V Rúan: una rápida ofensiva con la intensión de matar

Las que siguen son prácticas rápidas e ilegales a la hora de matar: los animales pueden ser conducidos al mar, a un charco, al barro… Hacerlo con malas intenciones y de forma negligente causará la pérdida de algunos de ellos…

Herir a un animal es como herir a un ser humano, desde la muerte al tajo más profundo.

Aquella mañana, dos pelirrojas perfumadas y bien vestidas observaban a la multitud desde la ventana, mejilla con mejilla, como dos peonías de la misma guirnalda.

María, la pequeña reina de Escocia, sujeto el rostro entre sus cálidas palmas, dijo con voz soñadora en inglés:

—Siento haber mordido a vuestro tití.

A pesar de sus palabras, el límpido rostro de la niña no denotaba arrepentimiento alguno. Uno de sus dedos tenía un pequeño vendaje.

—No os disculpéis —dijo Jenny Fleming levantando su bonita y firme mano del hombro de la pequeña—. Estamos un poco nerviosas, y además el muy bruto ha sido el que ha tenido la última palabra, en todo caso. Dios mío, como encima de que nos escapemos os cojáis la rabia, seguro que me despellejan viva como le hizo la viuda a aquel juez.

La Reina miró a su tía favorita durante un largo momento.

—¡Tenéis miedo! ¡Tenéis miedo de que nos descubran! —dijo con voz penetrante.

Aunque algunos pudieran haberla acusado de ello en algún momento de desesperación, lo cierto es que Jenny Fleming no había sentido temor en su vida. Tenía el alma habitada de hermosos pavos reales y otras encantadoras fantasías y sentía un anhelo infantil de experimentar emociones fuertes. Quizás fuera por ello que los niños la adoraban. María, futura novia del Delfín y tesoro de la guardería real, era su pupila más especial; pero también el propio novio, de seis años, Louis, era su aliado y las pequeñas princesas francesas Elizabeth y Claude, sus más rendidas admiradoras.

Treinta y siete niños vivían y eran criados junto con los Hijos de Francia, a los que servían, con los que jugaban y a los que hacían compañía. A causa de aquello, las travesuras y el sarampión irrumpían con idéntica facilidad en las guarderías reales. Aquel mes, uno de los príncipes de menor edad estaba enfermo —en realidad estaba muriéndose, aunque no lo supieran todavía—, por lo que la enorme guardería de bebés, con sus ciento cincuenta cuidadores y sus cincuenta y siete cocineros, se había trasladado a Mantes. Así pues, en lugar de la abrumadora marejada de mozos, pajes y damas de honor que solían acompañarla, la reina María estaba actualmente en la corte sólo con su madre, con su tía y con los cuatro retoños Fleming para vigilarla.

Y, aquel día, ni siquiera estaban todos ellos. James, lord Fleming, un jovencito rubio y solemne de quince años, cabalgaría al lado del Rey durante la Entrada. Margaret Erskine, con su marido, vería el desfile desde el pabellón real junto con el séquito de la Reina madre. Y allí, desde aquel magnífico ventanal del Faubourg St. Sever, María, la reina de Escocia, podría disfrutar del espectáculo junto con su tía Jenny Fleming y sus dos primitos Fleming, sin nodriza, mozo o paje que las custodiara, a excepción de los dos arqueros de la Guardia Real apostados tras la puerta. Una situación sumamente atractiva para Jenny Fleming, sobre la que llevaba varios días haciendo planes.

En aquel momento, media hora antes del comienzo del desfile, miró el reloj, dio un respingo y comenzó a repartir capas.

—¡Venga! ¡Dios mío, espero que no lleguemos tarde! —corrió hacia la puerta cogiendo de las manos a los tres niños que revoloteaban a su alrededor.

Afuera, ambos arqueros se pusieron firmes ante las abrigadas figuras, y uno de ellos respondió al guiño de la inconfundible y esbelta silueta de la mayor de las Fleming. La augusta tía de la Reina podía hacer estupendos tratos cuando se lo proponía y aquel día, como siempre, sus deseos eran ley. La histórica Entrada del muy magnánimo, poderoso y victorioso rey de Francia, Enrique, segundo del mismo nombre[7] en la leal ciudad de Ruán, iba a ser Realmente acompañada. Nadie, con uniforme o sin él, habría de disuadir a la pareja de irresponsables pelirrojas de su férreo capricho.

La madrugada de aquel mismo día O’LiamRoe y su secretario, sin Piedar Dooly, abandonaron la Croix d’Or fuertemente escoltados para cruzar ciudad y puente y colocarse en buena posición para presenciar la Entrada. Lord d’Aubigny, vestido con incomparable magnificencia, los había recogido y Robin Stewart, también con sus mejores galas, los seguía con un puñado de hombres.

Las calles estaban ya prácticamente intransitables. Media Normandía iba a tomar parte en el desfile en honor al rey Enrique y la otra media había acudido para presenciarlo.

Las calles estaban atestadas desde la medianoche y la ruta que iba a seguir la procesión, la rue Grand Pont, la Cross, la rue St.-Ouen, St.-Maclou, el puente Robec y la catedral, habían sido tapizadas de alfombras y de flores mientras en las engalanadas ventanas que orillaban el recorrido se agolpaba el gentío.

El sonido de una trompeta se alzó sobre el ruido de la turba y la multitud aceleró el paso. La trompeta volvió a sonar.

—Por Dios, vamos a llegar tarde —dijo Robin Stewart. Lord d’Aubigny soltó un juramento al oírlo. La culpa de la tardanza había sido suya, pero, al contrario que los otros, él tenía asignado un puesto público y prominente en la procesión.

—Allí hay un carromato —dijo O’LiamRoe tranquilamente.

Con las prisas, los huéspedes del rey de Francia no habían tenido ocasión de cruzar ni dos palabras, pero hasta el momento parecían más divertidos que impresionados por el acontecimiento, aunque O’LiamRoe, empeñado en ver algo, había trepado afanosamente a un poste en dos ocasiones y había tenido que ser rescatado, agarrándolo por los sobacos, para impedir que cayera al suelo y le aplastara la multitud.

El carromato que había señalado transportaba al último cortejo: un grupo de ninfas ataviadas con guirnaldas y cestillos de flores; unos cuantos hombres portando castillos de cartón sobre unas parihuelas; dos jóvenes disfrazados de tristes cautivos con las muñecas encadenadas y tres personajes vestidos con traje de romano, con las rodillas al aire y llevando cada uno un borrego que no paraba de debatirse, inquieto, entre los brazos.

—Vamos —dijo O’LiamRoe subiéndose decidido al vehículo. Thady Boy se acomodó a su lado y Robin Stewart, seguido de sus hombres, hizo lo propio.

Lord d’Aubigny dudó. No le parecía una buena idea, pero tampoco se le ocurría otra alternativa. En todo caso, él no tenía ninguna intención de montarse en el carromato. Tras una breve y amigable conversación con el apuesto joven a caballo más cercano que vio, fue invitado a compartir montura y desapareció.

El carromato con su heterodoxa carga comenzó a rodar. O’LiamRoe, que se había hecho con una trompeta, como un Laoconte protestón se dedicó a criticar en voz alta los desfiles y las procesiones conmemorativos de victorias, que eran, según decía, burda copia de los de los Tolomeos. Su enardecido discurso no hizo sino provocar las risas de una ninfa que iba sentada al lado de un arquero. El sol comenzó a brillar dibujando sombras que danzaban frescas y juguetonas sobre la multitud; los dorados y los barnices comenzaron a relucir, iluminados por el astro, que poco a poco iba calentando y relajando los rostros fríos, neuróticos y malhumorados. Se oían carcajadas y vítores por doquier. El carromato, en medio de una marea de ruido, alcanzó por fin las puertas de la ciudad y comenzó a cruzar el puente, saludado por la fresca brisa del río.

El Sena aparecía cubierto de barcos. A su derecha, los grandes mercantes estaban atestados hasta las vergas y a la izquierda cabeceaban ondulantes las embarcaciones más pequeñas, recién pintadas y adornadas con todo tipo de banderolas. En la lejana orilla, sobre el Arco de triunfo, Orfeo esperaba enfrascado en animada charla con Hércules. A su lado en la playa, Neptuno, cubierta su túnica azul con una capa, yacía acurrucado junto a una hidra de siete cabezas que devoraba una salchicha tumbada apaciblemente. Junto a ella, tres hombres aguardaban sentados junto a una ballena de escayola.

El ruido de los barcos, el griterío, el continuo agitarse de las banderas multicolores sobre la procesión, preparada para desfilar, disfrazada y cubierta de reverberante bisutería cual ejército privado reclutado por los dioses, fue demasiado para los borregos del carromato. Los animales, aterrados, consiguieron liberarse de las manos que los sujetaban. Uno saltó por un lateral del carromato. Otro se debatía acorralado por la trompeta de O’LiamRoe y el tercero fue silenciado poniéndole una olla en la cabeza. En medio de las carcajadas, los gritos, los balidos y una sarta de trompetazos, O’LiamRoe llegó al pabellón de los espectadores cual Dionisos en su carro, acompañado de Pan, de ménades y sátiros, pero sin Thady Boy Ballagh, quien, para disgusto del descorazonado Robin Stewart, se había esfumado.

No hubo tiempo para buscarle. La fanfarria empezó a sonar. Corriendo, alcanzaron el pabellón mientras los tambores repicaban y la voz de Georges d’Amboise declaraba desde el otro lado del río que Su Majestad el Rey había tomado asiento en su sitial.

O’LiamRoe y Stewart encontraron los oscuros bancos que tenían asignados y se sentaron. Entre agitados murmullos y el frufrú de las sedas, deslumbrantes como pajarillos preciosos y exóticos, la corte de Francia y sus invitados ocuparon sus puestos alrededor. Sobrevino un silencio en el que comenzó a sonar, trémulo, el Exaudiat te Dominus de la primera procesión.

Aturdido por los perfumes y cegado por el oro de los vestidos, O’LiamRoe observó, con el resto de los asistentes, la larga fila de clérigos con negras capuchas que portaban enormes y temblorosas cruces y emprendían su lento caminar. La triunfante y feliz Entrada había comenzado.

En el medio de todo aquello, situado tras los cancilleres y las corporaciones, los parlamentarios y otras dos carrozas profusamente decoradas, destacaba el carro de la Alegre Fortuna. Tirado por unicornios y rodeado de ninfas, lanceros y alabarderos, representaba al rey Enrique entronizado con cuatro de sus hijos a sus pies. Una figura alada, esbelta y elegante, le ofrecía con altiva gracia una corona de papel.

El hermoso carro tuvo una gran acogida. Tras el desfile de espléndidos personajes que le precedían, los unicornios de la Alegre Fortuna, montados por jinetes disfrazados, soportaban bastante bien los cuernos postizos. Sobre el carro, que había sido decorado con versos que glosaban alabanzas a Su Majestad, el figurado Rey, con cetro y armiño, además de estar realmente imponente, se parecía mucho al auténtico. El pequeño que hacía de Delfín era, obviamente, hijo suyo. Como también era evidente que el esbelto ángel y los otros tres niños, recatadamente sentados sobre cojines adornados con borlas, estaban emparentados entre sí. Aquellas tres cabezas pelirrojas le hicieron recordar algo a la Reina madre.

—Tengo que decirle a vuestra madre que se deshaga del tití —dijo distraídamente María de Guisa a Margaret Erskine—. María juega con él y el animalito muerde.

Su mirada, posada perezosamente en la carroza, enfocó de pronto una figura familiar y se detuvo en una manita con un pequeño vendaje. La reina madre de Escocia, estremecida, se aferró con dedos de hierro a la suave muñeca de Margaret Erskine.

—¡No es posible!

La hija de Jenny Fleming, apretando los labios con fuerza, cruzó la mirada con su esposo. Aquel no era momento para montar en cólera. Ya hablarían cuando se encontraran en privado. La mano de la Reina madre había empezado a relajarse.

—Sí, lo es —dijo Margaret Erskine—. Fijaos en quién es el ángel.

El carro de la Alegre Fortuna llegó ante el pabellón y se detuvo; el rey se inclinó ante el Rey y la multitud estalló en vítores, lanzando flores al aire. Al poco, los unicornios retomaron la marcha llevándose con ellos en el carro, ante la ignorante mirada de la mayoría de la audiencia, a lady Fleming, María Fleming, Agnes Fleming y a Su pequeña Majestad, la reina de Escocia.

O’LiamRoe estaba francamente admirado también y comentaba con su vecino más próximo que el carro haría un espléndido papel en Irlanda en un día de mercado y dejaría con toda seguridad bizcas a las gallinas, que quedarían maravilladas ante las hermosas pinturas que adornaban la carroza. El Príncipe quedó aún más fascinado si cabe por las tres parejas de elefantes que seguían al carro, precedidas cada una por un cuidador tocado con turbante. Los imponentes animales iban adornados con borlas, medias lunas y hermosos jaeces.

Paseaban dócilmente sus grandes corpachones moviendo los rabos ligeramente, balanceando rítmicamente sobre sus macizas espaldas réplicas de barcos, fuertes y castillos conquistados. En la cabecera iba la pareja de animales más impresionante, dos enormes moles de noble testa cuyos ojos color avellana, brillantes y curiosos, denotaban al animal joven, en la flor de la vida. El elefante macho del grupo, en la cabecera, portaba sobre su lomo cuatro pebeteros de bronce, humeantes de aceite perfumado. Su amplia frente parecía transmitir serenidad y sus pequeños ojos observaban el entorno con una expresión vivaz y quizás divertida.

Después de los elefantes llegó el cortejo de a pie, seguido por los Infantes de honor montados a caballo. Cuando el final de la procesión estaba a la vista, el Rey se puso en pie, junto con los príncipes y pares de su séquito, y se dispuso a montar para, siguiendo a sus ciudadanos, entrar en su querida ciudad de Ruán.

La cabeza de la procesión alcanzó el puente y comenzó a cruzarlo. En medio del silencio, cascos y zapatos retumbaron con estruendo sobre el puente de madera. Austera y espléndida, la campana de la catedral repicó en el aire de octubre. Las campanadas rasgaban el aire mientras la corte, resplandeciente en blanco y plata, seguía la larga y laboriosa estela del desfile. La aguda y dulce voz de Marie d’Estouteville se unió a la de Georges d’Amboise y juntos entonaron un solemne himno de homenaje mientras, iglesia tras iglesia y campanario tras campanario, despertaban a su voz. Le siguieron otras canciones. Estaban sonando Wouvely Cache-Ribaud cuando el estampido de las salvas anunció que el Rey estaba aproximándose al puente.

La música inundó el aire y fluyó por entre la multitud. Un cañonazo anunció desde el río el comienzo del espectáculo acuático. Amortiguado por los vítores y ovaciones, un petardo estalló con gran estrépito bajo las tripas de los unicornios en el momento en que el carro de la Alegre Fortuna llegaba al puente de madera. Después estalló otro. El sudoroso caballo que iba en la cabecera, espantado, sacudió la cabeza con el cuerno torcido y, de un tirón, se liberó de la brida que lo sujetaba y dio media vuelta. Los arreos tintinearon, las ruedas chirriaron y patinaron y el jinete, tras perder el control, se adelantó gritando justo cuando el resto de los caballos unicornio, atascados en la vía, frenaban en una maraña de bridas y correas. El carro, oscilando tras ellos, chocó contra la carroza que tenía delante, se soltó y quedó atravesado sobre el puente con cuatro asustados niños desparramados dentro y un rey postrado sosteniendo a un ángel caído entre sus brazos. Los seis elefantes que venían a continuación vacilaron un momento. A la altura del gran macho que iba en cabeza, un hombre con atuendo oriental les increpó con aspereza. Hubo una pausa. En aquel instante, inadvertida por la multitud, una ballena de escayola empezó a moverse rápidamente y en silencio desde un extremo del puente, deslizándose sobre sus ruedas. Pálida, espantosa y veloz, enfiló hacia la última pareja de elefantes. Cuando estos, con los ojos en blanco, se arrimaron entre sí, asustados, el cetáceo de yeso abrió sus fauces y escupió, balando, ensangrentado y medio ciego, al borrego extraviado. Cual flor marchita en medio de un bosque de grises y petrificados miembros, el cordero, enloquecido, se metió entre los elefantes.

Estos, alteradísimos, siguieron la única dirección posible, es decir, adelante, hacia el puente. El hombre, la mujer y los niños del carro caído, la expectante multitud y la atónita masa que formaba la procesión, abarrotados en el puente, los vieron venir aterrorizados. Los hombres de los turbantes comenzaron a correr; las enormes bestias aumentaron la velocidad. Quedarían quizás diez metros de camino llenos de espectadores entre el elefante macho de la cabecera y el puente, cuando el cuidador jefe, moviéndose ágilmente, consiguió alcanzarlo con un gancho de hierro.

El gancho hizo sobre el paquidermo el mismo efecto que si le hubiera dado con un matamoscas. El elefante siguió su camino haciendo retumbar el suelo con sus enormes patas mientras las construcciones oscilaban a su paso; sonó un estrépito cuando una de las patas traseras de la bestia aplastó de una patada uno de los costados de la ballena, reduciéndolo a polvo. El cuidador liberó el inútil gancho y, aferrándose a las correas de la grupa, intentó trepar sobre el lomo del animal. Pero este, de una sacudida, se libró de él, dejándolo con las manos ensangrentadas antes de tener la oportunidad de apoyar los pies.

Sobre el puente, la carroza atrapada se balanceó y crujió cuando los caballos que la llevaban, frenéticos, embistieron contra la baranda del puente, haciéndola astillas. Pesados y torpes, los elefantes continuaron su carrera directos hacia la entrada del puente, guiados por el macho, los ojos en blanco, los colmillos al sol y los pebeteros con el aceite hirviendo balanceándose caídos sobre su grupa.

Se produjo un movimiento sobre la arcada del puente. Un hombre rechoncho vestido de negro se descolgó, ágil y ligero como una pluma, desde el frontón del arco, aferrándose con fuerza a los humeantes pebeteros que colgaban de la grupa del elefante. Acto seguido, tras agarrar la pica del arnés con una mano, la clavó hasta la empuñadura sobre el flanco derecho del animal.

El macho irguió el cuerpo, que rezumaba aceite hirviendo, bramó y frenó en seco como si hubiera recibido un codazo en plena carrera. Con una tremenda sacudida, su harén chocó contra él. La manada se lanzó bramando hacia el borde del puente; el hombre sobre el elefante macho usó la pica de nuevo, rápidamente, gritando, y el cuidador, tras trepar sobre otro animal, sumó su extraño galimatías al estruendo imperante. Frenético, enfurecido, ciego de terror, escaldado y chamuscado por el aceite, el elefante macho, como una montaña herida, enfiló hacia el río.

Thady Boy Ballagh, sucio, magullado y oliendo como una mofeta escaldada, se deslizó al suelo desde el lomo del elefante cuando este entró en el agua. Una figura con turbante, flaca como una anguila y con una ceja levantada por efecto de una vieja cicatriz, pasó corriendo a su lado y se subió sobre el animal antes de que acabara de sumergirse. El elefante cabeceó y el cuidador, con una destreza fruto de la larga práctica, se envolvió las correas del arnés en los puños y, de pie sobre el paquidermo, se preparó para darse un baño. Los otros cinco los siguieron. Pasando rápidamente del pánico al más puro disfrute, con los ojillos brillantes de regocijo, las bestias comenzaron a sacudir sus imponentes corpachones y a rociarse de agua. A las sirenas y a los monstruos, a las pequeñas embarcaciones y al mismísimo Neptuno, les tocó entonces el turno de encomendarse a Dios ante la presencia en el Sena de los juguetones elefantes.

Thady Boy los observó durante unos instantes; después volvió a la orilla con el paso algo envarado, rezumando agua y perfume quemado.

Estaba todavía en el agua cuando la multitud proveniente del camino lo alcanzó vitoreando, palmeándole la espalda, parloteando y comentando lo sucedido. Desde la playa lo fueron empujando hasta dejarlo plantado frente a un hombre de barba gris de unos cincuenta años que aguardaba montado a caballo y empuñando una espada de ceremonia en las manos.

—¡Vos, señor! —le llamó el jinete.

La procesión comenzaba a retomar el camino nerviosamente tras ellos. Los escombros estaban siendo retirados y los asustados actores del carro de la Fortuna implicados en el desastre habían desaparecido. Thady Boy estaba algo pálido, pero su voz sonó alegre:

—Para serviros.

—Vuestra valiente actuación no le ha pasado desapercibida a Su Majestad el Rey. Desea daros las gracias.

—No ha sido nada —dijo Thady Boy modestamente—. Un poco de imaginación para acabar rebozado con agua y barro.

La comitiva real estaba aproximándose. El condestable Montmorency condujo su caballo hacia el borde del camino, seguido por Thady Boy.

—Su Gracia desea honrar vuestro valor. He sido encargado de preguntaros vuestro nombre y ocupación y de invitaros a cenar esta noche en compañía del Rey y sus amistades en St. Ouen.

—Es verdaderamente generoso por su parte —dijo Thady Boy—. Me sentiría avergonzado de rechazarlo si no fuera porque ha sido el propio Rey quien ha decidido que abandone la ciudad esta misma noche. Thady Boy Ballagh es mi nombre, y soy el secretario al servicio de O’LiamRoe, príncipe de Barrow, aquel con quien Su Gracia tuvo el desgraciado incidente del otro día.

Se produjo un breve silencio. El condestable se aclaró la garganta.

—Estoy seguro de que vuestra partida puede ser pospuesta, al menos por un día. Seréis avisado. También debo comunicaros que se os mandarán nuevas ropas para sustituir a las vuestras, que han quedado destrozadas.

—¡Ah, dhia! La dulce generosidad brota del corazón de Su Majestad y circula por sus venas —dijo Thady Boy—. Y también el tierno perdón. Fue entonces cuando sir Gawain y el rey Arturo se echaron a llorar y se desmayaron de emoción. Esta situación sería digna del buen Malory[8].

—No tengo autorización —dijo el primer barón de la Cristiandad, gran mariscal y condestable de Francia, caballero de la Orden del Rey y de la Orden de la Jarretera, gentilhombre de la cámara real y gobernador del Languedoc— para invitar al príncipe de Barrow.

—Lo cual no deja de ser una buena noticia después de todo —dijo Thady Boy con calma—, pues haría falta un elefante, como mínimo, para persuadirle de que asistiera.

La procesión avanzaba ahora a buen paso y la Guardia Suiza había llegado prácticamente adonde estaban. Montmorency, arrellanándose en su silla de montar, recogió las riendas y se quedó mirando al bardo con unos astutos ojillos insertados en un rostro de rechoncha nariz y áspera barba.

—Pero vos, amigo mío, ¿no tenéis objeción alguna, cierto?

—Que me parta un rayo aquí mismo si miento. Nada podría disuadirme de acudir —dijo Thady Boy Ballagh.

Largo tiempo después de que la corte se hubiera retirado, la multitud seguía abarrotando las calles y el acceso a la ciudad se mantuvo bloqueado durante una hora. El suceso del puente, percibido apenas como un distante alboroto por O’LiamRoe y Robin Stewart, les había sido relatado al menos diez veces. Mientras el irlandés parecía divertido a medias, Robin Stewart, con el rostro congestionado y algo inquieto, estaba impaciente por ver a Thady Boy y oír de sus labios cada detalle. Intentaron retroceder para buscarlo, abriéndose paso entre el gentío, que merendaba acampado por doquier, pero aunque muchos decían haberlo visto, Thady Boy, con su dignidad temporalmente recobrada, fue imposible de encontrar.

En las llanuras de Grandmont, entre los desperdicios y la hierba pisoteada, lejos de los festejos de la procesión, los seis elefantes, encadenados entre sí por las patas delanteras, se hallaban solos en el interior de la enorme carpa de treinta y seis pies que se había levantado ex profeso para ellos pocos días antes. Serpenteando pacíficamente, las seis trompas iban sacando manojos de heno del pesebre; y sus bocas expelían nubéculas de vapor. Su cálida respiración se mezclaba con el aire seco, recalentado por el sol. La piel de sus amplios y tranquilos corpachones, suavizada, limpia y lustrosa por el agua, semejaba la corteza lunar. Tan sólo el gran elefante macho, al fondo, se removía inquieto, su enorme grupa vendada y los sabios ojillos con la mirada algo borrosa.

Lymond, que llevaba algún tiempo en silencio, de pie en la entrada, se movió al fin; el mozo de cuadra, al verlo, sacó el rastrillo de un cubo con heno y musitó algo en urdu.

—¿El señor Abernaci? —preguntó Francis Crawford.

El muchacho parecía asustado. Retrocedió unos pasos en silencio y, de pronto, echó a correr y desapareció. En el fondo de la carpa, ante la puerta de la tienda del cuidador, había aparecido una silenciosa figura tocada con un turbante. Marcado por la cicatriz, escuálido y barbudo, el siniestro genio de la imprenta clandestina, Archimboldo Abernaci, cuidador jefe de los elefantes del rey de Francia, esbozó una sonrisa poblada de escasos dientes, negros y rotos y, levantando una mano, le llamó. Lymond pasó delante de los elefantes y entró en la tienda.

En el interior, el espacio era agradable y cómodo, con un banco y varios taburetes, un pequeño baúl y un colchón en un rincón. El suelo estaba cubierto de un áspero tejido que hacía las veces de alfombra y, en un lado, sobre una cocina, estaba un plato con una comida sin terminar. Pegado a la lona de la tienda, había una estantería llena de armas: un garfio, una lanza, una espada, unos cuantos cuchillos y un puño de mahout, con sus cinco colas de plomo colgando fláccidas.

Abernaci se situó de pie junto a su pequeño arsenal; vestía una bata de brocado, de cuello alto, inmaculada, y su rostro, bajo los brillantes pliegues del turbante, se parecía a uno de los enjoyados cocodrilos de Arsinoe. Los negros ojos escrutaron a Lymond, impasibles.

Este, desarmado, con la ropa hecha jirones y empapada, le devolvió la mirada ladeando ligeramente la cabeza. Después, todavía en silencio, introdujo la mano en el bolsillo de su andrajosa vestimenta y sacó un tarugo de madera de peral. Era la madera que Abernaci había estado tallando cuatro días antes.

Por un momento en el rostro del hombre pudo verse un atisbo de sorpresa. Tras una breve pausa, rompió por fin el silencio exclamando algo suavemente en urdu.

—Espero —dijo Lymond amablemente— que vuestras palabras hayan sido corteses. Imagino que ya habréis adivinado la identidad del que lo ha recogido. Abernaci cogió el mahout.

Una sonrisa de diversión, irreprimible, curvó la amplia boca de Francis Crawford.

—Dios nos libre de las armas y juguetitos de Oriente. No es necesario —dijo— que seáis tan precavido, amigo mío. Yo también soy de Escocia.

La cicatriz se elevó más, si cabe, los ojos se estrecharon y los temibles dientes asomaron por entre la rizada y negra barba.

—¡Cristo! ¡Entonces sois vos, señor Crawford! —dijo Archimboldo Abernaci, cuidador y guardián de la casa de fieras del rey de Francia con el más puro acento de Partick, en Glasgow, Escocia—. Sois vos, y yo sin decir ni mú, por miedo a equivocarme, ¡hay que ver! —El mahout fue devuelto a su sitio en la estantería chirriando como una gallina resfriada—. ¡Vaya, vaya! Parece que hoy los Grandes de Francia se han librado de una buena gracias a estos dos tipos listos del Clyde.

Lymond soltó una carcajada y, lanzando al aire el tarugo de madera, lo ensartó en la punta de la afilada lanza con la cara grabada hacia arriba. Las armas de la Casa de los Culter, talladas burdamente en la madera por Abernaci, ante los ojos del propio Lymond, en la penumbra del gran sótano del escultor, parecieron mirarlos a ambos. Abernaci se quedó observando la talla con cariño.

—Lo dejasteis donde Hérisson para que lo cogiera. ¿Cómo adivinasteis quién era yo? —preguntó Lymond.

—Hemos luchado juntos, vos y yo —contestó Abernaci sonriendo y se quitó el turbante de seda dejando a la vista su cabeza, calva salvo por un flequillo cuidadosamente recortado. Debajo, como por arte de magia, apareció un rostro absoluta y puramente escocés—. Alguna que otra vez, entre un trabajo y otro. Vos no lo recordareis. Pero a mi hermano lo conocíais bien. En su día fue un gran guerrero, y estuvo con vos y vuestros hombres durante bastante tiempo. Oí decir que murió, pero si le mató la bebida o el inglés, es algo que no he podido saber nunca.

La voz de Lymond se tornó áspera.

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Abernethy, Archie Abernethy —dijo el mahout del rey de Francia palideciendo.

—Así que Turkey Mat era vuestro hermano… —dijo Lymond y continuó, tras una pausa casi imperceptible—. En efecto, murió, y lo hizo estando a mi servicio. Puedo contaros cómo sucedió si lo deseáis. Después me iré. No quiero que morir a mi lado se convierta en una costumbre familiar.

El flaco personaje dio un respingo.

—¡Por Cristo, no hay nada que desee más que oír lo sucedido! De todas formas, él escogió su destino y, ¿existe acaso mejor forma de morir?… Me formé mi propia opinión de Crawford de Lymond, os lo digo abiertamente, cuando trabajé a vuestro servicio. Y Turkey tenía la misma que yo. De hecho, fue en lo único en lo que coincidimos en toda nuestra vida. Vos ya lucíais alguna que otra cicatriz entonces, por ello estuve casi seguro de reconoceros el otro día. Lo suficientemente seguro como para dejaros una señal que os indicara que teníais un amigo a mano, por si os hacía falta… ¡Pero rayos! —dijo Archie Abernethy con voz enojada—. Soy un auténtico cabeza de chorlito. Sentaos, por favor. Estoy tan contento de veros, que me olvido del estado en el que os encontráis. Me he pasado una buena media hora con ese pedazo de elefante de ahí dentro, os lo juro. Difícilmente podrías encontrar un animalito más amable y leal, podéis estar seguro. ¡Bárbaros! ¡Extranjeros! Pienso dar con los malditos que han provocado esto… —iba de aquí para allá brincando, parloteando y cogiendo trapos hasta que, por fin, se detuvo a su lado—. Sentaos, hombre. Vais a ver qué pronto se os pasa. En un minuto os dejo como nuevo. Animal o bestia, el tratamiento es el mismo. Estoy impaciente por escucharos —dijo Archie Abernethy levantando con cuidado la desgarrada tela de los hombros de Francis Crawford—. Estoy que reviento por enterarme de cómo supisteis que hablo escocés.

Lymond levantó la vista. El dolor largamente aguantado o ignorado, aunque soportable, había tornado turbia su mirada, pero sus ojos chispearon con diversión.

—Pero por Dios, hombre —dijo—, en el río os desgañitabais increpando al maldito elefante con un nombre que sólo usaría un escocés: Hughie.

Tras la cura, encremado y vendado, Lymond se durmió como un leño sobre el jergón de Archie Abernethy. Cuando se despertó algo más tarde, se sintió fresco y descansado, recuperado su habitual discurso mordaz y sarcástico. El cuidador no se inmutó.

—Lo necesitabais. Forma parte del tratamiento. Ya sabéis lo que dicen, «sana, sana, culito de elefante…».

—«Si no duermes hoy no sanarás en adelante». Está bien —dijo Lymond—, pero yo no soy un elefante, ni puedo pasarme la vida moviendo el rabo todo el maldito día como vuestro Hughie. De hecho, me queda poco tiempo.

El cuidador se había desabrochado la bata bordada dejando a la vista una preciosa camisa de seda y unas calzas. Con las manos sobre las rodillas, estudió a su compadre escocés mientras esbozaba una desdentada sonrisa.

—He oído que estabais con el príncipe irlandés, ese que está de la chaveta —dijo—. Y que os han tenido bajo vigilancia estos tres últimos días. Me pregunto cómo es que andáis tan falto de sueño. ¿Os habéis dedicado a forzar las cerraduras por la noche, quizás?

Sentado sobre el angosto jergón, Lymond cogió la hermosa cimitarra de Abernaci y dio un mandoble en el aire.

—No hizo falta. El guardián era Robin Stewart.

El apergaminado rostro se iluminó con regocijo.

—Nuestro querido arquero. Todo palabras y nada de sentido común. Ese dejaría salir a un ratón de la ratonera si llevara pantalones y una careta. El menor imprevisto lo deja totalmente desconcertado. Le habréis dado esquinazo sin problemas, imagino. Le dejaron entrar en lo de Michel Hérisson, ya sabéis, y echaron apuestas sobre qué haría luego.

—¿Vais allí a menudo?

Archie Abernethy se levantó. Esgrimió la cimitarra con destreza por la empuñadura y la colgó junto con las demás armas en la estantería.

—Disfruto tallando. Y entretanto, escucho hablar escocés, que siempre es agradable; van muchos exiliados por allí, y también van ingleses.

—Ya me di cuenta. El embajador inglés dice que es un criadero de intrigas.

—Ajá; son un grupo de granujas irreverentes. Van por libre. ¿Así que habéis estado hablando a escondidas con sir James Mason? ¿Siendo los invitados del rey de Francia?

—Unos invitados apestados. Nos pusimos tan en contra a nuestro anfitrión que, al día siguiente del encuentro de O’LiamRoe con el Rey, uno de los hombres de Mason tuvo la audacia de intentar contactarme. Claro que nuestros amigos ingleses a quien están interesados en atraerse es al excéntrico de O’LiamRoe quien, por supuesto, no tiene ningún interés en el tema. Así que yo estuve parlamentando en representación suya. Quería averiguar, y rápido, si era a mí a quien intentaban matar o al Príncipe.

Los oscuros ojos del cuidador le miraban fascinados.

—¿Por qué iba a desear alguien mataros?

Lymond dijo pensativamente:

—Eso mismo me he estado preguntando yo, hasta hoy. Tengo el ambiguo encargo de la Reina madre de estar a mano por si me necesita durante su visita en Francia. Por eso voy con esta pinta. Pero por Dios que ahora entiendo por qué me quiere cerca. ¿Visteis la carroza en el puente?

Archie Abernethy asintió con su calva cabeza.

—María, la reina de Escocia, estaba en esa carroza, mi querido mahout —dijo Lymond serio—. Y también su tía y dos de sus primos. Alguien que no debía se enteró de esa travesura, seguramente secreta. Y ese alguien ha intentado hoy asesinar a la niña, seguramente la misma persona que intentó matarnos a O’LiamRoe o a mí. ¿Sabéis para quién trabaja un tal Pierre Destaiz?

Bien pasado su cénit, el sol de octubre teñía de rojo la lona de la tienda dibujando curiosas figuras sobre las paredes. Afuera, en la carpa, podía oírse a los elefantes rumiando el heno seco y crujiente de los pesebres.

Los hombres se habían quedado en silencio.

—Para mí —dijo Archie Abernethy finalmente—, cuando viene por aquí solicitándolo.

—¿Quién es? ¿Qué más sabéis sobre ese hombre?

—Sé que es de Ruán. Estaba en la casa de fieras de St. Germain cuando vine en el cuarenta y ocho, junto con otros dos. Cada uno tenía un animal a su cargo. ¿Podéis creerlo? —dijo el cuidador enseñando las desprovistas encías—. En los tiempos del viejo Rey había animales a cientos: leones, avestruces, osos, pájaros. Peter Giles se pasaba el día viajando para aumentar la colección. Luego, se muere el Rey y, ¿qué es lo que queda? Un león, un oso y un dromedario. Sólo eso. Os lo digo —dijo el mahout—, era realmente penoso.

—¿Qué os trajo aquí? —preguntó Lymond.

El cuidador se encogió de hombros.

—Me hago viejo. Después de Constantinopla y Tarnassery, no me veía metido en la conejera de alguna dama, cuidándole los pavos reales, algún viejo león acabado o algo por el estilo. Giles me contó que el rey Enrique estaba renovando la casa de fieras aquí, en St. Germain, y adquiriendo también más animales, así que me vine y me quedé a cargo de los elefantes. Tengo mucha experiencia y eso se nota. En seis meses estaba a cargo de todos los animales, los pájaros y los gatos de caza incluidos. A vuestro Destaiz no le hizo nada de gracia.

—¿Sabe él que sois escocés?

Abernethy escupió.

—¿Creéis que me iban a contratar, que iba a trabajar con elefantes en algún sitio si se supiese que soy escocés? Soy Abernaci, de St. Germain, jefe de la casa de fieras del Rey y mahout de Hughie; en toda Francia, los únicos que saben la verdad son un par de viajantes del mundo del espectáculo, un prestamista y una mujer que reside en una casa llamada Doubtance que, además de conocer mi nombre, conoce mi alma, si es que tengo una. Y ahora, también vos. —Sus ojos, sagaces, miraron con intensidad al otro—. Yo sé que puedo confiar en vos, pero vos sólo tenéis mi palabra. Habéis sido muy confiado, para ser quien sois, Crawford de Lymond.

—Al igual que vos —dijo Lymond—, yo también sé cuando puedo fiarme. Me identificasteis en casa de Hérisson y me lo hicisteis saber. Hoy os habéis jugado el tipo con esos elefantes de ahí fuera. Y sois igualito que Turkey Mat cuando os quitáis esa especie de ensaimada de la cabeza. Además, tengo más recuerdos de los que me gustaría de cierta rata de Partick, feroz y sanguinaria, pero digna de confianza. Pero ahora os ruego que me contéis todo lo que sepáis sobre Pierre Destaiz. En menos de una semana, ese hombre ha perpetrado un incendio y ha intentado cometer un asesinato en masa.

—Creo que os he hecho también un favor que todavía ignoráis —dijo el cuidador en tono complacido—. Le dije a sir George Douglas que os conocí en Irlanda hace cinco años. Os estaba echando una mirada de lo más rara en aquel sótano. Entre el hachís y mi inglés, se lo dije de tal modo que se partió de risa y se olvidó de vos. En cuanto a Destaiz… sabía que andaba metido en problemas. Nunca me ha inspirado confianza. Estaba conmigo en la procesión, esta mañana, pero sé que ha estado varios días ayudando a unos amigos suyos con esa maldita ballena de escayola y llevaba desaparecido por lo menos veinticuatro horas. Sin embargo, no he oído que estuviera trabajando para ningún otro.

—Pues lo está —afirmó Lymond—. Pero sabe que le han estado siguiendo. Las preguntas que ha estado haciendo Piedar Dooly le han debido poner sobre aviso. ¿Fue Destaiz quien pegó los pebeteros de aceite al lomo de Hughie?

—Sí, fue él. Y el tal Piedar Dooly, ¿no será un tipo arisco y renegrido como una cabra que se pasó todo el domingo siguiéndonos y molestando a los elefantes?

—Tiene toda la pinta. Es el paje de O’LiamRoe —dijo Lymond con seriedad—. Ambos conocen mi identidad.

—Pues vaya elemento —dijo Archie Abernethy—. Por poco no acabó con una patada en el trasero. Yo sospechaba que Destaiz estaba tramando algo, pero después de aquello se volvió más quisquilloso que un perro con su primera pulga. ¿Estáis intentando encontrarle?

—Llevo los últimos diez minutos —dijo Lymond— intentando deciros exactamente eso.

—Bien. Bueno. Es que hay un problemilla —dijo Archie Abernethy. Y poniéndose de pie, comenzó a abrocharse la preciosa bata de seda—. Hay un pequeño problema. Es que está muerto.

—Me sorprendéis —dijo Lymond secamente—. ¿Cómo es eso?

—Se ha ahogado. Fue arrastrado con los elefantes esta mañana y el pobre hombre no sabía nadar. De hecho tuvimos que buscarlo en el río ayudándonos de uno de los elefantes.

—¿Puedo verlo? —preguntó Lymond.

El cuidador dudó. Después pareció tomar una decisión.

—Está bien, venid conmigo. Está aquí al lado. —Se recolocó el turbante con dedos hábiles y le guio por entre los elefantes hasta un oscuro rincón. Agachándose, retiró una tela de arpillera descubriendo el indecoroso y empapado cadáver de un hombre al que le faltaba medio pie.

—Este es Pierre —dijo Abernaci.

Probablemente había muerto ahogado, como le había dicho, pero desde luego lo habían apuñalado antes. Hughie, el amable y leal elefante, había sido vengado con rapidez, no cabía duda. Crawford de Lymond permaneció en silencio, mirando; Abernaci volvió a tapar al hombre con cuidado, sin pronunciar tampoco palabra alguna. Salieron juntos afuera y se quedaron mirándose a la cara.

—Pues sí, es una pena que se haya ahogado —dijo Archie Abernethy adoptando una expresión de sincero disgusto—, porque me imagino que si quieren acabar con la pequeña Reina, pondrán a otro en su lugar.

—No si descubrimos antes quiénes son.

—¿Descubrimos?

—He pensado que vuestra benevolente a la par que perspicaz ayuda podría quizás serme útil. Y la de Hughie. ¿Guardáis con mucho celo el secreto de vuestra identidad? Si os envío algún amigo, ¿tendrá que hablaros en urdu?

—Si son escoceses y vos confiáis en ellos, me arriesgaré —dijo Abernaci—. Podéis decirles lo que queráis. Y vos podéis contar conmigo si me necesitáis. Por otra parte, siempre he sostenido que los irlandeses están hechos de otra pasta que nosotros… Pero estoy dispuesto a hacer una excepción con vuestro Dooly y sus amigos, siempre y cuando sean discretos. Pero de todas formas, ¿vos no partíais de Francia mañana?

—Mi querido Archie, decidme, ¿no ha sido acaso gracias a vos, a mí y a Hughie que la triunfante Entrada del Rey de hoy no se ha transformado en una trágica calamidad?

—Aún así…

—Y, ¿no me ha invitado el Rey a aparecer en su cena esta noche en St. Ouen?

—Es lo mínimo que podía hacer. Pero aún así…

—Mis supuestos antepasados tienen un dicho. Si realizas uno o dos milagros y no tienes fe para hacer un tercero, es que no merecías ninguno de los tres. Esta noche cenaré en la corte de Francia y, en el transcurso de la velada, obtendré el permiso real para que O’LiamRoe y yo mismo podamos quedarnos en este país cuanto queramos. Porque, si he de seros sincero —dijo Lymond en tono jovialmente reflexivo—, estoy impaciente por hincarle el diente a esta corte, que es la más espléndida, culta y disoluta de toda Europa. Esta corte, que le ha sido arrebatada tan fácilmente al pobre O’LiamRoe ante sus mismos bigotes.