VI Ruán: lo difícil y lo imposible

La diferencia entre lo difícil y lo imposible estriba en que lo difícil cuesta conseguirlo pero, a pesar de ello, es posible hacerlo. Por el contrario, lo imposible es aquello que una persona no podrá conseguir porque no está en la naturaleza de nadie conseguirlo.

Uno de los placeres que más apreciaba lord d’Aubigny, que contaba ya con una edad importante, eran las cenas en la corte, magníficamente vestidas, atendidas y servidas. Rodeado de diamantes, música y especias, agradable conversación y buen gusto, acompañado de personajes sin duda de rango superior al suyo, lord d’Aubigny sentía que su vida merecía la pena; que las grandes hazañas de sus antepasados y los honores cosechados por su hermano Lennox quedaban superados por el esplendor de sus días. Que el alado Comus era su compañero de lecho.

La prometida presencia del rechoncho secretario de un principillo irlandés de poca monta en todo aquel esplendor le parecía una afrenta atroz. En la corte, su opinión era mayoritariamente compartida. Y así, cuando tras la misa, la corte se reagrupó en la abadía de St. Ouen, en el fragor de las conversaciones, mientras se analizaban los sucesos del día con ironía, ridiculizándolos, parodiándolos con despiadadas burlas, era precisamente la inminente consecuencia del elefantino compromiso del Rey la que más agudas y crueles bromas despertaba.

Entretanto el bardo, por supuesto, todavía no había aparecido. Debía de ser una de las contadas ocasiones en las que un Lymond dormido estaba produciendo en el personal mayor agitación que un Lymond despierto y parlante. Lord d’Aubigny, sin embargo, se sintió básicamente aliviado. Por su parte O’LiamRoe, tan impertérrito como siempre, consiguió persuadir al irritado Robin Stewart de que le acompañara a visitar a unos amigos aprovechando la relajada atmósfera imperante.

Tom Erskine había sido aquella mañana un incómodo testigo del ataque de ira de la Reina regente, cuyas consecuencias lucía el hinchado rostro de la pequeña María, que aún lloraba lágrimas de rabia. Tampoco Jenny Fleming, descompuesta y postrada en la cama, se encontraba mucho mejor que la niña. El consejero fue finalmente el encargado de atender la inexorable determinación de la Reina, quien había decidido que nada en el mundo habría de impedir que Thady Boy Ballagh hiciera aquella noche, en la corte de Francia, el debut más brillante del siglo.

Así pues, en el mayor de los sigilos y por mediación de Erskine, se le hizo llegar a su alojamiento un cofre con jabones, perfumes y joyas, una espada con su funda, un pagaré de hasta ciento cincuenta coronas para hacerse con un caballo y un conjunto de prendas cargadas de doradas hebillas y repletas de hermoso brocado. Durante toda la tarde el cofre permaneció en la habitación, cerrado, junto a otro similar, algo más sobrio, que contenía una selección de vestimentas realizada por el sastre del Rey de Francia. Cuando O’LiamRoe regresó a las cinco de la tarde de su exitosa ronda de visitas, que había comenzado con Michel Hérisson y finalizado con la señora Boyle, encontró ambos cofres cerrados e intactos en el vacío dormitorio de la Croix d’Or y, al lado, un montón de negros y destrozados harapos.

Thady Boy Ballagh había vuelto, se había enfundado el traje negro manchado de sal que tenía de repuesto y, abjurando hasta de las mínimas condiciones de gracia e higiene impuestas por O’LiamRoe, se había dirigido a pie hacia la abadía de St. Ouen con el aspecto, según palabras de Piedar Dooly, de un deshollinador en traje de faena.

Si el humor de O’LiamRoe era ya particularmente especial, el de Francis Crawford de Lymond rayaba la genialidad.

En un nido de gasa y delicado hilo, de seda y tafetán, envueltos en plata y satén, en terciopelo y blancas pieles cuajadas de diamantes, con la cara maquillada, las cejas depiladas y los cabellos ocultos bajo pelucas confeccionadas en seda rústica, como caramelos en un cesto, lo más granado de Francia se hallaba sentado a la mesa, rodeado de flores e iluminados por la luz de las velas. Ultimo en la última de las mesas, como un chorizo revenido junto a delicados pasteles de azúcar, se hallaba Thady Boy Ballagh.

Erskine, llegado con el séquito de la Reina madre, lo había distinguido a la primera y, por la mueca que endureció su desconcertado rostro, María de Guisa también. Tom Erskine se sentó, evitando cuidadosamente mirar a su esposa y a Jenny Fleming, esta última con la cara meticulosamente recompuesta. Se conocía aquellos eventos hasta la saciedad y le hastiaban, más que otra cosa. Prefería con mucho una comida simple y ligera y soñaba con usar un atuendo sencillo, lo cual era impensable; bajo su sólido rostro, fresco como el de un camarón, el terciopelo más exquisito tenía un aspecto desaliñado. Se levantó cuando el Rey hizo su entrada y volvió a sentarse; observó la elaborada reverencia de lord d’Aubigny y al oficial de la trompeta, que parecía algo bebido. Un segundo toque de trompeta anunció el comienzo de la cena. Sin poder evitarlo, la mirada de Erskine se dirigió de nuevo al final de las mesas.

Como un cardo entre flores en un bonito jardín, Thady Boy había sido colocado, despiadada y deliberadamente, al lado de Louis, príncipe de Condé, un joven criado en Chipre, todo rizos, anillos y pendientes en un rostro maquilladísimo. Hermano menor del duque Antoine de Borbón, Condé era un Borbón de sangre real y debía de tener poco más de veinte años. Enjuto y cetrino, extraordinariamente ágil a pesar de tener un hombro deforme que, simplemente, ignoraba, el príncipe de Condé era un hermano pequeño con los gustos de un rey. Su rostro, bajo el maquillaje, comenzaba ya a mostrar la fuerte personalidad que haría de él un hombre digno de tener en cuenta; de hecho era uno de los cuatro hombres del círculo más íntimo del Rey y con frecuencia solían circular sobre él escandalosos cotilleos.

El segundo en tan preciado círculo era otro de sus hermanos mayores, Jean de Bourbon, señor d’Enghien, recién llegado de Londres con uno de los jóvenes de Guisa. Se hallaba también en la mesa, con su hermoso rostro de tez aceitunada sobre el que resplandecía una rizada peluca teñida de rosa. Sin ser más rico que Condé, d’Enghien era también aficionado a llevar una vida de excesos, aunque gustaba de rodearse de un ambiente aún más excéntrico que el hermano. Era difícil no apreciarlo, por lo que pocos lo intentaban.

El tercer galán, François de Vendôme, representante laico del obispo de Chartres, se había quedado en Londres. Favorito de la reina madre de Escocia, Vendôme combinaba el agudo ingenio y el encanto personal con la mente sutil de un diplomático: era el hombre idóneo para firmar un tratado con una reina entrada en años. En aquel momento, en Londres, se dedicaba a conquistar a las damas inglesas en fiestas costosísimas a las que hasta el caballero más estirado de la corte se esforzaba por acudir. Sacado de una de las sonadas fiestas de Vendôme, d’Enghien se había traído a Francia, vestido de monja, a un ingenioso imitador del Duque de Suffolk. Vendôme era, en resumidas cuentas, un personaje vivaz, supersticioso y bromista cuya presencia solía ser siembre bienvenida.

El cuarto personaje y más cercano al Rey de todos ellos era Jaques d’Albon, señor de St. André y mariscal de Francia. Soldado, cortesano, hijo del gobernador de Lyon, tenía veinte años más que los otros tres jóvenes y era un hombre rico y aventurero que se encontraba en la cumbre de su carrera.

Catorce años antes, cuando Enrique fue nombrado heredero del trono de Francia, St. André había sido el encargado de hacer de él un rey de cortesanos y comandante de los ejércitos, mientras que Diana había sido encargada de instruirle en las artes más dulces y delicadas. Como había ocurrido con Diana, la creciente pasión del Delfín por su tutor había hecho caer en desgracia a este, como a tantos otros, a los ojos del viejo rey Francisco. A la muerte de este último, el nuevo rey, Enrique, se había apresurado a nombrar a St. André miembro del Consejo y mariscal de Francia, caballero de la Orden de St. Michael y primer caballero de la Cámara real. Algo más tarde, también le concedió el puesto que había ostentado su padre de gobernador de Lyon. St. André era un hombre astuto, valiente, íntimo amigo del Rey. Compartía con los tres jóvenes, con los de Guisa de menor edad y con otros tantos personajes de la corte, ingeniosos, cultos y felizmente inmorales, un talante libertino y un gusto por el lujo y el derroche que no tenían parangón en toda Europa.

De los cuatro cortesanos, tres habían perdido en su momento el favor del viejo Rey. Como consecuencia, hombres como Condé o Vendôme habían padecido una situación cercana a la pobreza, sobreviviendo con una asignación de unas mil doscientas coronas al año haciendo de simples chambelanes para el rey Francisco. Habían conseguido medrar gracias a su agudo ingenio: Vendôme, congraciándose con la Reina al rechazar contraer matrimonio con la hija de la amante real, Diana, y el príncipe de Condé, cultivando convenientes amistades con damas casadas e influyentes de la corte. Aquella noche, por ejemplo, Condé evitaba sabiamente las miradas de la señora del mariscal de St. André y colmaba de atenciones a la hermosa y árida princesa de la Roche-sur-Yon, sentada a su derecha. Adivinando, con el instinto del experto cortesano que era, el dilema entre los deseos y obligaciones de su Soberano, el príncipe de Condé, despreocupadamente descortés, se esforzaba en ofrecer a Thady Boy Ballagh una visión permanente de su abultada y enjoyada espalda.

Thady Boy no le prestaba la menor atención. Sentado a la mesa cual cuervo en invierno, estaba dedicado a su comida con ambas manos.

Nueve platos decorados con lazos y plumas fueron servidos por apuestos pajes en plateado atuendo, anunciados por el interminable toque de la trompeta. Thady Boy, cuchillo en mano y con la nariz pegada al plato, murmuraba de vez en cuando:

—Maravilloso, sin duda. Un diente en el jamón, otro en los capones y casi sin darte cuenta acabas hincando el tercero sobre los pajes.

Tras un momento de vacilación, Louis de Condé pensó que se encontraba lo suficientemente alejado de la mesa real como para permitirse algún cotilleo reciente; los discursos filosóficos estaban bien con Margarita de Francia, pero en compañía de la Princesa la conversación podía discurrir más relajada. Habían estado comentando la venta de cinturones de castidad en la última feria de St. Germain, en la que los cerrajeros habían duplicado sus ganancias hasta que, acosados por la llegada de los galanes de la corte, los infelices vendedores habían tenido que salir corriendo. En aquel momento estaban inmersos en las consecuencias derivadas del triángulo amoroso que, desde hace varios años mantenían d’Estouteville, su amante y la joven viuda de un presidente del parlamento de Ruán.

Las risas, acentuadas por el trasiego del fuerte vino de Hungría, celebraron de forma algo desproporcionada una fórmula casera para mantener el cabello castaño. Entretanto, un grupo de instrumentos de viento y percusión anunciaron la entrada del instrumentista de laúd en la galería. Durante una fugaz pausa, se oyó la voz de la princesa de la Roche-sur-Yon preguntando en voz baja:

—¿Y qué sabéis de lo que cuentan sobre nuestro querido condestable y lady Fleming?

—Me temo que nada que pueda repetirse en la mesa —dijo el príncipe de Condé, ofreciéndole un trozo de mazapán—. Acordaos de nuestro amigo a mi izquierda.

La Princesa miró en dirección a Thady Boy; llevaba una peluca plateada adornada con joyas y un pequeño velo, y un largo canesú de bocací recubierto de satén y piedras preciosas.

—¿El irlandés? ¿Pero creéis que está todavía vivo, querido?

El Príncipe no volvió la cabeza ni bajó la voz.

Vivit, et est vitae nescius ipse suae[9].

La Princesa, que tenía los suficientes conocimientos de latín como para reconocer lo despectivo de la frase, soltó una carcajada. La voz del ollave sonó entre la música, la cháchara y el crujir de las peladillas que sus dientes desmenuzaban incansablemente; Thady Boy dijo tranquilamente para sí:

—De una mula que hace hin, y de un hijo que habla latín, ¡libéranos Domine!… Decidme —dijo el bardo deglutiendo despacio cuando el príncipe de Condé se giró hacia él con rapidez—, ¿el tipo vestido de blanco y negro que está sentado a la cabecera de aquella mesa, es el bufón del Rey?

Se hizo un pequeño silencio. La mirada displicente del Príncipe se posó en el redondo Thady Boy, detallando desde sus manos mugrientas hasta sus botas salpicadas de barro.

—Sí. Es el señor Brusquet. Permitidme que le invite a reunirse con nosotros —dijo con suavidad y haciendo una seña a un paje. En sus ojos y en los de la Princesa había una mirada vacía e impersonal, ligeramente sorprendida. En la mesa, algo más allá, un comensal le tocó a otro con su abanico, sonriendo con intención.

El último plato estaba ya sobre la mesa. La cena estaba llegando a su fin. Entretanto, los músicos habían dado paso a los saltimbanquis. Llegaron corriendo y brincando hasta el centro de la alfombrada estancia y se colocaron, los acróbatas frente al estrado real y los malabaristas en el otro extremo. Brusquet, el bufón del Rey, abnegadamente servicial, abandonó la cabecera de la mesa y posó sus privilegiadas manos sobre los hombros de Condé y del irlandés.

—Os doy la bienvenida, maestro ollave, recién llegado de los castillos de la realeza irlandesa. Espero que esta pobre corte francesa nuestra pueda igualarlos en esplendor.

El irlandés meditó, mientras masticaba.

—Bueno, a decir verdad, en casa no son sólo los bufones los que dan conversación en la mesa.

Antes de que Brusquet pudiera replicar, Condé, congestionado su maquillado rostro, se volvió hacia él.

—¿Pretendéis enseñarnos vos cómo ser buenos cortesanos?

Thady Boy negó dócilmente.

—Eso se lo dejo a la señora Princesa.

Brusquet intervino con rapidez, haciendo patente su dominio del epigrama mientras la Princesa y Condé intercambiaban miradas enarcando las cejas.

—La tarea del cortesano, señor, como el ajo, es aderezar con su habilidad e ingenio las veladas de su señor.

Thady Boy se chupó los dedos y los secó meticulosamente en las mangas de su traje.

—Esa es vuestra opinión. Yo diría que se parecen más a los cirujanos, señor Brusquet: unen lo que se ha separado, separan a los que están unidos de forma anormal y extirpan lo que es superfluo.

—¿Y qué es, señor —dijo el bufón, sibilino—, lo que encontráis superfluo en Irlanda?

—Ah, ¿es que he dicho que en Irlanda necesitamos cortesanos? —preguntó Thady Boy sorprendido.

Los ojos de Condé parecieron iluminarse por un momento, pero el bufón del Rey, colorado, se le volvió a adelantar. Su voz tuvo esta vez un tono ácido.

—Lo habíamos olvidado. Si podéis manejar a un elefante, seguro que podéis manejarlos a todos —dijo bajando la voz repentinamente. Un paje, venido de la mesa principal, solicitó silencio para los saltimbanquis. Las conversaciones y las risas se fueron convirtiendo en apagados murmullos.

Un hipido resonó en la estancia, cortando el silencio como un rayo en el agua.

Thady Boy se disculpó.

—A fe mía que tenéis modos bien extraños. En Irlanda, los príncipes no son conocidos como elefantes, y no van por ahí portando sus castillos a la espalda —dijo lanzando una educada y fugaz mirada hacia el soberbio traje de satén de Condé—. Pero tenemos un dicho: el tonto que vive entre sabios, tonto se queda, al igual que la cuchara la sopa no saborea. —Se atragantó y no pudo sofocar otro estruendoso hipido.

Condé dijo tranquilamente, adelantándose a Brusquet:

—La cuchara tiene otras compensaciones. Como por ejemplo lavarse tres veces al día.

Tenían ya una audiencia de media docena de comensales y los hipidos estaban haciendo volverse hacia ellos más cabezas.

—No en Irlanda —dijo Thady Boy con una inocente mirada en sus ojos azules, perfectamente a gusto con sus manos sucias y su arrugado atuendo—. No son personas educadas quienes se ponen a remojo, sino las judías, para que se ablanden… Perdonad que cambie de tema, ¿no había una manera de acabar con el hipo bebiendo sin respirar de una copa o algo así?

—¿Qué? —dijo el príncipe de Condé, momentáneamente perdido en el extraordinario tête-a-tête—. Un nuevo hipido escapó de la glotis del irlandés, haciendo volverse más cabezas. Algo alejado, junto al sitial del Rey, lord d’Aubigny se removió inquieto. Los acróbatas los miraron, resignados.

Con el rostro contraído y los brillantes reluciendo, Condé le señaló su copa de plata al pobre sufridor. Thady Boy asintió con la cabeza, tuvo un ataque y se disculpó. El hipo sonó atronador. La Princesa exclamó:

—¡Dadle agua! —Se estaba divirtiendo. La estrafalaria situación había roto la habitual monotonía de las veladas palaciegas. Su risa resonó en la mesa y Condé se volvió para mirarla.

Un paje, confuso, les llevó un cuenco para lavarse las manos, con pétalos de rosa flotando en el agua y Thady Boy, entre hipidos, estaba acercándoselo a la boca cuando Condé se lo quitó. Después le trajeron un pichel de plata.

—¡No hombre, no! —dijo Thady Boy entre hipo e hipo—. Dos asas, la cosa tiene que tener dos asas… es absolutamente infalible. ¡Ah, pero esperad, ahí hay uno!

El bardo de O’LiamRoe, levantándose, sacó las rosas de su Majestad del alto jarrón y, llevándoselo a los labios, intentó beber de él por el borde más alejado de la boca. El agua turbia se le derramó por las orejas. Su chaleco se empapó y sobre la tela chorreante se escurrieron pétalos gelatinosos que acabaron sobre el impecable traje de satén de Condé. A su alrededor sonó un aplauso amortiguado y risas camufladas; Thady Boy lo agradeció con una inclinación de cabeza antes de sufrir un nuevo ataque.

—Infalible —se le oyó decir antes de volver a agarrar el jarrón con las dos manos.

Le quitaron entre varios el jarrón, mientras otros cuantos le iban dando consejos con ebria solicitud.

—Algo frío.

—Una llave.

—Una moneda.

—Madame de Valentinois —dijo alguien sotto voce.

El príncipe de Condé, que había comenzado a reírse, abrió su bolso sobre la mesa y se cortó en seco. Demasiado tarde. Los largos dedos de Thady Boy ya estaban dentro.

—¡Esta servirá! —exclamó Thady Boy.

Sacó una llave de plata delicadamente labrada con hojas y flores, con un escudo en un extremo. Condé intentó arrebatársela. La señora del mariscal de St. André no estaba mirando, profundamente enfrascada en una conversación en voz baja con de Lorges. Pero su marido, desde el otro lado de la alfombra, se había quedado mirando la llave con sus pensamientos escritos en el rostro. Las miradas de ambos hombres se encontraron. Los azules ojos de Thady Boy, tras observarlos detenidamente, se dedicaron a estudiar a su audiencia. Entonces, cerró un ojo, después el otro y, con gran aspaviento, se pasó la llave por la espalda al tiempo que simulaba un estremecimiento.

—Creo que estáis todos equivocados, dhia; esto era para cuando sangra la nariz, así que…

La cristalina risa de Jean de Borbón estalló.

Los vecinos de mesa de Condé, con la naturalidad propia de una larga práctica en semejantes lides, suavizaron la tensión del momento charlando con él, haciéndole recomendaciones discretamente. Llamaron a los pajes para que secaran el agua y mientras, observaron sin perder detalle las reacciones de Condé, de St. André y de su mujer. En la mesa principal, el Rey pidió que le explicaran la razón del alboroto. Los detalles, murmurados en voz baja y censurados parcialmente, empezaron a circular por entre los perfumados manteles. Los vecinos del irlandés comenzaron a sentir una cierta tolerancia cercana a la simpatía. Condé estaba quizás algo silencioso, pero los demás, intercambiando puestos en las mesas, rivalizaban para quitarle el hipo a Thady Boy. El hermano de Condé, sonriente y sin perder detalle, había comenzado a abanicarse.

Fue justo entonces cuando los malabaristas intervinieron. Ignorando las risas, con los ojos chispeantes, se tiraban por el aire puñales de filo romo en un revoltijo de brazos y manos entremezclados con sus ropas multicolores y los plateados cuchillos. Thady Boy, con las manos llenas de variopintos remedios para el hipo, sufrió un nuevo ataque y, de pronto, un jarrón con dos asas salió propulsado hacia el remolino de malabaristas. Incrédulo, con los dedos crispados, el malabarista más cercano lo atrapó, recuperó el equilibrio y lo envió a su compañero junto a una lluvia de puñales. El siguiente grupo de puñales iba acompañado de una llave; después apareció una copa. El malabarista la cogió y la lanzó hacia un lado, donde Thady Boy, sin gran esfuerzo aparente, la recibió.

Veloz, oportuno, lanzado con perfecta maestría, uno de los pequeños puñales de los malabaristas salió de la misma zona; después otro; luego la copa. Por las manos de Thady Boy empezaron a pasar un remolino interminable de objetos que retornaban por vía aérea: platos y saleros se sumaron a los anteriores. Su objetivo parecía ser recuperar el jarrón de las asas, pero en su lugar le llegaban misteriosamente un flujo cada vez más abundante de puñales. Los malabaristas, con malicioso rencor, habían incorporado a Thady Boy en su juego. Además de los puñales, lanzaron por el aire su arsenal completo. De las dagas pasaron a las anillas, de las anillas a los huevos. El bardo lo devolvió todo con pericia.

A aquellas alturas, la estancia entera estaba observando. De los divertidos susurros se elevaron algunas ovaciones. Entonces, inclinado hacia delante, se vio sonreír al Rey, y las ovaciones fueron en aumento. Lord d’Aubigny, con su apuesto rostro encendido, se plantó en dos zancadas junto al bardo, pero retrocedió un paso cuando un huevo, mal lanzado, aterrizó, empapando su camisa. Otro, alcanzó a Brusquet de refilón, que, con voz ronca, intentaba hacerse entender en medio de lo que se estaba convirtiendo en una algarabía. Luego, los propios malabaristas comenzaron a recibir impactos.

Para proteger sus trajes, que no eran precisamente baratos, y lo que quedaba de su maltrecho orgullo profesional, los malabaristas retrocedieron al unísono, poniéndose a cubierto al fondo de la habitación. Los objetos foráneos, la copa, la llave, el jarrón, aterrizaron en el suelo. Un último y estruendoso hipido sacudió a Thady. Con las ropas empapadas de agua y yema de huevo, el cabello tieso como el de una abubilla, se abalanzó y cayó sobre el jarrón en el mismo momento en que Condé saltaba hacia la llave. Se produjo una aparatosa colisión. Thady Boy se escurrió, retrocedió y, al caer sobre la alfombra, aferró el jarrón.

Al fondo, frente al estrado, la pirámide de acróbatas, en una deslumbrante espiral de sonrisas, esperaron el momento apropiado, hicieron una reverencia y saltaron por los aires.

El rey de Francia se rio. Y con ello, la aburrida e hiperrefinada flor y nata de Francia, esa culta y tintineante osamenta de algún antiguo sepulcro imperial en la noche de Todos los Santos, se sumió en un estruendoso júbilo.

Los saltimbanquis se marcharon. La estancia fue limpiada y ordenada. A la tenue luz de las velas que alumbraban el final de la cena, los diamantes, como estrellas reflejadas en el agua mansa, relucían en los atuendos de los comensales mientras reían y charlaban. El Rey mandó llamar a Thady Boy.

Mientras Lymond pasaba a su lado ignorándolo, Tom Erskine se permitió por fin alzar los ojos hacia la Reina madre con una expresión de triunfo en su mirada. En el rostro de Thady Boy, inocente como el de un niño, los grandes ojos azules ribeteados de largas pestañas miraron al Rey con una franqueza y una confianza que desarmaban por su candidez. Enrique de Francia se dirigió a él con su voz profunda y agradable.

—Habéis provocado el caos en mi cena y habéis dejado hecho un desastre mi comedor, señor. ¿Es así como se celebran las cenas en Irlanda?

—Combatimos la tristeza siempre que podemos. Forma parte de nuestra profesión.

—No creo haberos invitado —dijo el Rey— para que combatáis tristeza alguna.

—Tampoco creo haber sido invitado para combatir elefantes —dijo Thady Boy con serenidad—. Echamos una mano cuando es necesario.

Los reales ojos buscaron en los del bardo algún asomo de petulancia, pero no la encontraron. El regio rostro se relajó un poco.

—La verdad es que vuestras hazañas de hoy os han dejado bastante mojado.

—No puedo decir que el agua sea mi elemento preferido, pero no he tenido elección.

A la fuente me gustaría

Ir a jugar con mi amada[10].

»Mi amada sería en este caso una elefanta llamada Annie —continuó Lymond.

—Así que recitáis poesía —dijo Enrique—, pero preferís las payasadas a la música.

—Depende de la música —dijo Thady Boy con amable solemnidad.

Junto al Rey, Catalina, reina de Francia, mujer de reputada cultura y mente ágil, había estado estudiándolo detenidamente, sopesando sus respuestas. En aquel momento intervino, diciendo en tono mesurado:

—¿Os disgusta acaso el músico de Su Majestad? —Durante la velada, el concierto, ella lo sabía, había sido absolutamente horrible.

—Me sentiría orgulloso de haberle enseñado yo.

La Reina se recostó en su asiento. En la mesa se sucedieron pequeños comentarios y alguna que otra risilla. El Rey sonrió.

—¿Podéis tocar tan bien como él?

—A ello me dedico.

—¿Tan bien como montar elefantes y hacer juegos malabares?

—Esos son sólo pasatiempos.

Sin volver la cabeza, el Rey chasqueó los dedos. Lord d’Aubigny acudió, solícito y reverente, con expresión impasible.

—Traedme a Alberto inmediatamente. —Después dijo con picardía a Thady Boy—: Hemos podido ver al bufón; mostradnos ahora al bardo, maese Ballagh. Tocad para nosotros, cantad, interpretad tan bien como lo hace el señor de Ripa, y mañana partiréis para Irlanda con la bolsa llena.

Thady Boy negó lentamente con su morena cabeza.

—El dinero, Majestad, no puede ser el precio de una canción. Lo que solicitaríamos a cambio, O’LiamRoe y yo mismo, sería poder disfrutar por un poco más de tiempo de las maravillas y delicias de vuestro país, y expiar el desgraciado error que, inocentemente, cometió el otro día el príncipe de Barrow. Se produjo un silencio.

—No puedo —dijo el Rey, por fin—, bajo ningún concepto puedo admitir en mi corte a vuestro señor.

—O’LiamRoe —dijo Thady Boy con delicadeza— no está acostumbrado a la vida cortesana. Su único deseo es permanecer aquí para conocer este gran país vuestro.

El Rey se quedó pensativo. Ripa, con aspecto un tanto sobresaltado, había entrado trayendo su laúd. Algo alejada en la mesa, la regente de Escocia charlaba en voz baja con su vecino de mesa, ignorando adrede la situación. Tras excusarse, el mariscal de Francia se levantó y murmuró algo al oído del Rey.

Enrique volvió la cabeza hacia la Reina, que contestó con mudo asentimiento, tras lo cual se dirigió amablemente al irlandés.

—Si sólo vais a tocar bajo esas condiciones, no nos queda más remedio que aceptarlas. Pero debéis saber que nos proponemos pasar el invierno en Blois, y que sólo los mejores de cada profesión están invitados a acompañarnos. El laúd es además mi instrumento favorito. Su Gracia la Reina, aquí presente, mi señora hermana y mi querida hermana de Escocia, además del señor de Ripa y yo mismo, juzgaremos vuestra actuación. —Un atisbo de amabilidad subyacía en las palabras del Soberano—. Puede que en Irlanda el nivel de exigencia sea distinto al nuestro. No os sintáis decepcionado si así fuera. En cualquier caso, no partiréis más pobre, os lo aseguro —dijo Enrique de Francia.

Thady Boy Ballagh, ignorando su zarrapastroso aspecto, se irguió con altanería. Paseó la mirada desde el Rey hasta la Reina madre, pasando por Erskine, Margaret, Jenny Fleming y, tras ellos, lord d’Aubigny. Miró hacia las otras mesas y vio a Condé, a la Princesa, a D’Enghien y a St. André, sus rostros aburridos y escépticos, charlando entre ellos. Entonces, con una elaborada reverencia, aceptó el reto.

La noticia se corrió por la estancia tenuemente iluminada. El ruido cesó por completo. Hartos de vino y comida, el ambiente caldeado por las risas y cargado de las variadas expectativas que cada cual tuviera sobre la larga noche que se avecinaba, la depredadora e irresponsable flor y nata de Francia guardó silencio envuelta en sus atuendos de terciopelo; la Guardia real, ataviada en reluciente blanco, a sus espaldas, calló también.

Una silla baja fue traída para asiento del bardo y un taburete para que apoyara el pie. Thady Boy tomó de manos del italiano el exquisito laúd de satinada y pulida madera de peral y sonrió.

Durante un momento todavía, los oscuros ojos del músico le miraron con hostilidad, pero al cabo le devolvió la sonrisa. Thady Boy pareció sumergirse en el oscuro suelo; a la frágil luz de las velas, su barba incipiente y su obesidad quedaron camufladas en la oscuridad. Su mano derecha arrancó un gemido casi inaudible a las cuerdas, y después, su voz, aterciopelada y extraordinaria, comenzó a sonar en un francés con dejes de Irlanda.

—A las damas de Francia, que portan el derecho al amor y a la música desde la cuna. A las damas de Francia dedico esta historia de la hija del rey Kerry, que vivió en una cabaña cuyo tejado había sido confeccionado con alas de águila y por las noches dormía sobre una almohada rellena con las blancas plumas de sus pecheras.

Tantos años teniendo hombres a su cargo habían proporcionado a Lymond un control impresionante de su voz. Sabía cómo modular el tono para obtener el efecto deseado. Pero también dominaba el instrumento con maestría. Sus dedos acariciaron la reluciente madera y desgranaron las notas que transformaron en un lamento la triste melodía. La voz de Thady cantó la trágica historia y en la habitación, silenciosa como las solitarias praderas del reino del rey Kerry, la música oprimió las gargantas. Hacia el final de la historia, la música había conquistado los palpitantes corazones de aquella audiencia mimada, egocéntrica, despiadada, neurótica y erudita y más de una dama tuvo que morderse los labios para evitar las lágrimas y el ridículo. La canción terminó. El silencio se prolongó todavía unos instantes. Poco a poco, un susurro de aprobación recorrió la audiencia. Margarita de Francia, sus joyas cubriéndola como un manto de luz, se levantó y fue a arrodillarse junto al bardo.

—Por favor, tocad para mí algo de Palestrina. Cantad aquella canción que decía… —La dama se quedó observando sus manos sobre las plateadas cuerdas mientras la complicada pieza sonaba y el bardo recitaba la pieza solicitada.

Si la noche se hace oscura

Y tan corto es el camino

Y ¿cómo no venís, amore?…

¿Cómo no venís, amore[11]?

La aprobación pintada en su embelesado rostro, la vivida atención en el de Enrique y la concentrada admiración del maestro de Ripa acabaron con las frágiles defensas que sustentaba el orgullo y una marea de emoción contenida desbordó a los oyentes. Alguien suspiró durante el poema. Hacia el final, la duquesa de Guisa sacó su pañuelo. Cuando terminó, una ola de emotivos aplausos abrumó al intérprete, que fue rodeado por más damas emocionadas. Él se quedó mirándolas, pensativo, y, esta vez, las cuerdas bailaron al compás de una alegre sátira. Era una canción desconocida que les encantó. Él volvió a cantar, deleitándolas con composiciones de Jannequin y Certon; interpretó Il n’est soingt quant on a fain, cantó de Belle Odette Mout me desagree, a la que siguieron otras aún más antiguas. Cantó también siretach en gaélico y esta vez las damas, dejándose llevar por la tristeza de la melancólica melodía, lloraron sintiéndose orgullosas de su emoción. Más tarde, el bardo interpretó poemas que eran picantes y a la vez románticos y, entre risas, las estrofas más conocidas fueron coreadas con animación.

Sin embargo, a pesar del éxito cosechado, Thady permanecía alerta.

Sabía que aquella audiencia tenía su destino en sus manos. Condé, prescindiendo de cualquier recato, se declaró su más ferviente admirador. Margarita de Saboya le dirigía amables comentarios entre canción y canción y el señor d’Enghien, Jean de Borbón, se abanicaba pensativo. Las dos de Guisa de mayor edad sonreían con benevolencia no exenta de cierta admiración. ¿Sabrían quien era en realidad Thady Boy? Erskine lo dudaba. El riesgo de que lo descubrieran era, no obstante, cada vez más alto.

Dos personas de la sala habían reaccionado de forma diferente que la mayoría. Margaret Erskine permanecía sentada en silencio, su cándida mirada sin despegarse del bardo. Sólo cuando este cantaba, su rostro parecía expresar cierta emoción. Y Brusquet, agraviado, había optado por marcharse.

Hacia el final, cuando el círculo alrededor del cantante estaba más que concurrido y el personal se movía libremente a su lado, charlando, cantando y bebiendo vino, mientras Thady Boy, con la cabeza pegada al laúd, se hallaba concentrado en afinarlo, sir George Douglas se inclinó confidencialmente hacia él.

—Mi querido muchacho, qué gran suerte para vos que vuestro amigo Abernaci fuera el encargado de los elefantes, ¿verdad?

El comentario era intencionadamente malicioso. El Borbón que estaba a su lado levantó la vista.

—Esta vez estáis equivocado, mi Maquiavelo escocés. Abernaci no permitiría por nada del mundo que achicharraran a su querido Ué.

Condé, bostezando, intervino también.

—El olor debe de haber sido lo peor. El aceite abrasó la piel del pobre animal. Estáis olvidando ese pequeño detalle, querido.

La indirecta de sir George Douglas fue recogida, sin embargo, por una dama de avanzada edad. La duquesa de Valentinois y amante real, Diane de Poitiers, era una mujer que no se conmovía fácilmente; además, estaba francamente intrigada por el recién llegado. No tenía la menor intención de sumarse al círculo de los entusiastas admiradores del bardo. Tampoco sentía especial aprecio por Condé ni por el ausente Vendôme. Decidió con frialdad poner a prueba al nuevo favorito.

—Si el elefante se quemó —dijo madame de Valentinois—, ¿cómo es que el señor Ballagh no sufrió daño alguno?

Lymond se puso rígido y Erskine se dio cuenta inmediatamente de que la dama había dado en el clavo; la actitud de Lymond había perdido por completo el desenfado que había mostrado durante la velada. El estado físico y mental en que Lymond se encontrara le concernía exclusivamente a él. Además, conociéndole, Erskine sabía que, según su particular código de honor, Lymond preferiría mantener en secreto si había resultado herido, pues consideraría que ello sólo demostraba ineficacia por su parte. Erskine, cada vez más inquieto, observó como la insidiosa observación hacía mella en los admiradores de Thady; oyó cómo le preguntaban con empalagosa curiosidad y vio cómo St. André, bastante borracho, ponía las manos sobre la sucia camisa del bardo.

Lymond se puso en pie de un salto.

Lo va a tirar todo por la borda, pensó Erskine. Va a mandarlos a paseo y estropear todo el trabajo de esta noche. Se va a encarar con ellos y los va a tratar como a unos malditos lacayos… ¡Cristo!

La intensa mirada azul de Lymond se había topado con el rostro de la Reina madre, rígido por la tensión. Tom Erskine deseó con toda su alma que la Regente se dominara. El menor gesto de amenaza, de autoridad, la mínima intención de forzarle, y echaría a perder la velada; y no sólo habría perdido a Thady Boy Ballagh, sino que perdería a Lymond para siempre.

Azules como el frío mar de invierno, la Reina madre dedicó a Lymond una mirada desenfocada y al poco, tras acariciarse de modo mecánico la nariz, se volvió hacia un vecino para preguntarle sobre alguna cuestión. El momento de peligro, no obstante, había pasado ya. Lymond, de pie, había mirado más allá de la Reina para encontrarse con la expresión iracunda de Margaret Erskine. El joven pareció dudar un momento. Después, volviéndose, permitió sin protestar que St. André le desabrochara el chaleco.

Bajo la camisa pringada de yema de huevo, sobre sus hombros y espalda, allí donde el aceite hirviendo había caído eran evidentes las quemaduras. Madame de Valentinois se levantó.

—Traedme aquí al señor Ballagh —dijo.

El Rey, en su sitial, hizo un comentario a lord d’Aubigny y este se dirigió también hacia el bardo. La actitud de John Stewart d’Aubigny había cambiado ligeramente. Resultaba que el supuesto bobo y amorfo bardo que había tenido que arrastrar de posada en posada era un culto poeta, un cantante excepcional que había cautivado a toda la corte. La situación, ciertamente, no tenía nada que ver.

Se acercó a maese Ballagh.

—El Rey me pide que os comunique que él, por supuesto, no tenía conocimiento de vuestro estado, de lo contrario nunca os hubiese puesto en semejante situación. Tengo el honor de comunicaros que seréis bienvenido en su corte durante su estancia invernal en el Loira y que, si lo desea, el príncipe de Barrow puede así mismo permanecer en Francia. Su Majestad os ofrece alojamiento en su residencia por esta noche. Tenéis su permiso para retiraros.

Había ganado.

La noche que pasó en la real residencia de la abadía de St. Ouen fue para Lymond de las que no se olvidan fácilmente. Rodeado de hermosas pinturas murales al temple, vendado bajo la supervisión de la propia madame de Valentinois e irreconocible con un lujoso camisón prestado, pudo por fin retirarse a una habitación para él sólo.

La llamada en su puerta a altas horas de la noche no le pilló dormido, precisamente. Su mirada excesivamente fija y su pulso poco firme, evidenciaban la ocupación a la que había dedicado las últimas horas desde que, por fin, el último paje había abandonado su estancia. Envuelto en su magnífico camisón, había acometido con denuedo la botella. Tras él, la pequeña habitación presentaba un aspecto absolutamente pulcro, lo que suponía una innovación en los habituales usos y costumbres de Thady Boy. Sería difícil adivinar lo que Lymond esperaba cuando abrió la puerta de su dormitorio, pero lo que se encontró casi le quita de golpe la borrachera.

Ante su puerta se encontraba Margaret Erskine.

La hija de Jenny Fleming, bastante pálida, pulcra como una monja con el hábito recién lavado, adornada con una única joya prendida en el pecho, parecía mirarle bastante serena desde sus ojos castaños. Una visita al cuarto de sus traviesos hijos pequeños habría sido, sin duda, una ocupación más adecuada a aquellas horas de la noche.

El pálido rostro de Lymond se desencajó en una sonrisa venenosa.

—Entrad, cariño. Puedo compartir amablemente mi lecho.

Haciendo caso omiso del mordaz comentario, la joven entró sin ceremonias y cerró la puerta tras de sí.

—¿Por qué ahogáis en alcohol vuestra victoria? —preguntó—. Habéis tenido éxito, ¿no es así? Ya no tenéis que marcharos de Francia.

Lymond se pasó la mano por el revuelto cabello despejándose la frente y respondió imitando con pericia el acento franco escocés de la Reina madre:

—Pretendo ganarme a este hombre ahora, en sus horas bajas, señor Erskine, ahora que ha fracasado y no cuando se encuentre triunfante. —Negó con la cabeza, murmurando apesadumbrado—. Ya sé que he tenido éxito hoy. Pero también sé que, salvo que vaya con mucho cuidado, la Regente intentará tenerme atado y sumiso cual ferviente lacayo.

Margaret Erskine se sentó y levantó la vista hacia aquel sardónico rostro que la miraba con la frente perlada de sudor.

—Siento que oyerais aquellas palabras.

—Al igual que O’LiamRoe —dijo Lymond con un gesto amplio y explícito—, yo también siento que merezco un poco de diversión a costa de los demás. Eso es todo. Me la he ganado. La he pagado con creces. Y pienso tenerla. ¿Desaprobáis acaso mi conducta? —dijo con voz burlona—. En el comedor me dio la impresión de que no queríais que me peleara con nuestros alegres y juguetones amigos.

—¿Creéis de veras que eso va a llenar vuestro tiempo satisfactoriamente los próximos meses? —preguntó sin alterar la voz—. ¿Pensáis burlaros de ellos a base de estúpidos jueguecitos? Cuando os marchasteis, las mujeres ya se estaban echando a suertes vuestros favores.

—¿Y ganasteis vos? —Sus ojos la miraron con la misma hiriente ironía que destilaban sus palabras.

Ella se mordió los labios, delatando por primera vez su disgusto.

—He venido porque una visita de Tom podría ser peligrosa, mientras que la mía sólo podría parecer… comprometedora.

—¡Oh, Dios! ¡Qué patriótico! —exclamó Lymond—. Por supuesto, considerando quienes son vuestros parientes, nadie pensará que habéis venido a hablarme de política. ¡Maldita sea! —añadió con súbito interés—. ¿Sólo las damas?

—No —contestó ella con voz serena tras un profundo suspiro—. Si no tenéis intención de servir a la Regente, ¿por qué os molestáis en quedaros en la corte?

Lymond se había alejado apartando de una patada los faldones de su largo y ridículo camisón de terciopelo Se volvió a mirarla, empeñado en mostrarse difícil.

—Porque en este dulce reino de Francia, querida mía, hay un animal, criminal y corrupto, dispuesto a hundir un barco con toda su tripulación a bordo y a hacer saltar por los aires una multitud de mujeres y niños sin importarle un ápice su muerte. Y yo voy a darle su merecido antes de marcharme.

Pálida, insistente, ella continuó, enfrentándose a su estudiada actitud de aburrimiento.

—Lo único que sé de La Sauvée es lo que me ha contado Tom; pero el accidente de esta mañana, todos; Tom, mi madre, la Regente, todos, están seguros de que ha sido un atentado para herir o matar a la pequeña Reina. La Reina madre, por fin, se ha decidido a contarnos lo que quizás vos adivinasteis aquel día al que habéis aludido antes. La pequeña María ha sufrido otros accidentes antes de este, y también hay más coincidencias sospechosas. Esa fue la verdadera razón por la que la Reina regente os pidió que vinierais a Francia. No se atrevía a exponer sus sospechas abiertamente por no cuestionar la buena fe de este país o la capacidad de su familia para cuidar y proteger a su hija… En su lugar, ella decidió confiar en vos.

Algo alejado, apoyado sobre la abierta ventana, Lymond dijo impulsivamente:

—¿Y para qué vamos a intervenir? Puede que el Delfín tenga ya planes para otro matrimonio.

Era un golpe bajo, un ataque directo a su propio matrimonio, realizado con premura tras la trágica muerte de la prometida de Tom Erskine, acaecida dos años atrás mientras trabajaba para Lymond. Ella era consciente de que sólo después de la desaparición de Christian Stewart, Tom Erskine se había fijado en la anodina viuda Margaret Fleming, quien durante años le había admirado en silencio. Aunque no se había esperado semejante invectiva, Margaret se mantuvo impertérrita.

—Me odiáis porque soy la sucesora de Christian en el corazón de Tom. Una sucesora inadecuada a vuestros ojos —dijo en voz baja, con calma—. Pero vos no la amabais. Lo sabéis perfectamente. Vos no os habéis enamorado nunca todavía, y debéis dar gracias a Dios por ello. Pero sed honesto, al menos. Yo no soy la causa de que os neguéis a ayudar a la Reina.

Esperó mientras Lymond permanecía de pie asomado sobre la ventana, mirando el silencioso patio adoquinado y los árboles iluminados con antorchas de la abadía de St. Ouen. Al poco, se separó de la ventana y, tras cerrarla con pestillo, se volvió hacia ella.

—Estoy cansado —dijo Lymond— de asistir a funerales. Proponedme cualquier proyecto, lo que sea, y os aseguro que antes de que pueda acabarlo, la mitad de mis amigos, o supuestos amigos, estarán sepultados bajo tierra junto con sus ilusiones y su reputación. Le ocurrió a Christian Stewart, no es necesario que volváis a nombrarla. Pero también a un hombre llamado Turkey Mat. Y a varios más. Me he negado a convertirme en informante de la Reina, querida, para evitar que mis amigos y socios tengan que pagar por ello. —Se produjo una incómoda pausa. Después, la fría mirada azul pareció suavizarse un poco—. No me siento con fuerzas para seguir hablando con vos —dijo—, creo que deberíais marcharos.

—Quiero deciros algo más —repuso Margaret Erskine en tono pausado—, pero me resultaría más fácil si os sentarais.

Tras dudarlo un momento Lymond, separando un escabel que había junto a la chimenea, se dejó caer sobre él y apoyó la cabeza sobre sus dos puños. Margaret escogió sus palabras cuidadosamente.

—Estaba segura de que diríais exactamente eso —dijo—. No es de mi incumbencia si vos decidís erigir un pobre monumento a la memoria de vuestros amigos. De estar vivos, puede que más de uno opinara que la vida de María bien merece vuestro esfuerzo. Pero en cualquier caso, vos parece que estáis ya comprometido con vuestro plan de encontrar al hombre que intentó cometer la masacre de esta mañana. Para lograrlo vais a necesitar amigos, colaboradores. ¿Cómo pretendéis protegerlos? Además, si ese hombre tiene intención de asesinar a la pequeña Reina, ¿no creéis que, si vos la protegéis, os será más fácil encontrarlo también a él? ¿O es que vais a usarla de cebo en vuestro filantrópico plan?

Él no se inmutó.

—Por supuesto que no. La Reina regente y yo tenemos el mismo objetivo. Pero no voy a realizar promesa alguna. Al menos esta vez, tengo una cierta libertad de actuación. Si considero necesario abandonar en algún momento lo que he empezado, lo haré.

—¿Y si yo —dijo con voz precavida Margaret Erskine— os ofreciera seguridad a cambio de vuestro compromiso? ¿Si yo os dijera que si prometéis proteger a la pequeña, yo intentaría con todos mis recursos que ninguna persona inocente relacionada con vos resultara perjudicada? ¿Aceptaríais de la Reina madre, a través de mi persona, el encargo de proteger a la reina María y confiaríais en mí para velar por vuestros amigos?… ¿O es que el haberme convertido en la mujer de Tom Erskine —dijo Margaret, pálido el redondo y anodino rostro— ha de condenarme para siempre a ser ignorada por vos y me incapacita para ser digna de vuestra confianza?

A lo cual Lymond respondió con un juramento y, sin disculparse, dejó caer sus brazos clavándole una áspera mirada.

—Me hago cargo de la situación perfectamente, no hace falta que me machaquéis con vuestra retórica humildad. No ha sido mi intención reprocharos nada. Os pido disculpas. Mi exabrupto de antes se debe a lo inadecuado del momento y de la hora de vuestra visita. En cuanto a vuestra propuesta…

Margaret había recobrado su talante sereno.

—No me contestéis ahora. Pensadlo. Puede que más tarde cambiéis de opinión —dijo. Pero no deberíais dejar que la Regente os impulse a beber de ese modo. ¿La duquesa de Valentinois ha intentado alguna aproximación?

—Teniendo en cuenta —dijo Lymond, ligeramente cohibido— que tiene veinte años más que el propio Rey… No, no ha intentado nada del estilo. Aunque bien es cierto que no estaba sola; vino con un gran séquito. De hecho fue de lo más efectiva. Y muy amable. ¿Creéis que va a seguir interesándose por mí?

—Posiblemente. En el plano intelectual, claro. Se ocupa de todos los protegidos del Rey. También puede que lord d’Aubigny os adopte a partir de ahora. Probablemente os acompañará a visitar La Verrerie, a admirar Goujon y Limousin, a catar vinos con los profesores de la universidad, tomar clases de pintura con Primaticcio y asistir a recitales de Arkadelt. Se espera que disfrutéis de vuestra estancia en Chambord.

—Estoy dispuesto a disfrutar de lo que sea —dijo Lymond—, excepto de su excelencia d’Aubigny. Aunque he de reconocer que esta noche me prestó un cierto apoyo con esa cara suya de becerro melancólico. Por un momento pensé que me iban a echar. Y sin embargo, ahora…

—¿Ahora…? —No pudo evitar mirarle esperanzada.

La consideró, nervioso y agotado, totalmente sobrio ya, con una expresión sombría y divertida a la vez.

—Está bien. Habéis ganado. Estaba claro desde el comienzo que Su Alteza tenía ventaja en esta partida. Esperemos que, gracias a vuestro amparo, nadie más que yo sufra las consecuencias de proteger a esa niña de su hado.

La tensión desapareció por fin.

—No soy una persona notable —dijo secamente Margaret Erskine—. Mi puesto natural está junto al fuego del hogar. Pasaré desapercibida.

—Habrá más de un perjudicado, os lo aseguro —dijo Lymond. Y como Margaret, enrojeciendo, bajara la vista, cambió de tono—. Está bien, señora mía. Si vamos a proteger a la pequeña Reina, hay algunas preguntas a las que necesito me respondáis. Empezando por el rumor sobre Montmorency y vuestra propia madre. Decidme, ¿es Jenny la amante del condestable?

Margaret sentía hacia ese tipo de asuntos una tolerancia teñida de resignación, o bien, dependiendo de los caprichos de su madre, una exasperación a veces divertida. Los líos y las relaciones esporádicas eran materia frecuente entre la familia real y sus acólitos. A menudo obedecían a intereses económicos y, sólo ocasionalmente, a verdadero amor. La relación, temporal o permanente, solía ser públicamente reconocida cuando se establecía al más alto nivel. Sólo cuando se llevaba de forma clandestina y podía ocasionar perjuicio a los parientes legítimos incurría en la crítica de la sesgada moral de la sociedad cortesana.

De todas formas, semejantes consideraciones quedaban circunscritas al terreno propio. Como invitados por una Casa Real extranjera, el comportamiento del séquito escocés debía ser impecable.

La tranquila voz de Margaret Erskine estaba teñida de exasperación cuando replicó:

—¿Montmorency? Cielos, no. El condestable no es el compañero de cama de mi madre —dijo—. El amante de mi madre es el Rey.

Por primera vez en aquella agitada noche, Lymond se rio con auténticas ganas.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Tendría que haberlo adivinado. ¡Oh, por el amor de Dios! El carro de la Alegre Fortuna… ¡Es genial! Que mujer increíble, desde luego no tendría precio como reina…

Por fin calmó su júbilo.

—Como Diana se entere de que tiene una real competidora… Como la Reina se entere de que él tiene dos amantes… —se cortó en seco—. ¿Quién más lo sabe?

Margaret le miraba ruborizada.

—El condestable. Uno de los caballeros del Rey. La doncella de mi madre. Y yo.

—Me imagino que aspira a ocupar el puesto de Diana, que ya tiene sus años, claro. ¿Estáis segura de que la reina Catalina no lo sabe? —preguntó Lymond ya más serio—. Porque, a menos de que estéis realmente segura, yo apostaría a que es obra suya lo de juntar a Jenny con su esposo. Pensadlo, sería una maniobra genial. De un solo golpe, se libraría de la amante titular, desacreditando a la vez a Jenny y a la reina Regente, disminuyendo la importancia de Escocia como país aliado y debilitando la posición de los influyentes de Guisa en Francia.

—Y además —dijo Margaret—, de paso cuestionaría la moral en la que se ha criado la pequeña María y la conveniencia de casarla con el Delfín… Siempre ocurre lo mismo. En cuanto mi madre comienza a revolotear, todo lo que está a su alrededor se transforma en un caos.

—Jenny tiene que acabar con esto, me temo. Decídselo. No, será mejor que se lo diga yo mismo. Pero necesitaré de vuestra ayuda. Estad atenta porque seguramente estaréis siendo vigilada por los hombres del Rey, además de por nuestro peligroso amigo, quien quiera que sea que planee hacerle daño a la pequeña Reina. Nada de lo que hagamos debe parecer que esté motivado por una falta de confianza en las buenas intenciones o en las medidas de seguridad de Francia. —Súbitamente, añadió—: ¿De quién sospecha la Reina madre?

Margaret Erskine había acudido a él en busca de ayuda y se estaba dando cuenta, con un alivio no exento de cierta angustia, de que tenía delante a un profesional.

—Pues no… no lo sé —tartamudeó.

—De alguien de la corte, seguro. De lo contrario se hubiera confiado al Rey, o a su propia familia. Me pregunto quien será. Las posibilidades son de lo más interesantes. ¿La reina Catalina? Ella ciertamente odia a los de Guisa. ¿El condestable, quizás, o sus sobrinos? Se dice que tiene otras preferencias para el matrimonio del Delfín. Todos ellos estarían encantados de desairar a los de Guisa y se rumorea que tampoco les importaría un cambio en la religión imperante. ¿Qué otros íntimos del Rey pueden tener algún motivo para conspirar contra la pequeña Reina? Algunos nobles escoceses… los Douglas y su familia, por ejemplo; y algunos otros cuyas preferencias se inclinan hacia Inglaterra y los luteranos, en lugar de hacia Francia y el catolicismo. La Regente tendría sus dudas a la hora de confiarse a un francés con las cosas como están, por otro lado… ¿Qué más tenemos? ¿Qué damas de honor de la niña son escocesas? ¿Podemos confiar totalmente en alguna? ¿Hay manera de supervisar lo que come? ¿Y sus juegos? ¿Y sus lecciones? ¿Sus viajes…?

Continuó repasándolo todo exhaustivamente.

—¿Os habéis dado cuenta —dijo Lymond de pronto— de que todo lo que ha sucedido hasta ahora, exceptuando el episodio de los elefantes, ha estado dirigido contra O’LiamRoe? El incendio en la fonda El Puercoespín tuvo lugar en su dormitorio, no en el mío. El numerito de la cancha de pelota se montó para perjudicarle a él igualmente. El capitán del Gouden Roos, un aventurero bastante conocido, que fue contratado para hundirnos cerca de Dieppe, recibió órdenes expresas de que O’LiamRoe no saliera vivo bajo ningún concepto.

—¿Cómo sabéis eso?

—Hice algunas averiguaciones. Siempre puede obtenerse información fidedigna a través de abogados, barberos o prostitutas. Mi informante no ha descubierto todavía quién pagó al capitán.

—Pero vuestra amiga lo descubrirá, sin duda, ¿verdad? —dijo Margaret con una expresión seria en el rostro.

—Eso espero —contestó él con igual gravedad, y continuó impertérrito—. Es posible que el objetivo de estos ataques sea directamente O’LiamRoe. También es posible que la razón de atemorizar a O’LiamRoe o de mandarle de vuelta a Irlanda sea deshacerse de mí con él. Pero es poco probable. Yo podría, al fin y al cabo, quedarme, aunque él se fuera. O podría cambiar de identidad. Hasta ahora, mi vida no ha sufrido ningún intento homicida y Dios sabe que les he dado infinidad de oportunidades. Realmente, nadie que posea información sobre mis asuntos intentaría atentar contra mí en el mar. Lo que deja sólo una posibilidad.

—¿Cuál? —su agotado cerebro conseguía a duras penas seguirle.

—Que O’LiamRoe está siendo atacado por alguien que le ha confundido conmigo.

Se hizo un silencio. La actitud de Lymond no había perdido un ápice de serenidad. Margaret Erskine intentaba por todos los medios permanecer igualmente serena.

—Claro, eso tiene que ser. Pero… la estampida de los elefantes, ¿no fue un accidente, verdad? ¿Cómo explicáis eso?

—Fue algo organizado —dijo Lymond—. El hombre que lo planeó murió asesinado antes de que pudiera interrogarle. El hombre al que pagó para empujar la endiablada ballena sólo tenía esas órdenes y desconocía todo lo demás; en cualquier caso, ya no nos molestará más. Lo cual me recuerda algo. Como ya sabéis, tanto O’LiamRoe como Dooly conocen mi verdadera identidad. Pero, en caso de que vos o Tom, o Jenny, o alguno de los encargados de proteger a la pequeña Reina, deseen contactar conmigo y no lo consigan, además de los irlandeses, también podréis acudir a Abernaci, el encargado de la casa de fieras del Rey. Él os ayudará en lo que pueda. Bien, hasta ahora, entonces, lo que tenemos son tres intentos de asesinato pésimamente planificados; dos contra O’LiamRoe y el otro contra la reina María; y en los dos últimos participó el difunto Destaiz. La acción de las conspiraciones ha sido llevada a cabo siempre por segundas o terceras manos, y a un nivel ridículamente desatinado. Como si el conspirador o conspiradores no se hubieran tomado la molestia de buscar un auténtico profesional. Destaiz, desde luego, no lo era; ni tampoco el granuja del capitán. Es como si los atentados se hubieran planteado como una especie de ensayo; si tiene éxito el plan, estupendo, si no, no pasa nada; no hay prisa ninguna y sí mucho dinero para volver a intentarlo.

—Puede que no esté involucrada sólo una persona. Puede que sea una nación entera.

Lymond sonrió.

—Tiene toda la pinta, ¿verdad? Inglaterra podría estar detrás de los dos ataques contra Irlanda y Escocia; me he mantenido en contacto con Mason para ver cómo respira. Pero está demasiado interesado en atraerse a O’LiamRoe para haber tenido algo que ver en lo ocurrido. Es evidente que O’LiamRoe le resultaría más útil vivo que muerto. Lo cual nos deja de nuevo bastante confusos. Hay, en todo caso, dos circunstancias a tener en cuenta, una mala y la otra buena. Por un lado, va resultar difícil detectar el próximo ataque contra la reina María, porque no creo que se haga abiertamente; hasta ahora, siempre han intentado que parezca un accidente. Por otro lado, O’LiamRoe va a quedarse en Francia, y eso sí que puede resultar útil, ya que pueden volver a intentar asesinarle.

Lo dijo muy serio, pero ella adivinó una chispa de humor en su mirada y se echó a reír. Al poco se tranquilizó.

—¿Estáis seguro de que O’LiamRoe querrá quedarse en Francia? ¿No creéis que lo encontrará demasiado humillante? Después de todo, vos os quedaréis en la corte y él tendrá que quedarse al margen.

—Se necesita poseer un mínimo de energía para sentirse humillado —repuso Lymond secamente—. Se quedará en Francia.

Margaret, agotada, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Había conseguido su objetivo. Lymond se había comprometido a proteger a la pequeña Reina. Podría comunicárselo a Tom antes de que se marchara; y a la Regente, y a su madre, y a todo el círculo de íntimos en los que confiaba y con los que Lymond colaboraría de ahora en adelante. Francis también se había puesto en pie con el rostro marcado por el cansancio.

—Normalmente, no me dedico a repetir lo que dice Tom —dijo abruptamente Margaret Erskine—, aunque desde luego, sentido común no le falta precisamente. En este caso, opina que estáis loco al involucraros con O’LiamRoe. Puede que al Príncipe le gusten los embrollos y se preste a las bromas, pero es un vago, un estúpido y no se puede confiar en ninguna de sus iniciativas. Tom dice que es tan condenadamente inútil que acabará por mataros.

—Tonterías —dijo Lymond—. ¿Por qué habría yo de padecer este regio chantaje moral y O’LiamRoe irse de rositas? Es un hombre culto. Tiene una buena cabeza. Tendrá que aprender a usarla. Pienso hacer que se sienta borracho de poder —dijo Lymond con una seguridad arrolladora—, y ya se caerá del guindo.