Exento de culpa está el Rey si se produce un accidente por la zanja que se abre en su césped. Si la zanja pudiera haber sido rellenada o nivelada por precaución y no lo fue, en ese caso, la maldad será la norma.
Pocos fueron los que acabaron aquella carrera, pero empezarla lo hicieron diez parejas. Encaramados sobre el tejado de la hostería de St. Louis, semejaban sombras incorpóreas proyectadas por la luna vestidos con sus blancas camisas, sus largas calzas y sus elegantes botas. Las estrechas callejuelas a sus pies se hallaban alfombradas por las prendas de terciopelo y los zapatos que los corredores habían decidido quitarse en el último momento. Por fin St. André se asomó hacia la calle y gritó pidiendo antorchas.
El aire se cuajó de luciérnagas que desprendían chispas y briznas de fuego cayendo en derredor. Los jóvenes en el tejado las cogieron al vuelo entre risas y maldiciones. Después se alinearon de dos en dos, sosteniendo una antorcha en alto cada pareja.
Thady Boy cogió la última. A pesar de la sucia vestimenta, del cuerpo orondo y fofo, los ojos de Thady brillaban con una intensidad que Robin Stewart reconoció por haberla visto ya antes. La valentía, la fuerza de aquel hombre, habían impresionado al arquero en Ruán, en St. Germain y en Blois; su apariencia externa ya no le llamaba a engaño. Decidió hacer una última intentona. Él era el único sobrio de entre aquellos veinte corredores. Agarró a Thady por el brazo. El bardo leyó en su rostro sus intenciones y, haciendo caso omiso de sus palabras, le arrancó el sombrero de un manotazo prendiéndole fuego acto seguido.
—No vais a necesitarlo. ¡Gare au chapeau[21]! —tras sostener un momento el sombrero en llamas, lo lanzó hacia la calle.
Esta vez fue la mano de d’Enghien la que se posó sobre el hombro de Thady con firmeza.
—Prended fuego al resto de su persona y tiradlo a la calle también. —Los blancos dientes de Thady Boy brillaron en una deslumbrante sonrisa; en sus ojos había una mirada borracha y divertida.
—Robin es mi pareja, señor mío.
Los dedos repletos de sortijas que asían su camisa agarraron la tela con más fuerza todavía.
—Vos corréis conmigo. —Los ojos de Jean de Borbón brillaron negros en su rostro sonriente y falto de sueño—. Estáis muy borracho querido mío. Confiadme a mí vuestras preciosas manos. No vamos a arriesgarnos a una caída.
Lymond le devolvió la mirada sin moverse un ápice.
—Buscaos otro lámdhia. Mis manos se quedan con el único de todos nosotros que no ha probado ni gota desde la cena.
Cruel y malicioso como todos ellos, Jean de Borbón, el señor d’Enghien, podía ser además bastante bruto. Replicó a Thady Boy dándole un empellón a Robin Stewart que lo lanzó trastabillando tejado abajo. El pobre hombre tropezó con el canalón y se cayó de espaldas. Cuando resbalaba hacia el borde Thady Boy, lanzándose hacia él con medio cuerpo sobre el vacío, le agarró con fuerza evitando que cayera. Stewart consiguió izarse apoyándose sobre una gárgola para, finalmente, volver a trepar al tejado. Thady Boy le dio una palmada amistosa y se sentó frotándose las magulladas manos. El bardo miró con expresión sardónica a d’Enghien, que los observaba en silencio respirando agriadamente.
El único de los presentes lo suficientemente sobrio para percatarse de lo ocurrido había sido St. André. Agarrando al joven por su elegante camisa de satén, le hizo un breve comentario en voz baja. D’Enghien le replicó con aspereza. Después, dirigiéndose a Robin Stewart le presentó sus excusas en tres escuetas palabras, dio media vuelta y se marchó. St. André captó la mirada de Thady Boy. El mariscal le sonrió encogiéndose de hombros. En aquel momento un redoble de tambores anunció la llegada de las primeras pistas. Se hizo un repentino silencio. St. André recogió al vuelo el paquete con envoltorio blanco que las contenía. Las reglas de la carrera habían sido previamente establecidas y todos las conocían ya. El que pisara el suelo quedaría automáticamente descalificado. Cada pista les indicaría una casa diferente a la que tendrían que llegar. En cada una de esas casas les esperaría a su vez la pista siguiente junto con una palabra que habrían de memorizar. La primera pareja que, saltando de tejado en tejado, alcanzara el castillo con el mensaje completo sería la ganadora.
La rojiza luz de las antorchas caldeaba el ambiente. Bajo la bóveda azul oscura del frío cielo, los tejados de las casas de Blois se extendían, escalonados cual dentada pesadilla, colina abajo hasta la meseta en la que el imponente castillo alzaba su rotunda silueta. A la izquierda, más allá de las apretadas chimeneas, el Loira se extendía zigzagueando como una serpiente de estaño ribeteada de oscuros árboles. En las alturas la fría noche estaba poblada de silencio, interrumpido apenas por el chispear de las llamas de las antorchas. El cielo invernal parecía desplegado como un manto protector sobre las jóvenes criaturas que a aquellas horas deberían estar descansando. Con un bramido que retumbó en los cristales de las casas, la carrera dio comienzo.
El elevado número de corredores constituía el primer peligro que tendrían que afrontar. Corrían hombro con hombro, empujándose, bromeando y compitiendo por alcanzar la mejor posición sobre aquel tejado liso y descendente, regateando puestos tras doblar la caliente chimenea, resbalando sobre las azules tejas de pizarra. La siguiente casa, más baja, se encontraba separada de la hostería por un vacío de un metro más o menos. Stewart dudó por un momento. A su lado, sin detenerse, Thady Boy salvó la distancia de un salto aterrizando sobre el compacto techo de paja. Stewart saltó tras él y siguió corriendo.
Los tejados de las tres primeras casas, aunque a distintos niveles, se encontraban a una distancia accesible unos de otros. Pero en la cuarta se toparon con una muralla lisa de piedra y ladrillo que se alzaba tres pisos por encima de sus cabezas. Los compactos ladrillos permitían un difícil acceso, sobresaliendo apenas lo suficiente para poder apoyar la punta de los pies. Thady Boy observó cómo empezaban a escalar los que iban en cabeza. Luego dirigió su mirada hacia el cielo y se volvió hacia su compañero. Retrocedió un poco y dejó a un lado la antorcha. Tomó carrerilla y se precipitó al vacío que se abría a su izquierda, en dirección a la calle. Desde el canalón, Stewart lo vio aterrizar sobre el borde del tejado vecino salvando el hueco que había entre las dos casas. La distancia no era excesiva. El tejado además era bastante plano. Robin Stewart se lanzó tras él agitando los brazos para darse impulso. Cuando el arquero sé puso en pie, Thady Boy corría ya raudo tejado abajo. Stewart le siguió apretando los dientes y con el corazón en vilo como en la mejor de las travesuras de sus tiempos de colegial. Al poco, las luces de las antorchas del resto del grupo les indicaron que los habían adelantado en dos casas con la maniobra. Se encontraban sobre la corredera de St.-Michel, junto al empinado tejado de la mansión de Diana de Poitiers.
La dama no se encontraba en casa. Durante la estancia del Rey en Blois se alojaba en el castillo. Las pistas siguientes se hallaban en el ático de la casa. Tenían que deslizarse por las sinuosas columnas de la buhardilla hasta un alféizar de piedra bellamente tallado. Thady Boy se introdujo en el ático con la facilidad de un chimpancé mientras Stewart aguardaba fuera, sobre el tejado, mirando ansioso las antorchas cada vez más próximas. Los siguientes corredores llegaron justo cuando el bardo salía de la buhardilla. Thady Boy se deshizo de De Genstan de una hábil patada que lanzó al joven y vociferante franco escocés dentro de la habitación. Acto seguido trepó al tejado sonriendo para reunirse con Stewart. A la luz de la luna leyeron juntos la pista conseguida. Thady permaneció pensando durante unos instantes, demasiados, para el gusto de Stewart.
—Está bien. Vamos… —dijo por fin y tiró a la calle el arrugado papel.
Stewart le siguió ciegamente. En francés o en hebreo, los acrósticos a él le sonaban todos a chino.
La Rue des Juifs desembocaba en una plaza. La casa que buscaban se encontraba en el extremo más alejado. Los demás corredores habían acortado distancias. Tenían a tres parejas pisándoles los talones: d’Enghien con su hermano Condé como compañero; Arthur, el hermano de Tom Erskine, con Claude de Guisa, duque de Amal; y por último St. André, que corría con Laurens de Genstan. Algo más lejos corrían otros dos participantes y finalmente los cuatro últimos que, o bien habían sido incapaces de entrar en el ático, o bien no habían conseguido interpretar la pista correctamente. Este grupito de cuatro eran los únicos que seguían portando antorchas. Los otros, al igual que había hecho Thady Boy, habían preferido seguir la carrera en la oscuridad. En todo caso, al no haber encontrado la palabra en clave que el resto había memorizado, esos cuatro rezagados habían perdido la oportunidad de ganar la competición, aunque puede que quisieran continuar por pura deportividad.
Abajo, sobre la calzada, la audiencia seguía a los corredores portando lámparas y antorchas que se balanceaban entre el gentío que animaba e insultaba por turnos a los participantes. Concentrado en no caerse, deslizándose, saltando, Stewart apenas los veía. En una ocasión, un gato le salió al paso bufándole y el arquero se detuvo con un jadeo; en otra, se rompió una teja al pisarla y al perder pie tuvo que agarrarse al canalón. La teja rodó hasta caer al vacío.
—¡Buen Dios! ¡No hay tiempo ni para soltar un escupitajo! —exclamó Thady poniéndose a su altura.
Tras ponerse en pie, Stewart sonrió y siguió corriendo tras el bardo.
Entonces, con pocos minutos de ventaja sobre sus rivales, se encaramaron sobre la chimenea de una casa, posiblemente de algún mercader. Se encontraban separados de su siguiente objetivo por un hueco de unos dos metros. Era una casa con tejado a dos aguas que se alzaba a bastante altura sobre sus cabezas, rematado por una cresta de chimeneas algo deterioradas. Se veían varios canalones inaccesibles y una sola ventana en la extensa pared que quedaba frente a ellos. La ventana era grande y se abría a un pequeño balconcillo con una barandilla de barrotes acabados en punta. A ambos lados de Thady y Stewart las tejas de pizarra del tejado sobre el que se hallaban brillaban azules a la luz de la luna y se extendían en pendiente hasta el borde que volaba sobre la calle atestada de gente. La alternativa de salvar los dos metros de distancia entre ambas casas de un salto estaba descartada por la verticalidad del muro al que tendrían que asirse.
Stewart se apoyó, jadeante, sobre la chimenea y miró a Thady Boy. Descubrió que este había continuado sin dudar ni medio segundo. Frenándose con las manos se deslizaba ya por las resbaladizas tejas. Al llegar al borde del tejado se descolgó por él con infinito cuidado y sujetándose al canalón comenzó a moverse sobre la fachada de madera del edificio.
Stewart le siguió. Se dejó caer, encontró un saliente de apoyo y vio entonces lo que Thady seguramente había distinguido desde arriba: otra ventana con balcón se hallaba a mitad de camino en el espacio que tenían que salvar. Para alcanzarla tendrían que desasirse del canalón, de tal suerte que, durante unos pocos metros, su único agarre sería la fachada de madera de la casa en la que estaban. Stewart, con el corazón en un puño miró a Thady y vio su morena cabeza vuelta hacia él. Algo brilló en las manos del bardo. Seguidamente Thady Boy, presionando el cuerpo contra la fachada de madera, encontró un apoyo para su pie descalzo. El arquero volvió a ver otro destello de metal, sonó un golpe seco y por fin vio que Thady había conseguido encaramarse al balcón. La luz de la luna iluminó el mango de un cuchillo firmemente clavado en la pared de madera: Thady Boy lo había clavado para que le sirviera de asidero a su compañero.
El arquero estaba en relativa buena forma. Tantos años de torneos y tiro con arco, de excursiones de verano haciendo de acompañante y de cacerías interminables habían compensado su natural falta de agilidad y su carácter excesivamente prudente. Arrinconando en el fondo de su mente todo pensamiento negativo, Stewart se concentró en llegar hasta el balcón imitando a Thady paso a paso. En el último momento, superándose a sí mismo, aterrizó de un salto sobre el balcón; llevaba en su mano el puñal de Thady que había conseguido desclavar de la madera. Nunca, ni en el más optimista de sus sueños, se habría imaginado capaz de semejante proeza. Estaba sudando de emoción.
Las puertas del balcón estaban abiertas. En el interior, muy cerca de él, una voz de mujer sonó dejándole medio sordo:
¡Ahí! ¡Ahí! ¡Assassin! ¡Voleur!
—Oh, silencio buena mujer —la voz de Thady Boy sonó alegremente ebria—. Como sigáis gritando tendréis aquí en menos que canta un gallo a dieciocho de nosotros y acabaréis con los dientes clavados en la mesa, la cabellera en el poste de la cama y el sentido perdido para los restos… que Dios bendiga esta casa y a todos sus habitantes y pertenencias.
Ante la horrorizada mirada de Stewart, la morena cabeza de Thady Boy asomó bajo un pelucón de rizos cobrizos que se había puesto. Llevaba bajo el brazo, enrollado, un precioso tapiz.
La multitud que se agolpaba en la calle había llegado a la altura del balcón donde estaban. Podían distinguir las antorchas balanceándose entre el gentío, que miraba hacia lo alto. Con un golpe seco, el tapiz, lanzado con energía, cayó sobre los afilados barrotes del balcón de la casa de enfrente y se quedó allí clavado. Mientras Thady lo sostenía con firmeza, el arquero medio se deslizó, medio se revolcó por el improvisado puente. En aquel momento varias figuras se recortaron en el oscuro cielo sobre el tejado que acababan de abandonar.
D’Enghien empezó a descender en su dirección. El arquero, agarrando el tapiz con fuerza, hizo una señal con la cabeza a Thady Boy. Tras una fugaz mirada hacia el Borbón, Thady, asiendo el tejido con ambas manos, se lanzó al vacío. El tapiz se desplegó cual olvidada bandera llevando en su extremo la preciada carga. Rebotó contra la pared del edificio y se quedó colgando paralelo a ella. La tela se desgarró con un chirrido a la altura de uno de los pinchos del balcón. Por suerte el desgarrón no fue a más. Palmo a palmo, Thady Boy comenzó a trepar agarrando la tela con brazos y piernas, ganando altura poco a poco. Al llegar arriba Stewart lo izó hasta el balcón. D’Enghien y el príncipe de Condé se quedaron mirando impotentes al bardo que, haciendo un ovillo con la tela, la lanzó a la calle. Segundos más tarde el balcón estaba vacío salvo por una peluca de rizos cobrizos clavada en un puntiagudo barrote.
Encontraron la pista fácilmente. Tras leerla, Thady Boy sonrió y comenzó a subir por las escaleras.
—Nos vamos a Pierre-de-Blois. ¿Qué han hecho Condé y su hermano?
—Han conseguido una cuerda de su casa, que está por aquí cerca y la han lanzado sobre los barrotes del balcón.
—¿No creéis —preguntó Thady Boy con una expresión turbia en su mirada— que habría discordia en el Cielo si dos pecadores como esos se vieran favorecidos por los dioses mucho más tiempo? ¿Verdad que estáis de acuerdo conmigo, Robin?
El Príncipe y su hermano, a pesar de la abundante ingesta de bebida, eran ágiles y estaban en excelente forma, por lo que eran bien capaces de ayudarse de la cuerda para franquear la separación entre las casas. Ambos nobles tenían la intención, cada uno movido por sus propios motivos, de ganar como fuera la carrera. Y con el menor esfuerzo posible.
La Rue Pierre-de-Blois discurría junto a un revoltijo de casas. Torrecillas, tejados lisos o a dos aguas, balcones y galerías, se mezclaban en una confusión de ángulos y niveles a veces fáciles de trepar o de saltar, pasando de alerón en alerón, de chimenea en chimenea. Pero en ocasiones, el acceso sólo era posible ayudándose de cuerdas.
Mientras la mayoría de los corredores, entre los que se encontraban Thady y Stewart, se veían obligados a dar constantes rodeos buscando puentes que cruzaran la calle, bajando o subiendo a distintos niveles que les permitieran un acceso posible para avanzar, Condé y su hermano, ayudados de la cuerda, se dirigían directos a su objetivo, enganchándola en rejillas, ganchos, pináculos o salientes.
Aquella vez fueron los primeros en recoger la nueva pista. La encontraron fácilmente, escondida en una ventana interior. Mientras la leían a la tenue luz de la luna, no se percataron de unos pasos sigilosos en el piso de arriba. Pero cuando lanzaron su cuerda por la ventana para bajar por ella, se quedaron con cara de pasmo al ver que el extremo que debía colgar se elevaba ante sus narices, enganchado por el mango de un largo matacandelas. El brillo metálico de un puñal relumbró en la noche sobre sus cabezas. El cabo deshilachado de su magnífica cuerda cayó a sus pies. El resto estaba en manos de Thady Boy en la ventana de arriba.
Para la tercera pista quedaban catorce participantes. Las dos parejas líderes tenían una cuerda cada una. Tres parejas habían abandonado ya. St. André junto con Laurens de Genstan lideraban a las cinco restantes seguidos de cerca por Arthur Erskine y Claude de Guisa. Thady Boy, agarrado del brazo de Stewart, le dijo algo al oído mientras corrían camino de la plaza de St.-Louis.
—Me temo que vamos a tener dificultades muy pronto, amigo mío. Estamos demasiado igualados, así que no me extrañaría que a partir de ahora, más de uno intente alguna treta. Moveos todo lo silenciosamente que podáis. Si detienen a uno de nosotros, el otro debe continuar. Con cada pista hemos visto una de las palabras que hay que memorizar. Vos estáis sobrio, así que no las olvidéis: honor, esperanza y nobleza son las que tenemos hasta ahora. La siguiente, si de mí dependiera, sería regurgitación.
Casi. La siguiente fue reputación y la encontraron junto con la correspondiente pista en un hueco del frontón tallado que adornaba la casa de un mercader de cortinas de la plaza. En la Rue du Palais encontraron la quinta, acompañada de la palabra justicia. Stewart comprobó entonces lo premonitorio de la observación de Thady Boy. El bardo tampoco se había equivocado respecto de las payasadas que había previsto que hicieran los demás corredores. Todos, las parejas descalificadas incluidas, se hallaban juntos de nuevo, borrachos y comportándose como auténticos brutos. Los jóvenes se dedicaron a cortar las cuerdas, patear los canalones y romper tejas sin el menor reparo. Se movían a codazo limpio, a patadas y a rodillazos. En un momento dado, Stewart fue sorprendido a traición y alguien desde las sombras le pegó un empujón. Rodó por lo menos tres metros, pero afortunadamente aterrizó sobre un tejado de paja. Poco después fue vengado, sin embargo. De Genstan, que había sido el autor, recibió en pleno rostro, junto con una bendición irlandesa, el contenido de un orinal mientras corría por una galería.
El propio Stewart lo presenció con los ojos orillándole como ascuas. Había perdido el miedo por fin y estaba fuera de sí. Incluso no había sentido temor alguno mientras rodaba tejado abajo, levantándose después impasible e ileso.
Era una suerte que conservara la presencia de ánimo porque las cosas se estaban poniendo cada vez más complicadas. Las palabras que acompañaban a las pistas se estaban convirtiendo cada vez más en un acertijo. Había que tener el cerebro despejado. La complicación de los acrósticos les hizo detenerse brevemente en más de una ocasión. Pero la verdadera dificultad, como pronto pudieron comprobar, dependía de la agilidad, el ingenio y la resistencia.
A aquellas alturas los sobrinos del condestable, los Coligny y los de Guisa, muertos de risa, dedicados a ponerse la zancadilla unos a otros, deslizándose tejas abajo sobre bandejas de peltre y tirándose huevos, habían empezado a perder el sentido de la deportividad. Seguían en buena forma Jaques d’Albon, mariscal de St. André, y Laurens de Genstan, su compañero. Experto cortesano, diplomático y hombre de armas, odiado por el padre del Rey y adorado por el hijo de aquel, St. André se encontraba en una forma inmejorable, músculo y cerebro en perfecta sincronía. A medida que las luces se iban iluminando al paso de los corredores, a medida que el público los aclamaba calle tras calle, el mariscal comenzó a ganar posiciones.
Muchos de los lugares por los que pasaban solían permanecer vacíos durante la jornada diurna. En plena noche la cosa era bien distinta. Seis de los jóvenes participantes se colaron por la ventana de una residencia de monjas en el dormitorio donde diez jovencitas, excitadas y riendo, se taparon o escondieron bajo las sábanas ante la llegada de los jóvenes galanes. Ellos disculparon su intrusión con la excusa de buscar una pista en la chimenea de su dormitorio. La madre superiora llegó corriendo a tiempo de ver una última pierna musculosa salir por la ventana. Abrumada por la histeria colectiva, no fue hasta la mañana siguiente que descubrió la combinación de una de sus pupilas ondeando descaradamente en el balcón.
Fue justo por aquel entonces cuando St. André y de Genstan sobrepasaron a Thady y al arquero. El bardo, que lo había previsto varias calles antes y estaba preparado, vació sobre el mariscal una vasija llena de una crema de rosas para el cutis. La multitud lo celebró a grito pelado. El agredido blasfemó, tosiendo ahogado por ríos de pomada perfumada mientras Robin Stewart lloraba lágrimas de risa.
Estaban en la undécima pista. Debían buscarla en la plaza del mercado, cerca del muelle. Las negras aguas del Loira discurrían bajo las arcadas del puente. Sobre ellos, en la lejanía, brillaban las luces de la ciudad alta. Se aproximaba el final de la carrera.
El Hôtel-Dieu, situado en la plaza de Luis XII, tenía un huerto en la parte trasera. Saltando de árbol en árbol como monos, los corredores se arrojaron manzanas unos a otros hasta que, tras alcanzar los establos, consiguieron ascender de nuevo a los tejados, pasando sobre el almacén y la buhardilla. Allí, la pareja más joven hizo un agradable descubrimiento y otros dos, entre carcajadas y vapores alcohólicos, se arrodillaron junto a ellos y animaron descaradamente a los ocupantes de una habitación cuya luz, se apagó rápidamente. Oculto entre las sombras Thady aterrizó de un silencioso salto sobre un tejado a dos aguas. Stewart llegó a su lado acto seguido.
—¿A dónde vamos ahora? D’Enghien va por delante de nosotros. Y St. André también.
—No tenemos la menor prisa —dijo Thady—. Tomaos un respiro. Os apuesto mi vida a que dentro de un rato irán por delante de nosotros o bien d’Enghien, o bien St. André; pero no los dos, a mhic, no los dos.
Eran las cuatro de la madrugada de un día de entre semana. El asador de la ciudad, como era habitual, estaba ya abierto a tan temprana hora. Medio dormido, con el delantal cubierto de grasa y el cuello empapado de sudor, el dueño del local hacía girar un espetón a la rojiza luz de las brasas envuelto en el sabroso aroma de la carne asada. Mientras tanto, un chaval descalzo y vestido con una camisola de algodón bajo la que asomaban sus delgadas piernas, le daba al pedal. La antepenúltima pista se encontraba dentro del asador.
El hombre, absorto en su trabajo, hacía oídos sordos al ruido que inundaba las calles, a la multitud que pasaba ante su puerta acompañando desde la calzada a las oscuras figuras que saltaban y trepaban por los tejados. Las apuestas entre los propios participantes eran cosa de poca monta en comparación con el dinero que, desde el comienzo de la carrera, había pasado de mano en mano entre los espectadores. Por lo menos la mitad de la guardia escocesa que no estaba de servicio se hallaba a aquellas horas, como Stewart bien sabía, entre la agitada y belicosa multitud que jaleaba a los corredores.
Oculto entre las sombras junto a Thady Boy, Robin Stewart rezaba para obtener la última pista y llegar al castillo antes que Laurens de Genstan. Si lo consiguiera se sentiría el hombre más feliz del mundo.
El señor d’Enghien, Jean de Borbón, fue el primero en entrar a través de un tragaluz del tejado en el humeante asador. La pared del local estaba recorrida por una estantería colocada a bastante altura en la que solían colgarse las piezas de vacuno, de oveja o de pollería destinadas a asarse durante el día. Bajo la estantería había una larga mesa que permitiría a d’Enghien y a su hermano Condé bajar sin pisar el suelo, con lo que no infringirían las normas. D’Enghien tenía a aquellas alturas un aspecto francamente desastrado. Su cabello formaba una rizada y pringosa aureola alrededor de su sucio rostro, tenía el chaleco de seda rasgado y las calzas desgarradas y manchadas con una mezcla de negros, verdes y blancos provenientes de cal, musgo y hollín respectivamente. Mientras se dejaba caer sobre la mesa, el señor d’Enghien era consciente de que St. André y de Genstan estaban a punto de echárseles encima.
El hombre del asador dejó a un lado el espetón y, cogiendo un gran cazo, se volvió para echar la grasa derretida sobre la carne. El joven aprovechó el momento para saltar de la mesa a un taburete, de este a un aparador y de allí a la vecina chimenea. El hogar era de piedra. Mellado y rozado por años de afilar cuchillos sobre su pétrea superficie, servía además para guardar sobre él la sal que se empleaba en los asados. Sobre él sólo había eso precisamente: bloques y pedruscos de sal.
El hombre del asador se volvió hacia d’Enghien con los gruesos brazos en jarras, mirándole sin la menor simpatía desde su redondo y grasiento rostro.
—¿Buscáis unos papeles, señoría?
El tragaluz se oscureció en las alturas y apareció la cabeza de St. André.
—En efecto, estúpido —dijo d’Enghien—. Se supone que deberían estar aquí. ¿Dónde están?
El hombre volvió la cabeza hacia el chaval, que había dejado de darle al pedal y los observaba boquiabierto. Tras una señal de su jefe continuó con su trabajo. El hombre se volvió de nuevo hacia el joven.
—Se quemaron en la chimenea. Una lástima. Fue un accidente.
—¡Un accidente! —Se oyó un pequeño estrépito a sus espaldas.
El príncipe de Condé, con un aspecto igual de harapiento que el de su hermano, había cerrado de golpe el tragaluz en las narices de los dos corredores que aguardaban sobre el tejado. D’Enghien se dirigió al hombre con expresión apremiante:
—¿Recordáis lo que ponía en el papel? ¿Era una pista?
El hombre le miró con una expresión vacía en su congestionado rostro.
—Tengo mala memoria.
D’Enghien rebuscó en su bolsillo febrilmente. Sacó una moneda de oro.
—¿Cuál era la palabra que venía sola? Al menos recordaréis eso.
El hombre atrapó la moneda al vuelo y la mordió. Una sonrisa iluminó su adusto rostro.
—La palabra era obediencia, señor.
—¿Y la frase? —El rostro del hombre volvió a vaciarse de expresión. D’Enghien, que no tenía más dinero, rechinó los dientes. Aquel estúpido allí plantado en medio del grasiento suelo podía desafiarle indefinidamente.
—¡Louis! —vociferó.
El príncipe de Condé, dándose la vuelta, le respondió con un gruñido:
—¡No tengo dinero, idiota!
Aquella respuesta les costó el puesto. Los dos del tejado consiguieron abrir el tragaluz y St. André se dejó caer sobre la estantería, junto su rival.
—Pero yo sí. ¿Dónde está el irlandés?
—Aquí no.
El mariscal se había quedado más cerca de la puerta del tragaluz, que de Genstan mantenía abierta mientras escudriñaba en el interior del asador. Era evidente que si el hombre les contaba el resto del mensaje de la pista, si es que alguna vez llegaba a recordarlo, se pondrían a la cabeza de la carrera.
Impotente, d’Enghien observó como el mariscal se desataba una bolsa y la lanzaba a las rojas manazas del hombre. Este sonrió tras abrirla y mirar su contenido.
—Como ya os dije, la palabra que ponía era obediencia. Luego había escritas tan sólo cinco líneas. Creo que decían algo así… —su voz ronca se alzó por encima del crepitar del fuego y de la grasa derritiéndose.
En Blois sólo había una campana llamada María: la campana tenor de la iglesia de St. Lomer.
Nada más oír aquellas palabras Condé se preparó para salir corriendo, pero el mariscal no estaba dispuesto a consentirlo. De un empujón lanzó a Condé hacia delante.
En aquel momento el hombre del asador, con expresión pensativa, se dirigió hacia las grandes puertas de su local y comenzó a desbloquear sus pesados cierres.
St. André no tenía intención de partirle la crisma a su contrincante. Antes de que el Príncipe rodara estantería abajo, el mariscal le sujetó por los sobacos y le enrolló bajo los brazos su propia cuerda. Después, alzándolo en vilo con sus fuertes brazos, lo colgó sin contemplaciones de uno de los ganchos destinados a las piezas de carne para asar. El Príncipe se debatió y pateó como una vaquilla salvaje y d’Enghien, maldiciendo, corrió en su ayuda.
La estantería no estaba construida para soportar el peso de una criatura viva y retorciéndose, sino para el peso muerto y mucho más ligero de las carcasas y piezas de carne para asar. En el momento en que d’Enghien se colgó de ella para sacar de allí a Condé, la madera se partió en dos con un estruendoso crujido. La inquieta muchedumbre que aguardaba impaciente fuera del local entró en tropel en el asador al abrir este sus puertas y se encontró con un sorprendente panorama: El príncipe de Condé y su hermano d’Enghien yacían magullados en el suelo en un revoltijo de maderas, pedazos de carne y carcasas. Magullados y descalificados.
St. André ya no estaba. Con la ayuda de De Genstan había subido de nuevo al tejado a través del tragaluz. Una vez allí, miró alrededor intentando descubrir la presencia de posibles rivales. La luz de las antorchas diseminadas por la calle alumbraron una silueta. Estupefacto, descubrió la figura del arquero, vestido con una desastrada camisa que en su día fue blanca, trepando tejados cual murciélago en dirección a las puntiagudas agujas de la abadía de St. Lomer.
—¡No es posible! —aulló de Genstan.
St. André se irguió de un salto. La boca de ladrillo de la chimenea del asador se alzaba ante ellos humeante. Jaques d’Albon, mariscal de St. André aporreó con la mano al pasar la mole de ladrillo rojo en un intento algo masoquista de descargar su furia.
—¡Claro que es posible! Sobre todo si han estado apostados escuchando por esta chimenea.
Los dos hombres permanecieron unos instantes en silencio calibrando la distancia que tendrían que salvar entre los próximos tejados. Después se dejaron deslizar sobre el tejado de un hospicio.
—Después del campanario de la abadía hay que cruzar hasta el castillo —dijo de nuevo St. André—. El primero que escale los muros del castillo será el que gane la carrera.
Ambos hombres imaginaron la escena simultáneamente. La iglesia de St. Lomer con su alto campanario se encontraba a medio camino entre la colina del castillo y el Loira, y la aguja más alta de la abadía daba justo a la zona más baja de la muralla del castillo. El espacio entre la aguja y el castillo era aproximadamente el triple de la longitud de las cuerdas que llevaban unos y otros, aunque en realidad daba lo mismo. El vacío entre abadía y castillo estaba unido por el sólido cable que había empleado el saltimbanqui Tosh la semana pasada para su espectáculo: el acróbata se había desplazado por él portando antorchas encendidas para deleite de la asombrada multitud. La luna acababa de ocultarse bajo la oscura mole de St. Lomer. La luz era ahora muy tenue pero permitía distinguir el fino cable por el que los vencedores se verían obligados a avanzar. Salvar aquel obstáculo constituiría la victoria. Pero antes había que llegar a la abadía en cuyo campanario aguardaba la última pista. Después, los primeros que cruzaran el cable sólo tendrían que cortarlo y la victoria sería suya.
Hacía ya tiempo que los espectadores que seguían de cerca la carrera se habían encariñado con Thady Boy. Puede que la corriente de simpatía se hubiera generado de manera espontánea o que la hubiera provocado el mismo Thady. En cualquier caso, la excitación generalizada había alcanzado un auténtico frenesí durante las últimas etapas de la carrera. En todos los rincones de la ciudad de Blois brillaban luces iluminando su forzosa vigilia. Los gatos maullaban, se oían gritos, la gente se burlaba, animaba e insultaba a los corredores alternativamente. Pero las actuaciones de Thady Boy eran celebradas constantemente con un coro de risas.
Tanto Thady como Stewart se encontraban por aquel entonces en un estado cercano al agotamiento. Stewart se sentía como si hubiera escalado la más inaccesible de las cumbres. Le dolían los músculos de las piernas y de los hombros, y sentía el corazón a punto de estallarle. El estado de Thady Boy no era mucho mejor, pero su inagotable sentido del absurdo seguía acompañándole. Alguno de los seguidores de entre el gentío tocó una canción a la guitarra y el bardo la coreó marcando el ritmo sobre una chimenea. Tres relojes de sendas torres quedaron torcidos, descuadrados y fuera de hora a su paso. Las contraventanas le servían de columpio y casi ningún macetero quedaba libre de su traviesa intervención: las plantas solían caer de las terrazas y áticos sobre la desprevenida multitud cual ofrenda floral. En una ocasión, tras expresar airadas protestas desde su ventana, un caballero tuvo que salir corriendo de su casa envuelto en la humareda proveniente de un pequeño fuego que se había desatado misteriosamente en su dormitorio pocos minutos después.
A medida que la pareja de corredores pasaba por un barrio, las ventanas se iban abriendo, una a una, y los insomnes habitantes de la ciudad se asomaban a mirar y saludaban a las oscuras figuras que se movían a toda velocidad sobre los tejados de sus casas. Abajo en las calles, la multitud vociferante intentaba no perderlos de vista. En un momento dado alguien ofreció una salchicha ensartada en un palo a la pareja de corredores y poco después un trío de doncellas descalzas y despeinadas les hicieron señas desde la ventana de un ático y les pasaron una botella de vino que habían conseguido robar de las cocinas. Recibieron en pago tres besos de Thady y después otros tres de un entusiasta y risueño Stewart, para sorpresa de Thady y del propio arquero.
Thady y su compañero se bebieron la botella mientras seguían trepando. St. André y de Genstan les iban pisando los talones a dos casas de distancia. Finalmente llegaron a los tejados del convento de los Benedictinos situado frente al robusto edificio de la abadía de St. Lomer.
La escalada tendría que ser por el exterior pues en la pared que se alzaba ante ellos, vertical desde la base hasta el campanario, no había ventana alguna que les permitiera colarse para subir por dentro. Sería lo más difícil que habían intentado hasta el momento. Sobrio por una vez, Thady insistió en que ambos debían encordarse juntos.
—Pegaos a la pared, agarraos al muro y poned el pie donde lo haya puesto yo. Dejad que abra yo la ruta. Si os sentís inseguro, amarraos con la cuerda y dadme un grito. Olvidaos de la gente que nos estará observando. La mayoría no sería capaz ni de subir a un pajar por una escalera. —Una amistosa sonrisa, despreocupada y espontánea, iluminó su rostro. Después dio media vuelta y con la morena cabeza bien erguida comenzó la ascensión.
Stewart recordaría aquella escalada como una pesadilla. La desgastada superficie de la torre, de trescientos años de edad, presentaba bastantes grietas y hendiduras. Pero por la misma razón, la fiabilidad de cornisas, sillares o canalones era muy relativa. Cualquier apoyo aparentemente seguro podía desplomarse o hundirse repentinamente. Para el conjunto de los espectadores que observaban desde la calle, los escaladores progresaban con infinita lentitud. Para St. André, a pocos tejados de distancia, se movían a una velocidad increíble. Observaba el avance de sus rivales sudando y en tensión. Cuando él y de Genstan escalaran el campanario tendrían que hacerlo mucho más rápido. Los otros dos todavía tenían que encontrar la pista y memorizar la palabra. Si consiguieran llegar antes de que cortaran el cable del funambulista podrían tener una oportunidad. Ni el arquero escocés ni el irlandés, por muy borracho que estuviera, se atreverían a cortar el cable mientras St. André estuviera agarrado a él. Ninguno de ellos se atrevería a poner en peligro la vida de uno de los favoritos del Rey.
El mariscal y Laurens de Genstan treparon codo con codo por el revoltijo de tejados que se apiñaban al sur de la iglesia y por fin pudieron contemplar ante ellos a la multitud que se agolpaba al pie de la fachada junto a la majestuosa puerta de tres hojas bajo las imponentes arcadas, las torres gemelas y el hermoso rosetón. Rápidamente los dos hombres alcanzaron el inclinado tejado de St. Lomer y, llegados a su base, emprendieron a su vez la ascensión del campanario.
La cuerda que unía a Thady Boy y a Robin Stewart seguía floja de momento. El grueso bardo abría camino lentamente, comprobando cuidadosamente cada apoyo y cada agarre, sus manos semiocultas en la penumbra. El arquero le seguía concentrado, agarrado a la cuerda mientras el frío aire de la noche le acariciaba la piel. De vez en cuando le llegaban desde arriba instrucciones precisas. En una ocasión, tras encontrar un saliente seguro, Thady Boy izó a Stewart tirando de la cuerda hasta que el arquero estuvo a su lado. A Stewart le costaba respirar y tenía las manos agarrotadas de calambres, pero al mirar hacia abajo se olvidó de todo por unos instantes. La iglesia de St. Lomer se alzaba como un faro sobre una amalgama de rostros que miraban en su dirección saludando y gesticulando entre destellos de antorchas y candiles. Al comienzo de su ascensión, sus propias sombras los habían precedido proyectándose de forma grotesca sobre la pared del campanario, pero ahora estaban envueltos en la oscuridad sobre el negro ecuador de la noche. La colina de la catedral con su imponente mole y las sinuosas callejuelas que habían dejado atrás podían verse al otro lado del vacío que se abría a sus pies. Más allá de las chimeneas, las luces de los puestos de vigía sobre el puente temblaban reflejadas sobre la oscura e inquieta superficie del Loira.
Distraído por el impresionante panorama, Stewart se había olvidado momentáneamente de su compañero y guía, dejando de escrutar la progresión de Thady. Lo primero que oyó fue un crujido escalofriante a la altura de su oreja. Después un trozo de muro se desprendió y cayó al vacío. El arquero reprimió un gemido y oyó al bardo resoplar. La cuerda que los unía se agitó convulsa.
Miró hacia arriba. Thady Boy, enfrentado a la desnuda pared, había hecho lo único posible: asegurar la cuerda a un saliente sólido cerca del campanario y, ayudándose de esta, trepar lentamente por el muro. El saliente había aguantado su peso. Había sido la cuerda la que había cedido provocando que el bardo se escurriera hacia abajo hasta el punto de partida. El pedazo de muro se había desprendido a causa del impacto de Thady al caer sobre él.
Stewart miró horrorizado. Thady se había librado, por el momento, de caer al vacío gracias a que se había impulsado hacia el muro, pero sus manos y pies se apoyaban escuetamente sobre grietas poco fiables. Prácticamente no tenía agarre ni cuerda que le asegurara a excepción del trozo de cabo en buen estado que se enroscaba alrededor de su cintura y que le unía a la de Stewart. Pero Stewart, pegado al muro como una polilla, con las uñas clavadas en la piedra, no podría soportar el peso de otro hombre si cayera.
Lymond era consciente de ello. Con cuidado, economizando las pocas fuerzas que le quedaban e intentando no perder su precario equilibrio y el escaso tiempo que sabía que podría aguantar, cortó la cuerda que le unía al arquero.
En aquel momento decisivo, Robin Stewart tuvo una inspiración divina. Como por arte de magia, en su mente apareció con claridad un plan y medio minuto antes de que su grueso compañero cayera al vacío, supo exactamente lo que debía hacer.
A su izquierda, justo fuera del alcance de su brazo, se encontraba una ventana con una reja. Los dos hombres se habían apoyado sobre su alféizar por turnos y habían mirado con añoranza hacia la inaccesible escalera que se veía tras los barrotes. Stewart no tenía tiempo para comprobar si el alféizar se encontraba en buen estado o si la reja aguantaría su peso. Para alcanzarla tendría que saltar abandonando apoyo y agarre. Sería un salto a vida o muerte sobre las chimeneas, las azules tejas de pizarra y los ladrillos que aguardaban abajo en la calzada.
Le dio la espalda a Thady Boy y saltó al vacío. Se agarró con fuerza a los fríos barrotes con sus huesudas manos. Los pies, perdido todo apoyo, colgaban en el vacío. Consiguió subir una rodilla hasta el alféizar izándose a pulso y, finalmente, consiguió colocar su cuerpo sobre aquel estrecho saliente, pegándose a la reja salvadora como una planta trepadora. Tras amarrarse con rapidez a los barrotes, Stewart lanzó a la oscuridad, en dirección a Thady, el resto de la cuerda que había ido enrollando en sus manos.
Al igual que poco antes Stewart, Lymond sabía que sólo tendría aquella oportunidad. Tras observar la cuerda que volaba en su dirección se soltó de su resbaladizo y precario agarre y saltó hacia la soga providencial.
Stewart, atado a la reja, frenó su caída. Como comprobaría más tarde, los barrotes de hierro le provocaron hematomas por la presión y la cuerda le desolló las manos al sujetarla con todas sus fuerzas. Aunque lo esperaba, el tirón de la cuerda contra su cintura fue tremendo cuando el cuerpo del bardo cayó y se balanceó metros abajo. El dolor que le produjo le cortó la respiración. Se agarró a los barrotes con toda su energía y convirtió su cuerpo en un ancla. Por suerte para ambos, la reja aguantó.
La soga dejó de agitarse. Poco después, un rugido colectivo proveniente de la calle asaltó sus oídos y le hizo consciente del silencio que se había adueñado de aquellos breves minutos. La presión sobre su espalda y pelvis pareció ceder un poco. Thady Boy había encontrado un asidero y trepaba en su dirección haciendo el mínimo uso posible de la cuerda.
Por fin una morena y despeinada cabeza apareció a sus pies. Tras un breve forcejeo, la oronda y ágil figura de Thady Boy estuvo sentada junto a él. El bardo respiraba con dificultad.
—Dios bendito, ¿qué hacéis aquí parado? En todo este tiempo podría haber subido y bajado la torre dos veces —dijo con aire burlón—. Le dije a d’Enghien que vos valíais diez veces más que él —continuó con una sonrisa resplandeciente.
Tras aquello continuaron el ascenso. Mientras observaba al irlandés tantear y escalar la pared con cuidado pero sin pausa, un sentimiento desconocido se apoderó de Robin Stewart: una sorprendente gratitud por lo que Thady Boy había intentado hacer; un orgullo feroz por su propia actuación. Por una vez Robin Stewart se sentía fuerte, confiado y libre. No envidiaba a persona alguna. El arquero, encantado, siguió con energía a su guía hasta la cima del campanario.
St. André se enteró de que algo había ocurrido por la reacción de la multitud. La ruta que él y de Genstan habían escogido para subir no les permitía una visión demasiado clara de lo que hacían los otros. Mientras buscaba los necesarios asideros para la difícil escalada se percató, no obstante, de que a pesar del contratiempo que habían sufrido, sus rivales debían estar ya dentro del campanario.
Ajeno al dolor o a las molestias que le producían sus manos ensangrentadas, magulladas y arañadas de trepar por la pared de piedra, el mariscal sólo pensaba en la necesidad de llegar cuanto antes al campanario o, en el peor de los casos, antes de que los otros hubieran cruzado el cable tendido entre la iglesia y el castillo. Miró hacia arriba, impaciente por descubrir el movimiento de la pareja franco escocesa.
De pronto divisó, pendiente sobre su cabeza, el extremo de una cuerda abandonada. Aquello era un regalo divino. El otro extremo de la cuerda parecía que se encontraba muy por encima de su posición. Aunque no podía verlo, presentía que debía provenir de cerca del campanario mismo. En dos pasos estuvo junto a ella y la probó tirando con firmeza primero con una mano y luego con las dos. Acto seguido empezó a trepar por ella, lenta y cuidadosamente.
Aparentemente la cuerda aguantaba su peso sin problemas. Tras meditarlo unos instantes, calculando el riesgo como si estuviera en el campo de batalla, el mariscal se decidió, enganchó también las piernas en la cuerda y continuó trepando con mayor decisión.
Abajo en la calle, la multitud observaba. El extremo de la cuerda que el mariscal iba dejando atrás se movía ondulante junto a las irregulares piedras de la torre del campanario. De pronto, sobre su cabeza, un sonido poderoso y reverberante desgarró el aire de la noche produciendo un efecto como de vendaval y robándole el aliento. Volvió a repetirse casi inmediatamente. El aire tembló agitado por el sonido atroz proveniente de aquella lengua inhumana.
Laurens de Genstan, con el rostro lívido, miró hacia arriba y el propio St. André se detuvo, apoyando un pie sobre el muro para mantenerse inmóvil. La cuerda se movió sola, ascendiendo, y la poderosa campana barítono de St. Lomer derramó su canto sobre el adormilado valle del Loira. La cuerda siguió moviéndose presa de su propia inercia y la campana volvió a repicar. St. André, ensordecido, miró frenético a su compañero. A continuación profirió una sarta de maldiciones difícilmente superables en mar o en tierra pero acordes con la situación del momento, colgado como estaba de una cuerda atada al cable manual de la campana de una iglesia. No tenía mucha elección. O perdía la carrera, o trepaba por la cuerda despertando a todo Blois.
El mariscal de St. André no dudó lo más mínimo. Se lanzó cuerda arriba con de Genstan tras él. El repicar de la campana acabó por despertar a los pocos vecinos de la ciudad que aún dormían y, una a una, las luces de la villa se fueron encendiendo hasta que las dos colinas, con el palacio en un extremo y la ciudad en el otro, brillaron en la negra noche. La guardia de Blois acudió a la llamada de alarma haciendo sonar las picas. Acompañando a la guardia, la ciudadanía en pleno, ataviada con camisón y gorro de dormir o cubierta precariamente con sábanas, se dirigió hacia la abadía de St. Lomer. El castillo resplandecía iluminado en su totalidad.
En el campanario sólo quedaban la silenciosa campana tenor apodada Marte y la imponente campana barítono que, poco a poco, ralentizaba su atronadora llamada. La penúltima pista yacía en el suelo junto con la palabra de rigor. Para ganar habrían de llegar hasta el castillo y encontrar al arquero que hacía guardia ante la puerta del dormitorio del Rey.
El campanario había sido recientemente ampliado hacia el exterior con una pequeña plataforma de madera rodeada por una cuerda a modo de barandilla. Junto a ella, el cable desplegado entre el campanario y el castillo había sido fijado a un poste metálico clavado en la roca de la torre. A la luz del amanecer el metal brillaba ante sus ojos como un estandarte que anunciara el barranco que se abría entre la iglesia de St. Lomer y el promontorio del castillo. Dos tercios de la longitud del cable habían sido ya recorridos por una figura que avanzaba balanceándose suspendida sobre el vacío. Algo más allá, otra figura había cruzado ya el cable y en aquel momento trepaba con decisión por la zona más alejada del muro atestado de gente. A Stewart le debían quedar tres o cuatro metros de cable para reunirse con el bardo.
St. André se lanzó hacia la plataforma, pasó debajo de la cuerda que hacía de barandilla y, de un salto, se lanzó al vacío agarrando el cable desplegado con sus dos manos. Casi simultáneamente, Stewart alcanzaba sano y salvo el extremo del cable que daba al castillo.
El cable, con el mariscal asido a él, ya no podría ser cortado sin causarle una muerte segura. Existía por tanto una posibilidad, remota pero real, de adelantarse a los dos corredores al llegar al muro donde los espectadores aún no se habían apartado para dejar pasar a Thady Boy y al arquero. St. André habría recorrido unos tres palmos de cable y de Genstan acababa de asirlo, cuando llegó a sus oídos una estruendosa aclamación. Una doble aclamación para ser exactos. El mariscal, colgado sobre el negro vacío, miró a su derecha.
Un bulto extraño y amorfo había aparecido sobre el muro del castillo. Sujetas a sus flancos mediante un arnés, chisporroteaban sendas antorchas. Las patas de la incongruente figura parecían estar atadas a una plataforma de madera y entre sus enormes orejas, negras en la humeante oscuridad, dos ojillos redondos miraban desafiantes. De pronto, el animal abrió la boca dejando ver unos grandes dientes y de su garganta salió un rebuzno estremecedor que fue celebrado por la multitud con vítores y risas que competían en potencia con el reciente tañido de la gran campana. La burra de Tosh, ataviada para su actuación, se disponía a ejecutar su aclamado «solo» sobre el cable de la iglesia de St. Lomer. St. André comenzó a retroceder a toda velocidad para ponerse a resguardo en el campanario de la iglesia.
Aquel era el momento estelar de la burra de Tosh. Con una coz abandonó el muro del castillo y se dispuso a cruzar el abismo que le separaba del campanario de la iglesia con el rabo tieso, las orejas echadas para atrás y rebuznando con una potencia capaz de hacer retirarse a las aguas del Loira.
Las enfurecidas palabras de St. André no alcanzaron a la multitud pero los rebuznos del asno rebotaron de pared en pared y de pináculo en pináculo por todos los edificios de Blois. Robin Stewart, harapiento, exhausto y triunfante, rio hasta las lágrimas mientras observaba la escena sentado sobre el muro del castillo hasta que fue levantado de un brusco tirón y se encontró corriendo al lado de su amigo entre los cortesanos, colegas, animadores y corredores descalificados que atestaban el patio del castillo.
John Stewart, señor d’Aubigny, que estaba de guardia en el gabinete del Rey, salió afuera al oír el tumulto. Se encontraba ya bastante irritado por la tardanza del arquero Stewart. No obstante su mal humor, el ambiente que se respiraba en el cuarto de guardia era tan festivo y tenía tal aire de victoria que Su Señoría se contuvo. Su arquero y el favorito de la corte, maese Ballagh, con un aspecto indescriptiblemente repugnante, lideraban a una enfervorecida y vociferante multitud que se afanaba en clavar sobre la hermosa pared de madera de la habitación un papel en el que Robin Stewart acababa de anotar una serie de palabras que le había dictado el bardo.
Honor
Esperanza
Nobleza
Reputación
Justicia
Diligencia
Equidad
Verdad
Amor
Liberalidad
Obediencia
Inteligencia
Sabiduría
Su Excelencia d’Aubigny se adelantó sonriente a felicitarlos.
Mucho más tarde, cuando el vino comenzaba a escasear y las canciones se fueron apagando, Robin Stewart, algo más aseado y vistiendo ropas prestadas, se incorporó a su puesto, aún jadeante, afónico y con el cuerpo bastante dolorido.
Por lo demás, se sentía feliz. Había intentado analizar los eventos de la noche con Thady Boy poco antes, pero este le había cortado drásticamente.
—Esta noche os habéis comportado estupendamente en un par de ocasiones Robin Stewart —había dicho el bardo—. Seguid así y dentro de poco tendréis a toda la corte comiendo de vuestra mano… hasta el punto de que os quedaréis sin dedos.
El arquero se había sentido algo avergonzado.
—Espero que el Rey nunca llegue a enterarse de esta carrera. Según d’Aubigny, ha estado fuera de sus aposentos toda la noche. Parece que ha vuelto casi a la vez que nosotros y por lo visto no traía muy buena cara. Venía con él el condestable, con un aspecto no menos compungido, pobre hombre. No le ha debido ir muy bien con la dama de turno, me temo.
—Pues claro que se enterará —dijo Thady en la puerta del cuarto de guardia poniéndose su recuperado jubón.
Stewart intentó detenerlo.
—Ballagh, escuchadme…
El bardo se volvió hacia él pacientemente.
—Llevo horas dirigiéndome a vos por vuestro nombre de pila Robin, así que haced el favor de llamarme Thady Boy.
Embriagado por el éxito y la bebida y con una confianza en sí mismo recién estrenada, el arquero le dijo con vehemencia:
—Abandonad a O’LiamRoe. Dejadle. La serenata fue ciertamente divertida y además se la merecía, pero no es suficiente. Dejadle. Su compañía sólo puede perjudicaros. Os echarán a perder entre todos, lo sé, conozco bien a los de su clase. Yo mismo he estado desesperado por que me aceptaran entre ellos, sé muy bien de qué estoy hablando. Acabarán por destruiros, mental y físicamente. Buscaos un señor honesto a quien servir y desempeñad vuestro trabajo con honestidad. Luego, si el éxito llama a vuestra puerta, podréis sentiros orgulloso de merecerlo.
Finalmente a su amigo Thady Boy le fue permitido hacer una pequeña intervención entre toda aquella inoportuna y abrumadora solicitud.
—O’LiamRoe y yo tenemos intención de volver a Irlanda en un plazo relativamente breve —dijo Thady cuando el otro terminó—. Ya os lo dije en otra ocasión. Si tanto os disgusta esta corte, ¿por qué no os marcháis?
Stewart, que tenía poca experiencia con personajes como Lymond, se dejó llevar por el entusiasmo.
—¿Para volver a Irlanda con vos?
Se hizo una pausa. Después Stewart escuchó la respuesta que deseaba oír y se quedó, por fin, tranquilo.
—Si así lo deseáis —dijo Thady Boy despacio, aceptando resignado el placer que su respuesta provocaba en el arquero, tras lo cual consiguió ganar la puerta y salir de la habitación.
Habiendo dejado atrás al último de sus acompañantes, Thady pudo por fin dirigirse hacia los bonitos aposentos de Jenny Fleming.
La dama no estaba acostada y no pareció en absoluto sorprendida de verle, a pesar de lo temprano de la hora (estaba casi amaneciendo). Le miró desde detrás de la mullida cama con el rostro húmedo y el maquillaje corrido y cuarteado.
—¿Francis…? Parece que habéis tocado a rebato y arruinado el descanso de todo bicho viviente en Blois. Margaret debe de estar dándose de cabezazos contra la pared.
El joven se mantuvo inmóvil, mirándola desde la puerta con el desastrado jubón colgando sobre el hombro.
—Por favor decidme lady Fleming… ¿Por qué no hay guardia alguna de servicio ante la puerta de las dependencias de la pequeña Reina?
Jenny Fleming no rechazaba nunca una posible discusión. De hecho disfrutaba con ellas. Se acercó lentamente, subió los peldaños alfombrados de terciopelo del inmenso lecho y se sentó en el borde.
—¿Necesitáis que os lo diga?
—En realidad no —dijo Lymond con voz sombría y mirada lúgubre—. El Rey ha estado aquí. Y el condestable seguramente también. Pero decidme, ¿se queda la niña sin vigilancia cada vez que el Rey acude a visitaros?
Las habitaciones de María estaban conectadas con las de Jenny. Lymond había hecho la pregunta con voz controlada. La sonrisa de Jenny, pese a lo intempestivo de la hora, no podía ser más deliciosa.
—¿Queréis que tenga ahí fuera haciendo guardia a Janet, a James y a Agnes? Las puertas de la Reina que conectan con mi cuarto y con el pasillo están cerradas con llave. Además, el ayuda de cámara del Rey y el condestable suelen esperar en la antesala que da a mis dependencias.
—Sí, pero no siempre. ¿Qué ha sucedido esta noche?
—¿Que qué ha sucedido? —Sus pálidas pestañas se agitaron como mariposas mientras arqueaba las cejas simulando sorpresa.
Ante la impasibilidad de Lymond, la dama se rio.
—La duquesa de Valentinois sorprendió al Rey saliendo de mi habitación. Le ha acusado de infidelidad y el Rey se ha mostrado dolido por su falta de confianza. Su Majestad le ha reprochado: «Madame, no ha ocurrido nada por lo que debáis preocuparos. Sólo hemos estado charlando[23]».
La risa de Jenny Fleming sonó algo forzada.
—Pensaréis sin duda que el Rey la puso en su sitio, conociéndola como la conoce desde hace quince años, ¿verdad? —dijo lady Fleming—. Pues os equivocáis. Su Majestad se disculpó.
—¿Y Diana que hizo?
—Acusó al condestable de proxeneta. Se produjo una escena tremenda con un lenguaje francamente subido de tono y al final la duquesa y el condestable rompieron relaciones y ya no se dirigen la palabra. El Rey prometió no volver a verme. También prometió —se rio Jenny— no contárselo al duque ni al cardenal de Lorraine.
—Y vos —preguntó Lymond—, ¿dónde estabais mientras tanto?
—Aquí —respondió Jenny con sencillez—. Escuchando con la oreja pegada a la cerradura.
Jenny Fleming se levantó con ligereza y bajó los peldaños de la cama con un frufrú de satén. Después se acercó al joven y le agarró por las muñecas. Chasqueó la lengua.
—No estáis muy presentable para ir de visita, ¿no os parece? En fin, ha sido un episodio bastante estúpido y muy entretenido. Margaret se va a reír cuando se entere. Bueno, a lo mejor no se ríe. Da lo mismo. Lo cierto es que la amante titular llegó un poco tarde. Le guste o no al Rey, no va a tener más remedio que admitir que hemos hecho algo más que cuchichear.
Jenny Fleming cogió las manos de Lymond y las colocó una sobre otra sobre su corazón.
—Sentid cómo palpita, querido. Toca a rebato como vuestra campana. Está celebrando la llegada de un hijo o una hija de Francia.
Lymond se desasió con una violencia que la dejó perpleja. El efecto del vino y su cuerpo dolorido quedaron rápidamente olvidados. El joven caminó hasta la ventana y se quedó allí, de espaldas a la mujer, hasta que pudo dominar su ira y su disgusto.
—«Un espíritu infantil debe estar siempre rodeado de niños», como se dijo en una famosa ocasión —dijo Lymond cuando por fin pudo hablar—. Así que estáis embarazada del rey de Francia. ¿Cuándo nacerá la criatura?
—En mayo —respondió Jenny con la espalda bien tiesa.
—¿Pensáis quizás, después de lo sucedido esta noche, que el Rey va a colocaros en el puesto de Diana?
El rojo cabello se derramó sobre su bata de seda como una cascada y sus ojos castaños refulgieron como ascuas.
—Lo que pienso —dijo Jenny Fleming— es que os estáis olvidando de quien soy.
Gordo, magullado y sucio, un aventurero, un mercenario, un intruso en su habitación, Lymond no tuvo ni un ápice de la compasión que había mostrado poco antes con el arquero escocés.
—Sois una bastarda —dijo Francis Crawford—. Y vuestro hijo será un bastardo. Y ¿quién es la duquesa? Es una prima de la Reina. Y la mujer más rica de Francia. La mejor cazadora de Europa. El ideal de todos los oficiales de alto rango de la corte. La que ha estado detrás de todas y cada una de las acciones del Rey durante los últimos quince años. La soberana virtual de Francia durante los últimos tres. En sus aposentos se dirimen los asuntos de Estado del país; su boudoir es el eje político del reino. El cardenal cena en su mesa cada noche. Los infantes de Francia son suyos en cuanto a educación y maneras, ya que no en lo biológico. Su posición es conocida y está reconocida, asegurada y aceptada públicamente desde hace mucho tiempo, hasta por la Reina. No está sujeta a escándalo, es estable y forma parte de la rutina diaria del Rey. No existe mujer sobre la tierra, aunque fuera la mismísima Ginebra, que pueda quitarle el puesto.
De pie junto al poste de la gran cama, Jenny Fleming le observaba con ojos centelleantes mientras acariciaba el ébano del lecho con una mano nacarada surcada de venitas azules.
—¿Qué os apostáis? —dijo Jenny.
—Seréis enviada de vuelta a Escocia con una pensión, señora mía. —La voz de Lymond sonó desprovista de emoción—. Esa es la suerte que os aguarda. Pero antes habrá un escándalo. Nada puede evitarlo ya. Y todo lo que la burguesía de este país diga de vos, caerá, crecido y aumentado, sobre la figura de la pequeña Reina.
—Tonterías —dijo Jenny con voz aguda—. Aquí no se trata de la opinión de cuatro campesinos, de unas cuantas fulanas o de unos pocos simples, querido mío. Las cosas no suceden así en la corte.
—¿Acaso creéis —dijo Lymond en un tono que podía sugerir infinidad de cosas—, acaso pensáis que no sé exactamente cómo suceden las cosas aquí en la corte?
Se hizo un largo silencio. Jenny fue la primera en bajar la vista.
—¿Con qué frecuencia los pajes y las damas de honor de la Reina abandonan su custodia? —preguntó Lymond.
—Una o dos veces por semana. Pero es imposible que haya corrido peligro. —Hizo una pausa y después añadió con voz malhumorada—: No volverá a suceder en todo caso. El Rey no va a volver por aquí.
—Iréis vos a verle a él. Si os da la gana, por supuesto. De todas formas, difícilmente podríais empeorar la situación. En cuanto a las puertas sin vigilancia, ¿podrían haber sido forzadas?
Ella estaba cada vez más exasperada.
—Os he dicho que las puertas están cerradas con llave y además el condestable…
—Ya os he oído. No hay un cerrajero en el reino que no sepa hacer una copia de una llave. ¿Guardáis algún tipo de drogas aquí?
—No.
—¿Y bebidas?
—No.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Lymond y, separándose de la ventana se acercó a ella y la agarró de los hombros—. ¡Pensad! Si alguien quiere que María muera y sabe que tiene acceso a su dormitorio y a sus demás aposentos. ¿Cómo podría hacerle daño?
Los ojos de Jenny le fulminaron con la mirada.
—De ninguna forma. La niña está perfectamente segura, como lo ha estado siempre. ¿Pensáis acaso que no oiríamos si…?
—¡No! —exclamó Lymond con violencia—. No lo creo. Pensad, os digo. ¿Cómo podría alguien usar arsénico?
Jenny se liberó de sus manos y se dejó caer hasta sentarse sobre la cama. A pesar de los sucesos de la noche se mantenía entera, la espalda tiesa como un huso, el rojo cabello cubriendo sus hombros. Nunca había parecido tanto la hija del rey que era.
—Imagino que… quizás… puede que en los dulces; los cotignacs —dijo finalmente.
A la pequeña María, de ocho años de edad, la duquesa de Valentinois le había prohibido comer dulces. Janet había desacatado la prohibición. Ella misma había preparado los cotignacs, cuando bien entrada estaba la noche, junto con la Reina, las pequeñas damas de honor y James, en un ambiente alegre y al amor del fuego que crepitaba en la chimenea. Habían conseguido la canela y el azúcar de Chastain, el boticario, comprándole cuatro libras de cada, a diez soles la libra. Todo había resultado muy sencillo. Jacques Alexander les había proporcionado las cajas para conservarlos y un cómplice cocinero la fruta. Después de pelarlos, cortarlos y sacarles el hueso, habían hervido y escurrido los membrillos y los niños, por turno, habían machacado la pulpa en un mortero de piedra con azúcar y especias. Luego la habían metido en los moldes y al cabo de un rato la habían cortado en tiras.
Lo habían hecho hacía bastante tiempo. Las cajas repletas de los dulces en tiras espolvoreados de azúcar blanquilla habían sido apiladas y guardadas en el armario de Jenny y habían ido desapareciendo poco a poco hasta que quedaron poco más de media docena.
Con Jenny colocada silenciosamente a su lado, Lymond fue sacando del armario las cajas y abriéndolas una a una sobre el suelo. Todas tenían el mismo aspecto inocente. Finalmente sacó algunos de los dulces de la última caja, marcó la tapa y volvió a cerrarla. Después salió de la habitación y Jenny le oyó hablar dos puertas más allá con uno de los mozos leales a la Reina, Geoffrey de Sainct. El hijo de Jenny, James, a quién había mandado a la cama unas horas antes, apareció de pronto ante su puerta con cara somnolienta y ella le mandó de vuelta a su habitación. Poco después regresó Lymond.
—Guardad las cajas de los dulces. Metedlas en vuestro cofre y cerradlo con llave. Mañana revisad la habitación y decidme si habéis notado algo raro, si alguien ha rebuscado entre vuestras cosas. Pronto sabremos si los cotignac han sido manipulados.
—¿Cómo? —preguntó Jenny. Tenía el hermoso rostro lívido, pero su expresión era concentrada y decidida.
—Le hemos dado unos cuantos al viejo perro faldero. No lo sintáis por él. —La suave voz tenía un matiz hostil y sin contemplaciones—. El animal merece que se le ponga fin a sus miserables días. —Hizo una pausa—. Imagino que sois consciente de que la vida de la Reina está en peligro. Sabemos que ha desaparecido veneno. Todos los alimentos que la niña ha comido de un tiempo a esta parte han sido probados antes salvo vuestros cotignac. ¿Deseáis que vuestra querida niña herede el trono?
—Si vamos a hacer las cosas en serio no hace falta que os pongáis tan estúpido —dijo Jenny con aspereza—. Si pensáis que algo malo ha sucedido haced lo posible por enmendarlo. Yo os ayudaré en todo lo que pueda. Pero francamente, creo que todo este asunto es un poco exagerado. No tenéis la menor prueba de que los cotignac ni ninguna otra cosa hayan sido manipulados… —su voz se suavizó—. ¿Os cuesta renunciar al protagonismo al que estáis acostumbrado, verdad Francis?
Lymond no le prestó la menor atención. Parado junto a la puerta, se volvió por última vez a echar un vistazo a la habitación: la mesa, la cama, las estanterías, el reclinatorio, las sillas. Sus ojos denotaban el cansancio provocado por la falta de sueño.
—¿Francis? —repitió Jenny—. Voy a necesitar ayuda. No deseo pelearme con vos.
—¿Nos estamos peleando?
—Hemos estado discutiendo como si fuéramos hermanos.
—Hizo una pausa. —Ahora tengo que acostarme, querido mío. ¿Me perdonáis?
Había apoyado su mano, joven aún y encantadora, sobre su firme brazo. Después la alzó hacia su rostro y, empujándolo suavemente, cuerpo contra cuerpo, estampó los labios contra la boca de Lymond.
Bajo sus labios, los del joven Lymond permanecieron duros e inexpresivos. Pero el beso de la mujer era cálido y cariñoso y ella lo prolongó durante algunos instantes más, haciéndole sentir su fresco aliento mezclado con su caro perfume y el sabor de su vulnerabilidad.
La falta de respuesta de Francis debía provenir, pensó ella, de lo agotado que estaba. Empero, cuando este la apartó sin brusquedad de su lado, su semblante denotaba un aburrimiento teñido de un cortés y paciente hastío.
—Hace mucho que dejé de juzgar a las personas. Buenas noches, lady Fleming —dijo Lymond fríamente.
Ella percibió el énfasis con que pronunció su nombre y su título. Jenny Fleming entendió finalmente que siempre existiría un abismo entre ellos. Cerró la puerta tras él.
Lymond salió al exterior y cruzó el patio del castillo. El cielo nocturno comenzaba a teñirse con los rubores del alba. Las luces del puesto de vigilancia brillaban encendidas junto a la negra espiral de la escalera y se oían voces masculinas provenientes de la capilla de enfrente. Los guardias apostados ante cada una de las puertas no le prestaron la menor atención. Los hábitos nocturnos de Thady Boy eran de todos conocidos. Además, en la corte siempre era mejor ignorar ciertas cosas.
Lymond comenzó a subir como un autómata las escaleras que conectaban con el ala donde se hallaba su dormitorio. Caminaba preocupado, sin reparar en que el camino estaba muy escasamente iluminado. Tropezó al cruzar uno de los pasillos. Robin Stewart se había regocijado mucho al recordar la serenata brindada a Oonagh O’Dwyer. Jenny Fleming todavía no sabía nada de aquello. Pero a Lymond, el recuerdo del escándalo que había montado ante la ventana de Oonagh O’Dwyer no le había abandonado en toda la tarde y lo que nevaba de noche. En aquellos momentos, sabía que en su dormitorio no le aguardaba ni la paz ni el añorado descanso, sino el príncipe de Barrow.
Se detuvo unos instantes ante la puerta de su habitación con la mano sobre el picaporte. Por un momento dejó de ser el joven violento, romántico o indiferente que fuera poco antes. Finalmente se decidió y abrió la puerta.
Dentro aguardaba la tempestad. Pero en esta ocasión el artífice no sería O’LiamRoe. Las velas estaban encendidas y el fuego ardía en la chimenea pero en el dormitorio sólo estaba Piedar Dooly. El irlandés le miró con unos ojos cargados de rencor. Su correoso rostro, cubierto por una incipiente e hirsuta barba, estaba congestionado de rabia. Thady Boy cerró la puerta tras él y la estancia quedó invadida por el olor a vino y sudor rancio que despedían sus ropas.
—¿Dónde está Su Alteza?
La indiferencia que mostraba O’LiamRoe hacia la doble identidad de su bardo no había sido nunca compartida por su pequeño criado irlandés. El marcado acento de Wicklow de Dooly resonó en la habitación:
—¿No tenéis ya suficientes problemas como para preocuparos, además, por O’LiamRoe? He oído que vos y vuestros encumbrados amigos habéis estado recorriendo el mundo bajo las estrellas y que habéis regresado triunfante —añadió hoscamente. Se quedó en silencio.
Thady se acercó despacio y se quedó plantado ante él.
—¿Dónde está?
Piedar Dooly, con los ojos entrecerrados, le lanzó una mirada de odio.
—Recordaréis que la corte estuvo plagada de luchadores la pasada tarde. Y bien fornidos que eran, ¿o no? Pues parece que también eran amantes de las bromas pesadas, creo… Le saltaron encima a O’LiamRoe cuando volvía de la casa de la señora O’Dwyer.
—¿Y vos estabais allí?
—Justo detrás. Le habían ofrecido amablemente quedarse en la casa, señor escocés. Pero decidió marcharse para discutir cierto asunto con vos. —De nuevo se quedó en silencio.
Thady Boy agarró con fuerza el respaldo de una silla y dijo con calma:
—Vos no parecéis herido por lo que veo, así que puedo imaginar que O’LiamRoe tampoco debe estarlo en exceso. ¿Por qué no probáis a contarme lo que pasó?
—Había en el callejón de al lado un grupo de hombres que nos oyeron gritar y acudieron en nuestra ayuda —dijo el irlandés con expresión congestionada—. Dos de los atacantes murieron y otro huyó; creo que era el hombre de Cornualles, pero no podría jurarlo. El propio O’LiamRoe recibió un navajazo en el brazo y sangraba de forma alarmante, así que regresó a la casa de la señora O’Dwyer. —Hizo una pausa—. Le dejé allí. Ella le había pedido que la acompañara mañana a Neuvy. Os comunico de su parte que estará de vuelta en breve.
—Sería mejor —dijo Thady Boy— que se quedara en Blois.
El rostro del irlandés adoptó la impasibilidad de un pedrusco.
—Ya imaginó que diríais eso. Os contesto de su parte que después de sopesar los pros y los contras, sigue prefiriendo marcharse mañana a Neuvy. Y la dama me mandó deciros lo mismo.
—¿En que términos se expresó la dama exactamente? —preguntó Thady con voz suave.
—¿La señora O’Dwyer? Dijo que si vais a Neuvy tendríais el recibimiento que vos esperáis. Pero que en caso de que prefirierais quedaros junto a las Reinas, ella se encargaría de cuidar al Príncipe. Eso es lo que dijo.
Tras terminar, Dooly se sintió de nuevo presa del familiar y desalentador escrutinio de aquellos ojos azules.
—¿Ella le tiene cariño? ¿Verdadero cariño? —le preguntó Ballagh.
La expresión de ironía que mostraba el congestionado rostro del irlandés se transformó en una de desprecio.
—¿Quién soy yo para decir si existe una relación de cariño entre una dama y un caballero? A vos desde luego no os tiene el menor aprecio. Eso os lo puedo asegurar. Pero eso no creo que sorprenda a Vuestra Merced. Pero ¡voto a Dios! ¡Esta noche no paráis! Están llamando a la puerta…
Lymond ya lo había oído. Se dirigió a abrir, dispuesto a echar al inoportuno visitante, cuando el joven lord Fleming entró y cerró la puerta tras él. Arqueó las cejas solicitando con mudo ademán permiso para transmitirle su mensaje.
—Está bien —dijo Lymond—. Adelante. —Caminó hasta la chimenea y se acodó sobre el pretil de piedra dejando que sus magulladas y rozadas manos colgaran inertes—. Contadlo sin omitir nada. Piedar Dooly está acostumbrado a la ineficacia de mis disposiciones.
—El perro ha muerto, señor —dijo el hijo de Jenny tieso y con cara de palo.
—Ya veo. —Lymond no se inmutó—. Así que la pequeña Reina se habría tomado los cien gramos de arsénico antes de marcharse de Blois. ¿Quién pensáis que lo ha puesto ahí, James?
Lord Fleming evitó mirar a Dooly.
—Ha podido ser cualquiera. Los guardas no estaban. —Dudó un momento y prosiguió tenazmente—: Me encargó que os dijera que está verdaderamente consternada. Y lo está, os lo puedo asegurar. También me pidió que os preguntara qué debía hacer ella.
La actitud de Lymond se suavizó ligeramente y, tras erguirse, dejó caer los brazos en un gesto de impotencia.
—Ya sé que está disgustada. Decidle que queme las cajas con el cotignac, eso es todo. Yo me ocuparé del resto.
—¿Qué vais a hacer, señor? —preguntó con los ojos brillantes.
Francis Crawford volvió la cabeza y posó la mirada en el saturnino rostro irlandés que tenía al otro lado.
—Decidle a O’LiamRoe de mi parte, amigo Piedar, que le deseo buena suerte en Neuvy, si le sirve de algo…
Dooly se levantó para irse. Fleming permaneció aún un momento aguardando una respuesta. Lymond se frotó los agotados ojos con el dorso de su sucia mano y contó mentalmente los pasos que le separaban de la cama.
—Por mi parte estoy harto de tanto chivo expiatorio y tanta treta. A partir de ahora, que Dios me ayude, pienso ponerme yo de cebo.
Los dos hombres se marcharon. La luz de la alborada comenzó a iluminar las techumbres rotas, pisoteadas y sin tejas de la ciudad de Blois, deslumbrando a sus cansados habitantes tras la forzosa vigilia. Por fin, Francis Crawford de Lymond pudo meterse en la cama.