IV Blois: Las artes menores

Son músicos y deportistas en general, es decir: jinetes y aurigas, tahúres y actores, lisiados y malabaristas y bufones y aquellos que caminan sobre sus manos. Todos los que practican las artes menores. Su categoría depende de con quien están, de quien les pague. No hay nobleza alguna en ellos.

Al llegar a Blois se encontraron la corte atestada de mujeres. El Rey, acompañado de lord d’Aubigny y de sus oficiales, se había ido de caza a Chambord. Las damas del castillo acogieron alborozadas la llegada de Thady Boy, famoso ya por su ácida e inagotable inventiva.

Cansadas de pasear por los glaciales y laberínticos corredores y de lanzarse dardos envenenados al calor de las perfumadas brasas de madera de enebro y romero, aburridas de los malabaristas y hasta de las actuaciones de Tosh, que se paseaba por la cuerda floja con su burrito y su arnés de madera de capitel en capitel, las damas de la corte se arremolinaron en torno a Thady Boy como nubéculas de pachulí y le dejaron el cerebro más pelado que una nuez. O’LiamRoe encontró a Oonagh en la casa de su amiga dedicada a pasear a caballo, a hacer volar halcones y a jugar al ajedrez con sus admiradores. El Príncipe se sumó, resignado y jovial, a sus pretendientes. Le había comprado un nuevo lebrel. Era un buen perro sí, pero no era Luadhas.

Una tarde, justo antes de que el Rey volviera al castillo, la reina Catalina invitó a O’LiamRoe a una de sus celebraciones vespertinas. La desgraciada ofensa de la cancha de pelota parecía haber sido prácticamente olvidada gracias a su bardo. Seguramente no faltaría mucho para que la última regia prohibición que aún pendía sobre su persona fuera también anulada. Acudió a la cita sonriente, verboso y sonrosado. Encontraba aquel despliegue de lujos de lo más entretenido. Aquellas damas le recordaron una bandada de exóticos pajarillos: llevaban hermosos vestidos con delicados encajes de Hainault, medias de rejilla y zapatillas bordadas con preciosas gemas. Pelucas y peinados almidonados sembrados de lentejuelas o envueltos en redecillas, acanalados o llenos de pequeños tirabuzones. Pieles de lince, jineta y marta calabresa, apestosas en el húmedo ambiente, sobre los vestidos y en los bonetes. Las cejas depiladas y el maquillaje semitransparente aplicado sobre narices y barbilla al que se aludía vulgarmente en el argot de moda como coffins à roupies[20], como le explicaría más tarde Thady Boy, ausente en aquella ocasión.

Más tarde el Príncipe fue presentado también a la Regente escocesa. El encuentro tuvo lugar en las habitaciones de la propia Reina madre. La acompañaban solamente lady Fleming y su hija Margaret. O’LiamRoe se había negado tozudamente a cambiar su azafranado atuendo por uno de los que las amables amigas de Thady Boy habían insistido en prestarle. No obstante, ante la indiferente tranquilidad de la Reina se dio cuenta de que ella ni se había fijado en su excéntrica y frisada capa. La entrevista se desarrolló en un tono formal y agradable. Al final de la misma, con una brusquedad que le produjo un sobresalto, la Reina le agradeció en su inglés mesurado y conciso su apoyo y ayuda en la creación del alter ego de Crawford de Lymond.

Habitualmente al príncipe de Barrow le encantaba burlarse de los que ostentaban el poder. En aquel caso había preferido ignorar el hecho de que si Lymond estaba en Francia a las órdenes de la Reina madre también lo estaba él, hasta cierto punto. María de Guisa pareció adivinar sus pensamientos.

—Lamento que nuestro común amigo haya tenido algún comportamiento ligeramente… poco ortodoxo.

—Pero Majestad, cuando un hombre exprime hasta la última gota de su sangre y hasta el tuétano de sus huesos para realizar una obra de arte, no debe tomarse en cuenta ni su atuendo zarrapastroso ni sus modales excéntricos ni su manera de comportarse a la mesa. Son precisamente la libertad de pensamiento, la ausencia de cualquier convencionalismo y la deliciosa tendencia a los excesos lo que permite al alma expandirse y llegar a lo más alto.

—Ciertamente parece que conocéis a la perfección la fórmula de Thady Boy —repuso lady Fleming con aspereza—. El alma de Thady debe estar expandida al máximo y planeando por lo más alto del firmamento a tenor de su execrable comportamiento.

O’LiamRoe sonrió, pero la sonrisa se fue desvaneciendo de sus labios. Una muñeca de trapo abandonada sobre un armario había captado su atención: tenía el pelo estropeado, estaba rota y fláccida. Algo en su interior se removió. Se le revolvió el estómago y el corazón comenzó a latirle aceleradamente ante lo que le pareció una funesta premonición.

El Rey regresó al día siguiente. Archimboldo Abernaci abandonó los jardines del château y se retiró al alojamiento que compartía en la ciudad con sus asistentes, algunos osos y Tosh el saltimbanqui. El burro, anticipando las duras jornadas que le aguardaban, había estado rebuznando insoportablemente en el patio del castillo. Oonagh O’Dwyer, en su segundo y último día en Blois, recibió la segunda y última visita de O’LiamRoe. En cuanto llegaron al castillo, los dos hermanos Borbón junto con unos cuantos jóvenes caballeros corrieron escaleras arriba al encuentro de Thady Boy como cachorros en busca de su madre.

A aquellas alturas esperaban de él mucho más que simple música. El bardo les contó alegremente una idea que se le había ocurrido mientras hacía noche en Neuvy y el grupito, encantado, se puso inmediatamente a hacer planes al respecto.

La idea consistía en hacer una carrera por parejas desde la colina de la catedral hasta el castillo siguiendo una ruta marcada por pistas previamente colocadas por la guardia del Rey. La ocurrencia se propagó con inusitada rapidez. Por la tarde, tras la cena, mientras la corte se disponía a presenciar el espectáculo de lucha libre que se celebraba aquel día, la guardia en pleno se puso manos a la obra con febril entusiasmo. Lord d’Aubigny era uno de los pocos hombres aun en servicio que tenía experiencia en ese tipo de juegos. El ambiente de animación que se había generado con el asunto no le hacía ninguna gracia. Uno de los arqueros tuvo que ser devuelto al castillo con una pierna rota, lo cual aumentó el jolgorio general. El Rey no había sido informado sobre el tema, precaución natural por otro lado en este tipo de juegos. Fue idea de Thady Boy que la carrera tuviera lugar al anochecer. Y sobre los tejados de Blois.

La tarde llegó a su fin. Los luchadores terminaron. La Reina se levantó. El Rey se retiró. Entonces, buena parte de la corte de Francia, acompañada de sirvientes portando antorchas, de arqueros, hombres de armas y de unas cuantas damas discretamente cubiertas con capas, abandonaron el recinto del castillo y se dirigieron colina arriba hacia la zona más alta de Blois. En cabeza, trotando al lado del mariscal de St. André, de los Coligny, de los Borbones, de los jóvenes de Guisa y de los músicos, Thady Boy explicaba a sus entusiastas y corteses acompañantes su intención de hacer una pausa durante el camino para dar una serenata.

El Hôtel Moûtier estaba situado en la Rue des Papegaults en una de las zonas más alejadas de Blois, sobre una de las laderas escarpadas que descendían de la catedral. Se alzaba imponente con sus elevadas torretas y buhardillas. A la luz del ocaso podía distinguirse un patio pavimentado con mosaico veneciano, adornado con una fuente y hermosos naranjos al que daban unas pequeñas ventanas con vidrios de colores y alféizar de mármol. Siguiendo hacia arriba por la corredera de St-Michel, se sucedían las mansiones de altos muros, tan pegadas las unas a las otras que a veces se hacía difícil distinguir a cual pertenecían los desgastados peldaños de la entrada o el pavimento adoquinado de los rellanos. El perfumado humo de enebro que salía de sus chimeneas se colaba indistintamente por las buhardillas de los vecinos edificios. En alguna de las casas se veían galerías acristaladas que asomaban a la calle, construidas por su acaudalado propietario. Tras las ondulantes sombras de los árboles se adivinaban gárgolas, grifos y querubines pintados decorando los patios y jardines. Era el barrio de los mercaderes adinerados, de los funcionarios de la ciudad y de los oficiales de alto rango y sus familias que pertenecían a la corte actual y a la anterior. La casa del propio Condé se encontraba en esta zona. Los de Guisa vivían algo más abajo, al pie de la meseta del castillo.

La Rue des Papegaults era tranquila a pesar de estar profusamente construida. De noche no solían recorrerla los jinetes. El ruido de cascos de un solo caballo habría retumbado en muros y pavimento como una pequeña marejada. Un grupo de jinetes habría sonado como una tormenta desatada. Los habitantes de aquella zona tampoco solían aventurarse afuera cuando caía la noche y, de hacerlo, iban provistos de antorchas y espadas. Por eso, si un grupo de personas con intención de hacer una carrera o de cantar una serenata pretendía pasar desapercibido, estaba obligado a circular a pie.

Hélie y Anne Moûtier se marcharían al día siguiente de Blois para pasar el invierno en el sur, como cada año. Por lo tanto, Oonagh O’Dwyer haría lo propio regresando a Neuvy con su tía. Todos los pretendientes de la irlandesa que no eran requeridos en aquel momento en la corte habían acudido al Hôtel Moûtier para acompañarla en aquella su última tarde en Blois. Con ellos habían venido también unos cuantos amigos de sus anfitriones. O’LiamRoe se contaba entre los visitantes, haciendo gala de una moral y obstinación incuestionables.

A media noche, el baile y el vino se habían terminado y los invitados se habían despedido. Todos menos O’LiamRoe. Sentado ante el crepitante fuego, Hélie dormitaba con la boca entreabierta junto a su joven esposa, las manos enganchadas en su jubón abierto. El Príncipe estiró las piernas manchadas de barro que rozaron el mantel de encaje de la mesa y, mirando a Oonagh O’Dwyer, enarcó una ceja. La joven estaba sentada en un sillón con expresión soñadora; el cabello se le había soltado mientras bailaba. El fuego hacía relucir los cubiertos de plata en el mantel, junto a su codo. El fulgor de las llamas arrancaba destellos a los paneles de madera de doradas molduras enceradas a prueba del calor y el humo y dibujaba sombras en la esculpida chimenea. Incluso a medio vestir, Hélie Moûtier parecía lo que era: un próspero mercader. Las mangas del vestido de su esposa Anne, definitivamente dormida a su lado, estaban cuajadas de perlas.

O’LiamRoe volvió a mirar a Oonagh, que yacía con la cabeza apoyada sobre el mullido terciopelo. También ella iba ricamente ataviada, pero lo hacía con la indiferencia y la naturalidad de una sirena. El resplandor de las llamas dibujaba dos sombras bajo los ojos en aquel rostro inmaculado. Desde su visita en La Croix d’Or era la primera vez que O’LiamRoe la tenía sólo para él. Habló en voz baja, para no despertar a sus primos:

—Resulta extraño que hayáis venido a Francia a encontrar marido, ¿no os parece? ¿Qué pasa con todos los espléndidos sajones y con los susceptibles celtas y las interminables mezclas de unos y de otros que podríais encontrar en Irlanda?

La tenue luz de la chimenea permitió vislumbrar un movimiento casi imperceptible en el rostro de la joven, pero su voz sonó absolutamente impersonal, ni irritada, ni animada. Tampoco su cuerpo expresó sentimiento alguno.

—A mí me parece mejor perspectiva que quedarse metida en una choza de adobe con un cuenco de sopa de col, arenques salados y ajo sobre las rodillas. Si no, ¿por qué estáis aquí vos?

—Por mi desconfianza hacia los cambios, me temo —dijo O’LiamRoe—. Desde que Su Majestad Enrique VIII, rey de Inglaterra y de Irlanda, decidió ir por libre, en todos los rincones del país lleva fraguándose una misma idea, apoyada y dirigida por emisarios secretos venidos de Francia, de Escocia y del Papa, todos ellos ansiosos por conducir a nuestro viejo y oscuro país por el luminoso camino de la gloriosa independencia.

—¿Vos no estáis involucrado con los independentistas? —dijo Oonagh girándose rauda hacia él.

—¿Yo? —respondió asombrado O’LiamRoe—. No, no. La política es para los políticos. Los hijos de Liam nos contentamos con nuestro castillo, nuestros brezales y con pasar alguna que otra velada en animada charla alrededor de un buen bacalao seco en Slieve Bloom y hacer alguna que otra visita ocasional a las parameras colindantes para socializar un poco.

La joven dirigió la mirada hacia el fuego frunciendo sus negras cejas con expresión pensativa. Se quedó meditando unos instantes las palabras del Príncipe, sus ojos verdigrises fijos en las llamas.

—Así que os sentís a gusto bajo el dominio solapado y arbitrario de los virreyes ingleses. No os preocupa la posibilidad de ser enviado a Londres para ser encarcelado o incluso ejecutado sin que medie juicio alguno. Los escoceses tienen ocupado el Ulster desde el Arrecife de Los Gigantes hasta Belfast y el propio James MacDonnell ha establecido su gobierno en las Cañadas de Antrim además de en los territorios de las Hébridas. Pero a vos os da lo mismo. No os molestan las guarniciones que se han asentado en el país, ni la permanente devaluación de la moneda, ni el hecho de que llevemos siete años sin tener un Parlamento en Irlanda…

Se hizo un silencio, roto al poco por la suave voz de O’LiamRoe.

—La última vez que tuvimos un rey supremo en Irlanda, mo chridhe, fue hace trescientos cincuenta años. No soy un rígdomna.

La sangre uñó de rojo la blanca tez del rostro de la joven, cubriéndola de rubor hasta las orejas. Hélie, hundido cada vez más en su butaca había empezado a roncar. La respuesta de Oonagh, desde el otro lado de la mesa, llegó en voz baja:

—¿Acaso no os importa vuestro país ni un poco? Me cuesta creerlo.

—¿Qué sentido tendría involucrarme, añadir mi voz a la de todos esos intelectuales y lores eruditos tan preparados, dedicados a discurrir y planificar? —dijo O’LiamRoe en tono de amable reproche—. Puedo entender y apruebo la caritas generi humani. Y ya que insistís os diré que, en efecto, les presto mi apoyo; pasivo, claro. Pero pensad por un momento dónde acabaría el equilibrio, dónde acabarían la objetividad y el sentido de la proporción si no hubiera nadie que, de vez en cuando, se subiera a la barrera para mirar desde fuera y asomándose, chasqueara la lengua ante el panorama —su tono se había vuelto severo—. No tiene sentido que intentéis provocarme, querida mía. Como dijo el Papa a Hipólito: «Está loco el diablo. Está loco. No quiere hacerse sacerdote».

Había hablado con absoluta sinceridad. Tras un profundo silencio, ella dijo en tono acusador:

—Pero entonces, ¿por qué quedaros en Francia? Sin duda os resulta obvio que…

—Es evidente, en efecto —la interrumpió él—. Pero deseo proponeros algo. Tengo la intención de regalaros, para que los disfrutéis desde ahora hasta que os caséis y si es que consigo por fin entregároslos con vida, una reala de siete perros de caza encadenados con eslabones de plata y manzanas de oro. Así, cuando cabalguéis por los bosques persiguiendo al venado y los perros os ayuden a cazarlo, os acordaréis de O’LiamRoe.

Las palabras, aunque irónicas, tenían un tono ligeramente divertido. Ella se volvió hacia él buscando su mirada, súbitamente enternecida, la blanca frente surcada de finas arruguitas que no habían aparecido hasta entonces.

—Ya tengo perros suficientes, O’LiamRoe. Y amantes también.

—Pero no tenéis un solo amigo —dijo él—. Ni perro, ni hombre. He pensado que yo podría ser un poco de ambos.

—Lo que le ocurrió a Luadhas —dijo Oonagh— es lo que le ocurre a mis amigos. Vuestro lugar, lo habéis dicho vos mismo, está afuera, sobre la barrera. Aún en el caso de que me gustarais o de que os amara, mi respuesta sería la misma.

—¿Y me amáis quizás? ¿Os gusto acaso un poco tan sólo? —El tono de las palabras era ligero, pero O’LiamRoe tenía el rostro rígido.

Aquel fue el momento que Lymond escogió para comenzar el redoble de tambores. Un ruido ensordecedor arrasó las calles. Las luces se encendieron en los altos edificios. En el Hôtel Moûtier, Hélie se puso en pie de un salto, jadeando, despertando también a su mujer. Oonagh O’Dwyer se quedó petrificada en su sillón; el momento, la emoción, la respuesta, perdidas para siempre.

O’LiamRoe fue el primero en abalanzarse hacia el balcón. También fue el primero en divisar entre las sombras de los arbolillos que se mecían en la negra noche, la calzada iluminada a la amarilla luz de las antorchas y atiborrada como un semillero de jóvenes, relucientes sus diamantes, su desdeñoso aburrimiento y su escandalosa animación bajo las abiertas ventanas de los edificios vecinos. Los dos tambores situados hacia la mitad de la multitud redoblaron como cañonazos y después enmudecieron. Se sucedió una pausa acompañada de un suspiro colectivo. Entonces, los trompetistas del séquito del mariscal de St. André desgarraron el aire de la noche con una fanfarria digna del órgano del mismísimo obispo de Winchester, desgranando un himno que era en sí mismo un prodigio de alabanzas.

—¿Qué es eso? —La pregunta de Anne Moûtier fue apenas audible, pero la respuesta de O’LiamRoe fue rotunda y pronunciada en un tono de voz que no era ni suave ni divertido.

—Unas cuantas trompetas, un pífano, una viola, dos tambores, un trío de flautas y ese joven y estrambótico espécimen llamado maese Thady Boy Ballagh.

La implacable serenata en honor de Oonagh O’Dwyer estaba en pleno apogeo ante la incisiva mirada de media corte.

El intento del Príncipe de templar los ánimos no dio resultado. La joven se acercó a la ventana para ver con sus propios ojos a Thady Boy, que dirigía el estruendoso concierto apostado en la misma puerta del jardín. Su furiosa reacción fue contenida a tiempo por el brazo y las sabias palabras de Hélie Moûtier.

—Quieta, pequeña. Si no tienen intención de agradaros, entonces es que tienen intención de probar vuestro temple. En ambos casos, lo mejor será que os mostréis tranquila. Quedaos en la ventana y sonreíd.

—¡Sonreír! —Se quedó mirándolo con expresión ultrajada—. ¿A ese hatajo de castrados ineptos?

—No será necesario. Voy a hacer que se callen —dijo O’LiamRoe.

—¿Para qué? ¿Para convertirnos en el blanco de los cotilleos y bromas de la corte? —El tono de su voz lo dejó petrificado—. Si necesitara un paladín, estúpido, no escogería nunca al gato gordo de frente blanca del Breasal Breac. —O’LiamRoe retrocedió y la música siguió sonando.

Tocaron piezas de Brumel, de Certon, de Goudimel y de Lassus, de Willaert y de Le Jeune, cada cual peor interpretada que la anterior. La guardia nocturna acudió pero desapareció casi de inmediato tras recibir unas monedas. Las protestas de los enfurecidos durmientes fueron rápidamente acalladas tras unas pocas palabras o una mirada significativa de d’Aumale, de St. André o d’Enghien. O’LiamRoe, desde las sombras, observaba la espalda rígida de Oonagh mientras miraba desde el balcón escuchando la serenata. Poco después se volvió hacia él y, sin disculparse por sus anteriores palabras, le pidió que le hiciera un favor. Sin meditarlo siquiera, el Príncipe accedió, presa de un impulso similar al que en su momento tuvo su perra Luadhas. Mientras tanto en la calzada, Thady Boy, abrazado al poste de la verja, desgranaba canciones en gaélico.

De entre aquellas mujeres que llegaron

De Escocia y de Irlanda

Ella es la del cabello de cabra

Ella es la que trepa por las rocas…

Los ojos de la joven relampaguearon al escucharlo. O’LiamRoe, que la observaba en silencio, se sintió inundado de nuevo de una blanda y extraña ira.

Al poco rato ella se retiró del balcón y las puertas del Hôtel Moûtier se abrieron para dejar entrar en el patio a los músicos e invitarlos a vino y sopa como gesto de buena voluntad. Irrumpieron acompañados de algunos sirvientes sedientos, de unos pocos hombres de armas y de otros tantos esperanzados transeúntes. Los caballeros de la corte, perdido ya todo interés, habían seguido su camino. Ante la atenta mirada de toda la multitud agolpada en la calle, Oonagh cruzó el patio repartiendo ella misma la humeante sopa a la luz de la luna. Así se topó con Thady Boy, envuelta en la espiral del vapor del caliente caldo.

El bardo la observaba sonriente. Su rostro, resplandeciente a la luz de las antorchas, parecía de nuevo la máscara maliciosa de Quetzalcoatl. Ella le puso un cuenco en las manos.

—Gracias, maese Ballagh. No sabía ya qué hacer para llamar la atención de los Grandes de Francia —dijo con voz contenida.

Thady Boy metió un largo dedo en la sopa y lo levantó.

—Cantan como ruiseñores, ¿verdad? Ah, esta noche ha resultado un triunfo para Irlanda. Fijaos que contábamos con hasta tres flautas y la flauta no suele ser un instrumento muy dispuesto a salir de la cama y a sonar pasadas las nueve de la noche, creedme… ¿Eran acaso los bigotes de O’LiamRoe los que me parecieron atisbar junto a vos hace un rato?

—Pues sí.

—Mi dueño y señor en persona. ¿No va a bajar?

—Pues no. Y creedme, os conviene que no baje. ¿Creéis que está complacido con vuestra actuación? —dijo Oonagh.

Thady Boy la miró simulando una expresión cariacontecida.

—¿No lo está?

—No, no lo está. —La voz de O’LiamRoe sonó como un latigazo junto a él. El príncipe de Barrow, ignorando ostentosamente a su bardo, continuó hablando con Oonagh—. Vuestros primos han insistido amablemente, pero finalmente he decidido no quedarme. Hay unas cuantas cosas que debo solucionar y creo que el castillo es un lugar más indicado.

Oonagh dio un paso en su dirección y después se quedó quieta. Thady Boy no estaba ya con ellos. Al girarse en su dirección le vio, rodeado de un grupo de trompetistas borrachos entonando una canción mientras dos de los hombres de St. André provenientes de la calle le insistían para que se apresurara a seguirlos. La carrera estaba a punto de comenzar.

Oonagh se enteró de la carrera a través del instrumentista de viola, que guardaba su instrumento en la funda con expresión malhumorada. El hombre tenía frío, estaba cansado y harto y no tenía intención alguna de esperar a que aquellos jóvenes terminaran su aventura por los tejados, desde la colina de la catedral hasta el castillo en plena noche.

—Están locos —dijo—. Y borrachos —añadió—. Van a partirse el cráneo.

—Eso —dijo Oonagh O’Dwyer secamente— sería una excelente noticia.

Más arriba de la Rue des Papegaults la vieja plaza, iluminada por la luna, estaba repleta de gente que iba y venía como atraída por un imán invisible, envueltos en el humo de las antorchas que resplandecían con brillo cobrizo alumbrando la silueta de la catedral a medio terminar. La población de más edad de Blois se había retirado por fin a dormir, taponándose los oídos entre murmuradas protestas. Pero la plaza seguía atiborrada por una ecléctica multitud proveniente del estrato trabajador, de los siervos, los juerguistas y todos los seguidores de los participantes en la competición, ansiosos por asistir a la carrera cuyo comienzo estaba previsto sobre los azules tejados de pizarra de la hostería de St. Louis.

Ignorante de la situación Robin Stewart, que regresaba de hacer un recado para lord d’Aubigny, no pudo evitar ser arrastrado por la corriente de gente que subía hacia la colina de la catedral. La bulliciosa multitud le empujó inesperadamente contra la mullida envergadura de maese Ballagh. De pronto sintió que alguien le agarraba del brazo.

—¡En nombre de Moisés! ¿Quién os ha mandado llamar? ¿Qué criatura de Dios os ha hecho dejar vuestro puesto a estas horas? —Era evidente que Thady Boy había pasado un buen rato bebiendo en la hostería—. Pensaba que estabais de guardia.

—Y lo estoy. Iba camino de vuelta. ¿De qué va toda esa tontería que ha llegado a mis oídos? ¿No pretenderéis tomar parte en la carrera de obstáculos en vuestro presente estado, verdad?

El moreno y sudoroso rostro le miró con expresión de reproche.

—¿Qué estado?

—Y encima de noche. Os mataréis. Dios mío, ¿acaso no sabéis que Su Majestad adora a St. André? Si le pasara algo y el Rey se enterara de que ha sido por culpa vuestra…

—Si le passha… le pasa —dijo Thady soltándole—. Además hay una dama cada cinco pasos que aguarda para recogerle si se cae.

—Pero vos no tenéis por qué romperos la crisma. Vos os venís conmigo —dijo Robin Stewart agarrando al bardo firmemente por el brazo.

Tras un forcejeo, el arquero se encontró sujetando un vacío jubón en sus manos. Thady Boy soltó una carcajada desde los muros de la hostería cubiertos de hiedra y comenzó a trepar por ellos hasta que finalmente su cabeza sin sombrero y despeinada se recortó sobre el oscuro y límpido cielo cuajado de estrellas. Desde allí arriba llamó a Stewart.

—¡Subid! ¡Necesito a mi pareja aquí arriba!

—¡No seáis idiota! ¡Bajad!

—¿Tenéis miedo?

El arquero se mordió los labios.

—Bajad, estúpido. Dejad que los otros se maten si quieren. Este no es vuestro maldito país.

—Ni el vuestro. Demostradles cómo se hacen las cosas en vuestro país. Subid aquí conmigo.

Un maullido desgarró el momentáneo silencio. El arquero miró hacia arriba poniendo los ojos en blanco.

—Hace falta mucho más coraje para negarse a hacer una locura que para dejarse arrastrar por un hatajo de… —empezó a decir Stewart.

Lymond se deshizo de sus zapatos de una patada, resuelto y con una desenvoltura diabólica. El calzado cayó desde los tejados de Blois describiendo en el aire dos arcos brillantes y estrellándose con un golpe seco sobre la calzada. Después, arrodillándose, extendió su mano hacia el arquero.

—Amigo Robin… venid a correr conmigo.

Y allá que fue.

Robin Stewart recordaría aquella noche el resto de su vida. También lo haría el príncipe de Barrow, que en aquel momento se dirigía hacia el castillo a grandes zancadas con Piedar Dooly pegado a sus talones. Caminaba haciendo caso omiso de las siluetas que se cruzaban semiocultas a su alrededor, tratando de digerir un sentimiento nuevo para él que le provocaba una auténtica y quizás desafortunada revolución de mente y cuerpo. También sería una noche memorable para Jenny Fleming que yacía acompañada en el lecho de su bonita habitación del castillo. Y sería, por último, también inolvidable para Oonagh O’Dwyer, sentada a solas ante un fuego moribundo en el Hôtel Moûtier, donde permanecería el resto de aquella larga noche.