I de Rúan a St. Germain: El zángano inexpugnable

No es sencillo para las leyes de Brehon decidir sobre las abejas que han instalado su colmena en el árbol de un noble dignatario. Por lo tanto no es fácil decidir si talar el árbol.

Las noticias del inesperado éxito de Thady Boy le llegaron a O’LiamRoe por vía de Robin Stewart, quien había madrugado ex profeso para tener el honor de contárselas en persona. El Príncipe las oyó rascándose su rubio y alborotado cabello. El relato pareció complacerle.

—Ah, desde luego ese muchacho es increíble; un auténtico campeón. Al diablo con tanta perla, tanto atuendo empingorotado y tanto parloteo de cacatúa. Una mente despierta y una inteligencia decente es lo que realmente inspira respeto.

—Pues yo os digo que no podéis fiaros. Acordaos de lo exigentes que fueron con vos aquel día del tenis. Y ahora esperan que os quedéis aquí sentado mientras ese gordinflón se codea con duques y condesas —dijo Robin Stewart empleando el mismo tacto en su discurso que O’LiamRoe empleaba en vestirse apropiadamente.

El irlandés bostezó inflando los carrillos.

—Si Thady Boy quiere ir besuqueando princesas por ahí, no será O’LiamRoe quien le envidie.

—¿Vais a quedaros impertérrito mientras la corte os da con la puerta en las narices? Le van a llevar de cena en cena, se lo van a rifar por doquier. He visto otras veces cómo tratan a un nuevo favorito.

—Os creo. Seguro que acaba agotado y harto de que le lleven de la nariz antes de volver a Irlanda. ¿Y a mí qué? Yo también pienso divertirme.

Razonar con el príncipe de Barrow era como darse cabezazos contra la pared. Robin Stewart desistió.

Aquel fue un día agitado para O’LiamRoe. Su segunda visita fue d’Aubigny, que portaba una atenta invitación de Su Majestad para Thady Ballagh, el virtuoso bardo del príncipe de Barrow, en la cual se le hacía saber que su presencia en Blois seguía siendo bienvenida. No se hacía referencia alguna sobre la prevista partida de O’LiamRoe y además el texto implicaba, y así lo confirmó d’Aubigny, que él mismo quedaba a su disposición y que, desde aquel momento, el Príncipe no debería preocuparse por lo concerniente a hospedaje o manutención. O’LiamRoe estaba encantado.

—¡Dhia! Esto es como ser cornudo pero sin ser apaleado.

Lord d’Aubigny había venido acompañado de la bonita y menuda pelirroja que O’LiamRoe había visto por primera vez en Ruán, al otro lado de aquella gigantesca ballena. Jenny Fleming había aprovechado para venir a cotillear.

Aunque el interés de O’LiamRoe por los asuntos de Lymond era mínimo, se dio cuenta de que aquella dama sentía gran curiosidad tanto por Lymond como por él mismo. Ella y d’Aubigny parecían llevarse bien. Después de todo, él también era descendiente de los Stewart de sangre real; tenían los mismos antepasados. La viveza y gracia naturales de la dama se amoldaban con elegancia al comportamiento grandilocuente de su pariente. Las elaboradas maneras de d’Aubigny estaban destinadas a impresionarla. Lord d’Aubigny pronunció su pequeño discurso con voz melosa. Escuchándole, uno podía entender cómo había cautivado al torpe y desmañado muchachito que más tarde se había convertido en rey.

O’LiamRoe distrajo a Jenny con sus tonterías irlandesas, dejó que bromeara con él, y mientras ella hablaba, logró intervenir con algunas parrafadas en lo que empezaba a convertirse en una conversación formal, lo cual, probablemente, sorprendió a ambos hombres. De hecho, el rostro de d’Aubigny mostraba un creciente desconcierto. En un momento dado, cortó a lady Fleming de manera poco cortés.

Ella estaba hablando sobre su casa. Ante el tono abrupto, levantó su clara mirada hacia su excelencia.

—John —dijo—, si tantas ganas tenéis de marcharos, podéis esperarme abajo.

Malhumorado, Lord d’Aubigny se marchó, para asombro de O’LiamRoe. Cuando la puerta, con innecesaria contundencia, se cerró tras él, Jenny, triunfante, se volvió hacia el irlandés.

—¿Y ahora decidme, qué pensáis de nuestro querido amigo?

Había venido haciendo caso omiso de la expresa prohibición y saltándose toda norma para hablar sobre Lymond. O’LiamRoe, divertido, cogió la capa de piel de la dama y dijo:

—¿De Thady Boy? Que va a acabar exhausto de tanto ir y venir. Dentro de un año estará irreconocible. Pero lo cierto es que como irlandés es medianamente bueno.

—Pues entonces no quiero imaginarme cómo puede ser un mal irlandés. Esta mañana vino a mi habitación a leerme la cartilla… —tras decir esto, se calló. No tenía intención de estropear la encantadora imagen que se esforzaba en ofrecer.

O’LiamRoe no tenía el menor interés en escuchar las quejas de Jenny. Además, los asuntos relativos al estatus y a lo inapropiado del tratamiento empleado por Lymond le importaban un comino. Le colocó la capa sobre los hombros y le dio unas palmaditas, despachándola.

—Ciertamente es un tipo bastante peculiar; pero tiene una suerte sobrenatural con las mujeres.

Ella debió darse cuenta de que no pensaba hacerle ninguna confidencia. Simplemente no estaba interesado.

Ya en la puerta, se volvió hacia él.

—No le digáis que he venido. De lo contrario volverá a regañarme.

O’LiamRoe, que imaginó la reacción de Lymond pues le conocía bastante más de lo que ella sospechaba, pensó que, por su bien, lady Fleming debería ser consciente de sus actos.

—No necesitaré hacerlo —dijo—. Al atardecer estaréis en boca de toda la corte.

Tenía razón, por supuesto. Tom Erskine fue de los primeros en enterarse y la noticia empañó aún más la poca confianza que le inspiraba Thady Boy Ballagh. Estuvo dudando sobre qué hacer, pero tenía que partir para su embajada en Augsburgo. Hizo los últimos preparativos y se despidió de todos, oficial y personalmente. Por último, tras despistar a su escolta, se coló en las habitaciones en las que Thady Boy Ballagh había pasado su agitada e interrumpida noche.

Tras las sucesivas visitas del condestable, de una dama de compañía de madame de Valentinois y del paje de la Reina, Lymond, sentado junto a los restos de un almuerzo a medio empezar, estaba preparándose para regresar a la posada La Croix d’Or, en la que se alojaría, junto con O’LiamRoe, hasta que la corte partiera de la ciudad. Levantó la vista al abrirse la puerta.

—¡Sacré chat d’Italie[12]! —exclamó Francis Crawford—. Primero la esposa, luego la madre de la esposa y ahora el marido. ¿Por qué no montamos una fiesta familiar en el dormitorio? Discreción, ¿cierto? Eso era lo que pretendíais, ¿no?

Erskine solía achantarse ante la superior inteligencia de Lymond, pero esta vez tuvo un arranque de mal humor.

—La visita de Jenny, tengo entendido, la realizasteis vos.

—Mi querido Thomas —dijo Lymond—, lady Fleming puede recibir la visita de cualquier hombre sin despertar el menor comentario. Desgraciadamente, los eventos de la pasada noche, o la falta de ellos, no fueron de su agrado, así que tengo entendido que decidió irle con sus quejas a O’LiamRoe. Vuestra venerada madre haría un papel estupendo como bacante.

Erskine respondió con aspereza:

—El Rey ha sido puntualmente informado. Además fue d’Aubigny quien llevó a Jenny a visitar a O’LiamRoe.

—¿Y por qué?

—Últimamente se llevan muy bien.

—Bien, pues apartadla de él. Decidle que es una relación incestuosa. Y también mantenedla lejos de O’LiamRoe. Ese hombre podrá parecer un pavo real, o un conejo con lazos, pero estoy malditamente seguro de que es absolutamente incapaz de desvestir a una…

—Especialmente, sabiendo quien es Jenny. El irlandés, sin duda, admira vuestro control y moderación más que ella misma. ¡Basta de disparates! Habláis de ella como si se tratara de una mujer del Pont Truncat. No temáis, nos mantendremos apartados de vos todo lo que sea posible. Pero no olvidéis que también vos habéis adquirido un compromiso.

—Es cierto —dijo Lymond—. Margaret estuvo de lo más persuasiva esta pasada noche. Deberíais estar orgulloso de ella. Según parece, si nuestros difuntos amigos y amantes pudieran vernos, también estarían orgullosos de nosotros. Incluida Christian, según ella…

La expresión de Erskine le impidió continuar. Por un momento, los dos hombres se miraron fijamente; finalmente, Lymond le dio la espalda. En sus labios se asomaba una sonrisa.

—Está bien. Vos os marcháis a Bruselas y a Augsburgo y Margaret se queda aquí. ¿Cuándo volveréis?

—Después de Navidades. Luego regresaré a Escocia, vía Inglaterra. Entretanto, la pequeña María permanecerá con la Regente en lugar de con los niños de la Casa Real. Seguiremos todas vuestras recomendaciones. Se vigilarán su comida y sus movimientos. Será controlada día y noche. Haremos todo lo posible, pero no será fácil. Ante todo, deberemos pasar desapercibidos. No debe parecer que pensamos que corre peligro en Francia. Ese será nuestro cometido. El vuestro está en el exterior.

Lymond permaneció en silencio. Había acabado de recoger sus escasas pertenencias y estaba apoyado sobre la puerta, con aire indolente. Erskine se preguntó por un momento si sería consciente de lo que le esperaba.

—Dios sabe cuánto tiempo tardaréis en llegar a Blois —dijo Tom—. Seguramente iréis por el río la mayor parte del camino, parando en palacios y alojamientos del estilo; y en cada lugar, permaneceréis exactamente el tiempo que duren las monterías. En este lunático país no hay nada más importante que la caza. El padre de Enrique se desplazaba con más de mil quinientas personas, con sus correspondientes camas, vestidos y muebles. Firmaba decretos reales a lomos del caballo y tenía a los heraldos desesperados, porque se pasaban la vida corriendo tras él. A menos de que hubiera guerra, no se quedaban más de quince días en ningún sitio. Los embajadores de media Europa estaban hasta las narices de la caza. Seguro que más de uno llegó a aborrecerla de por vida.

Aquel era uno de sus temas favoritos, pero algo en la expresión de Lymond le hizo detenerse.

—Pero por supuesto, vos ya conocéis Francia.

—Tiempo atrás —dijo Lymond—, en una época en la que me sobraba el dinero, invertí parte en este país. Sevigny me pertenece.

Nicholas Applegarth de Sevigny era amigo de Tom Erskine.

—Pero Nick… —empezó a decir Tom en tono precavido.

—Es feudatario mío —el tono era jocoso—. Pero decidme, ¿cómo va a prosperar el coup d’état[13] de la Reina madre si os marcháis?

Tom Erskine se quedó atónito, petrificado, como si pisara terreno minado. Muchos eran los asuntos que habían traído a la Reina madre a Francia, pero sólo uno podía ser denominado coup d’état, y se suponía que era absolutamente secreto. Por otro lado, Dios sabía que era cada vez más evidente que a muchos de los señores escoceses les estaban lloviendo todo tipo de honores en forma de pensiones, caídas del cielo como granos de arroz en una boda, y mientras tanto, el heredero del canciller Arran, que ahora ostentaba el cargo de capitán de las tropas escocesas en Francia, sin saber ni media palabra de francés, estaba ganando la friolera de doce mil coronas al año.

Pero él sabía algo que todos ellos ignoraban. En la reunión que en breve tendría lugar entre la Reina madre y Enrique de Francia, ella pretendía aclarar de una vez por todas si Francia iba a comprometerse a ayudarla en su mayor ambición: sustituir al conde de Arran como canciller, tomando ella misma las riendas de Escocia hasta que su hija alcanzara la mayoría de edad.

La Reina madre quería la ayuda de Lymond, pero Lymond sospechaba la verdad. Era precisamente ahora, en aquella delicada situación, cuando ella necesitaba de su fidelidad incondicional. No obstante, lo que ella deseaba, y eso Erskine lo sabía a ciencia cierta, era la fuerza de su brazo, no de su mente. Lo último que aquella enrevesada Reina buscaba era un hombre de reconocida inteligencia, capaz de entrometerse en sus planes.

Así pues, sintiéndose atado de pies y manos, Tom Erskine dudaba en hablar. Finalmente, ganó su compromiso de fidelidad.

—Los asuntos de la Reina madre son cosa suya, vos lo sabéis tan bien como yo. Pienso que podemos confiar en que hará lo que sea más conveniente. En todo caso, no tenemos otra alternativa.

Crawford de Lymond arqueó sus delicadas cejas teñidas de negro.

—Así que va a pactar con Inglaterra —dijo. Lo había descubierto, tal parece.

—Es un suicidio —dijo Tom Erskine con voz rotunda.

—No mientras podáis seguir acudiendo a mí —replicó Lymond haciendo una irónica reverencia— para que os alegre la vida a cambio de unas monedillas.

No había nada que añadir.

Erskine sabía que no era necesario decirle que, de alguna manera, a un nivel demasiado sutil como para ser verbalizado, sentía que no había obrado con suficiente habilidad ante la Reina madre y, tal vez y en cierta manera, ante el propio Lymond. En su fuero interno, sabía que si Lymond no hubiera hablado de forma tan brusca sobre Christian, su reacción hubiera sido diferente. No le alivió el adivinar que las palabras de Lymond al respecto no habían sido fruto de un arrebato.

Al poco de marcharse Erskine, Robin Stewart llegó para acompañar a Thady Boy a la posada. Miró al bardo con expresión socarrona.

—Parecéis de lo más alegre esta mañana.

—No os lo discuto.

—Tengo entendido que se os rifaban la pasada noche.

—Eso me han contado. Pero todavía no me he enterado de lo único que me interesa. ¿Quién ganó?

—Creo —contestó con frialdad el arquero—, que fue el señor d’Enghien. —Stewart miró con disgusto cómo Thady Boy se partía de risa—. En algunos círculos el vicio está bien visto —dijo Robin Stewart—. Hay gente dispuesta a hacer cualquier cosa para ser admitida en ciertos ambientes, aunque sean ambientes groseros y valgan menos que una caca de gato.

—No tengo mucha experiencia —dijo Thady Boy con una mirada de lo más inocente—. No me he visto en otra parecida antes.

El tono de censura se suavizó un poco.

—Hay gente —dijo Stewart— que se entusiasma cuando las damas parecen favorecerles y se piensan que su vida ya está resuelta, y se consideran en adelante alguien especial. Pero eso es porque no conocen a las damas francesas. Yo las he visto entregarse a alguien una noche y por la mañana desdeñar al señorito de turno. Deberíais entender que…

—Lo que entiendo —dijo Thady Boy cortándole— es que me duele la cabeza. Vámonos.

Lymond parecía decir la verdad. Stewart cayó de pronto en la cuenta de lo que podía ser hacer de perro guardián de Thady Boy durante cuatro meses seguidos.

—Vais a tener que cuidaros un poco, hombre. Tenéis que dejar de beber de esa manera. Ellos os van a incitar a seguir bebiendo, por pura crueldad, pero vos podéis acabar francamente mal… ¿Os habéis hecho mirar esas quemaduras?

—Sí. Tengo el rabo trenzado como un carnero de Berbería. ¿Queréis verlo? Virgen santa, ¡dejadlo ya!

En La Croix d’Or, tras librarse del solícito Stewart, Lymond consiguió llegar por fin a las habitaciones de O’LiamRoe. Entró en ellas sin hacer ruido, cerrando la puerta tras él. Los dos hombres se miraron en medio de un silencio cargado de amenazas. Finalmente, bajo los mostachos de O’LiamRoe, su boca se curvó en una incipiente sonrisa y empezó a hablar con voz apacible.

—Mi inquieto muchacho, si no me equivoco, tenéis la madre de todos los dolores de cabeza, cosa que probablemente os merezcáis. Sentaos. Como probablemente lo habréis olvidado, será mejor que os recuerde que Phelim O’LiamRoe es una de esas extraordinarias personas que sabe como comportarse y que puede, incluso, mantener la boca cerrada en algunas ocasiones. He oído que sois el intérprete de laúd más virtuoso desde Heremon. Esperaré hasta mañana para que podáis hacerme una demostración.

—Gracias a Dios —dijo Lymond. Al pasar a su lado, apoyó la mano brevemente sobre su hombro en un gesto conciliador y después se dejó caer en una silla, agotado. A los cinco minutos, estaba dormido.

Durante los diez días que todavía permanecieron en Ruán, ambos hombres se dedicaron a estudiar los rudimentos de la vida cortesana, cuya rutina, quisieran o no, habría de afectarles los cuatro meses venideros. El Rey se levantaba al amanecer; después de vestirse con el correspondiente ceremonial, despachaba los asuntos del día con su consejero mayor, tras lo cual asistía a misa de diez. Acabada esta, comenzaba la ronda de visitas: secretarios, mensajeros, embajadores, heraldos, diplomáticos, soldados y clero presentaban sus respetos y traían noticias, regalos, peticiones y quejas.

Luego llegaban los partes diarios provenientes del maestro albañil sobre el estado de las obras del Rey o de madame Diana; la casa de fieras de St. Germain informaba sobre la enfermedad de algún exótico pájaro. Gracias a los buenos oficios del condestable, se recordaba a Su Majestad amablemente que a cierto personaje le había sido prometida una barrica de vino y que su mayordomo aguardaba para recogerla. Llegaban noticias de los Infantes y del retrato que se les estaba pintando; se informaba sobre el fallecimiento, acaecido en París, de un importante personaje: el atractivo puesto que había quedado vacante era probablemente pretendido por el portador de la noticia, quién habría seguramente pagado ya una cuantiosa suma al médico del finado para ser él quien llevara, cariacontecido y expectante, tan triste noticia a la corte, en el nutrido grupo de peticionarios que hacían cola para ser atendidos. Un embajador, llegado de Toulouse y deseoso de asegurarse futuros favores, portaba los rumores sobre el nuevo pleito que iba a entablarse por el puesto vacante y, durante la cena, podía adivinarse por la expresión ausente de su rostro, quién había sido finalmente el que había conseguido recaudar más dinero prestado para quedarse con la disputada plaza.

El almuerzo tenía lugar al mediodía. Una vez finalizado, el Rey quizás recibiera al cónsul general, aunque ya no con la premura con la que se encontraban en los tiempos en los que Francia tenía puestos los ojos sobre Italia, o cuando, tras vencer a Inglaterra, planeaban juntos su estrategia sobre Boulogne. Aunque las perspectivas para el próximo año tampoco es que fueran especialmente tranquilizadoras, a pesar de la paz concertada con el joven rey de Inglaterra: el nuevo Papa y el emperador Carlos, enemigo acérrimo de Francia, habían hecho demasiadas buenas migas.

Al comienzo de su reinado, Enrique, estrenando su recién adquirida libertad, se había dedicado a complacer a sus favoritos. Como consecuencia de ello, Diana, el condestable, St. André, d’Aubigny y todos los demás, habían saqueado prácticamente las arcas del tesoro. El Rey, no obstante, ejerciendo su poder divino, seguía empeñado en fomentar toda sublevación posible en Alemania. Con el fin de derrotar al emperador Carlos, no dudaba en prestar su apoyo a paganos y protestantes, al Turco infiel y a los príncipes alemanes. Desgraciadamente, el dinero comenzaba a escasear. El cónsul general, dada la situación, le recomendaba que respondiera con evasivas a su querida hermana de Escocia; que dilatara los plazos, que se distanciara de sus impacientes amigos escoceses e hiciera algún gesto tranquilizador en dirección a Inglaterra, inmersa actualmente en una lucha interna entre los barones que se disputaban el poder durante la minoría de edad del pequeño Eduardo.

Enrique de Francia dominaba lo de dar evasivas. Asistía a las fiestas que la Reina celebraba por las tardes, organizaba fastuosas cenas, pasaba todo el tiempo que podía, que no era poco, con Diana y, en los escasos momentos en los que se quedaba solo, se le oía tocando el laúd. Durante los diez días que todavía permanecerían en Ruán, el tiempo que le quedara libre sería destinado a recibir las visitas protocolarias de rigor.

La capital de Normandía, cuya población era perfectamente capaz de ignorar la llegada de un gran senescal por hacerlo inoportunamente en un día de fiesta, era igualmente tenaz a la hora de aprovechar al máximo, una vez puesta a ello, la real ocasión de que disfrutaba actualmente. Especialmente si con ello, además, eclipsaba a la rival Lyon. Tras los fastos por la Entrada de Enrique, había tenido lugar la solemne Entrada de la reina Catalina, y la entrega, acompañada de los discursos de rigor, del salero y el jarrón y los demás artículos que componían el ceremonial de bienvenida. La engalanada cena que se ofreció a continuación estuvo amenizada por una lúgubre farsa que interpretó una de las dos compañías cómicas con sede en Ruán, que había tenido que mantener el tipo ante la concurrencia y sobreponerse a su aburrimiento.

Hubo también una solemne sesión en la cual el público pudo presenciar cómo el Rey impartía Justicia, tras la cual, Brusquet tuvo su única oportunidad de lucirse. Después de una mañana plagada de muy ensayadas alegaciones interpretadas por los abogados y el fiscal jefe del Rey, «Levez vous, le roi l’entend», así como del pronunciamiento, también ensayadísimo, del fallo, adornado con los clásicos y relamidos circunloquios, el bufón del Rey acometió una representación de aquella solemne audiencia en la sala ya vacía, para regocijo de las damas de la realeza.

Rieron, ciertamente, pero no lo suficiente. El Rey se cambió de ropa y se mostró atento, paciente, encantador y, retirado ya a sus aposentos privados, se solazó escuchando a Thady Boy Ballagh cantar con voz melancólica versos de impecable factura. Thady Boy trabajaba a destajo y O’LiamRoe estaba disfrutando. Cuando llegaron a sus oídos los rumores de aquellos largos romances eruditos y artísticos, se le oyó manifestar, no sin orgullo, que tenía que ser, cómo no, un irlandés el que rasgara con tal arte las cuerdas del instrumento. Terminada aquella velada, el Rey partió para Dieppe, donde le esperaba otra solemne Entrada. Luego visitaría las ciudades de Le Havre y Fécamp, a orillas del Sena, desde donde volvería hacia el sur.

Cinco reyes habían pasado el invierno a orillas del Loira. El río fluía caudaloso entre bancos de arena y márgenes de blanca caliza en el tramo comprendido entre Orleáns y el Atlántico, con sus castillos y sus palacios, sus ciudades y sus aldeas, sus viñedos, sus molinos y sus casas de pescadores y cazadores. Durante más de mil doscientos años los peregrinos, desplazándose en barca o siguiendo a pie el curso del río, habían acudido a Tours, el mayor santuario de Europa después de Roma. Los galorromanos habían construido allí sus villas y los Plantagenet, tras un período en el que la pusieron bajo soberanía inglesa, habían sido derrotados y Francia, tras expulsarlos, los había sustituido por escoceses.

Pero había llovido mucho desde que un Douglas gobernara en la Touraine. Los reyes de Francia se habían enamorado de la zona y habían hecho de ella su centro neurálgico. Gobernaban desde Blois, desde Amboise y Plessis y regresaban allí de sus guerras para contar el botín y criar a sus hijos, y también para ensayar su nueva arquitectura. Cancilleres, tesoreros, almirantes y condestables también se hacían allí sus mansiones. Disponían de caza, de parques y jardines. Incluso cuando más tarde el padre de Enrique comenzó a frecuentar cada vez más París y Fontainebleau, aquel viaje seguía repitiéndose: Ruán, Mantes, St. Germain, Fontainebleau, Corbeil y Melun. Desde esta última, emprendían el viaje por vía terrestre hasta Gien, cual bandada de loros de Guinea, pertrechados de carromatos, mulas, caballos, literas y escoltados por sus sirvientes y sus nobles. Aquel cortejo interminable, acompañado de su escolta armada, congregaba a multitud de rameras que intuían con pasmosa exactitud los movimientos de la interminable comitiva. Desde Gien, volvían a embarcar de nuevo en gabarras y desde allí se dirigían a Chateauneuf, Orleáns, Amboise y Blois. En aquel valle del Loira, plácido, llano, saludable y habitado por numerosos ciervos de rojizo pelaje, más de una embajada había acabado con las rodillas destrozadas y los nudillos desollados, teniendo que volver cabizbajos sin haber alcanzado sus objetivos e incluso, a veces, sin haber sido siquiera recibidos. La corte de Francia se dirigía allí para pasar las Navidades.

La comitiva emprendió el camino, pero cual ameba antes de alcanzar su destino su célula unitaria se dividió en dos. Luis, el hijo del Rey, había muerto en Mantes, a los dos años de edad. Los miembros y oficiales de la Casa Real se quedaron en Mantes o regresaron. Parte de la comitiva, entre la que se encontraban los elementos más jóvenes de la corte y el grupito irlandés, prosiguió hacia St. Germain-en-Laye. Robin Stewart, en ausencia de lord d’Aubigny, había quedado encargado de los hijos de Erin. Barruntó, con muy buen tino, que los favoritos del Rey querían jugarle una mala pasada a Thady Boy. Ignoraban al extranjero O’LiamRoe, por su rusticidad y porque había perdido todo crédito. Pero Condé, de Genstan, Saint André y d’Enghien, junto con sus amigos, habían constatado con desagrado que Thady Boy gozaba en demasía del favor del Monarca. Stewart, que conocía al bardo mejor que todos ellos, observaba con sorna cómo el joven d’Enghien, ingenioso, ambicioso y ligeramente desagradecido hasta con la caterva de amigos que le mantenían, había decidido tranquilamente darle un pequeño escarmiento a su presa. Se corrió el rumor de que a Thady Boy Ballagh le iban a hacer una buena jugarreta.

Querían hacerle participar en el juego del estafermo. Este popular torneo consistía en cargar a caballo con una lanza sobre un monigote de madera ataviado como un sarraceno que se fijaba a un poste. El participante disponía de tres intentos. El muñeco, colocado sobre un artilugio pivotante, giraba al ser embestido con la lanza. El jinete corría el riesgo de acabar con una oreja mutilada si no atinaba a esquivar el brazo del muñeco giratorio al pasar a su lado.

Stewart nunca supo cómo consiguieron convencer a Thady Boy para que participara, pero lo cierto es que en una agradable tarde de octubre el arquero y O’LiamRoe, acompañados de una multitud sofisticada y ociosa, se encontraron presenciando la justa desde las amplias terrazas con vistas al Sena del recién reformado castillo de St. Germain.

Las conversaciones de los espectadores que los rodeaban versaban en su mayoría, más que sobre el torneo en sí mismo, sobre las botas nuevas que llevaba tal o cual, o sobre los últimos episodios amorosos de algún participante. No obstante lo ligero de los comentarios, la atención estaba fijada en la competición, y la actuación de los jinetes sería valorada como si de soldados en una batalla se tratara. En aquella ocasión, el tradicional muñeco vestido de sarraceno del estafermo había sido sustituido por un barril de madera al que se le habían pintado toscamente unos ojos, una nariz y una boca. Una cuerda colocada a la mitad del barril marcaba la parte del mismo que debía ser lanceada. La mitad superior proporcionaba la mejor puntuación.

El barril se meció suavemente a causa de la ligera brisa provocando un momento de alarma entre los que habían tramado la broma, pues habían llenado el tonel hasta el borde con agua fría.

El primer jinete, elegido al azar, al que le había caído en suerte iniciar la competición, era, cómo no, Thady Boy Ballagh, que apareció montado sobre un enorme caballo y desprovisto de sombrero.

Habría unos cien pasos hasta el barril que se movía, oscilante, pintado con colores chillones. El grupo de jueces y espectadores era sospechosamente nutrido. Thady Boy picó espuelas y se lanzó hacia el objetivo. Los tambores redoblaron. Al fondo, el poste y su abultada carga aguardaban.

La rechoncha figura vestida de negro, lanzada a pleno galope, levantó la lanza, apuntó y embistió. El asta alcanzó el barril por debajo de la cuerda y chocó contra la madera con un golpe seco. Rápido, Thady Boy la recuperó y volvió grupas para evitar ser golpeado por el oscilante tonel. Un clamor burlón se extendió por el aire cristalino de la llanura de St. Germain y Jean de Borbón, señor d’Enghien se ruborizó. Del tajo en la madera no había brotado la esperada ducha helada para empapar a Thady Boy. El barril estaba seco, inexplicablemente.

Por tres veces consecutivas Thady Boy embistió el barril, y los mignons[14] aplaudieron encantados su falta de puntería animando a la vez, burlones y despiadados, a Condé y a su hermano a que tomaran parte en su fracasada broma. En vista de que no parecía haber ningún otro entretenimiento alternativo, el torneo continuó. El propio d’Enghien siguió a Thady Boy cuando este regresó de sus fallidos lanzazos.

Moreno, delgado, con sus hermosos ojos de largas pestañas y sus labios rojos como el vino de Borgoña, el señor d’Enghien era un experto en ese tipo de justas. La lanza, manejada con pericia, atravesó la nariz y se clavó hasta el fondo del barril. Sonó un golpe, un siseo y de pronto, un chorro de agua caliente brotó con fuerza del corte en la madera empapando al noble jinete.

D’Enghien fue obligado a repetir las tres veces de rigor antes de que el barril fuera descolgado para examinarlo. La parte inferior, hasta la altura de la cuerda, había sido rellenada de cobre, y el resto, de agua. Thady Boy, ahora que lo pensaba, siempre había apuntado hacia la base del tonel.

La música que provenía del lugar donde estaban congregados sus amigos indicó ajean de Borbón dónde podría encontrar a su esquiva víctima. Se acercó con una torva expresión, la capa de piel chorreando y las botas rebosando agua. Pero pensándolo mejor, se inclinó hacia el bardo en una elegante reverencia.

—Esto, mi querido amigo, no quedará sin venganza.

Thady Boy levantó la vista. Sentado sobre la hierba con las piernas cruzadas, rodeado de jóvenes, le miró con expresión inocente y cantó sonriente:

—¿Con qué lavaré, la tez de mi cara…? [15]

—Eso dependerá de la justa que elijáis.

Permanecieron otros cinco días en St. Germain, de juerga en juerga, comportándose como una auténtica plaga. Del estafermo pasaron al polo, montando tal escándalo que una de las tardes tuvo que venir un paje a llamarles la atención pues se estaban recibiendo quejas por el ruido. Se retiraron a sus aposentos simulando arrepentimiento. Pero volvieron sigilosamente de madrugada, provistos de silbatos: los pitidos que despertaron hasta a los muertos del cementerio fueron una de las ideas que inmortalizaron a Thady Boy.

Se dedicaron a hacer excursiones y vagabundear por los alrededores. Al llegar a París, hicieron parada en la fonda La Pifia, en la que obligaron a los primeros diez hombres que encontraron a comer cerdo con mostaza con los guantes puestos. De Genstan abandonó La Pina sobre parihuelas. Los demás tuvieron más suerte, pero se quedaron sin Thady Boy, a quien d’Aubigny había requisado para enseñarle la ciudad. Visitaron juntos St. Denis, Notre Dame y el interminable Louvre. Después Stewart lo reclamó para que hiciera una pequeña actuación en la posada El Borrego, pero antes de que lo convencieran para que cantara, su excelencia d’Aubigny regresó para llevárselo a Tournelles a presenciar unas carreras de saltos. Stewart se enfadó. Ya era bastante aguantar a Thady Boy y a los mignons todo el día. El mangoneo de d’Aubigny le parecía ya el colmo.

El último día que pasaron en St. Germain, Thady Boy le pidió a Stewart que le acompañara a la casa de fieras.

Junto con Thady fueron también Dooly y O’LiamRoe, quien le seguía a todas partes como un papagayo, salvo cuando iba a presencia del Rey. En los últimos tiempos el Príncipe, cuando estaban a solas, se había dedicado a contarle en gaélico una teoría desternillante en la que tramaba un posible e inverosímil encuentro con Su Majestad.

El día estaba húmedo y la bruma envolvía el tranquilo valle, perlando de diminutas gotitas las telarañas y ablandando las amarillas hojas que crujían bajo sus pies. Stewart iba en cabeza, con el almidonado cuello cayendo lacio sobre su cota de cuero y los tres irlandeses siguiéndole mientras atravesaban el parque del castillo hacia la Porte au Pecq. Las perreras del parque de Loges estaban vacías. La famosa reala de perros blanquinegros había partido hacia el sur. Las jaulas de los halcones también estaban vacías.

Los elefantes, sin embargo, todavía no se habían puesto en camino. Abernaci, que había recibido recado de Stewart, se reunió con ellos en la entrada de las grandes jaulas de los paquidermos, ataviado con su túnica de seda y el inevitable turbante. Les dedicó una mirada oscura, sin delatar por un instante el menor interés en O’LiamRoe ni en su bardo. Les hizo una reverencia, dándoles la bienvenida en su torpe y primitivo inglés mientras Stewart, impaciente, les guiaba hacia el interior.

El edificio, recientemente construido, estaba compuesto de una estancia cuadrada, diáfana, de dos pisos y con un patio en el centro. Las jaulas se encontraban en la planta baja, cada una de ellas dividida en dos compartimentos separados por una reja que se bajaba y subía desde arriba mediante unas cadenas. En el piso alto se encontraban los almacenes, las oficinas y los dormitorios, conectados por una galería que circundaba el patio. Los irlandeses, apostados en la galería, observaban el coso donde solían soltar a los animales para que se ejercitaran y combatieran entre sí. A sus pies se hallaban las trampillas, a razón de una por jaula, por las que se echaba la comida a los animales peligrosos, leones, osos y tigres.

Robin Stewart había visitado el edificio aquella mañana. Mientras O’LiamRoe, con su habitual verborrea, hacía gala de sus inagotables conocimientos de zoología, Robin Stewart aguardaba crispado en la puerta junto a uno de los mozos de la casa de fieras. En un santiamén, O’LiamRoe calculó la cantidad de borregos que le harían falta al carnicero para alimentar a las bestias y preguntó al mozo si su sueldo de cuidador compensaba los peligros del trabajo. Le preguntó además si a su mujer le gustaba que ejerciera semejante oficio y si no le habían contagiado aquellos exóticos animales ninguna enfermedad o parásito o, peor aún, si no había sufrido alguna dentellada o zarpazo.

Cuando el hombre, reticente y abrumado, se disponía a desabrocharse la camisa, O’LiamRoe le interrumpió de nuevo. Justo debajo había una jaula vacía que quería imperativamente visitar. El mozo, aliviado, se escabulló, y Stewart se llevó al Príncipe abajo, en tanto que Thady Boy permanecía junto a Abernaci mientras este accionaba las cadenas.

En el momento en el que Stewart y O’LiamRoe entraron en la parte trasera de la jaula y Abernaci les cerraba desde arriba, el mecanismo, inexplicablemente (dirían después), se trabó. Durante un buen rato fue imposible abrirlo. Todos los hombres que se hallaban cerca se pusieron manos a la obra para intentar desbloquear las cadenas con palancas y sacar a los dos cautivos de la trampa. En ese ínterin, Thady Boy Ballagh y Abernaci observaban la operación desde arriba.

—¡Bien! —dijo Archy retirándose el turbante de la cabeza y rascándose la calva—. Ahí se quedan un rato. Vamos a un sitio más cómodo. He oído que os lo estáis pasando en grande en la corte.

Dicho esto, entró, cerró la puerta de su sanctasanctórum y lanzó un guiño cómplice al bardo.

El rostro de tez oscura de Lymond mostraba una expresión divertida.

—Me han cebado como un tordo, con higos y bolitas de harina. —Cogió una silla y se sentó cómodamente—. Tengo entendido que partís para Blois con los felinos y las mascotas de la pequeña María. ¿Quién os acompaña?

—Dos hombres de confianza. Y allí me aguardan algunos más. Los domadores de las fieras tienen que estar presentes cuando llegue la corte. Somos como una gran familia. Y de fiar. Los conozco a todos. Tosh estará también. ¿Conocéis a Tosh?

Lymond negó con su morena cabeza. La pequeña habitación estaba atiborrada. A uno de sus lados había un lavabo y al otro un armario de grandes dimensiones y una mesa plegable llena de cuencos, morteros, cucharas, balanzas y mejunjes. Estiró un brazo, cogió una vasija y tras destaparla olfateó su contenido cautelosamente.

—Por Cristo, Archie, podríais hacer saltar por los aires a todos los malditos mignons si quisierais, y establecer de paso la Corte de las Bestias. ¿Quién es Tosh?

—Su nombre es Thomas Ouschart. Le apodaron Tosh cuando de muchacho trabajaba de peón albañil en las obras de Aberdeen y es un buen amigo. Se puede recurrir a él. Su madre le parió subida a una escalera. Es capaz de birlarle los propios bigotes a cualquier galán sin que el otro se dé ni cuenta. Si lo necesitáis, os despejará el camino. —Abernaci se dejaba llevar por el cotilleo, emocionado—. Tuvo que salir de Escocia a toda prisa, eso sí, pero tendríais que verle ahora. Tiene un numerito genial sobre la cuerda floja con su burra. Cuando está en Blois va a que le lean el horóscopo a la casa de la mujer que vive en Doubtance, donde el prestamista; pero no suele contar mucho sobre lo que le vaticinan. —Dejó de hablar mientras seguía la mirada de Lymond y añadió con voz de entendido—: Ya vi cómo os fijabais en mis vasijas cuando estábamos en Ruán. Reconocéis el contenido, ¿verdad?

Lymond devolvió a su sitio otra de las vasijas con cuidado.

—Sí, Archie. Lo cierto es que me pareció más bien sorprendente que el día que me curasteis os transformarais en la mano diamantina de Sacra Deva. ¿Qué drogas tenéis?

En aquel marchito rostro, los penetrantes ojos le miraron serenos.

—Todas las que podáis imaginaros. Si estuvierais familiarizado con los elefantes, no os sorprendería.

—¿Y son…?

—Belladona y aceite para cuando tienen la tos. Los empleé con vos en Ruán. Jabón y sal y Aak ka jur Mudar… que es un narcótico. Bhang, ganja y kuchla para cuando tienen mal de vientre —el arrugado rostro se llenó de compasión—. Algunos lo pasan fatal cuando les duele la barriga.

—Ya me imagino —dijo Lymond—. ¿Qué más?

—Pues bien, agua de lima, que es lo que le puse en la espalda a Hughie. Opio, para calmarlos, como sedante. Cera de abejas y resina contra las picaduras de insectos; arsénico y nuez vómica para hacer tónicos… Y eso es prácticamente todo. Podéis verlas si queréis. Las tengo en grandes cantidades —dijo Abernaci en tono informativo— porque los elefantes son unas bestias enormes.

En la planta de abajo los golpes sonaban de manera intermitente. Lymond parecía pensativo.

—¿Quiénes conocen de la existencia de estos venenos?

—Yo diría que toda la corte —dijo Abernaci—. Al final tuvimos que guardar bajo llave el hachís y el opio porque todos estaban empeñados en probarlos. Hasta las peores farmacias los suministran. En Burdeos, en Bayona, en Pamplona… en todas ellas se venden libremente. Se compran en el puerto, cuando llegan los barcos de especias. Suelen venderlos los marineros y sus mujeres. No son difíciles de conseguir si se tiene dinero.

—De todas formas, no volváis a guardar las drogas bajo llave —dijo Lymond—. No guardéis nada bajo llave. Queremos ponérselo fácil.

—Ya es fácil —dijo Abernaci con sencillez—. Desde que revisé el arsénico por última vez esta mañana, han desaparecido cien gramos.

Se quedaron en silencio. El ruido de los golpes sonaba cada vez con más fuerza. Entonces Lymond volvió a hablar:

—¿Quién ha podido entrar? ¿Los cuidadores? ¿Los carreteros, quizás?

Abernaci negó con la cabeza.

—Los cuidadores no. Los conozco bien. Me fío de ellos. Y los carreteros tampoco; no con los felinos a punto de viajar. Ya están bastante nerviosos como para que nadie se les acerque. Hemos tenido a los carpinteros revisando las jaulas; también vino el carnicero con su carro, y el aguador. Y se trajeron quince fanegas de semilla de cáñamo para los canarios; pero todos ellos se quedaron afuera, con uno de mis hombres supervisándolos. En cuanto a los que hemos dejado entrar… a vos y a los otros tres que os acompañan, también al príncipe de Condé, que quería ver un oso sobre el que pensaba apostar, y a los Infantes, la reina María, el Delfín y su tía lady Fleming con su hijo. Entraron con Pellaquin, uno de mis hombres que se ocupa de vigilar a los cachorros de la Reina.

—¿Por qué vinieron?

—Fue por lo del lebrato; una liebre recién parida que estaba enferma y necesitaba de una medicina. Se la dieron poquito a poquito. Pellaquin está loco por esos bichos, dice que luego, cuando crecen, no le rechazan. Os aseguro que se lo está pasando en grande con una loba adulta que… Oh, ahora que recuerdo, también vinieron con ella el mariscal de St. André y su esposa. El lebrato era regalo suyo. Nadie más… No, miento. También vino George Douglas durante el día a cotillearme que mi amigo el maestro Ballagh se había convertido en la sensación de Ruán. La comadrona que atendió a vuestra madre debió haberos cosido la boca con hormigas negras.

—Estáis citando las palabras de la mismísima Reina madre. ¡Vaya! ¡Qué lástima! Parece que ya han abierto la jaula. Creo que esos dulces juramentos provienen de Stewart. Entonces, ¿eso es todo? Está bastante bien, ¿no creéis? A menos de que alguien haya cogido el veneno para acabar con los ratones, parece que tenemos una lista de posibles culpables.

Abernaci sonrió. Ya en la puerta, dijo:

—Tened cuidado. No tiene sabor y no se conoce de momento ningún antídoto.

Lymond, irritado, se quedó callado un momento.

—Desde que salimos de Ruán la comida de la pequeña Reina está siendo probada antes; cada migaja de ella —dijo categórico.

Abernaci resopló.

—¿Y a quién tenéis probando la comida? ¿A su tiíta?

—A uno de vuestros animales. Si estáis harto de ella, puedo poner a ello a la famosa loba —dijo Lymond—. En las leyes de Brehon lo llaman ponerle el cebo al perro. Esperemos que intenten algo con ese arsénico. Porque entonces, querido mío, con un poco de suerte, podremos saber quiénes son.

Los tres irlandeses y Robin Stewart volvieron cruzando por el pequeño parque de los cachorros. Los cuidadores estaban metiendo a los monos en sus jaulas. La pequeña María estaba allí, ayudando. Esta vez tenía un pequeño vendaje en la otra mano, y el cabello pelirrojo le caía revuelto sobre la cara. La loba estaba todavía en su jaula y también quedaban un oso, un jabalí y la hembra del pequeño lebrato, que nevaba en el cuello un pequeño collar dorado con esmeraldas. Le habían puesto el nombre de Susana y tenía unas manchas poco comunes en su cuerpecillo. Los veintidós perritos falderos que pululaban inquietos por el castillo también llevaban al cuello, como les informó Robin Stewart, collares con las preciosas gemas verdes. El petrificado rostro del arquero pareció relajarse ligeramente cuando la pequeña se volvió hacia él. Intentó contestar a sus preguntas lo mejor que pudo, aunque con evidente azoramiento. Robin Stewart no estaba acostumbrado a tratar con niños.

—El dulce lenguaje del país de las risas —dijo O’LiamRoe a su secretario—. No me habíais contado que la pequeña era como una perla en una copa de cristalina aguamiel.

Su Gracia la reina de Escocia no pareció demasiado interesada por O’LiamRoe. No obstante, el Príncipe fue obsequiado con una sonrisa bien ensayada y le fue dada a besar una delicada y suave mano. Elle se dirigió acto seguido a Thady Boy:

—¿Sois vos el que lanzáis huevos al aire?

Las manos de Thady Boy seguían apoyadas sobre su pequeño y redondo estómago.

—Bien podéis creerlo, guardiana de la puerta. Soy un hechicero.

La pequeña irguió con rapidez la cabeza y le miró, levantando su naricilla manchada.

—No soy ninguna guardiana de la puerta.

—Ya sabía que sería terriblemente presuntuoso por mi parte llamaros de ese modo. Pero me estaba refiriendo, noble damisela, a una vieja historia que quizá algún día tengáis la fortuna de oír.

La pequeña María se dejó caer sobre una pila de sacos poniendo las manos sobre su regazo. Jenny Fleming y un grupo de niñas se encontraban tras ella, esperando.

—Contádmela —dijo la pequeña Reina.

—Complaced a Su Alteza —dijo O’LiamRoe, solemne—. Pero os advierto que se trata de una historia terriblemente larga. Y sí, os puedo asegurar que es el mejor malabarista del mundo. Es incluso mejor que Aengus Corazón Ligero, que se sacaba ranas vivas de las orejas.

Lady Fleming se había acercado al grupo acompañada de su hijo y del Delfín. Enclenque y cetrino, más bajo y débil que su pelirroja prometida, Francisco de Francia se aproximó para preguntarle algo. La pequeña le contestó en su original francés de musicalidad escocesa y, prescindiendo de cualquier cortesía, le sentó de golpe a su lado. Jenny retrocedió y se colocó junto a la niñera mientras Robin Stewart, imitándola, se apoyaba contra los barrotes de la verja de la casa de fieras. Si algo salía mal, no sería culpa suya.

—¡Haced un malabarismo! —ordenó María.

En pocos minutos, Thady Boy obtuvo lo que había solicitado: unas cuantas naranjas de la jaula de los monos; la funda de la espadita del Delfín y un abanico. La pequeña Reina llevaba sobre su pelirroja cabellera un sombrerito muy coqueto adornado con una rizada pluma en un lado. También acabó en las manos del bardo. Con todos estos artilugios comenzó su pequeña exhibición. Las naranjas revolotearon cerca de los rostros de los pequeños al tiempo que el sombrerito iba a parar sobre la corona de María para ser recogido al instante por las milagrosas manos. El abanico y la funda describían graciosas esferas, como brillantes pececillos saltarines.

María gritaba, con el rostro encendido de emoción. El Delfín, aunque menos expresivo, también parecía complacido y Jenny, riendo tras ellos, aplaudía encantada. O’LiamRoe, sentado de piernas cruzadas sobre el barro, observaba la escena con una sonrisa en sus labios.

Cuando la campana tocó a vísperas, ya habían conseguido descubrir cómo hacer que el abanico descendiera en posición abierta. Los niños, con la mirada hipnotizada, no quitaban ojo de las manos de Thady Boy mientras este casi rozaba el rizado cabello de María. En cuanto oyó el tañido de la campana, Thady Boy lanzó certeramente sus malabares: cada naranja aterrizó sobre la cabeza de un niño, el abanico golpeó a Jenny Fleming y el sombrerito cayó, perfectamente colocado, sobre la cabeza de la pequeña Reina. La niña, emocionada, se agarró a los brazos del bardo ignorando el ademán protector de su niñera.

—Maese Thady, maese Thady ¡Contadme un acertijo!

Robin Stewart pensó, divertido, que era la primera vez que veía cohibido a Thady Boy. Una cosa era encandilar a un niño durante un momento y otra, muy distinta, entretenerlo toda una tarde.

Thady Boy miró a la pequeña agarrada a sus brazos y la columpió.

—Es hora de marcharse. Pedidle a vuestra señora tía que os cuente la historia de los tres mil monos de Catusaye que acudían a cenar cuando sonaba la campana. ¿Deseáis oír algún acertijo en especial?

Estaban saliendo del parque. María fue hasta Francisco, le puso de pie y regresó con él de la mano.

—Me da igual. Uno que no conozca.

Jenny Fleming llegó hasta ellos. Puso una mano sobre el hombro de María con una expresión traviesa en su rostro.

—No abruméis a maese Thady, niña. Os sabéis de memoria todos los acertijos habidos y por haber.

—Mi querida señora —dijo Thady Boy Ballagh—, creedme que no existe dama de tan alto conocimiento que pueda conocer todos los acertijos y sus respuestas. ¿Conocéis acaso el de los monjes y las peras? La respuesta tendréis que sacarla sin mi ayuda.

Stewart tampoco la conocía.

Trois moines passoient

Trois poires pendoient

Chascun en prist une

Et s’en demeura deux[16]

Robin Stewart se sentía superado. Intentó sonsacarle la respuesta al bardo, aunque sin éxito. Se percató con irritación de que también habría de sumar los reales Infantes a la lista de sus rivales. De no haber estado con ellos O’LiamRoe, hubiera seguido porfiando para obtener la respuesta del acertijo.

Pero Thady Boy se mostraba tremendamente paciente. Y O’LiamRoe, que se mantuvo en silencio durante todo el camino de vuelta al castillo, se sentía por primera vez en su vida abrumado por la tremenda inocencia de la niñez.

Al día siguiente continuaron el viaje y Thady, junto con el resto del grupo, se dedicó de nuevo a tareas más propias de adultos, echando carreras y tirando al blanco. En Fontainebleau, prendieron fuego a una pequeña arboleda de abedules y la cruzaron a galope tendido. En Corbeil, pagaron al barquero para que intercambiara con ellos su ropa y, ataviados con gorras azules y amplias calzas, remolcaron la carroza que contenía la indumentaria de las damas hasta una orilla del río y pidieron un rescate por devolvérsela.

A aquellas alturas, el juego había alcanzado su punto álgido entre los cortesanos. Entre Melun y Gien, Thady se jugó y perdió a Piedar Dooly en una apuesta y tuvo que comprometerse a permanecer sobrio durante diez días y a alimentarse solamente a base de gachas y pan negro para recuperarlo. Ninguno de los demás estaba ni remotamente tan sobrio, a excepción de O’LiamRoe. A la vez sorprendido e interesado, acostumbrado por su propia idiosincrasia a mantenerse al margen, entendió por fin que aquel desmadre era a lo que Lymond se refería cuando hablaba de estar de vacaciones. Poco antes de llegar a Gien, tras una de las escapadas nocturnas en las que se dedicaban a beber sin tregua, cuando el último joven cayó desmayado de la borrachera, O’LiamRoe se hizo con un borrico, metió a su bardo en el cuévano y pagó dos monedas de plata a un muchacho para que lo depositara sobre una gabarra. Lymond, que no estaba en absoluto borracho, se acurrucó sobre la cubierta y se durmió plácidamente por fin.