VII

Londres: Promesa de ayuno

Aquel que no cumple con el ayuno en los días señalados es incapaz de asumir sus compromisos y no recibirá recompensa de Dios ni de sus semejantes. Es como si hubiera perdido toda su hacienda, en lo visible y en lo invisible, y que lo único que tuviera almacenado en su granero fuera barcia de trigo. No es merecedor de consejos, ni siquiera para aliviar su enfermedad. Para comer, tendrá que robar o vender su honor. Nada crecerá ni pastará en sus prados y vivirá de limosnas, si es que se las dan. Vacua será su libertad y nulo el precio de su honor.

Stewart había sido confinado en una de las torres más altas. Debido a su condición de arquero y prisionero político de una nación amiga, había sido alojado en una habitación de gruesos sillares con ventana y chimenea.

O’LiamRoe subió las escaleras junto al teniente Markham. El lugar le dio una impresión de decadencia, más que de desolación, como si un raído tapiz hubiera sido extendido para intentar ocultar la suciedad que se acumulaba debajo. El teniente rezongaba sobre el prisionero, manifiestamente descontento:

—Es un suicida. ¿Cómo esperan que consiga preservar su vida en ese boudoir donde lo han metido? He tenido que poner en su cuarto a uno de mis mejores hombres para que le acompañe. Una auténtica pérdida de tiempo. —Ante el silencio de O’LiamRoe, continuó, irritado—: Espero que tengáis mejor suerte que el otro hombre que enviaron. Cuando entramos, el prisionero se había abierto las muñecas. Había sangre por doquier. El tipo se tuvo que marchar sin haberle podido dirigir una sola palabra y a nosotros nos tocó limpiarlo todo.

Lymond no le había mencionado aquello. O’LiamRoe, con su habitual ligereza, se preguntó cómo iba a arreglárselas para persuadir a Stewart de que se olvidara de Francis Crawford cuando era precisamente Lymond el principal motivo de su profundo y desesperado desaliento. En aquel momento, Markham se detuvo ante una puerta y metió la llave en la cerradura.

Stewart había oído sus voces como en sueños, como un niño chico en la cama que oyera a los demás hablar y reír afuera, en el exterior. Había reconocido la voz de O’LiamRoe, pero se sentía demasiado cansado para reaccionar. Llevaba tres días sin comer y había perdido mucha sangre el pasado viernes. Ya no le quedaba ni un ápice de la pasión con la que había reaccionado al oír la cadencia inconfundible de la voz de Thady Boy Ballagh ante su puerta. A pesar de que había hablado sin el acento irlandés que solía emplear, la habría reconocido en cualquier lugar del mundo. Después de haber matado a aquel miserable traidor de Harisson, había pensado en varias ocasiones en sus últimas palabras. Pero estaba convencido de que era mentira. Ballagh estaba muerto. De eso estaba seguro.

Pero había resultado que no. El otro le había dicho la verdad. Aquel viernes, después de que le vendaran las muñecas y apostaran un guardia ante su puerta, el arquero se había levantado y, apoyándose contra la ventana, los había visto salir: primero Markham, que hablaba con alguien haciendo grandes aspavientos y luego, una dorada cabeza desconocida para él. Habían avanzado hacia los árboles, el teniente seguido de su esbelto compañero que llevaba, había notado Stewart, un bastón en la mano y cojeaba. Entonces la esbelta figura se había vuelto de pronto y en aquel rostro, pálido en la claridad del grisáceo cielo, el arquero había distinguido al fantasma de Thady Boy Ballagh. Durante un segundo había tenido la sensación de que los ojos vueltos hacia él habían encontrado los suyos. Después la rubia cabeza había vuelto a girar y aquel joven que él, Stewart, había envenenado, había seguido su camino con paso decidido.

Ahora ese hombre le enviaba a O’LiamRoe. Probablemente para regocijarse ante su estado. O puede que para convencerle de que le dijera aquello que Warwick le había pedido que callara a cambio de salvarle la vida. O quizás para obligarle a mantenerse vivo para que pudiera ser castigado apropiadamente en Francia. El ofrecimiento de Warwick de no entregar su confesión no significaba nada para él. De todos modos iba a morir. Pero no veía razón alguna para complacer a O’LiamRoe con eso, ni con ninguna otra cosa.

El príncipe de Barrow, nada más entrar en aquella pequeña y acogedora habitación, percibió el muro de odio tras el que se había refugiado el agotado arquero. A través de la enrejada ventana, la luz iluminaba un cuarto amueblado con una robusta mesa, una chimenea, unas cuantas sillas, cajas y un catre en una esquina. La puerta se cerró dejándolos solos, frente a frente. Antes de que el otro pudiera articular palabra, el Príncipe dijo, resuelto:

—Necesito vuestra ayuda para darle un escarmiento a un diablo sin escrúpulos que se hace llamar Francis Crawford.

Aquello era un truco, sin duda. Stewart, con el rostro macilento y estragado, permaneció hundido en su silla sin abrir la boca mientras la palabras del irlandés revoloteaban a su alrededor como un enjambre de abejas desatado.

Durante un largo rato no escuchó siquiera. La voz del otro parecía flotar, acercándose y alejándose como un madero a la deriva en el oscuro océano en el que el arquero se había sumergido, rodeado de los patéticos recuerdos de sus fracasos y errores. Durante toda su vida, Stewart había padecido constantes abusos. Había tenido que trabajar duramente para conseguir cada cosa que poseía y nunca el destino o la fortuna se habían aliado con él para allanarle el camino, aunque fuera sólo un poco.

En tres ocasiones, tres hombres le habían sacado del inmerecido aislamiento en el que estaba sumido, introduciéndole en el dorado mundo del bienestar y de la dulce amistad y las tres veces había acabado abandonado y traicionado. Ahora sabía, con total y definitivo convencimiento, que aquello había ocurrido no por los éxitos que, muy a su pesar, no había podido cosechar, sino precisamente por la persona en la que, con tanto esfuerzo, se había convertido. No era más que un mediocre, un hombre escasamente dotado. Había sido un estúpido al creer que en la vida, el esfuerzo y el trabajo concienzudo podían llevarle a algún sitio.

Quizás hubiera sido posible de haber sido él una persona normal, de carácter agradable y con talento para crecer, para medrar. Pero las pocas dotes que había recibido en su nacimiento se habían marchitado en su interior seco y estéril, incapaz de hacer florecer talento alguno. No tenía ningunas ganas de vivir. Poco a poco, a medida que la monótona y paciente voz de O’LiamRoe iba penetrando en su cerebro, Stewart se dio cuenta de que el príncipe de Barrow estaba haciéndole un relato lento, claro y desapasionado sobre lo que sabía de la misión de Lymond en Francia. Mientras escuchaba, una idea comenzó a abrirse paso por entre el embotado entendimiento del arquero: O’LiamRoe era también una víctima del bardo.

El Príncipe le contó todo lo que sabía, la conclusión a la que había llegado tras una noche de largas y dolorosas reflexiones. Lymond le había utilizado y después, cuando había dejado de serle útil, le había despachado de un puntapié con su arrogancia habitual. Se había aprovechado de él en todo momento, utilizando para sus propios fines hasta su amistad con Oonagh O’Dwyer.

O’LiamRoe pronunció el nombre de la joven sin énfasis. Tener que rebuscar los detalles de la historia para contársela a aquel hombre ininteresante, en lugar de exponerle las grandes verdades que constituían su auténtica preocupación, fue una de las cosas más difíciles —quizás la única verdaderamente difícil— que el Príncipe tuvo que hacer en su vida.

Stewart le escuchaba sintiendo de nuevo cómo las garras de la envidia, amargas y cruelmente sarcásticas, le desgarraban el alma como en los viejos tiempos.

—Os dejasteis embaucar por esa gatita manipuladora, ¿verdad, Príncipe? Dios… —dijo Stewart mientras volvía a asaltarle el recuerdo de unas manos fuertes agarrándole durante la gloriosa noche sobre los tejados de Blois—. Vos y yo somos unos malditos estúpidos. Ella es la puta de O’Connor… Intentó mataros, ¿lo sabíais?

—Ella intentaba matar al rival de O’Connor —dijo O’LiamRoe con obstinación infantil.

—Deberíais haberle dado una buena paliza —dijo Robin Stewart con desdén—. Tendríais que haberla azotado y después haberla tomado y ocupado vos el lugar de O’Connor. Vos tenéis hombres y tierras y un nombre. Podríais gobernar Irlanda tan bien como Cormac O’Connor, si quisierais. —El arquero había sobrepasado el umbral en el que los problemas podían afectarle. Dar consejos le resultaba fácil.

—No tengo ningún deseo de gobernar Irlanda —dijo O’LiamRoe con una vehemencia que poma de relieve una sorprendente honestidad—. Lo único que deseo al día de hoy es librarme de ese diablo que ha estado manipulándome.

La impávida y macilenta tez del hombre en huelga de hambre pareció animarse ligeramente. Tras un parpadeo y una convulsa agitación de su nuez, el arquero abrió los resecos labios en una mueca. Robin Stewart soltó una carcajada.

—Ese bastardo también os está chupando la sangre, ¿verdad? ¿Qué queréis que os diga? Difícilmente podría enseñaros yo cómo tratar a Crawford de Lymond. A mí ya no me queda sangre, hombre. Estoy seco, vacío, fuera de combate. Ahora ya lo sabéis. Volved a confiar en alguien como Crawford una vez más, o quizás dos, y acabaréis como yo.

—Pero vos acabasteis con Harisson —dijo O’LiamRoe.

Una fugaz expresión de amargura asomó a los hundidos ojos de Stewart.

—Me impulsaron a ello. Los hombres de Warwick se mantuvieron al margen, en lugar de intervenir para impedirlo. Querían deshacerse de Harisson. Era un testigo incómodo. ¿Creéis acaso que no me había dado cuenta? He tenido tiempo suficiente para meditar sobre lo que ocurrió.

—Pero vos conseguisteis vengaros —dijo O’LiamRoe—. Si no hicisteis otro tanto con los que os han empujado al estado en el que ahora os halláis, sólo vos tenéis la culpa.

—Sería estupendo, ¿verdad?, que fuera así de simple —dijo el maltrecho arquero con voz cansada—. Pero vos sabéis que conmigo las cosas no son nunca tan sencillas. Por cada hombre que desearía enviar al infierno, habrá otro que estará feliz y encantado con perseguirme. Que el diablo los confunda… Mi venganza con Francis Crawford será mi silencio.

Los azules ojos de O’LiamRoe no delataron sus pensamientos.

—Lo siento —dijo—. Vine a veros para rogaros que hablarais. Se me ocurría que, una vez los dos estuviéramos en Francia, más de un encumbrado caballero se quedaría atónito al enterarse de que Francis Crawford, el exquisito heraldo de la Regente de Escocia, no es otro que Thady Boy Ballagh, el tipo que engañó a la corte de Francia en pleno.

Algo pareció moverse en el interior del derrotado arquero.

—¿Desenmascararle?

—¿Y por qué no? Él os estará esperando en Francia. Conseguiríamos darle a ese súper campeón —dijo O’LiamRoe—, una bonita lección. Puede que le hagamos pensárselo dos veces antes de volver a jugar con los sentimientos ajenos.

Con evidente esfuerzo, el saco de huesos en que se había convertido Robin Stewart, otrora arquero de la Guardia escocesa del Cristianísimo monarca de Francia, se incorporó en su silla.

—Pero ¿quién me creería? A menos que vos… ¿Vos me respaldaríais?

—Con toda mi alma —replicó O’LiamRoe—. Siempre y cuando denunciéis vos también al hombre para el que habéis estado trabajando.

Sobrevino una larga pausa.

—¿De qué hombre habláis? —preguntó el arquero despacio.

—¡Dios bendito! ¿Y yo cómo voy a saberlo? —respondió O’LiamRoe—. Pero os advierto que su existencia es actualmente un secreto a voces y me atrevería a añadir que os haréis un flaco favor si lo negáis. Estoy decidido a evitar que la niña muera, pero sé que no estará segura mientras vuestro peligroso amigo siga en Francia. No os estoy pidiendo su nombre. Pero denunciadle, contad todo lo que sabéis sobre él una vez estemos en Francia, y yo respaldaré todo lo que digáis sobre Thady Boy Ballagh.

Antes de acabar su prolijo discurso, el Príncipe supo que había ganado la partida.

—Cristo —dijo Stewart—, Cristo… —repitió. Desde las profundas cuencas de sus ojos, su mirada pareció perderse, soñadora, en algún lugar más allá de los gruesos muros que le rodeaban, provocando un estremecimiento en aquel depauperado tórax e iluminando el alargado y famélico rostro—. Podría matar a los dos pájaros de un tiro. Cristo, todavía puedo conseguirlo.

Dirigiendo la mirada hacia la ventana, el arquero pareció descubrirla por primera vez, iluminada por el sol resplandeciente. La suave brisa que por ella se colaba le trajo el olor del polvo, del follaje y de los caballos que se movían afuera, inundándolo de vida. Stewart se volvió hacia el pálido y plácido rostro de O’LiamRoe con una mirada renovada.

—¡Cielo santo! —exclamó de pronto el arquero mirando al Príncipe, atónito—. ¿Qué diablos le ha ocurrido a vuestros mostachos? Pero hombre, seguro que ya le habéis partido el corazón a más de una.

De vuelta en la posada, en la que había alquilado una habitación por tiempo indefinido, O’LiamRoe escribió a Francis Crawford un breve mensaje que le haría llegar a Durham House. En él rezaba simplemente: «Viajará a Francia. Está de acuerdo en delatar al que le contrató, pero por ahora no dará ningún nombre. Pone como única condición que vos no le acompañéis en el viaje, pero que tanto vos como yo estemos presentes cuando responda a los cargos que hay contra él ante el rey de Francia. Se lo he prometido. Vos tendréis que encargaros de lo demás. Podréis encontrarme en esta dirección cuando llegue el momento de partir».

Después se limitó a esperar noticias. Llegaron por fin, al cabo de tres semanas. Durante ese tiempo, mientras Lymond y el embajador francés aguardaban instrucciones de Francia, Robin Stewart se dedicó a recuperarse con la ayuda de sus carceleros. El siete de mayo llegó la misiva de Su Majestad el rey de Francia: tras las iniciales palabras de efusivo agradecimiento y admirado entusiasmo que despertaban en él la sólida honestidad de su homólogo inglés y su actuación ante lo sucedido, el rey Enrique ordenaba que el hombre llamado Stewart fuese conducido inmediatamente a Francia cruzando el Canal y que le acompañara una confesión escrita.

Tanto el rey de Inglaterra como el cónsul reiteraron el horror que les había producido todo aquel asunto y manifestaron su opinión a favor de castigar al arquero con la pena máxima, para hacer un escarmiento que sirviera de ejemplo. También opinaban que el embajador francés era quien debía hacerse cargo de acompañar al arquero Stewart en la travesía del Canal. Monsieur de Chémault no estaba de acuerdo. El cónsul inglés y el embajador francés discutieron. Antes de que aquello se transformara en un incidente diplomático, llegaron a un acuerdo: Stewart sería enviado a Calais escoltado por una nutrida guardia inglesa. A partir de allí, el arquero pasaría a ser responsabilidad de Francia. Inglaterra por su parte, obtendría la confesión escrita solicitada y se la facilitaría al embajador.

Pero la confesión escrita no llegó nunca a materializarse. Warwick fue contactado en dos ocasiones de parte de Chémault, y en ambas ofreció sinceras disculpas y buenas promesas. Finalmente, una mañana gris y desapacible de mediados de mayo, el embajador se desplazó personalmente a Holborn para ver a su excelencia. Aquel mismo día, horas más tarde, O’LiamRoe era convocado en Durham House.

El bastón había desaparecido llevándose con él cualquier asomo de compasión que su dueño pudiera haber despertado.

—Recibí vuestra nota —dijo Lymond, tras inclinar su rubia cabeza a modo de saludo. Después, moviéndose con suavidad, cruzó la habitación para acercarse al Príncipe, que esperaba de pie junto a la chimenea—. ¿Cómo conseguisteis persuadirle? ¿Aliándoos con él en contra mía?

—Más o menos —respondió el Príncipe con firmeza.

—Por supuesto. —La figura inquieta, dura como el acero, se dejó caer sobre una silla—. Pues os aconsejo que os lo penséis dos veces antes de montar un numerito. Nuestras naciones, la vuestra y la mía, atraviesan un momento sumamente delicado y podrían salir bastante perjudicadas; yo, sin embargo, no. Imagino que seréis consciente de que O’Connor estará allí, ¿verdad?

—Desde luego. —En el agradable rostro de O’LiamRoe no había el menor asomo de sonrisa.

—Tengo entendido que él y París han solicitado un ejército de cinco mil hombres para que Irlanda y Gales se alcen en armas contra el inglés. La Reina regente y mi amigo el vidame piensan que posiblemente los obtendrán. El condestable no está tan seguro.

—¿La Reina regente sigue en Francia?

Lymond parecía absorto en la contemplación de sus delicados dedos.

—Parece que su marcha de Amboise se está retrasando debido al interés que el rey de Francia manifiesta por cierta persona de su séquito. Por otra parte, ya han llegado al Loira los primeros rumores sobre Stewart. La Regente se quedará hasta que se aclare todo el asunto. De hecho, tengo la impresión de que tiene otros problemas, además de ese. Vos y yo, Phelim, llegaremos a Francia con la vanguardia de una numerosa embajada de Inglaterra, encargada de investir a Su Graciosa Majestad el rey Enrique con la noble Orden de la Jarretera.

—¡Dios bendito! —exclamó O’LiamRoe, pillado por sorpresa.

—En efecto. Nuestro querido marqués de Northhampton encabeza la comitiva. También forman parte del magnífico y numeroso séquito los condes de Lennox. Tienen previsto estar en Chateaubriand el diecinueve de junio. Pero antes de finalizar su estancia en Francia, tienen la intención de solicitar para su Rey la mano de María de Escocia. —Lymond se adelantó al boquiabierto O’LiamRoe y continuó—: Pero como la reina María está prometida con el Delfín de Francia y, de momento, ninguna de las facciones francesas en contra ha conseguido romper el compromiso, al rey de Francia, lamentándolo mucho, no le quedará más remedio que rechazar tan gentil propuesta. A cambio, ofrecerá al rey de Inglaterra desposar a su hija Isabelle. Es importante —dijo Lymond— conocer este tipo de detalles. El menor indicio de que el plan para asesinar a María contaba con el apoyo de Inglaterra daría al traste con tan hermosa propuesta de amistad entre Inglaterra y Francia. Podría incluso darse el caso de que Francia encontrara motivos más que suficientes para apoyar de nuevo el levantamiento de Irlanda. Tras lo cual Cormac obtendría sin duda sus cinco mil soldados y todas las bendiciones para expulsar a los ingleses de su país.

O’LiamRoe se sentó.

—Entre tanto —continuó Lymond, ignorándolo—, Robin Stewart ha confesado a Warwick lo que sabe de la conjura y este le ha dado a Chémault los nombres de los demás implicados. Uno de ellos es Lennox, hecho que el citado conde se obstina en negar. Estamos intentando dar con el otro. Yo llevo tiempo sospechando de quien se trata, pues los hechos apuntaban claramente en su dirección, pero necesito la confirmación de Stewart. Los nombres no están aún sobre el papel, pero una vez estemos en Francia… —Lymond hizo una pausa y dirigió su mirada hacia el techo—. Soy consciente de que lo último que Stewart desea es darle a Thady Boy Ballagh, o a quien quiera que esté asociado con él, la oportunidad de salir con éxito y cubierto de gloria de todo este asunto. Estoy convencido de que Stewart planea perpetrar en Francia una venganza de funestas consecuencias, posiblemente Lennox intentará disuadirle. Seguro —dijo Lymond con la risa asomándole a los ojos— que el muy bastardo de Stewart está haciendo apuestas sobre quién va a matar a quien. ¿Me equivoco?

O’LiamRoe se aclaró la garganta.

—Vais demasiado rápido para mí. Decís que Stewart dio dos nombres. Uno es Lennox, que lo niega. ¿Cuál es el otro?

Lymond se levantó y O’LiamRoe observó cómo se acercaba a él, moviéndose como un felino sobre aquel suelo pulido y brillante, las manos apretadas en sendos puños, la rubia cabeza ligeramente ladeada y una expresión grave en su hermoso rostro. No quedaba rastro alguno de la cojera y sus ojos, insondables, parecían contener todo un universo de malicia.

—Oh, vamos, Phelim —dijo—. Vos habéis hablado con Stewart. Si ha accedido a ir a Francia por vos, seguramente os habrá hecho depositario de alguno de sus preciados secretos.

El príncipe de Barrow se quedó en silencio. Lymond, para variar, había dado en el clavo. Sabía, en efecto, desde el día en que abandonara la Torre de Londres, que el hombre que estaba detrás de toda la conspiración no era otro que John Stewart, lord d’Aubigny, el propio capitán de Robin Stewart, el hombre con el que el arquero se había peleado y cuyos parientes ingleses, mucho más inteligentes, sutiles y acaudalados que él, habían iniciado, sin lugar a dudas, todo aquel infame asunto.