II

Angers: La manzana en la boca del jabalí

Tres causas existen que provocan la muerte en masa: la peste, la guerra de todos contra todos y la resolución de los contratos de palabra. El contrato de palabra queda validado cuando se pronuncia por la boca; por eso mismo Adán fue condenado por quebrantarlo. Todos murieron por una manzana.

—¡Otro escocés! Tête Dieu, proliferan como el mildíu —comentaba Louis de Borbón, príncipe de Condé. Haciendo una mueca en la que destacaron sus blanquísimos dientes, el Príncipe habló imitando burlonamente el acento escocés y su fama de tacaños—: Perro hombrre, ¿qué vale un Karrolus? En Escocia, en estos tiempos, equivale a sólo cinco peniques, nada más. Y medio Karrolus a dos peniques y medio. ¡Un rrobo, hombre! ¡Purra corrupción! ¡Los escoceses somos unos pobrres niños desventurrados! ¡No hacemos más que padecerr el rrobo y la corrrupción!

Tanto el príncipe de Condé como su emperifollado hermano d’Enghien, celebraron la ocurrencia con grandes carcajadas. Se hallaban en la Gran’d Salle del castillo de Chinon echando una partida de backgammon para pasar el rato. De pie tras el taburete de d’Enghien, un hombretón moreno de aspecto saludable se revolvió inquieto.

—¡Ya veréis la cara que se les queda a los ingleses cuando nos vean aporreando sus puertas, vuesas mercedes y yo, con treinta mil irlandeses detrás. Y cuando la Verdadera Iglesia les dé una buena bofetada a todos esos que han estado atormentándola… Ya veréis como entonces esos llorones de escoceses bien que se arrepentirán. Nos mirarán como a héroes mientras se dedican a recomponer sus quebradas armas y mascan la vergüenza de la derrota… ¿Decíais que es un hombre de la Reina madre? Creí que esa mujer había regresado a casa hace tiempo.

Mientras movía ficha con rapidez avanzando hábilmente en el tablero, d’Enghien palmeó distraídamente la mano del gigante irlandés.

—¡Mira que sois poco previsor! ¿Necesitáis dinero? No seáis injusto con la Reina madre, mon cher. Ella apoya vuestros proyectos. Pero no partirá hasta ver colgado en Angers a ese asesino de Stewart y hasta comprobar que la embajada inglesa regresa a su país sin negociar en la trastienda pacto alguno que pueda perjudicarla a ella o a su hija. Después, podéis estar bien seguro de que volverá a Escocia a toda prisa. Un Trono se enfría con sorprendente rapidez. ¿Veinte coronas os bastan?

—¡A fe mía que no hay en toda Irlanda, ni sobre la tierra ni bajo ella, caballero comparable a vos! —dijo el hombretón colocando su manaza sobre el hombro cubierto de exquisita seda de Jean de Borbón—. Si encontrarais treinta coronas en vuestro monedero rescataríais mi honor del vergonzante abismo de las deudas. ¿Decíais que se encuentra con el condestable?

—¿Quién? —intervino Condé, que iba perdiendo y estaba deseoso de apartar la atención de su hermano de la partida.

—El heraldo Crawford de Lymond. El escocés que mencionasteis antes.

—¡Ajá! —D’Enghien estaba rebuscando en su monedero—. Creo que ha traído con él unos despachos de Londres. Sí, eso creo.

El príncipe de Condé se apoyó sobre el respaldo de la única silla que se hallaba a la mesa y soltó una carcajada.

—Mejor pedidle cuarenta, querido. Y después decidle que os cuente lo que el secretario de Chémault garabateó al final del informe que envió el otro día referente al heraldo: C’est une belle, mais frigide[14]. ¡Un mariquita, ya veis!

Durante un breve instante, la mirada del irlandés se paseó por los maquillados rostros de los dos hermanos con manifiesto desprecio. Después, haciendo un esfuerzo por controlar el tono, dijo:

—Imagino que será un auténtico merengue con lazos de cabeza hueca macerado en jugo de pera y criado por algún dominie[15] de Edimburgo. Dicen que los escoceses de las tierras bajas tienen suero en lugar de sangre en las venas.

—Me parece que mi hermano —dijo el príncipe de Condé con intención—, ya ha tenido bastante sangre por hoy Mejor dadle cincuenta coronas, querido. —Finalmente había sido el Príncipe quien había ganado la partida.

—No discutan vuecencias, os lo ruego —dijo una voz desconocida en tono de sereno reproche—. Faut-il que Père Eternel gagne, et Haile Carolus suit Ave María quand même?[16]

Un caballero elegantemente ataviado sonrió desde la puerta a d’Enghien y este, para regocijo de Lymond, se sonrojó. Ante ellos estaba el señor Crawford, el heraldo Vervassal.

Francis Crawford, anticipándose a su destino, se las había apañado para orquestar la reaparición de Thady Boy Ballagh en dos fases.

En primer lugar, habría de hacer entrega de los despachos de Chémault en Chinon, la fortaleza rocosa al sur del Loira en la que se hospedaban el rey Enrique y sus favoritos y desde la que se dedicaban a la caza del venado por bosques y viñedos chinoneses. Vestido con una nueva indumentaria, rubio, con un nombre distinto y acento diferente, Lymond habría de encontrarse con el Rey, con el condestable, el vidame, St. André, Condé, d’Enghien, y todo el resto.

Después acompañaría a la corte en su periplo hacia Angers siguiendo el curso del Loira en dirección oeste. En aquella ciudad aguardaba la Reina junto con el resto de la corte francesa y con la corte escocesa. Angers constituía la última parada de aquel peregrinaje cortesano, destinado a encontrarse con la embajada inglesa cerca de N antes un mes más tarde. También era la ciudad que albergaba la prisión en la que Robin Stewart concluiría su deplorable viaje desde Londres. Lo que significaba que O’LiamRoe también se encontraría allí.

Cuando llegó a Chinon, Lymond no pareció intimidado por el impresionante castillo construido por los Plantagenet que erguía orgulloso sus torres en el azul cielo, ni por lo que le aguardaba en su interior. El pequeño séquito que le acompañaba, ignorante de sus pasadas reencarnaciones, no esperaba menos. Tras ascender por las empinadas calles del escarpado promontorio, fue recibido cortésmente en el castillo y conducido hasta el Grand Logis, donde le esperaba el condestable. El Rey había salido de caza.

La veda del corzo estaba abierta desde Pascua, al igual que el debate sobre la pugna de poderes temporales y eclesiásticos que experimentaban en aquellos tiempos las regiones más ricas de Europa, con las consecuentes prebendas económicas que ello comportaba. Parecía el momento propicio para resucitar viejas ambiciones por parte de cierto sector del Reino que, sintiéndose suficientemente descansado, alimentado y preparado, comenzaba a mostrar un comportamiento levantisco. Los antiguos antagonismos cobraban renovados bríos y proliferaban como setas, disfrazados con nuevos oropeles para atraerse jóvenes adeptos a las distintas causas.

También parecía aproximarse el momento en el que los viejos perros de guerra de Francia e Inglaterra pudieran cesar de olisquearse mutuamente con desconfianza y tornar a acercarse, para variar. El propósito de la embajada especial que había partido de Londres iba mucho más allá de investir al rey de Francia con la altísima Orden de Caballería inglesa. Una embajada similar, comandada por el mariscal de St. André, partiría en breve del Loira en dirección a Londres portando a cambio la Orden de St. Michel. Lo que estaba en marcha era un tratado de amistad, un pacto político y militar y un acuerdo tácito sobre la neutralidad que mantendría Enrique de Francia en el caso de que lord Warwick, conde mariscal de Inglaterra, encontrara necesario actuar con firmeza contra el duque de Somerset, el Protector del Reino designado por el difunto Enrique VIII.

El peso de aquella naciente relación de amistad recaía sobre los hombros del condestable de Francia, Anne de Montmorency. Acompañado por un secretario y en presencia del señor Crawford, el condestable rompió el sello y procedió a leer la carta dirigida al Rey en la que Raoul de Chémault relataba todo lo acontecido en Londres. A continuación, recibió con mirada perspicaz y procedió a leer una segunda misiva del embajador francés. Esta última iba dirigida expresamente a él; en ella, Chémault le informaba, rogándole discreción, de que Robin Stewart había insinuado que tanto el conde de Lennox como su hermano d’Aubigny estaban involucrados en los anteriores hechos.

Como Chémault y el propio Lymond sabían, aquella información constituía el meollo de tan espinoso asunto. El señor de Aubigny, aquel noble de alta cuna, esteta y trastornado, pertenecía al círculo de los favoritos del rey Enrique II de Francia, por lo que tocarlo pondría, sin duda, en un compromiso al que lo hiciera. El condestable terminó de leer la carta frotándose la nariz con aire pensativo. Después, dejándola sobre la mesa, la cubrió con su ancha mano de espadachín.

—Monsieur Chémault ha hecho bien. Una acusación semejante no debería llegar a oídos del Rey hasta estar sustentada por pruebas más contundentes. Desgraciadamente, las precauciones que ha tenido monsieur Chémault se han hecho del todo innecesarias. Los cargos contra d’Aubigny ya se han hecho públicos. El arquero Stewart fue sometido a interrogatorio en Calais y su confesión involucrando a d’Aubigny fue tomada por escrito y enviada a Su Majestad. El Rey está al corriente de la acusación contra Su Excelencia.

El heraldo, sentado frente al escritorio del condestable, no manifestó sorpresa alguna.

—¿Sabe vuestra merced qué ha contestado lord d’Aubigny ante la acusación?

El condestable de Francia respondió automáticamente, en tono enérgico:

—Como podréis imaginar, señor Crawford —dijo escuetamente Anne de Montmorency—, lord d’Aubigny niega rotundamente cualquier implicación en el asunto, y Su Majestad el Rey le cree, sin asomo de duda. A menos de que ese Stewart pueda aportar pruebas concretas sobre la culpabilidad de lord d’Aubigny, Su Excelencia es intocable.

—Si el señor Stewart tuviera en su poder semejantes pruebas, las habría aportado ya, creo yo —apuntó el heraldo—. En caso de que mi Señora la Reina consiguiera alguna prueba contra Su Excelencia, ya fuera a través del arquero o de algún testigo independiente, ¿podría contar con vuestro apoyo?

La respuesta del condestable fue más cordial en esta ocasión. Nada había en aquel impecable personaje que pudiera hacerle pensar en la magullada figura que otrora encontrara a orillas del río en Ruán. Lymond, por su parte, mientras charlaba con el condestable ante la puerta de la Gran’d Salle, había tomado buena nota de la interesante conversación que estaba teniendo lugar en el interior de la estancia entre el príncipe de Condé, d’Enghien y un tercer hombre. El acento irlandés del desconocido le indicó que debía tratarse de Cormac O’Connor. Tras aquella deducción animó al condestable a abrir la puerta.

Durante las presentaciones, los ojos de d’Enghien no se despegaron un instante de Lymond. Su mirada detalló lentamente aquella dorada cabeza, el rostro indolente y el cuerpo seductor. Absorto, siguió contemplando largo rato los elegantes rasgos del señor Crawford hasta que las palabras del heraldo, pronunciadas con insólita soltura, le sacaron de su abstracción.

—¿M. O’Cluricaun, decís?

—Mr. O’Connor. —El condestable, que estaba tomándose bastante molestias a cuenta de Lymond, se preguntó por qué razón se habría ruborizado el hombretón irlandés—. Cormac O’Connor. El hijo de Offaly.

—Por supuesto. Claro que sí —se disculpó el heraldo—. Cluricaun es el marica ¿cierto? ¿No es el que suele emborracharse en las bodegas de los caballeros? ¿En jugo de pera, quizás?

Los ojos de d’Enghien brillaron con una luz que su hermano Condé conocía demasiado bien.

Une belle! —exclamó Jean de Borbón con regocijo en sotto voce—. Une belle, mais pas frigide! Pas frigide du tout[17]!

Aquella tarde, Lymond se encontró con el Monarca y juntos comentaron la carta de Chémault. El nombre de d’Aubigny no fue mencionado y el regio rostro de oscura barba no mostró un atisbo de nada de no fuera su, por otro lado habitual, altanería. Todas y cada una de las preguntas que le fueron formuladas al heraldo fueron respondidas de manera objetiva, con elegancia y corrección. Así de impecable continuaría el comportamiento de Lymond durante su estancia en Chinon, en el palacio de Montpensier en Champigny, en Saumur y hasta la llegada a Angers, que fue anunciada a toque de trompeta.

La fortaleza feudal de diecisiete torres circulares de negra pizarra de Trélazé albergaba en su interior a la reina Catalina y a sus invitadas, las dos reinas de Escocia, entre cuyo séquito se hallaba Margaret Erskine. En una de las torres situadas al oeste, se encontraba la celda donde había sido confinado Robin Stewart. Los nobles escoceses, entre los que se encontraba sir George Douglas, se hallaban hospedados en la bulliciosa villa, entre sus casas recién pintadas construidas con sillares de piedra, madera y redondas tejas de pizarra. Al príncipe de Barrow y a su sirviente Piedar Dooly, les había sido asignado un modesto piso. También se encontraban en la ciudad la alegre señora Boyle y su bella sobrina Oonagh.

Lymond estaba al corriente de todo ello gracias a la incontenible charla del vidame y de los Borbones. Ataviado en su reluciente librea roja y azul decorada con borlas doradas, Lymond había cabalgado con su pequeño séquito, portando el estandarte de su cargo, hasta llegar a la fortaleza de Angers. Durante todo el recorrido a orillas del Maine hasta alcanzar los monolíticos bastiones del castillo con sus altas y oscuras torres, Lymond había estado en tensión, conteniendo sus emociones. A causa de esa tensión casi había cedido a una disputa con Cormac O’Connor, que llevaba provocándolo todo el camino desde la incómoda entrevista que tuvieran en Chinon. Según se acercaba el momento de encontrarse con la corte escocesa, un sentimiento de creciente rabia y aprensión se iba apoderando de Lymond. Ya no iba disfrazado de bardo y se sentía vulnerable al presentarse ante sus amigos y conocidos transformado en un empingorotado figurín, como un pastelero que se ha vestido con desproporcionada elegancia para el baile. Imaginaba que semejante transformación le haría parecer ante sus amigos como un jovenzuelo y un apóstata, al igual que le había ocurrido a O’LiamRoe cuando había aparecido con sus trajes de seda y la cara recién afeitada.

Mientras cabalgaba sobre el puente norte adentrándose en el castillo de Angers, Lymond musitaba amargamente para su coleto, pensando en sus amigos escoceses:

—No mostréis demasiada satisfacción, amigos míos. No sonriáis abiertamente ni os congratuléis en exceso, por Dios. De lo contrario, damas y caballeros, resucitaréis a Thady Boy Ballagh.

Aquel día era sábado, seis de Junio. El diecinueve llegarían los ingleses. Por la tarde Robin Stewart fue llevado a presencia del Gran Consejo del Rey en Angers. Lymond no estuvo presente, pues se hallaba reunido con la Reina madre, con la que sostuvo una breve pero trascendental conversación. Quienes sí estuvieron fueron O’LiamRoe y Su Excelencia d’Aubigny. A resultas de aquella sesión, lo único que quedó claro para el nutrido grupo de abogados y escribanos que allí se congregaron, fueron las pruebas de cargo deducidas de la confesión de Robin Stewart. La acusación del reo contra d’Aubigny, que adolecía totalmente de pruebas objetivas, fue rechazada con frialdad por Su Excelencia, cuyo rostro congestionado denotaba a las claras el enfado que sentía.

O’LiamRoe, cuyo testimonio no fue solicitado, se mantuvo en silencio durante toda la sesión. Había pasado un momento especialmente violento cuando, tras la diatriba de Stewart acusando a su antiguo capitán, la apasionada mirada del arquero, demacrado y con los ojos hundidos, se había dirigido hacia él. Había sido una mirada triunfante, no exenta de cierto temor y en parte acusatoria. Tras aquello, se había hecho un breve pero incómodo silencio. Stewart había continuado con la exposición de los hechos, cumpliendo, como habían acordado, su parte del trato. Se suponía que O’LiamRoe habría de apoyarle después, cuando el arquero le llamara para testificar contra Francis Crawford de Lymond.

Pero los hechos no sucedieron como estaba previsto. La sentencia contra Stewart, como el propio arquero sin duda había imaginado, no contemplaba la condena a una muerte rápida o limpia. Sin embargo, lo que Stewart no había esperado en absoluto era la absoluta ligereza con la que había sido desestimada su acusación contra d’Aubigny. Al darse cuenta de aquello, el arquero se había puesto a gritar y se lo habían llevado de la sala. O’LiamRoe, pálido, estaba deseando marcharse, pero había tenido que esperar a que el Rey se pusiera en pie. La sesión había durado poco debido al hostigamiento del oso que estaba teniendo lugar en el foso del Castillo. Stewart no había tenido siquiera tiempo para mencionar a Lymond. O’LiamRoe pensó en aquel momento que Stewart en todo caso querría esperar, si le fuera posible, a hacerlo en presencia del propio Lymond y ante la mayor audiencia posible.

Fue justo entonces cuando el Príncipe oyó a d’Aubigny, entre risas, sugerirle al Monarca que, ante el mal rato que el arquero le había hecho pasar, tanto él como el resto de la corte se habían ganado una pequeña diversión, por no decir una venganza. Propuso que Robin Stewart fuera llevado al foso. La sugerencia fue aprobada entre chanzas.

La corte comenzó a abandonar la estancia. O’LiamRoe salió, con expresión sombría, y fue inmediatamente en busca de Vervassal, pero no pudo encontrarlo. Se dirigió entonces al foso con el tiempo justo para ocupar su puesto para presenciar el espectáculo del oso.

En Angers, aquel tipo de diversiones era costumbre celebrarlas en el amplio foso que circundaba el castillo, de unos treinta metros de anchura por unos doce de profundidad. Los mansos ciervos que solían pacer allí habían sido trasladados para el evento. En previsión de la visita real, Abernaci y su equipo habían restaurado el foso y los jardines del castillo, consiguiendo un atisbo de lo que fueran en tiempos del rey René de Anjou, cuando el rugido de los leones llegaba hasta orillas del río y la laguna lucía repleta de cisnes, patos y gansos salvajes y en el foso convivían avestruces y burros, dromedarios e íbices junto a las jaulas de los jabalís, los rediles de las ovejas, los ciervos y los puerco espines.

Un conjunto variado de instrumentos comenzó a desgranar sus notas y Brusquet, el bufón del rey, tras descender al foso por una escalera desplegable comenzó a escenificar el encuentro de una cabra francamente tímida con su pretendiente. Las risas del público proveniente de la villa, apostado en una de las zonas más alejadas del foso, alcanzaban niveles de histeria. Brusquet, que había empezado su actuación un poco a destiempo, siguió con sus cabriolas sonriendo ácidamente: el asiento destinado al Monarca continuaba vacío.

Las trompetas y las violas anunciaron la llegada de la reina regente de Escocia con sus damas y nobles. La Reina y su séquito abandonaron el castillo por las enormes puertas para dirigirse, cruzando el puente levadizo, hasta los asientos que les habían sido destinados. El viento jugueteaba con los flecos del toldo que había sido instalado sobre la pasarela del puente, y cubría de polvo y briznas de hierba los cojines de las doradas sillas, ordenadamente dispuestas en espera de sus nobles ocupantes. El cielo aparecía surcado de tupidas nubes que ocultaban a intervalos la luz del sol, como si un gigantesco sombrero oscureciera de vez en cuando el panorama. Margaret Erskine caminaba junto a su Reina y la pequeña María, intentando mantener la vista apartada del nuevo rostro que se había sumado a la multitud de caras familiares.

Vervassal, reservado y correcto, había llegado aquella mañana. Había sido visto entrando en la cámara de la Reina regente y abandonándola más tarde. Desde entonces no había vuelto a buscar la compañía de sus paisanos escoceses. Ante el respingo de sir George Douglas, Margaret se dio cuenta de que el noble no estaba al corriente de la llegada de Lymond. Sir George, al no conseguir captar la atención del propio Vervassal, le dirigió a Margaret una mirada incrédula e interrogante cargada de malicia.

Ella se giró hacia la pequeña María quien, gracias a Dios, no se había dado cuenta de nada. La Regente, aunque ligeramente ruborizada, era de una casta política perfectamente ducha en el arte del disimulo. En el otro extremo, sus hermanos, que de encontrarse con el heraldo, lo habían hecho fugazmente, hacían caso omiso de él. El propio Lymond se mostraba frío como un témpano y se comportaba de manera impecable. Tampoco él había mirado en su dirección. Sin darse cuenta, Margaret se descubrió observándolo de nuevo y se apresuró a cruzar el puente levadizo y ocupar su puesto. Ni siquiera dos años atrás había tenido Lymond un aspecto tan glacial.

En aquel momento dio comienzo la fanfarria y los ocupantes de la galería situada a su derecha, frente a la fachada del castillo, acabaron de ocupar sus asientos: Enrique, Catalina, el condestable, Diana, los cortesanos, los embajadores, el alcalde y los regidores, el alcaide del castillo y sus invitados. En uno de los extremos, sentado en un lugar poco relevante, se hallaba O’LiamRoe. En el lado opuesto, ocupando un asiento bastante más principal, el irlandés O’Connor. Y junto a este, John Stewart, lord d’Aubigny.

Su Excelencia seguía siendo un hombre imponente. Iba ataviado con un soberbio jubón con cuchillas, de tejido acolchado, adornado con nudos dorados que relucían junto con las joyas de su bonete cada vez que el sol se colaba por entre el móvil toldo que el viento agitaba. El lord no parecía ni remotamente interesado en lo que ocurría en la arena. Su mirada, bajo aquellos hermosos ojos de largas pestañas, se dirigió, nada más sentarse, hacia el atestado puente levadizo. Tenía los puños fuertemente apretados.

Fue evidente para Margaret en qué momento la mirada de lord d’Aubigny encontró su ansiado objetivo. Su Excelencia exhaló un largo suspiro. Fuera lo que fuese lo que su hermano le hubiera contado, no le había preparado para aquello. El color fue retornando lentamente a su rostro mientras observaba a Lymond. Margaret percibió el abierto desafío de su expresión. D’Aubigny buscaba la mirada de Lymond. Por fin, los ojos de ambos se encontraron y midieron. En aquel preciso instante, en el foso, hicieron su aparición el primer oso y los perros.

Herencia de tiempos antiguos, aquel espectáculo casi en desuso rememoraba los cruentos combates entre leones, elefantes, toros y jirafas celebrados en el circo romano. En la actualidad resultaba complicado encontrar variantes plausibles de aquel espectáculo que despertaran suficiente interés. En una ocasión el viejo Rey, imitando a Heliogábalo, había entretenido a la corte con la ocurrencia de meter en la jaula del león a un grupo de invitados totalmente ebrios que habían asistido a su cena. Los invitados habían despertado aterrorizados ante el rugido del león, un viejo animal al que se le habían sacado los dientes. El suceso no había vuelto a repetirse dado que el viejo león, había muerto poco después. En los tiempos que corrían, los combates solían ser más sencillos; la tendencia actual era enfrentar a oso contra oso, a jabalís contra mastines, o a toro contra león. Raramente se enfrentaba a hombre contra bestia. Los animales eran transportados hasta el foso en unos carros y aparcados junto a las puertas que se abrían a la arena. Abernaci y su equipo permanecían apostados junto a ellas en previsión de eventuales accidentes, con las armas prontas y provistos de antorchas.

En aquella ocasión sus servicios no fueron necesarios. Los primeros dos combates finalizaron sin incidentes. El oso, un animal pesado con el lomo despellejado a causa de la tiña, consiguió estrangular a uno de los mastines que le hostigaba y romperle el espinazo al otro. Fue despedido con una lluvia de flores que cayeron sobre su ensangrentado hocico.

El jabalí fue harina de otro costal. Irrumpió en la arena echando espuma por el hocico y se detuvo en seco bajo unos monigotes de paja que habían dejado suspendidos a la altura de su cabeza. Se trataba de un jabalí de unos tres años, un animal corpulento y agresivo, recién capturado, todo músculo y grasa, provisto de afilados colmillos de unos cuatro centímetros de diámetro, que asomaban amenazadores de su húmedo morro. En su poderosa testa, hundida entre los abultados hombros de su corpachón, los ojillos, inyectados en sangre, tenían una mirada penetrante y fiera.

Estaba furioso, excitado y asustado. Con un rugido se abalanzó hacia los grotescos monigotes de paja que el viento agitaba ante sus colmillos. La paja destrozada salpicó los augustos rostros de los encantados asistentes, que vitorearon la embestida del animal. En contra de las apariencias, los dos colmillos superiores resultaban inofensivos; el animal los empleaba para afilar los inferiores. Estos últimos sí constituían un arma mortífera. Con un rugido, el jabalí giró sobre sus pequeñas pezuñas y se dirigió hacia la figura siguiente.

Entre tanto, sir George Douglas había conseguido acercarse hasta la resplandeciente figura de Vervassal. Estudió durante unos segundos aquella orgullosa cabeza, su noble porte y sus ojos de largas pestañas que destacaban en aquel rostro de arlequín, concentrado en lo que ocurría en la arena. Entonces, dirigiendo la mirada hacia el jabalí, murmuró al oído de Francis Crawford:

—Una bestia orgullosa, feroz y peligrosa. Lo han visto matar a un hombre, desgarrándolo de un solo tajo de la rodilla al pecho. ¿Sabéis que van a traer a Robin Stewart a la arena?

Sus palabras consiguieron por fin captar la atención de Lymond. No obstante, la mirada del joven pareció traspasarle sin llegar a verle.

—Cielo santo, ¿es eso cierto? —repuso Lymond despacio—. Me pregunto por qué.

La respuesta era bien sencilla. Por mera diversión. Posiblemente no permitirían que el arquero saliera gravemente herido del combate. De hecho, si se mostraba hábil, podría incluso ser él quien matara a la bestia y esperar ileso la hora del juicio. Sir George era lo suficientemente listo como para no contestar a Lymond lo que era para ambos evidente. Se mantuvo en silencio, aguardando, hasta que el otro habló:

—Despertar el odio de la gente suele ser siempre de gran ayuda, ciertamente —dijo Francis Crawford reflexivamente, tras lo cual volvió a concentrarse en el foso con aire satisfecho. Tras arrancarle tan tibia respuesta, sir George Douglas se resignó a mirar él también.

Tras las puertas del foso, los cuidadores habían dado rienda suelta al agere aprum, gritando y tocando el cuerno con el fin de excitar a la bestia y llevarla a un estado de auténtico frenesí. Un tercer monigote salió despedido, reventado por los colmillos húmedos de babas, hacia la hierba, elevándose sobre la multitud y cubriéndolos con una reluciente alfombra voladora de paja. Tras dirigirle una mirada a d’Aubigny, el Rey se inclinó hacia delante y levantó su báculo. El jabalí, chorreando sudor, dio media vuelta y se quedó quieto. Entonces las puertas se abrieron y Robin Stewart fue empujado al interior del foso.

Los arqueros apostados entre la muchedumbre guardaron un tenso silencio. El público de la villa, por el que se habían difundido rumores de hazañas que el pobre arquero jamás habría conseguido perpetrar, prorrumpió en alaridos, silbidos y burlonas amenazas. Para aquella multitud él no era más que un cuarto monigote. Poco importaba lo que hubiera hecho mientras les proporcionara una buena fuente de cotilleos, sangre y diversión. Entre los integrantes de la corte, dependiendo del rango y la nacionalidad de cada cual, el sentimiento variaba entre la impaciencia, la rabia, el desprecio, y la simple y animada expectación. El rostro de la Regente era una máscara impenetrable. Sabía que muchos ojos la observaban. Sonó una trompeta.

Un jabalí confía sobre todo en su fuerza y en sus colmillos, pues se sabe lento y poco ágil. Para acabar con él, el hombre que se le enfrente deberá ensartarlo con una lanza sumamente afilada y de gran resistencia y hacerlo de un golpe fuerte y seco. Deberá evitar que la lanza se hunda en la carne del animal y se quede allí clavada, pues de lo contrario podría ser víctima de la última y desesperada carga del moribundo animal.

Robin Stewart estaba provisto de una lanza afilada y resistente. Y también de un sable. Además le acompañaba la experiencia cosechada a base de años de ejercer su profesión escoltando al Monarca, junto a un selecto grupo de arqueros, en la caza del jabalí. Pero por encima de todo, le embargaba una rabia tal que superaba cualquier atisbo de temor, provocada por el injusto golpe del Destino que amenazaba con arrebatarle de un plumazo la posibilidad de tener una muerte digna y la de completar su acusación.

Imaginaba que no habían planeado conducirle deliberadamente a la muerte. Si la cosa se poma fea, alguien intervendría, si podía. Pero allí estaba él, destinado a proporcionarles diversión enfrentándose a una de las bestias más peligrosas, capaz de matar a un hombre de una sola embestida. Sabía que, en última instancia, su vida dependía únicamente de sus propios recursos. Mientras tanto, Thady Boy o Lymond, como quiera que se llamara y donde quiera que estuviera, seguía estando en total libertad para disfrutar de la vida y festejarla.

Una ráfaga de viento sopló agitando el cabello del último monigote. Al olerlo, el jabalí se volvió y se quedó quieto de nuevo. La enorme testa del animal volvió a girarse, los ojillos inyectados en sangre, su delicado olfato buscando la silueta humana que había detectado. El joven jabalí, aquella apestosa bestia nacida para desgarrar a sus presas, se movió furtivamente, se detuvo, retrocedió ligeramente y entonces, sacudiendo su peludo lomo y sus colmillos llenos de briznas de paja, cargó directamente contra el arquero.

Margaret Erskine se giró de pronto, como si Belcebú, dios de Accaron, oráculo de Ochazias, le hubiera dado un tirón de pelo, y se topó con la desconcertada mirada de George Douglas que la observaba enarcando las cejas con una expresión aún más exagerada que la de hacía un rato. El asiento junto a él estaba vacío. Intentando controlar sus emociones, Margaret miró en derredor, buscando entre la multitud con aire circunspecto hasta que se dio cuenta de que la Reina regente había solicitado los servicios de su heraldo y este se hallaba a su lado. Lymond se encontraba junto al asiento de María de Guisa disfrutando de una vista privilegiada sobre Robin Stewart, que acababa de esquivar la embestida del jabalí. Su presencia junto a la Reina había captado la atención de algunas damas, distrayéndolas del espectáculo.

En el foso, Robin Stewart había intentado ensartar al animal, pero sólo había conseguido hacerle un corte en el lomo. Jadeando, levantó la vista para descubrir, sentado en primera fila junto a la Reina, a un rubio y exquisito Heliogábalo ataviado en dorada vestimenta, mirándolo impertérrito. El arquero se volvió hacia el jabalí y este retrocedió.

Transfigurado por la furia, Robin Stewart se centró en el combate con el animal. Luchó con tal ardor que las iniciales risas e insultos del público se fueron transformando en un silencio expectante. Aunque no había conseguido alcanzarle con un golpe directo de su lanza, a medida que el tiempo pasaba, el lomo de la bestia mostraba lo cerca que había estado de hacerlo. La imagen del arquero, con un tajo en su brazo izquierdo, el jubón ensangrentado y el sable roto caído sobre la hierba, tenía un aire soberbio y estoico que hasta entonces había pasado desapercibido hasta para el propio Stewart, dedicado como había estado toda su vida a quejarse y enredarse en asuntos de baja estofa.

A aquellas alturas era evidente que tanto el hombre como la bestia comenzaban a resentirse por el esfuerzo y la pérdida de sangre. La rabia, en aquellos momentos, sostenía más al testarudo jabalí que al arquero. El animal pateó la removida hierba y tornó a bajar la poderosa testa.

Había llegado el momento de que Enrique, si deseaba acabar con el combate, bajara su báculo y pusiera fin al espectáculo, permitiendo al arquero acabar sus días con honor tras curarse de las heridas recibidas. Pero la mano de d’Aubigny reteniendo la suya y su propia pasión por el combate, mantuvieron inmovilizado el báculo. En aquel momento Stewart, la rodilla hincada en la arena al mejor estilo romano, la espalda hacia la muralla del castillo y la lanza sujeta con fuerza en ambas manos, aguardaba la embestida frontal del jabalí. En el momento en que el pesado animal se lanzaba a la carrera hacia él, Stewart dirigió una fugaz mirada buscando un rostro entre la abarrotada multitud. Parte de la audiencia se había puesto en pie para poder ver mejor. Allí, entre ellos, estaba el heraldo Vervassal.

El rostro de Stewart se contrajo en una mueca de odio, o quizás fuera un atisbo de sonrisa. Después inspiró y su atención volvió a dirigirse hacia la bestia que se le venía encima.

En el último instante, fue la propia debilidad del animal la que le hizo vacilar ante la lanza. La punta del arma fue a clavarse sobre el hombro, cerca de su hocico, y el jabalí, revolviéndose, consiguió engancharla con su prominente canino, arrancándosela a Stewart de las sudorosas manos y quebrándola. El arquero recibió el impacto de la babeante bestia, sintió su apestoso aliento sobre el rostro y consiguió enderezarse, desarmado, mientras el animal se alejaba unos metros dando tumbos a lo largo del muro del foso. El jabalí se detuvo y se dio la vuelta encarándose con el arquero, los colmillos castañeteándole con un sonido cristalino mientras el viento hacía vibrar el metal ensartado junto a su hocico. La reina madre de Escocia dejó caer su pañuelo.

Bordado con hilos de plata, revoloteó mecido por el viento hasta posarse, arrugado y reluciente, sobre la arena, en flexible abandono.

—¿Podríais recogérmelo, señor Crawford? —pidió la Reina.

Lymond permaneció inmóvil durante un segundo interminable. La escalera que Brusquet había empleado para bajar al foso estaba desplegada a sus pies. Aunque caprichosa e intolerable, aquella no dejaba de ser una orden regia. La petición ponía en entredicho su caballerosidad. Ninguno de los presentes habría osado desobedecerla en público. Tras hacerse esperar lo justo, el heraldo se volvió hacia su Reina y le hizo una reverencia. María de Guisa respondió a su gélida mirada con una sonrisa. De un ágil salto, Lymond descendió por la escalera y se irguió sobre la arena del foso. Se quedó inmóvil, con una mano sobre los peldaños, mientras Stewart, ignorante todavía de su presencia, retrocedía de espaldas hacia él. En un extremo alejado del foso, el jabalí se movió pesadamente.

El animal, a diferencia de Stewart, algo aturdido por sus heridas, había visto y olido al recién llegado. Comenzó a aproximarse al arquero con pasos cortos y rápidos, deteniéndose cada poco a causa del dolor que le provocaba la lanza clavada sobre su hombro. Stewart le esperaba con las manos extendidas, ajeno a todo lo que no fueran aquellos colmillos, los ojos inyectados en sangre del animal y el vaivén del pedazo de lanza que sobresalía de su cuerpo. El arquero sintió en sus crispados dedos toda la fuerza de su deslavazado cuerpo, la habilidad con tanto esfuerzo adquirida, y aguardó la embestida saboreando por anticipado el momento de triunfo, el reconocimiento público que por fin, él, un traidor, un conspirador, un asesino confeso, habría de conseguir. Quizás el destino le habría de permitir demostrar su talento justo antes de morir.

Emitiendo un rugido sordo, el jabalí se lanzó hacia su objetivo en desigual carrera, pisoteando la removida tierra enfurecido, escupiendo sangre y espumarajos por la boca y con la quebrada lanza agitándose en el aire. Pasó corriendo junto a Stewart, dejando atrás las desplegadas manos con las que el arquero ansiaba aferrar el pedazo de lanza, dejó también atrás la enroscada gasa bordada en plata y enfiló directo hacia la escalera. Lymond esperó hasta el último segundo para apartarse. El jabalí ensartó con sus colmillos los últimos peldaños junto a los que el heraldo había estado hasta hacía tan solo unos instantes. Lymond se echó hacia un lado dejándolo pasar y a continuación, con un rápido movimiento, agarró con ambas manos el trozo de lanza que sobresalía del animal y tiró de ella con todas sus fuerzas, arrancándosela. El tirón hizo perder el equilibrio al jabalí, que trastabilló y, con una voltereta, se desplomó hacia atrás chillando sobre la escalera hecha añicos.

Sosteniendo la ensangrentada lanza entre sus manos, el heraldo, con su hermoso tabardo salpicado de sangre, se puso en pie, ágil como un felino, y se enfrentó, concentrado y tenso, al enfurecido animal. Este cargó una última vez pues Lymond, que aguardaba su embestida, le hundió la lanza de un golpe entre los omóplatos. El jabalí gritó. Con un repentino temblor el animal, como un amorfo saco de turba, se desplomó inerte sobre un costado, los colmillos arañando la removida tierra.

Junto a la caída bestia, Robin Stewart, tambaleante y sangrando por sus numerosas heridas, se quedó cara a cara frente a su demonio particular. Las flores habían comenzado a caer sobre el empapado tabardo del heraldo. Tomando una en sus manos, Lymond pasó por delante del animal muerto y continuó caminando lentamente. A sus pies, algo más allá, yacía el destrozado sable del arquero. Lymond lo recogió y, ensartando la flor en su quebrada hoja, se la ofreció al otro sosteniéndola sobre sus dos palmas extendidas.

Con las ropas destrozadas y pegajosas de sangre, los enredados cabellos pegados al sudoroso rostro, mordiéndose los labios y sintiendo que le estallaba la cabeza, Stewart se quedó mirándolo anonadado, enfurecido por la gentileza de aquel gesto que le arrebataba el éxito con tan espléndida parsimonia. Arrancando el sable de manos del heraldo, lo sujetó por la empuñadura apuntando hacia el rostro de Thady Boy.

Pero Lymond se encontraba descansado y además estaba prevenido. Con su generoso gesto había intentado, sin éxito, evitar que Robin Stewart hiciera precisamente lo que estaba haciendo. Con un hábil y experto movimiento, esquivó la arremetida del arquero al tiempo que le ponía la zancadilla. Stewart aterrizó sobre el suelo y allí se quedó, golpeado y cubierto de sangre.

Todo ocurrió tan rápido que sólo parte de la audiencia se dio cuenta de lo que realmente acababa de suceder. Los espectadores menos atentos seguramente habrían llegado a la conclusión de que Stewart había sufrido un colapso. Los cuidadores de la casa de fieras se apresuraban en su dirección junto con los dos o tres arqueros que estaban temporalmente a su cargo. El fragor de las aclamaciones iba remitiendo, salvo por parte del público de la villa, que seguía enardecido. Pero no estaba bien visto mostrar demasiado entusiasmo y además, la corte no veía el momento de comentar y especular sobre lo acontecido. El heraldo de la Reina madre, dirigiéndose con soltura hacia Su Majestad para devolverle su pañuelo, sabía probablemente que la corte estaba juzgando su actuación como si la de un galgo se tratara. Cualquier esperanza que Lymond pudiera haber albergado de preservar un discreto anonimato en aquella su segunda aparición en la corte de Francia había quedado definitivamente frustrada. Su segunda entrée había terminado siendo casi tan espectacular, a su manera, como la primera.

Cuando por fin pudo caminar, Stewart solicitó ser llevado ante el Rey. Sobre la arena ocupaban ya sus puestos dos volatineros con una cabra. Desde la tarima del Rey se divisaba perfectamente el puente levadizo donde se apiñaban un grupo de nobles. Los rayos del sol iluminaban un racimo de admirativas cabezas rodeando a otra de dorados cabellos.

El Rey le concedió su atención a Stewart: sucio como estaba, prisionero como era, lo cierto era que había luchado con valentía. La Reina, la duquesa, el vidame y toda la corte que le rodeaba, le observaba y estaba pendiente de sus palabras. Tan solo lord d’Aubigny se había marchado, abandonando el lugar hacia el final del combate.

Robin Stewart elevó la voz, dirigiéndose al Rey y a O’LiamRoe, sentado algo más atrás:

—Quiero decir algo sobre el hombre que se hace llamar Crawford de Lymond —dijo Stewart con voz alta y clara mientras la sangre se deslizaba por su cortado rostro—. Hay algo que esta corte debe saber. El príncipe de Barrow aquí presente atestiguará mis palabras.

Por fin había conseguido captar la atención de todos. Las conversaciones se apagaron ante aquellas palabras. Se hizo un momentáneo silencio, roto abruptamente por la voz del condestable.

—¿Cómo os atrevéis? El mencionado caballero es un heraldo de Su Graciosa Majestad la reina regente de Escocia, y su persona no es asunto que os concierna a vos.

—¿Qué no me concierne, decís? ¿Qué no me concierne? Pues entonces os concierne a vos, monseigneur, y a Sus Majestades, y a todo aquel que no desee que se burle de él semejante personaje, sea un favorito de la familia de Guisa o un malabarista camuflado con una lengua peor que la de un maldito vendedor ambulante… Preguntadle a O’LiamRoe. Escuchad al príncipe de Barrow si no me queréis hacer caso a mí —dijo Robin Stewart gritando fuera de sus casillas—. ¡Escuchad lo que tiene que deciros!

Misteriosamente, como por arte de magia, la cara de O’LiamRoe apareció repentinamente a su lado. Aquel rostro ovalado y amable levantó la vista hacia el estrado del Rey antes de exclamar:

—¡Por mis muertos! ¿Qué se supone que tienen que escuchar? La única persona sobre la que yo tendría algo que decir sería sobre Thady Boy Ballagh, a quien condenaría sin duda al tajo por el asesinato masivo que perpetró, ya que el otro sospechoso de aquellos actos ha sido declarado inocente y puro como la nieve recién caída. ¿Pero sobre Crawford de Lymond? Lo conocí por primera vez en Londres. Aparte de eso, no sé nada en absoluto sobre ese hombre.

Aquella parrafada pronunciada en un inglés con fuerte acento irlandés, había borrado de un plumazo la esperanza de Stewart de ver cumplida su dulce venganza. Medio mareado, miró el firme y congestionado rostro de O’LiamRoe y, por un momento, estuvo tentado de denunciar a Lymond a pesar de todo y enfrentar el ridículo que el tajante desmentido de O’LiamRoe habría de provocarle. Se debatió ante la idea, respirando agitadamente, consciente de que estaba perdiendo la atención del público, mientras las palabras del Príncipe iban siendo traducidas, El Rey, miró a la cabra de reojo.

—¿Y bien, monsieur? —preguntó impaciente Su Majestad.

Stewart abrió la boca para hablar.

—¡Guardias, lleváoslo! —exclamó secamente el condestable—. Este hombre está medio loco. ¿Quién levantaría su espada contra aquel que le acaba de salvar la vida?

—¿Eso hizo?

Preguntó el Rey al tiempo que Stewart exclamaba:

—¡Podría haber acabado con el jabalí yo solo! ¡Que el diablo me lleve si necesitaba la ayuda de ese saltimbanqui maricón!

El Monarca enarcó sus regias cejas.

—¿Así que os robó el protagonismo, no es cierto? ¿Por eso le obsequiasteis con semejante agradecimiento? ¡Lleváoslo!

Fue sacado de allí, gritando. Las razones por las que Stewart había consentido que lo llevaran a Francia habían sido la de aclarar la implicación de d’Aubigny en la conspiración y la de demostrar que Lymond no era otro que el bardo Thady Boy. A causa del Rey, d’Aubigny seguía libre, y como consecuencia de aquello, había perdido la oportunidad de desenmascarar a Lymond.

O’LiamRoe, aunque deseaba exponer la verdadera identidad de Lymond y humillarle ante la corte, era demasiado débil de carácter para hacerle cargar con unos crímenes que no había cometido. Robin Stewart, no. Sabía que no habría de enfrentarse al suplicio de la rueda al que había sido condenado hasta pasados algunos días y se prometió a sí mismo que, antes o incluso después de morir, conseguiría que Thady Boy Ballagh sufriera por su culpa.

El rumor de lo sucedido entre el arquero y el Rey llegó a oídos de Lymond aquella misma tarde transformado en alegre cotilleo. Si alguien esperaba alguna reacción por parte del heraldo, quedó sin duda decepcionado pues este no hizo comentario alguno. Lymond sabía cuál era el veredicto que le esperaba a Robin Stewart. Sabía también que la condena del arquero implicaba que el nombre de Thady Boy Ballagh seguiría relacionado con el desastre de la Tour des Minimes y con los falsos robos de los que se acusaba al bardo. A pesar de todos sus esfuerzos, Lymond no había encontrado todavía la manera de refutar las pruebas que, aunque vagas, parecían acumularse en contra de Thady Boy Ballagh, condenándolo a los ojos de todos. Si aquello le inquietaba, no lo demostró para nada a los compañeros con los que pasó la tarde. Más bien se dedicó a derrochar su encanto con las visitas que recibió en el alojamiento que le había sido destinado y que compartía con otros dos jóvenes.

En realidad, poco más podía hacer Lymond. Al tirar su pañuelo tan despreocupadamente ante el rabioso gorrino, la Regente había puesto en peligro algo más que su vida. Tras aquello no había vuelto a requerir su presencia. Por el momento Lymond se hallaba libre y, hasta que recuperara su desastrado tabardo, vestido con ropa de calle. Pero la acción de su Soberana le había complicado las cosas de tal forma que no le quedaba más remedio que esperar hasta que anocheciera para poder visitar a Abernaci, a quien no había visto desde su regreso, o al propio O’LiamRoe, con quien tampoco había estado desde que se despidieran en Dieppe.

La negra Angers, cuna de los Plantagenet, la dinastía que reinara sobre Inglaterra, se hallaba desbordada por la corte francesa y la variopinta comitiva que solía congregar a su alrededor. Campaban por la ciudad escoceses, irlandeses, italianos y embajadores varios; oficiales, mensajeros, cazadores, carreteros y empleados en toda clase de oficios cuya pericia se requería para las más variadas ocupaciones. Hallábanse expertos en el arte de encontrar y requisar víveres, prelados y médicos, jurisconsultos, arqueros y alabarderos, domésticos, caballeros de la Casa Real, músicos, pajes, caballerizos, barberos, alguaciles, secretarios, halconeros, saltimbanquis, prostitutas y oficiales de la academia militar. Entre aquella apabullante multitud, la población de Angers hacía acopio de vituallas en previsión de la escasez que, sin duda, provocaría el paso arrasador de la corte por aquellos lares, que esquilmaba los prados cual insaciable rebaño de cabras.

La noche era oscura y unas pocas y mal avenidas antorchas iluminaban a duras penas las angostas calles atiborradas de gente. Bastaba con evitar a los pocos mozos de librea que portaban las linternas para pasar desapercibido. Lymond no tuvo el menor problema para llegar hasta el discreto alojamiento en el que O’LiamRoe tenía su habitación. Encontró fácilmente la puerta de atrás y, tras abrir un postigo, solo tuvo que seguir la inconfundible verborrea del Príncipe, enfrascado en una conversación en gaélico sobre hábitos elefantinos con alguien que, casi con toda seguridad, debía ser Abernaci. Lymond abrió la puerta y entró sin llamar.

O’LiamRoe, dedicado básicamente a rellenar el tiempo de espera, cortó en seco la parrafada que estaba acometiendo y Archie Abernethy, desconocido sin su turbante y sus sedas orientales, esbozó una sonrisa que pareció cortar en dos su oscuro y marcado rostro.

—Imaginaba que vendríais —dijo Abernaci—. Tenéis mucho mejor aspecto que la última vez que os vi, hombre… Menudo porrazo le disteis al verraco del foso… ¿Estáis tratando de encontrar pruebas contra el bastardo de d’Aubigny, me equivoco?

—No os equivocáis. Me alegro de que estéis aquí Archie. Quería veros. Ahora os diré por qué. Phelim…

—¿Creéis —le interrumpió Abernaci, que quería tener las cosas claras— que volverá a intentar hacerle daño a la pequeña? Tendría que estar loco.

—Podría decirse que todos estamos un poco locos —dijo Lymond pacientemente—, pero lo cierto es que hay algunos empeñados en hacer naufragar barcos, provocar estampidas de elefantes y hacer caer a jinetes en plena carrera, que están más desequilibrados que otros. Lord d’Aubigny, por si todavía no os habéis dado cuenta, es un hombre bastante estúpido, a pesar de tener una cultura exquisita. Durante años ha vivido de la gloria cosechada por sus antepasados. Hasta hace bien poco estaba convencido de que, por ser amigo del rey de Francia, le aguardaba un ilustre destino y podría obtener un cargo de relevancia junto al Monarca, como le ocurrió a Bernard, el mariscal de Francia o a Stewart, duque de Albany, que fue regente de Escocia. Cuando Enrique, nada más acceder al trono de Francia, le sacó de la cárcel, d’Aubigny creyó llegado su momento de gloria: ocuparía un lugar prominente en la Historia como hombre de confianza del Rey. Pero la realidad era bien distinta. Una vez fuera de prisión, d’Aubigny pasó a engrosar las filas de los amigos del Rey a quienes Enrique había rehabilitado tras caer en desgracia durante el reinado de su padre; una figura, en definitiva, del todo secundaria, representativa más bien de la vieja sociedad Valois. En la actualidad, el círculo íntimo del Rey lo componían su amante, la Reina, el condestable, los de Guisa, St. André, etc. D’Aubigny vio fracasadas sus expectativas de convertirse en el ilustre personaje que había esperado.

—Así que se lanzó en busca de otro trono al que apoyar —no pudo evitar intervenir O’LiamRoe en tono neutro.

—Exacto. Su hermano Lennox puede optar al trono de Escocia e incluso al de Inglaterra, por su matrimonio. La muerte de la pequeña reina María favorecería sin duda sus posibilidades de acceder a la corona escocesa. En caso de que fuera el rey inglés quien muriera, su hermana María Tudor introduciría de nuevo el Catolicismo en Inglaterra, si es que este no se implanta antes. Los Lennox son muy amigos de la princesa María Tudor. Es evidente que lord d’Aubigny estaba convencido de que si orquestaba la desaparición de la pequeña María de Escocia, recibiría en pago un puesto de importancia, como el de canciller, por ejemplo. Su parentesco con la familia real le brindaría la posibilidad de comenzar una nueva y próspera carrera. No me extrañaría nada que hubiera sido el propio Lennox quien le haya insinuado todo esto inicialmente. Así que d’Aubigny, al deshacerse de María de Escocia habría conseguido matar dos pájaros de un tiro: medrar él personalmente, y darle una buena lección a la corte francesa, a la que claramente desprecia, por no haberle colocado en el puesto que merece. Ha tramado las diversas tentativas de asesinato como si de una mascarada se tratara, camuflando su perversión bajo una apariencia de ingenuidad. Creo que planea acabar con la vida de María durante la recepción de la embajada inglesa, que le proporciona un marco perfecto. Estoy convencido de que pretende hacerlo ante los ojos del propio Lennox, lo que constituiría un auténtico triunfo ante su hermano. —Lymond había hablado con gran calma. Tras hacer una pausa para que sus oyentes asimilaran sus palabras, continuó en el mismo tono—: D’Aubigny quiere muerto a Robin Stewart, como hemos podido comprobar esta mañana. Para él supone una vergüenza que el arquero esté en prisión, aunque lo que le resultaría más conveniente, sería que fuera puesto en libertad. Phelim, ¿habéis visto a Stewart?

—No lo he vuelto a ver desde lo del jabalí —respondió cortésmente O’LiamRoe—. Mañana se lo llevan a Plessis-Macé, ¿lo sabíais?

—¿Habéis intentado verlo? —preguntó Lymond, directo.

O’LiamRoe se ruborizó.

—Pues sí, lo he intentado. Pero se encuentra en la torre norte, custodiado por una nutrida guardia. Nadie puede entrar a verlo. —El Príncipe hizo una pausa. Tenía los labios apretados y en su expresión no quedaba rastro de su habitual ironía. Continuó diciendo—: Quiero que sepáis una cosa. Stewart y yo…

—Ya sé lo de vuestro pacto —le interrumpió Lymond con ligero desdén—. ¡Cielo santo! ¿Creíais que no lo había imaginado? Ahora volveréis a casa, ¿no es cierto?

Al príncipe de Barrow le hubiera encantado decirle a la cara que nadie iba a agradecerle su humanitaria actuación en el foso de aquella mañana; pero en lugar de eso se limitó a contestarle:

—Volveré a casa después de la ejecución. —O’LiamRoe continuó, ignorando el respingo que sus palabras habían producido en Abernaci—: Al menos le debo eso.

No añadió que sabía que un reo podía aguantar hasta setenta horas en la rueda antes de morir.

—¿Y qué pasa con la mujer? —dijo Lymond.

O’LiamRoe esperaba la pregunta. Desde que la acusación contra d’Aubigny había sido desestimada, O’LiamRoe sabía que la despiadada atención de Lymond iba a dirigirse hacia Oonagh.

—Esa mujer no es asunto mío —dijo O’LiamRoe—. Ni vuestro, si sabéis lo que os conviene.

—Querido amigo, si vos no vais a visitarla —dijo Lymond ignorando la amenaza—, podéis estar bien seguro de que yo lo haré. ¿Habéis visto a Cormac O’Connor?

—He hecho más que eso —dijo Phelim O’LiamRoe cambiando radicalmente de tono—. He visto a Oonagh O’Dwyer y le he escrito una carta pidiéndole que no cuente nada sobre la implicación de d’Aubigny ni sobre la suya.

—Qué generoso de vuestra parte —dijo Lymond—. Entonces Su Excelencia puede actuar ahora como guste, ¿no es eso?

—Estoy seguro —dijo O’LiamRoe tras soltar un largo suspiro—, que vos o alguno de vuestros estupendos amigos, encontraréis la forma de detenerle. A lo mejor si vais a ver a Su Excelencia y le enseñáis vuestros afilados colmillos, hasta acaba por confesar.

—Oonagh O’Dwyer sabía lo que iba a ocurrir en la Tour des Minimes —dijo Lymond—. Bastaría con que nos proporcionara un solo nombre que pudiéramos relacionar con d’Aubigny. ¿O es que tenéis a O’Connor en tan alta estima que estáis dispuesto a concederle a la dama además del gobierno de vuestro país? ¿O quizás teméis que, una vez la tengáis para vos, no consigáis retenerla y preferís resignaros de antemano? Aunque puede ser que no estéis interesado en la fulana de otro, claro.

O’LiamRoe se puso en pie. Sus pálidos ojos brillaban iracundos.

—Tenéis una bonita forma de aludir a una dama, vos, que habéis sido contratado para husmear y lamer el suelo en busca de huellas.

—Suena crudo —dijo Lymond con dureza—, pero es la pura verdad. ¿Qué concepto tenéis del amor, o de la nobleza? ¿Os parece que ese gamberro intrigante se la merece? Me recomendáis que me mantenga al margen, pero vos, ¿qué vais a hacer? ¿Esperar a la ejecución y volver a casa? «Al menos le debo eso» —se burló Lymond cruelmente—. ¿Y a Irlanda, no le debéis nada? ¿Y a vos mismo? ¿Y a Oonagh O’Dwyer?

El príncipe de Barrow levantó la barbilla con firmeza.

—Ella se merece que la deje en paz, mi querido apóstol obnubilado y metomentodo. En paz con la vida que ha elegido, con su cara magullada y los brazos llenos de verdugones.

Sus últimas palabras tuvieron sobre Lymond el efecto de un golpe. O’LiamRoe lo percibió con regocijo. Fue un bálsamo para su maltrecho orgullo. El silencio entre ambos se alargó.

—Id a verla —dijo O’LiamRoe—. Viven por aquí cerca. Después de todo no se puede hacer un pan sin…

—¿La habéis dejado con ese energúmeno? —preguntó Lymond.

—Es lo que ella desea —dijo O’LiamRoe sencillamente—. Todo lo que él dispone, ella lo acepta sin rechistar.

—Al igual que vos. —Lymond se quedó mirándolo fijamente durante un momento. Después, se puso en pie y apoyó ambos puños sobre la repisa de la chimenea, exasperado—. Phelim, Phelim, un hombre normal estaría haciendo mangos de cuchillos con sus huesos.

—Y la habría convertido a ella en una vampiresa que lloraría al pie de la tumba de un mártir —dijo O’LiamRoe pálido—, o en la fulana de otro. —Cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir para fijarlos en la familiar espalda que se erguía ante él—. Tengo asuntos que atender. Quedaos y hablad de lo que tengáis que hablar con Abernaci, si queréis. Os dejo. Preparad a gusto vuestro arsenal y meditad sobre vuestros desatinados planes. —Se quedó mirando a ambos hombres durante un largo instante y después, con Dooly siguiéndole como una sombra, salió de su habitación.

Lymond continuó observando el fuego, la cabeza entre los brazos.

—Este insípido muchacho está perdidamente enamorado de esa mujer —dijo Abernaci en un tono que dejaba traslucir una cierta compasión—. Y no me extrañaría que vos también os hubierais contagiado un poco.

—Quizás. —No era el tono de un hombre enamorado.

—Estaba con su padre antes de estar con él. Por eso no lo abandona.

—Lo sé. Pero si renunciamos a ella —dijo Lymond, irguiendo la cabeza y mostrando una expresión burlona en su pálido rostro—, también renunciamos al Imperio, como Faustina. —Hizo una pausa, y sonriendo de manera encantadora miró hacia donde Abernaci estaba sentado—. ¿Qué daríais a cambio de estar en mi lugar?

—Una noche en la jaula de mi leona —dijo Abernaci con calma—. ¿Le salváis el pellejo a Robin Stewart y vais a dejar sufrir a la mujer?

—Todavía guardo un as bajo la manga —dijo Francis Crawford—. Por si acaso. De todas formas, si comparáis a esos dos, lo cierto es que no creo haberle hecho precisamente un favor a Stewart con mi actuación de esta mañana, como probablemente tampoco se lo vaya a hacer a Oonagh O’Dwyer esta noche. Pero como veis, intento repartir mis favores de la manera más equitativa posible.

Poco después Lymond se marchó. Tras esperar un tiempo prudencial, Abernaci le siguió.

O’LiamRoe regresó a su habitación mucho más tarde. Estaba bastante borracho.

Al día siguiente, cuando llegó al castillo en estado resacoso, encontró a la corte preparándose para otro majestuoso evento. Robin Stewart se hallaba, bajo estrecha vigilancia, camino de Plessis-Macé, donde el Rey también era esperado aquel día.

Fue un arquero quien le dio la noticia. El Príncipe había hecho una pausa a la entrada del castillo, junto al puesto de guardia. Se hallaba indeciso, observando la ciudad de oscuros tejados desplegada a sus pies, con el Maine discurriendo plácidamente a su izquierda y la aguja de la catedral algo más adelante, cuando le sorprendió la llegada de un jinete a galope tendido. O’LiamRoe permaneció inmóvil, aguardando con una extraña intuición sobre el patio adoquinado a que el jinete desmontara. Era un arquero y portaba un mensaje urgente: Robin Stewart había escapado.

El príncipe de Barrow no había sentido nunca verdadera simpatía ni aprecio por el complicado arquero fugitivo. Pero sí sentía hacia él una cierta empatía, pues le sabía marcado por la desconsiderada mano de Crawford de Lymond. Su primera reacción ante la noticia fue de alivio, e incluso de lástima ante la vida que le aguardaría de ahora en adelante a Robin Stewart, destinado a ser un fracasado y un proscrito. Luego, con un escalofrío, se dio cuenta de que, como consecuencia de aquella fuga, los asesinos potenciales de la pequeña María iban a recibir carta blanca para finalizar lo que habían empezado.