Dieppe: Ilegal después de gritar
Es lícito para el hombre estar y yacer con la mujer que se ha citado con él, incluso después de que la mujer haya gritado. También es lícito estar con la mujer con la que no ha quedado previamente, mientras ella no grite. No habrá coyunda si ella grita.
El viernes catorce de mayo Francis Crawford y Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, embarcaron juntos por segunda vez rumbo a Dieppe, Francia. Soplaba viento del oeste. La nave cabeceaba grácilmente con el velamen henchido, la proa se hundía en las olas y el mar verde grisáceo susurraba como la seda de un vestido al tiempo que jirones de espuma volaban por encima del puente hasta la popa donde O’LiamRoe, sentado, estornudaba.
El príncipe de Barrow se hallaba sumido en su particular océano de funestos pensamientos. Por un lado estaba Oonagh, a la que no quería ver bajo ningún concepto. Luego el hipócrita aquel de d’Aubigny a quien esperaba ver escarmentado. Por último, estaba también ese cortesano soberbio y egocéntrico llamado Tady Boy o Lymond o como fuera que se llamase, a quien él mismo deseaba escarmentar. Absorto en semejantes especulaciones, desmenuzándolas y recomponiéndolas a su antojo, O’LiamRoe se esforzaba en negarse a sí mismo que, en el fondo, se encontraba viajando rumbo a Francia porque su destino, mal que le pesara, se encontraba fuertemente ligado al de aquellos personajes.
Lymond, los rubios cabellos alborotados al viento, canturreaba Les Dames de Dieppe font Confrairies qui belles sont y se dedicaba a explorar el barco. Aparentemente, pensaba el Príncipe de Barrow, el joven sabía perfectamente lo que le aguardaba al volver a Francia. En aquella ocasión, su vida no correría peligro. La culpabilidad de d’Aubigny le protegería. Pero nadie le iba a librar de asistir al atroz episodio del desenmascaramiento del otrora favorito de la corte, el bardo Thady Boy Ballagh, convertido ahora en el elegante heraldo Francis Crawford.
Lymond podría alegar en su defensa que todos sus esfuerzos habían tenido por objetivo atrapar a Stewart y desenmascarar a su vez a d’Aubigny. Pero aquello de poco le iba a servir. La ira de sus despechados patrones y amantes habría de alcanzarlo allá donde se refugiara, arrastrando a su paso los oropeles de aquel personaje fraudulento, pensó con deleite O’LiamRoe.
Durante toda la travesía desde Portsmouth hasta Dieppe, el Príncipe y su antiguo ollave no cruzaron prácticamente palabra. Llegados a la ciudad de las limas, el príncipe de Barrow y Piedar Dooly se dirigirían a caballo hacia el Loira, donde podrían disfrutar de la hospitalidad conjunta de las reinas escocesas y el rey francés, en espera de que llegara Robin Stewart para ser juzgado.
Francis Crawford no viajaría con ellos. Por lo visto, Lymond tenía asuntos que atender en Dieppe. El joven se tomó la molestia de explicarles que el «asunto» tenía por nombre Martine.
—Chico listo —dijo O’LiamRoe en el tono burlón que solía emplear cuando, en otro tiempo, se dirigía al bardo—. No os paséis conspirando o acabaréis por quebrar las cuerdas de vuestro encanto.
Llegaron con puntual exactitud al muelle. Por la tarde, O’LiamRoe se puso en marcha hacia el sur.
Martine, conocida también como la Belle Veuve, puso un gesto de asombro que remarcaba los dos hoyuelos de sus mejillas e intentó cerrar la puerta al principesco caballero ataviado en seda azul marino que aguardaba en el umbral.
—Un momento, monsieur. ¿Se supone acaso que debería conoceros?
—Veamos —dijo Lymond, impidiendo que le cerrara la puerta—. Seguro que esto os refresca la memoria. —Dicho lo cual la abrazó con efusiva violencia. La mujer había olvidado lo rápido que era—. Soy el juglar errante.
Soltándose de un tirón, la mujer le miró con ojos brillantes y le guió hasta el salón.
—Bien, Dionisio. Parece que volvéis a ser vos mismo de nuevo —dijo Martine.
—Eso parece. Me siento como un buñuelo bañado en leche y recién salido de la sartén —dijo Lymond con su alegórica parquedad habitual—. No he venido en busca de vuestros gentiles favores; estoy aquí por razones estrictamente comerciales.
—Me parece estupendo —respondió plácidamente la Belle Veuve. Se trataba de una mujer madura, esbelta, de aguda inteligencia. En el pasado, en tiempos del viejo Rey, había ejercido gouvernante des filles publiques, asumiendo la difícil tarea de controlar al ejército de jóvenes y distinguidas prostitutas que solían acompañar a la soldadesca—. Pero tomad asiento de todas formas. Nos habían llegado noticias de que habíais muerto achicharrado.
—Es cierto que acabé ligeramente chamuscado, lo reconozco —dijo Lymond—. Pero tendríais que haber visto al druida… ¿Ha llegado ya?
—Llegó una semana antes de lo previsto.
Lymond y ella se entendían a la perfección. El galeón de pabellón flamenco que había atacado a La Sauvée el pasado septiembre, tras ser reparado en los astilleros de Flandes, se había hecho de nuevo a la mar y había atracado en Dieppe hacía ya una semana. Martine había estado pendiente de su llegada durante varios meses. Había sido ella, a través de un marinero del galeón, quien había averiguado toda la información de que ahora disponían. Tras escuchar a Lymond maldecir, la mujer le preguntó:
—¿Tanto os importa?
Pasada la primera reacción de enfado, Lymond se rió mientras observaba con atención los preciosos anillos que adornaban la mano de Martine.
—¿Habéis asistido a la representación de «Las Tres Reinas y los Tres Muertos?». Pues lo haréis si mi plan no tiene éxito. Pero decidme, ¿ha venido Mathias a veros?
Mathias era el capitán del Gouden Roos a quien le había sido encomendada la misión, meses ha, de mandar a pique a la galera que transportaba a O’LiamRoe. La Belle Veuve observó a Lymond a través de sus largas pestañas.
—Fui yo quien acudió a verle a él. —A pesar del inmenso valor que aquello tenía para Lymond, a él no le pareció necesario mencionarlo. A continuación, la mujer añadió—: El Roos ha sido fletado por Antonius Beck de Ruán.
—¿Un comerciante francés a cargo de un mercante flamenco?
—Su padre era de Brujas. Se trata de un acaudalado comerciante que ha hecho fortuna con el contrabando y la piratería. Mathias se encarga de esta última. La flota española no abandona ya puerto sin tener la cubierta bien repleta de cañones. El señor Beck se aloja en Ruán, desde donde… ¿Por qué os reís? Francis —dijo Martine, a quien no le faltaba carácter, precisamente—, sois peor que Apolo salido de los mismísimos Infiernos.
—Quetzalcoatl —dijo Lymond cerrando los ojos con expresión de regocijo—. Ay querida mía, acabáis de volver a levantar las murallas de Roma. —Tras aquellas enigmáticas palabras, Lymond recuperó la compostura para complacerla, pero se negó a dar más explicaciones.
Más tarde, desde Ruán, le envió un pequeño barrilete chapado en oro con un collar de doce hermosas perlas. Provenían, como bien supuso Martine, de los almacenes de Antonius Beck.
Aquel día no había contertulios a la vista en casa de Hérisson, en Ruán, y las prensas de la imprenta clandestina estaban silenciosas. El escultor estaba en plena faena. El sonido del escoplo, como las notas de un dulcémele, llegó entremezclado con una sarta de improperios a los oídos de Lymond, que aguardaba ante la puerta del sótano.
El nombre de Crawford de Lymond no le decía nada al escultor. El rechinar metálico de la herramienta cesó por fin y el visitante, divertido, pudo escuchar con mayor claridad el intercambio de gruesas palabras entre Hérisson y el mayordomo que lo anunciaba. Un momento después, Lymond empujaba la puerta y descendía por los escalones del sótano taller de Michel Hérisson.
Una gigantesca escultura de Tityos, retorcido y con un buitre sobre el pecho, le dio la bienvenida. Lymond recordaba haberla visto a medio esculpir. Tiempo atrás, un cruel ataque de gota había obligado al escultor a dejarla inacabada. Era evidente que la gota seguía aquejándolo. Mas, a pesar de la dolencia, el hombre continuaba trabajando, como evidenciaban los fuertes antebrazos que sobresalían de su traje de faena de basta tela blanca, la vieja cofia que cubría sus cabellos para protegerlos del polvo y los surcos cubiertos de sedimentos y pequeñas esquirlas que recorrían su ancho y congestionado rostro, bañado en sudor. Al volverse en su dirección, Lymond vio que llevaba al cuello un triste harapo en el que el joven reconoció, encogido e impregnado de sudor, un resto del otrora elegante jubón bordado de Brice Harisson.
—Tengo un mensaje para vos del príncipe de Barrow, monsieur Hérisson —dijo suavemente—. No os entretendré demasiado.
Michel Hérisson arqueó unas cejas hirsutas, muy semejantes a las de su difunto hermano, y estudió al joven que tenía enfrente, recorriendo con su intensa mirada desde el rubio cabello bien peinado hasta las exquisitas prendas con las que se vestía.
—¡Cielo santo, un fatimí! —exclamó sin excesivo énfasis. Con un gesto bastante explícito le indicó al mayordomo que abandonara la estancia.
Francis Crawford no había despegado los ojos de la escultura de Tityos. La boca abierta en silencioso grito, la espalda arqueada en la que resaltaban las costillas y las manos abiertas del titán, ponían de relieve el alma y la mente del artista cuyo hermano tan bien había servido a su país al delatar las pérfidas intenciones de Robin Stewart a los franceses.
—¡Maldita sea! —dijo Lymond en tono amable—. Ya sé que soy mucho menos interesante que vuestro coloso de piedra, pero haced el favor de mirarme de nuevo.
Una expresión de impaciencia asomó al ancho y sucio rostro del escultor.
—¡Cristo! —exclamó molesto buscando los ojos del otro a través de la turbia y polvorienta atmósfera del sótano. Sus miradas se encontraron y se sostuvieron—. ¡Cristo! —exclamó de nuevo en un tono totalmente distinto—. ¡Sois Thady Boy Ballagh!
Con un rugido de alegría, el escultor se abalanzó hacia el rubio joven y lo abrazó.
Hérisson era un rebelde nato. Sus actividades ilegales daban buena fe de ello. No puso objeción alguna a lo que Lymond planeaba hacer en Francia, por lunático que pudiera sonarle. La farsa que Lymond tramaba arrancó a Hérisson algunas atronadoras exclamaciones. Que el joven trabajara para alguien en particular no pareció importarle un ápice al escultor, o en cualquier caso no se lo preguntó. Había valido la pena correr el riesgo de ir a verle. Michel Hérisson era un hombre apasionado, de firmes convicciones, de una moralidad no por incuestionable menos personal. Eran esos mismos principios los que le impelían a condenar sin asomo de duda el criminal intento de asesinar a una criatura inocente, independientemente de su regia condición. En cuanto a Robin Stewart y a su atolondrado y torpe oportunismo, el escultor no sentía más que sincero desprecio, mitigado si cabe por una cierta dosis de comprensión. El caído titán con el buitre sobre el pecho constituía probablemente todo lo que Michel Hérisson estaba dispuesto a manifestar sobre la estocada con la que Robin Stewart había acabado con la vida de su hermano.
El rumor, conocido ya en toda Francia, de que el arquero estaba siendo llevado a la corte, también había llegado a oídos del escultor. La triste embajada procedente de Londres con los efectos personales de Brice le había puesto ya al corriente, en parte, de lo acontecido. Ahora, al enterarse por vez primera de la implicación de lord d’Aubigny, todo el dolor contenido por el triste desenlace de su hermano estalló en un ataque de furia. Lymond le consoló con delicadeza y sacó a colación el nombre de Antonius Beck.
—¡Ese viejo rabo arrugado! —exclamó iracundo Michel Hérisson en escocés—. Es el que le proporciona a d’Aubigny plata robada. Se la vende a mitad de precio de mercado. Yo también tuve tratos con él durante un tiempo, hasta que descubrí a qué se dedicaba. Por Dios que podría contaros…
—Contadme —le animó Lymond.
Tras desahogarse en una sarta de vitriólicos improperios, el escultor le contó todo lo que sabía del personaje en cuestión.
—Michel, quiero que ese hombre testifique que fue d’Aubigny quien le contrató para que organizara el hundimiento de La Sauvée el año pasado.
Michel Hérisson, sentado en un taburete con los hinchados pies apoyados sobre una ménsula, lanzó al joven una aguda mirada bajo sus pobladas cejas.
—¿No va a confesar Stewart todo lo que sabe sobre d’Aubigny? ¿Es que creéis que Su Excelencia puede todavía conseguir escabullirse?
—Sí —repuso Lymond tranquilamente.
El escultor siguió observándole.
—Ya veo. ¿Habéis visitado ya a Beck?
—No estaba en casa. Por más que lo he intentado, no he conseguido dar con él en los últimos tres días. Y no me puedo permitir quedarme más tiempo.
—¿No podéis recurrir a otro testigo, a otra prueba?
—A uno más. Como último recurso solamente.
—Este embrollo lamentable —dijo Michel Hérisson ásperamente— justifica el uso de cualquier último recurso. Así que si os sirve de prueba, usadlo. Yo me ocuparé de encontrar a Beck. Sé lo suficiente sobre él para que se le pongan los pelos de punta. Confesará… cuando le encuentre. Pero si yo estuviera en vuestro lugar, amigo mío, no dudaría en asegurarme de contar con ese otro testigo.
—Con la ayuda de un buen escoplo bien afilado —dijo Lymond.
Ante el tono de Lymond, el escultor se quedó mirándolo con expresión interrogante.
—¿Se trata de una mujer? No debéis tener reparos. Puede que estén hechas de otra alquimia, pero tienen unos colmillos de lo más afilados.
—Yo no las controlo —dijo Lymond en tono amable—. Al menos en lo que se refiere a la alquimia. Y en cuanto a los colmillos, he podido sentirlos en carne propia. Una víbora salió del brezal y mordió al caballero en el pie… Vos dedicaros a sacarle la verdad al bueno del señor Beck y dejadme a mí las serpientes.
Hérisson se puso en pie.
—¡Por Cristo que esto promete! Vayamos a comer. Muchacho, desde luego no os habría reconocido. Estáis…
—Engañando a mi hermano. Y espero poder engañar también a los poderosos de Francia. Mi hermano me espera en Orleáns con las nuevas de la corte. O’LiamRoe se quedó encargado de organizar el encuentro.
—¿Pero creéis que vais a poder engañarlos por segunda vez? —Michel Hérisson se apoyó, cojeando, sobre el hombro de Lymond. Le dirigió una mirada crítica—. Dios, me alegro de no estar en la piel de vuestro hermano. Como descubran que sois Thady Boy mientras d’Aubigny siga contando con el favor del Rey…
—Estaremos encantados —dijo Lymond suavemente—, de contar nosotros con la confesión del señor Beck.
Mientras tanto, en Orleáns, Richard, el señor de Culter al que Michel Hérisson decía no envidiar en absoluto, aguardaba a su hermano en una posada llamada Le petit dieu de l’Amour[11]. La elección del hospedaje había sido cosa de Lymond, que confiaba en que aquel nombre fuera un buen augurio. En algún lugar de la posada se apilaba también la mayor parte del equipaje del heraldo Vervassal en espera de su dueño, así como el personal a su servicio: su paje, su ayuda de cámara, su mensajero, tres soldados y un mozo de cuadra; todos ellos, proporcionados por la Reina madre, aguardando la llegada de su señor.
Richard, depositario finalmente de las confidencias de la Reina madre, había escuchado también de labios O’LiamRoe el relato de los últimos acontecimientos. Según el Príncipe, su hermano no parecía mostrar asomo de arrepentimiento o escarmiento respecto de su pasado comportamiento como Tady Boy Ballagh. Por su parte, el príncipe de Barrow no se había sentido capaz de mencionar a Oonagh O’Dwyer. No quería involucrarla.
Richard había asistido junto a la Reina a la llegada a la corte de otro irlandés a quien George Paris había acompañado a Francia. Se trataba de un hombre de enorme estatura y complexión fornida, de tez tostada y unas pobladas y oscuras cejas sobre las que caía un cabello negro como el ala del cuervo. Al poco de haber sido presentado en la corte, Cormac O’Connor había partido hacia Neuvy para alojarse en la casa de Oonagh O’Dwyer, la mujer irlandesa que Richard había conocido tiempo atrás. La partida de Cormac fue un alivio dado el carácter levantisco del hombretón y su probada tendencia a la gresca, compartida por cierto con los escoceses del séquito de la Reina, perennemente descontentos.
A la Soberana escocesa parecía agradarle Cormac O’Connor. No así al príncipe de Barrow. Richard, esperando en la posada la llegada de su hermano, rememoraba una de las pocas ocasiones en las que ambos irlandeses se habían encontrado frente a frente. El fornido y renegrido gigante se había quedado mirando fijamente al pálido y sonrosado personaje que tenía delante y había exclamado:
—¡A fe mía que Slieve Bloom no lo ha debido de tener fácil para elegir un príncipe! ¿Qué tal lo habéis pasado en Londres? ¿Os daban bien de comer?
—Casi tan bien —había repuesto tranquilamente O’LiamRoe— como en Slieve Bloom durante los escasísimos períodos en los que no tenemos que padecer al gañán de turno haciéndose el héroe camino de sus batallitas.
—Si llenaros la barriga —había dicho el hombretón medio riéndose— os compensa de la esclavitud, allá vos. Pero me temo que no podréis contar con Cormac O’Connor para eso.
—¡No seáis estúpido, hombre! —había replicado O’LiamRoe abriendo los ojos como platos—. ¿Para qué demonios habría de querer contar yo con Cormac O’Connor, o con nada que pudiera pertenecerle? ¿Por qué habría de ambicionar yo lo mismo que Cormac O’Connor o cualquier otra cosa de las que cree poseer pero que no posee en absoluto?
Ante aquellas palabras, el gigante había hecho ademán de abofetear al otro, pero Richard se había interpuesto entre los dos y Cormac, dando media vuelta, había abandonado la estancia sin añadir nada más.
—No cabe duda de que sois un Crawford —había comentado entonces el príncipe de Barrow con una mirada extrañamente emocionada en su rubicundo rostro—. Siempre haciendo de galantes paladines. Si por casualidad le echarais la vista encima a una tal Martine, decidle que acabe pronto con lo que se trae entre manos, que por aquí la cosa se está poniendo de lo más candente.
Francis llegó puntual a la posada. Los hermanos se encontraron en la habitación que Richard había reservado para hablar en privado. Evitando hacer comentario alguno sobre las pasadas dolencias y la visible recuperación que había experimentado Francis, lord Culter se dirigió a él en tono tranquilo:
—Eres un mentiroso sin remedio. Habías prometido estar fuera del país para Cuaresma.
—Salvo en caso de fuerza mayor. Pero estamos en un caso de fuerza mayor —dijo Lymond mientras se poma un jubón limpio y suave como un guante—. Algún día te llevaré conmigo a Sevigny. Nick Appelgarth se ocupa de mantenerlo para mí. Perdió una pierna en una de nuestras frecuentes batallas. ¿Cómo se encuentra nuestro querido y confundido Robin Stewart?
—Tengo entendido de que camino de Angers —dijo Richard—. Soltando confesiones como fuegos de artificio. Por lo que me han contado, cuando llegó a Calais se explayó de lo lindo. Han enviado una copia por escrito al Rey, creo.
La costumbre de Francis, recientemente adquirida, de mirar directamente a los ojos, le resultaba algo inquietante a su hermano.
—Entonces el testimonio de O’LiamRoe no será necesario —dijo Francis Crawford—. ¿Qué lugar ha escogido ahora el príncipe de Barrow para deleitar al personal con sus disquisiciones metafísicas?
—Pues parece que también se dirige a Angers. Ha tenido una acogida bastante informal, aunque no precisamente hostil —dijo Richard—. Dooly y él están alojados en una casa de huéspedes, pero acuden con frecuencia a la corte. —Tras aquello le relató a Lymond el episodio de la confrontación con Cormac O’Connor.
—¡Santo cielo! O’Connor es capaz de mandarlo de un tortazo a Tír-Tairngiri. ¿Y qué sabes de la pequeña Reina? No creo que d’Aubigny vaya a intentar nada en este momento. Le imagino más bien en su casa presa de un ataque de angustia preguntándose si Robin Stewart le va o no a denunciar.
—Pensaba que ya lo había hecho —dijo Richard secamente.
—Lo hizo en parte, ante Warwick. Pero no parece dispuesto a ampliar su confesión. A él le da lo mismo. Sabe que va a morir en cualquier caso. En cuanto a su querido John Stewart d’Aubigny, como puedes imaginar, el Rey no va a dar crédito a ninguna acusación si no está respaldada por pruebas. Incluso con ellas, puede que tampoco lo haga. Precisamente son pruebas lo que he venido a buscar… Por lo visto, d’Aubigny contrató a un buen número de personas —dijo Francis Crawford mirando a su hermano con sus claros y límpidos ojos—. Tengo esperanzas de encontrar a uno de ellos. Una persona en Dieppe me ha conseguido una información que relaciona a d’Aubigny con el propietario del galeón que casi nos hunde a O’LiamRoe y a mí cuando llegamos por primera vez a Francia. Se trata de un hombre llamado Antonius Beck. Ese tipo está muy involucrado con d’Aubigny, mantiene toda clase de tratos con él. Tengo un amigo en Ruán que está bastante convencido de poder dar con el tal Beck y arrancarle una confesión. Por último —dijo Lymond—, también hay una mujer que sabe al menos tanto como Robin Stewart sobre todo este asunto. Me voy a ocupar de ella personalmente.
Richard dirigió a su hermano una mirada divertida.
—Han llegado rumores procedentes de Londres sobre el nuevo heraldo. Creo que los han propagado los Chémault —dijo Richard con expresión maliciosa—. No los decepciones. Pero por lo que más quieras, no te dediques a cantarle a la corte el Coiniud[12] ni la de «La vaca con un solo cuerno[13]» si no quieres acabar hecho trizas.
Lymond sonrió.
—Tengo algo para ti. Para que te lo lleves a Escocia —dijo—. Porque ahora volverás a casa, ¿verdad?
Richard se sentía contento ante la perspectiva de su regreso. Con Francis de vuelta en Francia y en mejor estado, como evidenciaba su buen aspecto, sentía que su misión allí podía darse por concluida. Sabía además que la Reina regente lo necesitaba en Escocia. Y él estaba deseando volver.
Con la mente puesta ya en los caballos de postas y en la travesía en barco, Richard cogió la caja que Lymond le tendía. En la tapa había un nombre escrito: Kevin. Recordaba que Margaret Erskine le había tomado el pelo sobre aquello.
—¡Un nombre irlandés para un Crawford! ¿Qué opina Sybilla?
Precisamente Sybilla a lo que se había negado había sido a los dos primeros nombres que él había propuesto. Nada de Francis y nada de Gavin.
—El bebé tiene una piel de color ámbar oscuro —había dicho—. Ponedle un nombre de la tierra de Mariotta.
Así que su heredero se había convertido en Kevin Crawford. Richard abrió la caja.
En el interior, un hermoso rosal de plata de unos veinte centímetros desplegaba su frondoso tallo, en el que destacaba un único capullo de rosa, negro como la noche, tallado en azabache. En la base había sido grabado su escudo, en plata y azul. Richard se sentó, contemplándolo embelesado.
—Espero que te guste —dijo Lymond—. Mándamelo cuando cumpla dieciocho años y necesite dinero. Yo me encargaré de enviarlo a ver a un tal Gaultier que le pagará un buen precio por la pieza.
Aquella tarde se despidieron definitivamente. Richard había decidido de pronto que no quería abandonar Francia con demasiada rapidez. Lymond se dirigía hacia la corte que él acababa de abandonar y, de camino a Châteaubriant, le haría una visita al embajador inglés. Lord Culter seguiría su camino hacia el norte.
Pasaron las pocas horas que les quedaban juntos sin hablar más de los problemas del momento. Lymond, como era de esperar, se dedicó a dejar en la posada un recuerdo indeleble de su paso por ella. En Le petit dieu de l’Amour no habían presenciado nunca una partida de dados en la que se jugaran la ropa; de hecho, estuvieron en un tris de avisar a la guardia. Las canciones y las rimas se extendieron por cada rincón de la posada hasta que por fin, un Lymond perfectamente sobrio y peligrosamente alegre, reunió a su sonriente séquito y se puso en camino declamando.
La voz de su hermano continuó resonando en los oídos de Richard largo tiempo después de que el irreductible grupo desapareciera de su vista. El eco de aquella voz cantarina pareció menguar hasta desaparecer. Entonces lord Culter, inundado de una repentina melancolía, se levantó y, dándole la espalda a las siluetas que se iban difuminando entre las brumas del río, se dirigió al interior de la posada en silencio y se sentó sosteniendo el plateado rosal en la palma de su mano.