Si se encontraran un equipo bueno, un equipo mediano y un equipo de remeros, el equipo más hábil conseguirá el hundimiento, el mediano se dedicará al remo y serán espectadores los que se queden en silencio en el barco.
El último jueves de septiembre, decimocuarto día desde que zarparan de Irlanda, el viento cayó totalmente y la galera La Sauvée tuvo que navegar hasta Dieppe a golpe de remo en medio de una calma chicha.
Las mejores naves, las tripulaciones más capaces y los capitanes más experimentados habían sido puestos al servicio de la reina regente de Escocia para llevarla a Francia junto con su séquito. La Sauvée, en cambio, construida en el pretérito año de mil quinientos veinte, había sido fletada en aquella ocasión para transportar a unos pocos invitados irlandeses a la corte de Francia. El capitán al mando de la nave destacaba más por sus talentos cortesanos que por los conocimientos del arte de navegar y así los marineros, sometidos a una disciplina de lo más laxa, estaban completamente borrachos mientras el contramaestre seguía sin desprender de sus labios la pipa de hachís que llevaba fumando y recargando meses ha. Como resultado de lo anterior, cuando faltaban sus buenas dos horas para alcanzar Dieppe, los pabellones y serpentinas adornaban, prematuramente quizá, el puente de la nave. Los remeros habían puesto a cubierto sus cabezas afeitadas, dedicados a descansar y a reorganizar los turnos de remo a su antojo. El timonel, embobado en la visión de las banderas, se encontraba demasiado ocupado para prestarle atención al viento.
Robin Stewart, perdido en hondo cavilar, había encontrado acomodo en la popa junto a un irlandés gordinflón y con tendencia pronunciada a la narcolepsia. Tres pasajeros irlandeses iban en la nave y la misión que se le había encomendado a Stewart, en su calidad de arquero de la Guardia Real escocesa, consistía en acompañarlos a la corte de Francia. Durante siglo y medio, los arqueros escoceses habían protegido al rey de Francia día y noche, le habían coronado, luchado con él, le habían enterrado y eran considerados, tanto por los demás como por ellos mismos, como la élite de los hombres de armas que servían a la Corona francesa. Robin Stewart estaba acostumbrado a realizar todo tipo de trabajos esporádicos; escoltar a aquellos invitados del Rey tan poco sofisticados era uno de ellos.
Sentado junto al gordinflón durmiente, el arquero meditaba sobre su misión: en el muelle de Dieppe les aguardaría la comitiva de bienvenida y el correspondiente discurso, después una comida en la mejor posada de la ciudad, una noche de descanso en una cama mullida y, por fin, el viaje hacia el interior, donde dejaría a buen recaudo a sus visitantes. Nada de esto le suponía un problema a Stewart, pero tampoco le iba a proporcionar mucho dinero o fama que digamos. Robin Stewart, cuya sola herencia consistía en una armadura y un puesto en la Guardia, siempre se había sentido impelido hacia la gloria y las riquezas terrenales. Durante algún tiempo estuvo convencido de que en el mundo de las armas, la destreza y el trabajo duro podrían suplir un pasado dudoso y acabar encumbrándolo.
Pero últimamente le había quedado claro que el éxito en los dominios de Marte no acarreaba siempre el triunfo en el mundo de la intriga; que por más que se esforzara, había muchos que parecían bastante más hábiles en esos menesteres que él.
Era duro de aceptar. Robin exprimía al máximo su analítica mente para descubrir cómo se las arreglaban los demás para ofrecer semejante apariencia de magnificencia. El arquero repartía su tiempo compaginando su trabajo de soldado, razonablemente bien remunerado, con las intrigas palaciegas o financieras. Sin embargo, no podía permitirse descuidar su puesto en la Guardia, por engorroso que pudiera parecerle a veces.
El arquero miró a su alrededor, observando el panorama. A su lado, el secretario del Príncipe seguía durmiendo, embotado en los efluvios del vino, su oscura cabeza bamboleándose a la sombra de las jarcias. Ya fuera por el pavor que pudiera producirle el mar o por costumbre, Thady Boy Ballagh, que era así como se llamaba el gordinflón, se había dedicado a dormir o había permanecido estupefacto por efecto del licor durante las dos semanas que llevaban embarcados.
El paje del Príncipe, Piedar Dooly, estaba algo más allá y se distinguía apenas, encajado en un hueco de la nave cual extraño vegetal. Por último, algo más alejado, se encontraba el propio Príncipe, señor de los anteriores y el huésped más ilustre de aquella nave.
Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, hijo de los Milesian, descendiente de Carbery Cabezadegato, Art el Solitario, Tuathal el Legítimo y Fergus del Dientenegro, primo de Maccon, aquel que había engendrado dos vástagos tan blancos como la nieve recién caída, era un hombre delgado, de estatura media, con un rostro afable y ovoide de grandes mostachos enmarcado por un cabello rubio.
Stewart reparó en que el Príncipe de marras se hallaba inclinado en medio del puente, enfrascado en una estéril conversación con un remero tunecino negro como el carbón, estorbando el paso de los marineros, remeros, timoneles, soldados, vigías, contramaestres y del propio capitán.
El sudoroso moro, agarrado a un remo de sólida madera de haya de quince metros de longitud, bogaba sin soltar palabra en su banco de cinco plazas, moviéndose adelante y atrás como un pistón, a razón de veinticuatro golpes de remo por minuto, mientras la voz de O’LiamRoe, Señor de los mil nombres, príncipe de Barrow y lord feudal de Slieve Bloom en tierras irlandesas, calurosamente cordial, parecía empeñado en nublarle a aquel galeote las entendederas con un discurso interminable y apasionado.
—… Desde luego sería raro que no estuviéramos de acuerdo, siendo como es el apalancamiento una de las mayores maravillas del mundo, como bien decía mi padre, pues resultó de lo más práctico con mi abuelo, como se lo referiré y demostraré a continuación: mandó lavar y preparar al abuelo, tras lo cual apoyaron un extremo de la tapa de la tumba sobre un montón de turba y el otro sobre la cama del abuelo. Luego colocaron al difunto encima. Habían enseñado a una vaquilla a saltar sobre el otro extremo. Cuando por fin la tumba estuvo cerrada, mi abuela respiró aliviada; aliviada y llena de moratones, la pobre, pues el abuelo le aterrizó casi encima…
Robin Stewart hizo una mueca. Llevaban así dos semanas. Fue en Dalkey, Irlanda, donde conoció a ese hombre tan principal, a O’LiamRoe, quien tras subir por la escalerilla, embargado por un entusiasmo incomprensible, había sentado sus reales en la cabina de La Sauvée, paseándose con desenfado, enfundado en una espantosa túnica y calzas color azafrán cual delirante salvaje. Su séquito al completo, para el que había despejado uno de los camarotes, estaba compuesto únicamente por dos personas: el pequeño y salvaje paje al que apodaban Dooly y el comatoso señor Ballagh.
Robin Stewart se había sentido mortificado no sólo por el aspecto de O’LiamRoe, por su atuendo y por su absurda pasión por los conocimientos inútiles, sino porque además de padecer una auténtica incontinencia verbal, se dedicaba a contestar las propias preguntas que él mismo planteaba. Como buen estudioso de la naturaleza humana, Stewart disfrutaba, él también, realizando largos y sesudos análisis. Le gustaba pensar que poseía el don de la palabra. Si alguien tocaba su tema favorito, el arte del tiro con arco, acababa encontrándose con que, por razones sólo por Stewart conocidas, este arte conectaba directamente con Dios, con su paga y con sus dudosos años de aprendizaje. Sin que le hubiera sido posible meter baza en la conversación, el arquero había sido informado aquel día por O’LiamRoe de que Su Alteza irlandesa tenía treinta años, era soltero y residía en un enorme y burdo castillo irlandés. También se enteró de que su madre era viuda, que tenía una retahíla de sirvientes y cinco tuaths llenos de hombres del clan y el mínimo imprescindible para sobrevivir sin dinero en absoluto. Llegó a la conclusión de que, por el número de súbditos de sus tierras, O’LiamRoe era posiblemente uno de los jefes más poderosos en la Irlanda ocupada por Inglaterra, sólo que nunca había sentido la necesidad de guiarlos en una empresa, por nimia que fuera.
Mientras observaba al señor de Slieve Bloom enderezarse y seguir su camino alegremente, esgrimiendo un viejo banderín con una imagen de una salamandra, el arquero escocés sintió una irritación casi maternal.
—Y además, ¿qué es un tuath, por Dios?
Había pensado en voz alta. Alguien le replicó al oído.
—Treinta ballys, querido mío. Y si queréis saber qué hay en un bally, la respuesta es que hay cuatro manadas de vacas sin una sola vaca, desesperadamente solitarias que están las pobres, una tras otra.
Quien acababa de proferir semejante acertijo era el gordinflón irlandés. Este se rascó la morena cabeza y cruzó las manos sobre su redonda tripa, en cómoda actitud.
—Ha sido O’LiamRoe quien os lo ha contado, ¿verdad? A la menor cosita que saca uno a colación se encuentra con un abrumador comentario al respecto.
El arquero no había dedicado hasta el momento mucha atención al señor Ballagh ya que este se hallaba siempre ora en brazos de Morfeo ora en los de Baco. En el moreno semblante del irlandés creyó ver desilusión, inteligencia, quizás algún atisbo de altas aspiraciones que, ya marchitas y desmoronadas, habían dado paso a una actitud servil y cínica. Preguntó con ligereza:
—¿Lleváis mucho tiempo con el Príncipe?
La respuesta del señor Ballagh fue breve.
—Tres semanas.
—Tres semanas demasiado largas, ¿verdad? Deberíais haber hecho averiguaciones sobre él antes de poneros a su servicio.
—En efecto, debí hacerlas, pero ¿quién me habría podido contar algo? Ese hombre vive en un agujero y no le conoce ni Dios en todo el país. Supe de él a través del amigo del primo de un primo —dijo el señor Ballagh dejándose arrastrar por una avalancha de confidencias alcohólicas—, pero el hombre buscaba desesperadamente a un ollave[1] de excelente formación que pudiera hacer las veces de trujimán en Francia y, ¡voilà! Aquí me tenéis.
O’LiamRoe no sabía francés. Que supiera expresarse en inglés sorprendía no poco a sus interlocutores, habida cuenta de las pintas del personaje. Francia, por motivos evidentes, tenía una larga tradición en acoger a los poderosos jefes de aquel oprimido país, sudando tinta para entender sus conspiraciones y contraconspiraciones en gaélico y en latín.
—¿Qué es un ollave? —preguntó el señor Stewart.
La respuesta del señor Ballagh no se hizo esperar.
—Un ollave es un instrumento bien templado. Contratar a un ollave es un símbolo, dicen, de que el señor de la casa es poderoso, acaudalado, y que venera la lectura por encima de todo. Un ollave de primera categoría es maestro, cantante y poeta a la vez. Sus canciones y relatos versan sobre batallas y viajes, sobre tragedias y aventuras, sobre robos de ganado y sobre plegarias, sobre incursiones, recepciones, galanteos y fugas, palizas y destrucción, asedios y fiestas y masacres; y os aseguro que preferiríais oír el suplicio de un cerdo que escuchar la mitad de sus historias. Yo —dijo el señor Ballagh amargamente— soy un ollave de primera categoría.
—Pues desde luego estáis malgastando vuestro tiempo aquí —señaló Robin Stewart—. Deberíais estar recibiendo grandes dineros por vuestro saber en otra parte. Pero decidme, ¿qué os impulsó a dedicaros a la poesía, por amor de Dios?
—Pues por lo bien pagado que está. Además, ¿no estamos todos obligados ahora por ley a aprender inglés? —dijo en tono despreciativo el señor Ballagh. Prosiguió—: El señor O’Coffey, que dirigía la escuela bárdica cerca de mi casa, tenía un equipo de hurley[2] que os dejaría atónito y verde de envidia. Yo pertenecía al equipo, era el decimoquinto jugador y el más rápido. En todo caso, ¿cómo iba a oponerme a lo que mi padre y el señor O’Coffey habían dispuesto para mí? Era el decimoquinto, y el más rápido…
El maestro Thady Boy Ballagh alisó su jubón de raído color negro, sacudió los grises volantes de sus puños y se envolvió las rodillas con los sucios pliegues de su capa.
—Pasadme esa botella, ¿queréis?
Entonces ocurrió. Una fuerte ráfaga de viento barrió la superficie de las olas y sobre ellas, abalanzándose a todo trapo, apareció el Gouden Roos, un galeón de tres mástiles. Durante un momento todavía, La Sauvée siguió deslizándose pacíficamente como si nada. El clarete bajó por el gaznate de maese Ballagh. Stewart, de brazos cruzados, divisó la cabeza de O’LiamRoe sobre cubierta mientras el sol quedaba oculto por las cincuenta espadas de velamen del galeón, que volvieron a desaparecer en el cristalino verdor de las aguas.
Pero la nave apareció de nuevo y esta vez, la sombra permaneció. La galera al completo quedó sumida en la oscuridad, varada en las azules aguas del Canal de La Mancha, mientras mil toneladas de galeón se ponían a su costado.
Portaba pabellón flamenco y se había situado de manera infame, haciendo que su velamen, a sotavento, cogiera toda la racha que soplaba del oeste, provocando que la nave girara como una peonza escorada por el vendaval, forzando velas, mástiles y timón. Luego el viento alcanzó también a La Sauvée. La botella cayó de la mano de maese Ballagh; los asientos de popa se deslizaron por la cubierta mientras la galera comenzaba a elevarse, el casco inmovilizado por los remos y las velas aullando, flameando y destrozándose sueltas. La sombra del galeón se agrandó y el capitán de La Sauvée saltó a la pasarela gritando. Los remeros de la borda de estribor se habían puesto de pie. La espuma siseó y después inundó con estrépito sus bancos vacíos, y durante breves instantes la estentórea voz de O’LiamRoe, que caía resbalando junto a otros veinte remeros en medio de un caos de lonas y aparejos, se elevó sobre todos ellos y bramó:
—¡La llave! ¡La llave de los grilletes de las piernas, hatajo de lombrices ineptas!
Stewart, aferrado al pasamanos, lo oyó y vio cómo el galeón finalmente, cazando a tope las velas, conseguía con un golpe de timón aproarse al viento. En el castillo de proa los marineros estaban lívidos. El galeón flamenco era un barco inmenso y estaba pésimamente gobernado. Balanceándose, había girado hacia la galera y se había colocado de cara al viento, las velas flameando, pero seguía moviéndose demasiado rápido a estribor. La encrespada franja de mar entre ambos barcos disminuyó hasta desaparecer; se produjo una sacudida y los cascos chocaron, madera contra madera, en estruendoso crujido.
Veinte enormes remos de estribor quedaron reducidos a astillas en el impacto y, mientras la parte superior del francobordo de La Sauvée desaparecía, también lo hacían las veinte piernas de los galeotes, uniendo sangre y músculo de ladrones cristianos y piratas paganos en postrera comunión junto al haya pulida y al metal de remos y grilletes. El mundo se detuvo durante un instante. Las dos naves permanecieron enganchadas lo que pareció una eternidad y después, el Gouden Roos, fiel a su timonel, se separó con una sacudida mientras el mar se colaba en el agujero del casco de La Sauvée.
El horror, el pánico y la ignorancia habían mantenido a Stewart anclado donde estaba. Se dio cuenta de que la tripulación, estupefacta, diezmada y sin dirección alguna, no tenía ni idea de qué hacer. El contramaestre se había esfumado. El capitán, empapado, agarrado al palo mayor, increpaba desgañitándose al infausto galeón. No se veía ni rastro de los irlandeses. Robin Stewart emprendió una peligrosa excursión por la inestable y resbaladiza cubierta, distinguió por fin a O’LiamRoe, que desaparecía de nuevo de su campo de visión, bajando por la escalerilla de popa seguido por dos morenas cabezas celtas que iban trasteando por la pasarela cerrando escotillas y despejando la cubierta de la colorida maraña de destrozos.
La Sauvée comenzó a estabilizarse. La borda de babor permanecía todavía seca e intacta, pero el balanceo a estribor hacía que el agua verdosa del mar entrara por el boquete del costado. El galeón, con las cuadernas relucientes y astilladas, seguía cabeceando a su lado. Aunque el piloto había situado al Gouden Roos hacia el viento, con el impacto la embarcación había perdido el rumbo. Navegaba torpemente a su lado, incapaz de desviarse del desventurado derrotero que había tomado la galera, mientras el travieso viento de septiembre volvía a impulsarla fatalmente hacia el flanco de la descalabrada galera.
O’LiamRoe, palanca en mano, apareció por un instante y volvió a desaparecer en la cubierta inferior, en dirección a los galeotes heridos. Al arquero aquello le pareció un gesto solidario pero inútil. Avergonzado ante tal pensamiento, Stewart bajó de un salto tras el Príncipe y se encontró en pleno maremágnum. Los hombres libres, enmudecidos de terror, se disputaban el único bote disponible seguidos de cerca por los primeros galeotes que habían conseguido soltarse. Arrastrado y zarandeado por la multitud, vio cómo las olas rompían y se colaban por el casco agujereado, provocando una despavorida desbandada general acompañada de alaridos. Una vez más, el galeón apareció a su lado: una enorme y siniestra mole.
En aquel preciso instante sonó un silbido. Volvió a sonar una segunda vez y después, una voz clara y tranquila dio la orden en francés:
—¡Tranquilizaos! Todo va a salir bien. ¡Calzad el trinquete! ¡Timonel, orzad!
Por suerte, quedaban suficientes hombres en buen estado para obedecer las directrices; Robin Stewart era uno de ellos. Con enérgica decisión se abalanzaron sobre los aparejos sueltos que se agitaban por encima de sus cabezas. Manos solícitas sujetaron los cabos; los hombres, expectantes y aterrados, elevaron una muda súplica al vengativo Poseidón y esperaron en silencio el chasquido definitivo con el que la vela debería liberarse del mástil y permitiría al viento acudir en su rescate. El cáñamo caracoleó y sonó con estrépito mientras lo tensaban, pero la vela permaneció fuertemente sujeta a la verga.
Stewart miró ansioso el mástil y tiró junto a los demás de los cabos dos, tres veces. Era inútil, la vela no se movía. El galeón dio un bandazo acortando la distancia. A estribor, sobre la cubierta del barco flamenco, aparecieron de pronto un racimo de cabezas; luego más. La Sauvée, liberada del balanceo de estribor, se escoró malamente hasta volcar. El golpe contra el agua resonó por encima de aullido del viento. El crujido de la madera y los alaridos de los heridos se hicieron ensordecedores a medida que las naves se aproximaban. Stewart, con el corazón en un puño, pálido y con las palmas de las manos desolladas, siguió tirando del cabo junto con los demás, pero fue en vano.
Una figura redonda, compacta y reluciente de sal, les arrancó de los maltrechos dedos el cabo suelto del mástil. El maestro Thady Boy Ballagh, ollave, poeta, profesor, el decimoquinto del equipo y el más rápido jugador, se enrolló con manos mugrientas el aparejo batido por el viento alrededor del pecho y trepó, decidido, su revuelto y oscuro cabello agitándose al viento, a la verga del trinquete hasta alcanzar la punta y, a veinte metros sobre la escorada cubierta, cuchillo en mano, comenzó a soltar el enmarañado aparejo con cuidado y precisión; después, deslizándose de vuelta rápidamente hasta el mástil, dio una señal. Los demás tiraron del cabo.
Con un sonido siseante, los cuatrocientos metros de lona de la vela se deslizaron por fin, se hincharon y tensaron, La Sauvée se estremeció con una fuerte sacudida que lanzó al suelo a todo el que quedaba en pie. Tras otra sacudida, la nave volvió a estabilizarse. Después, impulsada suavemente por el viento, la galera se enderezó sacando del mar su costado herido. Ganando cada vez más velocidad, rodeó la rechoncha popa del galeón, sobrepasándolo. Tras ella, el Gouden Roos comenzó a rescatar hombres del mar.
Robin Stewart, a punto de desmayarse y abrazándose las axilas, buscó entre la multitud. Acababa justo de distinguir a Piedar Dooly dedicado a machacar los grilletes de los galeotes, cuando una rubia cabeza, levantada hacia el rojizo cielo del ocaso, apareció por entre los bancos.
—¡Liam aboo! —gritó Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow y señor de Slieve Bloom en agradecida y principesca plegaria a sus ancestros.
—¡Liam aboo! —respondió concisamente su ollave desde la verga. Después, cual sucio goterón de lluvia, se deslizó hasta la cubierta.