III

Rose Matilda

Ruth Ann Leatherby va con Joan y con Morris al cementerio. A Joan eso la sorprende un poco, pero Morris y Ruth Ann lo dan por sentado. Ruth Ann es la contable de Morris. Joan ha oído hablar de ella durante años, y quizá incluso la haya visto antes. Ruth Ann es una de esas mujeres de aspecto agradable, tamaño mediano y mediana edad, cuyo aspecto no se recuerda. Vive ahora en uno de los pisos de soltera en el sótano del edificio de Morris. Está casada, pero su marido no ha aparecido en mucho tiempo. Es católica, de modo que no ha pensado en obtener el divorcio. Hay alguna tragedia en su pasado (¿un incendio, un niño?), pero ha sido completamente asimilado y no se menciona.

Es Ruth Ann quien compró los bulbos de jacinto para plantarlos en las tumbas de sus padres. Había oído decir a Morris que sería bonito que allí creciera alguna planta y, cuando vio los bulbos en venta en el supermercado, compró unos cuantos. «Una mujer-esposa», piensa Joan, observándola. Las mujeres-esposas son atentas pero serenas, dedicadas pero frías. ¿A qué se dedican?

Joan vive ahora en Toronto. Hace doce años que está divorciada. Trabaja como directora de una librería especializada en libros de arte. Es un trabajo agradable, aunque no muy bien remunerado; ha tenido suerte. También tiene la suerte —ella sabe que la gente dice que tiene suerte, para ser una mujer de su edad— de tener un amante, un amante-amigo: Geoffrey. No viven juntos, se ven durante los fines de semana y dos o tres veces a la semana. Geoffrey es actor. Tiene talento, es alegre, adaptable, pobre. Un fin de semana al mes lo pasa en Montreal con una mujer con la que vivía y con su hijo. Esos fines de semana Joan va a ver a sus hijos, que han crecido y la han perdonado. Su hijo también es actor; de hecho, así fue como conoció a Geoffrey. Su hija es periodista, como su padre. Y, ¿qué es lo que hay que perdonar? Muchos padres se divorciaron, la mayoría de ellos naufragaron por aventuras, y aproximadamente al mismo tiempo. Parece ser que muchos matrimonios que comenzaron en los años cincuenta sin recelos, o sin recelos de los que alguien pudiera tener conocimiento, estallaron a principios de los setenta con muchas complicaciones espectaculares (y ahora parece que innecesarias y desmedidas). Joan piensa en su propia historia de amor sin pesar, pero con algo de asombro. Es como si una vez se hubiese dedicado a la caída libre.

Y a veces va a ver a Morris. A veces hace que Morris le hable de las cosas que le parecían incomprensibles, aburridas y tristes. La peculiar estructura de ingresos, pensiones, hipotecas, préstamos, inversiones y herencias que Morris ve debajo de cada vida humana…, eso le interesa. Todavía le resulta más o menos incomprensible, pero su existencia ya no le parece un triste engaño. De algún modo la tranquiliza. Siente curiosidad por saber por qué la gente cree eso.

Esta mujer con suerte, Joan, con su trabajo, su amante y su aspecto llamativo, más comentado ahora que nunca antes en su vida —está tan delgada como cuando tenía catorce años y lleva un mechón, una cola de zorra, de un blanco plateado en su cortísimo pelo—, es consciente de un nuevo peligro, de una amenaza que no había imaginado cuando era más joven. Ella no habría podido imaginarlo aunque alguien se lo hubiera descrito. Y es difícil de describir. La amenaza es un cambio, pero no la clase de cambio sobre el que te advierten. Es solo esto, que de repente, sin aviso, Joan tiene tendencia a pensar: Escombros. Escombros. Una puede mirar calle abajo y puede ver las sombras, la luz, los muros de ladrillo, el camión aparcado debajo de un árbol, el perro tumbado en la acera, el toldo del verano oscuro, o el montón de nieve pardusco…, puede ver todas estas cosas en su estado de separación temporal, todas conectadas por debajo de esa forma tan preocupante, satisfactoria, necesaria e indescriptible. O puede ver escombros. Estados pasajeros, una variedad inútil de estados pasajeros. Escombros.

Joan quiere mantener a raya esa idea de los escombros. Ahora se fija en todas las maneras en las que la gente parece hacerlo. Actuar es una excelente manera…, lo ha aprendido estando con Geoffrey. Aunque hay resquicios en el actuar. En la vida que lleva Morris, o en su modo de ver las cosas, parece haber menos oportunidad para los resquicios.

Mientras van por la calle en coche, se da cuenta de que están reapareciendo muchas de las viejas casas; las puertas y los porches que hace quince o veinte años eran notables reformas modernas están dando paso a las tradicionales verandas y a los montantes de abanico. Una buena cosa, seguramente. Ruth Ann apunta esta característica y aquella, y Joan lo aprueba, pero cree que aquí hay algo forzado, meticuloso.

Morris detiene el coche en un cruce. Una anciana cruza la calle en medio de la manzana que tienen delante. Cruza la calle en diagonal, a zancadas, sin mirar si viene alguien. Con un paso resuelto, inconsciente, incluso despectivo, de algún modo familiar. La anciana no está en peligro; no hay otro coche en la calle y nadie más circula, solo un par de chicas jóvenes en bicicleta. La anciana no es realmente tan mayor. Estos días Joan está constantemente modificando sus impresiones sobre si las personas son mayores o no tan mayores. Esa mujer tiene el pelo blanco hasta los hombros y lleva una blusa holgada y pantalones grises. Apenas es suficiente para aquel día, que es luminoso pero frío.

—Ahí va Matilda —dice Ruth Ann. La forma en que dice «Matilda», sin apellido, con un tono tolerante, divertido y distante, proclama que Matilda es un personaje.

—¡Matilda! —dice Joan volviéndose hacia Morris— ¿Es esa Matilda? ¿Qué le ha pasado?

Es Ruth Ann quien contesta, desde el asiento posterior.

—Empezó a volverse rara. ¿Cuándo fue? ¿Hace un par de años? Empezó a ir desaliñada, y a imaginarse que la gente se llevaba cosas de su mesa en el trabajo, y le decías algo perfectamente amable y ella te contestaba con malos modos. Podía estar en su maquillaje.

—¿En su maquillaje? —pregunta Joan.

—Herencia —dice Morris, y se ríen.

—Eso es lo que he querido decir —dice Ruth Ann—. Su madre estuvo al otro lado de la calle en el hospital de ancianos durante años, antes de morir… estaba completamente fuera de sus cabales. E incluso antes de ingresar allí se la veía escondiéndose por el patio; parecía una bruja. Con todo, Matilda recibió una pequeña pensión cuando dejaron que se fuera del Palacio de Justicia. Solo da vueltas por ahí. A veces te habla de la manera más amable, y otras veces no te dice una palabra. Y nunca se arregla. Se la veía tan guapa antes.

Joan no debería estar tan sorprendida, tan desconcertada. Las personas cambian. Desaparecen, y para hacerlo no todas se mueren. Algunos se mueren: John Brolier ha muerto. Cuando Joan se enteró de eso, algunos meses después de que sucediera, sintió una punzada, pero no una punzada tan fuerte como cuando una vez oyó decir a una mujer en una fiesta: «Oh, John Brolier, sí. ¿No era aquél que siempre estaba intentando seducirte queriéndote llevar a ver alguna maravilla natural? ¡Dios, qué molesto era!».

—Es dueña de la casa —dice Morris—. Se la vendí hace unos cinco años. Y tiene esa pequeña pensión. Si puede resistir hasta que tenga sesenta y cinco años, estará bien.

Morris remueve la tierra que hay delante de la lápida; Joan y Ruth Ann plantan los bulbos. La tierra está fría, pero no ha helado. Largos rayos de sol caen entre los podados cedros y los susurrantes álamos, que todavía retienen muchas hojas doradas, sobre la abundante hierba verde.

—Escucha eso —dice Joan, levantando la vista hacia las hojas—. Parece agua.

—A la gente le gusta —dice Morris—. Es un sonido muy popular.[9]

Joan y Ruth Ann se quejan a la vez y Joan dice:

—No sabía que seguías haciendo eso, Morris.

—No para —dice Ruth Ann.

Se lavan las manos en una fuente y leen unos cuantos nombres en las lápidas.

—Rose Matilda —dice Morris.

Por un momento Joan piensa que es otro nombre que ha leído, y luego se da cuenta de que él está pensando todavía en Matilda Buttler.

—Aquel poema sobre ella que mamá acostumbraba recitar —dice—. Rose Matilda.

—Rapunzel —dice Joan—. Así es como solía llamarla mamá. «Rapunzel, Rapunzel, suelta tu pelo dorado.»

—Ya sé que decía eso. También decía «Rose Matilda». Era el principio de un poema.

—Suena como una loción —dice Ruth Ann—. ¿No es una loción para la piel? ¿Rose Emulsion?

—¡Oh, de qué sirve…! —dice Morris firmemente—. Ése era el comienzo. «Oh, de qué sirve.»

—Desde luego, yo apenas sé poemas —dice Ruth Ann, flexible y desenvuelta. Le dice a Joan—: ¿Te dice algo a ti?

«Tiene unos ojos realmente bonitos —piensa Joan—, ojos marrones que pueden mirar suave y perspicazmente a la vez.»

—Sí —dice Joan—. Pero no puedo acordarme de lo que sigue.

Morris las ha engañado un poco a todas ellas, a estas tres mujeres. A Joan, a Ruth Ann y a Matilda. Morris no es deshonesto habitualmente, no es tan imprudente, pero de vez en cuando lo hace en su provecho. Engañó a Joan hace mucho tiempo, cuando vendió la casa. Ella obtuvo unos mil dólares menos de los que debería haber conseguido. Él pensó que lo cubriría con las cosas que escogiese para llevarse a su casa de Ottawa. Luego ella no escogió nada. Más tarde, cuando ella y su esposo se separaron y vivía independiente, Morris pensó en enviarle un talón con la explicación de que había habido un error. Pero encontró un trabajo y no parecía ir mal de dinero. De todos modos, ella casi no sabe qué hacer con el dinero…, casi no sabe cómo hacerlo trabajar. Abandonó la idea.

La manera en que engañó a Ruth Ann era más complicada y tenía que ver con persuadirla para que se declarase empleada suya a tiempo parcial cuando no lo era. Eso le libraba de pagarle a ella ciertas prestaciones. A él no le sorprendería que ella hubiera deducido todo aquello y hubiera hecho algunos pequeños ajustes por sí misma. Eso era lo que ella haría: no decir nunca una palabra, no discutir, pero recuperar lo suyo con calma. Y mientras ella solo recuperase lo que era suyo —pronto se daría cuenta de si era algo más— él tampoco diría una palabra. Tanto ella como él creían que si la gente no mira para sí, lo que pierden es culpa suya. De todos modos, tiene intención de hacerse cargo de Ruth Ann con el tiempo.

Si Joan descubriese lo que hizo, probablemente tampoco diría una palabra. Lo interesante, para ella, no sería el dinero. Le falta algún instinto a ese respecto. Lo interesante sería: ¿por qué? Se preocuparía por eso y obtendría un curioso placer. El acto de su hermano se alojaría en su mente como un cristal duro: un objeto extraño, pequeño, refractario a la luz, un pedacito de tesoro ajeno.

No engañó a Matilda cuando le vendió la casa. La consiguió a muy buen precio. Pero le dijo que el calentador de agua que había puesto aproximadamente un año antes era nuevo, y, por supuesto, no lo era. Nunca compraba aparatos ni materiales nuevos cuando reparaba las casas que poseía. En junio pasado se cumplieron tres años desde que Matilda le dijera, en el baile de una cena en el Valhalla Inn:

—Mi calentador de agua se estropeó. Tuve que reponerlo.

En aquel momento no estaban bailando. Se hallaban sentados a una mesa redonda, con otra gente, bajo una bóveda de globos flotantes. Bebían whisky.

—No debería haberse estropeado —dijo Morris.

—No, puesto que pusiste uno nuevo —dijo Matilda, sonriendo—. ¿Sabes qué pienso?

Él se quedó mirándola, esperando.

—¡Creo que deberíamos bailar otra pieza antes de tomar otro trago!

Bailaron. Siempre habían bailado juntos con facilidad, y a menudo con algún toque especial. Pero esa vez Morris notó que el cuerpo de Matilda estaba más pesado y más rígido; sus respuestas eran tardías, y además exageradas. Era extraño que su cuerpo pareciese mal dispuesto cuando estaba sonriendo y hablándole con tanta animación y moviendo la cabeza y los hombros con todos los ademanes de un encanto coqueto. Aquello también era nuevo, no era en absoluto a lo que él estaba acostumbrado por parte de ella. Año tras año había bailado con él con una docilidad lánguida y un rostro serio, sin apenas hablar. Luego, cuando se había tomado unas cuantas copas, le hablaba de sus preocupaciones secretas. De su preocupación. Que era siempre la misma. Era Ron, el inglés. Esperaba saber de él. Se quedaba allí, y había vuelto allí, para que él supiera dónde encontrarla. Tenía la esperanza, pero dudaba de que se divorciase de su mujer. Se lo había prometido, pero no creía en él. Finalmente volvió a saber de él. Le decía que estaba de viaje y que volvería a escribirle. Y lo hizo. Le decía que iba a hacerle una visita. Las cartas las habrían echado al correo en Canadá, desde ciudades distintas y lejanas. Luego ya no tuvo más noticias. Se preguntaba si estaría vivo; pensó en agencias de detectives. Dijo que con nadie hablaba de esto excepto con Morris. Su amor era su aflicción, que a nadie más le estaba permitido ver.

Morris nunca le ofreció consejo, nunca puso sobre ella una mano reconfortante excepto cuando era oportuno, al bailar. Sabía exactamente cómo debía asimilar lo que ella decía. Tampoco sentía compasión. Respetaba todas las opciones que ella había escogido.

Era cierto que el tono había cambiado antes de la noche en el Valhalla Inn. Había tomado un aire sarcástico, una acidez que a él le hacía daño y que a ella no le iba. Pero aquella fue la noche en que él percibió que todo se había roto; su larga complicidad, la estable armonía de su baile. Eran como otras parejas de mediana edad, haciendo ver que se movían con ligereza y placer, deseosos de no dejar que el momento se hundiera. Ella no mencionó a Ron, y Morris, por descontado, no preguntó. Empezó a formarse en su mente el pensamiento de que ella por fin le había visto. Había visto a Ron o se había enterado de que estaba muerto. Era más probable que lo hubiese visto.

—Sé cómo puedes devolverme lo de ese calentador —le dijo en broma—. ¡Me podrías poner el césped! ¿Cuándo se ha sembrado ese césped que tengo? Tiene un aspecto horrible; está plagado de malas hierbas. Me gustaría tener un buen césped. Estoy pensando en arreglar la casa. Me gustaría ponerle contraventanas color burdeos para contrarrestar el efecto de todo ese gris. Me gustaría una ventana grande en el lateral. Estoy harta de ver el hospital de ancianos. ¡Oh, Morris! ¿Sabes que han cortado tus nogales? ¡Han nivelado el jardín y han vallado el riachuelo!

Llevaba un vestido largo de color azul pavo real que hacía frufú. Piedras azules en discos de plata pendían de sus orejas. Llevaba el pelo tieso y sin brillo, como algodón de azúcar. Había marcas en la carne de la parte superior de sus brazos; su aliento olía a whisky. Su perfume, su maquillaje y su sonrisa, todo le hablaba de falsedad, resolución y miseria. Ella había perdido interés en su aflicción. Había perdido el ánimo para seguir como estaba. Y en su necia y ofuscada locura había perdido el amor de Morris.

—Si te pasas la semana que viene con semillas de césped y me enseñas cómo hacerlo, te invitaré a un trago —le dijo—. Incluso te daré de cenar. Me avergüenza pensar que en todos estos años nunca te hayas sentado a mi mesa.

—Tendrás que removerlo todo y empezar de nuevo.

—¡Removerlo todo! ¿Por qué no vienes el miércoles? ¿O es esa tu noche con Ruth Ann Leatherby?

Estaba borracha. Dejó caer la cabeza sobre su hombro y él sintió el duro bulto de su pendiente que le presionaba a través de la chaqueta y le llegaba a la carne.

A la semana siguiente envió a uno de sus hombres para remover la tierra y sembrar el césped de Matilda, gratis. El hombre no se quedó mucho rato. Según él, Matilda salió y le gritó que se marchara de su propiedad, que qué se creía que estaba haciendo allí, que ella podía cuidar de su propio jardín.

—Será mejor que te largues —le dijo ella.

«Que te largues.» Morris recordaba que su madre utilizaba esa expresión. Y la madre de Matilda la había utilizado, también, en sus viejos tiempos de vigor y malquerencia. La señora Buttler, la señora Carbunclo. Lárgate de aquí. Tuerto.

No vio a Matilda durante un tiempo después de aquello. No se la encontró. Si tenía que hacer algún recado en el Palacio de Justicia, enviaba a Ruth Ann. Se enteró de que se estaban produciendo cambios, y de que no iban en la dirección de las contraventanas color burdeos, ni del arreglo de la casa.

—¡Oh, de qué sirve la raza dotada de cetro! —dice Joan de repente cuando van de regreso al apartamento. Y en cuanto llegan allí se dirige a la estantería…, es la misma estantería antigua con puertas de cristal. Morris no la vendió, aunque es casi demasiado alta para su sala de estar. Encuentra la Antología de poesía inglesa de su madre.

—Los primeros versos —dice, acercándose al lomo del libro.

—Siéntate y ponte cómoda, ¿quieres? —le dice Ruth Ann, entrando con las bebidas de media tarde. Morris toma whisky con agua, Joan y Ruth Ann ron blanco con soda. El gusto por esa bebida se ha convertido en una broma, en un vínculo esperanzador entre las dos mujeres, que comprenden que van a necesitar algo.

Joan se sienta y bebe, complacida. Baja el dedo por la página.

—«Oh, de qué, oh, de qué…» —murmura.

—«¡Oh, de qué la forma divina!» —dice Morris, con un gran suspiro de alivio y satisfacción.

Se les enseñaba a ser especiales, piensa Joan, sin gran pesar. Fragmentos de poesía, el primer sorbo de alcohol, la luz tardía de una tarde de octubre; quizá sea esto lo que la hace sentirse en paz, indulgente. Se les inculcó una delicada y especial consideración por sí mismos, lo que les hacía salir y coger lo que querían, ya fuera amor o dinero. Pero eso no es del todo cierto, ¿o sí? Morris ha sido muy disciplinado en el amor, y abstemio. Y así ha sido ella con el dinero…, en cuestiones de dinero ha seguido siendo torpe, virginal.

Hay un problema, no obstante, un tropiezo en su inesperado placer. No puede encontrar el verso.

—No está aquí —dice—. ¿Cómo puede no estar aquí? Todo lo que mamá sabía estaba aquí. —Bebe otro sorbo formal y se queda mirando fijamente la página. Luego dice—: ¡Lo sé! ¡Lo sé! —Y al cabo de unos instantes lo tiene; se lo está leyendo a ellos, con una voz llena de festiva emoción:

¡Ah, de qué sirve la raza dotada de cetro,

ah, de qué la forma divina!

¡De qué toda virtud, toda gracia,

Rose Aymler —Rose Matilda—, todas eran tuyas!

Morris se ha quitado la gafas. Ahora lo hace delante de Joan. Quizá empezó a hacerlo antes delante de Ruth Ann. Se frota la cicatriz como si le picase. Su ojo está oscuro, veteado de gris. No es penoso mirarlo. Bajo su envoltura de tejido cicatrizado, es tan inocuo como una ciruela o una piedra.

—De modo que es eso —dice Morris—. Así que no estaba equivocado.