V

VENTA PÚBLICA DEL IMPERIO A DIDIO JULIANO POR PARTE DE LA GUARDIA PRETORIANA - CLODIO ALBINO EN BRITANIA Y SEPTIMIO SEVERO EN PANONIA SE DECLARAN CONTRA LOS ASESINOS DE PÉRTINAX - GUERRAS CIVILES Y VICTORIA DE SEVERO SOBRE SUS TRES COMPETIDORES - RELAJACIÓN DE LA DISCIPLINA - NUEVAS MÁXIMAS DE GOBIERNO

El poderío de la espada es más arrollador en los ámbitos de una gran monarquía que en las estrecheces de un Estado reducido. Los más consumados estadistas consideran que en ninguna potencia se puede mantener en el ocio de las armas, sin quebranto, a más de la centésima parte de la población. Por más reducida que sea esta proporción, la influencia del ejército sobre la sociedad entera siempre ha de variar según el grado de su fuerza efectiva. No descollarán la ciencia y la disciplina militar sin una adecuada porción de tropa reunida en un cuerpo y vivificada por una sola alma. Una escuadra escasa es ineficaz; un ejército exagerado no es viable, y el alcance de la maquinaria se frustra igualmente ya sea por la suma pequeñez o por la excesiva mole de sus piezas. Para confirmar esta verdad, bastará advertir que no es posible una superioridad natural de bríos, armas o destreza que habilite a un individuo a avasallar a un centenar de hombres; el tirano de un solo pueblo o de un distrito reducido puede advertir que cien secuaces armados no lo escudarán contra diez mil campesinos o ciudadanos, pero cien mil veteranos enseñorearán despóticamente a diez millones de súbditos, y un cuerpo de diez mil o quince mil guardias llenará de pavor a la más numerosa muchedumbre que se haya agolpado jamás en las calles de una capital inmensa.

La guardia pretoriana, cuya desenfrenada insolencia fue el primer síntoma de la decadencia del Imperio Romano —y que ascendía apenas a la última cifra citada—[315] fue creada por el sagaz Augusto. Este astuto tirano, que sabía que las leyes podían disimular, mas sólo cabía a las armas afianzar su predominio, fue habilitando a aquel poderoso cuerpo para resguardarse a toda hora, avasallar al Senado y evitar o abatir el primer asomo de rebeldía. A esta predilecta tropa la distinguió con paga doble y notables privilegios, pero, como su formidable presencia podía intimidar y enconar al pueblo romano, sólo tres cohortes permanecían en la capital, mientras que las demás estaban repartidas en pueblos cercanos de Italia.[316] Pero, después de medio siglo de paz y servidumbre, Tiberio aventuró una resolución terminante que aseguró para siempre los grillos de su patria. Con el pretexto de aliviar a Italia del pesado gravamen de los cuarteles militares, reunió a las cohortes en campamento[317] permanente en Roma, las sometió a una disciplina cada vez más severa y les dio una posición dominante y fortificada con esmero.[318], [319]

Esos formidables sirvientes se hacen necesarios, pero también suelen ser fatales para el trono del despotismo. Con la introducción de la guardia pretoriana casi hasta el mismo palacio y el Senado, los emperadores le enseñaron a conocer su propia fuerza y la flaqueza del gobierno civil, y le proporcionaron la ocasión de observar con familiaridad y menosprecio los vicios de sus dueños y de desdeñar el respeto que sólo la distancia y el encubrimiento pueden conservar respecto de un poderío imaginario. En la ociosa amenidad de una ciudad opulenta, su engreimiento era alimentado por su irresistible influencia, y no era posible ocultarle que la persona del soberano, la autoridad del Senado, el erario y el solio del Imperio estaban en sus manos. Para apartar a los pretorianos de tan peligrosas reflexiones, hasta los príncipes más briosos y arraigados tenían que salpicar sus mandatos con halagos y los castigos con galardones; halagar su soberbia, permitirles distracciones, pasar por alto sus abusos y comprar su mudable afecto con cuantiosos donativos, que desde el advenimiento de Claudio quedaron como un derecho legal en la asunción de todo nuevo emperador.[320]

Los partidarios de la guardia se esmeraban en justificar con razones su poderío fundado en las armas, afirmando que, según los más puros principios de la constitución, su beneplácito era un requisito indispensable para el nombramiento de un emperador. Aun la elección de cónsules, generales y magistrados, por más que estuviese recién usurpada por el Senado, era un antiguo e indudable derecho del pueblo romano.[321] ¿Pero dónde se hallaba el pueblo romano? No estaba, en verdad, entre la confusa muchedumbre de esclavos y forasteros que abundaba en las calles de Roma, chusma servil, tan cobarde como menesterosa. Los defensores del Estado, extraídos de la flor de la juventud italiana,[322] labrada con el ejercicio de las armas y de la virtud, eran los verdaderos representantes del pueblo y los más merecedores de encumbrar al jefe de la República. Estas afirmaciones, aunque de deficiente razonamiento, se hicieron incontrastables cuando los altaneros pretorianos las corroboraron cargando, como aquel bárbaro conquistador de Roma, la balanza con sus espadas.[323]

Los pretorianos habían mancillado la santidad del trono con el atroz asesinato de Pértinax, y con su conducta inmediata afrentaron toda su majestad. El campamento carecía de caudillo, pues aun el prefecto Leto, instigador de la tormenta, cuerdamente había soslayado la ira general. En medio de ese desorden, Sulpiciano, suegro del emperador y gobernador de la ciudad, que había sido enviado al campamento al comenzar el alboroto, forcejeaba por refrenar los arrebatos de la multitud, pero enmudeció cuando regresó la vocinglera turba de los asesinos, enarbolando en su lanza la cabeza de Pértinax.

Por más que la historia nos tenga ya acostumbrados a que se ceda todo principio y todo afecto a los impulsos de la ambición, cuesta creer que Sulpiciano aspirase a sentarse en un solio todavía empapado en la sangre de un pariente tan cercano y príncipe tan cabal. Había ya apelado a la única razón eficaz, y estaba negociando por la jerarquía imperial, mas los prohombres de los pretorianos, temerosos de que en el particular convenio no se otorgase la suma adecuada a tan grandiosa alhaja, se asomaron atropelladamente al vallado, y con gritos anunciaron que el mundo romano estaba en venta, y se entregaría en pública subasta al mejor postor.[324]

Esta deshonrosa oferta, este insolente desenfreno militar, causó general vergüenza, ira y quebranto en toda la ciudad. Llega finalmente a oídos de Didio Juliano, senador acaudalado que, desatendiendo las catástrofes nacionales, se estaba regalando en la abundancia de su mesa.[325] Esposa e hijos, libertos y parásitos le aseguran que es merecedor de la corona y le predican repetidamente que asegure tan envidiable oportunidad. El vanidoso anciano corre al campamento (28 de marzo de 193), donde Sulpiciano aún estaba pactando con la guardia, y desde el pie de la valla se constituye en su contrincante. Iban y venían afanosamente emisarios con las ofertas recíprocas, y Sulpiciano ya había pujado hasta cinco mil dracmas para cada soldado, cuando Juliano, anhelante tras la presa, subió de una vez la suma hasta seis mil doscientos cincuenta dracmas. Las puertas del campamento se le abren de par en par al comprador, lo proclaman soberano, los soldados prestan juramento, y Juliano demuestra humanidad suficiente para estipular el perdón y el olvido de la competencia de Sulpiciano.

Los pretorianos ya se esmeran por cumplir las condiciones del contrato; colocan al nuevo emperador, a quien obedecen y menosprecian, en el centro de sus filas, lo rodean con sus escudos y lo acompañan en rigurosa formación de batalla por las desamparadas calles de la ciudad. Se ordenó al Senado que acudiese, y tanto los más íntimos de Pértinax como los enemigos personales de Juliano tuvieron que aparentar extremado júbilo por tan venturosa revolución.[326] Después de llenar la casa senatorial con soldados armados, se explayó acerca de la libertad de su elección, de sus eminentes virtudes y de su convencimiento del afecto del Senado. Éste prorrumpió en manifestaciones de alegría, tanto por su propio logro como por el de la República, comprometió su fidelidad y le confirió todos las ramas de la potestad imperial.[327] Con idéntica pompa, Juliano se aposentó en el palacio, donde se encontró, ante todo, con el cadáver abandonado de Pértinax y los sobrios manjares dispuestos para su comida, y mirando lo primero con indiferencia y lo segundo con menosprecio, mandó aderezar un espléndido banquete, y luego se entretuvo hasta muy tarde con los dados y con las gracias de Pílades, un bailarín de renombre. Se advirtió, sin embargo, que una vez retirado el tropel de aduladores, cuando quedó en la soledad con sus amargas reflexiones, sin duda estuvo recapacitando acerca de su temerario arrebato, así como sobre el final de su virtuoso antecesor y la incierta y arriesgada posesión de todo un Imperio, que no había ganado por sus méritos sino por medio de su riqueza.[328]

Tenía motivos para estremecerse: en el trono del orbe carecía de amigos e, incluso, de allegados, y hasta la misma guardia tomaba distancia de un príncipe que su propia codicia le había obligado a aceptar, y no existía un solo ciudadano que no se horrorizase de su elevación, considerándola el último baldón del nombre romano. La nobleza, cuya visible jerarquía y grandiosas posesiones requerían suma cautela, encubría sus impulsos, y correspondía al risueño emperador con muestras de agrado y declaraciones de lealtad, mas el pueblo, resguardado por su gran número y su opacidad, hacía manifiesto su apasionamiento. Por las calles y las plazas de Roma resonaban los clamores y las imprecaciones, y la plebe, rencorosa, insultaba a Juliano, rechazaba sus agasajos y, persuadida del desvalimiento de su enojo, llamaba a las legiones fronterizas para que desagraviasen semejante mancha de la majestad del Imperio Romano.

El disgusto general se extendió desde el centro hacia los confines del Imperio. Los ejércitos de Britania, Siria e Iliria se lamentaban de la muerte de Pértinax, con quien y a cuyas órdenes tan repetidamente habían peleado y vencido. Recibieron con asombro, ira y tal vez envidia la noticia inaudita de que los pretorianos habían vendido el Imperio en subasta pública, y adustamente se negaron a revalidar tan afrentoso contrato. Su inmediata y unánime rebeldía fue peligrosa para Juliano, pero no lo fue menos para la tranquilidad pública, puesto que los jefes de sus huestes, Clodio Albino, Pescenio Níger y Septimio Severo, anhelaban aún más ansiosamente suceder al asesinado Pértinax que vengarlo. Sus fuerzas eran similares, pues cada uno capitaneaba tres legiones[329] con un numeroso acompañamiento de auxiliares, y, aunque sus cualidades eran diferentes, todos ellos eran militares de experiencia y notable desempeño.

Clodio Albino, gobernador de Britania, aventajaba a sus competidores por el esplendor de su cuna, que entroncaba con los más esclarecidos nombres de la antigua República,[330] pero la rama de sus ascendientes había perdido mucho mérito al trasladarse a una provincia remota. Es difícil llegar a conocer cabalmente su carácter, pues lo acusaban de que, bajo la capa de su austeridad filosófica, abrigaba las más bastardas torpezas humanas,[331] pero sus acusadores eran unos escritores venales que se hallaban rendidos ante el encumbramiento de Severo y aplastaban las cenizas de un competidor desventurado. La virtud, o por lo menos su apariencia, hizo a Albino merecedor de la intimidad y de un favorable concepto de Marco, y el haber conservado con el hijo el idéntico aprecio que se había granjeado con el padre demuestra por lo menos un temperamento sumamente conciliatorio. La confianza con un tirano no siempre supone carencia de mérito, pues cabe que aquél favorezca a ciegas a un sujeto virtuoso o que lo considere adecuado a sus intenciones. No parece que Albino se constituyese en ministro de crueldades, ni que estuviera relacionado con los deleites del hijo de Marco. Cuando se encontraba empleado en un honorífico y remoto mando, recibió una carta confidencial del emperador que le comunicaba las desleales intenciones de algunos generales descontentos, y lo autorizaba a declararse guardián y sucesor del trono, con el título y los atributos de César.[332] El gobernador de Britania, juiciosamente, se desentendió del arriesgado ensalzamiento que lo habría mostrado como blanco de celos, o lo habría arrastrado en la ya iniciada caída de Cómodo. Aspiraba al poder por un camino más noble, o al menos más plausible. Apenas recibió la noticia de la muerte del emperador, juntó sus tropas y, con un elocuente razonamiento, deploró las desgracias inherentes al despotismo, destacó los venturosos triunfos debidos a los antepasados durante el gobierno consular y manifestó su firme determinación de devolver al Senado y el Pueblo el goce de su autoridad legal. Las legiones de Britania respondieron al popular discurso con ardorosas aclamaciones, que aun en Roma resonaron con un secreto murmullo de aplausos. Protegido por la posesión de su pequeño mundo y en el comando de un ejército que se destacaba menos por su disciplina que por su número y su valor,[333] Albino soportó las amenazas de Cómodo, conservó con Pértinax su ambigua reserva y luego se declaró rápidamente contra la usurpación de Juliano. Los trastornos de la capital reforzaron el patriotismo de sus sentimientos, o más bien de sus declaraciones, pero cierta decorosa prudencia lo inclinó a privarse de los altisonantes títulos de augusto y emperador, quizás a imitación de Galba, que en una situación similar se había titulado lugarteniente del Senado y el Pueblo.[334]

Sólo el mérito personal había elevado a Pescenio Níger desde su humilde cuna hasta el gobierno de Siria, un mando importante y lucrativo que en temporadas de guerras civiles lo acercaba al trono. Sus virtudes, sin embargo, al parecer lo habilitaban más para las gradas que para el pináculo de la soberanía. Fue un rival desproporcionado, aunque tal vez un teniente consumado, para Severo, quien luego sacó a la luz la generosidad de su pecho, adoptando varias instituciones provechosas, ideadas por un enemigo vencido.[335] Durante su gobierno, Níger se granjeó el aprecio de los soldados y el cariño de los particulares, pues su estricta disciplina fortaleció el tesón y corroboró la obediencia de los primeros, al paso que los voluptuosos sirios se complacían menos con la graciable entereza de su desempeño que con las muestras de afabilidad de sus modales y la complacencia con que asistía a sus frecuentes y pomposos festivales.[336] Al enterarse Antioquía del atroz asesinato de Pértinax, toda Asia propuso a Níger que vistiese la púrpura imperial y vengase su muerte. Las legiones del confín oriental le prestaron juramento; las provincias, opulentas pero desarmadas, que se extendían desde las fronteras de Etiopía[337] hasta el Adriático se sometieron gustosas a su poderío, y recibió la aprobación de los reyes allende el Tigris y el Éufrates, junto con su homenaje y sus servicios. Tan repentina felicidad no cabía en el pecho de Níger; se complacía de que iba a lograr su encumbramiento sin competencias ni derramamiento de sangre civil, y al saborear el insustancial boato del triunfo descuidaba su afianzamiento en la carrera de la victoria. En lugar de entablar negociaciones eficaces con los poderosos ejércitos de Occidente, cuyo impulso decidiría, o al menos podría equilibrar, la grandiosa competencia, y de dirigirse sin demora hacia Roma o Italia, donde se ansiaba su presencia,[338] Níger malogró en los lujos de Antioquía esos momentos irrecuperables que fueron diligentemente aprovechados por la denodada actividad de Severo.[339]

La tierra de Panonia y Dalmacia, que se extendía entre el Danubio y el Adriático, constituyó una de las últimas y más arduas conquistas de los romanos. Para defender su independencia nacional, una vez se presentaron en el campo de batalla doscientos mil de aquellos bárbaros; sobresaltaron a Augusto ya en sus últimos años, y ejercitaron la desvelada prudencia de Tiberio al frente de las fuerzas conjuntas del Imperio,[340] pero finalmente los panonios tuvieron que rendirse ante las armas y la maestría de los romanos. Ya hemos relatado su reciente avasallamiento, su vecindad e, incluso, su mezcla con las tribus independientes. Quizá también el clima, adecuado para engrandecer los cuerpos y menguar los intelectos,[341] contribuía a hacerles conservar su ferocidad primitiva, y aun cuando ya se habían rendido y estaban sometidos a la uniformidad de las provincias romanas, se manifestaba su temple nativo. Su belicosa juventud suministraba un incesante raudal de reclutas a las legiones establecidas en las márgenes del Danubio, las cuales, por su siempre encarnizada guerra con germanos y sármatas, fundadamente se consideraban las más valerosas.

A la sazón, el ejército de Panonia estaba comandado por Septimio Severo, natural de África, que en la gradual carrera de sus honrosos ascensos encubría su descomedida ambición, sin que deleitosos halagos, temores ni impulsos de humanidad lo desviasen un punto de su denodado rumbo.[342] Al enterarse de la muerte de Pértinax, reunió a su tropa, le efectuó un vivo retrato de la atrocidad, la insolencia y la flaqueza de la guardia pretoriana, y enardeció a las legiones tras la marcha, la refriega y la venganza. Concluyó con un eficaz epílogo, ofreciendo hasta cuatrocientas libras a cada soldado, donativo honorífico que duplicaba el del afrentoso cohecho con que Juliano había comprado el Imperio.[343] El ejército lo vitoreó con vehemencia, llamándolo Augusto, Pértinax y emperador, y de esta manera Severo (13 de abril de 193) trepó a la cumbre que le habían prometido sus anhelos y una larguísima serie de sueños y agüeros, fecundo producto de la superstición o del ardid.[344]

El nuevo candidato al poder advirtió y aprovechó su aventajada situación. Su provincia se extendía hasta los Alpes Julianos, que le daban un fácil acceso a Italia, y recordó el dicho de Augusto acerca de que en diez días un ejército de Panonia podía muy bien llegar a Roma.[345] Con la velocidad adecuada a tan grandiosa empresa, podía razonablemente esperar la venganza de Pértinax, el castigo de Juliano y el acatamiento del Senado y el Pueblo como legítimo emperador, antes que sus competidores, separados de Italia por un inmenso trayecto por mar y por tierra, se enteraran de sus progresos y de su elección. En su precipitada expedición, apenas se avenía a dar una corta pausa para el sueño o la comida, marchando a pie y completamente armado al frente de las columnas, internándose en el ánimo de la tropa y cautivando su afecto, avivando su diligencia, entonando su denuedo, infundiendo esperanza a sus anhelos, mostrándose colmadamente satisfecho de atravesar las mismas penurias que el soldado, mientras se estaba ya gozando en la superioridad de su recompensa.

El afligido Juliano creía lidiar con el gobernador de Siria por el Imperio, y se consideraba dispuesto a intentarlo, pero cuando se presentaron las invencibles legiones panónicas, vio que su ruina era inevitable. Los mensajeros que atropelladamente le iban llegando redoblaban más y más sus zozobras: le comunicaron de inmediato que Severo había cruzado los Alpes y que las ciudades de Italia, desinteresadas o incapaces de detenerlo, lo recibían con grandes muestras de sumisión y regocijo; que la importantísima plaza de Ravena se le había entregado sin resistencia, y que la escuadra del Adriático se hallaba en manos del vencedor. El enemigo ya estaba a doscientas cincuenta millas [402 km] de Roma, y en cada instante reducía precipitadamente el ya escaso tiempo de vida y poder de Juliano.

Sin embargo, intentó evitar, o al menos postergar, su exterminio. Acudió a la venal tenacidad de los pretorianos, llenó la ciudad de inútiles preparativos para la guerra, atrincheró los alrededores y aun reforzó las fortificaciones de su palacio, como si esas postreras defensas se pudieran sostener, desesperanzado de recibir auxilios para luchar contra un invasor victorioso. El miedo y la vergüenza impidieron que la guardia desamparase sus banderas, pero se estremecía al nombre de las legiones panónicas, comandadas por un general veterano habituado a vencer a los bárbaros del helado Danubio.[346] Se apartaban, pesarosos, del regalo de baños y teatros, para revestirse de armas que no estaban acostumbrados a manejar y cuyo peso los abrumaba. Los bravíos elefantes, cuyo aspecto monstruoso se esperaba que aterrase al ejército del Norte, tumbaron a sus torpes jinetes, y las desatinadas maniobras de los marineros sacados de la escuadra de Miseno servían de mofa para la plebe, mientras el Senado se complacía interiormente con la angustia y la debilidad de Juliano.[347]

Todos los pasos del emperador hacían manifiesta su trémula incertidumbre: insistía en que el Senado declarase enemigo público a Severo, y a la vez le rogaba a este último que se asociase al Imperio; le enviaba negociadores consulares, y asesinos ocultos para quitarle la vida. Proponía que las vestales y todo el sacerdocio colegiado, llevando en hábitos de ceremonia las sagradas prendas de la religión romana, salieran solemnemente en procesión al encuentro de las legiones, y al mismo tiempo, en su desvarío, consultaba y aplacaba a los hados con mágicas ceremonias y sacrificios indebidos.[348]

Ajeno a toda aprensión hacia las armas o los hechizos de Juliano, Severo sólo se cuidaba de conspiraciones encubiertas, con la leal escolta de seiscientos hombres selectos, que ni de día ni de noche, durante toda la marcha, se apartaban de su lado ni se desprendían de sus corazas. Con marcha veloz y denodada atravesó sin tropiezos los desfiladeros de los Apeninos, fue incorporando a su ejército la tropa y los embajadores que debían entorpecer sus avances e hizo un breve alto en Interamnia, a poco más de setenta millas [112,65 km] de Roma. Quedaba ya afianzada su victoria, mas la desesperación de los pretorianos podía hacerla sangrienta, y Severo abrigaba el digno anhelo de acceder al trono sin desenvainar la espada.[349] Sus emisarios, dispersos en la capital, aseguraban a la guardia que, si entregaban a su indigno caudillo y a los asesinos de Pértinax a la justicia del conquistador, el triste evento no se consideraría una obra de todo el cuerpo. Los desleales pretorianos, cuya resistencia sólo estribaba en una tenacidad bravía, se rindieron satisfechos a tan obvias condiciones, prendieron a la mayoría de los asesinos y manifestaron al Senado que se desentendían de la causa de Juliano. Convocado por el cónsul, el Senado reconoció unánimemente a Severo como legítimo emperador, decretó los honores divinos a Pértinax y pronunció sentencia de muerte contra su desventurado sucesor. Conducido éste a una estancia particular en los baños del palacio, fue degollado como un reo vulgar (el 2 de junio de 193), tras haber comprado con un tesoro inmenso un pasajero y angustioso reinado, que sólo duró sesenta y seis días.[350] La casi increíble expedición de Severo, que en tan corto plazo acaudilló a un grandioso ejército desde las orillas del Danubio hasta las del Tíber, demuestra tanto la abundancia de provisiones proporcionadas por la labranza y el comercio como la proporción de carreteras, la disciplina de las legiones y el temple débil y sumiso de las provincias.[351]

Dos intentos embargaron de inmediato los desvelos de Severo, hijo el uno de su política, y el otro del decoro: la venganza y los honores debidos a la memoria de Pértinax. Antes de su entrada en Roma, expidió un mandato a los pretorianos para que esperasen su llegada en una extensa llanura, junto a la ciudad, sin armas pero en traje de ceremonia, según solían acompañar al soberano. Obedeció la altanera tropa, cuyo pesar se originaba en su justificado temor. Acorralados por una porción del ejército ilirio que les apuntaba con sus venablos, imposibilitados tanto de huir como de pelear, muda y desconsoladamente esperaban su sentencia. Sube Severo al tribunal, les critica adustamente su cobarde traición, los arroja con deshonra de la profesión que habían mancillado, los despoja de sus lujosas ropas y los destierra, con la amenaza de la pena de muerte, a una distancia de cien millas [161 km] de la capital. Entre tanto, se había elegido otro cuerpo para apoderarse de sus armas, ocupar su campamento y precaver las atropelladas consecuencias de algún acto desesperado.[352]

Luego se efectuaron solemnemente y con enlutada magnificencia las exequias y la consagración de Pértinax,[353] y el Senado, melancólico y afectuoso, tributó sus postreras demostraciones a ese príncipe tan íntegro a quien había amado y aún lloraba. No era sin duda tan entrañable el duelo del sucesor, pues si bien apreciaba las excelencias de Pértinax, estas mismas lo hubieran arrinconado en su privada jerarquía. Severo pronunció su oración fúnebre con estudiada elocuencia, complacencia interior y tristeza bien aparentada, y con este esmerado aprecio de su memoria dejó convencida a la incauta muchedumbre de que sólo él era digno de reemplazarlo. Consciente, no obstante, de que las armas, y no las manifestaciones exteriores, podían afianzarlo en su demanda, salió de Roma a los treinta días, y sin ufanarse de tan llana victoria, se preparó para enfrentar a sus más formidables rivales.

El sobresaliente desempeño y el éxito de Severo inclinaron a un elegante historiador a parangonarlo con el primero y el mayor de los Césares.[354] Este paralelismo es al menos imperfecto, pues no se manifiestan entre las cualidades de Severo el alma arrolladora, la clemencia rebosante y el grandioso numen que hermanaba el amor al placer con el afán de conocimiento y con la ambición.[355] Cabe, sin embargo, cierto asomo de semejanza: la velocidad de los movimientos y la victoria civil. En menos de cuatro años (193-197),[356] Severo sometió las riquezas de Oriente y el valor de Occidente, derrotó a dos competidores de habilidad y prestigio, y venció a fuertes ejércitos, armados y disciplinados al igual que el suyo. En aquel tiempo, todos los generales romanos poseían el arte de la fortificación y la ciencia táctica, y la superioridad de Severo se cifraba en la maestría con que descollaba en el manejo de idénticos instrumentos. No me detendré a detallar sus operaciones militares, pero como ambas guerras civiles contra Níger y contra Albino fueron casi idénticas en su disposición, sus acontecimientos y sus consecuencias, voy a concretar como en un mapa las más notorias y características particularidades para retratar la índole del vencedor y el estado del Imperio.

La hipocresía y la falsedad, por más impropias que aparezcan en una jerarquía encumbrada, nos lastiman con menos visos de ruindad que cuando se las encuentra en los intercambios de la vida privada. En esta última acreditan cobardía, pero en la otra tan sólo manifiestan carencia de poder, y como no es posible, aun para el estadista más consumado, avasallar a millones de seguidores y enemigos con sus fuerzas personales, el mundo al parecer le ha franqueado, con el nombre de política, suma tolerancia de maña y disimulo. Pero las artimañas de Severo no se justifican, ni siquiera con las mayores libertades permitidas por la razón de Estado. Prometía para engañar, lisonjeaba para destruir, y, por más que se comprometiera con juramentos y tratados, su conciencia sometida al interés siempre se avenía a liberarlo de sus responsabilidades.[357]

Si ambos competidores, hermanados por su propio riesgo, lo hubieran atacado unificada y rápidamente, quizá Severo se habría rendido ante su superioridad. Si al mismo tiempo lo hubiesen embestido con miras y ejércitos separados, la contienda habría sido larga y dudosa, pero sucesivamente fueron presa de las armas y los ardides de su sutil enemigo, que supo aturdirlos con su alevosa moderación, y estrellarlos con la velocidad de sus avances. Embistió primero a Níger, de quien temía el poder y la reputación, pero se desentendió de toda demostración hostil, calló el nombre de su antagonista y sólo manifestó al Senado y al Pueblo su ánimo de regular a las provincias orientales. En privado hablaba de Níger como de un antiguo amigo y un sucesor ideal,[358] con aprecio y cariño, y aclamaba su afán de vengar la muerte de Pértinax, pues correspondía a todo general romano el castigar a un villano usurpador del trono, y añadía que resistir con las armas al legítimo emperador reconocido por el Senado podía convertirlo en criminal.[359] Tenía en su poder a los hijos de Níger y los de varios gobernadores de provincias, custodiados en Roma como rehenes por la lealtad de sus padres,[360] y, mientras la potestad de Níger causaba temor y aun respeto, se los iba educando con esmero juntamente con los hijos de Severo; pero luego los alcanzó el desastre paterno, y, primero con el destierro y después con la muerte, se los quitó de en medio sin compasión.[361]

Cuando Severo se vio comprometido en la guerra de Oriente, temía fundadamente que el gobernador de Britania atravesara el mar y los Alpes, se abalanzara al trono vacío del Imperio y se opusiera a su regreso con la autoridad del Senado y las fuerzas de Occidente. La inexplicable conducta de Albino al no asumir el título imperial daba lugar a la negociación. Olvidando a un tiempo sus declaraciones de patriotismo y el afán de la soberanía, aceptó el precario título de César como galardón por su aciaga neutralidad. Hasta que se decidió la primera contienda, Severo dio mil demostraciones de aprecio a quien ya había sentenciado a muerte, y, aun en la carta en la que le comunica su victoria sobre Níger, trata a Albino de «hermano en el alma y en el Imperio», lo saluda expresivamente de parte de su consorte Julia y de su tierna prole, y lo insta a conservar los ejércitos y la República siempre fieles a su interés común. Encargó a los portadores que se acercasen cortésmente al César, le pidiesen audiencia privada y le clavasen sus dagas en el pecho.[362] Se descubrió la conspiración, y finalmente el crédulo Albino cruzó al continente y se dispuso para una contienda, ya desigual, con su competidor, que se le arrojaba con un ejército veterano y victorioso.

Los conatos militares de Severo no se corresponden, al parecer, con la importancia de sus conquistas. Dos refriegas, una junto al Helesponto y la otra en los estrechos desfiladeros de Cilicia, derribaron al competidor sirio, y las tropas europeas, como siempre, descollaron sobre los afeminados asiáticos.[363] Igual fracaso padeció Albino en la batalla de Lyon, donde pelearon alrededor de ciento cincuenta mil romanos.[364] Por cierto, el ejército de Britania se enfrentó con la aguerrida disciplina de las legiones ilíricas en reñida y dudosa contienda, y durante un lapso peligraron incluso la persona y el prestigio de Severo, hasta que su veterana maestría rehizo las tropas quebrantadas y finalmente las condujo a su victoria decisiva,[365] y en ese memorable día terminó la guerra.

Las guerras civiles de la Europa moderna se han caracterizado no sólo por el encarnizado encono de los contendientes, sino también por su tenacísima perseverancia, y solían justificarse con algún móvil, o al menos disfrazarse con algún pretexto, de religión, independencia o lealtad. Los caudillos eran señores independientes y predominantes, sus tropas peleaban como hombres interesados en los resultados del trance, y, como el espíritu marcial y el entusiasmo partidario embargaban a toda la comunidad, el dirigente vencido luego reclutaba nuevos allegados, ansiosos todos de derramar su sangre en la misma causa. Pero los romanos, una vez derribada la República, batallaban únicamente por la elección de un caudillo, y bajo las banderas de un candidato popular para el Imperio unos pocos se alistaban por afecto, algunos por temor, muchos por interés y ninguno por principios. Las legiones, ajenas a todo partido, se cebaban con los cuantiosos donativos y con las aún más cuantiosas promesas, de modo que una derrota, al ocasionar que el caudillo no pudiera cumplir sus compromisos, ahuyentaba a sus asalariados y los dejaba dueños de salvarse, desamparando a tiempo la malograda causa. Las provincias prescindían del nombre que las regía o desangraba, al dominarlas el poderío actual y, cuando este último se estrellaba contra otro más pujante, acudían rápidamente a implorar la clemencia del vencedor, quien, para cubrir su inmensa deuda, tenía que sacrificar a la codicia de sus soldados los territorios más inculpados. En la extensa área del Imperio Romano, había pocas ciudades fortificadas capaces de amparar a una hueste derrotada, y no había individuo, familia o clase cuyo natural interés, sin el apoyo del gobierno, alcanzase a restablecer al partido perdedor.[366]

Sin embargo, en la contienda entre Níger y Severo se destaca, como una honrosa excepción, Bizancio. Al ser el principal lugar de tránsito entre Europa y Asia, encerraba una guarnición poderosa, con 500 naves de resguardo ancladas en su puerto.[367] El ímpetu de Severo burló esa defensa ya que, después de encargar el sitio a sus generales, dominó el indefenso tránsito del Helesponto y, despreciando a enemigos menores, marchó precipitadamente en busca de su competidor. Bizancio fue embestida por una hueste numerosa y creciente, y luego por toda la fuerza naval del Imperio; sostuvo un sitio de tres años, y se mantuvo leal al nombre y la memoria de Níger. A soldados y ciudadanos (ignoramos por qué causa) los animaba igual denuedo, y varios de los principales capitanes de Níger, que no esperaban un indulto o no tenían interés por él, se arrojaron a este postrer refugio; la fortificación se consideraba inexpugnable y, en su defensa, un sobresaliente ingeniero desplegó todo el poder mecánico que conocían los antiguos.[368] Finalmente, Bizancio se rindió a causa del hambre; los magistrados y la tropa fueron degollados, se arrasaron los muros, se derogaron los privilegios y la ciudad cuyo destino era ser capital de Oriente se convirtió en una aldea abierta y acosada por la incómoda jurisdicción de Perinto. El historiador Dion Casio, que celebró a la Bizancio floreciente y lamentó su asolación, criticaba al vengativo Severo el haber privado al pueblo romano del más poderoso freno contra los bárbaros de Ponto y de Asia.[369] Los sucesos inmediatos corroboraron esta afirmación, cuando las escuadras godas cubrieron el Euxino, atravesaron el indefenso Bósforo y se internaron en el Mediterráneo.

Níger y Albino fueron alcanzados y muertos al huir del campo de batalla, y no se extrañó ni se condolió su paradero. Habían apostado sus vidas en el trance del Imperio y padecieron lo mismo que hubieran decretado; y Severo no aspiró a la grandiosa arrogancia de tolerar a sus competidores en la llaneza privada, pero su insensible pecho, estimulado por la codicia, soltó la rienda de sus venganzas allá donde no había asomo de recelo. Los provinciales más considerables, que, sin abominar del afortunado aspirante, habían obedecido a los gobernadores que la suerte les deparara, fueron castigados con el destierro, la muerte y muchos de ellos con la confiscación de sus bienes. Despojadas de sus antiguas prerrogativas, varias ciudades de Oriente tuvieron que pagar al erario de Severo cuatro veces más que lo que le habían abonado a Níger.[370]

En el transcurso de la guerra, la incertidumbre del éxito refrenó hasta cierto punto la crueldad de Severo y su aparente respeto al Senado, pero la cabeza de Albino, acompañada por una amenazadora carta, comunicó a los romanos que estaba resuelto a dar fin a todos los allegados de su infausto competidor. Lo ensañaba el fundado recelo de no merecer el afecto del Senado, y encubrió su rencor con el descubrimiento de una correspondencia sediciosa; sin embargo, indultó a treinta y cinco senadores, acusados de haber favorecido a la parcialidad de Albino, y por su conducta posterior se esmeró en convencerlos de que había olvidado no menos que absuelto sus mencionados agravios. Pero al mismo tiempo condenó a otros cuarenta y un senadores, cuyos nombres recuerda la historia,[371] con sus mujeres, hijos y clientes, y padecieron igual exterminio los más renombrados particulares de España y Galia. Sólo tan extremada justicia —pues así la llamaba— era, en el concepto de Severo, lo que podía afianzar la paz del pueblo y la permanencia del príncipe, y lamentaba que, para ser sereno, antes debía ser cruel.[372]

El verdadero interés de un monarca absoluto suele hermanarse con el de su pueblo. El número, la riqueza, el arreglo y la seguridad de este último son los principales y únicos cimientos de la mayor grandeza de aquél, y cuando el soberano carece de toda virtud, la cordura hace sus veces y le va delineando el mismo rumbo. Severo consideraba al Imperio Romano como propiedad suya, y, no bien tuvo afianzada su posesión, trató de mejorar y beneficiar tan envidiable triunfo. Leyes acertadas y cumplidas con entereza pronto reprimieron los muchos abusos que desde la muerte de Marco corrompían todas las áreas del gobierno. Respecto de la administración de justicia, los fallos del emperador eran en extremo estudiados, discretos e imparciales, y, si tal vez se desviaba un tanto de la equidad, era por lo general a favor de los menesterosos y oprimidos, seguramente no tanto por rasgo de humanidad como por la propensión de un déspota a deteriorar la grandeza y hundir a todos los súbditos en una absoluta dependencia. Su considerable dispendio en edificios, espectáculos y, ante todo, en el reparto incesante de trigo y provisiones, era el imán más eficaz que le cautivaba el afecto del pueblo romano.[373] Se extinguieron los quebrantos y lamentos de la discordia civil; una paz estable y una risueña prosperidad renacieron en las provincias, y varias ciudades, restablecidas gracias a la generosidad de Severo, se titularon sus colonias y le tributaron monumentos públicos de gratitud y felicidad.[374] El prestigio de las armas romanas resurgió con este belicoso y afortunado emperador,[375] que fundadamente se ufanaba de que, habiendo recibido un Imperio acosado por guerras ajenas y propias, lo había dejado disfrutando una paz honorable, profunda y universal.[376]

Aunque las llagas de la guerra civil habían cicatrizado por completo, su mortal veneno aún roía ocultamente las entrañas de la constitución. Severo abundaba en poderío y aptitud, pero ni aun el alma denodada del primer César y la política recóndita de Augusto hubieran alcanzado a doblegar la altanería de sus legiones victoriosas. Por agradecimiento, por equivocada maniobra o por aparente necesidad, Severo se inclinó a disminuir la rigurosidad de la disciplina.[377] Los soldados presumían de llevar anillos de oro y él les otorgó el permiso de vivir casados en el ocio de sus cuarteles. Aumentó sus pagas, y los fue acostumbrando primero a esperar y luego a requerir donativos extraordinarios con motivo de peligros o de festividades. Ensoberbecidos por sus triunfos, quebrantados por la frivolidad y encumbrados sobre los demás súbditos con sus arbitrarios privilegios,[378] pronto fueron incapaces para el desempeño militar, oprimieron el país y se insubordinaron. Los oficiales se destacaban tanto por su jerarquía como por su lujosa y desmedida elegancia. Aún se conserva una carta de Severo en la cual se lamenta del desenfreno del ejército, y encarga a uno de sus generales la necesaria reforma, empezando por los tributos, pues, como atinadamente lo advierte, el oficial que ha desmerecido el aprecio nunca logrará la obediencia de sus soldados.[379] Internándose más y más en estas reflexiones, el emperador advirtió que la causa fundamental de tanto desorden provenía, no en verdad del ejemplo, sino de la perniciosa condescendencia del comandante en jefe.

Los pretorianos que habían asesinado al emperador y vendido al Imperio fueron merecidamente castigados por su bastardía, pero la necesaria, aunque peligrosa, institución de los guardias quedó luego restablecida según un nuevo esquema por Severo, que aumentó hasta cuatro veces su antigua fuerza.[380] Primitivamente los soldados se reclutaban de Italia, mas, como las provincias contiguas se fueron civilizando a la par que Roma, los refuerzos se alistaron en Macedonia, Nórica y España. En lugar de aquellas tropas vistosas, más propias del boato de la corte que del ejercicio de campaña, Severo dispuso que de todas las legiones fronterizas progresivamente se fuesen escogiendo los hombres más destacados en fuerza, denuedo y lealtad, para promoverlos, como honor y recompensa, al aventajado servicio de la guardia.[381] Con esta nueva creación, la juventud italiana se distanció del uso de las armas, y la capital quedó aterrorizada por el ademán bravío y las extrañas costumbres de una muchedumbre selvática. Sin embargo, Severo se complacía en pensar que las legiones considerarían a estos selectos pretorianos como representantes de toda la clase militar, y que el auxilio de 50 000 hombres, superiores en armas y en paga a cuanta fuerza asomase en campaña contra él, desesperanzaría a todo rebelde, afianzando el Imperio para él y para su posteridad.

El mando de esta condecorada y formidable tropa comenzó a ser el oficio más admirado del Imperio. A medida que el gobierno fue degenerando en despotismo militar, el prefecto pretoriano, que originariamente había sido un mero capitán de guardias, encabezó no sólo el ejército sino la hacienda y aun la legislación, pues en todos los ramos representaba a la persona del emperador y ejercía su autoridad. Plauciano fue el primer prefecto que gozó y abusó de tan inmenso poder, como íntimo en la confianza de Severo. Su predominio duró más de diez años, hasta que el enlace de su hija con el primogénito del emperador perjudicó su encumbramiento en lugar de afianzarlo.[382] Las animosidades palaciegas, que irritaron la ambición y fomentaron los temores de Plauciano, amenazaron con una revolución, y el emperador, que aún lo amaba, hubo de aceptar a disgusto su muerte.[383] Derribado Plauciano, se nombró para el desempeño de tan alto cargo a un ilustre letrado, el célebre Papiniano.

Hasta el reinado de Severo resplandecían la virtud y aun la sensatez de los emperadores en su estudiado respeto hacia el cuerpo de senadores y el sistema político instituido por Augusto. Mas desde su juventud Severo se crió en la sometida obediencia de los campamentos, y empleó la edad madura en el despótico mando militar. Su altanería no alcanzaba a percibir o no reconocía las ventajas de conservar una potestad intermedia, aunque imaginaria, entre el emperador y el ejército. Desdeñando profesarse servidor de una asamblea que lo odiaba y le temía, expedía mandatos cuando sus requerimientos fueran probadamente eficaces; ostentaba la conducta y el estilo de soberano y triunfador, y ejercía sin disimulo la potestad legislativa a la par que la ejecutiva.

Su victoria sobre el Senado fue fácil y poco gloriosa, pues la vista y los anhelos se clavaban en el supremo magistrado que disponía de las armas y del erario, al tiempo que el Senado, que no había sido elegido por el pueblo y no estaba resguardado por la milicia ni animado por el interés público, no tenía más protección que la frágil y fragmentada base de la antigua opinión. La hermosa teoría de la república se iba desvaneciendo, y dejaba lugar a los principios más naturales y sustantivos de la monarquía. A medida que la libertad y las condecoraciones de Roma iban trascendiendo a las provincias, en las cuales, o no se había conocido al antiguo gobierno, o se lo recordaba con abominación, el alcance de las máximas republicanas vino a borrarse por entero. Los historiadores griegos de la época de los Antoninos[384] advierten con maligna complacencia que, si bien los soberanos de Roma, ateniéndose a una preocupación ya anticuada, se abstuvieron del título de reyes, estaban posesionados de la plenitud del poderío regio. Durante el reinado de Severo, el Senado se llenó de esclavos cultos y persuasivos provenientes de las provincias orientales, que justificaban su adulación con los especulativos principios de la servidumbre. Cuando abogaron por las regalías, la corte los escuchó halagüeña, y el pueblo, en cambio, sufridamente, cuando elogiaban la obediencia absoluta y se explayaban acerca de las fatalidades de la libertad. Letrados e historiadores se aunaban para repetir que la autoridad imperial estribaba no en un encargo temporal, sino en la cesión irrevocable del Senado; que los vínculos de las leyes civiles no alcanzaban al emperador, quien podía disponer a su albedrío de las vidas y los bienes de los súbditos, como también del Imperio y de un patrimonio privado.[385] Los más distinguidos letrados, especialmente Papiniano, Paulo y Ulpiano, florecieron con la casa de Severo, cuando la jurisprudencia romana se había hermanado estrechamente con el sistema monárquico.

Los contemporáneos de Severo, en medio de la gloriosa bonanza de su reinado, se desentendían de las crueldades que lo habían establecido, mas la posteridad, que pudo ver los aciagos efectos de sus máximas y su ejemplo, fundadamente lo consideró el principal autor de la decadencia del Imperio Romano.