stewart! Cholet ha sido sorprendido prácticamente con las manos en la masa. D’Aubigny ya no podrá endilgarle la culpa al arquero, ni tampoco podrá refutar el testimonio de Beck ni del propio Cholet. Tampoco le servirá de nada negar la confesión de Piedar Dooly en la que se recoge lo que Stewart dijo sobre él. La culpa de Lord d’Aubigny quedará probada, sin lugar a dudas.
Michel Hérisson, que sostenía una lanza en su callosa mano, se paró en seco.
—Sin embargo Stewart no sabe todo lo que me estáis diciendo. Os emplazó para que fuerais a verlo y no aparecisteis. Según su lógica, es como si le hubierais clavado un puñal por la espalda. Si os desagrada la idea de reproducir el drama de las Tres Reinas condoliéndose por la muerte de su querido muchacho, seguid mi consejo: id y encontradlo, y cuanto antes mejor.
O’LiamRoe consideró brevemente lo que acababa de decir Hérisson.
—No anda del todo equivocado nuestro amigo, Francis. Stewart es un hombre imprevisible y violento, y además agraviado. Sería una pena que la pequeña Reina o vos mismo sufrierais un serio percance en este momento.
—Está bien —repuso Lymond—. Dadme una camisa. Iré, ya que os ponéis así… Lo haré en cuanto hayamos apresado a Cholet, pero preferiría no hacerlo desnudo, a ser posible.
Hérisson le pasó su enorme y sudorosa casaca de tafetán y Lymond se envolvió en ella. De repente retumbó el rugido de la leona. Abernaci abrió una boca en la que quedaban pocos dientes, y esgrimió una sonrisa de puro placer.
—¡Por Dinci! Es Betsy. ¡Betsy! ¡Mi dulce florecilla! ¿Lo has apresado ya, amor?
Artus Cholet había conseguido ascender tres cuartas partes de la jaula de los chimpancés. Sin embargo, no podía proseguir pues dos manos negras y peludas le asían firmemente por el jubón. Cholet miró con pavor hacia abajo: la fiera seguía tranquilamente instalada, como esperándole. De repente, la leona se desinteresó de aquel excéntrico ser que se empeñaba en escalar jaulas y recibió a Abernaci con un cariñoso gruñido mientras este le devolvía el saludo con una carantoña debajo de la oreja. Cholet oyó que la leona empezaba a ronronear.
—Ay girasol mío, mi palomilla, ¿le das un beso a tu ama querida? —Acto seguido, el cuidador y la fiera se fundieron en un emotivo abrazo.
—¡Dios santo! —exclamó Lymond, pasmado ante lo que veía, junto con Hérisson y O’LiamRoe—. Mamá y su hijita.
—¡Y mirad a quien tenemos allí arriba! —dijo el escultor—. ¡A un Cholet que más parece un filete de carne pegado a una parrilla que otra cosa! ¡Eh!
Hérisson, exultante, agitó los brazos para atraer la atención de su víctima mientras Abernaci, intercambiando una rápida mirada con Lymond, sacaba un silbato y soplaba con fuerza para llamar a rebato a sus hombres, que acudieron hacia la jaula. El chimpancé, asustado por el pitido, soltó el jubón y Cholet, mortificado y agotado, consiguió sin embargo no caerse y encaramarse con esfuerzo al techo de la jaula.
Abajo, Michel Hérisson empezó a pavonearse, yendo de un lado para otro, levantando los brazos, mirando al cielo, deleitándose con la presencia de tanto público. Por fin se detuvo ante un Lymond impertérrito. El hombretón arrugó la frente.
—Todo vuestro… gentileza de la familia Hérisson.
El silencio se instaló entre los presentes. Artus Cholet, refugiado en lo alto de la jaula, contemplaba abatido la triste suerte que le había deparado el Destino. No tenía escapatoria. Nada podía hacer. Sin embargo, súbitamente y sin que nadie se lo esperara, decidió que tenía que porfiar: se puso en pie y se dispuso a saltar para emprender de nuevo la huida. Más allí quedó la cosa: una flecha de grises plumas surcó el aire y se encargó de frustrar para siempre las vanas esperanzas de Cholet.
La saeta, disparada desde un punto situado detrás de la muchedumbre de cuidadores y amigos, atravesó la garganta de Cholet. Este se tambaleó, cimbreando la espalda, boquiabierto, con la cabeza echada para atrás, mirando fijamente al cielo, y se cayó resbalando por los barrotes de la jaula. Los monos consiguieron arrancarle un par de botones en su caída. Acto seguido, los arqueros de la Guardia Real se abrieron paso sin miramientos entre los cuidadores hasta rodear al pequeño grupo que se había congregado en torno al cuerpo sin vida de Cholet. Unas manos aguerridas se cerraron como tenazas sobre los brazos de Lymond, obligándole a soltar la espada, otras le agarraron por el cuello y le arrinconaron contra la jaula. Las cimeras blancas y el acero bruñido de los cascos brillaban bajo el sol, así como las medialunas plateadas que eran la insignia de los arqueros reales y que ahora ocupaban todo el espacio colindante, dejando un pasillo por el que pudiera pasar su capitán, que venía acompañado de un noble de la Casa del Rey. Ese personaje, principal y apuesto, vestido pulcramente y de rostro amantecado, no era otro que sir John Stewart d’Aubigny.
—En el nombre de Su Majestad el Rey —tronó con solemnidad d’Aubigny, con la condescendencia de una deidad dirigiéndose a un rebelde andrajoso—, ese Rey nuestro del que sois infecto reo… Os manda volver a vuestra celda y aguardar allí su justicia.
Con la mirada centellante de ira, Lymond lanzó en voz alta y firme un mensaje a Abernaci:
—Querido amigo, creo que tenéis un candidato para vuestra leona.
Empero, el que perdió la cabeza fue Michel Hérisson, alterado como estaba ante el imprevisto desenlace de su persecución. Abernaci reaccionó rápidamente a lo que le acababa de decir Lymond. Echó mano de la leona y esta rugió con fuerza. Los soldados que sujetaban a Lymond aflojaron la presión y este, de no haber sido por Hérisson, podría haber probado suerte y zafarse de sus guardias. Pero el indignado escultor desenvainó la espada del talabarte de su vecino y blandiéndola en las narices de lord d’Aubigny se puso a increparle:
—¡Pedazo de grasa mal cortada! ¡Consigo desenmascarar a Cholet y arrinconarle aquí, después de correr como una liebre a pesar de la gota que me aqueja y vais vos y lo matáis como a un cerdo! ¡Voy a rajaros! ¡Voy a cortaros esa orgullosa nariz vuestra aunque después me despellejen vivo por ello! —exclamó enarbolando la espada y abalanzándose con furia hacia Su Excelencia.
Los guardias se desinteresaron de Lymond para interponerse entre Hérisson y d’Aubigny. Sin embargo, Lymond consiguió adelantarse a ellos y, colocándose detrás de Hérisson, sujetarle el brazo y arrebatarle la espada con la que el escultor quería consumar su furia.
—Por el amor de Dios, Michel. Fin puridad, a este hombre le asiste la ley y el derecho de mataros.
Ya era demasiado tarde para explicaciones. Hérisson retrocedió, echando pestes y sin haber vertido la tan prometida sangre. Pero aquello no era suficiente para d’Aubigny. El hombre que le había amenazado de muerte no podía irse de rositas tan fácilmente. Al tiempo que Lymond apartaba el acero, John Stewart dio un paso adelante y armó rápidamente su brazo para lanzar un mandoble certero y alevoso hacia las piernas de Hérisson.
Lymond adivinó su intención. Describió un semicírculo con la muñeca de tal suerte que el hierro de la espada que acababa de arrebatar a Hérisson chocó con la de Su Excelencia. Lymond libró el hierro y dio un salto atrás, apuntando con la espada a su contrario, dando a entender, con la mirada y la posición ofensiva del arma, que no tendría reparo alguno en matar a d’Aubigny. Este empezó a dudar de su gloria vengativa y decidió detenerse. Lymond, viendo esto y que los arqueros se disponían a acometerle, levantó la espada y la tiró al suelo. Hérisson se había hecho a un lado respirando ruidosamente y O’LiamRoe tenía la mano puesta en la empuñadura de su espada.
Los arqueros dudaron un instante antes de volver a sujetar a Lymond por los brazos ante la atenta mirada de d’Aubigny. Este veía que se congregaba cada vez más gente a su alrededor. En todo caso, pensó, el gentío no había sido testigo de lo que acababa de ocurrir entre el reducido círculo de los arqueros. Lo único que todos habían visto era la flecha atravesándole la garganta a Cholet, un hecho que tendría su justificación para cualquiera que, a diferencia de d’Aubigny, no supiera que Artus Cholet no tenía escapatoria alguna.
Entretanto, y como prueba de su lealtad, d’Aubigny habría de devolver al fugitivo a su celda, donde debería aguardar, a pesar de sus últimas hazañas, la sentencia que el Rey habría de dictar.
Con todo, Lymond había culminado una proeza que había impresionado a todos. D’Aubigny se giró hacia Abernaci.
—¡Vos! —le increpó—. ¿Sabéis si hay por aquí alguna tienda en la que guarecernos de toda esta gente?
El rostro moreno y en forma de nuez de Abernaci dibujó una mueca imposible. Por fin eructó una respuesta absolutamente ininteligible en urdu. Ante el manifiesto desconcierto de Su Excelencia, Abernaci se dignó a guiarlo, junto con sus arqueros y Lymond, hasta la tienda de los elefantes. Lord d’Aubigny admiró los enormes traseros que se alineaban ordenadamente bajo la gran tienda.
—Bien —dijo dirigiéndose a Lymond—. Aquí nos quedaremos hasta que la zona de las fieras y las orillas del lago hayan recuperado la normalidad. Después mandaré que os devuelvan a vuestra celda.
Lymond le lanzó una mirada irónica.
—Hacedlo —dijo—. No me importa. Sé lo que ha declarado Beck.
Hérisson ya no estaba. Los guardas se lo habían llevado. En cuanto a O’LiamRoe, también había sido expulsado del campamento.
—Leig leis —había dicho el irlandés antes de separarse de Lymond, aconsejándole en gaélico—: Si os provoca, no respondáis, estará buscando un mero pretexto para mataros. Yo me encargo de dar con Stewart.
Allí estaba, pues, Lymond, solo con sus captores, a excepción de Abernaci, a quien habían ordenado retirarse a un rincón de la tienda. Lymond se hallaba de pie ante d’Aubigny, que sentado en una silla cruzaba los dedos una y otra vez mientras sus guardas más allegados los observaban, cómodamente instalados en la cálida atmósfera de la lona recalentada por el sol.
Entonces, de manera incansable y repetitiva, d’Aubigny se dedicó a humillar a su cautivo, tachándolo de falso y de traidor, de poco hombre y de cobarde, con el evidente propósito, tal como había vaticinado O’LiamRoe, de sacar de sus casillas a Lymond y tener así una excusa para matarlo. La situación parecía evocar ese juego de muñecas rusas en el que, después de abrir una tras otra, se acaba topando invariablemente con la más pequeña, que no se puede abrir, y sólo queda entonces volver a encajarlas todas para empezar de nuevo, sabiendo que el resultado siempre será el mismo.
De Lymond dependía resistir o no a las provocaciones de d’Aubigny. Del asunto Robin Stewart se hacía cargo Phelim O’LiamRoe.
Ante la tesitura de una ciudad presa del caos absoluto en el que resultaba imposible seguirle la huella a un hombre enojado y dispuesto a causar el mayor daño posible, se le antojó a O’LiamRoe que la única manera de dar con su paradero era volver a la cabaña del bosque y buscar allí alguna pista que le llevara hasta el arquero.
Las indicaciones dadas por Dooly eran suficientemente explícitas. Estaban recopiladas en el legajo de papel medio roto que tenía en su poder y que O’LiamRoe había recuperado de su semiinconsciente paje. En verdad, Abernaci y Tosh se habían mostrado poco compasivos para con Dooly. El propio O’LiamRoe se había empleado a fondo y a palo limpio con su sirviente, incluso después de que el interrogado les dijera todo lo que sabía. La visión del cuerpo golpeado le revolvió el estómago.
O’LiamRoe se sentía más agotado de lo que nunca había estado en su vida. Pensó que el propio Lymond, a pesar de lo duro que era, debía de estar igual de rendido que él después de dos travesías a nado, de la operación de salvamento en los barcos y de la vuelta a remo hasta la orilla.
O’LiamRoe consiguió recuperar su caballo, montarse en él, declinar el ofrecimiento bienintencionado de Hérisson y Tosh, salir trotando del parque, cruzar el pueblo y coger el camino que salía hacia el bosque en un alarde de valor y resistencia al cansancio. Imperaba en él un instinto que no atendía a razones, que superaba incluso esa ironía tan arraigada en el alma del príncipe de Slieve Bloom a la que solía recurrir, escudándose en su agudo y bizarro ingenio. La situación había tomado un cariz decididamente dramático.
A la una de la tarde la corte francesa almorzaba con la embajada inglesa en Châteaubriant. Los dignatarios de uno y otro bando, vestidos con gruesos ropajes, se dedicaron diplomáticas sonrisas e intercambiaron en tono confidencial las últimas noticias sobre los recientes acontecimientos, al tiempo que oficialmente aparentaban no saber nada. La comedia seguía representándose. En ese mismo momento O’LiamRoe divisaba por fin la cabaña de Stewart entre la floresta.
El Príncipe bajó del caballo, lo ató a un árbol y se detuvo a pensar. No iba armado y Stewart no era precisamente un amigo. El arquero podía estar ya en Châteaubriant, dedicado a afilar el cuchillo para cortarle a Lymond la garganta. O podía estar en aquella cabaña mascando su ira y pensando en cómo desahogarla.
O’LiamRoe avanzó prudentemente por el césped que rodeaba el tosco chamizo. Las hojas y ramillas desprendidas de los robles circundantes por el rigor del último invierno crujían bajo sus pisadas. Los ventanucos relucían como negro azabache. De la chimenea salía un hilillo de humo con virutas de ceniza. O’LiamRoe se colocó junto a uno de los ventanucos y apartó la tela de lino encerada que ocultaba el interior de la estancia. Se lo pensó mejor. Antes que fisgonear como un niño prefería entrar por la puerta.
La halló entornada.
—¿Stewart? —llamó.
No recibió respuesta. Tal vez estaría fuera. O dormido. O acechándole detrás de la puerta, la espada en ristre.
—Bien está —dijo O’LiamRoe, encomendándose al Gran Hacedor e incluyendo de paso en su plegaria al arquero y a toda aquella embrollada situación— ¡Dios nos salve a todos!
Empujó la puerta y se adentró en la cabaña.
Stewart había estado largo tiempo aguardando en aquella cabaña barrida y fregada a conciencia, con la comida cuidadosamente dispuesta en la mesa. Había estado cavilando sobre las nuevas perspectivas que le deparaba el destino, sobre los firmes propósitos que se avecinaban, dolorosamente paridos y dolorosamente ofrecidos, con los que pretendía afianzar su última y celosa voluntad, su último amigo.
Stewart había estado largo tiempo aguardando. Transcurrieron las horas y no oyó el canto de los pájaros avisándolo de la ansiada visita. Atizó una y otra vez el fuego hasta que sólo quedaron rescoldos. El pan se fue endureciendo y el vino consumiendo.
Cuando el sonido de la explosión retumbó por el bosque acallando el canto de los pájaros, cuando pasados unos instantes las aves se elevaron en el cielo en un zafarrancho de alarma, Robin Stewart supo que había fracasado de nuevo. Entonces agarró el cuchillo por el mango, no con la intención de asestarle una puñalada a Lymond sino con la decisión, definitiva y amarga, de usar el hierro contra aquel del que ni siquiera Lymond podría hacerse amigo. Y lo hundió en su propio pecho.
—Hija mía… —musitó la Reina madre. No se precipitó, aun sabiendo que la vida de su hija corría peligro. Se había desplazado hasta el lago discretamente, acompañada de las damas de su séquito, y estaba llegando a la orilla justo cuando los primeros artefactos de pirotecnia empezaron a estallar. Fue más tarde, después del estruendo provocado por la explosión de la gabarra llena de pólvora, cuando la gente que no estaba de servicio en el castillo y no pocos habitantes del pueblo se congregaron en las orillas del lago. Entre ellos estaba la nobleza escocesa.
A su lado, mientras la barca en la que se hallaba su hija encallaba en la orilla, estaban lady Lennox y su tío, sir George Douglas. La Regente conocía bien a lady Lennox: medio Tudor y medio hermana de su último marido, el difunto rey de Escocia. Católica y peligrosa. La Reina madre la miró de reojo.
Vio que Margaret Lennox no reparaba en la princesita pelirroja que acababa de librarse de la muerte sino en los barcos que se consumían en llamas en mitad del lago, así como en el hombre que se había zambullido cual cormorán segundos antes de que se produjera el gran estallido.
—Hija mía… —La Reina Madre acompañó con un beso cariñoso en la mejilla pecosa de la pequeña heredera del trono de Escocia sus escuetas palabras de alivio. La pequeña María contestó a su madre con una reverencia y salió corriendo hacia Janet Sinclair, la niñera que había sustituido a lady Fleming, que esperaba nerviosa y cariacontecida detrás de la Reina madre.
—¿Habéis visto? ¿Habéis visto? ¡Los barcos han hecho bum y todos los cohetes han salido volando! —La tensión acumulada, la excitación, el arrebato y el miedo salieron a flote de repente y la pequeña Reina rompió a llorar en el generoso regazo de Janet Sinclair.
—Majestad… —No había nada que decir. Margaret Erskine, recién salida de la gabarra, se colocó ante la Reina madre e hizo una reverencia. Comprobó que aquel rostro huesudo estaba tan tenso como el suyo. Sin embargo, esa tensión obedecía a motivos bien diferentes.
La niña seguía en brazos de Janet, que comenzaba a retirarse, llevándosela. Margaret cogió de la mano a sus hermanitas para hacer lo propio.
—Habéis obrado bien. Parece que han apresado al asesino —dijo la Reina.
—Y si no es así, debe de faltar poco —les interrumpió en tono cortés sir George—. Lord d’Aubigny, al mando de una compañía de arqueros, acaba de salir tras ese miserable.
Se hizo un breve silencio.
—En ese caso, lo mejor que podemos hacer es esperar a que la situación se clarifique. ¡Margaret, llevaos a los niños! —dijo la Regente.
¿Qué asunto tendría tan preocupada a la Reina madre?, se preguntó Margaret Erskine mientras se inclinaba ante ella. Mientras emprendía la retirada llevando de la mano a María y a Agnes, oyó una voz que la interpelaba:
—¿No sois acaso Margaret, de soltera Fleming, viuda de Graham y ahora esposa de Erskine?
Margaret se encontró con la mujer que más odiaba en este mundo cerrándole el paso y esgrimiendo una deslumbrante sonrisa.
—Sí, soy Margaret Fleming.
Aquella mujer de ojos pardos la miraba con la misma impertinencia que la noche anterior.
—La hija de Jenny… quién lo iba a creer… Se me ocurría que… Mas sois, por lo que veo, una mujer sensata…
Margaret Fleming la miró con expresión ingenua.
—No todas podemos dedicarnos a pensar sólo en nosotras mismas. —Margaret hizo una breve reverencia a la Lennox y se apartó.
Una mujer sensata, dice. Y tanto… y por suerte para aquel hombre a quien mirabais, se dijo Margaret Erskine llorando de rabia, mientras se dirigía hacia el Château Neuf acompañada de sus hermanos y hermanas. De no ser por esta mujer sensata, ni la pequeña Reina ni ese apuesto joven estarían con vida a estas alturas.
El gentío agolpado a la orilla del lago ya no tenía motivos para seguir allí. La noticia había corrido como la pólvora, más rauda que lo que hubiera deseado lord d’Aubigny.
—El asesino… —comentaban.
—¿Lo han cogido?
—Le han dado muerte…
Los músicos habían desembarcado. Los operarios se habían lanzado al rescate de los barcos una vez estos habían acabado de vomitar todo el fuego pirotécnico que almacenaban, y se afanaban en reunidos y amarrarlos, destrozados y ennegrecidos como estaban. En medio del lago, las galeras incendiadas no terminaban de zozobrar y despedían volutas de humo que se elevaban en el cielo azul. Más allá, en el campamento donde se hacinaban las fieras, refulgían bajo el sol las picas de los soldados y se oía el griterío de una muchedumbre exaltada, atemperada a ratos por las secas voces de mando que impartían los oficiales. Corrieron más noticias, que sir George se apresuró a recoger y llevar junto con su sobrina a la Reina madre, que se había guarecido junto con las damas de su séquito bajo una carpa de lona dorada. Ya se afanaban los operarios en cortar, levantar, pintar y reparar los ultrajes provocados por el incendio. No les incumbía decidir cuándo el Rey vendría a tomar asiento para contemplar la flotilla de barcos vacíos. La reina Regente, instalada en los mullidos cojines del sitial, observó a sir George Douglas.
—¿Y bien?
—Mi sobrino arrinconó al asesino mas desafortunadamente se vio impelido a darle muerte. —Douglas marcó una breve pausa—. Se vio también obligado a arrestar a Francis Crawford de Lymond, con gran alarma de los amigos de este. Piensan sin razón que su vida corre peligro.
—Quien piense que la vida del señor Crawford corre peligro es un estúpido —intervino lady Lennox.
—También he oído decir —añadió sir George en un tono prudente— que existe un testimonio que podría implicar, dado el caso, a mi sobrino político, d’Aubigny, en estos atentados cometidos contra la hija de Su Majestad. De ser fundadas esas acusaciones, la inocencia del señor Crawford quedaría probada, y obviamente su vida podría en efecto correr peligro. En todo caso, es al Rey a quien incumbe resolver sobre este asunto.
Aquellas palabras constituían una clara indirecta hacia lady Lennox, por lo que fue ella quien respondió, mientras que la Regente, entendiéndolo, esperó su momento.
—El Rey está ocupado en otras cosas. Hemos de intervenir sin más demora —dijo lady Lennox.
—¿Pero quién podrá darle órdenes a Su Excelencia d’Aubigny? —contestó entonces la Reina madre, mirándose las manos—. Yo no tengo autoridad sobre ese hombre.
—Su hermano sí —contestó sir George.
Se hizo un largo silencio. Sir George pellizcó cariñosamente a lady Lennox en el brazo.
—Querida sobrina, sé el tesón que habéis empleado en combatir la certeza que tiene lord Warwick de que el Protector Somerset goza de vuestra entera confianza. Sabe de vuestro afecto por María Tudor y del leal amor que profesáis a vuestra Iglesia. Desde que Robin Stewart empezara a hablar en Londres sobre todo este asunto de la conspiración, Warwick debe de estar preguntándose, de manera infundada ciertamente, pero seguro que ha estado preguntándose si vuestro Matthew puede haber tenido parte en la conjura… Resultaría de lo más inconveniente que en un momento como este en el que la amistad entre Francia e Inglaterra está a punto de sellarse en el banquete que se avecina, en el mismo día en que la embajada inglesa pretende solicitar la mano de María… ¿o se trata de la mano de Isabelle?, que en ese día precisamente se descubra que d’Aubigny ha intentado perpetrar un asesinato… y que vuestro esposo está implicado.
Se hizo el silencio. La Reina madre no añadió ningún comentario.
—Tenéis que repudiar inmediatamente a d’Aubigny, Margaret —dijo sir George en tono suave, un momento más tarde—, y tenéis que hacerlo públicamente además, de lo contrario todas vuestras esperanzas… vuestras legítimas aspiraciones… se verán reducidas a polvo.
Douglas conocía bien aquella mirada. La había visto con anterioridad en los magníficos, formidables ojos de Enrique de Inglaterra. Ella esperó hasta que él, rindiéndose, bajó la suya, y sólo entonces se dignó a dirigirla hacia la Regente.
—El señor Crawford nos ha servido bien a todos —dijo Margaret en tono resuelto—. Lord Northampton le estará sin duda agradecido. Me ocuparé de que mi esposo denuncie a lord d’Aubigny.
—Qué amable de vuestra parte. —Unos fríos ojos azules midieron de igual a igual a la Douglas—. No tenéis que molestaros en buscar a vuestro esposo. Resulta que yo misma mandé llamar a lord Lennox hace rato… Mirad, aquí le tenéis.
Es cierto que se sentía agotado. Pero si uno sabía cómo, era posible descansar en cierta medida a pesar de estar de pie. Además, era una forma de concentrarse en otra cosa y olvidarse del olor nauseabundo que imperaba en la carpa.
La mente de un individuo almacena información de toda índole y tiene la extraña capacidad de compartimentarla y sacarla a la luz en los momentos más inesperados. La mente recurre a veces a las imágenes agradables y placenteras, o rememora hermosas palabras, sonidos, texturas.
Pero la mente conserva también, en un lugar recóndito, las imágenes negativas y desagradables: los deseos frustrados y las ofensas padecidas, reales o imaginarias, que uno ha relegado a los rincones más profundos.
Algunos individuos consiguen olvidarse para siempre de tan funestos recuerdos, pero otros acuden a ese oscuro lugar de su mente y rebuscan hasta encontrarse de nuevo, cara a cara, con el negro rostro del pasado. D’Aubigny era uno de esos.
Aquella marea de despechadas afrentas inundó a Su Excelencia y fue proyectada sobre Lymond, de pie ante él y rodeado de arqueros, y presenciada por los cuidadores y su jefe, Abernaci, encogido y atento en su rincón. D’Aubigny la escupió sobre Francis Crawford en forma de insultos, de comentarios despreciativos y obscenidades, mezclados con una amarga y despiadada descripción de las pasadas acciones y de los usos y costumbres del joven, exagerados con los rumores, a cual más grosero y repugnante, que su reputación había suscitado.
Lymond reconocía los hechos, las medias verdades construidas sobre la leyenda que otros habían creado sobre él. Hechos y acciones que nunca se había preocupado en desmentir o aclarar. Actos que se le atribuían, basados en conjeturas, en verdades distorsionadas en las que a duras penas reconocía la realidad que las había originado. Tuvo que escuchar de pie, en silencio y ante los enmudecidos testigos que le rodeaban, una sarta de apelativos y términos atroces referidos a Sybilla, su propia madre; insultos que no había vuelto a escuchar desde su pasada estancia en galeras.
A pesar de todo, consiguió mantener la calma. Sabía que el menor movimiento, el menor amago de respuesta violenta, equivalía a un suicidio. Tan sólo podía hacer uso de las palabras, aliarse con ellas para esquivar la avalancha de porquería con la que el otro intentaba provocarle. Aguardó hasta que d’Aubigny, con la tez amarillenta transformada por el odio y su hermosa boca húmeda de saliva, hizo una pausa para tomar aire.
—No os detengáis —dijo Lymond en tono amable—, os quedan todavía mi padre, mi hermano, mi difunta hermana y un montón de tías chismosas por mencionar. Podéis empezar con mi tía May, que es una buena pieza. Pesa noventa y cinco kilos y cada año, cuando llega la primavera, se pone clueca. Solíamos encontrarla sentada sobre un cesto de huevos recién puestos que evidentemente había roto. Salvo un año en que mi madre consiguió cocerlos primero y llenar la cesta con huevos duros…
Nadie se atrevió a respirar. Un sonido ahogado se escapó del rincón donde Abernaci, con el rostro inclinado para ocultar su expresión, intentaba silenciar la carcajada.
—Así que vuestra Casa es un burdel lleno de locas, ¿cierto? Y vos, ¿cuántos retoños idiotas habéis engendrado? —dijo d’Aubigny.
—Preguntadle a vuestra cuñada —dijo Lymond—. Si alguna vez llegan a reinar en Inglaterra, os sentiréis orgulloso de…
Un extraño silencio se apoderó de la estancia y Lymond, sin acabar la frase, se volvió hacia la puerta. Matthew Stewart, el conde de Lennox, el querido hermano mayor de lord d’Aubigny, le miraba desde el umbral con el rostro transfigurado por el odio. Tras él, a través de la lona de la tienda, se adivinaban las siluetas de sus hombres. D’Aubigny aflojó los puños y se puso en pie lentamente.
Ambos hermanos se habían criado juntos en Francia, compartiendo un largo exilio. Por culpa de Matthew, d’Aubigny había pasado tres años de su vida confinado en La Bastilla. Nueve años antes, John había elegido quedarse en Francia como heredero de su tío abuelo y Matthew había partido. Su hermano mayor había hecho su propia elección, traicionando a Francia, a Escocia, y poniéndose del lado de Inglaterra en una carrera desesperada por hacerse con una Corona que había parecido al alcance de su mano al desposarse con Margaret Douglas. La pequeña Reina había sido el último obstáculo que se interponía en su camino hacia el ansiado trono; un trono que su hermano a buen seguro compartiría con él.
—Estoy aquí —dijo el conde de Lennox, ignorando a Lymond y mirando directamente el rostro arrebolado de su hermano— para escoltar a este hombre y que reciba los merecidos elogios por su acción, digna del agradecimiento de todo buen súbdito, ya se trate de ingleses, escoceses o franceses. Es evidente que no os asiste razón alguna para mantenerlo bajo custodia, por lo que asumo la autoridad de ponerlo en libertad.
—¿Os envía el Rey? —La voz de d’Aubigny sonó áspera.
—Nadie me envía. El banquete continúa. ¡Sargento, desatadle!
Moviéndose con una rapidez inusitada a pesar de su corpulencia y de su complicado y elegante atuendo, John Stewart, la mano en la empuñadura de su espada, se plantó de un brinco delante de su prisionero, impidiéndole el paso al soldado de su hermano.
—¿Estáis loco? ¿No os envía nadie? Entonces, por Dios que tendréis que recurrir a la fuerza para llevaros a este hombre. ¡No tenéis ningún derecho!
—Me asiste el derecho —dijo Lennox fríamente— ante las graves dudas que ha suscitado vuestra reciente conducta y el que me otorga mi propio juicio, como súbdito, de lo inadecuado que resultáis en la presente situación. ¡Por el amor de Dios! —dijo dirigiéndose al sargento, que había sorteado a d’Aubigny y seguía con su tarea—. ¿Le estáis atando o desatando?
—Está libre, señor —dijo el sargento retrocediendo con la cuerda en la mano.
Estaba libre, por fin. Medio desnudo, sucio, tembloroso por la fatiga, Lymond paseó la mirada, con las cejas enarcadas, de un hermano a otro mientras se masajeaba los doloridos brazos y lanzaba un guiño en rápido gesto hacia el rincón donde estaba Abernaci. Lord d’Aubigny permaneció inmóvil, aquejado de una súbita rigidez, mientras en su confusa mente se sucedían todas las posibles implicaciones de la situación. Le superaban en número. Pero además, ¿de qué serviría resistirse? Era evidente que Matthew con aquel acto estaba renegando de él, estaba reventando sus esperanzas como quien pincha un pellejo inflado. Nada tenía ya sentido, salvo la venganza.
—Dejadle. Maldito seáis. ¡Dejadle! El Rey os mandará ajusticiar por esto —dijo d’Aubigny.
Sólo el silencio respondió a sus palabras.
—El Rey tiene potestad sobre los extranjeros que se permiten interferir en su justicia. Esta vez acabaréis vos en la Bastilla. ¿Y qué creéis que hará Warwick de vos entonces? —insistió John Stewart d’Aubigny.
De nuevo respondió el silencio.
—¿Os he contado ya —dijo Lymond, como recordando algo— que la tía May una vez consiguió empollar un huevo? —Hizo una pausa profundamente concentrado y prosiguió su camino hacia la puerta lentamente. De pronto, se detuvo de nuevo y se volvió hacia d’Aubigny, que miraba aturdido cómo su hermano se alejaba. El joven le dirigió una sonrisa radiante—: Salió un cuco —dijo Francis Crawford en tono prosaico, y salió en pos del conde.
Tras ponerse unas ropas prestadas, cabalgaron juntos hasta las proximidades de la ciudad, donde pudieran ser vistos y su rescate, como Lymond apuntara en tono sarcástico, pudiera serle de utilidad a Lennox. Poco antes, nada más salir de la tienda, Lennox había cedido al impulso de la violencia para con el joven pero este, mirándole con esos ojos azules cargados de risueña ironía, le había hecho sentirse ridículo, por lo que el escarmentado conde no volvió a pronunciar palabra.
Llegados a los jardines, los dos hombres se separaron por deseo expreso de Lymond. Apretando los labios, Matthew Stewart se dirigió al encuentro de su real esposa. En aquella ocasión, el Destino no se había mostrado propicio para con los Lennox.
Lymond siguió su camino relajado, con la intención de acudir aunque fuera con retraso a la cita que tenía con Robin Stewart.
Phelim O’LiamRoe le vio llegar. Los árboles que flanqueaban su caballo parecieron inclinarse a su paso en admirada reverencia. Venía solo.
El joven se había lavado y vestía ropa limpia. Seguramente habría visitado a Michel Hérisson y descubierto que O’LiamRoe no había regresado. Habría obtenido las señas de la cabaña y después, vestido de forma impecable y sobre una magnífica montura, acudía a la cita seguro de que todo estaba por fin en orden. O’LiamRoe no podía imaginar cómo se las habría arreglado para escapar de las garras de d’Aubigny, pero en aquel momento tampoco le importaba.
Lymond le vio y le sonrió. Bajó de su montura y se acercó con paso decidido.
—¡Hola! —dijo Lymond alegremente—. No hacía falta que me esperarais. Robin debe de estar murmurando sus aburridas amenazas por todo Châteaubriant. A decir verdad —dijo tumbándose cuan largo era sobre la mullida hierba—, creo que por hoy ya he tenido suficiente dosis de Stewarts.
Se produjo una pausa.
—Espero —dijo O’LiamRoe en tono grave—, que por lo menos uno o dos de los Stewart sienta lo mismo que vos.
Lymond había cerrado los ojos. Permaneció así durante un rato. Después, abriéndolos lentamente, posó su intensa mirada azul sobre el Príncipe.
—¿Y bien? —dijo.
Erguido en medio del claro, con el corazón latiéndole desenfrenado y una expresión firme en el rostro, O’LiamRoe señaló con un gesto de su cabeza hacia los oscuros y satinados cristales de los ventanucos de la cabaña.
—Robin Stewart está ahí dentro —dijo el Príncipe.
Lymond se puso en pie a tal velocidad que O’LiamRoe no fue capaz de asimilar el movimiento. Reconoció, eso sí, la rapidez con la que corría hacia la cabaña, pues era la misma con la que aquella misma mañana había salvado la distancia entre la prisión y el lago. En pocos segundos se halló ante la puerta cerrada de la choza. Se quedó allí quieto y en silencio unos instantes, las manos apoyadas en sendos postes. Después, levantó los dedos para llamar a la puerta pero se interrumpió y dejó caer la mano. Entonces, sujetando el pomo de la puerta lentamente, con delicadeza, como si temiera dañarlo, Francis Crawford abrió la puerta de la cabaña de Stewart y entró.
La mesa delataba el paso de los ratones. El queso fresco y el pan recién horneado estaban mordisqueados, y la mesa, otrora fregada e impoluta, estaba cubierta de migas y excrementos de roedores. El fuego se había apagado. Pero el resto de la estancia presentaba el aspecto que Robin Stewart había conseguido imprimir a aquel pobre lugar: la silla restaurada, el suelo impecable, el menguado equipaje en perfecto orden y la espada reluciente. Eran evidentes el esfuerzo, la decisión, el trabajo meticuloso, bien hecho. «De caballero a caballero», había escrito con cuidada caligrafía en la nota que O’LiamRoe había conseguido recomponer durante aquel agónico tiempo de espera, «Os ofrezco mis disculpas y os ruego que compartáis conmigo mi desayuno».
El autor de todo aquello estaba tendido ante el hogar; las manos, limpias, yertas sobre el fregado suelo, la daga caída, manchada con su propia sangre. Yacía en una postura desgarbada, como la que siempre tuvo en vida, perdida definitivamente su postrera y desesperada tentativa de asumir el control de su existencia. Pero aquella triste figura, desde sus limpios cabellos tan cuidadosamente cortados hasta los calzones sin una sola arruga y las lustradas botas, constituía por entero el resultado de la obra de Lymond. Era el propio Lymond, en un último y furioso intento de enmendar su destino, de desafiar lo que estaba escrito en las estrellas. Representaba a Lymond hasta en la intimidad de su fracaso.
O’LiamRoe también lo había entendido así durante aquellas dos horas en que había estado esperando su llegada. El Príncipe miró cómo Francis Crawford entraba en la choza y se sentó pesadamente, embargado por una fuerte emoción que se parecía bastante al placer.
Mors sine morte, finis sirte fine… Amortiguado por el canto de los pájaros oyó el tañido de las campanas que llamaban a nonas. Las campanas enmudecieron. No había sonido alguno proveniente de la cabaña. ¿Por qué tardaba tanto?
En Châteaubriant la conferencia debía de estar a punto de terminar. Lymond, el héroe del día, no estaba allí y estarían echándole de menos.
¿Por qué tardaba tanto? Cualquiera que fuera su estado de ánimo, enojado, despechado o a la defensiva, lo lógico sería que saliera y hablara con O’LiamRoe, le hiciera participe de sus sentimientos. Y sin embargo, no acababa de abandonar esa cabaña.
O’LiamRoe no aguantó más. Con el corazón encogido y una persistente sensación de frío metida en el cuerpo, se incorporó y se dirigió hacia la choza.
Todo seguía igual. El cadáver de Stewart yacía en el mismo sitio. El joven al que había estado esperando aquel desdichado no iba a poder despertarle de su definitivo letargo. La estancia seguía ordenada. Reparó en la presencia de Lymond frente a la ventana, con las manos entrelazadas y apoyadas sobre el alféizar. Su rostro, ligeramente ladeado e iluminado por la tenue luz que filtraban las ventanas, no era el de un hombre enojado o atormentado por el remordimiento. Lymond se contemplaba las manos, absorto. Podría decirse que meditaba sobre algún problema poco trascendente, salvo por el detalle de su camisa, manchada con la sangre de Stewart y los nudillos y uñas de sus manos, blancos de tan apretados. No se movió, a pesar de la presencia de O’LiamRoe. El Príncipe de Barrow no supo muy bien qué hacer. Se sentía incómodo, como si en su bien alimentado cuerpo no hubiera de pronto espacio suficiente para albergar los pulmones y el corazón.
No hace mucho, en una situación como aquella, se hubiera armado de su acostumbrada ironía y de sus inagotables argumentos filosóficos y se hubiera acercado resueltamente para enfrentar los acontecimientos. Pero eso era antes… La filosofía de Lymond se le escapaba y en cuanto a la ironía, intuía que podía encontrar en el agudo ingenio de Francis Crawford la horma de su zapato.
¿Qué podía decirle? El petulante O’LiamRoe de antaño le habría pasado el brazo por el hombro, pagado de sí mismo, para decirle: «Cuando recibisteis su mensaje ya era demasiado tarde. Nada bueno le aguardaba: el exilio y las galeras, en el mejor de los casos. No merecía que le salvaran la vida. Era un asesino, un hombre que sólo pensaba en sí mismo, dispuesto a todo con tal de allanarse el camino, que no se detenía en pensar en el daño que pudiera causar. Un hombre capaz de matar a una niña, a sus amigos… incluso a vos».
Pero actualmente, el nuevo O’LiamRoe contestaba a eso gravemente: Sin embargo no se trata de eso, en realidad. Se trata de que Francis Crawford hizo todo lo posible por conquistar a Stewart y que una vez conseguido su propósito prescindió de él como si fuera una de sus putas. Aunque el mensaje le hubiera llegado a tiempo, lo más probable es que lo hubiera ignorado igualmente. Que no fuera consciente de hasta qué punto Stewart era su discípulo, hasta qué punto le admiraba e imitaba, no habría de servir para justificar su indiferencia. Lymond debería haberse preocupado de saberlo. Nous devons à la Mort et nous et nos ouvrages. La Muerte nos juzgará, a nosotros y a nuestras obras. El sentido de aquella frase en francés sí que lo había entendido, al menos, pensó desolado O’LiamRoe.
—Parecéis muy concentrado, Phelim —dijo de pronto Lymond, volviéndose hacia él—. ¡Ved cuan perfecto soy!, dijo el rey. Deberíais ser capaz de encontrar alguna disculpa para mí, Príncipe. —El rostro de Lymond parecía una máscara de piedra, su tranquilidad resultaba despiadada, brutal.
—Aprenderéis de vuestros errores —dijo O’LiamRoe suavemente.
—No —dijo Lymond en tono inexpresivo mirando el maltrecho y enjuto cuerpo que yacía en el suelo—. Parece que llevo en mis manos una guadaña invisible. Cada vez que respiro un planeta inocente parece salir despedido de su órbita. —Tras una pausa, continuó—: Imagino que tenéis razón. Lo más seguro sería encerrarme entre rejas, o en una torre, o en una alcantarilla. Son los lugares apropiados para mí, allí podría disertar a placer sobre el destino de los hombres, o reírme de ellos, o rezar por ellos si fuera el caso. Pero no me involucraría, ni ellos conmigo.
O’LiamRoe se abrazó las rodillas, cansado.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el Príncipe tras un largo suspiro—, de acuerdo por lo que respecta a Will Scott y también por la memoria de Christian Stewart[43]. Y por Oonagh O’Dwyer. Y, desde luego, por el hombre que yace a vuestros pies. —Tras unos segundos en silencio, continuó—: Puede que no os hayáis dado cuenta, pero habéis empleado uno de mis típicos argumentos. Yo también soy uno de vuestros discípulos. Me he graduado en vuestra academia. Os concedo la gracia de estremeceros ante mi recién estrenada guadaña.
Lymond, que seguía apoyado sobre la ventana, levantó de repente una mano sin motivo aparente y la volvió a bajar.
—¿Quién os ha hablado de Scott y de Christian?
—Margaret Erskine —respondió secamente O’LiamRoe—. Quiso asegurarse de que fuera bien consciente de quién era ese al que yo me había propuesto condenar a los Infiernos… Dios sabrá por qué me empeño en tranquilizar vuestra conciencia pero, si me permitís una última intromisión, podría daros el consejo que esa dama tan sensata, en una ocasión, me dio a mí sobre vos.
—Os lo podéis ahorrar —dijo Lymond secamente.
Ya había dicho demasiado, pensó el joven. Él era el primero en estar obsesionado por lo acertado de la decisión de optar por la mano dura con la que, no hacía mucho, había tratado al arquero Stewart para que el hombre dejara de compadecerse de sí mismo. Desearía, había dicho en aquel entonces, sin la menor indulgencia, que nos hubiéramos encontrado hace cinco años. Me habríais odiado, como ahora lo hacéis, pero los Stewart contarían en estos momentos con un hombre… Dios…
Se dio cuenta de que O’LiamRoe se merecía alguna explicación.
—La semana pasada pude haberle obligado a decirme todo lo que sabía —dijo Lymond— mas, ¡voto a Dios!, como puedo llegar a ser tan pedante, pensé que se odiaría a sí mismo… pensé que debía salir de él, que no debía forzar el dictado de su conciencia, de sus propias convicciones… que no debía obligarle a decírmelo simplemente por…
—Por el amor que os profesaba —repuso O’LiamRoe.
—No se trataba de amor —contestó Lymond con una voz irreconocible, cargada de desesperación—, era más bien… ¡Dios! No lo sé. Culto al héroe, quizás. Ese parece ser el único sentimiento que soy capaz de inspirar, un sentimiento que sólo aboca a la miseria.
—Si sólo se tratara de eso —dijo O’LiamRoe—, Robin Stewart seguiría aún con vida, y nada de lo ocurrido habría tenido lugar. Yo ya estaría de vuelta en Slieve Bloom, con un pasado anodino y un futuro sin alicientes y Oonagh O’Dwyer seguiría con O’Connor. Aceptadlo. Vos habéis actuado correctamente.
O’LiamRoe se calló. Lymond, respirando entrecortadamente, alzó la barbilla pero no hizo comentario alguno. O’LiamRoe continuó.
—Os enojasteis con Margaret Lennox porque se burló de mí en Londres cuando decidí por primera vez comenzar a involucrarme personalmente en vez de quedarme al margen. Justo después hablasteis conmigo para exponerme los hechos aún sabiendo que vuestras palabras habrían de envenenar nuestra relación. Sin embargo, os digo que obrasteis correctamente con Robin Stewart y que, en mi opinión, el error lo cometisteis después, cuando no atendisteis su llamada. Ya era demasiado tarde, lo sé. Mas teníais que haberlo tenido presente en vuestro pensamiento. Era vuestro hombre. Vos erais su apoyo, y cuando se lo quitasteis, deberíais haber estado pendiente de estar a su lado cuando os necesitaba. Sabéis que sois un líder nato, estoy seguro de que no hace falta que os lo recuerde. Pero ser un líder acarrea una responsabilidad. El que manda ha de saber insuflar ánimos en el débil y decirle lo que necesita oír. El que manda ha de sobrellevar el amor que despierta en los demás, cultivarlo y fortalecerlo. Pero además implica tener que renunciar a su vida privada, a sus dislates y placeres. Implica también que no podéis estimar en demasía a nadie, pues el que estima demasiado pierde la condición de jefe y pasa a ser a su vez dependiente.
—¿Y no se os ocurre que tal vez tanto sacrificio no me compense? —contestó Lymond en tono poco convincente.
Hacía frío. O’LiamRoe dijo algo más, pero Lymond no entendió sus palabras, sumido en una repentina bruma producto de sus desbordadas emociones. De pronto no acertaba a saber si tenía los ojos abiertos o cerrados. Por no saber, no sabía siquiera si se estaba moviendo. Aquello era la última, maldita, pusilánime gota que colmaba el vaso… se sintió desfallecer presa del mareo.
O’LiamRoe se precipitó para sostenerlo pero Lymond se acercó a la ventana, sacudió la cabeza y dio un puñetazo al cristal, haciéndolo añicos. La cabaña se inundó con el aroma del bosque y O’LiamRoe se detuvo.
Lymond y el príncipe irlandés permanecieron inmóviles durante un buen rato, hasta que por fin el aire fresco, o tal vez el dolor, hicieron reaccionar al joven. Lymond abrió los ojos, enderezó el cuerpo y, después de una leve vacilación, pasó junto a O’LiamRoe y llegó hasta la mesa. Sujetándose las manos, se sentó; en su camisa, la sangre de Robin Stewart y la que manaba de sus heridas se habían unido en una sola mancha roja.
—Os habéis comportado como un niño —dijo el príncipe de Barrow.
Abrió la mochila del arquero en el suelo y se puso a rebuscar en su contenido hasta dar con unas vendas. Volvió hacia donde se hallaba Lymond, que seguía postrado en su silla, perdido en la contemplación de su mano.
Unas cuantas moscas flotaban en la jarra de vino. O’LiamRoe las sacó y colocó la jarra delante de Lymond.
—Robin Stewart hubiera querido convidaros a un trago, así que hacedle honor a este vino… A ver esa mano.
Francis Crawford apretó los labios. Por fin accedió a que O’LiamRoe le hiciera la cura. Puso la mano en la mesa, empujando a un lado la jarra de vino de la que no probó gota. Habló y su voz tenía de nuevo el timbre habitual en él:
—Claro, desde luego. Puro melodrama, como diría mi hermano. —Prosiguió al cabo de un momento—: Gracias, Phelim. La intención era buena… Y no os falta razón.
La mano presentaba dos cortes bastante profundos. Por fortuna, ningún tendón estaba afectado. Cuando O’LiamRoe terminó de poner las vendas, Lymond parecía mucho más sosegado e incluso le dedicó una mirada amable.
—¿Y ahora qué? —preguntó el irlandés.
—Toca organizar las exequias —contestó Lymond resueltamente al tiempo que se incorporaba.
El suelo era bastante blando. Empezaron a cavar en el claro del bosque primero ayudándose de piedras, luego con sus propias manos y, al final, con una pala que O’LiamRoe encontró en un viejo muladar. Depositaron el cadáver de Robin Stewart, envuelto en la capa que encontraron en su mochila, y la insignia con las dos medialunas emparejadas del rey Enrique y de su amante que adornaban la improvisada mortaja brillaron entre el humus de la fosa.
Lymond, imitando a O’LiamRoe, se inclinó en una señal de respeto hacia el hombre que al final de su vida intentó emularlo. Acto seguido empezó a rellenar la fosa, ayudado por el irlandés, hasta hacer desaparecer por completo y para siempre el cuerpo de Robin Stewart.
Era una hermosa tumba. Por lo menos Robin Stewart no había acabado balanceándose en una horca o decapitado y con la cabeza hincada en la estaca del patíbulo reservado a los criminales, en la entrada del pueblo, o en el camposanto de su familia, a quienes tan poco les había importado. Le habían colocado la espada entre las manos, junto con su mochila. Recubrieron la tumba con pedazos de césped conformando un vivido mosaico.
—Acabemos de una vez con todo esto —dijo Lymond—. Se acercó hacia dónde yacía O’LiamRoe, tumbado en la mullida hierba, y se quedó mirándolo, el rostro desprovisto de emoción, la sangre seca alrededor de la venda que cubría su mano. —¿Qué fue eso que os dijo Margaret Erskine? Creo que este es el momento de oírlo.
O’LiamRoe levantó la vista hacia él. El sudor perlaba su frente.
—Ah, dhia… ¿No os habéis hecho ya suficientes reproches? Fue sólo un consejo, y estaba dirigido a mí tanto como a vos, imagino. Aquellos que tenéis tanta facilidad de palabra, dijo, recordad que algunos viven toda su vida sin descubrir esta verdad: nuestras palabras poseen un poder que puede tener el efecto a la vez más noble y también más terrible sobre el que las escucha, sobre el extranjero que pasa a nuestro lado, sobre el que no es uno de los nuestros ni nos conoce bien. Hablad, dijo, como si vuestras palabras fueran a quedar escritas, grabadas en el plomo para siempre, y como si no pudierais retractaros después. Y asumid las consecuencias.
Lymond permaneció pensativo, la mirada perdida en el verdor dorado de los árboles. Luego, volviéndose hacia O’LiamRoe se quedó mirando los azules ojos del irlandés. A los suyos asomaba vagamente su habitual ironía.
—Bueno —dijo Lymond secamente—, parece que al menos eso sí soy capaz de hacerlo. —Y tumbándose junto al príncipe de Barrow cual animal agotado, se quedó en silencio mirando al cielo.
El canto de los pájaros volvía a poblar el bosque; podía vérselos por doquier en las copas de los árboles o revoloteando de aquí para allá: palomas, pinzones, herrerillos… Las hojas tamizaban la luz decreciente. Debía ser ya media tarde. Sus monturas pacían tranquilamente a la sombra de la alta hierba haciendo tintinear los bocados como si llamaran a misa. Aparte de aquel apacible repiqueteo, la calma era absoluta, la paz, profunda, densa como el vino.
O’LiamRoe, saliendo de un sopor de lo más acogedor, se percató de pronto de que el joven que yacía a su lado no emitía el menor sonido. Obligándose a abrir los ojos, el Príncipe se giró sobre un costado y observó a Lymond.
No tenía de qué preocuparse. Francis Crawford, el otrora Thady Boy Ballagh, dormía plácida y silenciosamente, las inquietas manos relajadas, la rubia cabeza inmóvil sobre la hierba, tan quieta como la de aquel que ambos acababan de enterrar.
—Necesito vuestra ayuda —había dicho O’LiamRoe en una ocasión al hombre que ahora yacía bajo tierra—. Necesito vuestra ayuda para darle un escarmiento a un diablo sin escrúpulos que se hace llamar Francis Crawford.
Robin Stewart no lo había conseguido en vida. Pero quizás ahora, pensaba O’LiamRoe mirando la cabaña de la que ya no salía humo alguno, puede que el fallecido arquero lo acabe consiguiendo, después de todo.
—Lord d’Aubigny —dijo Enrique de Francia—, no abandonará este reino. ¿Queda claro?
Anne de Montmorency, mariscal, Gran Maestre y condestable de Francia, evitó mirar a la Reina. Un golpe de suerte les había favorecido con la ausencia de la duquesa de Valentinois en aquella reunión.
La audiencia había concluido. Todos sabían ya a qué atenerse, aunque los datos concernientes a la dote y a la fecha habrían de concretarse más adelante. El marqués de Northampton había estado magnífico pidiendo la mano de la reina de Escocia para su Soberano, el joven Eduardo de Inglaterra, y había expuesto ante propios y extranjeros un pequeño discurso de corte diplomático:
Su Majestad inglesa era un príncipe sin igual. El reino pasaba por un momento próspero y tranquilo. Los comisionados de las fronteras escocesas, como todos sabían, habían concluido favorablemente los tratados de paz con Escocia. Irlanda parecía aproximarse cada vez más a una política de acuerdos: la justicia del país y su legislación estaban ahora en buenas manos en zonas en las que hasta hacía poco no existía ni justicia ni ley. Las monedas devaluadas habían sido requisadas y se habían adoptado reformas para regular mejor las transacciones mercantiles. Aquel era el momento perfecto, había dicho el marqués mirando a los ojos al rey de Francia y a su condestable, para concretar por fin la antigua promesa de unir a los respectivos soberanos de Escocia e Inglaterra en el largamente ansiado matrimonio.
—No —había rechazado el monarca francés con cortesía.
La reina de Escocia estaba, como todos sabían, prometida con el Delfín.
—Hemos padecido en demasía y sacrificado ya demasiadas vidas por ella —había replicado Enrique de Francia.
Y aquello era definitivo. Northampton había entonces solicitado y recibido para su Rey la mano de Isabelle, la hija de Enrique, que tenía seis años. La cuantía de la dote sería discutida más adelante.
El asunto había concluido por fin. El tratado de mutua alianza y defensa quedaba virtualmente sellado. Y ahora, en su cámara privada, su condestable estaba dale que te pego mostrando pruebas y más pruebas y argumento tras argumento, empeñado en que Stewart de Aubigny fuera puesto bajo arresto.
La acusación tenía fundamento. El rey Enrique era perfectamente consciente. Por eso mismo se sentía ciego de ira. Las corteses palabras del condestable, los sensatos razonamientos de Catalina, no conseguían mitigar el sentimiento de frustración y la herida inflingida a su orgullo. Stewart le amaba… le había amado un día. El niño que había en su interior, el que pasara dieciséis años de su vida en las prisiones españolas, se resentía ante aquella traición.
—Hoy habéis asegurado la corona de Escocia para vuestro hijo, Majestad —insistió el condestable—. Mantener a vuestro lado al hombre que ha intentado asesinar a María constituye un insulto que ningún reino sería capaz de tolerar.
—Pues que se vaya la Regente, si no le agrada la situación. Que se vuelva a Escocia y se lleve con ella a toda su corte de pedigüeños —dijo Enrique.
—¿Insultaréis a su pueblo? —preguntó el condestable.
—¿Insultaréis a su familia? —preguntó Catalina en tono mesurado.
—Además —dijo el condestable, pensativo—, queda el encantador señor Thady. Está claro que esperará que le rehabiliten y también una recompensa, imagino. Mis hombres me traen cada día nuevas e interesantes noticias sobre el señor Francis Crawford de Lymond. ¿Sabíais que posee un señorío en Sevigny?
—Ese joven sirve a mi querida hermana la Regente —dijo Enrique.
Catalina acarició su hermoso vestido con unas manos repletas de joyas y frunció sus gruesos labios.
—Yo diría que… todavía no lo hace de forma oficial —apuntó la Reina—. Apostaría a que aún conserva una cierta independencia.
Se hizo un breve silencio.
—Pues haremos de Sevigny un condado —dijo el Rey. Catalina, sonriendo, siguió jugando con sus sortijas—. También estoy pensando en mandar a Su Excelencia d’Aubigny con su compañía de lanceros a guardar las fronteras.
El condestable se revolvió inquieto.
—Sí, pero… debería ser escarmentado… Debería ser hecho público que… —dijo el condestable.
—Como bien sabéis —le interrumpió abruptamente Enrique—, se han prohibido los duelos en este reino. Una prohibición que no se cumple tan a rajatabla como se debería… Y que no incluye, claro está, los que tienen lugar en el campo de justas, con las armas despuntadas. Antes de la cena habíamos previsto celebrar un torneo. Comunicad a lord d’Aubigny y al señor… al señor de Sevigny que podrán resolver sus diferencias, sin causarse daños, en ese enfrentamiento. Y que, dado que lord d’Aubigny, según tengo entendido, ha sido el primer ofendido esta tarde, será él quien le desafíe y escoja las armas.
En silencio, el condestable volvió su canosa cabeza hacia la Reina y esta, también en silencio, sonrió dando su aprobación.
El condestable quedaba pues encargado de llevar la noticia a Francis Crawford, recién estrenado conde de Sevigny. Sería el condestable, no Diana ni los de Guisa, quien habría de comunicarle la sabía y clemente decisión de Su Majestad Enrique de Francia.
Acababa de nacer un nuevo conde. Un conde que no estaría emparentado con los de Guisa, ni con los Stewart, ni con los Douglas. Ella y el condestable eran sus fiadores. La reina Catalina miró hacia la oscura cabeza de su esposo. En aquellos ojos, habitualmente superficiales, había una mirada de amor.
El cálido y luminoso día estaba llegando a su fin. Pálidas luces comenzaron a brillar en Châteaubriant iluminando la mole de los dos castillos, el nuevo y el viejo, y los caminos se poblaron de antorchas. Junto al parque, la superficie del lago parecía un espejo del cielo, salpicado de barcas inmóviles, negras, como su negro reflejo. El gran estrado junto a la orilla se alzaba, apagado y silencioso, en contraste con el vecino recinto de las fieras donde el sonido de los animales evocaba una jungla en miniatura y el rechinar de cadenas y las voces de mando quebraban la quietud del atardecer.
Entre el lago y los castillos se hallaba emplazado el campo de justas, de veinticuatro metros de largo por cuarenta de ancho. Bajo el rosáceo cielo, las llamas de los pebeteros delimitaban el gran rectángulo sin llegar a iluminarlo. Entre las sombras se adivinaban las gradas cuajadas de flores para albergar a la corte y el toldo de seda a rayas desplegado sobre las jamugas y escabeles de madera dorada para la realeza. A derecha e izquierda se habían levantado las tiendas para los contendientes y en las cuatro esquinas del rectángulo se alzaban, como cuatro centinelas, las torres doradas de los jueces del torneo.
La menguante luz teñía de rosa y peltre el campo de justas y la multitud congregada bullía y gesticulaba semejante a un teatro de marionetas, su brillante esplendor apagado en un caleidoscopio de grisallas. Las cimeras reflejaban la luz con reflejos metálicos, las plateadas trompetas y los pendones lucían grises como el agua. El gris se imponía sobre sedas y joyas, sobre el plateado brocado de la vestimenta de los arqueros que flanqueaban el estrado, sobre el alistonado palio que protegía a Sus Majestades, sobre el dorado mantel que vestía la mesa de los paladines, sobre las armaduras de los escuderos de la liza. A la luz de aquel atardecer cristalino, todos los ricos y hermosos colores parecían cubiertos de un manto de ceniza.
El largo día exhaló su último suspiro y la noche, azul y líquida, anegó cielo y tierra. Las llamas de los pebeteros brillaron como frutas doradas y los diamantes refulgieron por fin. El resplandor de cada antorcha hizo revivir con renovada y vibrante intensidad los perdidos colores y los rostros maquillados recobraron, en aquella cálida luz, su animada expresión. Sonó el redoble de los tambores. Había llegado la ansiada noche. La liza podía dar comienzo.
Empezó alegre y cortés, con ese desenfado del que sólo Francia era capaz. Las risas acompañaban a los pequeños grupos que iban y venían agitando los penachos sobre las relucientes armaduras: vistosos y enardecidos jóvenes frente a maduros y acaudalados contendientes, paladines bretones frente a otros provenientes de Anjou y Poitou. Ataviados en sus trajes de baile, adornados con sortijas y pendientes de diamantes que reflejaban las llamas de las antorchas, tiraron a las dianas e intentaron hacer pasar sus lanzas por el aro. El Rey sonreía sentado en su tribuna con la embajada inglesa simada a su derecha.
O’LiamRoe no había vuelto a ver a Lymond desde que, tras volver de la cabaña, fuera convocado para asistir al torneo. A sus oídos habían llegado los rumores que circulaban por toda la corte: tras unas desafortunadas desavenencias, lord d’Aubigny y el señor Crawford habrían sido emplazados a dirimir sus diferencias formalmente en el campo de justas para entretenimiento del Rey. Los cargos de robo y traición que pesaban sobre el señor Crawford se sobreentendía que habían sido retirados.
Aquello, no obstante, parecía una extraña forma de felicitar al joven por su acción en el lago de aquella mañana. Parecía más bien una última y ácida réplica a la memoria del que fuera Thady Boy. O’LiamRoe pensaba sobre todo esto sentado en el puesto que le había sido asignado, peligrosamente cerca del rígido esplendor de los comisionados extranjeros de la embajada extraordinaria. La reina Catalina, sentada a la diestra del Rey, captó la mirada errante del Príncipe con un movimiento de su abanico y le sonrió. El príncipe de Barrow, asombrado, correspondió con una cortés inclinación. Parecía que, por fin y contra todo pronóstico, había sido aceptado en el preciado círculo.
La Reina regente, por su parte, le había obsequiado por segunda vez con un ceremonial de agradecimiento. ¡Cielos!, pensó O’LiamRoe rememorando su incursión en el lago a lomos de Hughie, lo que a buen seguro no se le había ocurrido a ninguna de las decentes criaturas que le rodeaban era que se había demostrado imperativo proveer al elefante de un asiento estable digno de este nombre.
Lennox, su rubia cabeza mirando al frente, estaba sentado bien tieso con sus fofos labios fruncidos en una mueca adusta. Estaba claro que evitaba mirar hacia Northampton, ese pelele de Warwick, y hacia los asientos ocupados por los escoceses. George Douglas, sin embargo, había vuelto su tranquilo rostro hacia estos últimos, íntimamente regocijado ante el desconcierto y la incomodidad ajenas.
El eco de las palabras que resonaban con insistencia en los oídos de Lennox no provenían de su hermano John, sino del desconocido arquero llamado Robin Stewart, muerto a aquellas alturas, gracias a Dios, que se había entrevistado con Warwick haciéndole ver que la Casa de Stewart bien podía pretender el trono de Escocia y que uno de sus ilustres miembros, el conde de Lennox, era el segundo en el orden de sucesión, después de María Estuardo, con la ventaja añadida de que el conde de Lennox era un firme aliado de Inglaterra.
Pero Warwick se había decantado por la alianza con Francia. Y Margaret y él habían salvado el pescuezo, si es que estaban a salvo, a expensas de su hermano John. Los odiaba a los dos. A John Stewart, por haberle puesto en semejante y absurda tesitura y, por supuesto, a Lymond. Si el rumoreado enfrentamiento hubiera de tener lugar, él preferiría ver muerto a su hermano.
Parecía que el torneo con las lanzas romas había terminado. También habían llegado a su fin los enfrentamientos entre contendientes a pie llevados a cabo con las viseras abiertas y las espadas sin corte. Los escuderos se apresuraban a atender a los paladines, los caballos se alejaban al trote acompañados del balanceo de las borlas, las plumas aplastadas tornaban a enderezarse, la arena a ser rastrillada.
La música sustituyó al sonido de las trompetas durante el descanso, y la arena fue invadida por un grupo de bufones saltarines, entre los que se encontraba Brusquet, algo menos confiado de lo que antaño solía mostrarse.
—En fin, querida —dijo sir George dirigiéndose a Margaret Erskine, sentada a su lado—, parece que ha llegado el momento de rezarle a San Denis, el santo patrón de Francia, para que proteja a las buenas gentes de los demonios, los malos espíritus y de vuestro amigo Francis Crawford. He oído que los heraldos han intercambiado ya los fatales carteles. Por otro lado, siento deciros que Su Muy Noble y Cristianísima Majestad, en su deseo de complacer a todos al tiempo, se ha olvidado de un asunto de vital importancia, es decir…
—¿A qué os referís? —le interrumpió, brusca, Margaret Erskine.
Margaret se sentía enfadada y preocupada. A pesar del innegable alivio que suponía saber a salvo a la pequeña María, la tensión sufrida durante los últimos ocho meses a cuenta de su tempestuoso y díscolo protegido, se veía incrementada por el inminente enfrentamiento. Había llegado a un punto tal en el que lo que deseaba por encima de todo era abandonar Francia. Regresar a su país, verde y fresco, y centrarse en su bebé y en su fiel y resuelto Tom.
Había cumplido la promesa hecha a Lymond largo tiempo atrás de permanecer atenta y vigilante, pero no cumplió, sin embargo, la otra promesa que le hiciera, pues nunca tuvo intención de respetarla. Lymond temía el ascendente que tenía sobre los demás. Tenía que aprender a convivir con ese poder que emanaba de él y sus efectos. Tres personas habían padecido las consecuencias de su presencia en Francia. Nada había hecho Margaret para ayudarles, a él o a esas personas. Consideraba que la servidumbre del liderazgo consistía en soportar esa carga y que Lymond tenía que ingeniárselas solo en ese duro aprendizaje.
Sabía por O’LiamRoe que Lymond había tenido por fin que enfrentarse a esa realidad de la que había rehuido hasta entonces. Sabía, de igual modo, que habían desaparecido otros impedimentos. Ya no existían trabas en su relación con Lymond que dificultaran su comunicación. Por otro lado, Francis se había desligado de su madre, Sybilla, cuyo agudo ingenio nada tenía que envidiar al del hijo. Tiempo atrás, Lymond había optado por alejarse de su madre, optando por una vida más azarosa que la que le esperaba junto a ella. Recordando un comentario que O’LiamRoe hiciera tiempo atrás, Margaret había preguntado a Lymond:
—¿Tenéis pensado casaros?
Lymond la había mirado sobresaltado en un primer momento y luego, en tono divertido, le había contestado:
—¿Tenéis alguna sugerencia que hacerme?
—¿No se os ocurre nombre alguno?
—Algo he oído acerca de una dama —había respondido un Lymond irónico—, mas no recuerdo ahora mismo de quién se trataba.
Margaret no supo a quien se refería. En todo caso, sabía que Lymond no estaba interesado. Viendo la expresión de Margaret, Lymond se había echado a reír.
—A las mujeres, «mejor azotarlas que consentirlas, someterlas que acariciarlas…» fue una dama quien me lo dijo. Vivo en un mundo de hombres, querida —había dicho Lymond—. Tenéis mi amor, pero nunca podré desposaros.
Sacándose de la mente semejantes pensamientos, Margaret se quedó mirando fijamente a sir George y le espetó:
—¿Qué es lo que ha olvidado el Rey?
—Querida mía, no subestiméis nunca a un Stewart. El Rey ha olvidado que nuestro querido lord d’Aubigny, como parte ofendida puede elegir las armas. Lymond, al estar obligado a defenderse, está obligado a proveerse de una armadura, arma o montura iguales que las que Su Excelencia decida que necesita para enfrentarse a él. Y mucho me equivoco o d’Aubigny se cerciorará de escoger arma, armadura y caballo de tal calidad que Lymond no podrá en ningún caso igualar, por lo que se verá obligado a retirarse humillado. Triste —dijo animadamente sir George—, pero como Periander y vuestro amigo Francis dijeron en una ocasión, más vale prevenir…
—¿Cuándo va a salir? —preguntó María, la reina de Escocia—. ¿Llevará el pelo negro?
—¿Cómo sabes…? No —respondió María de Guisa con aire impotente—. El señor Crawford ya no lleva el cabello negro. Ahora lo verás.
Los enanos habían abandonado el campo de justas.
—¿Van a matarse entre ellos? —preguntó María.
—Por supuesto que no. Va a ser un combate fingido, hija mía. Ahora cállate —añadió su madre.
Se hizo un breve silencio.
—Entonces, ¿van a luchar por una dama? —insistió la niña.
La impaciente respuesta no llegó a abandonar los labios de María de Guisa. Se quedó dudando un instante, concentrada.
—En realidad, no. Pero si lo deseas uno de los dos puede llevar una prenda tuya. ¿Lo deseas?
—¡Oh, mon Dieu, sí! —exclamó la pequeña María abriendo mucho sus ojos castaños y demostrando más entusiasmo que del que pretendía—. ¡Un pañuelo! Mamá no tengo…
—¡Cállate! Dame tu guante. Madame Erskine, buscadme un imperdible que sea grande —dijo la regente de Escocia—. Todavía no he conocido a un hombre capaz de abrochar un imperdible cuando el momento lo requiere.
Las banderas y el sonido de las trompetas anunciaron al público de alcurnia reunido en la tribuna real el comienzo de la liza: Stewart d’Aubigny y Crawford de Lymond iban a batirse por primera vez en combate singular.
Ambos contendientes llegaron precedidos de una doble hilera de escuderos. Los lanceros de d’Aubigny, magníficos con el emblema de los Stewart, desfilaron portando las alabardas alineadas en idéntico ángulo, las cuchillas en forma de hoja de hacha reflejando la luz en su metálica superficie. El séquito de Lymond portaba un nuevo estandarte y lucía una indumentaria que a Margaret Erskine le resultó vagamente familiar. Lord Northampton, adormilado, consiguió espabilarse lo suficiente para elogiarla. Llegados a un punto, la doble fila se dividió revelando a los dos paladines, que avanzaron con aire decidido hacia el Rey.
Ataviado con una opulencia digna de su estirpe y condición, John Stewart d’Aubigny permaneció inmóvil, plantado ante Su Majestad, consciente de que aunque el Monarca le protegía con su clemencia estaba siendo evaluado por sus enemigos. Llevaba puesta una camisa lujosamente bordada en hilo de oro bajo su jubón de malla de acero y un traje cuajado de perlas. Sus zapatos relucían con gruesos diamantes.
Lymond, a su lado, mostraba una expresión que gran parte de la audiencia reconoció, por haberla visto en bastantes ocasiones: intentaba desesperadamente contener un ataque de risa de lo más inoportuno. Era evidente que, o bien no se había molestado en intentar competir con la suntuosa magnificencia de d’Aubigny, o bien no se había dejado convencer para intentarlo.
En realidad no necesitaba hacerlo. Lymond llevaba un atuendo de seda negra rematado con cuello y puños de un blanco inmaculado y, prendido sobre su hombro con un carísimo diamante engarzado sobre un imperdible, un guante de niña. Sobre el pequeño guante, bien visible, había bordada una corona de Escocia. Ambos paladines hicieron una reverencia y los heraldos, acompañados por el maestro de ceremonias, proclamaron el comienzo de la liza.
Lymond levantó la vista hacia la tribuna, repleta de rostros familiares. Allí estaban la Regente y sus nobles, que tanto empeño habían mostrado en cortejarle en Candé; la pequeña María, a la que sonrió e hizo una nueva reverencia llevándose una mano al pecho con gracioso ademán; Margaret Erskine, la apacible y sensata mujer cuya madurez superaba con creces a la que su madre jamás poseería; George Douglas, que había sido tratado con mucha amabilidad en Francia y quizás no se sintiera tan a gusto al volver a Escocia.
También estaban los Lennox; Margaret, pálida a la luz de las antorchas, no le quitaba ojo. Lymond hizo una leve reverencia en su dirección. Y Diana, la enemiga del condestable y de Jenny Fleming, que le miraba con aire implacable. Distinguió también a los de Guisa que, tras liberarlo por orden de la Regente, habían acabado perdiendo la batalla diplomática ante la facción compuesta por Catalina de Médicis y el condestable.
Vio allí a sus amigos y aliados: a O’LiamRoe, que le sonreía con aire sardónico bajo sus recuperados mostachos; a Michel Hérisson, su corpachón encajado en un rincón, que gritaba a alguien y era silenciado por un guardia. Y sintió, más que vio, ocultos entre los gallardetes y los escuderos, entre las tiendas y los puestos de los armeros, la extraña y torcida sonrisa de Abernaci y la descarada mirada de Tosh.
«Francis Crawford de Lymond, conde de Sevigny», su nuevo título sonó impresionante pronunciado por la fuerte y bien entrenada voz del heraldo. Nada de «señor de Culter», como fuera hasta hacía poco… Bien, aquello era ya agua pasada. María de Guisa era perfectamente consciente. Francis había aceptado de Enrique un título que nunca habría aceptado de ella, para no perjudicar a su hermano, que era el actual conde, sospechaba la Regente. Lymond no tenía intención de comprometerse y jurar fidelidad a ninguna Corona. Apreciaba demasiado su independencia. No lo haría, no se convertiría en un «satélite de la divinidad», había dicho con educada y amable contundencia, ni siquiera por la dulce niña que un día sería reina.
Aquella tarde Lymond había dicho también otras muchas cosas. Al igual que ella. María de Guisa era consciente de que le había confiado la tarea de proteger a su hija esperando que el joven pusiera en ello su fuerza física y su habilidad, creyendo siempre que ella podría controlar las intrigas políticas, rechazando que él se involucrara a ese nivel, aun sabiendo lo experto que era en esas lides.
Hacía trece años que la Reina regente se había casado por poderes en Châteaudun, aquí en el Loira, con el rey de Escocia, y durante esos trece años había hecho de Escocia su patria. Châteaudun no había cambiado desde entonces, pero encontraba que Francia si lo había hecho. Ella había regresado a su patria chica tras largos años de viudedad para solicitar las tropas, el dinero y el poder que habrían de permitirle salvaguardar el trono del nieto que en un futuro, a buen seguro habría de reinar sobre Irlanda, Escocia y Francia juntas.
Pero Francia, que tenía puestos los ojos sobre las riquezas de Italia y tenía a su vieja enemiga Inglaterra ocupada en disputas internas, no estaba ya tan predispuesta hacia Irlanda o hacia la propia Escocia. Encontraba que a Francia le habría complacido más que ella abandonara aquel complicado exilio auto impuesto y se quedara junto a su hija en el país galo. Su puesto en Edimburgo sería ocupado por un súbdito francés y las mejores plazas fuertes de Escocia ocupadas por tropas francesas, lo que le saldría a Francia mucho más barato que concederle a ella el oro y el compromiso de apoyo que solicitaba para comprar la lealtad de los nobles escoceses hacia la pequeña María.
Sus hermanos se oponían a ello, pero el poder de sus hermanos, aunque grande, no era ilimitado. El Rey era un hombre obstinado; en ocasiones, ni siquiera el condestable o el duque de Guisa, o hasta la propia Diana, lograban hacerle cambiar de opinión. No importaba como acabara todo, al final ella sabía que había acertado al tomar sus propias medidas en secreto para proteger a su hija. No había estado segura de poder fiarse totalmente de nadie en su propio país.
Y tampoco es que hubiera muchos en Escocia en quienes confiar. En los Erskine sí, claro. Eran sencillos, honestos, la servían sin pedir nada a cambio; no hacía falta que nadie le recordara lo que le debía a su consejero mayor y embajador especial. Hacía diez días, en la iglesia de Norham, en suelo inglés, su fiel y querido Thomas, señor de Erskine, junto con lord Maxwell, el obispo de Orkney y el emisario francés de Lansac, habían sellado un tratado de paz entre Escocia e Inglaterra, representada por el obispo de Norwich y sir Robert Bowes. En el tratado, Inglaterra se comprometía a renunciar a los fuertes que poseía en el sur y a los derechos de pesca que ostentaba sobre el río Tweed y cedérselos a Escocia. También aseguraba que los terrenos en disputa de las Marcas occidentales entre los dos países permanecerían neutrales como lo habían sido hasta el momento. Por último, Inglaterra había estado de acuerdo en liberar sin rescate a los rehenes que hacía ya casi diez años seguían en sus prisiones desde la fatídica batalla de Solway Moss. Erskine había anotado por escrito los términos del tratado, que rezaban así: «Aunque Inglaterra podría reclamar con justicia la ampliación de las fronteras que ha conquistado, el Rey, magnánimo e imparcial, accede a reconocer las antiguas Marcas tal como estaban antes de las últimas guerras». Gracias a Tom Erskine, Inglaterra iba a reducir el tamaño adquirido en los últimos cuatro años.
Por otro lado, Inglaterra se había convertido en el refugio de los adeptos a la nueva religión y una tentación más grande si cabe para los inquietos nobles escoceses. Para conspiradores como Balnaves, prisionero en Ruán desde hacía largo tiempo. Para Kirkcaldy de Grange, de quien la Reina sabía que vivía en Francia pagado con dinero inglés. La Regente sabía que podía contar con el apoyo de Douglas, al menos por ahora. También con Maxwell, aunque lo sabía receloso. Lord Hundy, el canciller, era un católico declarado y un partidario seguro en la actualidad, pero era consciente de que era tremendamente ambicioso. Había conseguido contentar al gobernador de momento concediéndole un ducado y un puesto para su joven heredero en Francia, pero iba a ser difícil convencerle de que abandonara su puesto para dejarle a ella el gobierno de Escocia.
La lealtad de los condes de Glencairn y de Drumlanrig era bastante dudosa, y ninguno se había sentido complacido durante su estancia en Francia. Cassillis tampoco estaba satisfecho con su recompensa pero, al igual que Maxwell, Huntly y los Douglas, iban a estar durante algún tiempo bastante ocupados organizando sus extensos feudos como para pensar en conspirar. Livingstone, el fiel partidario y protector de su hija, había fallecido en Francia. Lord Erskine, su otro protector, se encontraba viejo y enfermo. Los hijos bastardos de su difunto esposo estaban cada vez más inquietos a medida que se hacían mayores… Si Eduardo de Inglaterra muriera, sería sucedido por María Tudor, que era católica, y sus nobles rebeldes adeptos a la religión protestante no tendrían ningún apoyo en aquel país. Por otro lado, María Tudor tenía el apoyo de su primo el emperador Carlos de España, por lo que Inglaterra, de reinar la Tudor, podría verse forzada a romper de nuevo el tratado amistoso con Francia, lo que afectaría a Escocia. A todo esto, los Lennox, católicos de sangre real y ansiosos de poder, eran íntimos amigos de María Tudor.
Así las cosas, María de Guisa había sido consciente de que necesitaba ayuda. «Me daré por satisfecha si está en Francia durante el tiempo que dure mi visita en ese país», había dicho refiriéndose a Lymond antes de partir para Francia. Pero en realidad tenía otras intenciones respecto a él. «De aquí a un año, he de conseguir su lealtad para conmigo», había añadido más tarde, y eso sí que lo había dicho en serio.
Pero el concepto que de él tenía la Regente era el de un estrafalario aventurero, lo cual, desgraciadamente, Lymond parecía haberse esforzado en corroborar desde el comienzo de su estancia en Francia hasta el final. Sólo durante su permanencia en Londres, tras el mensaje que había recibido de O’LiamRoe, había dado ella su brazo a torcer, consintiendo en ofrecerle el puesto de heraldo que tan sardónicamente había aceptado. Ese papel lo había interpretado el joven de forma brillante. Y después había perseverado en su principal objetivo.
Su objetivo había sido salvar a María, y así lo había hecho. A qué secretos había tenido Lymond que prestar oídos apoyado en el amoroso regazo de Francia, la Regente no lo sabía. A dónde habrían de conducir las recientes zalamerías de la reina Catalina y el condestable, prefería no pensarlo. Cómo habría sentido Lymond las atenciones de sus hermanos y el creciente afecto que había despertado en el rey de Francia, era algo que ella tan sólo podía imaginar.
María de Guisa había tenido sus motivos para intervenir en el episodio del jabalí. Había intentado probar a los que albergaban sospechas sobre su relación con el heraldo que no existía un vínculo entre ellos. Lo había hecho también para poder solicitar para él clemencia si al final le descubrían. También había querido proporcionarle una ocasión para lucirse, ya que tanto parecía gustarle, y cosechar la admiración y el aplauso de la concurrencia, demostrándole que ella lo consideraba su favorito y lo quería a su lado.
Pero una vez más, viendo el disgusto pintado en su mirada azul, la Regente se había dado cuenta de que había vuelto a equivocarse. Se había equivocado y lo había perdido. Lymond había salvado la vida de María y asegurado la nueva y floreciente relación entre Inglaterra y Francia. Había desacreditado a los Lennox y llamado la atención del Consejo francés. Había conseguido despertar la admiración de George Douglas, sirviera eso para lo que sirviera. De haber llegado a tiempo, sin duda habría conseguido influir sobre la atolondrada Jenny Fleming, estaba segura. Hasta qué punto había acabado involucrándose en los asuntos de Irlanda y de O’LiamRoe, era algo de lo que no podía estar segura, aunque tenía sus sospechas. A poco que se esforzara, Lymond podría tener numerosos partidarios en Escocia. Si quisiera hacerlo, Francis Crawford podría fácilmente conseguir para ella la lealtad de todos los escoceses que estaban en Francia.
No obstante, durante aquella extraña audiencia vespertina, María de Guisa no dijo nada de todo eso. En su lugar, habló con emoción y sentimiento de todo lo que Lymond había conseguido, pasando de puntillas sobre su forma de actuar y sobre los riesgos que había corrido y haciendo hincapié en su aguda percepción y gran sentido político, llegando tan cerca de la humildad como su condición de reina y princesa de Lorraine le permitían.
Ella siempre supo que Lymond, cuando renegó de él, guardó silencio no por lealtad a su Reina sino por el amor que profesaba a su país.
María de Guisa le habló de sus planes. Regresaría pronto a casa. Estaba esperando a que su hijo se recuperara, pues no se encontraba bien. Esperaba con ansiedad las noticias del mariscal de St. André referentes al ofrecimiento que le habían hecho a Inglaterra de casar a su hija María con el joven rey inglés a cambio de las posesiones inglesas en Francia.
Lymond estaba informado de ese dato. A la Reina nunca dejaba de sorprenderle toda la información de que Lymond disponía.
—Inglaterra nunca renunciaría a Calais en base a una promesa tan vaga como esa —había respondido el joven—. No tenéis por qué preocuparos.
Después la Regente le había pedido que se quedara en Francia.
—Cuando los hombres os decepcionan, vos los abandonáis —había dicho María de Guisa—. Si la Corona no está a la altura de vuestras expectativas, la abandonáis igualmente. Un hombre solo, señor Crawford, un hombre sin partidarios, es como un meteorito que navega fuera de órbita por el espacio, destinado a arder hasta consumirse desperdiciando su peligrosa y cegadora potencia en el lugar en el que arbitrariamente haya caído. Vos poseéis el don de sacar la grandeza de los más débiles. Yo os ofrezco la posibilidad de moldear a una niña y hacer de ella una reina digna de vuestra patria.
La Regente había añadido muchas más cosas. Francis Crawford recibiría el título de caballero. Sus dominios de Lymond serían engrandecidos y reconstruidos por los mejores arquitectos franceses. Recibiría unas rentas y dividendos nada despreciables. Y a su retorno a Escocia, cuando decidiera volver, podría recrear en sus propias tierras la belleza y el esplendor de Francia.
En la audiencia entre Lymond y María de Guisa no habían estado presentes ni siquiera sus damas de compañía. La Reina se había vestido con esmero para la ocasión. Le había ofrecido su mano y permitido tomar asiento en su presencia. Pero en el curso de la conversación, la Regente, acostumbrada a tratar con el sexo masculino olvidándose del suyo propio, se había dado cuenta con creciente irritación de que Lymond, sentado inmóvil y respondiendo de modo lacónico y escueto a sus preguntas, se había formado una opinión sobre ella largo tiempo atrás y se comportaba con el mismo desapego e indiferencia con los que se dirigiría a un sapo partero que… pensó María de Guisa en un arranque de rabia, daba la casualidad que era la reina madre de Escocia.
—Os estoy ofreciendo tutelar a una niña —había insistido la Regente.
Y él, en aquel tono cortés e indiferente había respondido:
—Entonces debéis enviarla a Escocia, pues allí es donde estaré yo.
—Creo que no estáis entendiendo la magnitud de lo que os ofrezco —había apuntado María de Guisa tras una larga pausa.
Él le había respondido mientras se levantaba al tiempo que ella, mirándola con esos ojos claros que delataban su juventud. Esa juventud que ella añoraba y codiciaba y con la que podría luchar de igual a igual con el hatajo de salvajes criaturas que eran todos esos Douglas, Stewart, Hamilton y sus ambiciosos hijos, y todos los bastardos reales provistos de insultante juventud que un día habrían de disputarse su trono vacío.
De pie ante ella, mirándola con un rostro que respiraba por todos los poros esa envidiable juventud, Francis Crawford de Lymond le había respondido:
—He entendido vuestra oferta y la rechazo. Si deseáis que haga de líder, lo haré. Formaré en Escocia una tropa capaz de competir con cualquier Tercio del mundo. Permaneceremos en Escocia durante los doce meses del año. Si necesitáis de mí, mandadme buscar… mas no siempre habré de acudir.
—¿Ni siquiera por la niña? —había preguntado María de Guisa.
—Ni siquiera por la niña —había respondido él y, por un instante, su mirada había delatado la vida que se escondía tras esos ojos azules a la que ella no sabía cómo acceder—. Hace cuarenta años —había dicho Lymond— nuestro país poseía la belleza y esplendor de Francia, y mucho más. Pero desaparecieron en Flodden y no podemos recuperarlos de nuevo como el que prende una rosa en la solapa, pues es claro que se marchitará. Tendrán que crecer de nuevo, y ser preservados. Lo he pasado bien —dijo Lymond—. Pero el tiempo de cometer locuras ya ha terminado.
En aquel momento Francis Crawford aguardaba tranquilo a que acabara el heraldo. El guante de la niña descansaba sobre su hombro prendido con el grueso diamante. D’Aubigny no despegaba la vista del maestro de ceremonias de la liza, esperando a que sacara el papel que, tras ajustarse los anteojos sin los que desgraciadamente ya no podía enfocar, procedió a leer:
—En el presente torneo, la elección de las armas ha recaído sobre Su Excelencia John Stewart, Chevallier, Seigneur d’Aubigny, de la Verrerie y le Crotet. A continuación procederé a enumerar la lista de armas y monturas elegidas que, como es sabido, deberá ser igualada por su oponente so pena de anulación del combate.
Douglas había estado en lo cierto. Aquella grosera y autoritaria costumbre del mundo de las armas era bien conocida y se podía aplicar con malicia en un enfrentamiento deportivo o por una apuesta. La parte ofendida ostentaba el derecho de obligar a su oponente a proveerse de una selección de armas digna del adversario al que se iba a enfrentar. Podía, si así lo deseaba, designar una por una las espadas, los escudos, las armaduras y los caballos que habrían de utilizarse en la lid.
Y eso es lo que d’Aubigny había hecho. La extensísima y detallada enumeración de las armas y equipo que el maestro de ceremonias leía, fue celebrada por la concurrencia con un coro de exclamaciones que acabó convirtiéndose en claras carcajadas.
—Monturas: Una pareja de yeguas turcas enjaezadas, con las crines y la cola recortadas y provistas de silla de montar. Una pareja de jacas ensilladas y con armadura trenzada y otra pareja de jacas españolas con sus sillas de cuero y las colas recortadas. Dos asnos enjaezados con gualdrapas de terciopelo y cabezales de latón.
»Armas: Dos alabardas de oro adamascado y otras dos con borlas de seda. Dos picas. Una pareja de pistolas italianas, último modelo. Dos arcabuces de mano con su correspondiente munición. Dos alfanjes. Dos puñales de doble filo con un medallón de San Humberto en la empuñadura y otros dos de filo simple. Dos estoques y dos espadas bastardas suizas de empuñadura sencilla y acero doble.
»Vestimenta: Dos justillos de cuero acolchado revestidos de malla de acero. Dos corseletes grabados en oro y plata adamascada. Dos guardabrazos de acero milanés y dos de acero alemán. Dos corseletes ligeros. Dos escudos decorados en plata y tiras de cuero y otros dos con tiras de hierro. Dos pares de guanteletes. Dos morriones con plumas y con…
Las risas cesaron mucho antes de que el maestro de ceremonias concluyera la interminable lista. Aquella burla había cesado de parecerle tan ingeniosa a la audiencia, que aguardaba con la esperanza de presenciar un combate. El maestro de ceremonias acabó su lectura en medio de un silencio sepulcral y dobló el papel. D’Aubigny dirigió a Lymond una mirada llena de júbilo y luego, con la cabeza erguida y una sonrisa triunfal en sus labios, se volvió hacia el Rey.
Sonaron las trompetas.
—Monsieur le Comte, ¿disponéis de armas y equipo semejante? —preguntó a Lymond el maestro de ceremonias.
—Sí —contestó Francis Crawford con la misma fruición que un novio aceptando a su amada en el altar.
El silencio era tal que podía oírse el crepitar de las antorchas en cada uno de los pabellones. Entonces, los escuderos de su reducido séquito comenzaron a avanzar de dos en dos ayudados por otros sirvientes, y de pronto el hermoso atuendo que lucían y que resultaba familiar fue claramente identificable: era el que los pajes del rey de Francia habían lucido uno o dos días atrás. El séquito de Francis Crawford de Lymond, avanzando en fila de a dos, colocó sobre la mesa de ceremonias del campo de liza la armadura más hermosa de toda Europa.
La bellísima armadura que el rey Enrique había lucido en Blois había sido diseñada por Gamber. Las corazas doradas estaban decoradas con leones grabados. Los morriones tenían en la cresta cuernos de carnero adornados con plumas de avestruz prendidas con hebillas de diamantes. Cada una de las espadas tenía una funda propia, de terciopelo adornado con rubíes una, de seda cuajada de perlas la otra. Las pistolas y los arcabuces yacían en estuches de cuero repujado junto con su munición. Fueron traídos los caballos, magníficamente enjaezados, que piafaron ariscos ante el extraño silencio, las sillas relucientes de cera bruñida.
Los integrantes de la embajada inglesa, atónitos, se enderezaron en sus asientos y emitieron pequeños sonidos admirativos. Los caballeros y damas francesas sentados cerca del Rey guardaron un prudente silencio. Todos y cada uno de los cortesanos allí presentes reconocieron la armadura, los caballos y las armas de Enrique, rey de Francia.
Aquello constituía el mayor desaire que John Stewart d’Aubigny jamás sufriera. Quedaría indeleble en su memoria para el resto de sus días, que posiblemente transcurrieran en algún oscuro confín lejos de la corte prestando algún servicio intrascendente para la Corona a la que tan oscuramente había servido. Además le había sido inflingido públicamente, proclamado ante toda la corte allí reunida. La muerte habría sido más clemente para lord d’Aubigny.
Se quedó mirando largo a rato al Rey tras haber echado un rápido vistazo a las armas allí expuestas. En ningún momento se dignó mirar a Lymond.
—Estoy satisfecho —dijo en un tono ligeramente más agudo de lo habitual.
El maestro de ceremonias, buscando en vano en el rostro del Monarca, del condestable o del propio Lymond una pista sobre cómo proseguir, dijo embargado de un desesperante desconcierto:
—Decidid, entonces: ¿qué arma elegís?
Era un capitán de lanceros después de todo. En el último instante intentó recomponer su orgullo hecho jirones. Ignorando al maestro de ceremonias, d’Aubigny volvió su apuesto rostro hacia la tribuna real engalanada con dorada seda y estampada con la flor de lis que tiempo atrás él mismo luciera sobre su pecho y su espalda.
—No elijo ninguna —dijo d’Aubigny mirando a su Rey—. Me doy por desagraviado y retiro mi desafío.
En la tribuna, el contenido rostro del Rey permaneció inmutable.
—Os ruego que no nos decepcionéis —dijo—. Nos y nuestros amigos aquí presentes esperábamos presenciar algo de deporte.
—El deporte ha concluido —dijo John Stewart en voz baja.
El Rey le concedió su permiso para retirarse.
John Stewart d’Aubigny se marchó caminando con paso firme rodeado de su séquito, con las banderas en alto. La partida de la espléndida comitiva no fue despedida con gritos de júbilo ni con abucheos. Cruzó la arena del campo acompañado del silencio hasta que por fin se desvaneció en la noche. La caída de un favorito del Rey era celebrada en la corte con discreción.
En el campo de justas el vidame, acariciando con suavidad el hombro de Lymond, le estaba invitando a luchar con él. Los integrantes de la delegación inglesa, removiéndose en sus asientos, evitaban mirarse a los ojos unos a otros. Northampton sonreía.
Lymond y el vidame lucharon montados sobre dos jacas y ofrecieron a la concurrencia un bonito combate. El vidame, que no acostumbraba a cortejar a sus amigos con un puñal en la mano, no paró de hablar durante toda la competición.
Francis Crawford luchó tranquilo, como un autómata, la mirada perdida en algún lejano lugar que sólo él alcanzaba a vislumbrar, y ganó. Cuando todo terminó, tras los besos, las felicitaciones y los laureles, todavía absorto, dirigió a su jaca hasta la tribuna donde se hallaba sentada la corte escocesa, y con experto movimiento detuvo al pequeño equino y procedió a desenganchar el guante de su hombro.
Alzó la mirada y la luz, a medida que levantaba el rostro, tiñó de oro sus cabellos y fue desvelando cejas, pómulos y nariz de aquel hermoso rostro mientras el joven observaba a la pequeña Reina.
María se puso en pie y volvió a sentarse, enfadada. Un bucle pelirrojo escapó de su tocado y se posó sobre el alféizar de la tribuna.
—¡Pero si no habéis luchado contra lord d’Aubigny! —exclamó contrariada.
—No… Vuestro padre, el Rey, lo hizo —dijo Francis Crawford.
La niña abrió mucho los ojos.
—¡Yo no lo he visto! —exclamó María.
—Fue un combate de otro tipo. Pero sí que he luchado contra alguien. ¿No os ha satisfecho mi adversario?
—¿Monsieur le vidame? —dijo la niña en tono claramente desdeñoso—. ¡Me regala gatitos!
—¡Vaya! —exclamó Lymond con aire interesado—. Eso es algo que a mí no me ha regalado todavía. Me ponéis en un aprieto. Si el combate con él no os ha parecido suficiente, me temo que tendré que conservar vuestro guante hasta que encuentre a alguien que lo sea. ¿Qué os parece?
—Sí, excelente. Conservadlo, señor Crawford. Guardadlo para alguien que sea verdaderamente peligroso. Como aquella irlandesa que me quería hacer daño, ¿no?
—No, Alteza. Estábamos equivocados con ella. La dama es una amiga. —Lymond, sintiendo que aquella conversación estaba despertando el agudo interés de la Regente, cambió de tema—. He de irme Majestad. He oído que O’LiamRoe va a enseñar a la corte a jugar al hurley y me temo que, además de un médico y un sacerdote, van a necesitar unos cuantos hombres sobrios antes de que termine el partido. Pero si voy a quedarme con vuestro guante, al menos dejadme que os dé una prenda a cambio.
Dicho esto, Lymond depositó sobre la mano extendida de la niña el enorme diamante.
La Regente se lo arrebató.
—¡Ma mié, no! Señor Crawford, ella no puede aceptarlo. Es demasiado.
—Pertenece al Rey —dijo Lymond alegremente—. Creo que, al contrario que toda esa chatarra —dijo refiriéndose con humor a la armadura—, no espera que se lo devuelva.
Una pequeña venda asomaba bajo el guantelete del joven. La Regente le entendía demasiado bien. No quería servidumbres, ni obligaciones, ni responsabilidades… excepto las que él mismo se planteara. Aunque, por otro lado… había conservado el guante de la niña.
—¡Contadme una adivinanza! —pidió la pequeña Reina.
La jaca comenzaba a impacientarse. Su jinete llevaba quieto demasiado tiempo.
—Aquí no estamos en privado —dijo Francis Crawford—. A vuestro servicio, Alteza —dijo sonriendo y cogió las riendas.
—¡Entonces cantadme una canción! —insistió la niña.
Era su paladín. Había luchado llevando su guante. Todos debían ver lo bien que se llevaban. Pero él se limitó a sonreír de nuevo, le hizo una reverencia y se marchó, seguido de un aplauso cerrado proveniente de cada rincón, sus escuderos tras él, su estandarte bien alto sobre su rubia cabeza.
María lo vio partir, entre contrariada y absorta y empezó a cantar bajito. Margaret Erskine distinguió su voz entre el alboroto. La pequeña Reina, subiendo el tono, comenzó a interpretar ella sola la canción que un día cantaran juntos, imitando con gracia aquella voz incomparable. La voz que a lo largo de aquel invierno había cantado para el rey y la corte de Francia, y había jugado con sus reinas.
Rey y Reina de Cantelon,
¿Cuántas millas hay hasta Babilón?
Ocho y ocho y otras ocho.
¿Llegaré allí aún de día?
Si tenéis buen caballo y un buen guía.
¿De cuántos hombres disponéis?
… De más de los que vos nunca tendréis.
FIN