Londres: Una traición deliberada
La traición, deliberada o no, siempre es alevosa. La multa que castiga el robo es la misma que la que castiga el encubrimiento. No mates al cautivo, a no ser que te pertenezca.
Brice Harisson se sentía tan confundido como si le hubiera atrapado un campesino, andando a cuatro patas y disfrazado con una piel de cabra. Los primeros días de su cautiverio los pasó alojado en la mejor habitación de la residencia de sir John Atkinson en Cheapside, en un estado de ansiedad sólo comparable al de la inmensa rabia que sentía hacia los Lennox. Sus agitados pensamientos discurrían en las distintas lenguas que dominaba, ahora hacinadas, inútiles y embrolladas en su aturdida mente.
Siempre le había desagradado Matthew Lennox. Somerset nunca se había fiado de él y no se había molestado en ocultarlo. Margaret Lennox le había importunado también a él en repetidas ocasiones y Harisson era consciente de que su animadversión hacia la pareja había contribuido en parte a las malas relaciones que existían en la actualidad entre ellos.
Pero ¿quién hubiera podido imaginar que los Lennox iban a interceptar sus cartas y delatarle ante Warwick? Mientras recorría sin cesar el pulido suelo de la habitación profusamente amueblada de sir John, Brice Harisson le daba vueltas a la forma de convencer a Warwick de que las cartas que habían interceptado los Lennox no tenían otro objeto que acallar las posibles sospechas de los escoceses. Los dos guardias vestidos de librea apostados ante la puerta de Harisson pudieron oír desde la madrugada las sucesivas peroratas del escocés preparando una excusa creíble para contarle al sheriff.
Bien entrada la tarde, la puerta de la habitación se abrió para dejar entrar a sir John Atkinson acompañado del heraldo Vervassal. Harisson se quedó mirándolos petrificado, con una expresión de auténtico pánico. No se sintió capaz siquiera de recriminar al heraldo ante la mirada helada que el sheriff le dirigió. John Atkinson era un comerciante y como tal estaba acostumbrado a juzgar la calidad de tejidos y personas. De hecho, tras una breve y tensa entrevista, había sido la indumentaria de Lymond la que había influido en el sheriff, aunque de forma probablemente inconsciente, a la hora de acceder a que el elegante joven visitara al prisionero a solas.
Aquel día Lymond llevaba puesto el tabardo propio de su cargo. Ante el esplendente escudo azul y rojo y el dorado tejido, Harisson fue consciente por segunda vez de lo desaliñado de su propio atuendo. Él, que iba siempre impecable, llevaba los grises cabellos sin peinar y tampoco se había cambiado de ropa. El heraldo, bonete en mano, le estaba asegurando al sheriff su intención de mandar recado a su Reina para aclarar aquel desgraciado y desautorizado incidente de cambio de lealtades. Cuando el sheriff se hubo marchad, Vervassal, tras ponerse de nuevo el bonete de terciopelo ribeteado de armiño, cerró la puerta con su bastón y se dirigió a Harisson en el tono claro y fluido que el otro recordaba:
—Ninguno de nosotros es aquí el anfitrión, por lo que podemos ambos sentarnos. Guardaos vuestra cólera para vos. Ya sé que os he estropeado vuestra defensa, pero al menos os habré salvado el pellejo. Lord Warwick está perfectamente informado de vuestra intención de traicionarle ante el embajador francés y el embajador por su parte sabe desde hace tiempo que el secreto que esperabais venderle versa sobre la conspiración de Robin Stewart. Las cartas que os han sido confiscadas son un mero pretexto. Warwick quiere quitaros de en medio hasta enterarse de lo que sabe Chémault. —Vervassal hizo una pausa. Se había expresado en un inglés tan excelente como el francés que empleó en el primer encuentro mantenido entre ambos.
Mientras se devanaba los sesos intentando estar a la altura de la nueva situación, Harisson cayó en la cuenta de que aquel hombre, cuyo verdadero nombre desconocía, debía ser escocés y no francés como había imaginado.
—¡Así está mejor! —exclamó Francis Crawford tras sentarse cómodamente en una silla de respaldo alto haciendo tintinear los eslabones de la gruesa cadena que adornaba su pecho.
Una idea consiguió abrirse paso en la caótica maraña de pensamientos que poblaban la mente de Brice Harisson.
—¡Lennox! —dijo furioso—. ¿Ha sido Lennox quien se lo ha contado a Warwick? —Y como Vervassal inclinara la cabeza, prosiguió:
—¿Pero cómo diablos ha podido enterarse?
—Es una larga historia —dijo el heraldo con calma—. Parece ser que el príncipe de Barrow entiende el gaélico. Y el conde de Lennox, que desconfía de su huésped, le hizo seguir. O’LiamRoe estaba en el Red Lion. —Lymond esperó a que Harisson terminara de soltar juramentos y prosiguió—: El hecho es que, por lo que a Warwick respecta, parece que piensa que si se libra de vos podrá continuar con el plan previsto sin que el embajador ni nadie más se entere del secreto que vos estabais dispuesto a vender. Sospecho que no le resultaría difícil encontrar argumentos para ajusticiaros o encerraros de por vida. De hecho, creo que ya los tiene.
Aquello estaba yendo demasiado deprisa para Harisson. Su expresión despavorida delataba el pánico que estaba apoderándose de él.
—Pero acabáis de decirme que Chémault ya lo sabe.
—Sólo de manera extraoficial.
—Warwick lo negará todo. Mentirá.
—Por supuesto.
—Pero entonces, ¿de qué va a acusarme? —gritó Brice Harisson, agobiado por la parsimoniosa perspicacia que mostraba aquel mensajero del Destino de ojos claros—. Al acusarme a mí sólo corroboraría su propia implicación en la conspiración. ¡Es él quien debería estar rogándome que le protegiera!
—Por eso precisamente —dijo Lymond con amabilidad—, os encontráis aquí en lugar de en Newgate. Está esperando a averiguar cuánto sabe Chémault. Por eso debéis declarar aquí y ahora y hacer público a través mío, que el embajador francés está informado de todo y que Warwick sabe que él está al tanto. Dejadme llamar a Atkinson y contadnos la historia del plan de Robin Stewart de nuevo. Si lo hacéis así, mañana por la mañana seréis puesto en libertad.
Mientras Harisson trataba de imaginarse a sí mismo confesando públicamente ante el sheriff de Londres que había intentado vender a Francia hasta el último detalle de una trama, de inspiración inglesa, para envenenar a la futura reina de Francia, otro pensamiento aún más funesto cruzó por su atribulada mente.
—Sí, claro, quedaré en libertad para que Robin Stewart pueda clavarme un cuchillo por la espalda. ¿Cuánto tiempo creéis que duraré cuando se entere de que le he vendido a los franceses? Chémault podría haberlo apresado y lo tendría ahora bien encerrado si todo esto no hubiera ocurrido.
—El embajador puede apresarlo y encerrarlo todavía —dijo Vervassal—, si me decís dónde se encuentra.
Se hizo un silencio. Harisson se sintió exhausto de pronto, como si le hubieran dado una paliza. Notaba las manos agarrotadas sobre sus piernas de la tensión, tenía la sensación de que si no las controlaba saldrían despedidas por sí solas y aporrearían la mesa y mesarían sus cabellos para ahuyentar a los espíritus nefastos que parecían haberse confabulado contra él. Estaba claro que necesitaba ayuda. Pero no tenía a quien acudir. Somerset, de capa caída en aquellos momentos, no tenía ya poder para protegerle.
—Sacadme de aquí y os lo diré —dijo Brice Harisson.
—No haré nada por vos que pueda comprometer a mi señora —dijo Vervassal sin perder la calma—. Sólo Warwick puede liberaros. Y sólo lo hará si confesáis públicamente.
Aquello fue demasiado para Harisson.
—Si Warwick me ha arrestado porque sospecha que he acudido a Chémault —dijo Brice Harisson en tono sarcástico—, estoy completamente seguro de que me soltará en cuanto sepa la razón… ya me las arreglaré.
—¿Eso creéis? —dijo Vervassal—. Pues entonces me parece que no estáis demasiado lúcido. Ya os he dicho la única forma en que podéis salir de aquí. Warwick no moverá ficha seguramente hasta que sepa cuál es la postura de Chémault. Tenéis un día. Quizás dos. Cuando hayáis meditado sobre mi oferta hacedme llamar. Mientras tanto yo os ofrezco lo siguiente: no puedo ayudaros a escapar de aquí. Pero a partir de este momento, el embajador y yo emplearemos toda nuestra influencia para mitigar vuestra ofensa basándonos en las cartas. Intentaremos evitar que Warwick presente contra vos cargos más serios. Pero a cambio tenemos que impedir que Warwick pueda seguir adelante con la conspiración. Os lo repito: ¿vais a decirme dónde está Robin Stewart?
La penumbra comenzaba a invadir la agradable estancia, el mobiliario de madera y cuero, los tapices y alfombras. Los leopardos escoceses bordados en la ropa del heraldo relucían iluminados por el fuego en sus pastos de seda, los cuerpos delgados y ágiles, las orgullosas cabezas y poderosas garras parecían cobrar vida entre las sombras que poco a poco se adueñaban de la habitación.
—No —dijo Harisson.
—¿Deseáis que Stewart y lord Warwick sigan acaso con su plan? —preguntó de nuevo el heraldo. Su tono de voz era tranquilo, con un deje de ironía.
De los labios del atribulado Harisson escapó involuntariamente un término despectivo para referirse a Robin Stewart, y no fue en gaélico precisamente. Por un momento, la apariencia de seguridad en sí mismo y en sus talentos como persona y hombre de lenguas pareció abandonarle por completo.
—¡Maldito sea Robin Stewart! ¡Que el diablo se lo lleve! —exclamó furioso su amigo en un tono que rayaba en la histeria—. ¡Lo único que quiero es salir vivo de aquí! —Y continuó repitiendo a la voz de la razón que le interpelaba en tono irónico—: ¡No! ¡No! ¡No!
Vervassal decidió no esperar más. Se levantó y se dirigió a la chimenea con una vela en la mano. Su silueta era apenas visible en la creciente penumbra. Tras encenderla en las llamas del hogar la llevó delicadamente hasta el candelabro situado junto a la puerta. Los brazos plateados del candelabro parecieron cobrar vida y las llamas centellearon iluminando su tabardo y el dorado cabello que asomaba bajo el bonete de terciopelo rojo. Tenía el rostro oculto entre las sombras.
—Volveré dentro de dos días —dijo el heraldo—. Haced llamar a Chémault cuando deseéis hablar conmigo.
Las manos de Harisson, como las garras de un ave, permanecieron aferradas a los brazos de su silla. La silueta de su cabeza, al quedar las orejas de soplillo al descubierto por lo desordenado de su cabello, proyectaba una sombra grotesca sobre la pared, a su espalda.
—No quiero nada de vos —dijo—. No quiero nada de vos, quien maldito seáis.
Bajo la dorada luz, el rostro del otro hombre parecía de alabastro.
—¡Por Dios! Ciertamente estáis pésimamente informado. ¿De veras no os habéis enterado todavía? —preguntó el heraldo en tono amable—. El embajador lo sabe perfectamente. No es ningún secreto, os lo aseguro. Mi nombre es Francis Crawford de Lymond. Mi hermano es lord Culter. No soy un oficial de la Lyon Court[4], por supuesto. A falta de algo mejor, ejerzo temporalmente como heraldo de Su Graciosa Majestad la princesa María, Reina regente de Escocia.
Las manos pequeñas y huesudas de Harisson se abrieron repentinamente y puso los ojos en blanco presa de una súbita desesperación.
—Sois el hombre… —La voz de Harisson se quebró y soltó una risotada—. ¿Vos sois Lymond? ¡Santo Dios! ¿Cómo puede ser este Robin tan chapucero? ¡Sois el hombre que Robin Stewart piensa que ha asesinado!
—Tendremos que admitir entonces que no he sido de sus mayores éxitos. Entenderéis ahora mejor por qué necesito encontrarme con él. Por otro lado, a estas horas, el conde de Lennox, que como seguramente ya sabéis es uno de mis más fervientes enemigos, debe de saber ya donde me encuentro. Lo que significa que probablemente hará todo lo posible para convencer a Warwick de que proteja a Robin Stewart para desbaratar mis planes y los del embajador. Pensad bien en todo lo que os he dicho, mi querido Harisson. Vuestra única opción es Francia. O sino Warwick, Lennox y una muerte segura.
Vervassal permaneció unos segundos más junto a la puerta con la cabeza ligeramente ladeada y una expresión seria en su bello rostro, como si calibrara el peso de sus palabras. Después, encogiéndose de hombros con un gesto de impaciencia y disgusto, abrió la puerta y salió. Los guardias que vigilaban fuera la cerraron. Harisson se encogió en su asiento e intentó no llevarse las manos a la cabeza para no revolverse aún más los despeinados cabellos.
Algo más tarde, Lymond informaba a Chémault del resultado negativo de su entrevista con Harisson.
—Lo siento. Me temo que lo hemos perdido —fueron sus escuetas palabras—. Puede que haya sido en parte culpa mía. Pensé que era un hombre con más arrestos, como su hermano, pero se ablandó como fruta madura ante mis palabras. Hará exactamente lo que Warwick le diga que haga.
Lymond se había quitado la túnica a su regreso a la residencia del embajador y en aquel momento, mientras se dirigía a sentarse, Chémault se dio cuenta de que la cojera que le aquejaba era bastante notoria.
—Nos habría venido bien tener su confesión —dijo el embajador—. Pero tampoco es tan grave que no la tengamos. Tan solo necesitamos insinuar a Warwick que tenemos conocimiento de su complot y eso será suficiente para detenerlo. Estoy seguro. Aunque no tengamos pruebas, la información de que disponemos, aunque sea de segunda mano, bastará.
—¡Oh, Dios! Pues claro que bastará —dijo el hombre llamado Crawford mostrando por vez primera signos de impaciencia ante Chémault—. Hasta Harisson habría llegado a esa conclusión si se hubiera parado a pensar por un minuto. Ese despreciable gusano puede confesar o mantener el pico cerrado, como prefiera. Lo que yo quiero es ponerle la mano encima a Robin Stewart antes de que lo haga cualquier otro. Eso es todo.
Brice Harisson no mandó llamar a Vervassal. Pero cuando Lymond le visitó dos días más tarde como había prometido, Harisson le dio la bienvenida con gran amabilidad. También se apresuró a informarle en un inglés salpicado de citas en alemán y en español que se lo había pensado mejor y que había confesado todo al sheriff.
Para probárselo, volvió a confesar ante el propio heraldo, ante el sheriff y ante quien quisiera escucharlo, toda la historia del plan que había tramado con Stewart, la implicación de Warwick y su intento de vender a su amigo a Francia. Lo contó todo con firmeza, con aparente valentía y con una especie de regodeo masoquista que desconcertó claramente al sheriff, que no podía entender aquel repentino e insistente entusiasmo en confesarse traidor. Lo inverosímil de la situación no hizo más que confirmar las sospechas de Lymond. Al final sólo tuvo unos minutos a solas con el contrito conspirador, pero no tuvo que decirle nada. Harisson lo dijo todo él solito.
—Me temo —dijo Brice Harisson—, que debisteis pensar que era un estúpido. Cuando os marchasteis me di cuenta de que teníais razón. —De pronto soltó una inesperada y sonora carcajada—. Creo que el pobre sheriff se quedó bastante espantado cuando empecé a contarle todo el asunto. La noticia ya le ha llegado a Warwick, por supuesto, y ahora todos sabrán que también os lo he contado a vos. Todo será muy sencillo. Y ahora, imagino que esperáis que os dé noticias de Stewart, ¿no es cierto?
—Sí. —Lymond tenía el brazo izquierdo cansado de apoyarse sobre el bastón. Se movió un poco para recostarse sobre la pared.
—Se encuentra en la zona que está en obras de Islington. Debéis ir a un lugar preciso que ahora os explicaré y silbar. Acudirá un muchacho que lo irá a buscar. —Harisson le describió el lugar. El heraldo tomó nota y partió.
Lymond fue solo a Islington. Llegó hasta allí a caballo, lo que aún le resultaba bastante penoso. Aunque silbó, no acudió ningún muchacho. Buscó por toda la zona pero Robin Stewart ya no estaba allí.
Robin Stewart llevaba varias semanas escondido en Islington. Se sentía en aquellos solares embarrados y salpicados de ripios y hornos de cal tan a gusto como un fósil varado en un paisaje prehistórico.
Tiempo atrás, en Francia, Stewart, al descubrir la verdadera identidad de Thady Boy, se había sumido en un torbellino de rabiosa frustración que le había impulsado a aceptar las cáusticas instrucciones de Su Excelencia lord d’Aubigny y a embarcarse en el aborrecido viaje a Irlanda. Antes de partir, había alcanzado con Su Excelencia el acuerdo de que, a su vuelta, sería de nuevo tolerado y aceptado a su servicio.
Una vez estuvo embarcado, el deseado acuerdo pareció perder casi todo su atractivo. Durante la travesía hasta Irlanda, el arquero tuvo que soportar la interminable y anodina charla del engreído George Paris. Durante aquellas tediosas horas, Stewart se convenció de que no tenía futuro alguno junto a lord d’Aubigny ni con ninguno de los caballeros a los que había servido, envidiado y criticado tan amargamente. Buscaría a alguien en Inglaterra a quien pudiera interesarle sus planes conspiratorios; un buen pagador.
Aquella drástica decisión le supuso en realidad una liberación. Se aferró a ella durante su complicado periplo hasta alcanzar Londres. Primero el viaje en carriola, luego en un barco de pesca hasta Escocia y por último la compra del caballo con el dinero que había recibido en Francia para financiar el viaje de Cormac O’Connor.
Una vez en Londres, acudió a ver a Harisson y ya no se encontró tan solo. Había disfrutado haciendo los planes con él. A Stewart siempre le había gustado el arte de la intriga, independientemente de la recompensa. Desde su primera llegada a Francia, cuando Destaiz le había prevenido de que O’LiamRoe suponía un peligro para ellos y debía ser eliminado, había sido él quien había planeado, con una iniciativa tan audaz como la de Thady Boy al subirse a la verga del barco, el incendio de la posada.
Desgraciadamente había fracasado. Luego, alguien había tendido una trampa a O’LiamRoe haciendo que acudiera engañado al encuentro con el Rey que tuvo lugar en las pistas de tenis. Stewart también se había mantenido al margen en el asunto de los elefantes. Pero la cacería de la liebre de la Reina le había resultado de lo más estimulante. Todavía se acordaba de la cara de O’LiamRoe cuando la mujer llamada O’Dwyer había llegado y el Príncipe se había visto obligado a obsequiarla con el perro. Y también cuando el guepardo hizo su aparición. Aquello no había sido demasiado difícil de organizar: había sido suficiente con hacerle una sugerencia a la vieja dama con algo de antelación.
Aquella parecía por fin una buena ocasión para acabar de una vez con la pequeña María y con O’LiamRoe. Él sólo tenía que preocuparse de apartar de los perros el olor del lebrato que llevaba consigo. ¿Cómo iba a adivinar que el maldito chucho de O’LiamRoe acabaría enfrentándose con el guepardo?
Después de aquello comenzó a pensar que lo mejor que podía hacer era actuar solo. Tenía el arsénico que había robado en St. Germain, como le había contado a Harisson. También le contó cómo la antesala de habitación de la pequeña María en la que estaban los cotignac se quedaba abierta de vez en cuando. No le pareció mal que Warwick y Harisson estuvieran al tanto de los intentos previos de deshacerse de la Reina que había llevado a cabo, pues ponían de relieve su extraordinario ingenio. Sin embargo, no mencionó que los cotignac envenenados hubieran desaparecido, cosa que descubrió justo antes de partir. Rememorando indignado los pasados sucesos, iba descubriendo la mano de Lymond en el desarrollo de los acontecimientos.
El nombre de Thady Boy Ballagh le resultaba todavía impronunciable. Haciendo gala de una inusual perspicacia, tampoco se atrevió a confesar que casi todas sus acciones habían estado dirigidas por otro. Quería que Harisson admirara su habilidad. Por otro lado, su sentido común le decía que Brice, por muy buen amigo que fuera, se sentiría menos proclive a ayudarle a encontrar un nuevo patrón para sus planes si se enteraba de que había dejado al anterior plantado en Francia.
Había decidido no pensar de momento en aquello. Desde luego, sabía que no le iba a resultar fácil explicar por qué había abandonado a O’Connor en Irlanda, pero ya se ocuparía de eso más adelante, cuando tuviera el dinero prometido por Warwick. Entonces volvería de incógnito a Francia y se las ingeniaría para sobornar a quien hiciera falta para realizar sus planes. Se conocía al dedillo los puntos flacos de la corte, sabía quiénes eran los guardias en los que se podía confiar y las doncellas que estarían dispuestas a ayudarle por dinero. Una vez cumplido el objetivo, volvería a abandonar Francia, esta vez para siempre, y encontraría por fin su lugar, rico y lleno de prestigio, en la corte de Inglaterra, junto a Warwick.
Nadie sospechaba de él. Sólo Lymond habría podido tal vez descubrirlo. A pesar de su resentimiento, tenía que reconocer que aquel hombre tenía una perversa e insólita inteligencia. Pero Lymond había muerto, envenenado. La llegada a Londres de O’LiamRoe, a quien había depositado sano y salvo en Irlanda, le había descolocado inicialmente y su ya precaria fe en sí mismo se había resentido. Pero no debía tomárselo como un mal presagio. Aquello había sido una estúpida coincidencia, típica de un estúpido como era el Príncipe.
Stewart se sacó todos los malos pensamientos de la cabeza y sonrió. Hasta era posible que alguien atacara a la pequeña Reina antes de que lo hiciera él mismo. Eso sería todavía mejor. Warwick se lo atribuiría igualmente a él, sin duda. Nadie más reclamaría la autoría de semejante acción. Eso seguro.
Durante las semanas que pasó solo y durante las escasas visitas que le hizo a Harisson, la imagen de María, la pequeña niña rebosante de vida a la que pretendía asesinar, no se le pasó a Robin Stewart por la cabeza ni una sola vez. Los sentimientos del arquero habían sido pisoteados con demasiada frecuencia y habían ido encogiéndose hasta casi desaparecer, por lo que en la actualidad solo quedaba de ellos una sombra desdibujada de lo que pudieron haber sido. Las personas con las que se relacionaba, las que le mandaban y dirigían, sólo conseguían menguar aún más aquel exiguo caudal.
Harisson debía haber adivinado en gran parte lo que sucedía en el interior del arquero. Tiempo atrás, estando en Escocia, había soportado la hiriente agresividad de Stewart con paciencia, sin responderle con la misma moneda. Las pullas del arquero difícilmente hacían blanco en alguien que, a fin de cuentas, era casi tan mezquino como él. Por otro lado, le había resultado bastante satisfactoria su propia capacidad para manejarlo a su antojo gracias a su encanto personal. Su ascendiente sobre el arquero nutría su propia vanidad. En la actualidad, encontrar a Harisson en Londres había supuesto para Stewart un inmenso alivio. El arquero sentía como si, tras vadear un pantano de aguas podridas y traicioneras, hubiera por fin alcanzado la hermosa planicie llena de musgo donde se sentía como en casa.
Cuando Harisson terminara la reunión con Warwick, le mandaría llamar. Por fin, llegó el mensajero: el encuentro tendría lugar no en la casa de Harisson sino en Cheapside. Stewart se caló el bonete sobre su rostro huesudo y alargado y se apresuró hacia allí, entusiasmado.
La casa que Harisson le había indicado se encontraba, nada más pasar la inmensa cruz de Cheap, junto a las ricas mansiones de tejados a dos aguas de Goldsmith’ Row. El sol iluminaba las puertas de la casa con sus alegres y expresivas tallas, los balcones pintados de colores y las doradas estatuas. Cheapside estaba abarrotado. El gentío fluía entre la amalgama de canalones, iglesias y posadas. Por doquier sonaban las voces de aprendices y vendedores repitiendo la cantinela de «¿Qué os falta?» a voz en grito. Toda aquella multitud de hombres y mujeres alegres, ruidosos y bien vestidos, le resultaba grata a Robin Stewart, como si presagiara las bonanzas que estaban a punto de acontecerle. Al llegar a la puerta de la verja, el arquero desmontó. Un muchacho se apresuró a ocuparse de su caballo y él fue conducido sin demora a un soleado salón que daba al jardín, donde le esperaba Brice Harisson.
La emoción, la ansiedad o el placer no conseguían alterar nunca la expresión de Brice, que permanecía inmutable en aquel pulcro rostro de mediana edad. Iba arreglado con esmero, como solía. Llevaba un jubón adornado con galones y los ondulados volantes de sus puños asomaban impecables sobre sus pequeñas manos. Llevaba un bonete negro sobre su cabello bien peinado bajo el que relucían la fina nariz y las blandas mejillas.
Para Stewart, aquel hombre representaba la imagen del éxito, la amistad, la emoción y el puerto seguro donde refugiarse tras la escombrera de Islington. Stewart le sonrió y tragó saliva, provocando que su prominente nuez se paseara agitadamente por su cuello. De pronto cayó en la cuenta de que Brice no estaba solo. Junto a él, flanqueado por un alguacil y un secretario, se encontraba el sheriff de la cuidad de Londres, engalanado en negro y escarlata y ostentando la cadena dorada de su cargo.
Dios mío, pensó el arquero intentando controlar el deleite que sentía. Dios mío, no hay duda de que Warwick está con nosotros. Nos ha enviado al sheriff para negociar. Luego vendrán el alcalde, el concejal y el juez. Aunque no creo que se arriesgue a involucrar abiertamente al consejo municipal. Será un intermediario, esto es. Y bien bonita que es su casa, se dijo Robin Stewart mirando encantado en torno suyo, un sitio excelente para una conspiración.
Había dos hombres apostados ante la puerta.
—Este es el hombre —dijo Harisson con voz plana, sin corresponder a su sonrisa.
Stewart miró alrededor pero no vio entrar a nadie más. Entonces el sheriff, un hombre robusto de cabello castaño, desenrolló un pliego con expresión pétrea.
—Robin Stewart —dijo tras relajar los labios firmemente apretados en una tensa mueca—, arquero de la Real Guardia Escocesa residente antes en Francia y actualmente en Londres en domicilio desconocido: sabed que yo, John Atkinson, sheriff de la ciudad de Londres, tengo la autoridad de cumplir la orden de detención que pesa sobre vos por la acusación de conspirar contra la persona de Su Altísima y Poderosa Majestad la Princesa María, Reina por la gracia de Dios de nuestro amado reino hermano y vecino de Escocia, mientras residíais bajo la hospitalidad de nuestro querido aliado el Cristianísimo rey Enrique II de Francia. Así pues, hasta que se reciban instrucciones a vuestro respecto de Francia o de Escocia, tengo la orden expresa de poneros bajo custodia y vigilancia a partir de este momento en la Real Torre de Londres. ¡Guardias, apresadle!
En un momento Stewart estuvo flanqueado por los dos guardias. Robin Stewart los ignoró. Observaba con mirada desenfocada al sheriff. Su rostro alargado había cobrado un tono amarillento en el que se distinguía la textura granulosa de la piel. A continuación, girando su largo cuello, volvió la despeinada cabeza en dirección a Brice.
Al lado de este no había ningún guardia. De sus labios no salió tampoco palabra alguna en ninguna de sus variadas lenguas.
—Gracias a Dios —dijo sir John Atkinson enrollando el pergamino y pasándoselo al secretario—, esta terrible conspiración ha podido ser detenida a tiempo gracias al señor Harisson, aquí presente, que ha avisado a un emisario del embajador francés de vuestros malvados planes. No tengo ninguna duda sobre el destino que os aguarda. El rey de Francia no se anda con contemplaciones en los casos de intento de asesinato y alta traición.
Stewart sólo oyó las primeras frases. Por un momento se sintió inmerso en una especie de limbo inconsciente, perdido todo atisbo de comprensión de la realidad. Como en un sueño, la imagen de Tosh, charlando amistosamente con él mientras jugueteaba con un taco de madera de peral con las armas de los Culter grabadas en ella, volvió a materializarse en su mente aturdida. El rostro asmático de Tosh fue sustituido por el blando y pálido de Brice que decía en un tono más alto de lo normal:
—Bueno, pues entonces ya está. Podéis llevároslo ahora. Será mejor que no esté aquí cuando vuelva Crawford.
Stewart no entendió sus palabras. La realidad iba tomando forma lentamente en su embotado cerebro, como el lento fluir de la sangre que retornara a un miembro largo tiempo entumecido. Sin entender lo que acababa de decir el otro, baló con voz entrecortada:
—¡Me habéis delatado!
Harisson miró rápidamente al sheriff y después apartó la vista sin decir nada.
La voz de Stewart se oyó de nuevo, esta vez más alta.
—¡Acudisteis al embajador! ¡Les habéis contado nuestros planes y luego me habéis mandado llamar! Me hicisteis creer que acudíais a Warwick para pedirle ayuda y en realidad siempre tuvisteis la intención de… —La espantosa verdad, la cruel certeza de la traición de su amigo se abrió paso finalmente en la conciencia de Robin Stewart mientras ataba cabos al repasar la actuación de Harisson—. ¡Idos al infierno asquerosa cotorra canalla! ¡Estáis compinchado con O’LiamRoe!
—Realmente me gustaría que os lo llevarais de una vez —dijo enfadado Brice Harisson. A continuación se encaró con Stewart con los puños apretados. Una vena sobresalta, latiendo, bajo la piel morena de su frente—. ¡No seáis ridículo! ¡Un elefante hubiera sido más discreto que vos con vuestra maldita conspiración! ¡Paseándoos en barco a plena luz del día, metiendo en mis establos a vuestro caballo…! ¡No habéis hecho una sola cosa bien en toda vuestra vida, por Dios! Ni siquiera matar al tipo ese que decís haber matado… No ha sido O’LiamRoe quien me convenció de ponerle término a vuestra infausta conjura, Stewart. Ha sido otro el que me ha convencido de contarle al embajador francés toda la historia, insistiendo en que os traicionara. No ha sido, os lo repito, O’LiamRoe, pedazo de estúpido cabeza hueca. Ha sido vuestro amigo Crawford de Lymond.
Se hizo un atónito silencio. La verdad es a veces lo más difícil de aceptar.
—Lymond está muerto —dijo Robin Stewart con un hilo de voz.
—De eso nada. Hace pocas horas estaba en esta misma habitación, departiendo animadamente conmigo —dijo perversamente Harisson—. Vos y vuestro infalible envenenamiento con la belladona… Deben estar desternillándose de risa a estas alturas en el Valle del Loira. ¡Y vos pretendíais cometer alta traición! Sois un villano vomitivo. Y un infeliz, además —dijo Harisson preso de un auténtico ataque de histeria—. ¡No seríais capaz ni de descabezar una margarita!
Robin Stewart se encontraba ya con la mente perfectamente despejada. Sentía la sangre latirle en las venas al ritmo desbocado del corazón mientras se adueñaba de él un firme y único propósito. Los dos hombres que tenía a ambos lados aún seguían allí, pero no parecían dispuestos a intervenir. De hecho, habían cometido la negligencia de dejarle conservar la espada. Sin pensarlo casi, el arquero desenvainó el arma y avanzó hacia Harisson.
La voz de Brice Harisson se cortó con un sonido ahogado y Stewart avanzó otro paso en su dirección. Entonces Harisson emitió un grito que pareció sonar durante un tiempo exageradamente largo. Había retrocedido hasta la ventana, contra la que se apoyaba. Los sonidos de los vendedores llegaban, agudos como graznidos de urracas, a través de los cristales.
—¡Detenedle! —gritó el sheriff. El secretario y el alguacil parecieron dudar un momento y los dos guardias se adelantaron con actitud insegura.
Llegaron demasiado tarde. El rostro de Harisson estaba blanco como el papel; tenía los grises cabellos revueltos y los galones torcidos.
—Pues parece que me ha llegado el momento de practicar entonces, ¿no os parece? ¡Volved al infierno, de dónde nunca debisteis salir! —rugió Stewart respirando agitada y ruidosamente, como preso por el efecto de una fuerte droga. Dicho esto, el arquero levantó la espada con las dos manos y la dejó caer, inexorable, sobre el tembloroso cuerpo.
Aquel mismo martes, a la vuelta de su infructuosa excursión a Islington, Lymond, tras cambiarse de ropa y volver a vestirse con el atuendo propio de su actual rango, se dirigió a ver a Warwick provisto de la pertinente autorización del embajador francés. Su visita tenía por objeto expresar formalmente al conde su preocupación ante la conjura que había sido descubierta y que involucraba al escocés llamado Brice Harisson, actualmente bajo su custodia, para el que de paso solicitaba le fuera permitido llevarlo a presencia del embajador Chémault para que pudiera ser interrogado. También solicitaría su ayuda para intentar localizar al cómplice de Harisson, un escocés llamado Robin Stewart.
Las reglas del juego, a partir de aquel momento, estaban claras para todas las partes involucradas: cada movimiento debía hacerse de modo oficial y público. El embajador de Francia en Londres estaba seguro que el hombre llamado Vervassal dominaba el modus operandi perfectamente.
Chémault tenía la sensación, además, de que aquel hombre sabía sobre el tema cosas que él mismo ignoraba; estaba convencido de que la dimensión del asunto escapaba a su comprensión. En una ocasión, tras contarle a su esposa lo de Stewart, ella había exclamado, horrorizada:
—¡Un asesino! ¡Un conocido de John y Anne! ¡Qué disgusto tendrá John!
Chémault se dio cuenta de que Lymond se había puesto inmediatamente alerta. Sabía que aquel joven estaba convaleciente de una enfermedad reciente y que la Reina regente le habría presionado, probablemente, para que le hiciera de mensajero, a falta de alguien más apropiado. Era el tipo de situaciones a las que se veía abocado con frecuencia el hijo menor de una familia noble. También estaba al tanto de algunos aspectos del asunto pero le hubiera gustado saber más. Sin embargo, a su mujer Jehanne aquel extraño joven del bastón con aspecto felino parecía darle miedo.
Aquella noche la cena se había servido en los aposentos privados del embajador. Chémault y su mujer ya habían comenzado a cenar cuando llegó Lymond. Los sirvientes, de librea, servían en silencio el cordero y las codornices rellenas; sobre el mantel bordado, la plata de Jehanne relucía en aquel ocaso del mes de abril.
Fue ella precisamente, impulsada por su innata hospitalidad, la que, al oírle pasar ante la puerta del comedor, se levantó para invitarle a reunirse con ellos. Lymond se volvió al oír que le llamaban.
—¡Señor Crawford! Os hemos guardado la cena.
Lymond entró y ocupó su lugar en la mesa. Sin embargo, aunque participó educadamente en la animada charla, apenas tocó la comida. Parecía interesado, más bien, en acabar lo más pronto posible para poder departir a gusto con Raoul.
De hecho, comenzó a hablar de sus asuntos antes incluso de que ellos acabaran de cenar, justo después de que ella relatara entusiasmada la historia de cómo su bebé había atacado al gato. Cierto es que el joven le había sonreído y hecho un ingenioso comentario que intentaría recordar en su próxima carta a Maman. Pero casi inmediatamente, sin disculparse siquiera, se había vuelto hacia su marido y había comenzado a relatarle su entrevista con el honorable caballero de Su Majestad el rey de Inglaterra, lord Warwick. Desde luego, ella no entendía todos los detalles de la conversación. Se quedó mirándole mientras jugueteaba con una copa de plata llena de su mejor vino, que Lymond no había probado, mientras este decía:
—Es exactamente el tipo de historia que podría esperarse de Warwick y sus amigos. Según él, Stewart acudió a verle con una oferta, pero hasta el día de hoy el conde no sabía de qué se trataba. Está asombrado, dice, escandalizado y francamente disgustado, y por supuesto está dispuesto a ayudarnos en todo lo que sea necesario.
Raoul no parecía molesto por haber sido interrumpido antes de terminar su comida favorita. Es más, empleó un tono menos irritado de lo que solía, tras un largo día de trabajo.
—¿Y qué pasa con Robin Stewart y con Harisson?
—Harisson ha sido arrestado por razones que, por supuesto, nada tienen que ver con el asunto. Por las cartas a la Reina madre, dicen. Esa es la versión que ellos mantienen, y están decididos a defenderla. —El mensajero hizo una pausa. En su mano, el vino, intacto, llegó al borde de la copa, que se inclinó peligrosamente, sujeta por los ágiles dedos del joven. En su asiento, Jehanne se puso tensa: la mantelería era cara.
—No tuve que pedirles que me ayudaran a encontrar a Robin Stewart. Tras la charla que mantuve con Harisson, este se puso en contacto con Warwick, para intentar apaciguarlo —dijo Vervassal—. Y lo que hizo, en contra de lo que yo hubiera deseado, fue vender a Stewart al conde en lugar de a nosotros. En resumen, lo que hizo Harisson fue confesar ante el sheriff que el arquero le había contactado para que actuara como intermediario en el complot para envenenar a María de Escocia y que él le había traicionado acudiendo al embajador de Francia al que había puesto al corriente de la conjura. El sheriff se lo comunicó a Warwick que, por supuesto, sabía perfectamente los planes de Robin Stewart, pero no estaba al tanto de que vos habíais sido informado. A partir de aquel instante, el Consejo de Inglaterra, para preservar sus buenas relaciones con Francia, se vio obligado a cortar de raíz cualquier conexión con la conspiración. A cambio de Dios sabe qué promesas, Harisson accedió a entregarle al arquero, que fue apresado esa misma tarde y enviado a Ely Place para hacer una confesión completa de la historia. Ese pobre idiota parece que pensó que Warwick seguiría apoyándole y estuvo presumiendo de sus grandes dotes como asesino a sueldo, contándoles de nuevo todos los planes pasados y futuros para asesinar a la Reina. Según Warwick, aquella era la primera noticia que él tenía de la conspiración… Me imagino cómo se sentiría Stewart —dijo Lymond—, cuando Su Excelencia, en lugar de abrirle los brazos, empezó a llamar a los guardias del palacio. El arquero está ahora en la Torre de Londres. Warwick se ha comprometido a mandarnos su confesión por escrito y a entregarlo en calidad de reo a la embajada o directamente a Francia, para que lo juzguen allí. Esto último lo hablará con vos directamente.
—Eso lo decidirá el Rey. Le escribiré esta misma noche. ¿Y qué pasa con Harisson? —preguntó Raoul.
—¿Harisson? —dijo el hombre llamado Crawford en un tono que denotaba tremendo desprecio. Se puso en pie con un ímpetu muy medido que le sirvió para disimular el problema que tenía en la pierna—. Stewart y él se encontraron en la casa del sheriff para que Brice pudiera identificar al arquero. Robin Stewart le mató allí mismo. Parece, por lo visto, que no se esforzaron demasiado en evitarlo. Así que ya no queda ninguna prueba que involucre a Warwick, mientras que contra Stewart están los testimonios del conde y de O’LiamRoe. Tenéis que obtener la confesión de Stewart fuera del Consejo para poder acusarle de algo.
Chémault se levantó a su vez, comportándose con la misma grosería que su invitado.
—Haré que me entreguen a Robin Stewart y le obligaré a confesar ante mí.
Crawford contestó en tono tranquilo:
—No lo creo. Yo os aconsejaría, por el contrario, que insistierais en que permanezca bajo la custodia de Warwick y que este sea quien se haga responsable de su entrega a Francia. Inglaterra intenta evitar por todos los medios provocar un incidente diplomático. Eso es evidente. Por lo tanto, si él es el encargado de mandar al arquero a Francia, no se atreverá a tocarlo. Es la forma más segura de que Stewart llegue vivo hasta allí.
Las palabras de Lymond bien podían tomarse como un funesto presagio. Los dos hombres quedaron mirándose en silencio.
—Nada tiene por qué ocurrirle si le traemos aquí —dijo entonces Raoul y, agarrando a Crawford del brazo añadió—: ¡Marchaos! Idos de una vez. Estáis deseándolo. No debíamos haberos retenido.
Jehanne se puso en pie, sobresaltada. Miró al mensajero y después a su marido. Lymond continuó hablando como si tal cosa:
—Vos no podréis evitar que le ocurra algo aquí. Debéis entender que es imprescindible que podamos interrogar a Stewart nosotros mismos. El arquero trabajaba para alguien en Francia. Alguien cuya identidad desconocemos. Debéis hacer que Warwick lo envíe a Calais y conseguir esa confesión escrita por todos los medios posibles. Por mucho que digan que quieren colaborar, no creo que estén dispuestos a entregárosla tan fácilmente. Desde Calais, un guardia acompañará a Stewart hasta el Loira. Allí, yo mismo me ocuparé de él.
Por la expresión de su rostro, Jehanne de Chémault pudo colegir, con perverso regodeo, que la perspectiva no le resultaba a aquel joven en absoluto halagüeña. Raoul había abierto ya la puerta.
—Entiendo. Hablaremos de nuevo por la mañana. No olvidéis que, en todo caso, la urgencia del asunto es bastante relativa.
Lymond permaneció todavía unos segundos ante la puerta, apoyándose sobre el bastón.
—Je vous remercie —fue todo lo que dijo. Raoul sonrió aliviado y el mensajero, recordando sus modales por fin, se volvió hacia ella y, tras presentarle una especie de excusa, se dirigió, por lo que ella pudo ver por la entrecerrada puerta, directamente hacia su habitación.
Vaya con el caballero. Le parecería bonito aparecer en medio de la cena, dejarle a Raoul un montón de trabajo y marcharse él a la cama. Por otro lado, pensó Jehanne de Chémault con rabia, cuanto antes abandonara Durham House, mejor para todos.
En efecto, Lymond abandonó Durham House al día siguiente, pero fue para visitar a los condes de Lennox, de cuyo hogar estaba decidido a arrancar a Phelim O’LiamRoe.