IV

Londres: Rodeado por los lobos

Vaquero es aquel hombre que lleva las vacas a pastar en el ejido del pueblo, con lobos que rondan por los alrededores. Así lo dispuso la Providencia.

Al igual que St. Patrick, quién se encomendó a Dios para defenderse de los hechizos y malas influencias de druidas, mujeres y herreros, también el príncipe O’LiamRoe encontró, gracias quizás a la protección de su patrono, un remedio para sus males. Tras regresar a su hogar escarmentado de la experiencia francesa, se sintió abrumado por una dolorosa sensación de fracaso que hería en lo más profundo su amor propio. La invitación del representante de la Corona inglesa le vino como anillo al dedo. La idea de trasladarse a Inglaterra, en la que los rumores de una inminente invasión de Francia estaban en su apogeo, se le antojó como un inesperado e irónico éxito y supuso un auténtico bálsamo para su autoestima.

Desde el principio estuvo encantado con la idea. Para empezar, encontró que los caballeros ingleses no se parecían en nada a los franceses. El Rey de aquel país era un niño. Las intrigas cortesanas por lo tanto, no estaban sujetas como en Francia a los vaivenes de la ambición y los cambios de humor de la élite dominante, sino a las luchas de poder de los también ambiciosos barones cuyas facciones, además de ansiar el poder, ostentaban una cierta preocupación por el país, la población y la religión.

Con una sorpresa no exenta de cierta diversión, O’LiamRoe se encontró a la postre alojado en la mansión de Hackney, el hogar del conde y la condesa de Lennox. El Príncipe se había encontrado en más de una ocasión al rubio conde escocés. Recordaba bien la expresión desconfiada y de eterno desconcierto de su pálido y ojeroso rostro. El conde deambulaba en un incesante ir y venir entre Whitehall y Holborn, entre Greenwich y Hampton Court, siempre a la zaga de la corte. Algo más tarde, conoció también a Margaret, la condesa de Lennox, quien fue la que le sugirió de forma encantadora que accediera a ser su invitado.

O’LiamRoe recordaba haber oído cierto rumor que relacionaba a su antiguo bardo con Margaret Douglas, condesa de Lennox, pero decidió ignorar aquel dato. El Príncipe no sólo había abandonado Francia, sino que también había decidido sacar de su vida todo lo relacionado con los asuntos de Thady Boy.

No obstante, O’LiamRoe no ignoraba que Matthew Stewart, conde de Lennox, era el hermano mayor de John Stewart, lord d’Aubigny. Una de las principales razones por las que había aceptado la invitación de los Lennox era que, debido a aquel parentesco esperaba poder tener, aunque fuera de segunda o tercera mano, información de la única persona que le inspiraba simpatía de toda la corte de Francia: la pequeña reina María.

Empero, se sentía algo decepcionado. La familia solía estar siempre fuera de la mansión. A pesar de su religión, que, estaba casi seguro, era papista, la pareja solía ser requerida asiduamente en la corte, al igual que él mismo. Aquello obedecía sin duda al parentesco de Margaret con el Rey niño. La dama era prima hermana del Rey y, de hecho, de no haber sido desheredada por su difunto tío Enrique VIII, habría tenido muchas posibilidades de convertirse en la próxima Reina, no sólo de Inglaterra, sino también de Escocia, país del que su madre había sido Soberana y en el que también había reinado el bisabuelo de su marido.

En todo caso, lo cierto es que O’LiamRoe se sentía bastante solo. Los barones de la corte, aunque le trataban con educación, estaban siempre ocupados y no tenían tiempo para dedicarle. Los irlandeses a los que había conocido estaban demasiado enfrascados en solicitar pensiones y tierras y el Príncipe se encontraba bastante harto de pasar el rato conversando con ciudadanos ingleses ariscos y llenos de prejuicios.

En aquel momento, mientras se dirigía a caballo a través de Cheapside para visitar el Strand, se sentía irracionalmente molesto ante la nula atención que despertaba su persona entre las abarrotadas calles. Ninguna cabeza se giraba para mirarlo. El Príncipe había abandonado su frisado atuendo color azafrán y con él parecía haber perdido también aquella original y excéntrica indiferencia que sintiera en tierras galas. Sabía que era demasiado tarde para intentar emular la grandeza de los jefes irlandeses a los que había pasado media vida despreciando. De pronto sintió horrorizado que en el fondo, bajo el suave cuerpo de rubicunda tez, poseía una personalidad inferior y gris, transparente como una medusa, con la que posiblemente tendría que conformarse durante el resto de sus días. O’LiamRoe se había deshecho de Francis Crawford, pero no se sentía nada a gusto en su nueva piel.

El Strand estaba repleto de mansiones opulentas cuyos jardines y emparrados se prolongaban hasta el río. El hermano pequeño de Michel Hérisson tenía alquilada allí una casita con una bella puerta labrada y altos ventanales con postigos. En su interior, las impresionantes habitaciones de la casa, aunque amuebladas con elegancia, delataban el ambiente frío de las casas de alquiler, en las que no vive nadie de continuo.

El príncipe de Barrow, seguido por el fiel Piedar Dooly, se dirigía hacia allí con la esperanza de encontrar por fin un rostro amigable y cálido que le reconfortara en aquella famosa ciudad de Londres. Llevaba con él una carta del corpulento escultor de Ruán.

A su llegada, le sorprendió gratamente el contraste entre el estilo de vida de Brice Harisson, tan formal y elegante, y el de su hermano el escultor, mucho más descuidado e informal, con aquel bullicioso club clandestino y su imprenta ilegal. Su caballo, junto con Piedar Dooly, fueron conducidos con rápida eficacia a un pequeño y espléndido establo. El Príncipe fue atendido por una sucesión de empleados con librea que le acompañaron hasta un salón tapizado de cuero donde se quedó aguardando a su anfitrión.

Lo poco que O’LiamRoe sabía del único hermano de Michel le parecía sin embargo tremendamente prometedor. Era escocés de nacimiento, soltero y aventurero. Se había criado en Francia, como su hermano Michel y, al igual que aquel, estaba dedicado en cuerpo y alma a cultivar sus aficiones, talentos y prejuicios en la tierra en la que mejor pudieran prosperar.

El principal talento de Brice era su don de lenguas. Era capaz de reproducir cualquier sonido. Podía memorizar un dialecto como si fuera una pieza musical y un idioma como si de la estrofa de una canción se tratara.

Había conocido a Edward Seymour, duque de Somerset, durante la estancia de este en el norte de Francia, donde había estado destacado con las tropas inglesas. Por aquel entonces, el duque aún no se había convertido en el Protector de Inglaterra. Fue a su regreso a Londres cuando Somerset asumió la tarea de tutelar aquellos los primeros años del reinado del jovencísimo Eduardo. Brice Harisson le había acompañado en calidad de intérprete y miembro, no obstante su juventud, de su séquito.

El poder de Somerset estaba en aquellos momentos en declive, habiendo cedido el control de la nación al conde de Warwick. Así pues, Harisson, que poseía unos pequeños ahorros y una casa situada no demasiado lejos del palacio de Somerset, disponía de tiempo suficiente para dedicar al príncipe de Barrow e introducirle, esperaba O’LiamRoe, en la vida londinense y su círculo de amistades.

Cuando la puerta del salón se abrió para dar entrada a Brice Harisson, la principal preocupación de O’LiamRoe, con la carta de su hermano en la mano, estribaba en si saludar al personaje con un apretón de manos o darle el doble abrazo que su hermano Michel solía emplear con sus amigos de confianza. Su anfitrión se quedó inmóvil en el umbral de la puerta. Era un hombre de pequeña estatura, moreno y enjuto. Vestía unas calzas negras sobre sus delgadas piernas y una apretada gola alrededor del cuello que le llegaba hasta las orejas, unas orejas de soplillo que intentaba disimular entre dicha gola y la espesa mata de cabellos grises que le caían lacios a un lado de la cara.

—¿El príncipe de Barrow, supongo? —dijo Brice Harisson en un tono en el que la incredulidad parecía mezclarse con el aburrimiento—. Me temo que mi hermano peca siempre de demasiado optimista respecto del tiempo libre de que disponemos los que vivimos en una corte tan ocupada como esta. Tengo una cita ineludible en breves instantes, pero atenderé antes a Vuestra Merced. ¿En qué puedo serviros?

Era evidente que había ocurrido algo que le había puesto de mal humor. O’LiamRoe recordaba los enfados de su hermano Michel cuando algún contratiempo frustraba sus planes, y cómo solía manifestar su disgusto con bastante menor moderación.

—No es mi intención reteneros en este momento —dijo el Príncipe, conciliador—. Regresaré en una ocasión más propicia y podremos pasar una velada en amigable charla. Podríamos tomarnos una sopa en una taberna que he visto al final de la calle.

En el umbral de la puerta, el hombre no hacía ademán de entrar en el salón o de abandonarlo. A la expresión de aburrimiento que embargaba su rostro pareció añadirse la de impaciencia. A pesar de aquello, la respuesta del hombre pilló desprevenido a O’LiamRoe:

—Si le explicáis a mi mayordomo exactamente lo que vendéis, os mandará recado a vuestro alojamiento con mi contestación. Presentaros al duque no va a ser posible, desde luego. Su Excelencia no está interesada en el cuero irlandés y vuestros quesos le resultan de lo más toscos. ¡Roberts!

Se hizo el silencio. Tras unos instantes, O’LiamRoe oyó los pasos del mayordomo aproximándose.

—¡Vaya un escocés que estáis hecho, señor mío! —dijo O’LiamRoe pronunciando esmeradamente cada sílaba—. Solo parece interesaros obtener una ganga cuando conocéis a alguien nuevo, como le reprochó la sirena al pescador de arenques… Ha sido la amistad lo que ha motivado mi visita de esta tarde, así como el traeros noticias de vuestro hermano, eso es todo.

El mayordomo estaba ya junto a Harisson, pero este no le despidió.

—Tampoco puedo prestaros dinero —insistió, mirándole con aquellos ojos de lechuza bajo las breves pero tupidas cejas—. Debéis disculparme. Tengo una cita urgente, como os he dicho. ¿Roberts?

El mayordomo chasqueó los dedos y un paje trajo la capa, la espada y los guantes. Harisson llevaba ya calzadas las botas. Tras ponerse un discreto sombrerito plano con plumas, se hizo a un lado para que el Príncipe pudiera salir.

—Yo mismo cogeré mi maletín del estudio, Roberts. Siento no poder complaceros, Príncipe. Me temo que mi hermano y yo no nos vemos desde hace bastante tiempo. Antes incluso de separarnos, mi hermano había conseguido agotar mi paciencia con su interminable compaña de pedigüeños. Os deseo una estancia provechosa en Londres.

—¡Que Dios os guarde! En efecto, suelo sacar provecho de mis experiencias, del tipo que sean —dijo O’LiamRoe—. Ese grandísimo fanfarrón de Michel me hubiera cortado la cabeza de saber que no había venido a mostrarle mis respetos a ese hermanito suyo que habla todas esas lenguas tan raras. Y que el diablo me lleve si no es cierto que usáis esas lenguas de extraña manera. Me recordáis a una prostituta que conocí en Galway, que pretendía ser virgen.

Dicho esto, O’LiamRoe abrió su bolsa y, sacando un escudo, se lo puso a Brice Harisson en la mano.

—Bebeos una cerveza a mi salud de camino a vuestra cita —dijo el Príncipe—. Puede que nuestro cuero irlandés huela fatal y que nuestros quesos no estén bien curados, pero tenemos un corazón de oro, amable y reluciente como una margarita en medio de la turba. Y vos, mi pequeño amigo, parecéis estar bastante solo.

Cuando alcanzó los establos y cayó en la cuenta de que tenía los puños fuertemente apretados, O’LiamRoe fue consciente de que había estado esperando que le atacaran.

Piedar Dooly llevaba un tiempo buscándolo. Nada más entrar en el establo el mozo irlandés le agarró de la manga y, entre susurros en gaélico le dio una información que anuló de un plumazo la urgencia del Príncipe por abandonar aquella cuadra antes de que su anfitrión llegara.

La mano de Piedar Dooly señalaba a los animales que se encontraban en el establo: allí estaba su propia montura, una mula, una hermosa yegua con la enseña de Harisson y por último, un jamelgo cuyo remendado arnés y vieja silla de montar, equipados como para un largo viaje, conocía tan bien como el suyo propio. Había cabalgado tras de él desde Dieppe hasta Blois, lo había contemplado junto al suyo mientras navegaba por el Sena y el Loira, lo había visto también en la malhadada cacería del guepardo y lo había acompañado mientras iba y volvía de Aubigny. Era la montura de Robin Stewart.

O’LiamRoe era un hombre que rara vez cogía ojeriza a nadie que pudiera proporcionarle un mínimo de distracción. Sin embargo, antes incluso del episodio de Luadhas, la actitud y los modales del arquero le habían resultado bastante desagradables. En la presente situación en la que se encontraba, molesto y agitado, habría optado por abandonar inmediatamente aquel lugar, de no haber sido por la idea que estaba empezando a tomar forma en su mente.

El desagradable episodio que acababa de experimentar le recordaba a otro que había tenido lugar dos meses atrás en Blois, en los hediondos aposentos de su bardo. En una ocasión le había dicho a Oonagh O’Dwyer que la autoridad transformaba a los hombres en monstruos. Pero el abandono de esa misma autoridad, la falta de sometimiento a ella tampoco le parecía correcta.

Robin Stewart había sido enviado a Irlanda con George Paris para acompañar a Cormac O’Connor a Francia. En lugar de cumplir con su misión, Stewart se encontraba ahora en Londres, en la casa de uno de los hombres de Somerset. Y ese hombre estaba intentando ocultarle a él su presencia. Inglaterra y Francia no estaban en guerra pero la relación entre ambos países no podía tacharse de amistosa precisamente. En todo caso, no era desde luego lo suficientemente amistosa como para propiciar una charla entre un arquero de la Guardia Real francesa y un agente del gobierno inglés, aunque se tratara de un agente poco involucrado actualmente. Por otro lado, Harisson era escocés, al igual que Stewart y, por lo que O’LiamRoe podía recordar, también era uno de los amigos más antiguos del arquero. Pero entonces, ¿qué pintaba en todo esto O’Connor, el hombre a quien Stewart había sido encargado de encontrar?

Fue precisamente esta última cuestión la que impulsó el subsiguiente comportamiento de Phelim O’LiamRoe. El príncipe de Barrow, que tenía en poca estima su dignidad y sin embargo poseía una ilimitada confianza en que su ingenio habría de allanar los extraños derroteros por los que la vida parecía llevarle, subió a su montura y salió de la finca con gran estrépito seguido por Piedar Dooly y la atenta mirada del mayordomo. Nada más alcanzar la calle, desmontó sin ser visto, dejó a Dooly su caballo y, tras saltar un par de muros, un callejón y apaciguar a un inquisitivo perro, consiguió colarse en la parte de atrás del jardín de la elegante casa de brice Harisson.

Tras observar el panorama se decidió por una ventana abierta, perteneciente probablemente al estudio. Había un porche techado justo debajo. El cielo se había tornado de un color violáceo y opaco que parecía presagiar el típico chaparrón de marzo. O’LiamRoe se hizo con un tonel y procedió a encaramarse hasta la ventana para escuchar. En el proceso se desgarró medias y calzas y acabó con un codo asomando por la fina seda de su camisa.

Los dos hombres estaban hablando en gaélico. Stewart, situado más cerca de la ventana, no parecía sentirse muy cómodo en aquella lengua. Se equivocaba a menudo y rellenaba las frecuentes lagunas con inglés o francés. Harisson sin embargo lo hablaba de manera impecable. O’LiamRoe le oía haciendo preguntas, comentando y, en ocasiones, discrepando. Mostraba una actitud totalmente distinta de la que le había dispensado a él y se comportaba con gran tranquilidad no exenta de comprensión y camaradería. La acertada forma de tratar al arisco arquero denotaba la práctica de una larga amistad.

—De todos modos, Stewart —decía en aquel momento en un gaélico cantarín que le produjo una cierta nostalgia al Príncipe—, ¿por qué en el barco? El Támesis es un lugar demasiado público para departir con alguien como Warwick. Es lógico que se negara a hablar con vos.

Stewart soltó un juramento.

—¿Es que acaso no lo he intentado de todas las demás maneras posibles? Nunca conseguí hacerle llegar mis mensajes. Me enteré de que ese día se dirigía a Greenwich en barco. Lo demás fue bastante sencillo.

—¿Fuisteis sincero con él? —preguntó Harisson en tono conciliador.

—Le dije que poseía noticias que serían de gran interés para Inglaterra y que al tratarse de un secreto debía hablarle a solas.

—¿Y…?

—Me dijo que no estaba dispuesto a discutir sobre ningún tema presentado de semejante forma inoportuna. Y que debería sentirme agradecido de que no me sacara del barco y me mandara a Newgate. Que si tenía algo que comunicarle que se lo pusiera por escrito siguiendo el procedimiento correcto. Pero se veía que estaba interesado.

—Pues a mí no me suena muy interesado.

—Lo estuvo poco después. —El tono agresivo de Stewart pareció teñirse de satisfacción—. Cuando me separé la capa y le mostré mi insignia de arquero.

—¿Quién más la vio? —La voz de Harisson sonó tensa por primera vez.

—Nadie más. Buen Dios, ¿tan estúpido me consideráis? El barco estaba lleno de sirvientes y de oficiales. Nadie me conocía. Después de aquello detuvieron a una gabarra que navegaba por allí y me dejaron subirme a ella. Pero podéis estar seguro de que el próximo mensaje que le escriba sí que lo va a leer. —Con la excitación del momento el arquero había levantado la voz—. Este es el momento. Lo sé. Escribámosle un mensaje nuevo, Brice. Le pediremos que hable con nosotros. Y si no está dispuesto a recibirnos, le sugeriremos una fecha y un lugar para encontrarnos con quien él quiera que hablemos. No puede negarse. Y una vez que conozca lo que tenemos que ofrecerle nos haremos ricos. El matrimonio de esa mocosa de María con Francia supondría una amenaza permanente en la frontera escocesa. Mientras que si muere, lo más probable es que sea Arran quien gobierne Escocia, y Arran es favorable a Inglaterra y puede ser sobornado. Hasta puede que Warwick consiguiera persuadirles de que fuera Lennox quien gobernara, pues desde luego sus reivindicaciones sobre la Corona están más que justificadas.

»La realidad es —la voz de Stewart sonaba ronca del entusiasmo—, la realidad es que María representa una amenaza evidente para Inglaterra. Si los católicos recuperaran el poder, Francia bien podría incitarlos a reclamar aquí sus derechos a la Corona. La niña es la nieta de la hermana de Enrique VIII. Visto el caos que Enrique provocó con sus matrimonios, podría decirse que sus derechos sobre la Corona son casi tan sólidos como los de su hija María.

—O como los del conde y la condesa de Lennox, ¿no? —dijo pensativo Brice Harisson—. Pensaba que les habríais llevado vuestra oferta a ellos primero.

—La verdad —dijo Stewart y se quedó en silencio durante un largo momento en el que el príncipe de Barrow pensó que las tejas sobre las que se apoyaba iban a comenzar a rebotar a causa de los latidos de su desbocado corazón—, es que sí que les comenté algo en una ocasión, creo recordar. Pero lo cierto es que esa familia no me inspira la menor simpatía —dijo Stewart en tono incómodo y brusco.

—Estoy de acuerdo con vos —dijo Harisson y sin cambiar el tono amable describió a los Lennox con una expresión que O’LiamRoe sólo había oído antes en los bajos fondos de Dublín—. Escribiremos a Warwick, en eso también estoy de acuerdo con vos. Démosle tiempo para considerar nuestra oferta y un lugar para encontrarse con nosotros. Podría ser en una librería, siempre resulta un lugar de lo más práctico; las posadas suelen estar llenas de oídos indiscretos… ¿Qué os parecería si fuera yo a la cita en lugar de vos? Mi experiencia en esta corte es ya larga y estoy convencido de que podría tener éxito. Aunque nadie cuestionaría vuestro rango, por supuesto, vos no sois aquí tan conocido como yo.

—Iba a proponéroslo yo mismo —dijo Robin Stewart.

O’LiamRoe percibió en su tono de voz un alivio que intentaba disfrazar de inteligente resignación. Después pasaron a discutir el lugar y la fecha para el encuentro, tras lo cual, parecieron dispuestos a irse.

En aquel momento, justo cuando también O’LiamRoe se disponía a marcharse, el Príncipe oyó que le nombraban. Harisson estaba contestando a una pregunta del arquero.

—Se marcharon… Ya os lo dije. Y os aseguro que no volverá. También me aseguré de eso. Es imposible que supiera que os encontrabais aquí. Ha sido una auténtica coincidencia. El estúpido de mi hermano le pidió que me visitara.

—No me lo explico —dijo Stewart con voz preocupada—. Le dejé en Irlanda.

—Mi querido Robin —dijo Harisson en tono irónico—, no sería el primero que cambia de patrón. Lo único que podría preocuparos sería que el hombre al que llamáis Thady Boy Ballagh se encontrara vivo y aquí, en Londres.

—Bueno, pues no lo está —respondió Stewart con brusquedad en inglés. Sus palabras a continuación resonaron en la mente de O’LiamRoe como terribles campanadas cuyo sonido el viento hubiera estado amortiguando hasta ese momento—. ¿Cuántas veces tengo que repetíroslo? La noche de mi partida le puse suficiente belladona en el ponche como para acabar con él definitivamente. Odio a la gente de su calaña… van por la vida seguros de todo, metiéndose donde nadie los llama. ¿Por qué no nos dejan en paz? Nadie le pidió que se entrometiera. Tenía tierras y dinero en abundancia. No le faltó nunca de nada desde el día en que nació, envuelto en paños de seda. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino?

—Ya, ya. Cualquiera diría que ha sido el primer hombre que habéis matado, Robin. Olvidaos de él. Hicisteis lo que debíais y ya está. Ya es agua pasada. Ahora…

La reunión estaba llegando a su fin. O’LiamRoe descendió del tejado del porche y escapó hasta la calle donde Dooly le esperaba. Sentía escalofríos y tenía el estómago encogido. En su recuerdo, como grabado a fuego, veía una y otra vez la imagen de un hombre enfermo caído en el suelo sobre el que lanzaba uno tras otro interminables cubos de agua; veía sus pupilas dilatadas y le parecía oír el sonido de su risa.

El viaje hasta Hackney era largo y O’LiamRoe no lo hizo de un tirón. Decidió alojarse en una posada situada bien lejos del Strand. Aquel mediodía, solo en la pequeña habitación de la posada con la lluvia batiendo sobre las ventanas de lino aceitado, a medida que iba consumiendo picheles de cerveza y su efecto se dejaba sentir, los pensamientos del Príncipe se fueron dirigiendo hacia el doloroso recuerdo que le embargaba.

Al cabo de un rato de elíptica meditación tomó una decisión irrevocable. Con una mirada perdida en sus ojos azules y en solitaria comunión con la bebida, Phelim O’LiamRoe recordó con rabia la razón por la que había regresado a la casa de Harisson inicialmente.

—¡Por Bridget y Dagda, y por Cliona de la Ola, y por Finvaragh el de la casa bajo Cruachma y por Aoibheal y Aodh el Rojo y Dana la Polilla, Cormac O’Connor tenéis mucho por lo que responder! —exclamó O’LiamRoe. Después se levantó y fue en busca de Piedar Dooly. Al cabo de dos horas de ardua labor consiguió tener listos todos los preparativos para enviar a su sirviente a Francia con la misión de informar a la reina madre de Escocia que el arquero Robin Stewart era con toda probabilidad el autor de todos los intentos de asesinato de su hija así como el asesino de Francis Crawford, y que en aquellos momentos se encontraba en Londres con la intención de recabar ayuda inglesa para continuar con los atentados.

Vendió la montura de Dooly y también la suya para conseguir metálico para el viaje de Piedar, a quien dejó en un caballo de posta con dirección a Portsmouth. Después, a pie, inició el largo camino de vuelta a Hackney bajo la lluvia. Lady Lennox se lo encontró justo cuando entraba en la casa y con su humor habitual hizo algunos comentarios bastante irónicos sobre su estado. El Príncipe respondió con una excusa cualquiera. En su habitación tenía todavía dinero suficiente para hacerse con otro caballo. En aquel momento no se sentía lo suficientemente seguro de sí mismo ni de su calidad conspirativa como para enfrentarse a los Lennox, de quienes acababa de oír comentarios tan despreciativos por parte de Robin Stewart y de su amigo.

Margaret Douglas, la condesa de Lennox, aquella rubia alta y espléndida sobrina de Enrique VIII, que llevaba toda su vida urdiendo intrigas, tras mirar la figura embarrada del Príncipe sin caballo y sin lacayo, dio media vuelta y se dirigió a su boudoir. Desde allí mandó llamar a Graham Douglas, quien había permanecido toda la vida a su lado, había ya matado por encargo de ella y sin duda espiaría para ella, y le encargó en tono amable que no perdiera de vista ni un momento a Phelim O’LiamRoe.

Tres semanas más tarde el príncipe de Barrow, tras asistir a un tedioso acto en la corte de Whitehall, partió a caballo hacia la residencia oficial del embajador francés en la corte del rey Eduardo: Raoul de Chémault. Atravesó el puente de ladrillo rojo, el campo de justas y, tras rodear Charing Cross, accedió al elegante distrito en el que se encontraba dicha residencia, donde se hizo anunciar.

Teniendo en cuenta que casi había sido expulsado de Francia y que desde que se marchara de aquel país había pasado a acogerse a la hospitalidad inglesa con inusitada e indecorosa rapidez, había que reconocer que hacía falta una buena dosis de coraje para realizar semejante visita. O’LiamRoe tenía la secreta esperanza de que el embajador se negara a recibirlo. Pero no tuvo suerte. El señor de Chémault, un francés del sur, de temperamento latino y nervioso, piel aceitunada, cabello moreno y piernas cortas, era incapaz de seleccionar a sus visitantes y recibía a todo el mundo hasta a altas horas de la noche. El Príncipe fue conducido hasta una severa estancia de estilo inglés amueblada enteramente con mobiliario francés. El efecto conseguido con aquella decoración hacía pensar en un baúl de recio cuero repleto de mariposas. El embajador, cual oruga agobiada por su incapacidad de completar la metamorfosis, levantó un brazo corto y poco elegante y le invitó a sentarse. Después comenzó a hablar del tiempo.

O’LiamRoe, capaz como era de contar historias sobre el tiempo en mucha mayor medida que alguien procedente del sur de Antrim, fue sin embargo quien acabó por interrumpir tan recurrente tema.

—El cometido que me ha traído hasta aquí es harto extraño para un súbdito irlandés —dijo—. Pero sé que no me sentiría a gusto conmigo mismo hasta no habéroslo comunicado. Un hombre que conocí en Francia, un arquero escocés de nombre Stewart, se encuentra actualmente en Inglaterra ofreciéndose para acabar con la joven reina de Escocia a su vuelta a vuestro país. En realidad ya ha intentado acabar con su vida con anterioridad. Y el propio conde de Warwick, ese tipo listo, parece dispuesto a aceptar su propuesta.

El príncipe de Barrow, cuya opinión sobre la burocracia era del todo nefasta, esperaba una reacción de incredulidad y que le despidieran con educada firmeza. Pero Raoul de Chémault poseía una intuición desarrollada a lo largo de años de comisiones, agencias y embajadas por toda Europa y conocía demasiado bien la importancia que podía llegar a tener una información proveniente de una fuente inesperada. En la estancia se encontraban, a puerta cerrada, él, su secretario y O’LiamRoe. El príncipe de Barrow procedió a narrar con maravillosa brevedad el encuentro entre Stewart y Brice Harisson que había escuchado a escondidas, la carta que Harisson había propuesto escribir al conde de Warwick y el encuentro que había tenido lugar a resultas de aquello. El día anterior, el agente designado por Warwick se había encontrado con Harisson en la librería Red Lion cerca de Saint Paul y este le había planteado la propuesta del arquero. La respuesta del agente de Warwick, lejos de ser indiferente, les había transmitido la orden del conde de acudir ambos a visitarle para discutir los detalles del plan.

Para poder escuchar esto último O’LiamRoe había tenido que recurrir a toda su inventiva. El éxito cosechado le producía al Príncipe una mezcla de placer teñido de angustiosa irritación. Sus dedos limpios y rosados acudían con frecuencia a su rostro. En la barbilla y sobre el labio superior, la piel, fina como la de un bebé, aparecía desnuda, desprovista de pelo. Si Brice Harisson se hubiera topado con él cara a cara en uno de los rincones de la librería Red Lion, difícilmente habría podido reconocerlo. Los poblados y rubios bigotes del Príncipe habían desaparecido. Aquello, unido a la larga capa y al sombrero negro que le cubría hasta las orejas que había obtenido prestado del físico de Hackney y que le daban el aspecto de un profesor, había propiciado el éxito de O’LiamRoe como espía.

Así ataviado, el Príncipe había podido escuchar la conversación entre el hombre de Warwick y Brice Harisson. Luego los había visto marchar, uno después del otro, tras lo cual había salido él mismo seguido por un ansioso dependiente que le reclamaba el libro que se había llevado distraídamente bajo el brazo.

El embajador francés escuchó atentamente su relato. Cuando hubo terminado, expresándose en un correcto inglés y mostrando una inesperada claridad de pensamiento, le dio las gracias y le felicitó por su actuación.

—El Rey será informado de todo esto señor mío, y él sabrá agradecéroslo mejor que yo. —Pareció dudar un momento e intercambió una mirada de entendimiento con su secretario. Después continuó diciendo—: Entenderéis que vuestro relato nos interese sobremanera, monsieur, si os digo que el señor Brice Harisson nos ha honrado también con su visita.

Las rubias cejas del Príncipe se alzaron con expresión de perplejidad.

—¿Brice Harisson ha estado aquí?

—En efecto. Vino a solicitar mi consejo y mi ayuda para abandonar su cometido como empleado en esta corte y regresar a un puesto bien remunerado en la de Escocia o Francia. Aunque él no me lo dijo, entendí por su solicitud que los días de influencia de Somerset en este país estaban tocando a su fin. A cambio de mi ayuda —dijo Chémault mientras observaba a su secretario recopilar los papeles en los que había registrado la declaración del Príncipe—, el señor Harisson se ofreció a transmitirme un secreto de carácter político de gran valor.

—En otras palabras —dijo O’LiamRoe en un tono que delataba la repugnancia e indignación que le embargaba—, Harisson planea traicionar a Stewart y entregarlo a los franceses, ¿no es eso?

—Por lo que vos contáis, eso es lo que parece. Le pedí que me diera tiempo para hacer algunas indagaciones y que volviera más adelante. Ahora que conozco lo que hay detrás de su oferta, le dejaré las cosas muy claritas. Aunque creo que este asunto está prácticamente zanjado. En cuanto Brice Harisson nos aporte las pruebas de lo que el tal Stewart está tramando, haré arrestar al arquero. —El embajador se levantó—. ¿Tiene pensada Vuestra Merced quedarse en Inglaterra durante un tiempo?

El Príncipe pensó que aquel hombre se merecía una repuesta honesta. O’LiamRoe le contó que se encontraba alojado en la residencia del conde y la condesa de Lennox y que permanecería allí al menos hasta que aquel asunto se resolviera. Si su presencia fuera requerida, el señor de Chémault no tenía más que llamarlo.

Raoul de Chémault no hizo ningún comentario. Le acompañó hasta la puerta y tras despedirse formalmente puso la mano sobre el brazo del irlandés.

—Vos sabéis mejor que nadie lo que os conviene —dijo—. Pero si quisierais regresar a Francia, puedo aseguraros que seríais muy bien recibido tras vuestro comportamiento de hoy. Independientemente de vuestra decisión al respecto, sabed que podéis contar con la amistad de la corte de Francia.

—Lo cierto —dijo sonriendo O’LiamRoe—, es que nunca se me ha dado bien lidiar con fantasmas. Y Francia está llena de ellos a rebosar. No volveré nunca… Dios me libre… Podría llegar a encontrarme cara a cara con el fantasma de Phelim O’LiamRoe.

Piedar Dooly regresó aquella tarde. Tras algunos contratiempos había conseguido hacer llegar el mensaje de su jefe a la reina madre de Escocia. Había recibido dinero de sobra para hacer el viaje de vuelta y portaba un críptico recado verbal de agradecimiento. También traía noticias. El intento de Stewart de acabar con la vida de Thady Boy Ballagh no había tenido éxito, pero el bardo había muerto en un accidente ocurrido con posterioridad. O’LiamRoe escuchó de labios de Piedar Dooly el detallado relato en gaélico de lo ocurrido en la Tour des Minimes en Amboise, las infructuosas pesquisas de lord Culter y el incendio del Hôtel Moûtier en el que había perecido Ballagh.

Aquella noche los Lennox, sentados a la mesa en la que relucía su escudo en cada uno de los dorados platos, encontraron al Príncipe absorto e insensible a sus bromas. Margaret, enarcando sus oscuras cejas en expresión interrogativa, cruzó en varias ocasiones la mirada con su esposo, quien miraba de soslayo la rasurada cara de su trigueño invitado. La condesa redobló su solícita atención para con su invitado dirigiéndose a él en el tono sereno que la dama solía emplear para expresar sus opiniones, un tono helado y sangriento como un pez recién arrancado del anzuelo. Pero tuvo poco éxito. Los pensamientos de O’LiamRoe, claramente, estaban en otra parte.

Robin Stewart, que no deseaba ser visto por escocés, francés o londinense alguno, se había ocultado en el ladrillar de Islington, que estaba en obras, y desde allí acudía en contadas ocasiones al Strand para visitar a Brice Harisson. Lo que el arquero no sabía era que su fiel amigo Brice, la misma mañana en que tenían la trascendental cita con el conde de Warwick, se había dirigido previamente a Durham House y, atravesando sus jardines de verde arbolado, se reunía con el embajador francés y mantenía con él una conversación en fluido francés.

—M. de Chémault, espero que tengáis buenas noticias que darme. Vengo a comunicaros que mañana podré comunicaros una información de considerable valor.

En aquella ocasión en la estancia se encontraban, además del propio Chémault, que estaba sentado ante su escritorio, otras dos personas: un subsecretario y un heraldo.

M. de Chémault escuchó lo que Harisson tenía que decirle. Cuando terminó, le dijo:

—Señor mío, nos hemos apresurado a emplear toda nuestra influencia para ayudaros. El caballero que se encuentra a mi lado es Vervassal, heraldo de la princesa María de Guisa, reina madre de Escocia. Podéis expresarle a él vuestra solicitud. Respecto del otro asunto que habéis mencionado, estaremos por supuesto más que interesados en oír lo que tengáis que contarnos.

Harisson sabía positivamente que iban a estar pero que muy interesados. Pero primero quería saber con que estaban dispuestos a pagarle. El escocés hizo una reverencia. El hombre llamado Vervassal sonrió. A continuación, tras coger un ligero y elegante bastón acudió a sentarse a su lado. Ambos hombres comenzaron a parlamentar.

La conversación se desarrolló en francés. Brice Harisson expuso prontamente sus requisitos, relativos todos ellos a la concesión de tierras, dinero y protección. Deseaba también que se le garantizara un refugio seguro en Escocia. El heraldo despachaba cada petición con tino, rapidez y de forma profesional y justa. Parecía poseer una autoridad ilimitada para negociar. Harisson, que tenía una larga experiencia en hacer tratos, no podía menos que admirar su habilidad. Sin embargo, había algo que le tenía inquieto, aunque no sabía qué era.

Por dos veces incurrió en absurdos errores gramaticales. Semejantes fallos le resultaban asombrosos al propio Brice, tan chocantes como si hubiera sido pillado medio desnudo. De hecho él, que siempre iba vestido de punta en blanco, se sentía desaliñado al lado de aquel caballero tan elegante como una exquisita varilla de abanico finamente tallada, impecable como iba, desde sus pálidos cabellos hasta la también pálida luz que reflejaban sus anillos, que competía en intensidad con el brillo de su mirada.

El escocés cerró el trato, consistente en la promesa en firme de obtener la apetecida recompensa de la reina madre de Escocia a cambio de aportar a media noche del día siguiente una información de vital importancia para ambas Coronas, francesa y escocesa. Hasta entonces, se negaba a aportar más información sobre el asunto. Chémault le presionó hasta casi hacerle perder la paciencia, pero el otro caballero tuvo el sentido común de no decir nada y avenirse a esperar. A la media noche del día siguiente, pensó Brice Harisson, tendría las pruebas, puede que hasta por escrito si todo iba bien, que decidirían para siempre el destino de Robin Stewart y le proporcionarían a él el cargo de comendador de Perth.

Todo parecía haber salido según sus deseos. No obstante, antes de subirse de nuevo a su montura, Harisson sacó un impecable pañuelo de su bolsillo y se enjugó la frente sudorosa. A continuación emprendió a buen paso el camino de vuelta al Strand.

Su partida fue observada desde los altos ventanales del despacho de Chémault en Durham House.

—Que Alecto, Megaera y Tisifone se os lleven y os embalsamen en las tripas de una mofeta —dijo en inglés el hombre llamado Vervassal mientras se dirigía hacia la puerta y la abría. La pequeña cojera que padecía era casi imperceptible cuando usaba el bastón.

—Ya podéis entrar, Tom. El propissimus, honestissimus y eruditissimus Harisson se ha marchado ya.

El señor de Erskine se reunió con los tres hombres. Su rostro mostraba el disgusto que todos ellos sentían, pero su sentido práctico comenzaba ya a imponerse suavizando su expresión.

—No sirve de nada insultarle. Tendréis que concederle sus peticiones y utilizarlo. No podremos encontrar a Stewart sin su ayuda, ni condenarlo sin las pruebas que dice va a aportarnos. La participación de Warwick en este complot no debe quedar registrada oficialmente; es más, debemos ignorarla para preservar la paz. Dejemos que Harisson venga mañana y traicione a sus compañeros todo lo que quiera. Lo único que importa es que podamos apresar a Stewart y mandarlo a Francia sin mucho ruido junto con el testimonio de Harisson para poder condenarlo. Vuestra labor en aquel país, Francis, ha terminado definitivamente —dijo Tom Erskine.

M. de Chémault se sentía abrumado. Había tenido que actuar con inusitada rapidez en todo aquel asunto. Tras el primer contacto con Harisson el embajador había escrito inmediatamente a su colega escocés en París, Panter. Apenas había recibido su respuesta cuando Erskine, el consejero mayor de la Reina y embajador especial en funciones, en su camino de regreso a Escocia, había hecho su aparición en Londres proveniente de Francia. Chémault había acudido a él, agradecido por su presencia.

Erskine le había ayudado con gran rapidez y eficacia. Numerosos mensajes se habían sucedido cruzando el Canal en ambas direcciones y en cuestión de días había llegado el heraldo Vervassal, nueva identidad que había adoptado Francis Crawford de Lymond para tal ocasión, con las correspondientes credenciales que daban fe de su cargo y de su potestad para negociar en nombre de la reina madre de Escocia.

Todo había sido tratado con la mayor eficacia y, en otras circunstancias, el señor de Chémault se hubiera sentido de lo más contento y aliviado. Pero se daba la circunstancia de que Stewart había trabajado como arquero a las órdenes de John, lord D’Aubigny, y este, junto con su esposa Anne, habían sido durante muchos años de los mejores amigos de los Chémault.

Mientras mordisqueaba una galleta y servía vino a su secretario y a sus dos ilustres y eficientes huéspedes, el embajador meditaba, con sentimientos encontrados, sobre el peso que le estaban quitando de encima. Escuchaba con gran atención las palabras del heraldo Vervassal que se dirigía a su colega Tom Erskine:

—No contéis demasiado con poder concluir este asunto tan fácilmente, Tom. Os recuerdo que Stewart es un espía lamentable y Harisson un vago y un estúpido. Cualquier espía que se precie de este nombre no hubiera acudido aquí en pleno día nunca. Ya veremos si lo han seguido.

Pero el consejero no parecía darle tanta importancia a aquel hecho.

—Es un hombre de Somerset. Tiene libre acceso a cualquier sitio que se le antoje… ¡Oh, Dios! ¿Por qué tendré que regresar a Escocia justo ahora? Daría cualquier cosa por ver la cara de Robin Stewart cuando vea que no estáis…

Pero el hombre llamado Crawford se levantó bruscamente. Su mano sobre el pomo del bastón mostraba los nudillos blancos de la tensión con la que lo sostenía.

—¿No os esperaban esta noche en Holborn? Tendríais que dirigiros al norte en breve —le cortó sin contemplaciones.

Tom Erskine entendió que le estaban diciendo que se ocupara de sus propios asuntos, así que se apresuró a despedirse del embajador. Vervassal, que se alojaba en esos momentos en Durham House, le acompañó hasta el jardín. Cuando llegaron, el consejero se volvió y miró a los ojos, inescrutables como siempre, de su compañero, el joven que hasta hace poco había sido Thady Boy Ballagh y que actualmente había recuperado su auténtica identidad, mostrándose abiertamente como Francis Crawford, heraldo de la Reina. La solución, simple y genial a la vez, se le había ocurrido, cómo no, al propio Francis Crawford.

—¿Creéis que podréis hacer hablar a Stewart? —preguntó Tom Erskine de pronto.

—Sí —contestó Lymond en el mismo tono amable.

—Porque si no lo conseguís habría que hacerlo en Francia, con los métodos que allí consideren oportunos. Por lo pronto, quien fuera que contratara a Robin Stewart estará todavía en Francia y vos tenéis algunas cuentas que ajustarle. Si eso es lo que pensáis, no puedo dejar de comprenderlo. Volved a Francia una vez que hayan apresado a Robin Stewart si lo consideráis necesario. Podéis hacerlo tranquilamente en calidad de heraldo de la Reina y con vuestro propio nombre, Francis Crawford de Lymond. Nadie os identificará con Thady Boy Ballagh salvo aquellos que ya conocían vuestra identidad. Pero si no deseáis regresar, podéis confiar en que vuestro hermano hará lo correcto. Se quedará con la Reina madre hasta que todo haya terminado… Debéis sentiros bastante satisfecho con O’LiamRoe, ¿no? —dijo Tom Erskine.

—Bueno, sí. Se embriagó del vino de los poderosos —dijo Lymond secamente—. No tengo nada en contra. Pero al final fui yo el que se cayó del árbol.

A las doce de la noche del día siguiente, un lunes diecinueve de abril, el embajador francés esperaba junto a las altas contraventanas de Durham House la aparición de Brice Harisson y su prometida traición. Le acompañaban Lymond, sus oficiales de rango superior y el personal de secretariado.

La espera fue en vano. Transcurrió una primera media hora y después una hora completa del nuevo día y Harisson seguía sin aparecer. A las tres de la madrugada, a pesar del riesgo que ello suponía, Chémault envió a un joven oficial a pie al Strand. Regresó en esa misma noche. Para entonces, en el despacho del embajador ya sólo quedaban este último y Francis Crawford junto a los restos de las velas a medio consumir. Ambos tenían ojos, gargantas y mente agotados de tanta conjetura y del calor del fuego. Les comunicó el resultado de sus pesquisas: a las once y media de la pasada noche Brice Harisson había sido arrestado por orden de Warwick.

Al mediodía se enteraron de que Harisson, junto con dos de sus sirvientes, había sido arrestado y puesto bajo la custodia de sir John Atkinson, uno de los dos sheriffs de la ciudad de Londres. La medida obedecía más al respeto que inspiraba Somerset, el jefe de Harisson, que la que merecía el propio prisionero. A primera hora de la tarde se enteraron del motivo del arresto. Al prisionero le habían sido confiscadas tres cartas escritas de su puño y letra y dirigidas a la reina madre de Escocia y a dos de sus prohombres. En ellas, Harisson le expresaba a Su Majestad su gratitud por la promesa de acogerle a su servicio y le rogaba que mantuviera su interés por su persona pues se disponía a abandonar Inglaterra, donde había residido a expensas de la generosidad del Rey, para dirigirse a Escocia, donde esperaba servir a Su Graciosa Majestad la Reina.

Por último llegó también otra noticia. Las cartas incriminatorias habían sido incautadas y entregadas a Warwick por uno de los hombres del conde de Lennox.