VI Blois: Un festín fallido

Hay tres tipos de banquetes: banquetes celestiales, banquetes humanos y banquetes diabólicos, como por ejemplo los banquetes en honor a los hijos de la muerte y a los hombres perversos. O los dedicados a personas lascivas, sátiros, bufones, saltimbanquis, forajidos, paganos, rameras y gente de mal vivir en general. Son banquetes que no se dan por compromisos terrenales ni en espera de compensación celestial. Este tipo de festín es un festín fallido, dedicado al demonio.

El brazo de O’LiamRoe se curó en Neuvy. El Príncipe permaneció allí más de lo que había previsto inicialmente. Se dedicó a cabalgar, a ir de caza, a discutir y a jugar al ajedrez con la señora Boyle, con Oonagh y con sus amigos. No volvió a ser importunado. No se sintió en absoluto decepcionado cuando finalmente Cormac O’Connor no apareció como todos esperaban, pero fue lo suficientemente avispado como para no demostrar sus sentimientos ante tan lamentada ausencia. Mandó recado de que regresaría a Blois a lo largo de aquella semana con uno de los invitados.

El encargado de llevar el mensaje a Blois fue George Paris, un irlandés alto y flaco dotado de considerables aptitudes para la intriga que casualmente estaba de camino hacia Irlanda. Antes de partir para su patria tuvo una entrevista con el condestable y otra con el Rey. El monarca le recibió, estando presente el duque de Guisa, y le confió una serie de embajadas de corte diplomático prometiéndole como escolta a Robin Stewart.

Stewart no se enteraría de aquello hasta más adelante. No había cumplido sus amenazas de abandonar la corte y él mismo sabía que probablemente no lo haría mientras Thady Boy siguiera allí. No obstante, el arquero había empezado a inquietarse seriamente por la excéntrica decadencia que parecía haber invadido el ambiente de la corte desde que se celebrara la carrera de obstáculos. Por su parte Margaret Erskine estaba francamente preocupada. No había contado nada del asunto a su marido, quien acababa de volver triunfante de su misión diplomática por los Países Bajos, de donde traía bajo el brazo un tratado de paz que ponía fin a una guerra que había durado seis largos años. A su jovial comentario:

—Os he traído las hierbas para vuestro malvado paciente tal y como me pedisteis.

Ella había respondido en un tono inusualmente lúgubre:

—¿Habéis traído suficiente cantidad para toda la corte de Francia?

En la corte todo estaba paralizado por la proximidad de las Navidades. Por apremiante que fuera el estado de las finanzas, la propia amenaza de penurias y el avanzado estado de la estación hacían imposible pensar en meterse en una guerra. Habría que conquistar el honor en otros campos: en los combates de lucha libre, en las competiciones de salto, en las justas y en los torneos de tiro al blanco, en la cetrería, en los partidos de pelota, en las peleas de osos y en los bailes de disfraces que congregaban a falsos gitanos, griegos y sarracenos.

La corte en pleno estaba dedicada a jugar, a cantar y a hacer el amor con encomiable entusiasmo y dedicación, como era de esperar en damas y caballeros expertos en tales lides. Los hombres que rodeaban al Rey eran elegidos precisamente por su gracia y dominio tanto en el arte del deporte y la caballería como en el de la diplomacia y la guerra. El Rey los solía utilizar como piedras de toque, comparando su propia destreza y múltiples habilidades con las de ellos.

Normalmente Enrique de Francia era un hombre moderado. Empero, durante aquellas fiestas salvo faltarle el respeto al Trono, todo lo demás estaba permitido o casi. A aquellas alturas Thady Boy disfrutaba de la divertida benevolencia de la familia real y de los jóvenes de la corte, que le copiaban, animaban y mimaban hasta la exageración. El propio Rey velaba por él y había dado orden de que alguien se ocupara de recogerlo y llevarlo a la cama tras sus excesos. Era generalmente Stewart quien solía estar a mano hacia la medianoche o al amanecer o cuando quiera que el incontrolable bardo acabara el día, para rescatarle de las cocinas, del suelo de la pista de baile o de cualquier otro lugar y llevarle sano y salvo hasta su habitación. Todos estaban pendientes de él de una forma u otra y le cuidaban con solicitud. Él aceptaba todas aquellas atenciones a su manera: absolutamente encantador, absolutamente borracho y absolutamente irresponsable.

La corte escocesa observaba su comportamiento. Los Erskine y Jenny, algo deprimida, lo hacían en silencio. La Reina madre, terminadas sus reuniones de Estado, estaba dedicada a repartir regias sonrisas entre sus anfitriones en un denodado esfuerzo por ignorar los tejemanejes que su propio séquito urdía a sus espaldas. Los ambiciosos lores escoceses, muchos de ellos sobornados en mayor o menor medida, andaban a la gresca entre ellos como gallitos en un gallinero. Sir Douglas, en su línea conspiradora habitual, se tomó la molestia de escribir una carta anónima a la Reina de Francia sugiriéndole que invitara a un tal lord Culter, de nombre Richard, a la corte. Catalina de Médicis recibió la misiva al día siguiente.

Aquel día había amanecido frío. Una llovizna de aguanieve caía sobre la ciudad. Oscureció temprano. La corte reunida en la Grand Salle dedicaba su energía a bailar la pavana montada a caballo. Los jinetes progresaban entre las brillantes columnas del gran salón iluminados por las hogueras que ardían sobre las desgastadas baldosas del pavimento. Los cascos de los caballos repicaban al son de la música ahogando la melodía. Thady Boy, ligeramente apartado, se dedicaba a arrancar una a una las velas de los candeleros y lanzárselas con malabar destreza a sus compañeros chamuscándoles los dedos entre risas, juramentos y caídas, hasta que la histeria colectiva y la oscuridad se impusieron al jueguecito.

El Rey leyó la carta que su esposa había recibido apoyado sobre la desgastada balaustrada desde donde observaba la fiesta. A su lado, los inmensos ojos de la Médicis miraban con fijeza la escena que se desarrollaba debajo.

—¿No os molesta todo este desenfreno?

Él levantó la vista de la carta y siguió la dirección de su mirada.

—El arte arraiga en terrenos pútridos. Imagino que esa es la única explicación posible.

—Desde luego no cabe duda de que posee un talento natural y bastante original, incluso cuando está fuera de sí —dijo la Reina—. Aunque últimamente me estaba pareciendo que la flor se estaba empezando a marchitar un poco. ¿Qué opináis de la carta?

Enrique volvió a concentrarse en la carta anónima.

—El nombre es conocido, desde luego. Pero ¿quién es exactamente Richard Crawford de Culter?

Las pestañas de Catalina se posaron durante unos instantes sobre su tosca y empolvada mejilla.

—Le he preguntado a madame la Reina regente. Es un barón. El tercero del mismo nombre. Poderoso y de considerable fortuna en Escocia, su país, y fiel partidario de la joven Reina. Corre el rumor de que decidió quedarse allí hasta que su esposa trajera al mundo a su heredero… A estas alturas su hijo debe de haber nacido ya. Ahora que está libre podríamos sugerirle a madame la Reina regente que estaríamos encantados de recibir su visita.

Tenía razón. Francia había prometido hacer todo lo posible para instalar a María de Guisa como regente del reino de Escocia hasta la mayoría de edad de su hija. Podía tener sentido seguir el anónimo consejo e investigar qué personal había dejado atrás alguien como ella, estadista y mujer política por excelencia.

Los jinetes seguían pasando bajo la balaustrada, oscilantes sus mangas y sus flequillos.

El Rey se inclinó hacia la barandilla y chasqueó los dedos. Thady Boy levantó la vista hacia él y con un rápido movimiento de muñeca le lanzó una antorcha. Enrique la cazó al vuelo y la levantó ligeramente en señal de saludo. Acto seguido, acercó la llama con aire pensativo hacia una de las esquinas de la carta de George Douglas.

Tres semanas más tarde, Stewart se enteró de que debía viajar de nuevo a Irlanda acompañado de un agente y encontrar a Cormac O’Connor para traerlo a Francia. Aquello originó una de las mayores crisis de su vida: por primera vez se enfrentó a John Stewart de Aubigny. Su Excelencia había encargado a Robin Stewart la misión de ayudarle con la visita de O’LiamRoe. El arquero había confiado en recibir en algún momento algún tipo de compensación por todos los servicios extras que llevaba prestando, no sólo con los irlandeses, desde hacía bastante tiempo ya: quizás un puesto de bajo rango en la Guardia Real con posibilidad de ascenso, o incluso una capitanía algo más adelante… un puesto apropiado que le acercara por fin a la añorada esfera de poder e influencia.

Estaba en manos de d’Aubigny el concedérselo, pero hasta el momento lo único que le había dado era unas pocas sumas de dinero de Pascuas a Ramos. Y ahora aquel necio le estaba diciendo —no podía creerlo— que sus servicios ya no eran requeridos y que le destinaba al extranjero para una misión rutinaria y desprovista de interés.

Stewart, apuntándole con su afilado mentón, le plantó cara.

—Ya he estado en Irlanda, señoría. Tenía entendido que mi cometido era asistiros en la visita de los irlandeses hasta el final de su estancia en el país. Pensaba que mi actuación os había satisfecho hasta ahora.

D’Aubigny observó irritado que el arquero llevaba desatado uno de los cordones de su jubón de cuero y que necesitaba un buen corte de pelo.

—¿Eso creéis? —dijo d’Aubigny—. Pues he de deciros que según mi opinión la llegada del Príncipe a Dieppe fue una auténtica chapuza. Y lo de Ruán otro tanto. Y durante la cacería soltasteis al lebrel de O’LiamRoe con no sé qué mezquino propósito y, para colmo, acabasteis haciendo el ridículo cayéndoos de vuestra montura cual vulgar pescador para terminar metido en un agujero como si fuerais un conejo. —Bostezó. La noche anterior había sido larga y aburrida—. En el fondo, supongo que es culpa mía. Para este tipo de trabajo se requiere cierta clase de educación, un poco de sutileza. Vos, estoy seguro, os sentiréis más a gusto con otro tipo de tareas, más sencillas. Cuando llegue O’Connor me ocuparé de él yo mismo. Me ayudará uno de mis hombres, puede que Cholet.

No cabía duda, d’Aubigny le estaba despidiendo. Stewart pensó de pronto que sabía cual era la razón de aquello. El rubor tiñó de feos parches rojos su flaco rostro y su cuello, y el arquero sintió como le ardían las orejas.

—Me he dado cuenta de que se os hace difícil comportaros con amabilidad conmigo desde que ganamos la carrera de obstáculos de la otra noche. Pero difícilmente se me puede reprochar a mí que él me escogiera como su pareja… Bien, pues dejadme que os diga algo, señor mío: el nombre de Robín Stewart ahora significa algo para el Rey y sus cortesanos.

El hermoso y curtido rostro frente a él mostraba únicamente desprecio.

—¿Más que el de d’Aubigny, creéis? ¡Otra palabra fuera de lugar, Stewart, y seré el primero en poner a prueba vuestra afirmación! Amenazar a un amigo del Rey en este país se considera algo bastante parecido a la traición, que lo sepáis.

La mano de Su Excelencia, apoyada sobre el tintero de ónice de su mesa, no temblaba por la cólera provocada por la insubordinación de su arquero. Obedecía en mucha mayor medida a la cruda alusión del otro sobre sus celos hacia su supuesta relación con Thady Boy, a quien se había dedicado a perseguir últimamente. Que Stewart pudiera considerarse a sí mismo rival suyo era algo que nunca le había pasado por la cabeza y sentía sus burdas alusiones como una profanación de su excelso estatus.

Se puso en pie con un ligero escalofrío producto de su malestar.

—No tiene sentido reprocharos vuestras flaquezas, Stewart. Ambos, estoy seguro, somos conscientes de ellas. Vos lo habéis hecho lo mejor posible y os lo agradezco. Pero deberíais sentiros satisfecho con las tareas que os han sido asignadas. Comprobaréis que no soy desagradecido. —Inclinándose sobre su escritorio sacó una bolsa de monedas de un cajón y la colocó entre ambos—. Con esto podréis tomaros unos cuantos aguardientes y pasar algunas francachelas con vuestros amigos en Irlanda.

Tras años de entrenamiento, pobreza y represión, Stewart había perdido la capacidad de enfurecerse espontáneamente. Fue la disciplina tan duramente aprendida la que evitó en aquel momento que el arquero le lanzara al otro a la cara su dinero e hiciera trizas su carrera. Por otro lado, un orgullo recientemente adquirido le impidió a su vez aproximarse a la mesa y aceptar la bolsa.

—Guardadla para vos —dijo secamente—. Y compraos un tintero nuevo. Ese de ahí casi lo partís en dos mientras os dirigíais a mí como si fuerais Dios Todopoderoso. Iré a Irlanda. Iré, ¡maldita sea! Pero —dijo furioso Robin Stewart y lanzó sobre d’Aubigny la única amenaza que sabía podría menoscabar la indiferente complacencia de Su Excelencia— ¡me llevaré conmigo a Ballagh!

Sabía que tenía pocas esperanzas de cumplir sus palabras. Sin embargo, fue a preguntar a Thady Boy al respecto. Este se quedó observándolo con mirada bastante desenfocada y le respondió que él mismo estaba empezando a pensar que la corte de Francia estaba francamente sobrevalorada y que lo consideraría seriamente.

Era evidente que aquella mañana todavía no había desayunado nada salvo un vino bien recio. Tampoco tenía pinta de ir a ingerir almuerzo alguno antes de la jornada de caza matutina. Stewart era amargamente consciente de la diversión que provocaba su empecinada misión redentora respecto del bardo; en medio de una de sus solícitas y furiosas diatribas le vino de pronto a la cabeza la idea de que, viniera Thady Boy con él o no a Irlanda, tan sólo les quedaba a ambos una semana de mutua compañía en Francia.

Ese mismo día Thady Boy participó en la cacería en un estado de casi total embriaguez y regresó con un corte en la mano. Stewart, que no estaba de servicio en aquel momento, fue una vez más el que se ocupó de ir a buscarle un ungüento. Cruzando los jardines del castillo se dirigió la casa de dame Pillonne, situada en el área dedicada a los animales y sus cuidadores.

Abernaci no se encontraba en la casa. En su lugar halló a uno de sus amigos, el cuidador del burro prodigioso. El hombre se hallaba en la estancia situada encima de la jaula de los osos pardos, atestada de recipientes llenos de pócimas y sustancias extrañas. Tras reconocer su acento, respondió al saludo de Stewart con un entusiasmado y cantarín deje de Aberdeen. Thomas Ouschart, separado de su asno, era un hombrecillo de maneras agradables, de cuerpo menudo y piel pálida a pesar de llevar media vida viajando. Le aquejaba una tos persistente, recuerdo de su pasado dedicado a la construcción, de lo cual daban también fe unas abultadas pantorrillas que resaltaban bajo las calzas a franjas de colores que vestía. Stewart, aquejado de una nostalgia que le aguijoneaba como una plaga de pulgas, le asaetó con preguntas. Se interesó por su profesión de funámbulo, por la paga que recibía y las previsiones monetarias que tenía con semejante trabajo.

Tosh era un hombre bien dispuesto y de temperamento jovial. Contestó con sencillez a sus preguntas en lo que le pareció oportuno pero evitó adentrarse en temas de cariz más personal o que consideraba que no eran de su incumbencia. Conectaron enseguida. El hombre de Aberdeen había acometido en su vida muchas más tareas que caminar sobre una cuerda floja, así que se puso él mismo manos a la obra. Rebuscó entre las atiborradas estanterías hasta encontrar una vasija vacía y metió dentro un ungüento para la mano de Thady.

—Preparad el mejor ungüento que sepáis, por el amor de Dios —dijo Stewart, levantándose para ayudarle—, porque como le quede a Thady Boy una cicatriz en su preciada mano, tendréis que responder ante tres Reinas que adoran sus interpretaciones al laúd.

Stewart encontró una vasija vacía. Despejó con el brazo la atiborrada mesa y, sentándose, la colocó encima. Tosh comenzó a llenarla mientras se reía.

—Por lo que cuenta Abernaci, dudo que le quepa una nueva cicatriz en todo su cuerpo. Seguro que habéis visto sus manos. Y en galeras debieron dejarle la espalda hecha un auténtico poema.

Robin Stewart se quedó repentinamente mudo. Sentado con las manos sobre las rodillas, las piernas algo separadas, se quedó mirando al vacío.

—No tenía ni idea de que había estado en galeras —dijo tras unos instantes.

—Bueno, imagino que no va por ahí contando la experiencia —dijo Tosh en tono irónico—. Pero tiene la marca de las galeras. Uno de los mozos le vio la espalda cuando Abernaci le curaba en Ruán. —Se volvió hacia Robin Stewart, que seguía con expresión ceñuda y sonrió—. Un tipo curioso el tal Thady Boy Ballagh. Aunque, ¿no lo somos todos? Ponedlo a remar en un barco y comprobaréis que lo que digo es cierto. —Tosh terminó de envolver con un lienzo de lino la vasija con el bálsamo y observó el meditabundo rostro del arquero—. De todas formas, seguro que ya lo sabe más de una. No me extrañaría nada que las elegantes brujas de la corte lo encontraran de lo más excitante.

Stewart no necesitaba meter al bardo en ningún barco de remos. Sus palabras, proferidas en un momento decisivo a bordo de La Sauvée, resonaron con nitidez en su cabeza: «Todo va a salir bien» había dicho Thady cuatro meses atrás cuando la situación parecía poco menos que desesperada.

—¿Qué más sabéis de nuestro amigo irlandés? —preguntó con voz tranquila.

Pero Tosh sólo conocía al bardo a través de Abernaci, así que no le pudo contar a Stewart nada nuevo. El arquero rescató un viejo tarugo de madera del suelo lleno de desperdicios y jugueteó un rato con él. Había creído conocer el pasado de Thady Boy; había creído que era su amigo. El bardo no había sido pródigo en confidencias en el estilo de O’LiamRoe, pero tampoco había sido reticente en exceso. Sin embargo, no había tenido la confianza de compartir con él un episodio de su vida tan crucial y violento que sin duda debía de haberle marcado profundamente.

La ilusión de amistad y confianza mutuas del arquero quedó hecha trizas en unos segundos. Con resignación, aguardó la conocida sensación de dolorosa decepción que recorría una vez más su ser. Stewart se levantó mientras Tosh seguía hablando y se despidió abruptamente olvidando llevarse el ungüento que el otro le había preparado.

Cuando más tarde volvió a recogerlo encontró con alivio que el hombrecillo de Aberdeen había salido.

El primer impulso del arquero había sido dirigirse al bardo y decirle claramente lo que pensaba. Pero en lugar de ello, acudió directamente a d’Aubigny y consiguió que le encargara una tarea que le mantuviera fuera de Blois durante los cinco días que faltaban para marchar a Irlanda junto con George Paris. Después mandó un escueto mensaje a Thady Boy informándole del día y la hora de su partida.

El sucio y trastornado rostro del desaliñado bardo mostró brevemente una expresión de desconcierto. Pero al instante apartó la carta y se sumergió en la estrafalaria y absorbente actividad del día.

O’LiamRoe regresaba finalmente a Blois.

El día anterior había salido a cabalgar por última vez con Oonagh por el parque de Neuvy, acompañados por el nuevo lebrel. Aquel había sido uno de los pocos momentos a solas desde la famosa y desgraciada noche de la serenata en la que O’LiamRoe había aparecido en el umbral de los Moûtier con el brazo chorreando sangre pidiendo ayuda en medio de una avalancha de disculpas y explicaciones. Pero aquella mañana cabalgaban hombro con hombro, disfrutando en silencio del aire vivificante, de los bosques desnudos de hojas, vestidos de plata por la nieve y el viento, y de la marchita hierba que susurraba al paso de sus cabalgaduras. Al poco salieron a campo abierto y ambos jinetes dieron rienda suelta a sus monturas, que se lanzaron primero a un trote largo y después a galope tendido, las crines rozándose; en el aire, ondeando juntos, la capa frisada del Príncipe y las pieles y los negros cabellos de la joven.

Salvaron juntos riachuelos y zanjas hasta llegar a los pies de una colina repleta de matojos secos que relucían al dorado sol. Iban dejando tras ellos la blanca estela de su aliento, la sangre latiendo acelerada al compás de su frenético pulso. Finalmente se apiadaron de los sudorosos caballos y pararon al borde de un bosquecillo. O’LiamRoe les quitó las sillas y se ocupó de ellos mientras Oonagh se tumbaba sobre el lecho de ramas rotas y helechos que alfombraban el suelo.

El Príncipe sacó una petaca del arzón y se la ofreció a la joven, que bebió de un tirón, como un muchacho. A continuación bebió él y, después de guardar la petaca en su sitio, volvió junto a ella para sentarse a su lado, sobre una roca. Apenas había hablado en toda aquella mañana, cosa harto extraña en él. Fue ella quien rompió el silencio.

—Tengo que daros una noticia O’LiamRoe —dijo observándole con sus intensos ojos verdes—. Vuestro bardo va a dejaros.

—¿Ah, sí? —Esperó a que ella siguiera hablando. Nunca habían comentado nada sobre la serenata o sobre Thady Boy después de aquella aciaga noche.

—Me lo han comentado hoy. Robin Stewart se marcha el viernes a Irlanda y parece ser que ha amenazado con llevarse con él a Ballagh. De todas formas, me da la sensación de que la decisión es más bien unilateral, así que puede que conservéis completo vuestro séquito, después de todo. Por otro lado, puede ser que Thady Boy pretenda convenceros para que los acompañéis.

—Veo más probable que intente embarcarme a mí mientras él se queda aquí, mimado y consentido por la corte. ¿Se habrá hastiado ya de tanta celebración? El panorama en la corte se quedaría de lo más mustio sin sus canciones.

—Puede que sea porque posee un cierto sentido de la responsabilidad —sugirió la morena irlandesa—. Ah, claro, lo había olvidado. Vos no creéis en tal cosa. Sólo existen idiotas con ansias de poder, mediocres corruptos que sueñan con medrar. No existe líder natural alguno que no merezca que le corten la cabeza directamente.

—Tenéis una memoria excelente —repuso pacíficamente O’LiamRoe—. Pero lo cierto es que todavía no he conocido a ser bípedo que dedique a sus perros o a su mujer una atención remotamente parecida a la que dedica a cuidar sus parcelas de poder, por pequeñas que sean.

Oonagh estuvo a punto de no contestar, pero su temperamento era superior a ella.

—Existen hombres capaces de asumir responsabilidades hasta el punto de jugarse el alma por defenderlas.

O’LiamRoe respondió en tono amable, risueño e incrédulo:

—¿Como quién? ¿Cuándo ha existido alguien así? ¿Conocéis acaso vos algún ejemplo?

El rostro de la joven se había teñido de rubor y sus ojos destacaban como lagunas de agua clara de matiz gris verdoso.

—Le rebanasteis el cuello a Luadhas para proteger a una Reina que no es más que una niña inconsciente y una extranjera para vos. ¿Es que vuestra propia gente os importa menos?

—Ahora que lo mencionáis, lo cierto es que nunca había imaginado a los sheriffs del rey de Inglaterra como guepardos —dijo ladeando la cabeza y repicando con sus dedos gordos y rosados sobre las rodillas con ademán impotente.

La joven se incorporó sobre un brazo y se giró para apoyar la espalda sobre la roca en la que O’LiamRoe estaba sentado. Echó la cabeza para atrás y se quedó observándolo. Su mirada no denotaba hostilidad alguna.

—Vuestro corazón apoya a las personas que podéis ver con vuestros propios ojos, no a una nación cuyo concepto os resulta abstracto.

—Puede que tengáis razón —dijo O’LiamRoe. Esta vez respondió sin pretender ser ingenioso.

Debajo, junto a la roca, la cabeza de la joven estaba demasiado cerca. Si lo movía, su brazo podría rozar aquel reluciente cabello negro azulado, cálido y abundante.

—En efecto —intentó explicarse de nuevo—, me resulta difícil concebir un sentimiento preciso hacia el reino de Francia. Si lo despojáis de la música, la escultura, la pintura y sus palacios como si fuera una alcachofa, lo que queda al final se reduce a una transmisión hereditaria de poderes y de parlamentos, de absolutismo y de Estados Generales enmudecidos; de impuestos obsoletos, prebendas y favoritismo. En Inglaterra se respira un aire menos refinado pero más sano, me parece a mí.

—No os engañéis Phelim O’LiamRoe. Ni pretendáis engañarme a mí. Aunque os amenazaran con la oscuridad eterna y el caos, vos seguiríais atizando el fuego y teorizando hasta que os hirviera la sangre en las venas. ¿Por qué os quedáis aquí si no encontráis ningún placer en ello? Volved a vuestro oscuro brezal en Slieve Bloom, donde los sheriffs de Eduardo os dejan en paz. Y llevaos a Ballagh. Si tenéis un nuevo dueño en vuestro país, alguien os avisará seguramente.

La expresión de O’LiamRoe se tornó impenetrable por una vez.

—No he dicho, creo yo, que me encuentre harto. Ya os dije una vez por qué quería quedarme… Y también os hice una pregunta, pero nos interrumpieron.

—Pues volved a preguntarme —dijo ella.

Se hizo un prolongado silencio. Aunque en apariencia se encontrara perfectamente tranquilo, en un lado del cuello, bajo la delicada piel, el pulso del Príncipe latía desbocado. ¿Y me amáis quiscas? ¿Os gusto acaso un poco tan sólo? Había preguntado aquella noche en el Hôtel Moûtier.

—Si volviera a tener quince años seguramente lo haría —dijo—. Pero ahora ya conozco la respuesta.

—¿De veras? Creo que deberíais saber —dijo Oonagh— que comparto vuestra idea de la alcachofa.

Desde lo alto de la roca mirando hacia abajo, distinguía perfectamente sus orgullosas cejas, los ojos pensativos, el cuerpo firme bajo los gruesos pliegues de su vestido.

—Pues eso puede resultaros algo incómodo cuando toméis por esposo a un francés —repuso ingenuamente O’LiamRoe.

Se fijó en las muñecas de la joven. Eran angulosas, casi masculinas. Oonagh tenía una mano descansando en el regazo y la otra colocada tras la cabeza. O’LiamRoe pudo ver cómo su mano se tensaba repentinamente. Su respuesta no le sorprendió:

—Ya he tenido perros suficientes —dijo Oonagh.

Tras un pequeño intervalo la joven añadió, retomando un viejo tema de conversación:

—He llegado a una conclusión algo extraña. Creo que hay algo todavía peor que quedarse metido en una choza de adobe con un cuenco de sopa de col, arenques salados y ajo sobre las rodillas.

Ahora fue el turno de O’LiamRoe de ponerse tenso.

—Siempre lo he dicho. Depende de la compañía —repuso tan sólo.

Ella no apartó la mirada sino que se giró un poco y separó la espalda de la roca, apoyándose sobre ella sólo con un codo y dejando la otra mano distraídamente sobre la hierba. Las hojas muertas se pegaron sobre su abrigo de piel como los restos de un naufragio atrapados por una red. A él le pareció adivinar en su mirada una cierta irritación y hasta una modesta simpatía.

—Me gustáis Phelim O’LiamRoe. Y por mi propio bien debería amaros.

Le miró con detenimiento. Su rostro denotaba pequeños signos de tensión, de ansiedad o autodefensa, quizás.

—Parecéis la viva imagen de la indiferencia —exclamó con inesperada rabia—. ¿No podéis hacer que os ame, ya que sois tan listo?

Se hizo un silencio atroz. El Príncipe se deslizó sobre una rodilla y se puso a su lado, aplastándole el vestido. Cogiéndola por la mano que descansaba sobre la hierba la atrajo hacia sus brazos. Ella se incorporó con ligereza, alzando el rostro en espera del beso.

Fue un extraño abrazo. La joven era, claramente, la que tenía más experiencia de los dos y no hizo esfuerzo alguno por ocultarlo. En el caso de O’LiamRoe, fue su naturaleza sencilla la que acudió en su ayuda en última instancia. En el momento decisivo no se sintió incómodo. Ni tampoco intentó mostrar una sofisticación por encima de sus posibilidades. En lugar de ello, fueron su sinceridad, su mente curiosa y aventurera, su sentido de la decencia más elemental, los que hicieron de su primer beso algo perfectamente conseguido. Y para Oonagh O’Dwyer algo bastante novedoso.

Tan nuevo, de hecho, que por un momento se sintió confundida. Él sintió que algo no iba bien y se apartó, en su rostro una expresión extraña y desconocida. Se dio cuenta de que la mano de la joven sobre su espalda le apretaba inquietantemente. La joven levantó la otra mano, haciendo que los pesados pliegues de su manga cayeran hacia abajo pesadamente y atrajo su cabeza hacia ella. Durante el beso que siguió, ella le hizo comprender, sin decir palabra alguna, que su deseo podría ser satisfecho, si él quería.

La humildad, la inteligencia, o quizás la inseguridad se abrieron paso hasta la conciencia de él haciéndole aflojar los brazos, mover la cabeza y abrir los ojos. Ella no se dio cuenta. Se había deslizado hasta tumbarse grácilmente sobre la hierba.

—¿Os preocupa acaso no estar a la altura? —preguntó dulcemente con su acento irlandés más cálido y marcado que nunca—. No espero un imposible, querido. Vos partiréis a Irlanda con Stewart y me esperaréis allí. Este es un comienzo, no un final.

El Príncipe se sentó sobre sus talones. Los rasgos de su cara bajo la sedosa cascada de su cabello seguían transfigurados, como si, tras golpearse contra un inútil obstáculo, se hubieran roto y vuelto a juntar deforme y dolorosamente.

—Sois muy amable —dijo. Era imposible adivinar si estaba siendo sarcástico o no—. Pero como todavía no ha empezado no puede ser ni comienzo ni tampoco final.

Se había alejado de su campo de visión, ella no sabía si para su propia tranquilidad o para la de ella. La joven permaneció con la mirada fija en el cielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, tendida inmóvil sobre la hierba—. Será mejor que me digáis qué es lo que pasa.

—Nada —contestó él.

El brazo extendido de la joven tenía la piel muy blanca. Las marcas de su basta capa podían verse todavía allí donde la joven le había agarrado con fuerza. Su vestido en cambio, de fino tejido, no le había dejado a él marca alguna.

—Es la primera vez —dijo él en tono de confidencia— que mis principios, tan pobres y negativos como parece que son, me han propiciado una situación tan encantadora. Dudo que pueda sacar partido de ella. Siempre pensé que se merecían un premio menor. O quizás mayor.

Ella se sentó tras aquello. Su rostro estaba pálido. Tras su ceño, la mente de la joven intentaba descifrar lo que atribulaba la de él.

—No tengo nada más que ofreceros. No sé que más podríais desear.

—Desearía un poco de honestidad —dijo O’LiamRoe—. ¿O quizás debería cambiar primero mis convicciones y volverme un agitador? —añadió tras una pausa.

Había acertado. Ella había actuado impulsada por la amabilidad. Pero no había sido un impulso desinteresado y era excesivamente orgullosa para reconocerlo. Su primera respuesta murió en sus labios.

—Cambiadlas —dijo finalmente—, ¿por qué no? Nadie notaría nunca la diferencia y seguramente sería un ejercicio que os vendría bastante bien.

Oonagh no volvió a pronunciar palabra durante el camino de vuelta. Tampoco O’LiamRoe hizo el menor intento de mejorar la situación. Sin embargo, a pesar de su tranquila apariencia, bajo la gruesa capa frisada, el Príncipe estaba temblando.

Al día siguiente Piedar Dooly y el Príncipe estaban de regreso en su antigua habitación de Blois.

Thady Boy no estaba cuando llegaron. Había partido río arriba, de celebración con la corte. Evidentemente, los ambiciosos planes de Stewart de llevárselo con él no habían tenido el menor éxito.

O’LiamRoe era consciente de que él mismo no había sido de gran ayuda en lo tocante al bardo. Entendía que, por culpa de su conducta, había sacado de quicio a Thady Boy y que la dichosa serenata tal vez fuera una suerte de venganza. Lo que le parecía lamentable, a fin de cuentas, era que con aquella funesta velada el buen nombre de Oonagh hubiera quedado en entredicho y su hospitalidad mancillada. Por lo demás, a O’LiamRoe, encaramado sobre la barrera desde la que observaba al mundo con su imparcial o quizás indiferente mirada, nada solía parecerle verdaderamente imperdonable.

Durante los días que siguieron se quedó en su habitación, vio a poca gente y se dedicó sobre todo a reconciliarse consigo mismo y a recapacitar. La ironía de la llegada de uno de los caballeros del Rey para invitarle formalmente a un banquete programado para el día siguiente, le arrancó por fin una sonrisa. Parecía que por fin le habían aceptado. Ahora que la comedia había dejado de interesarle y que permanecía en Francia básicamente por una cuestión de orgullo, parecía que aquella puerta recóndita que Thady Boy había conseguido forzar tiempo atrás se abría también para él.

Stewart regresó esa misma tarde con un andar fatigado y el rostro más amarillento que nunca. Al encontrarse con que Thady no estaba, se marchó. Al día siguiente partiría junto con Paris hacia Irlanda en diligencia.

Bien avanzada la noche, llegó también la corte, alborozada y divertida. O’LiamRoe se despertó con la llegada de Lymond, que entró en la habitación acompañado de un grupo bastante ebrio. Permanecieron allí hasta la madrugada. Cuando las primeras luces del alba iluminaban la aparatosa salida de los últimos bebedores, O’LiamRoe transmitió a Thady Boy el mensaje de Stewart.

—¡Cielos! Es cierto —dijo Lymond mientras se sacaba las botas—. ¿Han cicatrizado bien vuestras heridas en Neuvy? Casi podía oír cómo ella os rogaba que regresarais conmigo a casa durante estos días. ¿Qué fue lo que os ofreció para que os marcharais?

No podía estar enterado de lo ocurrido. Pero lo acertado de su pregunta y el regusto amargo del recuerdo hicieron que O’LiamRoe se sintiera repentinamente enfermo. De no haberse tratado de Thady, O’LiamRoe le hubiera respondido con auténtica violencia. Sin embargo, dada la situación, salió abruptamente de la habitación, por lo que no pudo ver la expresión de calma que se apoderó del rostro de Thady Boy.

Aquel día, un viernes dieciséis de enero, amaneció tranquilo. Blois solía despertarse tarde por aquellas fechas puesto que el Rey, que nunca había tenido el privilegio de asistir a los Consejos de su propio padre, prefería convocar cuantas menos sesiones mejor. Durante aquella estación dedicada mayoritariamente a los deportes y a las fiestas, solía dejar aliviado los asuntos de Estado en manos de los de Guisa, del condestable, de los mariscales y de Diana, cuya mirada ubicua no descansaba nunca.

Aquel año, la sensación de resentimiento había arraigado en el Rey con más fuerza que su deseo de divertirse y de cultivar el cariño de sus amistades. La tensión crecía bajo la calma superficial y, aunque no se trataba de algo grave, no dejaba por ello de ser menos molesto. En aquel momento, el rumor concernía inevitablemente al aspecto que mostraba lady Fleming. La dama, que parecía haber abandonado sus habituales aventuras, se mostraba serena y tranquila. Pero la ruptura entre el condestable y la duquesa de Valentinois era cada vez más evidente.

Tampoco era ya ningún secreto que a la reina regente de Escocia le costaba cada día más atar corto a sus rebeldes nobles. Los privilegios, las pensiones y el dinero abundante sólo habían conseguido exacerbar sus ansias de poder. El soborno no había conseguido los resultados previstos y los nobles habían vuelto a dedicarse a sus habituales luchas de poder y a sus desavenencias religiosas, que tomaban un cariz cada vez más beligerante. Tom Erskine seguía también por allí desde su regreso de Augsburgo, dedicado a completar complicadas transacciones relativas a legados papales y a obispados y ocupándose de organizar las guarniciones francesas y ejércitos destinados a Escocia. Hacía todo lo posible por mediar en aquel caos, sintiéndose dividido entre su deseo de volver a Inglaterra para completar el último tratado de paz y el de regresar a Stirling, su hogar, junto con Margaret y su hijo pequeño.

Había transcurrido un mes desde que enviara muy a su pesar la invitación para Richard Crawford. Se le había comunicado a Lymond con extrema prudencia que su hermano había sido invitado formalmente a venir, pero había sido imposible adivinar si se había dado por enterado, pues no parecía haber prestado la menor atención al asunto.

Las celebraciones de aquella tarde de viernes habían sido organizadas por el condestable y por la reina Catalina. No habían tenido en cuenta especialmente la asistencia del invitado irlandés, sino que se habían centrado sobre todo en reducir la tensión y la enfervorizada juerga que se había adueñado del castillo. El festival privado que iba a tener lugar estaba destinado a la propia corte y protagonizado por ella; los únicos invitados, aparte de los dos irlandeses, serían en realidad más bien pensionistas que invitados, pues se trataba de los profesores, estudiosos, científicos y sabios instalados en Blois para acompañar al Rey por los intrincados laberintos del pensamiento y el raciocinio. Llegados de París, de Toulouse, de Angers, no todos habían oído hablar de Thady Boy. La nueva mascota de la corte, incansable e imprevisible, iba a hacer su aparición entre aquellos incautos pedantes.

Quizás fuera por ello que Thady Boy no se puso demasiado en evidencia durante aquel día. O’LiamRoe le había visto sólo en dos ocasiones. La primera había sido mientras el bardo se vestía. El Príncipe, sentado a horcajadas sobre una silla, se había dirigido a él con delicadeza:

—En mis días, creo recordar, solía pedirse permiso antes de abandonar las tareas para las que uno había sido contratado… ¡Dios nos guarde! ¿No tenéis otra ropa que poneros? —había exclamado estremecido mientras Thady Boy se vestía con una camisa, unas calzas y un jubón de lo más rústico. Tras dirigirse al armario ropero, Phelim pudo ver en su interior, amontonados y arrugados entre otras vestimentas, las hermosas ropas bordadas, enjoyadas y repletas de lazos que el Rey de Francia había regalado a Thady Boy. Todas ellas transformadas en harapos.

Lymond ya estaba listo, tenía prisa y no tenía ningún interés en la charla de O’LiamRoe.

—No tenéis por qué creeros todas las historias que le he contado a Robin Stewart. Algunas han sido en su momento la única forma de quitármelo de encima. Me parece estupendo que se marche a Irlanda y se quede allí si quiere. También yo pienso marcharme pronto… y en mejor compañía que la suya.

Aunque Lymond no le había contado el incidente del arsénico, Piedar Dooly sí lo había hecho. Mientras observaba al bardo que se marchaba, laúd en mano, apurado por reunirse con Diana, con d’Enghien, Saint André, Marguerite o alguno de sus otros acólitos, señores o amantes, O’LiamRoe, reparando quizás por vez primera en el asomo de amargura que mostraba su sonrisa, recordó el sabor que su reciente experiencia con Oonagh le había dejado. Entonces se obligó a recordar que las mentes originales como las suyas solían pagar un alto precio por sus creaciones.

Phelim salió a su vez de la habitación. Volvió un rato más tarde para cambiarse de ropa, en previsión del banquete. Reconoció la voz del bardo justo cuando se disponía a entrar. Thady estaba hablando con Robin Stewart. Era evidente que llegaba en mal momento. Para empezar, la conversación parecía bastante espinosa. La voz del arquero había alcanzado su matiz más agresivo y brusco, superado por sus sentimientos. O’LiamRoe se dio perfecta cuenta de ello. Sin embargo, le costó reconocer la voz de Thady. Era pausada, clara y sobria, pero sin perder su acento irlandés. El bardo habló durante un rato. Después Stewart respondió, pero en tono mucho menos agresivo. Poco después Thady hizo un breve comentario y se hizo el silencio. Se estaba haciendo tarde. Sintiendo que ya había hecho lo suficiente por la causa escocesa, O’LiamRoe empujó la puerta y entró.

Thady Boy, sentado en silencio sobre el arca tallada, observaba con tranquila atención el rostro de Robin Stewart. El arquero, que acababa de ponerse en pie, se había acercado a Thady y le agarraba del brazo con el gesto interrogante y cauteloso de un colegial nervioso. Después, sin percatarse de la presencia de O’LiamRoe, se dejó caer de rodillas a su lado.

O’LiamRoe dio un paso al frente haciendo ruido a propósito. El arquero se dio la vuelta. Su cara alargada, demacrada por el duro trabajo y el cansancio del reciente viaje, se torno de un rojo feroz y luego se puso lívida. Se incorporó de un salto. El príncipe de Barrow, harto de la tensa atmósfera de emociones mal contenidas, cruzó la habitación hasta el rincón donde estaban sus cosas y comenzó a pelearse con sus botas.

—¡Ah! No os quedéis tan decepcionado Stewart. ¿Cómo podría marcharse con vos? Mañana ha quedado para cenar con el cardenal, pasado se va de caza y al otro juega a los aros con el Rey. Haced sin demora vuestros propios planes con el amigo Paris y partid, que ese juerguista de ahí no se sabe nunca dónde va a acabar. ¡Por Dios! Si tuviera el menor sentido común, yo mismo me marcharía con vos.

Transcurrieron unos peligrosos segundos en los que ninguno dijo nada.

—¡Por Dios que espero que no! —exclamó Stewart en un tono estridente lleno de rabia—. Llevo cinco meses aguantando irlandeses como piojos. Me muero de ganas de librarme de ellos de una vez por todas.

El Príncipe vio a Thady Boy mover la cabeza, no supo si para sí mismo o dirigiéndose al arquero. Todavía tuvo tiempo de experimentar cierto regocijo antes de que la puerta se abriera de golpe y entraran los compañeros de armas de Stewart, impacientes por festejar con él su despedida y obtener su puesto al mismo tiempo.

O’LiamRoe fue invitado a acompañarlos. Ataviado con un fantástico conjunto de su propia creación en seda color pastel, un poco demasiado ajustado quizás, se dedicó a beber ponche sumándose a las risas y añadiendo sus ocurrencias a la festiva y picante conversación. Stewart, que tenía poco que decir en todo caso, no dijo ni media palabra. A su lado, Thady Boy, angustiado quizás por su próxima actuación, bebió con ganas del denso y especiado licor, tuvo un acceso de tos y, tras prorrumpir en juramentos, fue el primero en retirarse cuando los pajes anunciaron la cena.

O’LiamRoe tenía la impresión de haberle tomado el pulso a la gran corte de Francia tras aquellas discretas tardes que había pasado junto a las damas. Aquella noche, al entrar en el resplandeciente Salón de Honor, la realidad le dejó totalmente anonadado.

A su alrededor, los rostros de los intelectuales más famosos de Francia brillaban iluminados por las rojizas llamas del fuego, que se reflejaban en las minúsculas perlas y cristales que cuajaban cada oreja y se movían al compás de las cabezas que se agitaban enfrascadas en animadas charlas. Esa noche los colores eran todos diferentes y parecían enredarse, amontonarse y flotar unos sobre otros: había terciopelos anaranjados, castaños, verdes, azules, amarillos, cárdenos, blancos, dorados, cobrizos y violetas. La Reina, sentada en su sitial, lucía una hermosa capa de piel blanca adornada con joyas. El Rey, rodeado y asistido por Brusquet, los arqueros y los enanos, vestía ropas doradas.

El Príncipe tuvo que reconocer que el salón se hallaba repleto de todas las cosas hermosas que uno pudiera imaginar. El buen gusto se hallaba evidentemente acrecentado por la riqueza, pero de no haber sido así, hubiera prevalecido en todo caso. El nivel de exquisitez e inteligencia, el ingenio, tan agudo y sarcástico como el suyo, que encontraba por doquier, le hicieron arrepentirse de sus otrora cínicas palabras. Tuvo que reconocer que, en contra de sus teorías, se hallaba en el lugar más extraordinario que hubiera podido imaginar. A pesar de sentirse tocado en su amor propio, O’LiamRoe seguía siendo capaz de sentir una sincera admiración.

Sus vecinos le parecieron agradables y relajados. Aunque aún no habían tenido ocasión de sumergirse en conversaciones profundas o más formales, había conseguido que se rieran con él. Pensó incluso que tampoco le importaría que después se rieran de él a sus espaldas. En todo caso, el centro de atención no lo constituía él. La corte estaba pendiente de Thady Boy.

Habían pedido al bardo que cantara durante la cena, a lo que había accedido gustoso. Llevaba puesto un atuendo poco atractivo pero razonablemente limpio y se encontraba casi sobrio. O’LiamRoe disfrutó de su interpretación de Palestrina y de los comentarios de las damas al respecto. Sin embargo, no se esperaba las Gentraige, las Goltraige, ni las Suantraige, que interpretó con magistral pureza. No tenía ni idea de dónde habría podido aprender Thady Boy la magnífica música de los bardos, pero la tocó siguiendo fielmente la austera tradición de los monasterios que, desde Pavía hasta Rofh, transformaron en su día la música de Irlanda. En aquel momento no importaba lo que Lymond fuera. Su arte justificaba por completo su existencia. El sonido de aquella música tan familiar, escogida con acierto, parecía decorar la hermosa estancia como una exquisita pintura y O’LiamRoe, profundamente conmovido, pensó en su patria; su país, independientemente de en lo que pudiera transformarse, había conquistado el mundo. Finalmente la comida terminó y con ella las canciones. Entonces comenzaron el resto de los entretenimientos.

También parecían bastante agradables. De hecho, nada apuntaba hacia un cambio en el curso de la velada hasta que llegó la actuación de los salvajes: una danza realizada por un grupo de brasileños capturado en la última expedición del cuidador jefe de la casa de fieras. Abernaci, tocado con un turbante dorado, se encontraba entre ellos, supervisando a sus hombres mientras estos azuzaban a los confusos cautivos. El ambiente había pasado repentinamente de lo civilizado a lo estrambótico. Quizás fuera por ello que el rostro de la regente de Escocia se había tornado impenetrable. También Catalina se removía inquieta, como presintiendo el aburrimiento que se avecinaba. El Rey, desviando momentáneamente la atención del grupo de sabios, se encontró con la mirada de St. André y cruzó con él una sonrisa de complicidad. O’LiamRoe observó que habría ya unos seis caballeros y una dama que, obviamente, habían bebido demasiado. El resto parecía llevarlo mejor. También aquello lo sorprendió. Había esperado que, al menos aquí, el personal mantuviera una rígida etiqueta. El príncipe de Barrow encontró que aquella danza, violenta y hermosa a su manera, complementaba el esplendor de la estancia de’ mismo modo que la música lo había hecho. Todos los bailarines eran varones, tenían el pelo negro y la piel cobriza e iban desnudos. Giraban sobre las lisas baldosas golpeándolas con sus pies desnudos con el cabello negro azulado cayendo como una cortina sobre sus sudorosos y musculosos brazos. El sudor parecía recubrirlos con un manto dorado a la luz de las llamas y se deslizaba por los breves canales de pechos y espaldas, recorriendo el liso bronce de los músculos y dibujando arcos sobre la piel. Sus ojos, redondos y pequeños sobre los altos pómulos, tenían una mirada ardiente e impenetrable.

Al comienzo, el Príncipe y los que estaban a su lado sólo oyeron la música proveniente del alféizar dónde se habían colocado un grupo de pequeños tambores y flautas. Pero poco a poco, entre las risas y exclamaciones que comenzaron a sucederse, O’LiamRoe reconoció una voz familiar. Casi al mismo tiempo, entre los silenciosos bailarines, comenzó a distinguir un trío que parecía destacar sobre los otros, bañando justo delante del Rey. La barba del Soberano pareció abrirse de pronto en una brillante sonrisa. Por entre las agitadas manos y las nudosas pantorrillas de los danzantes pareció emerger un pequeño remolino de plumas que giró y cambió de dirección como un pececillo plateado en un banco de arena.

Un murmullo recorrió a los espectadores. El grupo de bailarines se abrió de pronto y permitió una visión excelente de Thady Boy Ballagh, que ofrecía una eufórica interpretación de la agilidad del Nuevo Mundo flanqueado por un brasileño desnudo a un lado y, al otro, un arquero con el pecho desnudo. Este último, aunque rojo de vergüenza, parecía violentamente determinado a ganar lo que parecía indudablemente una apuesta.

El brasileño, que probablemente aspiraba a ganarse por fin una comida decente, se estaba esforzando al máximo y no parecía, en todo caso, entender las carcajadas de los arqueros que observaban junto a la pared. Pero Thady Boy no le iba a la zaga. El bardo de O’LiamRoe, con los ojos vidriosos y ligero como una araña, pateaba y saltaba agitándose como la mopa de una fregona. Con cada bote salían volando de sus botas un puñado de plumas, que debían haber sido colocadas allí en algún momento durante aquel día, o el anterior, o quizás el otro, y allí se habían quedado.

O’LiamRoe estaba atónito. Sólo en alguna ocasión, en la intimidad de su habitación, había vislumbrado el Príncipe a aquel indescriptible Silenus, pero nunca, ni en la peor de sus pesadillas, podía haberse imaginado contemplándolo en aquel lugar. Sintió que se le erizaba el vello del cogote y notó el estómago ascender hasta su garganta. Entonces cayó en la cuenta de que el Rey se estaba riendo.

El trío se aproximó. Los demás bailarines se habían retirado en desconcertado desorden. En un torbellino de eufórica improvisación Thady Boy, subido sobre una mesa, vertió sobre el febril arquero una jarra de vino y acometió a continuación una serie de parodias de danzas que provocaron una oleada de carcajadas a medida que los espectadores las fueron reconociendo. Después comenzó a bailar una Volta con el arquero y seguidamente, agarrando a cada rival de un brazo, comenzó a girar cada vez más de prisa para acabar lanzando al uno contra el otro. Escocés y cautivo, desprevenidos, chocaron entre sí y cayeron al suelo aturdidos. Thady Boy, sentado con las piernas estiradas, se quedó mirando al techo con una mirada desenfocada en sus ojos azules. Acto seguido, se subió a uno de los cestos de los perros y se quedó profundamente dormido.

Por lo visto, a los cortesanos aquella actuación no les pareció suficiente. O’LiamRoe observó atónito cómo St. André, acompañado de algún otro, llevaban la cesta hasta la puerta y le despertaban a base de zarandearlo. Tras unos instantes, Thady Boy pareció volver en sí, soltó un resoplido y comenzó a cantar:

Yo sólo puedo comer pedacitos de carne

Mi estómago no da más de sí;

Lo que sí que puedo es beber

Con ese del sombrero que está ahí…

El incesante fluir de comentarios de Su Excelencia d’Aubigny que había llegado a oídos de O’LiamRoe parecía teñido de tolerancia, sapiencia y educación. No parecía en absoluto soliviantado por la actuación que acababan de presenciar. Por el contrario, parecía estar disfrutando tremendamente de alguna broma privada. A O’LiamRoe, con los nervios de punta, le pareció francamente inadmisible. ¿Acaso les parecía a todos que era así como Ballagh debía comportarse? ¿Es que pensaban que el bardo no sabía hacer otra cosa? Se dio cuenta de pronto de que Thady Boy había sido llevado junto al círculo del propio Rey.

El grupo se encontraba tan cerca que podía oírlos. La primera parte de la velada había representado para O’LiamRoe un acontecimiento memorable debido precisamente a aquellos famosos rostros que rodeaban al Monarca. Allí estaban Turnébe y Muret, provenientes de Burdeos y París, el abogado Pasquier y el filósofo Bodin. El irlandés había podido captar retazos de su conversación, que había versado sobre el comportamiento de la sociedad y de la condición humana, sobre la libertad y el propósito de las leyes y sobre las ciencias en general, la astronomía, la medicina y la historia natural. Todos ellos hablaban en latín para poder entenderse pero introducían frecuentes comentarios en hebreo, turco o persa. A la mención de Budé, varios de ellos se tocaron el bonete con expresión deferente.

Durante la actuación musical de Thady Boy, aquellas eminencias habían permanecido en un elogioso silencio y ahora, a su llegada, le obsequiaban con preguntas inteligentes y corteses sobre su arte manifestando un genuino interés. Era evidente que al bardo le incomodaban las preguntas sobre su capacidad musical. Thady, dirigiéndose al más anciano e insistente de los sabios, le contestó educadamente con un dicho popular. Francamente desconcertado, el profesor miró interrogante a sus colegas y después repitió la pregunta. Esta vez, la respuesta de Thady Boy fue más grosera, pero estaba cargada de ingenio; tanto, que el propio Rey sonrió sin darse cuenta y el bardo rompió a reír. Aquello distendió la atmósfera e hizo evidente que no sería necesario salir en defensa del sabio inquisidor. Vinet, que se encontraba sentado junto a St. André, comentó secamente:

—¡Qué lástima! Por lo que veo, parece que tiene los modales afectados por el catgut. Tantos años bajo el dominio inglés es evidente que no sientan nada bien.

El príncipe de Barrow, al haber sido invitado por el Rey, no tenía más remedio que quedarse hasta el final. Asistió pues a aquella pequeña farsa a la que siguió un baile del cojín[24] en el que Thady Boy se dedicó a introducir nuevas frases e improvisar versos, con lo que acabó marcando el tono de la velada definitivamente. No daba muestras de recordar en momento alguno la presencia de su jefe. Tenía los ojos inyectados en sangre y vidriosos, pero seguía, infatigable, brincando con frenesí tras los breves intervalos en los que se sentaba, desaliñado y aparentemente exhausto, hasta que se deshacía de los bienintencionados cortesanos que acudían solícitos a devolverle a la jarana, incorporándose con renovada vitalidad a la juerga. Y entre tanto, seguía bebiendo a conciencia.

No parecía posible que aquello continuara indefinidamente. Pero tampoco había signos de lo contrario. De pronto, O’LiamRoe tuvo la sensación de haber vivido aquella situación con anterioridad y de que la velada estaba siendo programada por el bardo y su impresionante capacidad de convocatoria. A aquellas alturas, todo el mundo se mostraba inquieto, azuzado por el ambiente neurótico y festivo. Incluso la reina Catalina o Charles de Guisa, de temperamento más sereno, parecían afectados. Los más jóvenes habían empezado a comportarse de forma bastante salvaje, iniciando una serie de juegos italianos de cariz violento, afanándose en espabilar a Thady Boy, que evidenciaba una querencia creciente por tumbarse y que le dejaran en paz. Siguió bailando y haciendo el payaso con el rostro macilento y un aspecto repugnante, empapado en vino como estaba, hasta que, tras hacer una voltereta, eructó, cayó al suelo y rodó hasta los pies del Príncipe.

Una criatura ligera y entusiasta saltó de los mullidos cojines y agarró con sus blancas manitas los macerados brazos del bardo intentando ponerlo en pie.

—¡Maese Ballagh, actuad para mí! ¡Maese Ballagh, contadme una de vuestras adivinanzas!

María, la pequeña reina de Escocia, arrullada por la música, se había dormido, olvidada, sobre las faldas de creciente talla de Jenny Fleming y se había despertado viendo embelesada a su saltimbanqui favorito caer a sus pies.

Thady Boy consiguió levantarse a duras penas. Dio un paso ignorando a la pequeña. Después dio otro y contrajo el rostro en una mueca de preocupación.

¡Dhia! Se me ha roto mi pierna derecha favorita.

La niña se colgó de su brazo como había hecho en St. Germain, olvidándose, adormecida por lo tardío de la hora, de su real condición.

—¡Los frailes y las peras! ¿No os acordáis? Vos dijisteis que cada uno se llevó una y quedaron dos. Ya sé por qué.

Thady Boy iba cruzando renqueante la estancia arrastrando la pierna con la preocupación escrita en el rostro.

—Me he roto la pierna… estoy seguro.

El pequeño y lozano rostro vuelto hacia él con expectación perdió un poco de su inicial alegría. La niña se apartó con una manita un mechón de cabellos rojizos que caía sobre su frente e insistió con un tono ligeramente suplicante en francés:

—Uno de los frailes se llamaba Chascun, ¿verdad? Así que sólo él cogió la pera. ¿No[25]?

El bardo le prestaba la misma atención que a un mosquito. Margaret Erskine se acercó rápidamente y agarrando a la pequeña por los hombros se la llevó de allí.

Thady Boy continuó su agónica marcha. Con rostro de preocupación se acercó cojeando a sus amigos, se cayó, se volvió a levantar, se mareó, le levantaron, le dieron más vino y siguió caminando. Cojeando, tambaleándose y quejándose, chocó contra una antorcha, se derrumbó sobre las regias sillas y aplastó a uno de los perros del Rey. Fernel, el médico de la Casa Real, fue mandado llamar.

O’LiamRoe pensó esperanzado que aquel seria posiblemente el final de la velada. No cabía duda de que la corte le había adoptado como su protégé: alrededor del bardo se arremolinaban un nutrido grupo de damas y no pocos caballeros, deseosos todos de atenderlo. Catalina permaneció en su sitial sonriendo ligeramente pero el Rey, seriamente preocupado, se acercó al hombre herido con su médico.

Fernel, con el camisón asomando bajo el jubón, se mostró encomiablemente paciente. Examinó la pierna del bardo tras quitarle la bota pero no encontró nada preocupante. Después le palpó la otra pierna y procedió a levantársela. Algo rojo salió de la bota y se deslizó bajo el cuero de las calzas hacia el sucio interior.

Con expresión seria, el médico sacó de golpe la otra bota de Thady Boy. El bardo, poniéndose rígido, comenzó a aullar. El médico procedió a cortar el cuero de las empapadas calzas que ocultaban el miembro herido, dejando a la vista una pierna intacta y en perfecto estado.

Se hizo un desconcertado silencio. Fue d’Enghien, que en aquel momento acariciaba a uno de los mastines, el primero en notar el nerviosismo del animal. Cogió con cuidado la sanguinolenta bota del bardo y miró dentro. Con expresión triunfante, sacó de su interior y sostuvo en el aire una considerable porción de menudillos, aplastados por los pies de Thady Boy. El mastín prorrumpió en ladridos.

Al oír el coro de risas desatadas, O’LiamRoe mandó a la porra la etiqueta y escapó hacia sus aposentos. Allí seguía cuando llegó Thady Boy, ágil como un saltamontes, acompañado de una veintena de jóvenes ebrios y ruidosos a quienes Su Majestad había ordenado sacar del Salón de Honor al bardo y meterlo en la cama. John Stewart, señor d’Aubigny, se quedó juntó a los grandes ventanales observando, mientras la comitiva designada para escoltar al bardo bajaba a saltos y trompicones por la escalera del gran Salón y se alejaba cruzando el patio, despojando a su paso a todas las lámparas de sus candiles para usarlos como recipiente para beber vino. Meneando su hermosa cabeza, lord d’Aubigny puso el epitafio a la jornada.

—Per qual dignitade —citó Su Excelencia en tono apesadumbrado para quien quisiera escucharlo—, l’uom si creasse.

Margaret Erskine estaba entre los que oyeron sus palabras; pero no se sintió capaz de responder.

Cuando Thady Boy llegó a la puerta de su dormitorio, O’LiamRoe había terminado de hacer su equipaje.

Piedar Dooly, que había sido sacado sin contemplaciones de las cocinas, había encontrado abiertas sobre la cama todas las bolsas de viaje y esparcidas en el suelo sus magras posesiones. Cuando oyó los taconazos y el rugido de risas desbordantes de los numerosos adláteres del bardo que precedieron a su entrada, el Príncipe ya había empacado sus cosas. O’LiamRoe despidió a Dooly con un movimiento de su rubia y peinada cabeza y el mozo desapareció llevándose las bolsas y las sillas de montar. Seguidamente se dirigió al grupo de recién llegados:

—Dejadle y marchaos.

Los jóvenes le rodearon como Bacantes, gritando. Uno de ellos se envolvió con una colcha en una burda imitación de la capa frisada del Príncipe y, a berrido limpio, hizo una declamación en algo que pretendía ser gaélico. Cantaron, se arengaron unos a otros, vomitaron, treparon a los postes de la cama y se encaramaron sobre el reclinatorio. Registraron la habitación en busca de más bebida y cuando la encontraron, se la tiraron encima unos a otros e intentaron echarla también sobre O’LiamRoe. Al cabo de un rato, se lanzaron hacia la puerta del dormitorio y lo abandonaron.

La puerta se cerró de un portazo dejando al príncipe de Barrow en la apestosa y destrozada habitación con Thady Boy, que yacía en el suelo cabeceando, borracho.

—¡Levantaos! —ordenó en un tono que hasta a él mismo le pareció irreconocible.

Tuvo que repetirlo dos veces antes de percibir un atisbo de movimiento en el otro. Por fin, sobreponiéndose a la tremenda repugnancia que le invadía, no tuvo más remedio que tocarlo, que agarrarlo del rezumante y destrozado harapo en que se había convertido su manga. Thady Boy se puso en pie con una sacudida, escupiendo, sus ojos como oscuros pozos bajo aquellos indolentes párpados.

Sin darse la vuelta, O’LiamRoe descolgó el arpa irlandesa de la pared y se la arrojó. El instrumento golpeó al bardo y cayó al suelo sin que el otro hiciera ademán de atraparlo. Thady Boy, ofendido y sorprendido, se dejó caer también y sufrió un ataque infame.

—¡Coged el arpa ahora! —exclamó O’LiamRoe—. ¿Por qué no me tocáis el Prelude to the Salt? ¡Cantad para mí Riding of O’Neill! ¿Acaso las grandes baladas épicas no os parecen adecuadas en una velada como esta?… Madre de Dios, Francis Crawford de Lymond, habéis convertido vuestro arte en una ramera, al igual que vos, ¿os dais cuenta?

Tras las cuerdas del arpa, unos ojos con las pupilas dilatadas observaron nerviosamente a O’LiamRoe cual pajarillo borracho, pero al momento siguiente Thady Boy había perdido todo interés y, tras ponerse en pie, se dirigía hacia otro lugar de la habitación.

En el armario de Piedar Dooly había un barrilete de vino. En dos tranquilas zancadas O’LiamRoe cortó el paso al bardo, que caminaba con paso vacilante en aquella dirección. El Príncipe sujetó a Thady Boy de las muñecas con facilidad.

—Decidme una cosa. ¿Por qué razón vinisteis a Francia? ¿Os acordáis?

Dos manos mojadas se retorcieron entre las suyas.

—Para ver cómo viven los ricos.

El rostro de Thady, bajo el pelo teñido de negro, estaba todo salpicado de manchas rojas y sucio de grasa. O’LiamRoe, que sentía su pulso acelerado, no podía separar la vista de la ruina de aquel rostro antaño inteligente. Las rodillas de Thady Boy comenzaron a aflojarse de nuevo. El alegre frenesí había desaparecido completamente de su expresión y en sus ojos entrecerrados parecía adivinarse ahora cierta satisfacción indolente. O’LiamRoe le obligó a mantenerse erguido.

—Vos ya sois rico. Al menos eso tengo entendido. ¿Acaso habéis olvidado quién sois? ¿Cuál es vuestro nombre?

El empapado bardo se apoyaba obediente sobre sus brazos.

—No lo sé —dijo Thady Boy.

—Sois el señor de Culter, que Dios se apiade de vos y de los vuestros. ¿Por qué estáis aquí? Se hizo un largo silencio.

—No puedo recordarlo —dijo el joven borracho cortésmente.

O’LiamRoe le soltó.

—¿No recordáis a la niña que corre peligro de ser asesinada?

De nuevo se sucedió un silencio prolongado. Finalmente, Thady Boy y Lymond parecieron fundirse en uno solo y, tras acurrucarse flácida y descuidadamente en un rincón, el joven soltó un prolongado suspiro.

—Richard se ocupará de ella.

—Sois una maldita peste —dijo furioso O’LiamRoe. Después continuó en un tono más mesurado—: Vuestro hermano es un hombre conocido. El no puede hacer nada.

—Entonces yo tampoco. Estoy muy ocupado.

—Desde luego que lo estáis —dijo O’LiamRoe en tono mordaz—. Estáis muy ocupado destruyendo todo a vuestro paso. ¿Qué puede una sociedad laxa, vana e introvertida como la francesa, contra gente de vuestra especie?

Como el agua de un río deslizándose suavemente hacia un lago, Thady Boy comenzó a escurrirse hacia el suelo.

—No puedo tocar y vivir como un niño de coro —dijo.

La mente del Príncipe se perdió momentáneamente en elevadas teorías sobre la universalidad del sagrado arte de la música. Después, en tono monótono, dijo:

—No fuisteis contratado para hacer música. Si vais a abusar del poder que os da, entonces será mejor que no os dediquéis a ella en absoluto.

Lymond empezó a reírse tontamente. Con el rostro pálido y respirando entrecortadamente, O’LiamRoe intentó hacerle entrar en razón, dada la importancia del tema.

—Vuestra tarea es proteger a la joven Reina. No sé si existe un hombre o una mujer capaz de destilar el licor de vuestras venas y devolveros a vuestro puesto al lado de la pequeña. Yo no puedo hacer nada por vos. Me marcho esta misma noche.

Thady Boy, sentado en el suelo, empezó a retorcerse de risa.

—Así que me dejáis para que me ahorque yo sólito —dijo cuando por fin pudo hablar.

Había una copa de vino llena a medias al lado de O’LiamRoe. El Príncipe la arrojó a la cabeza del bardo y el rojizo líquido se deslizó sobre el enfermizo rostro como la lluvia sobre una ventana, los aturdidos ojos mirándole fijamente, la piel brillante de aceite y vino.

Entre agua y vino, todavía había una abundante cantidad de líquido en aquella habitación. Jarra tras jarra, O’LiamRoe se la fue arrojando a Lymond a la cara, persiguiéndole por toda la habitación con salvaje determinación mientras el otro, a cuatro patas, tosiendo y jadeando, resbalaba, rodaba y se desternillaba con una risa idiota a medida que las descargas de líquido, ora tibio, ora helado, impactaban sobre su convulso rostro.

De forma tan repentina como había aparecido, la explosión de rabia de O’LiamRoe se desvaneció, dejándolo helado y tembloroso. El Príncipe dejó a un lado la jarra.

A sus pies, Thady Boy seguía riendo empapado como una rata de agua, poseído por un ataque cercano a la histeria, entre jadeos y resoplidos sincopados. Un reguero de agua hizo sisear el fuego de la chimenea. Sobre alfombras, colchas y sábanas parecían confluir cataratas de vino rojizo que extendían oscuras manchas sobre los apelotonados tejidos. Sobre los postes de la cama de dosel, la taracea de marfil y de concha de tortuga aparecía rayada y empapada. El secreter rezumaba líquido. El olor a sudor, a alimentos y a vino rancio era insoportable.

Los pensamientos del Príncipe también lo eran. Con piernas que le pesaban como el plomo, O’LiamRoe cruzó el encharcado y resbaladizo suelo y salió huyendo de la habitación. A su espalda la risa pareció extinguirse para ser sustituida por una voz cascada y deprimida.

Será vertida la aflicción sobre sus cabezas

Que los envolverá hasta enloquecerlos

Para ofrecérsela a los indolentes dioses

¡Ay de mí! Que lástima…

Se hizo un breve silencio.

—¡Ay de mí! Que lástima… —se oyó repetir a Lymond con voz pensativa. Después se oyó una risa. Y luego nada más.

Margaret Erskine llegó media hora más tarde, pálida y con el rostro desencajado de preocupación. Para entonces el suelo ya había comenzado a secarse en pequeñas zonas cerca de la chimenea. Atravesó la habitación como una exhalación, sin fijarse en los destrozos que la rodeaban por todas partes. La única luz provenía de la chimenea, pues alguien había apagado todas las velas. El fuego proyectaba sombras por toda la estancia. La atmósfera del lugar destilaba oleadas asfixiantes que parecían moverse al compás de las llamas. Hacía un calor sofocante.

La experiencia adquirida durante la guerra, presente desde sus más tempranos recuerdos, unida a la de los dos matrimonios contraídos en plena juventud que le habían reportado interminables noches de vigilia y angustia, habían enseñado a Margaret a comportarse con resignación.

Pero aquello iba a ser diferente. Thady Boy no había parado desde que O’LiamRoe se marchara, como evidenciaban las sillas amontonadas y puestas del revés junto con la avalancha de sábanas y alfombras que había apilado para ayudarse a mantenerse erguido.

Pero aquella tenaz actividad había cesado ya. Lymond estaba quieto. Demasiado quieto. Ignorando las lágrimas que la atenazaban deseó fervientemente que al menos pudiera reconocerla y que fuera capaz de moverse todavía un poco. Ella sola no tendría fuerzas para levantarlo.

De pronto cayó en la cuenta de que quizás lo que ocurría era que Lymond no la había oído entrar. Estaba de pie, apoyado entre dos sillas al fondo de la habitación, alejado del fuego y medio oculto entre las sombras. Se había despojado de la mayor parte de sus empapadas ropas y tenía la cabeza, aún mojada, apoyada y vuelta hacia la pared. El resplandor del fuego le permitió reconocer los largos dedos de una de sus manos que se aferraban con fuerza a la madera. El sonido entrecortado de su respiración llegó hasta ella.

Debía haber sentido su presencia después de todo. Su estómago, torturado ya al máximo, se revolvió aún más al volverse hacia la joven. En aquel punto, el menor pensamiento, el más leve perfume, podían desencadenarle una auténtica catarsis. Sujetándose la cabeza con ambos brazos, Lymond se dobló en dos; pero antes, la joven tuvo un atisbo de sus dilatadas pupilas y pudo distinguir su expresión de genuino asombro. La joven se dio cuenta de que él había esperado soportar aquello solo.

Margaret apartó las sillas y le sujetó con firmeza, práctica e impersonal como una enfermera. Cuando se le pasaron los espasmos, la joven habló en su característico tono sensato:

—Sabéis que habéis sido envenenado. Tenéis que caminar, querido mío.

Tenía las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían negros en lugar de azules. Probablemente, no habría podido ver nada de haberse encontrado en un lugar más luminoso. Lymond pareció relajarse ligeramente al apoyarse sobre su brazo.

—Ya no necesito andar más —dijo con voz serena.

—Claro que sí —dijo Margaret Erskine tajante mientras le obligaba a moverse tirándole de la manga. Estaba totalmente drogado con belladona. El joven había hecho ya todo lo posible por sacarla de su organismo. Ahora le tocaba a ella ayudarle a permanecer en pie lo suficiente para acabar de expulsarla.

Durante la primera vuelta que dieron al dormitorio, Margaret lo sostuvo con determinación. Luego, poco a poco, con pasos agotados, comenzó a apoyarse menos en ella y a dar algunos solo. Con la ayuda de la joven, Lymond se mantuvo en movimiento caminando a trompicones de pared en pared. Ella evitaba mirarlo a la cara. Más tarde, al ver las manos de Lymond con las palmas ensangrentadas de clavarse sus propias uñas, se alegraría de no haberlo mirado. El joven había estado más consciente de su propio estado de lo que ella había creído.

Pero en aquel momento, Lymond parecía escalofriantemente distante, desapegado. Después, cuando el efecto de la droga comenzó a remitir, la interminable náusea que le sobrevino le dejó exhausto hasta lo indecible. Finalmente, Lymond pareció sumirse en un estado de semiinconsciencia. Entonces Margaret Erskine, sujetándolo para que no se cayera, pudo contemplar lo que la belladona y su propia extravagancia habían hecho de Francis Crawford. También se dio cuenta de que no podía permitirse las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos, porque él había llegado al final de su resistencia. Quedara o no en su organismo resto alguno de veneno, ahora debía dejarle descansar.

Margaret improvisó un burdo lecho ante la lumbre y le acomodó allí. Lymond se quedó tumbado, respirando agriadamente, recorrido por espasmos que por suerte iban remitiendo. Tenía los ojos fuertemente cerrados. El dolor había perfilado su rostro marcando sus pómulos y haciendo que los ojos parecieran hundidos en profundas simas. Cuando habló, inmóvil como estaba, el corazón de la joven dio un brinco del susto.

—Mignone —dijo Lymond suavemente—. Je vous donne ma mort pour vos étrennes[26].

El comentario, maldito fuera, le dolió a pesar de las circunstancias.

—No quiero vuestra muerte como dote —dijo Margaret—. Dadle las gracias a maese Abernaci. Fue él quien se dio cuenta de que algo andaba mal cuando os vio con los brasileños. Fue él quien acudió a mí.

—Belladona —dijo con un hilo de voz—. Imagino que me la pondrían en el ponche. La usan para curarle el trasero a los elefantes —dijo Lymond y rompió a reír imprudentemente. El dolor le hizo sudar y cubrirse el rostro con las manos.

—Si os disteis cuenta de que os habían envenenado, ¿por qué no pedisteis ayuda? O’LiamRoe…

—O’LiamRoe se ha marchado —dijo lacónico—. Si mañana alguno se siente decepcionado… bueno, mejor que lo achaquen a… la buena suerte del borracho.

Se hizo el silencio. El fuego de la chimenea se había transformado en una enorme pira ardiente y el calor que despedía era abrasador. El suelo se había secado ya. A la luz rojiza de las llamas, las paredes sucias y llenas de marcas de dedos, el mobiliario destrozado y la cama deshecha habían adquirido un aspecto teatral, como dibujados sobre una vidriera. Nada había podido sublimar el hedor, sin embargo. Habría sido una tumba apropiada, pensó Margaret, para Thady Boy Ballagh. Pero desde luego no lo era para Francis Crawford.

El joven tenía los ojos cerrados. Su rostro, a contraluz, parecía impenetrable. Las llamas remarcaban su perfil, revelando su pureza. La luz dibujaba reflejos sobre sus párpados cerrados, sobre sus altos pómulos y sobre los firmes músculos de su mandíbula. El resto de su cuerpo, deformado por el disfraz, permanecía oculto en las sombras.

Margaret se quedó a su lado sentada en silencio hasta que los primeros sonidos revelaron el comienzo de un nuevo día. Sólo entonces se dio cuenta de que Lymond no estaba dormido. Abrió los ojos. Bajo los pesados párpados ella pudo ver que habían recuperado su color azul.

—Debéis iros —dijo Lymond—. Tras una pausa añadió, sardónico: —Parece que la familia Erskine está empeñada en salvarme de mí mismo.

Margaret tenía los nervios de punta al tiempo que percibía la tensión en Lymond. Embargada por la emoción, pensó en el heroico comportamiento que había mostrado el joven la pasada noche. Cuánto valor no habría necesitado para seguir haciendo el payaso sabiendo que el veneno corría por sus venas, Se había arriesgado a beber, a bailar y a Dios sabía que más cosas para conservar, no sólo la vida, sino su aparente ignorancia de la situación. Ella lo había entendido y por eso no había hecho intento alguno de limpiar u ordenar la habitación.

Tenía tantas cosas que decirle… Pero sabía que no era posible expresarlas con palabras sin perder el control o hacérselo perder a él. Finalmente se inclinó hacia el joven y le recolocó la manta bajo la cabeza.

—En una ocasión os dije que mi puesto estaba junto al fuego —dijo Margaret.

La luz de sus ojos pareció tornarse aún más profunda. Nunca había visto a un hombre consciente yacer tan inmóvil.

—Parece que mi papel ha sido más bien apagar fuegos que encenderlos —dijo Lymond—. Sentí lo de la pequeña, pero no era posible hacer otra cosa.

Así que sí que había visto la decepcionada expresión de la pequeña María, después de todo.

—Ya la compensaréis algún día —dijo.

Margaret era consciente de que debía marcharse a pesar del estado en el que Lymond se encontraba. Pensó con infinita tristeza en lo solo que estaba, pero no había nadie a cuyos cuidados pudiera confiarlo… Dios sabía a qué extremos sometería a sus propias fuerzas mañana, la semana próxima, el mes siguiente… y todo el tiempo que durara aquella abominable y mortífera conspiración. Desesperada, sin decidirse a dejarle allí sólo, exclamó:

—¡Si por lo menos Robin Stewart estuviera aquí! Pero ahora, ¿quién cuidará de vos?

Incluso antes de mirar su rostro, la joven sintió cómo él se sobresaltaba. De sus labios salió un sonido parecido a una carcajada, luego se contuvo y, como en sueños, tras mover su mano lentamente, le cogió la suya con suavidad. Sintió sus dedos fríos y sin fuerzas acariciar su mano con indulgencia.

—Pero querida —dijo Lymond—, si Robin Stewart es el asesino.

FIN DE LA PRIMERA PARTE