Amboise: Tiene lugar un accidente
El adulto capaz, cuando lleva un caballo a un lugar y en ese lugar se produce un accidente, habrá de pagar una multa en cuantía suficiente, salvo que fuera congénitamente imbécil.
El plan para deshacerse por fin de Thady Boy era tan caro, complicado, barroco y excesivo que nadie, ni siquiera el propio Francis Crawford fue capaz de imaginarlo o anticiparlo. Y, desde luego, tampoco fue advertido.
Era evidente que el joven no había contado a su hermano todo lo que sabía, pero Richard decidió no presionarle confiando en la promesa de que Lymond volvería a casa en dos semanas. Lord Culter se había ganado una merecida fama en Escocia de ser un buen aliado para tener cerca en caso de problema. Agradecidos, los Erskine dejaron que recayera sobre sus hombros la pesada tarea de proteger a la Reina y vigilar todos los movimientos de Lymond.
El propio Lymond ignoraba esto último. Ambos hermanos se encontraron una vez, la tarde anterior a la partida de Richard para Amboise.
—Puedes relajarte, querido. De momento no me han vuelto a poner elixir alguno en la sopa —dijo Francis con ligereza.
Lymond ofrecía un aspecto totalmente delirante. Parecía tan atrapado por la imagen que de sí mismo había creado como un pez embistiendo la suya contra un espejo. Después de aquella tarde, los hermanos no volvieron a encontrarse durante las dos semanas siguientes.
La reina regente de Escocia se trasladó a Amboise con su hijo, su hija, su séquito y su díscola pandilla de nobles. El viaje de la Regente había sido planeado desde hacía tiempo por la reina de Francia y el condestable por múltiples y convenientes razones, siendo la más importante de todas la de librarse de la incómoda y floreciente presencia de Jenny Fleming: aunque no pudieran quitársela de la mente, al menos no tendrían que soportarla entre la Familia Real. Otra de las razones estaba directamente relacionada con la misión de George Paris de traer a la corte a Cormac O’Connor y también con la creciente tensión que estaban provocando en Blois algunos nobles del séquito de la reina de Escocia. Por último, Catalina de Médicis había decidido despachar también a Richard Crawford y enviarlo, bajo discreta vigilancia, junto a su Reina. Después de haberle entrevistado, había decidido que aquel caballero era una persona leal, sencilla y de trato agradable. No se arrepentía de haber atendido el consejo del mensaje anónimo, pues en la corte era siempre mejor no dejar cabos sueltos, pero tras conocer al personaje y llegar a la conclusión de que su presencia en Francia ni beneficiaba ni preocupaba en nada a la Corona, se había convencido de que aquel anónimo había sido inspirado por pura malicia personal.
La reina Catalina no se equivocaba en esta última suposición. También había acertado al considerar zanjado aquel asunto, aunque la razón a la que ello obedecía distaba mucho de conocerla. La Reina regente había decidido seguir el consejo de Lymond y había accedido a complacer a sir George Douglas concediéndole el condado de Morton para su hijo. Sir George se lo había agradecido apropiadamente, pero aún no se había animado a hacer pública la noticia. De hecho no se lo había comunicado ni siquiera a su pariente lord d’Aubigny, pues disfrutaba alimentando su ocasional rencor hacia la realeza, a la que tachaba de ingrata. Douglas disfrutaba de lo lindo oyendo las quejas de Su Excelencia, que comparaba con acritud los éxitos que a él le habían reportado una vida plenamente dedicada a las artes nobles, con los que cosechaba un sujeto como Thady Boy Ballagh en la corte de Francia.
Sir George también había notado el creciente relajo de la etiqueta que parecía adueñarse de la corte, en especial durante aquellas locas semanas de fiestas que habían empezado en Candelaria y se prolongarían hasta el martes de Carnaval, sucediéndose juergas y espectáculos, bailes y mascaradas, torneos y batallas de naranjas que parecían adquirir un cariz cada vez más libidinoso.
El vidame[2] de Chartres, Francois de Vendôme, pletórico de éxitos, había llegado de Londres, donde había pasado medio año junto con d’Enghien, entre otros, en calidad de rehén garante del acuerdo sobre Boulogne. D’Enghien y d’Aumale le habían acompañado al comienzo de su estancia, pero tras cumplir formalmente con los meses de rigor, disfrutando de paso de las fiestas y divertimentos de la ciudad, habían regresado a Francia. El vidame, sin embargo, se había quedado allí dedicado a encandilar al joven Rey, a seducir a la hermosa mujer del marqués de Northampton, a oficiar bodas y dar banquetes y a realizar pequeños viajes a Escocia de vez en cuando.
El vidame era un fiel aliado de María de Guisa y como tal fue a visitarla a Châteaudun, en Amboise, donde de paso entretuvo a la corte con sus fascinantes historias y cotilleos. Sus grandes y expertos ojos castaños no pasaron por alto al nuevo ami de d’Enghien, y le faltó tiempo para presentarse gentilmente a maese Ballagh.
En tiempos del viejo Rey, la vida en la corte, a pesar de lo alborotada y licenciosa que fuera, no había traspasado ciertos límites de decencia, salvaguardando en todo caso el Salón del Trono de cualquier comportamiento incorrecto. En aquellos momentos, la excéntrica influencia de Thady Boy unida a las distracciones propias de la estación, habían relajado las cosas hasta un punto de auténtica negligencia que amenazaba con afectar seriamente a los asuntos de estado. La histórica mezcla de política y frivolidad que habían dado a Francia la fama de tener buen ojo en el gobierno, corrían el riesgo de convertirse en una auténtica ceguera política.
Aquel febrero fue un mal mes. Richard, a pesar de que no dudaba de que Lymond mantendría la palabra dada, no había comunicado su decisión a los Erskine, ni a lady Fleming, ni a la Reina madre. Así se lo había prometido a su hermano. Una vez Lymond y Tom Erskine hubieran partido, Richard era consciente de que todo el peso de la protección de la pequeña Reina caería sobre él. Pero también sabía que la Reina madre deseaba casi tanto como él mismo que volviera pronto a Escocia. Sabía que quedarse en Francia supondría ir a contracorriente, pero si Lymond se iba, María de Guisa no tendría a nadie más en quien poder confiar. En todo caso, no se hacía ilusiones en cuanto al riesgo que iba a correr. El asesino, si estaba todavía por allí, conocía perfectamente la identidad de Thady Boy. Todo lo que tenía que hacer era trasladar su objetivo al hermano del bardo.
Richard sabía que aquel estado de cosas no se le escapaba para nada a Francis. Por eso no podía permitirse bajar la guardia. Para no tener que romper su promesa, estaba seguro de que su hermano intentaría por todos los medios provocar un ataque contra sí mismo, sin informar a nadie, ni siquiera a la Reina, de su inminente partida. Richard, por otro lado, estaba convencido de que hasta que no se hubieran librado de Lymond, los conspiradores dejarían tranquila a la pequeña María.
Sin embargo, los días pasaban sin que bardo ni Reina sufrieran ataque alguno. Marguerite, los dos hermanos Borbones, St. André, el vidame, los jóvenes de Guisa y sus respectivas parejas, junto con la fraternidad que formaban los arqueros, parecían dedicados en cuerpo y alma a atender, reprender y animar los excesos de un Thady Boy cada vez con menos fuelle y en estado de alerta permanente. Entonces, sin previo aviso, la señal que Lymond había estado esperando llegó por fin.
Aconteció a las ocho en punto de la tarde del sábado anterior al martes de Carnaval. Aquella tarde Lymond había partido a caballo hacia la posada de la Isle d’Or en las afueras de Amboise junto con una veintena de aztecas, disfrazado con una máscara perteneciente a John Stewart d’Aubigny y una capa de plumas de color verde. Su Excelencia, por su parte, lideraba una partida de otros tantos turcos.
Aquel día las justas habían terminado antes de tiempo debido a que el Rey se encontraba aquejado de un fuerte dolor de muelas. Ese era el único achaque que solía padecer el Monarca, que lo soportaba con la aterrorizada rabia que suele caracterizar a los que disfrutan habitualmente de una salud inmejorable. Las fiestas vespertinas quedaron anuladas y la corte, disfrazada con plumas y turbantes, quedó abandonada a su suerte, pletórica de energía y con renovadas ganas de diversión.
Hasta el momento, el día había sido razonablemente tranquilo. Los dos equipos participantes en las justas, turcos y aztecas, a lomos de sus heterogéneas monturas, con las plumas y trajes al viento y pertrechados de calabazas, tomaron el camino de Amboise saltando, atacándose, persiguiéndose entre sí y zambullendo en el Loira a los participantes más procaces. Cuando llegaron al primer arco del doble puente del Loira ya se había puesto el sol. Tras cruzar a la pequeña isla que se encuentra en el medio, el grupo entró en tromba en la posada de Sainte Barbe en busca de comida caliente y vino. El personal, atónito ante los estrafalarios disfraces, pero halagado ante la presencia de tanto joven noble, se apresuró a atenderlos. Thady Boy, quitándose la máscara y dejándola sobre una mesa, bebió de un trago una jarra de vino bien fuerte y procedió a interpretar una nueva canción que se acababa de inventar. Sin conseguir que el dolor y la náusea que lo atenazaban disminuyeran lo más mínimo, Thady esperó a que la atención general se focalizara sobre el emplumado vidame, que había atacado una danza en chancletas, y se escabulló fuera de la posada.
La noche era tranquila y muy oscura y la bruma grisácea que flotaba sobre el río tornábase amarillenta a medida que se acercaba a las luces provenientes de las ventanas de los dos puentes emplazados a derecha e izquierda de la isla. La silueta de los tejados de Saint Sauveur se recortaba negra tras el puente y las luces de las casitas de campo agrupadas en torno a la posada, iluminaban a medias la blanca arena de la playa y las oscuras y aceitosas aguas que rodeaban el bajío de la isla.
La bruma alcanzó la lejana orilla. A lo lejos, lo único que Lymond distinguía eran las agujas de St. Florentin y St. Denis y el borde de los altos muros de la ciudad con sus torretas, el campanario y las apiñadas chimeneas. La línea de tejados en lontananza se rompía a la altura de la grieta, envuelta en brumas, por donde discurría el río Amasse. Después reaparecía algo más lejos a la altura del gran bastión rocoso que albergaba, rodeado de terrazas e intrincadas construcciones, el castillo del Rey en Amboise. La luz proveniente de las ventanas más altas sobresalía por encima de la neblina y en los amplios jardines, los árboles brillaban con las trémulas luces de los candiles. La Reina regente estaba en el castillo.
Hacía frío. Lymond se preguntó desapasionadamente si se iría a desmayar. Después, con la misma frialdad, calibró la posibilidad de que su salud se agotara antes de cumplir su promesa o de que el asesino completara su trabajo.
El tintineo del metal resonó dulce en sus oídos, con el mismo efecto tonificante que si se hubiera echado un balde de agua fría en su castigado cuerpo. Iba armado con su espada, como de costumbre. Un nuevo sonido metálico, esta vez de espuelas, sonó a un lado. Lymond, desenvainando su espada, retrocedió hasta sentir la puerta del establo contra su espalda. Cuando se disponía a poner la mano sobre el pomo para abrir la puerta, un ruido de espadas entrechocando sonó frente a él.
Lymond contuvo la respiración. En la oscuridad, el desconocido de las espuelas abandonó su escondite y, blandiendo su acero, se abalanzó hacia delante con pasos ligeros que resonaron nítidamente contra los pequeños adoquines. Un hombre gritó algo y, en respuesta, alguien desde dentro de la posada abrió un postigo. Un trapecio de luz escapó del interior iluminando el lugar. En el patio junto al establo, un hombrecillo camuflado hasta el ala de su sombrero luchaba por defender su vida contra otros dos, uno de los cuales llevaba espuelas en las botas.
La luz iluminó también a Thady Boy. La puerta de la posada se abrió de golpe y la silueta de Thady quedó recortada a contraluz. Entonces el hombrecillo gritó. Había perdido su arma y en aquel momento los dos hombres le tenían sujeto por el cuello. Lymond llegó hasta ellos sin hacer ruido gracias a sus botas de piel y separó de un tirón al de las espuelas retorciéndole el brazo. El otro hombre también se volvió hacia él. Aprovechando aquel segundo de gracia, el acosado viajero se liberó y huyó a todo correr.
Los dos atacantes hicieron ademán de seguirle pero se detuvieron ante la orden perentoria de Lymond. Alguien gritó desde la puerta de la posada y fue respondido. Otra voz pareció dirigirse a los del exterior, pero la falta de respuesta pareció convencerlos de lo idóneo de mantenerse al margen. Los que se habían asomado volvieron adentro. La puerta se cerró de un portazo y después también lo hizo el postigo. La oscuridad envolvió a los tres hombres.
—¿Y bien? —preguntó Lymond—. Rob Jockey, de Hartree y Fishy James, de Tinto. ¿Órdenes de lord Culter?
Dos recios pares de pies permanecieron inmóviles sobre los adoquines.
—Sí, señor.
—¿Acaso imagináis —preguntó de nuevo Francis Crawford de Lymond—, que un hombre de metro cincuenta de estatura y armado con un estoque puede alterar en algo mi existencia?
—No señor de Cult… Es decir, no, señor. —Rob se sentía lo suficientemente irritado para remarcar el nuevo tratamiento que le correspondía a Lymond. De todas formas, el codazo que le dio su compañero James no era necesario. El tono cortante como un cuchillo de la voz del joven disfrazado que tenía enfrente era más que suficiente. Aunque no lo había visto demasiado por Midculter, había oído hablar del hermano pequeño del lord. Era increíble que el señor de… que el joven Crawford conociera sus nombres.
—Bien —dijo Lymond en tono agradable—. Sería mejor que me trajerais a ese hombre, ¿no os parece?
Los dos hombres se miraron en la oscuridad sin saber qué hacer.
—¿Para interrogarle? —aventuró débilmente Fishy James tras un prolongado silencio.
—Para disculparos —dijo Lymond con decisión—, y para que pueda entregar, si es que está todavía en condiciones de hacerlo, el mensaje que traía para mí.
Por fin dieron con el hombrecillo en el box del caballo, oculto en un montón de paja. Tenía un pequeño corte en un hombro. Lymond se dedicó a vendárselo mientras sus dos guardaespaldas, bastante apabullados, esperaban fuera vigilando. Una vez tranquilizado, vendado y apaciguado con algo de oro, el viajero le comunicó su escueto mensaje:
—El príncipe de Barrow tomó tierra sano y salvo en Dalkey, señor, marchando después directamente a su casa. El señor Stewart acompañó al señor París a la casa de O’Connor, pero O’Connor no estaba. Se dividieron para dar con él y al poco el señor París volvió sin haber tenido éxito pues se enteró de que O’Connor se encontraba en el norte y no regresaría hasta pasadas dos semanas. El señor Stewart no regresó.
—¿Seguía buscando a O’Connor? —preguntó Lymond por pura formalidad, pues creía conocer la respuesta.
—No. El señor Stewart cogió un caballo de postas y luego un barco. El señor París creía que probablemente se dirigía a Escocia. Luego…
—¿Luego? —preguntó Lymond con voz desmayada.
—El señor París se enteró de que había zarpado otro barco, esta vez desde Dublín, llevando a bordo al príncipe O’LiamRoe. Fue despedido desde el muelle con una formación de soldados. Las gaviotas armaron gran escándalo coreando las trompetas y saludos provenientes de popa, con O’LiamRoe vestido en sus mejores galas de seda como el invitado de honor que era.
—Con destino a Londres —dijo de pronto Lymond jovialmente. Los azules ojos de Francis Crawford brillaron en la oscuridad.
—Con destino a Londres —corroboró agriamente el mensajero de George Paris.
Como solía ocurrirle últimamente, el ataque que le sobrevino fue casi más de lo que su cuerpo podía soportar. Una vez que el mensajero hubo partido y se hubo deshecho de las dos abatidas niñeras que su hermano le había enviado, Lymond tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para volver al interior de la posada a por la bebida que le habría de reconfortar y le permitiría seguir adelante.
Cuando por fin se sintió preparado para afrontar la jovial algarabía que habría de saludarle a su entrada, Francis Crawford encontró al personal seducido por una nueva ocurrencia.
St. André había retado al príncipe de Condé, que lideraba a los aztecas contra los turcos, a nadar con su equipo desde la Isle d’Or hasta Amboise. Aquel reto, conociendo las peligrosas corrientes que fluían bajo la apacible apariencia del río, aludía indefectiblemente a cierto episodio relacionado con una llave y con la esposa del mariscal de St. André.
Lord d’Aubigny, que aquel día ejercía de líder indiscutible, añadió algunos detalles de su cosecha. La carrera natatoria habría de hacerse en el sentido inverso, desde Amboise hasta la Isle d’Or. Dirigidos por un joven capitán de cabello rizado en un estado semi sobrio, aztecas y turcos habrían de llegarse hasta el castillo del Rey en Amboise y solicitar permiso para entrar. Después, concedido el permiso, habrían de reunirse en la Tour des Minimes y desde allí, bajar a la carrera por la rampa interior destinada al paso de carruajes que descendía en la empinada espiral y que había dado fama a la torre. Una vez sobre el puente levadizo habrían de llegar hasta la playa y alcanzar el brazo del río que los llevaría corriente abajo hasta la Isle d’Or en la que ahora se encontraban.
El joven y casi sobrio capitán que había de congraciarse con la Reina madre y con el comandante del Rey, partió. Con él, para mantenerle en aquel estado de precaria sobriedad, partió también un arquero llamado André Spens.
Poco después, el resto del grotesco grupo se puso en marcha en medio de aullidos y gritos. Entre ellos iba Thady Boy. A aquellas alturas el bardo ya no podía pensar con claridad. Una parte de su mente estaba ocupada intentando analizar las nuevas que acababa de recibir. Otra parte de su mente reconocía con filosófica aceptación que la crisis que llevaba tiempo temiendo se le venía probablemente encima, y que él había mandado a casa a los dos hombres que tenían encomendada su seguridad. Al resto de su mente, todo esto le daba igual pues en aquellos momentos se encontraba ya absoluta y benditamente borracha.
Lymond recuperó la máscara que le había prestado lord d’Aubigny, quien parecía con razón haber perdido parte de su entusiasmo inicial, centrado como estaba en ordenar sus dispersos pensamientos mientras cabalgaban pendiente arriba por el puente y, a través de la Puerta de los Leones, hasta el castillo.
La bruma se había transformado en una niebla espesa que parecía cubrir con un manto de melancolía las oscuras aguas del río. El castillo se hallaba rodeado de bancos de neblina que velaban la luz de las antorchas y creaban confusos arco iris por doquier. Abajo, el río discurría negro y perezoso en el gélido aire nocturno.
En lo alto de la torre la corte escocesa en pleno se había reunido bajo un gigantesco toldo para observar la salida de los bulliciosos, inconscientes e insensatos jóvenes que componían el séquito del rey de Francia.
Se accedía a lo alto de la torre del homenaje de Amboise por una empinada rampa interior adoquinada por la que solían subir los carruajes de armas y los carros. La rampa, que podía albergar a cuatro jinetes de frente, giraba en espiral entorno a un poste de madera de cerca de nueve metros de diámetro. Aquella noche se hallaba vacía. Iluminando la pronunciada y curva pendiente empedrada, numerosas antorchas llameaban humeantes junto a los altos ventanales que hendían como negros cuchillos los gruesos muros de la torre, de cerca de cuatro metros de espesor, adornados con tapices. La niebla, elevándose desde el río, llenaba el foso del castillo y se aventuraba audaz por la puerta rematada por un escudo, acariciando con sus húmedos dedos las rugosas murallas.
Reunidos en lo alto de la torre, los caballos se revolvían inquietos, se alineaban, rompían la formación y volvían a alinearse. Las silenciosas antorchas hacían relucir sus enjoyados jaeces. Las capas emplumadas de los jinetes semejaban las alas en movimiento de extraños pájaros fantasmagóricos. Las cimitarras de los turcos despedían acerados destellos. Las cuerdas del entoldado, agitadas por el viento, parecían una gigantesca telaraña de quipus. Sonó la llamada de una caracola. El mariscal de St. André, tocado con turbante y pendientes, proyectaba a la sesgada luz de las antorchas la imagen de un deslavazado y amorfo hongo de extrañas dimensiones.
Sentado junto a la Reina madre, Richard observaba en silencio y con el rostro inmutable a los jinetes que se arremolinaban en la línea de salida. Distinguió al vidame, que parecía demasiado borracho para cabalgar, afanándose en reunir a sus correligionarios aztecas y a Laurens de Gestan, ataviado en brocado rojo, que intentaba colocarse los estribos y había perdido las riendas de su montura. Vio también a lord d’Aubigny, que parecía dividido entre el deseo de encontrarse en otro lugar y la satisfacción de presumir de su destreza. Por último, vio también a su hermano: su oronda silueta recortábase en la noche mientras avanzaba hacia un Condé cubierto de verdes plumas; en el arzón delantero de su montura llevaba una extraña y espantosa máscara.
Alguien levantó un pañuelo en señal de salida. En aquel momento, Lymond se giró hacia el grupo de escoceses e hizo un ligero saludo con la mano. Su rostro, a la tamizada luz de las antorchas, tenía la misma expresión confusa y tensa que Richard le había visto en su habitación hacía dos semanas. Parecía estar medio estupefacto. Movido por un repentino impulso, Richard le devolvió el saludo. El pañuelo cayó en el suelo y el cuerpo de caballería salió en tropel pendiente abajo por la rampa de la Tour des Minimes.
Como un rebaño de vaquillas en estampida en el día de san Martín, como un banco de delfines saltando unos sobre otros, como una partida de aztecas y musulmanes al ataque, como los jóvenes ricos y desenfrenados que eran, los jinetes se lanzaron apelotonados por la puerta y rampa abajo en un remolino de capas, crines y plumas.
Los jinetes descendían en apretado marasmo de flancos, sillas y espuelas, rozándose contra la áspera piedra del muro, arrancando a su paso los tapices y resbalando a medida que progresaban espiral abajo envueltos en una nube de sudor, aliento e inmundicia. Los gruesos muros de la torre se enroscaron haciendo desaparecer el cielo nocturno tras ellos y entonces, el ruido ensordecedor que se apoderó del interior de la torre anuló los demás sentidos. El alto y rugoso techo, a medida que bajaban a toda velocidad, parecía venírseles encima.
El fragor hacía aullar a los hombres inconscientemente. Los caballos relinchaban en medio del estruendo de arneses y bocados. Los cascos pateaban frenéticos sobre piedra, metal o carne, resonando contra los adoquines con un sonido escalofriante que parecía volver locos a jinetes y monturas. Un arquero encabezaba la marcha, seguido de cerca por Condé y de Gestan. Después venía Thady Boy, cabalgando a fuerza de instinto en medio de la avalancha con d’Enghien, que no le perdía de vista, pegado a su flanco. Los seguían el vidame y St. André con otra docena de jinetes. D’Aubigny, con el hermoso rostro concentrado, cabalgaba en la retaguardia con el resto.
Empujados violentamente por la enloquecida avalancha, resbalando unos sobre otros a medida que la rampa aumentaba su pronunciada pendiente, los hombres comenzaron a tropezar y a desplomarse. Como fichas de dominó empujadas por la propia inercia de las piezas, la joven sangre de Francia, prisionera en aquella trampa helicoidal, acabó aquella noche derramada, deshecha en un violento amasijo de hombres y bestias, de cuero y metal, de humo y niebla.
La cuerda asesina había sido colocada justo antes de la última curva. Laurens de Gestan, que encabezaba la carrera, nunca supo qué fue lo que le hizo caer. La cuerda le desmontó de golpe y el arquero chocó con gran violencia, enganchado aún de uno de los estribos, contra uno de los muros laterales. El impacto acabó con su vida, destrozándole el rostro, y su caballo mató al siguiente jinete que, galopando tras él a toda velocidad por aquella pendiente infernal, acabó empotrado contra los cascos y el lomo de la bestia. La rampa vomitaba jinete tras jinete, haciéndolos chocar contra la barrera de hombres y bestias caídos, cual torrente estrellándose contra las rocas.
Francis Crawford de Lymond se encontraba entre ellos. D’Enghien le había arrebatado las riendas y el bardo había caído rodando y deslizándose en medio de un amasijo de plumas salpicadas de escarlata, como una vieja pieza de caza arrumbada en un extraño almacén helicoidal.
El interminable alud de hombres y bestias acabó por apagar las antorchas de toda una espiral de la torre, abandonando a sus dolientes ocupantes a la oscuridad y la niebla. Los últimos que llegaron tuvieron más suerte, aunque los que cabalgaban más veloces, al quedar a oscuras de improviso, no pudieron evitar chocar contra la barrera de cuerpos quebrados y caballos reventados que yacían como marionetas en el suelo y salieron despedidos, aterrizando más allá sobre los resbaladizos adoquines. Los restos humanos y materiales de la catástrofe se diseminaron largamente rampa abajo.
Richard fue uno de los que participó en la angustiosa tarea de rescatar los cuerpos aprisionados o desparramados sobre las bestias. A la brumosa luz de las nuevas antorchas, lord Culter vio como se los iban llevando, uno a uno, arrastrándolos, en brazos o yaciendo sobre improvisadas parihuelas. St. André, el favorito y hermoso St. André, había tenido la suerte de caer en blando, amortiguado el golpe por las verdes plumas de un rival azteca y los cuartos traseros de un caballo muerto y sólo tenía un corte en una pierna. El vidame fue evacuado gimiendo semiinconsciente, con la clavícula rota y una torcedura en la rodilla. De Gestan había muerto. D’Aubigny se encontraba inconsciente. Tenía las ropas salpicadas de sangre pero el pulso le latía firme y regular. También d’Enghien estaba seriamente contusionado, pero no parecía estar grave. El príncipe de Condé había conseguido caer bien, gracias a su agilidad, pero había sido pisoteado dos veces, una de ellas por su caballo y la otra por St. André. Aparte de una cadera y un brazo rotos, era imposible saber en qué estado se encontraba pues, aunque en estado semiinconsciente, rechazaba a grito pelado cualquier ayuda. Otros dos hombres, con el rostro cubierto por sendos lienzos, fueron evacuados. Richard se inclinó hacia ellos descubriendo sus rostros con el corazón en vilo, pero ambos eran desconocidos.
No sabía en qué momento Tom Erskine había aparecido a su lado. Mientras uno a uno los caballos iban siendo apartados y sacrificados y los maltrechos y ensangrentados jinetes evacuados, Richard y Tom seguían infatigables, buscando siempre al mismo joven. Trajeron más antorchas que iluminaron el tétrico panorama: los restos más trágicos del accidente quedaban esparcidos por el suelo encarnados en los jinetes que habían soportado todo el peso de la avalancha. Buscando las manos que tan bien conocía, Richard fue examinándolas una por una, desechas y magulladas por sus propias joyas, para volver a colocarlas con cuidado sobre los desconocidos cadáveres.
El último caballo fue retirado. Una partida de lacayos provistos de candiles recogieron los restos de ropas, las capas, los jaeces y las sillas de montar que inundaban el suelo oscurecido por la sangre. En la Tour des Minimes sólo quedaban ya la vaporosa bruma y la húmeda sangre. Aún así Richard y Tom regresaron una vez más, incrédulos, tras buscar infructuosamente entre los heridos, los moribundos y los muertos.
Finalmente, exhaustos y sucios, tanto ellos como el resto de los jóvenes amigos y allegados de Lymond tuvieron que rendirse a la evidencia: Thady Boy Ballagh, que había sido visto caer herido por los jinetes más próximos a él, ya no estaba allí.
Tampoco encontraron al hombre que, al verle caído entre varios cadáveres, había exclamado con una voz amortiguada por el estruendo, en tono despectivo:
—Ta sotte muse, avec ta rude Lyre! ¡Qué el diablo te lleve, maese Thady Boy Ballagh!
No hubo médico ni boticario en Amboise que no acudiera al castillo aquella noche. Al día siguiente llegó también el condestable. Sentado junto a St. André, con sus manos surcadas de gruesas venas sobre las rodillas, escuchó de sus labios exangües el relato de lo sucedido. Los asesinos habían sido negligentes en aquella ocasión y habían dejado una prueba palpable de su crimen. El plan inicial de simular un accidente fortuito había quedado anulado desde el principio por el hecho de que los delincuentes, asustados, habían abandonado la cuerda que había provocado la caída en la rampa, en lugar de llevarse con ellos la prueba del delito. Mientras las sospechas iban en aumento haciéndose progresivamente tan densas como la niebla que subía del río, Richard y Tom Erskine seguían buscando, en vano, cualquier pista sobre el paradero de Thady Boy. Cuidando de no delatarse ni despertar sospechas, Richard visitó al mahout Abernaci. El jefe de la casa de fieras no sabía nada. Aquella noche había permanecido en Blois.
Transcurridos cinco días del desastre, apareció Tosh con su burra y sus cables. Acompañado por un grupo de escoceses aliviados de abandonar por un rato el hospital en que se había transformado el castillo de Amboise, descendió hasta el puente y, observado por una atenta multitud, procedió a enganchar una cuerda en uno de sus extremos.
Richard no se encontraba entre los espectadores. A la vuelta de una de sus agotadoras e inexplicables expediciones, lord Culter fue interceptado por George Douglas.
—Relajaos, querido amigo —dijo Douglas con aire despreocupado—. Vais a desgastaros la dentadura de tanto apretarla. Abandonar vuestras oscuras pesquisas y acudid a ver a Ouschart. Es un tipo de lo más original. De hecho, debería ser él quien llevara puesta la máscara y no su asno. Quetzalcoatl, el dios tolteca.
—¿Qué el asno lleva puesta una máscara? —Richard sabía que aquella era la forma típica de Douglas de dar información. Aún así, se sintió enrojecer de la impresión que le produjo la noticia—. ¡Dios bendito! ¿Una máscara azteca?
Sir George sonrió.
—Una máscara grande y sonriente hecha de mosaico, con unas orejas doradas. Solía tener marquetería y dientes, creo, pero parece que alguien ha intentado hacerla pedazos. Puede que haya sido el burro. Id a verla. Os vais a reír.
Richard fue a verla. Pero sabía que no le provocaría ninguna risa.
Se abrió paso entre la multitud y, en efecto, encontró al burro con la grotesca careta, rota y ennegrecida, atada sobre su peluda testa. Era la máscara que Lymond llevaba en el arzón al comienzo de la nefasta noche de la carrera.
Las noticias, que Tosh le dio con la mayor discreción que pudo, resultaron terribles. Él mismo había encontrado aquella mañana la famosa careta. Pero no en el castillo, ni en el recinto del mismo, ni siquiera en la ciudad de Amboise. La había encontrado en Blois, pisoteada por los curiosos que, como él mismo, habían acudido a ver lo que quedaba de la mansión de Hélie y Anne Moûtier. Y lo que quedaba era una ruina que todavía ardía con llamas que se elevaban por encima de los doce metros de altura.
Nadie que hubiera estado en su interior podría haber sobrevivido. Tras buscar infructuosamente algún rastro de Thady Boy, Tosh había enviado un mensaje a Abernaci y se había venido a Amboise para comunicar las nuevas en la corte escocesa, cargado con la máscara como funesta prueba de lo sucedido.
Aquella noche, Tom tuvo que emplearse a fondo para persuadir a Richard de que no marchara a Blois, adónde Culter quería ir a toda costa. Permaneció a su lado ante la chimenea de su habitación mientras lord Culter, durante las largas horas de vigilia, miraba las llamas intentando enfrentarse a la cruda realidad. Todos y cada uno de los testigos a quienes habían preguntado, aseguraban que Thady Boy había caído herido durante la carrera. Pero entonces, ¿cómo había podido hacer el camino desde Amboise hasta el Hôtel Moûtier? Por otro lado, si lo había hecho, todo apuntaba a que su hermano había muerto allí, consumido por aquel fuego inexplicable.