IV Ruán: un trabajo científico bien hecho, y sin avisar

En el caso de que se realizaran trabajos de índole científica y de calidad sin que fueren visibles o audibles, la ley requiere que se aplique la norma de prevenir y evacuar: los adultos sensatos habrán de ser prevenidos, los animales y las personas no sensatas deberán ser evacuadas; los que duermen deberán ser despertados; aquellas personas que fueren ciegas y sordas deberán ser evacuadas.

A pesar de que se suponía que ninguno de los caballeros del círculo del Rey debería divulgar lo acaecido en la corte, el caso es que la ciudad de Ruán en pleno conocía en menos de una hora el real episodio que había tenido lugar en el recinto de tenis. O’LiamRoe haciendo gala de un filosófico estoicismo, comparaba su situación con la de León X, que habría llegado al poder como un zorro, reinado como un león y muerto como un perro. Aunque su persona no fuera en realidad comparable con tan augusto personaje, el ascenso y defenestramiento de Irlanda en el corazón del Padre de Francia no dejaba de ser algo notorio.

Aquella tarde, a primera hora, un flujo constante de chiquillos comenzó a llegar ante la puerta de la posada de O’LiamRoe y se dedicó a comentar la historia a los que por allí pasaban. Un hombre llamado Augrédé cuyo hermano había muerto en la revuelta de los impuestos de la sal, quiso ponerse en contacto con el Príncipe para felicitarlo y tuvo que ser sacado de la posada intempestivamente. Un escocés le abordó por la calle cuando, negándose a quedarse encerrado como un malhechor, O’LiamRoe insistió en darse una vuelta y otro, un joven que hablaba bien el francés, había acosado a Thady Boy en la taberna hasta que, tras una larga charla llena de veladas alusiones, le había sugerido claramente que podía conseguirle a O’LiamRoe una entrevista con sir James Mason, el embajador inglés. Los niños los seguían a todas partes y uno o dos hombres sonrieron discretamente al verlos pasar, pero ningún compatriota irlandés se personó ante su puerta.

Después de meditarlo, O’LiamRoe decidió enviar una carta a la señora Boyle haciéndole un desenfadado resumen de lo ocurrido, anticipándole su visita y sus excusas y notificándole cortésmente su marcha. Ellas, después de todo, vivían en el país y Oonagh además tenía intención de casarse con un francés.

La reina regente de Escocia mandó llamar a Tom Erskine. Aquella tarde no sonaron risitas frívolas en el palacio Prudhomme, donde la Reina se alojaba desde su llegada a la espera, al igual que la comitiva irlandesa pero con un estatus considerablemente mayor, de que el Rey hiciera su augusta entrada el miércoles.

Hacía tan sólo una semana que María de Guisa, la reina madre de Escocia, había regresado a su nativa Francia por primera vez en doce años, pero ya había perdido peso; las largas mangas le colgaban holgadas sobre sus hundidos y huesudos hombros. Era la Reina madre del reino hermano al que Francia acababa de ayudar a rescatar de las garras inglesas. Ella era el miembro de más edad de los de Guisa, la familia más poderosa de Francia y la más mimada por el Rey. Pero también era una mujer que había enviudado dos veces y que en el transcurso de un solo día se había reunido con el hijo de su primer matrimonio, el pálido duque de Longueville, a quien no veía desde hacía una década, y con María, la joven reina de Escocia de siete años de edad, única hija de su segundo matrimonio, a quien el rey Enrique había traído a Francia hacía ya dos años en calidad de prometida de su hijo el Delfín.

Para una mujer maternal, cosa que la Reina no era, el encuentro habría supuesto una alegría, aunque no exenta de angustia. Para la mujer de Estado que era, había supuesto fundamentalmente una agonía extra que complicaba los ya terriblemente confusos términos de su visita. Para empezar, no se hallaba en buenas relaciones con los súbditos de su último marido. La guerra con Inglaterra había terminado, pero aquel país seguía acogiendo a los escoceses descontentos con su política y fomentando en los demás la reclamación de antiguas promesas, pensiones y aspiraciones a la Corona. El conde de Arran, que gobernaba Escocia en nombre de la pequeña Reina, era un hombre débil. Cortejado a medias por Inglaterra y la religión reformada que dicho país defendía, era presa fácil para las poderosas familias deseosas de echarle para controlar la Regencia a su antojo. Y Francia, tras haber ayudado a Escocia a ganar la pasada guerra con hombres, armas y dinero, parecía enfrascada en segar una cosecha de orgullo herido y resentimiento creciente como recompensa por el anterior apoyo. Para rematar la faena, la mitad escocesa de la vieja alianza, harta de los franceses que, frívolos, fanfarrones y pendencieros, atiborraban sus fuertes y castillos, se pavoneaban por sus calles y ocupaban sus camas, amenazaba con explotar y terminar tirando por la ventana tanto a los extranjeros como a su vieja religión.

Había pensado sobre todo ello. Para contrarrestar la situación, se había traído con ella a los elementos más peligrosos de su corte. Pero aún así, antes incluso de llegar a Dieppe, los hombres de su séquito, violentos y poderosos, estaban ya a la gresca entre ellos, pinchándose, dándose coces y tensando los lazos que los mantenían unidos.

Frente a toda esta situación, ella debía mantener la compostura, mostrarse altiva y espléndida durante la excesiva y atroz ceremonia que le habían preparado. Tenía que comportarse ante el Rey y su corte, ante su propia familia y ante sus rivales y ante los embajadores de cada nación europea que habían acudido a rendirle pleitesía como si hubiera venido simplemente a visitar a su hija, como si no tuviera ganas, si pudiera hacerlo, de aplastar de un tortazo la dorada burbuja de bailes y risas y obligar a todos aquellos perezosos, prepotentes, ricos y atildados hombres a sentarse con ella alrededor de la mesa de conferencias a debatir, con todo su poder e influencia sobre el tablero, sobre la futura política entre Francia y Escocia.

Se encontraba inquieta tras una mañana de recepciones de estado en el palacio de Prudhomme, acompañada por lady Erskine y Margaret Fleming; —Madame Erskine, deseo hablar con vuestro marido— dijo bruscamente.

El paje lo encontró haciendo los últimos preparativos de su viaje a Flandes de aquel próximo viernes. El consejero mayor también había oído los rumores. Mientras se apresuraba camino del palacio de Prudhomme, Tom Erskine sabía perfectamente que le iban a preguntar por Lymond.

La pregunta le fue arrojada según atravesaba el umbral de la puerta.

—He oído que han mandado a casa a los irlandeses. ¿Qué significa esto?

No había vuelto a saber de él desde Dieppe. Deseaba no haberle revelado a la Reina la identidad de Lymond. Ahora, en presencia de su esposa y de la madre de su esposa, intentaría razonar con ella. Dios sabía que con tantos otros problemas acosándolos, la Reina no podía permitirse continuar indefinidamente con aquel curioso capricho, ni permitir que sus errores la distrajeran. La visita de Lymond no era de vital importancia; él no era su agente. Su presencia o su ausencia no iba a cambiar nada.

Pero la paciencia de la Reina madre se había agotado.

—¿Para quién está trabajando?

—¿Él? Para nadie.

—¿Y para quién estará trabajando dentro de un año? Se hizo un silencio.

—No quiere comprometerse. Me lo dijo él mismo —dijo Erskine.

María de Guisa contuvo su malhumor, esperó y después habló en tono mesurado:

—Vos decís que sois su amigo. Poneos en su lugar entonces. Ahora tiene una reputación, propiedades, riquezas. Sin embargo, en su hogar su futuro es incierto. Es a su hermano mayor, lord Culter, a quien corresponde la baronía, y si el hijo que espera lady Culter es un varón, privará a nuestro amigo Lymond de su herencia, e incluso de su título… Así que está libre; no tiene ataduras, ni cargas familiares, ni partidarios; puede dedicarse, mi querido consejero, a quién quiera. Dentro de un año —dijo la Reina regente taxativamente—, quiero que sea conmigo con quien esté aliado. Lo necesito. Más aún, la Reina lo necesitará. Este es el momento más crítico de su vida, pero también lo es de la nuestra. Si no consigo atraérmelo ahora, nunca lo tendremos de nuestro lado. Y es justo ahora el momento; porque pretendo ganarme a este hombre ahora, en sus horas bajas, señor Erskine, ahora que ha fracasado y no cuando se encuentre triunfante.

Mientras hablaba, la puerta se abrió con un chirrido y un paje, tras hacer una doble reverencia, entró en la estancia.

—Hacedle pasar —dijo la Reina regente volviendo su fría mirada hacia Tom Erskine y las dos mujeres—. Sospechaba que sólo había un modo de saber la verdad, así que mandé buscarle —dijo—. El señor Crawford de Lymond está aquí.

El paje se escabulló; la puerta se cerró. El hombre enmascarado vestido de negro que Tom Erskine había visto por última vez en Dieppe, en el jardín iluminado por la luna de Jean Ango, avanzó decididamente de entre las sombras. Parecía estar conteniendo un fuerte impulso de reír.

—Debo pediros disculpas por acudir enmascarado —dijo Francis Crawford de Lymond—. Tengo la impresión de que Tom, aquí, nunca sabe si debe llamar al obispo para exorcizarme o empezar a aplaudir. —Y quitándose la máscara dejó al descubierto el inteligente, sardónico rostro de Thady Boy Ballagh.

Era ya tarde cuando Lymond regresó a la posada caminando silenciosamente bajo la oscilante maraña de lámparas que colgaban sobre las tortuosas callejuelas. Atrás quedaba una entrevista memorable por su cortesía, su serenidad y, desde el punto de vista de la Regente, su absoluta falta de éxito.

Tom Erskine le habría advertido, si ella le hubiera dado la oportunidad, de que era un error aludir a los defectos de O’LiamRoe. Personalmente, él compartía sus dudas sobre el compañero de viaje que Lymond se había buscado. Hubiera sido o no el intento de hundir La Sauvée un atentado contra la vida de O’LiamRoe, el reciente comportamiento de este había supuesto para ambos el despido de Francia. Tom estaba totalmente convencido de que el príncipe de Barrow había sido la víctima en todo aquel asunto: Lymond no sólo había estudiado al Príncipe en aquella semana que había pasado en Slieve Bloom antes de embarcarse para Francia; también había realizado una exhaustiva investigación sobre el carácter de O’LiamRoe antes de contactarlo directamente.

Y Lymond había tenido razón. O’LiamRoe había resultado ser uno de los escasísimos hombres que podían encontrar divertido e incluso entusiasmarse ante la perspectiva de engañar a sus reales anfitriones haciendo pasar a un extranjero por su secretario irlandés, bardo, además. Desgraciadamente, había sido esa misma irresponsabilidad la que había puesto fin a todo el plan.

La Reina regente sólo había podido llegar a la mitad de su argumento cuando Lymond la había detenido. Después había aludido al futuro y a la perspectiva de una cooperación más estrecha con el señor de Culter. El señor de Culter se había limitado a recordarle, con irreprochable deferencia, que según el acuerdo al que habían llegado, lo que él hiciera en Francia, o fuera de ella, era asunto exclusivamente suyo y de nadie más. Porque Lymond, que podía estallar como azufre en llamas cuando quería, podía ser igualmente formidable en el dominio de la etiqueta; de hecho se las había arreglado para darle a Jenny Fleming una pequeña reprimenda por su actuación en el puente de aquella mañana sin que ni Tom ni la Regente se hubieran percatado.

Había sido en ese punto cuando la Reina madre, sorprendiendo incluso a su consejero mayor, había planteado la espinosa cuestión.

—¿Y qué pasaría —había preguntado— si la seguridad de mi hija, la Reina, estuviera en peligro?

Tras el consiguiente silencio, Lymond había preguntado:

—¿Lo está, Majestad?

Ella intentó recoger velas casi inmediatamente.

—Por supuesto, no es que sepamos nada. ¿Dónde podría estar mejor la niña que entre nuestros queridos amigos franceses? Pero si su vida se encontrara amenazada por alguna dama, pongamos por caso…

—Entonces poned doble vigilancia, Majestad —había replicado tranquilamente Lymond—. Puede que no sean de vuestra confianza, pero están a vuestro servicio.

Después de aquello le dejaron marcharse, con un sentimiento parecido al alivio; después de que hubo partido, Margaret Erskine se había quedado muy callada, repasando en su mente las frecuentes enfermedades y los inexplicables accidentes que le habían ocurrido a María, la reina de Escocia, durante su estancia en Francia. Sus temores coincidieron con el de su marido. Tom comenzó una única y confusa pregunta.

—¿Sospecha acaso Su Gracia que…? —pero fue recompensado por su preocupación con un rotundo desaire. Su Gracia lamentaba visiblemente haber sacado siquiera el tema.

Para Lymond, posiblemente aquella entrevista no había supuesto nada más que una molestia sin importancia. Menguantes y curiosas, las oscilantes luces iluminaron su rostro impasible.

Las calles no estaban vacías a aquella tardía hora. La luz brillaba en la mayoría de las casas, filtrándose por los resquicios de los postigos tras los que se pintaban escudos, se pulían espadas y se bordaban vestidos en medio de la arrolladora fiebre de la Gran Entrada. Una partida de soldados de la Casa de Guisa atravesó rápidamente la calle con los pendones arrimados entre la cadera y la muñeca; las lámparas oscilaron y se mecieron al tiempo que las águilas de Lorena, los cuarteles de lises de Anjou y Sicilia, las barras carmesí de Hungría y la doble corona de Jerusalén las rozaban.

Una muchacha salió de un portal donde había buscado resguardo y se echó a reír. Francis Crawford la esquivó gentilmente y prosiguió su camino. Las mujeres de Ruán tenían más fama que las de Lyon, Aviñon o París. Una voz burlona le llegó a los oídos y, por un instante, detrás de la careta se dibujo una sonrisa.

Al poco, Francis se escabulló en una esquina. Cuando volvió hacia el centro de la calle empedrada, había recobrado la apariencia gruesa y barriguda, alcohólica y desenmascarada del secretario de O’LiamRoe.

Robin Stewart lo vio recorrer la Rue Saint Lo, cruzar el Palacio de Justicia y detenerse ante la recién terminada Torre de Saint André. La luz destilada por la linterna de la iglesia iluminó la nuez del bardo: este, con la mandíbula poblada de barba incipiente, miraba hacia arriba. Stewart también se puso a mirar hacia la Torre. Se acercó y posó la mano en el hombro de Thady Boy.

Quería, en cierta y confusa manera, darle ánimo. Empero, el que lo necesitaba era él. Thady Boy se giró lentamente y dijo:

—Aquel día, señor Stewart, las islas Oreadas flotaron sobre la sangre derramada de los Sajones, la fría Tule se templó con la sangre de los Pictos y la helada Erin lloró por los montones de cadáveres escoceses apilados sobre ella. Tenemos que embarcar en el próximo barco que nos llevará de vuelta a casa, según habréis oído.

—Si de mí sólo dependiera, esos pisaverdes jovencitos y atolondrados de la corte acabarían colgados como candelillas de un sauce. Es obvio para cualquiera que la insolencia no fue intencionada.

—Con todo, ¿sabéis?, mucho me temo que O’LiamRoe barruntó, aunque fuera ínfimamente, una ligera sospecha, un amago de corazonada le indicó que tal vez fuese después de todo al Rey a quien se estaba dirigiendo —dijo Thady Boy en tono plácido—. Sabía que a lo mejor no estaba siendo todo lo cortés que debiera, pero también sabía que quizás pudiera sacar tajada de su grosería. Por cierto, ¿a dónde os dirigís?

Robin Stewart recordó de pronto que aquel hombre ya le había sorprendido en otra ocasión.

—Voy aquí al lado, en esta misma calle, a charlar y a tomar un trago con un amigo, en su casa. ¿Os apetece acompañarme? —Sonrió con repentina franqueza—. Deberíais aprovechar al máximo los días que os quedan en Francia.

Lo cual coincidía exactamente con la opinión de Francis Crawford de Lymond, que aceptó la propuesta.

La casa a la que había sido tan impulsivamente invitado no estaba lejos; era una hermosa mansión abuhardillada, rodeada de una valla alta, cuya puerta de entrada había sido ampliada recientemente. Afuera, Robin Stewart frenó en seco su paso como de marioneta paticorta para preguntarle a maese Ballagh sobre sus preferencias religiosas.

—¿No tendréis por casualidad una opinión inflexible acerca del luteranismo y toda esa basura, verdad?

Los ojos de Thady Boy le miraron como dos pozos de virginales y recatadas aguas azules.

—No tengo opiniones inflexibles sobre nada, a mhic, a excepción de lo tocante a las mujeres y a la bebida, y puede que sobre el dinero. Tanto me da estar calzado, como descalzo y sin sombrero, hacer Cuaresma que Ramadán, así que ya veis cual ínfimas son mis convicciones religiosas.

—Ah, bien. El tipo que vamos a visitar es un escultor. Un escultor retirado. También es inventor. Inventa máquinas, ¿entendéis?

—Como Leonardo.

—Como Leonardo —afirmó Robin Stewart rápidamente, y golpeó en la verja.

No les abrieron directamente. Tras un intercambio de palabras en voz baja tuvieron que esperar un rato. Al poco apareció un hombre con una antorcha y los guio a través del patio interior hasta la casa hablándoles en un ameno inglés mientras caminaban. Siguiendo sus directrices, subieron por unas estrechas escaleras de madera hasta alcanzar una trampilla por cuya puerta abierta se colaba, deslumbrante, la luz de múltiples velas. Dos brazos poderosos los auparon al interior y una vibrante y modulada voz de barítono en la que se mezclaban los acentos de los bajos fondos de París y de Perth, exclamó:

—¡Robin! Mi dulce conciencia, mi grandísimo ciervo de pelo aterciopelado, venid aquí. Estoy en plena acción, hinchado como una dedalera en pleno ataque de gota y endiabladamente contento de veros. ¡Que entre vuestro amigo, quienquiera que sea, y sentaos!

Michel Hérisson era un hombre corpulento; su cabello blanco suelto brillaba iluminado por la luz de multitud de velas colocadas tras él. Tenía unas manos poderosas, rozadas y callosas por años de manejar sus herramientas de trabajo. El metal y la madera de su oficio le rodeaban, dispuestos en monumentos prematuramente quebrados del propio material. Parloteando alegremente, los acomodó en una agradable estancia en la que multitud de sillas se hallaban dispuestas por doquier, con una chimenea en un extremo a cuyo calor se hallaban reunidos tres o cuatro escoceses y franceses que se levantaron dándoles la bienvenida.

La habitación parecía lo que era, un club clandestino en el que hombres de mentalidad similar y procedencia diversa podían reunirse a gusto, lejos del barullo de las tabernas de la calle. Tras los saludos, Stewart se llevó aparte a Thady Boy y se sentó.

—Hérisson es un buen tipo y fue un gran artista en su día, antes de que la gota le aquejara. Su hermano, en Londres, fue uno de los mejores amigos que he tenido nunca —cogió dos picheles de una fresquera a su lado y se levantó—. Aquí se sirve uno mismo. Haced lo propio, maese Ballagh. El vino de Michel Hérisson es estupendo y no suelta la lengua.

Dicho esto se alejó, seguido por la inteligente y analítica mirada de Lymond que, durante varios minutos, se dedicó a observar el panorama.

Uno de los hombres que se hallaban junto a la chimenea era un miembro de menor rango del séquito de la Reina regente; estaba hablando en francés, con gran soltura, sobre la actual embajada de Tom Erskine. Parecía, por el gran número de picheles usados, que el grupo había sido mucho mayor hasta hacía bien poco; sin embargo el fuego parecía reciente, pues no se había formado todavía el característico lecho de rescoldos. Además, a pesar de la risa y la cháchara, del entrechocar de metal y madera de los taburetes, se percibía una especie de rítmico golpeteo que más que ruido semejaba un retumbar de suelas de zapatos. Al poco de iniciarse, el rumor volvió a detenerse y Robin Stewart regresó al lado de Thady Boy.

—Gracias a Dios que O’LiamRoe tiene que marcharse. La verdad es que no soporto a ese hombre, maese Ballagh —dijo abruptamente Robin Stewart tras apurar su primera cerveza.

—Lo sé, es bastante desesperante —dijo Thady Boy— que haga virtud de aquellas cosas por las que uno precisamente le tiene lástima.

Stewart prosiguió, en el mismo tono agraviado:

—Es un auténtico desastre, se mire por donde se mire, hablando sin parar de las Siete Maravillas, como si se las hubiera cortado de las uñas de los pies y haciendo gala permanentemente de su pobreza y necedad. ¡Nadie en su sano juicio le puede tomar en serio! Y encima, todo el tiempo tiene uno la extraña sensación de que él piensa que el necio eres tú y el listo es él; como si fuera un tipo tolerante que se ríe para su capote.

—Cuando sois vos el tipo listo y tolerante —dijo Thady Boy quien, ignorando el repentino rubor del arquero, dibujó un anillo sobre la mesa con un dedo largo y fino mojado en vino—. ¿Por qué creéis, si tan listo y erudito es (¡y lo es, de eso podéis estar seguro!) que se ha traído consigo a Francia a un bardo?

—¡Oh! Seguramente para añadir más lustre a su séquito —repuso sarcásticamente Robin Stewart.

—¿Y se dedica a hacer gala de su falta de refinamiento y su pobreza? Querido mío, O’LiamRoe se ha traído consigo a un secretario, a pesar de ser él mismo bastante culto, porque le preocupaba no estar a la altura. Se trajo sus ropajes azafrán…

—Eso se lo respeto —dijo Stewart—. Puedo entenderlo. Es una cuestión de principios, porque los ingleses lo habían prohibido.

—Es cierto, los ingleses lo han prohibido, pero maldito si hay un hombre, mujer o niño en toda Irlanda al que le importe un comino. O’LiamRoe tiene en su guardarropa seis trajes de seda, pero lo que pasa es que ninguno es tan exquisito como los que llevan aquí los nobles franceses. La regla de oro de O’LiamRoe consiste en mantener una ironía altiva sobre el quehacer de este mundo y precisamente por eso da lástima, si es que os sentís inclinado a tenernos lástima por algo.

Robin Stewart se había calmado. Tuvo que reconocer que la calma se la había propiciado aquel hombre, que dominaba el arte de tratar a las personas, que conseguía aplacar la envidia, la curiosidad y la agresividad de los leones suministrándoles cotilleos con los que acababa por adormecerlos. Dijo repentinamente, observando el oscuro rostro de aquel gordo:

—Sois un experto de la disección, por lo que veo. ¿Qué pensareis de alguien como yo, me pregunto?

—Ah, mi talento sólo vale para los irlandeses, seguramente vos no necesitareis la opinión de un extraño. Vos bien sabéis cómo sois, Robin Stewart.

—En efecto, me conozco —repuso el arquero y sus nudillos se pusieron blancos al agarrar con fuerza el pichel—. Pero no necesariamente me gusta lo que conozco. Aunque, voto a Dios, ¿acaso conocemos a los demás?

—¿Es acaso d’Aubigny quien os disgusta? No debéis tratarlo con asiduidad ¿cierto?

—El si que conoce el secreto de la buena vida.

—¿Y os lo ha enseñado?

—Puedo aprenderlo —dijo Stewart con la misma violencia contenida—. Carezco de títulos; carezco de dinero y formación; ni siquiera tengo un nombre con lustre, así que he de aprender; y os lo advierto: soy capaz de trabajar como un mulo para el hombre que esté dispuesto a enseñármelo.

—¿Enseñaros? ¿El qué? ¿El éxito?

—El éxito, o cómo vivir sin él —dijo amargamente Robin Stewart.

El bardo se recostó en su asiento. La luz de las velas iluminó el cabello oscuro, opaco, el sucio traje que colgaba lacio sobre su estómago. Su mano seguía posada en la mesa en ademán indolente. El trazo del vino sobre la madera parecía una trémula joya, iluminada por la luz de los cientos de velas encendidas.

—¿Y os parece que el mejor camino para alcanzar el éxito, o lo contrario, es una imprenta clandestina? —preguntó Thady.

Instintivamente, el arquero se llevó la mano a la espada y frunció el cejo. Pero luego su cara volvió a relajarse y la mano volvió a su costado. Aquel era un hombre de fiar, un compadre borracho que en tres días se habría marchado. Las imprentas no solían estar abiertas a esas horas; no sospechó que el señor Ballagh pudiera detectarlas, Pero ¡hombre! ¿Qué daño podría hacerle un hombre que tenía prohibido hasta echarle el aliento a las botas del Rey? Su semblante, empero, reflejaba cierta angustia. En vano intentó compensar la pausa, ya demasiado larga, que había hecho y preguntó:

—¿Cómo lo habéis adivinado?

—«Retumbante Eco que te ocultas en hueca caverna y respondes llorando siempre a medias…». ¿Está en el sótano, verdad? —dijo Thady Boy—. Ya he tenido ocasión anteriormente de oír el sonido de las imprentas nocturnas; en París. La lectura que compran los estudiantes de religión no es siempre la que viene recomendada en la Facultad de Teología y un artista retirado con afición a la maquinaria supone, seguramente, un regalo caído del cielo para los teólogos. ¿Creéis que tendrán prejuicios contra un bardo de lo más pagano o aceptarán que este servidor eche un vistazo ahí abajo? —inquirió maese Ballagh.

Atestados, apestosos, congestionados por el tufo del sebo humeante de las velas, de los cuerpos sudorosos y del metal caliente, los sótanos de la casa de Hérisson eran lo más parecido a una marea muerta en un cementerio de plomo. Los músculos inacabados de monumentales dioses grises acunaban inestables torres de tipos de imprenta desde cuyas chapas de cobre se elevaban volutas de vapor de los disolventes que se enroscaban alrededor de los párpados de un oráculo sin brazos; una diosa musculosa con la mano extendida sostenía un cubo con cola recién preparada y, por todas partes, como banderines de tinta, colgaban todavía húmedas las páginas recién impresas. Supervisadas por Michel Hérisson, las prensas repicaban y chasqueaban mientras él, ignorando su pie gotoso, pasaba con una mano las páginas de la proscrita teología a la vez que discutía sobre sus oscuros argumentos disfrutando de la conversación con auténtico deleite. Brujuleando, riendo, bebiendo, discutiendo en torno suyo, apiñados y con los pies hundidos en los desechos de las prensas, se encontraba el animado grupo que había ocupado pocos momentos antes el piso superior.

Robin Stewart bajó rápidamente los peldaños de piedra para reunirse con ellos. Tras él, la oronda figura de Thady Boy hizo una pausa sobre el rellano, estudiando al grupo con su intensa mirada azul. Ninguno pertenecía a la corte, evidentemente. Había varios mercaderes adinerados, uno o dos que sin duda eran abogados y un buen montón de estudiantes. Se oía hablar alemán y también escocés. Distinguió a Kirkcaldy de Grange, cuyo nombre conocía perfectamente y que había intentado aquella tarde catequizarle de manera tan torpe en la taberna. También vio a algunos residentes franco escoceses, a otro arquero y a sir George Douglas y a su cuñado Drumlanrig.

Con el denso humo haciéndose cada vez más espeso, Lymond caviló durante unos instantes. La casa de los Douglas, espléndida, ambiciosa, antaño la más grandiosa cercana al Rey, se había recuperado finalmente del largo exilio que padeció en los años veinte, cuando George Douglas y su hermano, el conde de Angus, habían tenido que renunciar a su conspiración y huir a Francia, país este en el que se sentían como en casa. Ciento treinta años antes, Archibald, conde de Douglas, había sido nombrado duque de Touraine por haber ayudado a echar a los ingleses de Francia y más de un miembro de su casa le había acompañado y echado raíces, junto con otros veteranos escoceses, en el país galo.

Pero largo era el tiempo transcurrido desde entonces y más aún desde aquel día en que el rey Robert the Bruce había encomendado al buen señor James Douglas la misión de llevar su corazón hasta Tierra Santa. Las cruzadas emprendidas por los siguientes Douglas más tenían que ver con el cuidado de niños. Angus, el cabeza de familia, aprovechó la oportunidad que se le ofrecía después de la batalla de Flodden casándose con María de Tudor, viuda del rey de Escocia Jacobo IV y hermana de Enrique VIII de Inglaterra. El matrimonio resultó escasamente idílico, a todas luces, y la hija habida del matrimonio se marchó a Inglaterra para casarse con el conde de Lennox, lo cual creó problemas, no sólo porque la niña podía aspirar a varios tronos sino sobre todo porque adquirió la desagradable mama de exigirle a su padre que prestara juramento a Inglaterra, justo cuándo este se veía compelido a dar muestras de su lealtad a señores muy distintos de aquel.

El conde de Angus y su hermano sir George se esforzaron en vigilar la niñez del rey Jacobo V y de la de su hija, la reina María. Sin embargo, a pesar de los sobornos y emolumentos cobrados de los ingleses, no habían culminado con éxito su tarea. Ahora, Angus era un anciano y sólo seguía activo sir George, zalamero, astuto, con mucha labia, cuyos negocios menguaban pero con un hijo cuya herencia custodiaba y para quien intentaba cosechar todos los honores posibles. Pero también había algo más. En la prolífica jungla de la traición y el engaño, George Douglas y Lymond habían medido sus fuerzas más de una vez. De todos los escoceses que integraban la corte, a excepción de Erskine, George Douglas era quien mejor conocía a Francis Crawford de Lymond.

Todavía estaba a tiempo de retroceder. Robin Stewart, al pie de la escalera se volvió a mirarlo, esperándolo. Una extraña sonrisa iluminó el moreno rostro del bardo: resuelto, bajó las escaleras para reunirse con él.

Abajo reinaba un ambiente erudito, caballeroso y ligeramente ebrio. Michel Hérisson, cerveza en mano, los agarró a ambos cuando intentaban abrirse paso entre el gentío; la blanca camisa de seda de Stewart estaba teñida de escarlata del clarete y Thady Boy, con su traje decorado de grasientos y variopintos lamparones, mientras pasaba junto a un hombre vociferante, exclamó encantado:

—¡Dios bendito! ¡O’LiamRoe se sentiría aquí en su salsa! Pero mejor que no esté, igual nos lo encontrábamos, tal como nació, dedos de los pies incluidos, impreso en la próxima edición de la obra de Miguel Servet, en formato in-quarto —dijo en tono jocoso ante la mirada espantada de Robin Stewart.

Michel Hérisson miró con complicidad al arquero.

—¿Qué tal esa cultura, maese ollave? ¿Se os da bien el latín?

—¿Se lo estáis preguntando a un irlandés? ¿Acaso no respiramos? —dijo Thady Boy, inclinándose sobre las galeradas—. ¡Ah, dhia! Menudo desdichado era este, destilaba palabras como el barro que se sacude un perro…

Los usos posteriores y más prosaicos que pudieran darse a los alegres e irreverentes textos publicados en su imprenta no revestían interés para Michel Hérisson; pero el ataque directo a uno de sus autores despertaba en él un auténtico Nirvana. El bardo y él se enzarzaron, con las lenguas desatadas, mientras Robin Stewart se quedaba aparte, herido el orgullo y preso de una negra envidia. Finalmente, intervino:

—Tenéis el sótano hasta arriba esta noche, amigo. ¿Cómo diablos os las apañáis para trabajar en medio de este gentío?

—Han venido a divertirse. El texto está a punto de salir impreso.

Aquella era la clase de imprudencia que Robin Stewart no soportaba. Enarcó la ceja con expresión reprobadora.

—Os estáis volviendo un poco atrevido de más, ¿no creéis? ¿Vais a sacar un pasquín esta noche, con el Rey a las puertas y la ciudad entera bullendo como un hormiguero?

—¿Y por qué no? Seguro que pensarán que es otro cargamento más para el Arco de Pegaso.

Probablemente tenía razón. Su fábrica de papel se encontraba a veinte millas de distancia y sus entregas estaban siempre perfectamente planeadas: el carro llegaría a Ruán transportando su cargamento de mármol o de arcilla o un horno nuevo o combustible, llevando en un doble fondo resmas de papel, embaladas de tal manera que podían ser introducidas fácilmente por las rejillas de los respiraderos de su sótano, mientras el carro, inocentemente aparcado en el patio, era descargado de su mercancía oficial. En el sótano había cajoneras con papeles por doquier: dentro de la peana de una escultura de gran tamaño, inacabada y con el armazón aún visible; bajo el suelo; en el fondo de las cubetas de enyesar. Stewart pensó que ya era hora de llevarse a casa a Thady Boy.

Thady Boy no estaba a su lado. En su lugar había un hombre alto, elegantemente vestido de azul.

—Hola Stewart. ¿Quién era vuestro corpulento amigo? —Era sir George Douglas; Stewart reaccionó típicamente.

—Yo no lo llamaría exactamente amigo. Es Ballagh, uno de los irlandeses de los que tengo que hacer de niñera hasta este jueves.

—No deberíais perderlo de vista. Está por ahí con Abernaci. ¿Habla inglés?

—Ya lo creo, e irlandés y francés y latín bastante bien, si es que no está roncando borracho, claro. Pero hay que decir en su favor que no se hace ninguna ilusión respecto del jefe que le ha tocado en gracia, o más bien en desgracia. Se marchan el jueves.

Al parecer el otro no lo sabía.

—¿Entonces se marchan? —dijo sir George, e inmediatamente perdió todo el interés que aparentemente había motivado su interrogatorio. Siguió su camino y Stewart se dirigió apresuradamente hacia el lugar donde sabía que el hombre del turbante con rasgos de bulldog solía sentarse acuclillado.

Abernaci se encontraba en su sitio preferido con Thady Boy sentado ante él bien cargadito de bebida. Las calzas de Thady estaban manchadas de bermellón y su perezosa mirada enfocaba a Abernaci, sentado en el suelo de piernas cruzadas, oculto su oscuro rostro y con sus largos y morenos dedos sujetando una navaja. Llevaba puesta una túnica, impecable y bellamente estampada y un turbante enjoyado sobre la cabeza. Del tarugo de peral que sujetaba con su mano izquierda iban cayendo tiernas y rizadas virutas que la luz iluminaba.

—Es un relieve. Está absorto haciendo grabados —dijo Stewart con ironía, asomándose sobre el hombro derecho de Thady Boy—. Hérisson le vio un día trabajando y le ofreció hacerlo para la imprenta. Os sorprenderían las cosas que estos nativos pueden hacer a veces. Si os lo encontrarais en una noche oscura, temeríais que os rebanase el cuello para robaros los botones de la capa; pero esperad a ver su cara. ¡Abernaci!

El tallista levantó la vista. Bajo el hermoso turbante, el moreno rostro era pequeño y semejaba una nuez. Años a la intemperie bajo el sol de la India habían resecado la piel de aquel hombre, posiblemente de mediana edad, hasta convertirla en algo parecido a un viejo pellejo de serpiente. Tenía la nariz rota e informe y una cicatriz que le recorría la cara, desde la ceja hasta la mejilla, hacía que su ceja pareciera permanente y antinaturalmente levantada. Miró a los dos hombres y volvió a concentrarse en su talla sin decir palabra.

—¡Miradnos, hombre! —dijo Robin Stewart, que no estaba en mucho mejor estado que su invitado—. Este no desdeña tampoco un pichel.

»¡Abernaci! —Se inclinó hacia la silenciosa figura—. ¿Beber? ¿Bueno? ¿Sí? —Hizo un gesto de llevarse una copa a la boca—. ¿Más?

Los gruesos labios se movieron entre la negra barba.

—Más —dijo Abernaci con voz gutural. Robin Stewart, riéndose dio media vuelta y se marchó.

El bardo permaneció de cuclillas observándolos, informe, desaliñado y sucio.

El tallista levantó la mirada. La navaja, afiladísima, permanecía inmóvil en su mano; pero su forma de sujetarla había cambiado. En la pared de enfrente, colgando sobre una mesa, había un pellejo de tinta, y sobre la mesa yacía la blanca chaqueta de piel de Robin Stewart. Con un siseo, la navaja salió disparada y rajó limpiamente el pellejo de tinta. Un chorro fino y negro comenzó a caer y derramarse sobre la mesa. Con las morenas manos apretadas en sendos puños, Abernaci estaba de nuevo inmóvil, sus oscuros ojos sobre Thady.

En las manos de Thady había aparecido, no se sabe cómo, un cuchillo. Se giró, moviéndolo pensativamente, esperando a pasar inadvertido y después lo lanzó. Era un blanco más complicado que el de Abernaci. El cuchillo voló como un rayo y cortó el cordón que sujetaba el pellejo de tinta, haciendo que este cayera derramando inofensivamente su oscuro contenido sobre el suelo. Los negros ojos midieron especulativamente a los azules, y Lymond, en voz baja, preguntó:

—¿Más?

En ese momento comenzó el griterío.

El mayordomo de Hérisson dio la voz de alarma; sonó un portazo y su voz atronó de pronto en el atestado sótano. El carromato con el papel había llegado ya a la Puerta Cochoise y estaba entrando en la ciudad. Stewart, que intentaba volver para recoger a Thady, se quedó observando durante dos minutos mientras la escena se transformaba en un auténtico pandemónium, con Hérisson en medio intentando organizar la recogida de su entrega ilegal a grito pelado. Al poco, se llevó a Thady apresuradamente afuera.

Fue el bardo, animado con tanta bebida, quien, alejándose inmediatamente de Stewart, se encaramó a medias en el vecino andamio. Y fue también Thady Boy quien, tambaleándose ligeramente, subido en lo alto, ignorando los enfurecidos silbidos del arquero desde abajo, divisó el destello de los gorjales, el centelleo de los arcabuces y las erizadas sombras de las picas bajo los soportales de la Rue aux Juifs.

Dieron la alarma en la casa de Hérisson mientras el carromato llegaba desde el norte. Se abrió la rejilla, se desmontó el falso fondo y las resmas de papel fueron introducidas en el sótano mientras la guardia de la ciudad estaba a sólo dos calles. Thady Boy corrió al sótano a toda velocidad; cuando Stewart llegó tras él sorteando obstáculos, lo encontró dando con voz de borracho y encomiable celo las directrices pertinentes para defenderse del inminente registro.

En años venideros, en el círculo de Hérisson se comentaría la historia de aquella noche. Cómo, tras acordonar toda la casa, el alguacil y sus soldados, irrumpieron en los sótanos y se encontraron con el ensayo, escandaloso y difamatorio de la Gran Entrada que acontecería al día siguiente: una farsa seguida de monólogo y sátira siguiendo a la farsa bajo la dirección de un barrigudo y moreno irlandés que representaba al Espíritu de Francia, suspendido en suave balanceo sobre la atiborrada audiencia y sujeto por unas poleas a las vigas del techo.

Cuando finalmente la guardia de la ciudad se retiró a regañadientes, el espectáculo no había hecho más que comenzar, pues el Espíritu de Francia, a quien habían olvidado bajar del techo, reacio a ser ignorado, bramando a voz en cuello sus declamaciones, se dedicó a rociar todas las cabezas que tenía debajo con pintura negra.

Fue el propio Michel Hérisson quien, medio desnudo, cubierto apenas por una sábana y muerto de risa, saltó y atrapó el cable que operaba la polea y, tirando de este, propulsó a Thady Boy por el aire sobre el estrado formado por las prensas portátiles y las resmas de papel y le hizo aterrizar directamente dentro de una artesa de engrudo. Una masa de pegamento rebosó del batacazo y cayó en una marea de pegajosas gotas sobre la compañía.

Fue como una señal divina. La audiencia actuó al unísono. En medio de aquella indescriptible y asfixiante marea que había sustituido al aire voló una bola de arcilla; después otra y, al cabo, una bola con plomo dentro que dejó aturdido a un espectador, lo que provocó que los combatientes levantaran bancos a modo de parapetos. El Oráculo de Delfos, alcanzado por un proyectil, hundió con divina indiferencia su nariz en el cobre mientras un improvisado percusionista marcaba un ritmo ayudándose de un codo de piedra. Ropas empapadas de engrudo fueron lanzadas y en el glorioso y ebrio remolino de violencia, en la maraña de brazos agitados y gargantas desgañitándose con desatada hilaridad, sangre y tinta acabaron mezclándose.

A las tres de la mañana, un Thady Boy empapado, limpio y cantarín fue depositado en la Croix d’Or.

No fueron pocos los que le oyeron llegar. Tras innumerables despedidas, una puerta se cerró de un portazo y un canto irregular y satisfecho ascendió por la escalera interrumpido por repetidos golpes y tropezones:

Vacas, cerdos, caballos, cabras y osos.

Perros, gatos, gallinas, gansos y dioses ruidosos.

O’LiamRoe lo oyó. Despertó de la cabezada que se había echado junto al fuego en su salón y dirigió una mirada especulativa hacia la puerta.

… Dioses ruidosos.

Abejitas que van de flor en flor.

Son ellas las diez bestias del mundo de los hombres.

La razón por la que quiero a Derry…

—Por mis muertos que el mundo se cuela por los libros agrietados —dijo O’LiamRoe.

La razón por la que quiero a Derry…

La solemne voz había llegado hasta la puerta del salón. Sonó un portentoso golpe, un arañar rebuscando la manilla y la puerta se abrió violentamente.

—La razón por la que quiero a Derry es por su paz, por su pureza y por su coro de blancos ángeles. ¿Estáis todavía levantado? —Thady Boy Ballagh entró, echó el cierre a la puerta, arrojó su sucia capa sobre una silla y sacó la lengua ante el espejo—. Dios, estoy hasta arriba de vino agrio, harto de sobresaltos y con la ropa interior hecha un auténtico desastre. —Su voz sonaba complacida, sin acento alguno y clara como el cristal.

O’LiamRoe, aunque se había tomado con filosofía su metedura de pata, no dejaba de ser consciente de lo que significaba. Le preocupaba que Lymond hubiera comparecido ante la Reina madre. Cuando se dirigió a su pródigo bardo había un deje de crispación en su voz.

—Parece que la reina madre de Escocia tiene un modo bastante peculiar de divertirse, ¿no?

—¡Qué va! He pasado la noche en cierto sitio. Jugando con papel escrito. En compañía de vuestro admirador, Robin Stewart.

—En Irlanda —dijo secamente O’LiamRoe—, a ese hombre le pondrían unas enaguas y le mandarían a ordeñar a las cabras. Es una vergüenza para los de su sexo… ¿Así que la audiencia con la Reina fue breve? Fallida la cosecha de grano, vacíos de peces los ríos, secas las ubres de su ganado, magro el fruto de sus árboles, tan sólo le quedaba una bellota y tampoco germinó…

Lymond comenzó a desvestirse con rapidez. Bajo su empapada camisa, su falsa barriga estaba casi descolgada sobre sus calzas de cuero. La desenrolló sin inmutarse y la examinó antes de ponerla ante el fuego.

—Otras son las cuitas de la Reina madre. No tenéis por qué inquietaros.

—¿Qué os dijo? —preguntó O’LiamRoe intentando que fuera más explícito.

Lymond hizo una pausa. Su oscuro cabello comenzaba a rizarse por la humedad y mostraba un matiz dorado en las raíces; gracias al tinte incrustado en su piel, los pelos de la barba incipiente aún no habían recuperado su natural color dorado. Bajo sus perezosos párpados, sus ojos, soñadores, parecían revivir algo gracioso y vital. O’LiamRoe sintió de pronto una oscura sensación en las entrañas. De haber podido, habría retirado la pregunta.

—¿Que qué me dijo? «Estáis ante un precipicio. ¿Vais a saltar? Punto» —repuso Lymond. O’LiamRoe se levantó.

—Por mi vida que lo que necesitáis es un señor distinto. ¿No podríamos encontrar otro irlandés rebelde, inteligente y papista que se prestara a ayudaros? Está el joven Gerald de Kildare, aunque creo que se encuentra ahora mismo en Roma y por otro lado quizás no cuadre mucho que contrate a un ollave. También tenemos a Cormac O’Connor. Su padre está encerrado en la Torre de Londres y Cormac está loco por echar a los ingleses de Irlanda; el rey Enrique vería con buenos ojos que viniera a la corte con su bardo, seguro que lo acogía encantado. Tan sólo necesitaríais otro nombre y teñiros de pelirrojo, quizás.

Lymond le miró y cogió una toalla.

—¿Qué os apostáis a que puedo entrar en el círculo del Rey como Thady Boy Ballagh?

—¿Antes del miércoles? —O’LiamRoe habló en tono sarcástico, abandonando su habitual parsimonia.

—O del jueves. —Bajo la clavícula, la piel de Lymond estaba sorprendentemente morena y su cuerpo era musculoso y bien formado, a pesar de las cicatrices que lo cruzaban—. Si consiguiera hacerme un hueco en la corte, ¿qué haríais vos, os quedaríais? —añadió mirándolo mientras se secaba.

El pecoso rostro de O’LiamRoe pareció iluminarse con la idea.

—¿Cómo vuestro bardo? No os atreváis a tentarme.

Lymond se puso una sábana alrededor de los hombros y, abrazándose las rodillas, se quedó mirando al fuego, pensativo.

—Como O’LiamRoe. Toda esta absurda situación acabará por aclararse. Y después del placer que ha supuesto burlarse de Su Majestad el Rey, puede ser agradable pasar el invierno a su costa.

—Así que habéis convencido a esos vejestorios poderosos, ¿no es eso? —dijo O’LiamRoe—. ¿Creéis que todo este absurdo lío puede superarse? Y claro, Francis Crawford de Lymond necesitará un apoyo si el incómodo patán irlandés no ceja en sus orgullosas pretensiones, ¿verdad?

Lymond no estaba borracho. Pero aunque no se encontraba ni la décima parte de afectado de lo que había aparentado, tampoco se sentía con fuerzas para lidiar con el retorcido humor de O’LiamRoe y lo sabía. Finalmente, dijo:

—Tendríais que jugar al juego de pelota con ellas en Tir-nan-óg antes de tacharlas de viejas a los treinta y cinco, querido. La Reina madre no va a mover un dedo en este asunto; y yo tampoco estoy muy seguro de querer enredarme en los suyos. Sólo os he sugerido una apuesta en tono deportivo. Pero si estáis cansado de Francia o de mí mismo, no dudéis en embarcaros el jueves.

O’LiamRoe ladeó la cabeza. Sentía ganas de ponerse difícil. Era el otro el que estaba en deuda con él. Había traído a aquel tipo a Francia en calidad de secretario para complacer a su prima Mariotta, que era también la cuñada de Lymond. Sabía que Lymond era escocés y no irlandés, y sabía que había venido para cumplir una misión. En realidad él se había ofrecido tomar parte en aquella farsa movido por una especie de entusiasmo infantil. Pensando en todo ello, sonrió, se estiró y tras un enorme bostezo dijo:

—¿Qué si me quedaría si alguien me ofreciera amablemente una oportunidad? Tal vez… Preguntádmelo después de que hayáis tenido la charla con el Rey sobre el asunto… Lo cual me recuerda una cosa. Piedar Dooly tiene un montón de noticias. ¿Recordáis a nuestro amigo del pie mutilado en la ballena?

—¿El que prácticamente arruinó vuestro único camisón? Sí, me acuerdo.

—Pues bien, al parecer se llama Pierre Destaiz, y lo de las ballenas de escayola es sólo un pasatiempo puntual. Está en la nómina del Rey, en St. Germain. Es un especialista en elefantes.

Los ojos de Lymond se achicaron. Su mirada, repentinamente impersonal, se detuvo, pensativa, sobre el blando rostro de O’LiamRoe, que mostraba su habitual expresión indolente. Después, enterrando la cara entre las sábanas, comenzó a reírse silenciosamente. Su voz, amortiguada por la tela, llegó hasta Phelim.

—Y ha venido a Ruán para el desfile del collier à toutes bêtes[6]. Proseguid.

—Le han enviado de la Real Casa de Fieras porque es oriundo de Ruán…

—Y los elefantes van a participar en el desfile. Con los enemigos de Francia pintados en la planta de sus patas. Junto con un manatí, un escarabajo sagrado y un escuadrón entero de caballos al mando de tres pachas. Y las abejitas que van de flor en flor —dijo Lymond riéndose cada vez más—. Ah, mi floridísima, corrupta, fértil, lisiada y adoradamente absurda Francia. Mañana —dijo—, mañana iremos, como los palmípedos pueblerinos que somos, a ver los elefantes.

—Mañana —dijo O’LiamRoe plácidamente— nos quedaremos en esta habitación. Y el lunes. Y el martes. Por orden tajante de las autoridades. El rey Enrique, ungido por Dios, está harto de visitantes foráneos que no saben usar el pañuelo y van dejando marcas por las paredes, así que estamos confinados en esta posada de ahora en adelante. Pero ¿qué era aquello que decíais? ¿Haceros un hueco en la corte, introduciros en el círculo del Rey? —añadió en tono alegre el príncipe de Barrow, enarcando la ceja sobre un límpido ojo azul—. Bien, bien. Me parece que después de todo voy a aceptar esa apuesta.

Debían permanecer confinados durante tres días, hasta la Entrada del miércoles. Los pasaron bebiendo, discutiendo y recibiendo una nutrida sucesión de visitas.

La primera, el domingo por la mañana no demasiado temprano, correspondió a Robin Stewart. Aunque lord d’Aubigny era oficialmente el perro guardián de los irlandeses, Su Excelencia, que encontraba aquel cometido francamente desagradable, delegó aquella tarea en Stewart, que fue encargado de no perder de vista a los huéspedes de la Croix d’Or hasta el miércoles. Ese día, los dos Stewart los escoltarían, bajo estricta vigilancia, a presenciar la Gran Entrada, tras lo cual serían enviados por correo marítimo urgente de vuelta a Irlanda.

Stewart había aceptado la tarea con entusiasmo. Resacoso y fotofóbico, arrastró sus molidas articulaciones hasta la chimenea de la Croix d’Or y se dedicó a analizar la reciente actuación de Thady Boy. Sin embargo, por mucho que le diera vueltas, seguía sin entender por qué al señor Ballagh la inspiración le llegaba tan fácilmente y a Robin Stewart no le llegaba en absoluto.

Luego apareció Michel Hérisson. El escultor llevaba la capa embadurnada de arcilla y torcida sobre sus anchos hombros y el blanco cabello aplastado y empapado de un líquido sospechoso. Se abalanzó sobre Thady extendiendo una mano áspera y agrietada como la piedra pómez y le arreó un amistoso porrazo en el hombro.

—Querido muchacho, no me lo hubiera perdido aunque me hubiera costado cerrar la imprenta en lugar de salvarla…

O’LiamRoe y el escultor congeniaron al instante. Si el irlandés se sintió extrañado de las hazañas de su secretario, no lo demostró. La emprendió con un largo y detallado discurso sobre una aventura similar que hizo desternillarse al hombre mayor, con lo que Stewart pudo dedicar de nuevo su atención a Thady Boy.

El resto de las visitas de aquel día estovo compuesto básicamente por los asistentes al jolgorio de la noche anterior. Llegaron con animados cotilleos sobre personajes de la corte, como el de la transformación del conde de Huntly en caballero de la Orden de St. Michael y su estrambótico desfile por Ruán acompañado de otros treinta miembros de la Orden ataviados con lo que Thady Boy había descrito irreverentemente como el collier à toutes bêtes, es decir, con las tintineantes cadenas que aludían a las pasadas hazañas de la Orden.

Aquel lunes se formó un pequeño grupo alrededor de los irlandeses compuesto por miembros liberales y nada ortodoxos dispuestos a arriesgarse a la desaprobación del Rey. Stewart los toleraba a condición de que fueran discretos. O’LiamRoe, totalmente en su salsa, extravagante y escandaloso, estaba disfrutando como nunca. Thady Boy, cediendo el protagonismo de su prolífica imaginación a su señor, se dedicaba a hacer sotto voce algún comentario cáustico, celebrado siempre con gran entusiasmo por los recién llegados. El día siguiente, martes por la tarde, habría reunidos alrededor de media docena, Stewart incluido. El arquero estaba sentado a lo moro en un rincón y se afanaba en limpiarse las uñas cuando se abrió la puerta. La señora Boyle y su morena y singular sobrina, Oonagh, entraron en la habitación con un nuevo grupito de visitantes.

O’LiamRoe las saludó. El placer que irradiaba su pecoso rostro parecía apenas enturbiado por la sombra de una leve preocupación. La señora Boyle irrumpió en la habitación. Llevaba el tocado ladeado, la capa sujeta con tres broches distintos y unos pendientes largos y estrambóticos que se agitaban al ritmo de sus histéricos ademanes.

—¡Miradle! No bien acaba de poner pie en el país y se atreve a tratar a Su sagrada Majestad peor que a una vaca…

Echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. Luego se quedó mirándolo con expresión seria.

—O’LiamRoe —dijo, abandonando su actitud frívola—, he estado preocupada hasta la obsesión por lo que ocurrió. Si no os hubiera hecho llegar mi recado os habríais comportado como una inocente paloma y ahora estaríais sentado en la corte, mimado por las damas y honrado con respeto y deferencia, agasajado con excelentes comidas y algún que otro besuqueo de los que le mantienen a uno bien calentito durante el invierno.

—Una lástima. Me había traído un sayón azafrán acolchado, ideal para el frío —dijo O’LiamRoe educadamente mientras procedía a las presentaciones—. Pero qué vamos a hacerle. Entre Thady Boy, que parece haberse estrenado en el mundo de la clandestinidad, y yo mismo creo que vamos a dejarle un recuerdo imborrable a estos franceses. Por otro lado, he de reconocer que lo hemos pasado bastante bien.

—Habéis metido vuestra dulce mano en el cántaro de la miel, cielo mío —dijo la señora Boyle, sentándose—. Pero no me consideraré perdonada hasta que me contéis la historia al detalle. Quiero saber todo lo que os dijo el Rey. Cuentan que nuestro precioso de Genstan aún no se ha recuperado del miedo que pasó haciendo de intérprete para vos.

Había sido francamente divertido, según la narración de O’LiamRoe. Mientras su tía aullaba de risa, Oonagh se retiró hacia donde estaba sentado Robin Stewart, que sonreía mirando a Thady Boy. El bardo se hallaba enfrascado en una solitaria partida de cartas con expresión ceñuda.

—¿La historia del Príncipe no tiene bastante nivel para un ollave de primera categoría? —le preguntó la joven ácidamente con su voz grave.

Thady sacó un naipe y lo colocó sobre el tablero, pensativo.

—Yo diría que la novedad se agota con demasiada rapidez, por lo que no hay que explotarla demasiado. Pero la primera vez que escuché su historia, os aseguro que los ojos se me salieron de las órbitas y giraron como aspas de molino. Pasé verdadero miedo.

Ella reaccionó con frialdad.

—¿Por qué? Vos no teníais nada que perder.

—Un hombre con un casco defectuoso no está obligado a pagar multa —dijo Thady Boy con calma mientras seguía barajando.

—Un hombre que ayuda a ocultar una imprenta clandestina puede que tenga que pagar más multa de lo que piensa —dijo Oonagh—. Os creéis muy listo, mi gracioso y engreído amigo.

El bardo se quedó en silencio durante un momento. Levantó la cabeza. Oonagh O’Dwyer tenía una expresión fría y dura. Parecía atormentada y carcomida por la soberbia. La taladró con la mirada. Fue correspondido con otra mirada intensa y cálida que sostuvo la suya el tiempo que él consideró necesario. Una expresión traviesa y jocosa asomó al moreno rostro de Thady Boy.

—No. La lista sois vos, ¿no creéis? —dijo riendo y volvió plácidamente a su juego.

La joven apretó los puños. Tenía la respiración entrecortada y el pulso desbocado. Miró la cabeza del hombre, inclinada sobre los naipes y dijo en gaélico:

Thady Boy Ballagh no es un nombre muy apropiado para un hombre rubio hecho y derecho, ¿no creéis?

O’LiamRoe la oyó. Echó una rápida ojeada a su bardo, pero estaba seguro de que el gaélico de Lymond era lo suficientemente bueno; además, aquella mañana se había vuelto a teñir el cabello de negro. Thady respondió en inglés:

—Me contaron que salí del cascarón amarillo como el azafrán y que por eso me bautizaron como mi padre. Lo único que llegaron a saber de su nombre es que le llamaban Boy. Como sonaba bien, no tuvieron motivo para cambiarlo al gaélico. ¡Oh, pero dejemos eso! —levantó la mirada mientras recogía las cartas—. Vuestros dulces ojos aturden con su simpatía… no es que tenga nada en contra, pero es que me distraen del juego —añadió Thady.

Ella respondió tranquila:

—Las mujeres crecen en Francia como tulipanes silvestres en el campo. ¿Acaso no os interesan?

Thady Boy sonrió barajando los naipes con sus dedos largos y finos.

—Mis naturales inclinaciones se han visto un poco restringidas con el toque de queda.

Ella se quedó mirando aquellos dedos.

—La Veuve de Dieppe debe de tener el corazón destrozado. ¿No la echaréis de menos por aquí, en el Loira?

Los naipes siguieron moviéndose, imperturbables. Tras ellos, entre el parloteo y las risas, O’LiamRoe se había quedado en silencio. Thady Boy se tomó su tiempo. Se repartió una mano a sí mismo, descubrió una carta y robó otra del mazo antes de hablar.

—No. Parece un alma cándida y dulce como las fresas con nata, pero es dura, de la cofradía del puño cerrado —dijo, y volvió a concentrarse en su partida, dando por terminado el asunto. Ella dio media vuelta y se alejó.

Transcurrió mucho tiempo todavía hasta que ella y su tía se marcharan, y aún más hasta que los demás visitantes las imitaran. Finalmente, los dos irlandeses se quedaron solos con su guardián, el arquero.

Por una vez, O’LiamRoe, sentado junto al fuego, permanecía en silencio con la mirada extraviada sobre el oscuro y esquivo rostro de Francis Crawford. Todavía seguían allí cuando las campanas anunciaron las doce de la noche y el comienzo de la madrugada del miércoles, primero de octubre de mil quinientos cincuenta, día de la Gran Entrada del rey Enrique II en su querida ciudad de Ruán y el último de la estancia de Francis en Francia.