II Dieppe. La trampa y el ciervo

En lo que se refiere a las trampas y al cazador furtivo, tanto el ciervo que el cazador espanta como el que no espanta, ambos caen en la trampa.

Dieppe, la ciudad de las limas, dormía. Sobre sus murallas, sobre el puente, en sus amplios puertos, los centinelas vigilaban atentos. Los barcos de pesca habían salido a faenar. En el río, pequeños farolillos parpadeaban delatando la presencia de las galeras que semejaban ballenas aproadas al muelle. En tierra firme, las calles olían a arenques y a la pintura todavía fresca con que se habían remozado las casas en honor a la visita de la reina de Escocia; aquí y allá ondeaba alguna banderola olvidada con el emblema de la casa de Guisa.

La Reina ya había partido hacia el interior con sus dignatarios. Al día siguiente, los invitados irlandeses del rey de Francia los seguirían, pero, aquella noche, tras los rigores de la travesía marítima, descansaban sobre los mullidos colchones de la fonda El Puercoespín cuyas ventanas ya se encontraban a oscuras.

Tampoco había luz en La Pensée, la preciosa mansión de Jean Ango, último alcaide del castillo. Sin embargo, al menos uno de sus residentes permanecía despierto. Inmóvil junto a las tranquilas fuentes de la terraza, Tom Erskine miraba a través de los emparrados hacia el río iluminado por la luna y esperaba a su visitante con encomiable paciencia, rodeado de los trémulos huesos de mármol de los dioses áticos de Jean Ango.

La frágil paz que se había instalado en Europa en fecha reciente había tenido como consecuencia un duro viaje y negociaciones más arduas, si cabe, entre los hombres de Estado escoceses. Erskine se encontraba allí de camino a Flandes; realizaba aquel viaje no sólo por su cargo como consejero mayor de la Reina, sino porque su sentido común había hecho de él la aguja y el hilo con los que María de Guisa tejía sus tramas políticas.

No había sido el sentido común, sin embargo, lo que le había llevado a subir a la terraza, sino la curiosidad por descubrir por qué camino llegaría su visitante. Permaneció relajado, esperando en la tibia noche de septiembre, confiado, de buen humor. El hombre que esperaba, como el silencioso artista que era, llegó cuando menos se lo esperaba. Le pareció oír una tenue risa y sintió una especie de remolino de brisa fresca. Una voz agradable y conocida llegó de entre las sombras.

—¡Qué encantador, querido! ¿Jugamos al escondite?

—¿Estáis ahí? —Tom Erskine se volvió rápidamente, buscando en la oscuridad—. ¿Dónde estáis? —repitió.

—Pues parece que sentado sobre la rueca de Cloto[3] poniendo a buen recaudo las tijeras. Una de las pocas ventajas de la educación clásica. —En efecto, sobre una de las estatuas se movió una sombra, saltó y aterrizó ligera sobre el suelo. Una mano tocó su brazo con delicadeza.

—Llega el astuto zorro, el enemigo de las viudas. Entremos —dijo Crawford de Lymond.

Lymond iba enmascarado. Su esbelta silueta vestida de negra seda, con el brillante cabello oculto en una capucha, encajaba a la perfección entre la colección de esculturas de Jean Ango. Se quitó la máscara y Erskine quedó cautivo una vez más de aquella intensa mirada azul; vio de nuevo la boca impía, la delicada y pálida piel del hermoso rostro del joven Francis.

No había creído por un instante que Lymond fuera aceptar la petición de la Reina madre. Tampoco creyó posible, al llevar de vuelta la respuesta de Lymond, que la Reina madre acatara sus condiciones. Y sin embargo aquella absurda relación, distinta de la de Soberana y súbdito o de aliado y socio, se había establecido entre ellos contra todo pronóstico. Tenía ante él a Crawford de Lymond, agente independiente, cuya presencia en Francia se habría de prolongar durante el invierno que tenía previsto durar la visita de la Reina a dicho país. La información que el joven debería facilitar a la Reina sobre el mundo de intrigas, maquinaciones y secretos en el que había aceptado infiltrarse, dependería exclusivamente de su propio criterio. Por otro lado, la Reina regente no le debería nada, ni siquiera protección o apoyo en caso de ser descubierto. Por lo que parecía, el pacto al que habían llegado satisfacía a ambos.

Lymond y Tom Erskine tenían poco en común, por lo que su charla sobre asuntos personales duró lo que tardaron en escanciar dos copas de vino del rey de Francia. Al poco de sentarse, Tom, levantándose de nuevo, exclamó ceremoniosamente:

—¡Bienvenido a Francia!

—Gracias. Imagino que Su Excelencia la Reina madre ha llegado bien.

—Así es. Llegó la semana pasada. El rey de Francia se encuentra en las afueras de Ruán, esperando para hacer una de sus malditas entradas solemnes. Ella está yendo a su encuentro y la van a instalar en Ruán durante las celebraciones. Después la corte al completo se trasladará al sur para pasar el invierno.

—Mientras vos os dirigís a Bruselas. Qué injusticia. —Se hizo un breve silencio. El enviado especial Tom Erskine se preguntó, presa de una cierta desesperación bastante habitual ante aquel personaje, qué más sabía Lymond. Tom se encontraba camino de Bruselas y Augsburgo para concluir un tratado de paz con el emperador Carlos o, en su ausencia, con su hermana la reina de Hungría. El tratado de paz no era especialmente deseado en Escocia, donde los avezados marineros escoceses disfrutaban abordando tranquilamente a los galeones flamencos. Pero el canciller escocés, sometido a la presión de Francia, había acabado por acceder; en su momento, sin duda, la reina regente de Escocia recibiría su debida compensación por parte de Francia.

Era un tratado de paz sobre el que el Emperador en Augsburgo tenía sus dudas, que se acrecentarían aún más si supiera que Tom Erskine acababa de llegar de Londres, donde había comenzado a negociar un tratado de paz con Inglaterra, acérrima enemiga del Emperador en la actualidad. La paz entre Escocia y su vecina Inglaterra todavía no se había firmado formalmente, pero se había acordado una tregua. Erskine, con la mano en el corazón, podría jurar en Bruselas que todo contacto o intercambio entre Inglaterra y Escocia seguía haciéndose mediante salvoconducto; que la visita de la Reina regente a Francia no tenía otro objetivo que el de satisfacer el natural deseo de una madre de ver a su hija, la Reina, y que su propio viaje al país galo tras su embajada en Bruselas obedecía a su obligación de cerciorarse del buen estado de Su Majestad y de la pequeña reina María de Escocia.

Pedía a Dios que Lymond lo creyera también aunque, por la expresión maliciosa que emanaba de este, albergaba serias dudas. El propio Lymond, no obstante, se limitó a preguntar:

—¿Y María la reina de Escocia, nuestra ilustre Princesa?

—Con su madre. —Erskine dudó en continuar, desconfiando del tono del otro. Durante la estirada y protocolaria recepción de bienvenida en Dieppe se había producido un momento pintoresco al reencontrarse la Reina regente con su hija de siete años. La niña llevaba en Francia dos años. La reina María y la Reina madre habían roto a llorar. Tras aquella visita de la Regente, la Reina madre se marcharía de nuevo y María permanecería en Francia para casarse con el Delfín en seis o siete años. Aunque María fuera la Reina de los Escoceses había olvidado a la mayoría de sus súbditos.

Lymond dijo:

—Y ahora contadme, ¿cuales de vuestros encantadores compañeros han venido con la Reina madre desde Escocia? Erskine mostró alivio.

—Vive Dios que esta vez ha venido con un séquito de auténticas comadrejas, Francis… el Consejo Privado prácticamente al completo. Todos los granujas a los que no puede dejar en casa, pues no se fía de ellos. Más os vale ir con cuidado.

Había una pequeña espineta de marquetería en un rincón. Lymond dejó su copa sobre la mesa; levantándose, caminó hasta el instrumento y se sentó frente él.

—No me reconocerán. ¿Quiénes son?

Erskine los enumeró. El conde de Huntly estaba entre ellos; y lord Maxwell, y lord James Hamilton, heredero del canciller de Escocia. Después añadió, mirando a Lymond:

—Y dos de los Douglas. James Douglas de Drumlanrig y sir George.

Francis Crawford y la familia Douglas eran antiguos oponentes, pero su mención pareció complacerle.

—¡Qué prometedor! ¿Alguien más?

—Un montón de Erskines. —Tom sonreía ahora. Su familia, desde el padre hasta el hijo, habían sido siempre incondicionales de la Corona. Su propia mujer, Margaret, había viajado en calidad de dama de honor de la Reina madre; Jenny, lady Fleming, su suegra, era la institutriz de la pequeña Reina y los hermanos pequeños de su esposa, sus compañeros de juego. Hasta sus dos hermanos se hallaban en el séquito, y su padre, actualmente inválido y ausente, había sido el tutor de la pequeña María desde que vino a vivir a Francia.

Tras relatarle la extensa lista de familiares que acompañaban a la Reina, Lymond preguntó:

—Y con esa cantidad de Erskines, ¿qué hago yo aquí?

—Tocar la espineta —dijo el enviado especial—. Y demasiado bien, ¡condenado!

El hermoso y agradable caudal de notas continuó sonando.

—Amortigua nuestras voces. Vuestros amigos quedarán asombrados de vuestro talento musical.

—Prácticamente todos mis amigos saben que no sé tocar ese chisme. ¿Qué más necesitáis saber? No creo que tenga que explicaros cómo es la corte de Francia. Es la más…

—Es un nido de víboras —dijo Francis Crawford—. Podría contaros mucho más de lo que desearíais saber sobre ella. —Mientras deslizaba sus dedos sobre las cuerdas, dijo sin rencor—: Las universidades, las prisiones, los salones y los burdeles, los palacios, el arte, los recitales, los banquetes, los amoríos, el pan y la sal de las relaciones más heréticas imaginables. Conozco bien su lenguaje seductor y también el de los navajazos, el de los latigazos. Si hay peligro, daré con él. Ahora debo partir.

Erskine, levantándose a su vez, dominó el impulso de protestar. Lymond se había comprometido únicamente a notificar su presencia en Francia, pero a nada más; y había cumplido acudiendo puntualmente a su cita. Tom le preguntó:

—¿Habéis tenido que esperar mucho aquí en Dieppe?

Lymond arqueó las cejas en una indescifrable expresión pero su respuesta fue perfectamente ortodoxa.

—Cinco horas. Nada más.

La verdad, como un rayo en el agua, se abrió paso en la mente de Tom Erskine.

—Dios santo… no habréis llegado hoy en ese barco con el agujero…

—¿Que si he llegado…? —Durante un momento la expresión de Francis delató sus verdaderos sentimientos—. Prácticamente he tenido que venir remando con ese condenado cascarón entre los dientes. Tuvimos una colisión catastrófica durante la travesía. Volcamos. Diecinueve muertos y veinticinco heridos; hemos hecho la travesía con un capitán inútil y una tripulación con la misma práctica en navegación que en aporrear un yunque.

Erskine, muy nervioso, paseaba de un lado a otro por la habitación.

—Os vi llegar. Una galera totalmente escorada con los cañones dirigidos a puerto, desaparejada y casi desarbolada, ¡dios! Chocasteis contra un galeón, ¿verdad? Dicen que la causa ha sido en un noventa por ciento lo mal tripulada que iba y el resto culpa de la pésima suerte.

—Desde luego el Gouden Roos sí que ha debido pensar que ha sido mala suerte, o eso creo —dijo Lymond divertido—. Después de todo lo que le habrán pagado para hundirnos.

Erskine se sentó.

—¿Estáis seguro?

—Sí.

—¿Lo piensa alguien más?

—Lo dudo. Ya habéis oído la versión que se ha difundido sobre la colisión.

La conclusión de Tom Erskine fue tajante.

—La coartada irlandesa que os habéis buscado es una locura. ¿Cómo pretendéis trabajar si os atacan antes siquiera de haber empezado? Imagino que estáis empleando el nombre de un personaje real.

—Sí, por supuesto. Pero es una persona que pocos conocen de vista. Concedednos un poco de inteligencia.

Erskine imaginó que Mariotta, la cuñada irlandesa de Lymond, le habría ayudado.

—Así que os dirigís a la corte de Francia para que la Corona francesa os adoctrine sobre la necesidad de echar a los ingleses de Irlanda —repuso Erskine. Siempre había opinado que era un plan idiota y arrogante, pero no expresó sus pensamientos en voz alta. Fue recompensado con una inesperada explicación.

—En efecto —dijo Lymond—. Es un medio sencillo de aproximarme al círculo del Rey sin ser identificado. Mi apuesta se basa en la esperanza de que el rey Enrique proporcione a O’LiamRoe una larga y lujosa estancia en la que pueda saborear las delicias que le proporcionaría la posible alianza con Francia. En ello confío.

La voz de Erskine sonó aún más mordaz de lo que él mismo esperaba.

—¿Y qué hay del ataque que habéis sufrido? No podéis solicitar la protección de Francia y esperar tener un guardaespaldas pegado a los talones todo el tiempo. ¿Quién está detrás?

La voz de Lymond estaba impregnada de malicia.

—¿No sería estupendo descubrirlo? ¿Por quién pensáis que teme más la Reina, por sus aliados o por su vida? —Levantándose, abrió los pestillos de las ventanas—. Está convencida de que sin las tropas y el dinero de Francia, Escocia no podrá liberarse nunca de la amenaza inglesa.

Por otro lado, he oído decir que en Francia existe una facción que desaprueba que la familia de los de Guisa envíen al extranjero su buen dinero francés. Espero —dijo Lymond abriendo la ventana— que no ocurra nada serio. Mis intenciones son básicamente frívolas.

De pie, a su lado, Erskine preguntó bruscamente:

—¿Por qué habéis venido? Desde luego no porque la Reina madre os lo pidiera.

—La Reina madre —dijo Lymond—, como bien sabéis tanto vos como ella, ha montado toda esta trama para obtener mi compromiso con su causa, pero me temo que va a quedar decepcionada. Dispone ya de todos los informantes que pueda desear.

—Y todos y cada uno están bien vigilados —dijo Tom Erskine secamente—, incluida mi esposa.

—Soy consciente —dijo Lymond— de que se espera de mí que pinche al diablo con su propio tridente y luego haga desaparecer a los niños tocando la flauta; pero entremedias estoy decidido a dedicar mi tiempo libre a solazarme con mis amistades.

Hubo una pausa más larga quizás de lo que ninguno de los hombres pretendía. Entonces, Lymond apoyó su mano desprovista de joyas sobre los anchos hombros del consejero.

—Dedicaos a Flandes y a vuestros tratados y dejadme a mí las orgías. —Y tras mirar por la ventana, saltó hacia afuera apoyándose sobre el alféizar.

—Dulce Cloto, ¿dónde os halláis?

La noche estaba oscura. Tom Erskine, asomándose, distinguió a la sombría diosa envuelta en un flamante abrazo; después la sombra se movió y las afrentadas parcas se quedaron solas.

Más tarde, aquella misma noche, al pasar un centinela ante la fonda El Puercoespín, vio un resplandor rojizo en una de las ventanas. Aporreó la puerta; los mozos de las cocinas despertaron a la casa y cocineros, posadero y pajes se abalanzaron hacia la habitación de O’LiamRoe.

La cama con dosel estaba envuelta en una cortina de fuego y algunas llamas habían prendido ya los paneles de madera de la pared. Provistos de escobas, alfombras y cubos, se dirigieron a la cama, con el acre humo cegándolos y consiguieron apagar el fuego.

El lecho se encontraba vacío, salvo por un chamuscado y abandonado camisón.

El propio dueño de la posada, junto con Robin Stewart, lideró la angustiosa búsqueda, que duró hasta que se extinguieron las llamas. Encontraron a maese Ballagh en su cama empotrada, profundamente dormido rezumando aqua vital y le dejaron dormir. Por fin, en el granero, encontraron a O’LiamRoe roncando plácidamente sobre la paja junto a Dooly. Con asombro, miró los rostros que le rodeaban, iluminados por las lámparas de aceite y cuando fue puesto al corriente de lo sucedido, le prodigó sus graciosas condolencias al posadero. Había sentido, explicó, un cierto frío entre las sábanas, lo que le había impulsado a reunirse con Dooly en su cálido nido, donde, Dios sea loado, se habían dormido los dos en un periquete, tan a gusto como dos huevos recién puestos. Dicho esto, se levantó y, envolviéndose en su manto tieso de salitre, se dirigió a explorar los daños.

Las preguntas cruzadas, las acusaciones, los interrogatorios más o menos benignos entre los sirvientes, el posadero, el centinela y O’LiamRoe, duraron más de una hora, hasta que finalmente Stewart dio el asunto por terminado y mandó a todos a la cama. Dos cosas habían quedado claras: el personal de la posada era probablemente inocente y estaba convencido de que el fuego se debía seguramente a alguna salvaje práctica irlandesa, y O’LiamRoe no tema ni idea de quien podía haber iniciado el fuego y se lo estaba pasando demasiado bien como para preocuparse por ello.

Cuando la multitud salió por fin de su habitación dejándolo sólo con una cama nueva y con Thady Boy, que por fin se había despertado, para que la compartiera con él, Phelim O’LiamRoe echó hacia atrás su rubia cabeza, bostezó y, dejando caer su tieso manto, se metió en la cama. El moreno rostro del bardo le miró atónito.

—¡Por todos los santos! ¿Era ese el único camisón que habíais traído con vos a tierras francesas?

—Estáis en lo cierto. ¿Verdad que ha sido una suerte que no lo llevara puesto? ¿Creéis que esto ha sido un accidente? —dijo O’LiamRoe desde su almohada.

—No lo creo.

—Así que no lo creéis. Y —dijo el príncipe de Barrow, con un apacible ojo azul inesperadamente abierto—, ¿creéis que el naufragio de esta tarde fue un accidente?

El dueño de aquel magnífico tímpano no se molestó siquiera en mirarle a la cara.

—Lo dudo —dijo, y quitándose su capa cuidadosamente la enrolló en un ovillo—. Vuestros asuntos no me conciernen, pero me atrevería a decir que hay por ahí más de uno que está empeñado en que no lleguéis vivo hasta el rey de Francia.

El Príncipe se estiró, doblando sus brazos sobre su obtusa cabeza.

—Eso mismo he pensado yo —dijo—. Pero no se me ocurre de ningún slieveño que pudiera intentar algo así contra mi persona. Que intentaran hacerme picadillo con un puñal en una noche oscura, pudiera ser; pero los más peligrosos son también mortalmente vagos y se suelen quedar en Slieve Bloom.

—¿Y los ingleses? —sugirió Thady Boy.

—Estáis en lo cierto. Tienen fama de ser de lo más descortés en el mar. Pero creo —dijo O’LiamRoe sonriendo tranquilamente sobre la almohada— que los ingleses prefieren conservarme vivo y de su parte a que acabe con los dientes clavados en un pecio. ¿Qué os parecería si pasáramos también un tiempo invitados en Inglaterra? —Cuando el bardo se encogió de hombros, Phelim añadió—: Venid aquí, muchacho.

Thady Boy se aproximó despacio a la cama. O’LiamRoe se apoyó sobre el respaldo y, por un momento, sus azules ojos estudiaron el oscuro y contenido rostro de su secretario. Después dijo:

—¿Estáis arrepentido de haber aceptado este puesto, verdad?

—Todavía no.

—Estaríais mucho más a gusto con un atildado y tierno príncipe señor de las ovejas muertas y amante de la paz y la tranquilidad, ¿no es cierto?

El bardo no se movió.

—¿Me estáis despidiendo?

—¡Dios me ampare, no! —dijo O’LiamRoe con amabilidad—. ¿Creéis que sobreviviría sólo con esta boquita? No es ningún secreto que no hablo ni palabra de francés y que mi inglés cojea bastante cuando me acaloro. Estaré encantado si deseáis quedaros.

La tensa cara del bardo se relajó. Se dio la vuelta y, tras colocar su jubón con esmero sobre una silla, continuó desvistiéndose.

—Si Piedar Dooly ha sobrevivido durante veinte años, seguro que yo podré apañarme por unos meses —dijo.

—Piedar Dooly es un mentiroso empedernido. Nunca esperéis una sola palabra de verdad de un hombre que tenga sus paletas torcidas. Los dientes torcidos son siempre un mal presagio, pues se ponen de esa guisa de la vergüenza que pasan por todas las historias que cuenta su dueño. ¿Habéis oído la última?

—¿Merecía la pena?

—Sí que la merecía. Cuando empezó el fuego, nuestro Piedar oyó a alguien abriendo una ventana y salió afuera para seguirle. ¿Os habéis fijado en ese decorado de mar postizo que están levantando en la plaza del mercado?

—Sí, me he fijado.

—Pues nuestro pirómano no, porque con las prisas se cayó encima y lo llenó todo de huellas de barro hasta que Dooly lo perdió de vista.

—Pues si lo perdió, parece que no merecía la pena su historia.

—Estáis en lo cierto, salvo por un detalle: las huellas eran de un hombre que no apoyaba el tacón derecho.

—¿Quizás le dolía el pie?

—Si hubierais prendido fuego a las cortinas de la cama de uno de los invitados del rey del Francia y estuvierais huyendo, aunque tuvierais el talón herido lo apoyaríais en el suelo; pero él no lo hizo. Lo que no entiendo es por qué no me apuñaló directamente en la cama.

—¿Porque no estabais allí? —sugirió el bardo, mordaz.

—Estoy casi convencido —continuó O’LiamRoe tranquilamente— de que lo que pretendían era sólo darme un buen susto. —Dicho esto, dándose la vuelta cerró los ojos.

Se hizo el silencio. Thady Boy meditó con melancolía durante unos instantes. Después se rascó sus rizos polvorientos y se pasó una mano tiznada por la barbilla. Consideró seriamente la posibilidad de darse un baño pero lo pensó mejor; rebuscó en el bolsillo de su chaleco y sacó una botella de aguardiente. Echó un vistazo al otro lado de la habitación y miró a O’LiamRoe. Este se había quedado profundamente dormido.

—Pues que el diablo me lleve si estáis asustado en lo más mínimo, pedazo de lunático —dijo—. Y que conste que para ser irlandés, tenéis el sentido común de una lombriz. Vaya que sí.

Y sopló las velas.

Al día siguiente, durante el desayuno, llegaron buenas noticias. Aquella misma mañana, un dignatario de la corte llegaría para escoltarlos junto con Stewart. La noticia interesó y agradó a O’LiamRoe, que ya había alabado la posada, la comida y al arquero quien, ataviado con sus hombreras color azul y plata, su cuello impoluto y sus botas de montar de fina piel, componía una figura que distaba de ser precisamente robusta.

Por otro lado, era evidente que la nublada mente de O’LiamRoe no se había cuestionado ni por un instante su propio atuendo. Tras rebuscar a fondo en su bolsa de viaje, habían aparecido unos nuevos ropajes; aunque estaban limpios y en buen estado, conferían al príncipe de Barrow un aspecto tan estrafalario como antes. También el señor Ballagh continuaba vestido de negro raído, aderezado ahora con algún churretón del desayuno. Tan sólo Robin Stewart parecía considerar que el aspecto y modales de los irlandeses constituía una auténtico desaguisado y supuso que la visita de lord d’Aubigny tenía el propósito de hacer algo al respecto.

Mientras aguardaban su llegada, O’LiamRoe no había cesado de hacer preguntas con incansable entusiasmo.

—¿Y hablará Su Excelencia, por ejemplo, inglés?

—Sí. Es de origen escocés —había contestado Stewart, harto—. Tiene el mismo apellido que yo.

Se preguntó por un momento, si sería apropiado contar más cosas sobre John Stewart d’Aubigny, un culto gentilhombre que había sido en otro tiempo el capitán de la guardia de Corps del Rey, con cien escoceses armados bajo su mando. Ahora era un caballero adscrito a la cámara del Rey al mando de sesenta lanceros.

John Stewart había sido de hecho su capitán. Seguía siendo, en cierto modo, su superior. Mientras estaba de servicio, el arquero debía realizar bastantes encargos por cuenta de los caballeros del Rey, así que podría haber contado lo indecible sobre este Stewart de apellido real, cuyos antepasados habían sido reyes de Escocia. Una rama de la familia había permanecido en Escocia como señores de Lennox, ostentando gran poder e influencia en su país. La otra rama se había establecido en Francia, desposándose con lo más granado de la nación; tanto, que John Stewart ostentaba el honor de ser pariente, aunque lejano, tanto de la reina de Francia como de la querida del Rey, Diana. Habían servido a Francia brillantemente en la guerra, capitaneando la guardia personal del Rey y proporcionando al país galo un oficial tan famoso como Bayard, cuyos servicios habían sido recompensados con dinero, tierras y posición.

Todo lo anterior había constituido la herencia del gran lord John, actual lord d’Aubigny, pero le había sido de tanta utilidad como a Robin Stewart su vieja armadura. El hermano de d’Aubigny, el conde de Lennox, había intentado en el pasado desposarse con la Reina regente para obtener el poder que ansiaba en Escocia. Tras fracasar en el intento, se había aliado con el enemigo de su país, Inglaterra, apropiándose además de diez mil coronas francesas y perdido, por mor de su traición, todas sus posesiones escocesas. Después de aquello, el conde de Lennox tuvo el acierto de casarse con la sobrina de Enrique VIII, lo que le había proporcionado grandes riquezas, así como la protección y el asilo de Inglaterra, junto con la promesa de que algún día se convertiría en el rey de Escocia con el apoyo de Enrique.

Pero el rey de Francia, país en el que el joven Lennox había crecido, no se había mostrado en absoluto caritativo, especialmente respecto del dinero robado; ya que no había podido echarle el guante a Lennox, había castigado a su hermano John Stewart de Aubigny en su lugar, encerrándolo en prisión y privándolo de su posición y cargo. Al subir al trono el actual Rey, había sido puesto por fin en libertad. Pero la excarcelación, desde el punto de vista de Stewart, no le había sido demasiado beneficiosa a su antiguo capitán.

—¡Un escocés! —estaba diciendo O’LiamRoe—. ¡Desempolvad vuestro latín muchacho! ¡Airead vuestra astronomía! ¡No podemos permitirnos decepcionar a los grandes señores del viejo país, tan elegantes, con sus jubones de plateados botones como ruedas de molino!

Poco después llegó lord d’Aubigny, respetablemente ataviado en morado integral, con la barba rizada, algún diamante que otro y un pequeño y bonito bonete con perlas sobre la cabeza. Le acompañaban dos jóvenes nobles y un cura.

Stewart reconoció su perfume antes de que entraran y supo de qué jóvenes se trataba. Se habían esmerado vistiendo sus mejores galas a la moda cortesana, con sus abanicos y todo; mientras se hacían las presentaciones observó cómo O’LiamRoe levantaba las cejas. El cura, profesor de la escuela hidrográfica, empezó una respetuosa reverencia y se frenó en seco; los jóvenes nobles, en graciosa sincronía, hicieron tres reverencias cada uno, rodilla derecha a tierra, con el bonete en la mano izquierda y los guantes en la derecha, pegada al estómago.

O’LiamRoe respondió con una ancha sonrisa. Lord d’Aubigny hizo una breve reverencia, avanzó decidido y besó al príncipe de Barrow en ambas mejillas.

—¡Señor mío, qué bien oléis! —exclamó O’LiamRoe apreciativamente mientras se sentaban—. Ahora lo entiendo. O’Donnell, Dios le guarde, volvió de Francia igualito que vuesas mercedes, lleno de borlas como un cojín y con un olor muy especial. Perdonadme —dijo agarrando a su secretario y arrastrándolo hasta donde estaban—. Este es mi ollave viajero. Tendréis que ser benevolente con él, ha perdido sus modales en el naufragio y además hoy está desesperadamente sobrio por mi causa. Si se le destila puede hablar griego a la perfección; le pedí que cantara mientras ordeñaban y todas y cada una de las vacas del establo dieron alcohol en lugar de leche.

Lord d’Aubigny no era especialmente agudo. Durante un instante se quedó atónito, incapaz de pronunciar palabra, su grande y hermoso rostro cada vez más rojo bajo las perlas. Tras él los dos galanes estaban de color escarlata; fue el cura quien intervino finalmente, con ojos centelleantes.

—Estamos encantados de conoceros, y lamentamos profundamente las noticias de vuestra espantosa arribada a puerto.

—¡Espantosa! Un galeón flamenco. No se puede uno fiar de ellos. Una tripulación criminalmente inepta. Ya hemos enviado un informe —dijo lord d’Aubigny, en un intento de contrarrestar la frivolidad que percibía a sus espaldas y sospechaba ante él—. El Rey en persona tomará cartas en el asunto.

—Ah, pero no os disculpéis —dijo O’LiamRoe, su rostro ovoide de suaves y frondosas patillas iluminado de pecas y buen humor—. Tendríais que haber visto a Thady Boy salvando al barco: en tres patadas y un salto estaba con sus olorosos pies y sus fuertes pantorrillas sobre la verga…

Maese Ballagh podía aguantar muchas cosas, pero decidió cortar la parrafada.

—O’LiamRoe es consciente desde luego, señor mío —dijo ácidamente—, del honor que le ha hecho Su Majestad el Rey al invitarle a Francia. Irlanda no es un país precisamente rico. Nuestras cosechas son escasas y nuestras carreteras malas, así que…

—¡Maldita sea, pero qué decís hombre! —protestó O’LiamRoe—. En el mismo Slieve Bloom hay un camino en el que cabrían perfectamente dos vacas, colocadas una a lo largo y otra de través.

—Pero el príncipe de Barrow es una persona cuya educación y consecuencia difícilmente podríais encontrar en ciudad alguna. Y no lo digo precisamente —añadió resignadamente Thady— por la paga que me da, que por cierto no seríais capaz de encontrar aunque se os escurriera de entre el pulgar y el índice sobre una sábana blanca en pleno mediodía.

Se produjo un conato de risas malamente disimuladas entre los jóvenes, pero lord d’Aubigny prosiguió inexorable:

—Imagino que tanto vos como vuestro señor sabréis algo de la actual corte de Francia, ¿verdad? En breve seréis presentados al rey Enrique y a la Reina que es, por supuesto, italiana de nacimiento. Tienen cinco hijos de corta edad…

Describió de la forma más aséptica que pudo la política de la Corona sin mencionar en ningún momento que la esposa del Rey y la amante de este se llevaban como el perro y el gato; que el condestable, amigo del Rey, apoyaba a la Reina y que prácticamente todo el mundo desconfiaba de los de Guisa, quienes disfrutaban del favor del Rey y entre los que este había distribuido los más altos cargos y cuyo consejo era tenido en cuenta antes que ningún otro, fuera en materia religiosa, militar o en la mesa del Consejo.

—Son en conjunto —dijo d’Aubigny— unas personas que os dejarán impresionados. Una floreciente cultura con un gusto extraordinario por la belleza y el boato. Consecuencia de ello, la solemnidad, la formalidad, una inclinación a una cierta cortesía…

—No se nos permite —sonó aburrida una voz tras él— batirnos en duelo.

—Y llevar el rostro cubierto de pelo por todas partes —añadió su vecino suavemente— no es aceptable en absoluto.

Sin mirar en derredor, Su Excelencia continuó.

—Las modas cambian, por supuesto, pero es el propio Rey quien decide el estilo y el color con que deben vestirse sus caballeros y es habitual que los cortesanos se atengan a sus directrices. Por favor, no dudéis en pedirme consejo si necesitáis un sastre.

La alusión a las inclinaciones estéticas de O’LiamRoe cayeron en saco roto.

—¡Válgame Dios! ¿Es uno de esos? —dijo el Príncipe, apenado—. El difunto rey Enrique VIII de Inglaterra pensaba igual: hasta el último de nosotros tenía que vestirse, hablar y rezar como un inglés y afeitarse los pelos de la cara también. Y era cosa muy admirable que mi padre criara pelos como un oso; por más que se afeitara los mostachos cada noche, allí estaban de nuevo, más gloriosos que nunca, por la mañana.

Un breve silencio se hizo honrando semejante aseveración. O’LiamRoe, impertérrito, miró alrededor.

—¿No queréis comentar nada al respecto, Thady? —Después continuó, dirigiéndose al cura—: Se le está oxidando la lengua de la falta de ejercicio. Seguro que nada le gustaría más que pronunciar unas palabras sobre hidrografía.

La morena cara del bardo se volvió, visiblemente afrentada.

—¿Así que hidrografía, no? La hidrografía nos hubiera venido de perlas anoche, Dios nos libre, con todo aquel humo saliendo de vuestro camisón como el rabo inquieto de una vaca vieja y reseca. Tengo los nervios totalmente exhaustos con vuestros incendios y vuestros naufragios y vuestro «decid esto, decid lo otro» todo el día.

—¿Acaso os he ofendido? —preguntó O’LiamRoe mirando fijamente a su bardo.

—¡Incendios! —exclamó d’Aubigny.

—En efecto.

—Seguro que un traguito de vino resucitaría vuestros miembros y os activaría la circulación sanguínea, ¿verdad Thady?

—Probablemente —dijo el bardo, enfurruñado.

—¿Incendios? ¿A qué se refieren, Stewart?

Así pues, para desgracia del arquero, las noticias del desafortunado incidente de la pasada noche fueron prematuramente desveladas, mientras el hermoso y cada vez más colorado rostro de d’Aubigny evidenciaba un creciente enojo. El gordo tontorrón y el flaco tontorrón, con sus atuendos de espantapájaros, eran unos auténticos cabezas de chorlito. Era evidente que el accidente no había causado grandes estragos; los huéspedes del rey de Francia no habían sufrido un percance de gravedad. El lord lanzó una mirada reprobadora al arquero Stewart, murmuró unas disculpas insulsas y se puso en marcha. La comitiva ya estaba lista, el equipaje recogido, las facturas pagadas y los caballos enjaezados para llevarlos a Ruán cuando d’Aubigny se acordó de madame Baule.

Se paró en seco.

—Antes de irnos, O’LiamRoe, hay algo que debo deciros. Hay una paisana vuestra alojada aquí, una dama encantadora que se dirige también a Ruán para la recepción real. Esperaba poder veros antes de que partierais.

—¿Oh? —dijo O’LiamRoe.

—Su nombre es madame Baule. Se casó con un francés, que ya falleció, hace años y vive en una casa de lo más singular en Touraine. Es una persona deliciosa y original; os aseguro que se la recibe y aprecia enormemente en todas las casas de abolengo. Pero, por supuesto, vos ya la conocéis —dijo d’Aubigny guiando a los dos irlandeses decididamente por un pasillo lateral.

—¿Que la conozco? —preguntó O’LiamRoe débilmente.

—Por lo que me comentó la dama, lo he asumido. Aquí es, creo. Desde luego ella lo sabía todo sobre vos. Entrad. —Llamó a la puerta. Esta se abrió y d’Aubigny empujó dentro al príncipe de Barrow.

—Aquí lo tenéis: O’LiamRoe, señor de Slieve Bloom y su secretario. Madame Baule, antes de Limerick. Pero estoy seguro de que ya os conocéis.

Sin saberlo, d’Aubigny estaba siendo ampliamente vengado por el mal rato que había pasado momentos antes.

La florida y estrafalaria figura del Príncipe fue sometida a un escrupuloso escrutinio por dos pálidos y redondos ojos que miraban desde un rostro estragado por la vida al aire libre, atestado de dientes y cercado por un impresionante montón de cabello apilado y trenzado que recordaba vagamente a una oruga, lleno de adornos. Todo el conjunto descansaba sobre un rotando cuello, rebosante de lazos y joyas. Una mano ancha agarró la plateada manga de su señoría.

—¡Boyle! —chirrió en tono agudísimo una débil voz, animada y alegre—. ¡Boyle! Mi querido John. Podéis haceros llamar todo lo d’Aubigny que queráis, pero mantened vuestra expatriada boca aduladora alejada de los magníficos nombres irlandeses… ¡O’LiamRoe!

—Madame —dijo O’LiamRoe educadamente y algo cohibido.

La voz aguda y discordante continuó.

—¡Vaya patillas y bigotes más impresionantes lleváis señor mío!

—Pues no habéis visto lo peor —dijo O’LiamRoe en tono de disculpa palpándose la parte posterior de la cabeza—. Hace por lo menos seis largos días que no me lo han podado.

—¡Hum! No olvidaré jamás esos mostachos —dijo la señora Boyle dando un gritito—. Son de los que pueden provocar auténticas pesadillas. O’LiamRoe, no nos habíamos conocido hasta ahora, pero tomad mi mano. Podéis besarla.

Sonó un suspiro. De haber estado allí presente Robin Stewart, sin duda se hubiera temido que la dama permaneciera así plantada para siempre, con las clavículas desmadejadas, hasta que por fin, la señora Boyle, recobrando la compostura, dijo con voz arrobada:

—Ufff… no hay duda de que la sangre irlandesa corre por esas venas vuestras… Nos estábamos quedando escuálidas por estas tierras añorando un poco de ese fuego… o’n aicrd tuait tic in chabair, como dice el refranero. Pero decidme, ¿quién es el cailleach-chear que viene con vos?

—Ah, es un bardo de Banachadee. Mi pequeño y queridito ollave, señora Boyle.

—¡Que me caiga muerta aquí mismo! ¿Cómo os llamáis, hombre? —gritó a Thady Boy.

El secretario retrocedió.

—Ballagh, señora.

—De una de las tribus gitanas, seguramente. ¿No os ofende que os llamen cailleach-chear?

—Buda —contestó inesperadamente Thady Boy— nació de un huevo. Un hecho bastante extraordinario, un a mhuire, para provenir de una gallina. Los reyes y reinas de aquel país son, sin duda, las gallinas.

—Pero aquel país, a mhic, no era Irlanda.

—En efecto, porque ¿cómo podría nacer en Irlanda un dios de tal procedencia? —dijo Thady educadamente—. Las gallinas de allí son demasiado parlanchinas y sus dueños suelen tener un ojo puesto en el ave y el otro en el agua de la cazuela para cocinarla.

La dama maulló como un gatito.

—¡Oh! ¡Oh! Vaya lengua afilada que habéis traído con vos, O’LiamRoe, que Dios os asista; precisamente lo que más veneran estos pobres franceses es el ingenio agudo y la respuesta rápida; los cielos y los infiernos saben que tengo el cerebro derretido de tanta verborrea ingeniosa. Pero sentaos y habladme de vuestro hogar. ¿Cómo está vuestra madre?

Como quien no quiere la cosa, O’LiamRoe se vio sometido a un exhaustivo interrogatorio sobre la historia social de Limerick y de Leix. Stewart d’Aubigny, escuchando sólo a medias, pensó que entre los dos parecían saber de genealogía y de ginecología más de lo que ningún escocés admitiría jamás. Conocía a la señora Boyle desde hacía años; así que ni soñó con intentar detenerla cuando se lanzó a preguntar a O’LiamRoe sobre su cosecha de cereal, su pesca y su ganado. Las respuestas del Príncipe parecían bastante animadas, incluso cuando la dama se permitía ponerlas en duda.

—¡Por los clavos de Cristo! Exclamó la señora Boyle, dándose al fin por satisfecha y recostándose en su butaca. —Pues ya veréis, la mariposa más enorme y hermosa la vais a conocer ahora en la corte, rodeada de un enjambre de silenciosas y atareadas abejas.

—No tan silenciosas —repuso lord d’Aubigny—. La antecámara del Rey está ahora atiborrada de escoceses que discuten endiabladamente. La mitad de ellos frecuentan a Mason.

—¿Mason?

—Sir James Mason, el embajador inglés. Nuestra pequeña Reina tendrá mucha suerte si el Trono de Escocia aguarda a su mayoría de edad. Más de uno de los nobles de su madre preferiría a buen seguro tener una buena posición bajo dominio inglés que una incierta y mezquina bajo dominio escocés. ¿Os pasa algo O’LiamRoe?

—No, no —dijo el Príncipe enderezándose rápidamente—. Es sólo que siento que una especie de resplandor me ha herido directamente en los ojos.

Proveniente de sus aposentos, una mujer había entrado en la habitación. Durante toda su vida aquella mujer, joven todavía, se había acostumbrado a que los hombres quedaran embobados en su presencia. Despacio, sin asomo de timidez, se colocó al lado de la ventana y fue evidente que era tan irlandesa como una murrúghach, una sirena, aunque no era una del tipo rubio milesiano de hombros anchos, sino morena, de huesos finos y delicados hombros sobre los que se erguían un esbelto cuello y un rostro ovalado de acentuados pómulos y ojos claros, el oscuro cabello aureolando de negros rizos su orgullosa frente y cayéndole por la espalda. Llevaba un vestido azul oscuro y no llevaba joya alguna; cuando vio que todos se levantaban, dirigió una reverencia a la señora Boyle y a d’Aubigny y se quedó esperando.

John Stewart d’Aubigny, juntando las yemas de los dedos, apreció a la beldad con experta mirada. Thady Boy, boquiabierto, le dedicó una mirada desquiciada desde su macilento y mal afeitado rostro. En cuanto a O’LiamRoe, se incorporó como si un súbito e involuntario instinto de cortesía se adueñara de él, sus azules ojos de largas pestañas dilatados y una expresión intensa en la mirada.

—¡Por todos los diablos! ¡Aquí está mi sobrina! —chilló la señora Boyle abalanzándose sobre la recién llegada con una expresión de júbilo acompañada de un revoloteo de lazos y faldas—. ¡No les prestéis atención alguna, Oonagh! ¡Son un hatajo de irlandeses que han venido a la corte, de la misma estirpe que los tontos gallitos que dejasteis en Donegal. No debéis mirarlos dos veces! ¡Caballeros! Mi querida Oonagh ha venido aquí para hacerle compañía a su vieja tía y, si de mí depende, desposarse con una gentil flor de la corte de Francia. Oonagh, hija, este es O’LiamRoe, príncipe de Nosécuantos. Pero no os acerquéis tanto para hacerle la reverencia que le vais a pisar los bigotes… Y ese es el señor Ballagh, su secretario. Tendríais que oírle: es capaz de aturdir hasta la muerte a las ratas con sus rimas, igual que el mismísimo Senchan Torpest.

Con un suave ronroneo de lana azul, la muchacha tomó asiento y posó su tranquila mirada sobre aquellos irlandeses. Se dirigió a ellos, indistintamente y en gaélico.

—Los bosques andaban escasos de bardos, últimamente. Pero parece que ha vuelto la temporada, ¿no?

Las ganas de cháchara quedaron cercenadas por el cambio de idioma. En aquel breve silencio, maese Ballagh tosió y, mientras O’LiamRoe le miraba de reojo, se dejó caer encajando sus relucientes calzas en una silla.

—El ratio, ahora que lo pienso —respondió educadamente en inglés el ollave—, debe ser de un bardo por palmo de terreno habitado y abonado con estiércol. Si los habéis echado en falta será porque no se daban los otros condicionantes.

Los luminosos ojos de la mujer se dirigieron entonces a O’LiamRoe.

—Tenía entendido que el príncipe de Barrow tenía como bardo a un tal Patrick O’Hooley.

—Es cosa cierta —afirmó cumplidamente O’LiamRoe—. Pero traerle habría sido para él como echarle el Birach-derc[4]. Poned a Patrick O’Hooley sobre un barco y aunque se encomiende al mismísimo san Pedro, no serán suficientes cuatro hombretones pertrechados con ganchos para conseguir que levante los párpados.

La muchacha repuso, con un mohín de desprecio:

—Se marea en barco.

—Cierto es, igual que también es cierto que aprendió solo el arte de los bardos, sin otra ayuda que la de su propio intelecto. En cambio, maese Ballagh aquí, es un exquisito profesante del canon, un caudal de amables alabanzas fluye de él a la vez que le llega otro de riquezas. Provocadle y exudará epigramas por sus poros como si estuviera recién salido de la sauna de Inishmurray.

La conversación se estaba adentrando por estos resbaladizos derroteros cuando Robin Stewart entró por la puerta solicitando el permiso para tomar prestados o comprar algunos repuestos para la montura de O’LiamRoe. Como remate de aquella jornada de absurdos y negligencias, el viento marino y salado había arreciado acabando de arruinarla y haciendo imposible viajar a Ruán.

Por suerte, lord d’Aubigny se marchó llevándose con él a O’LiamRoe, su acento irlandés retumbando por el pasillo con interminables explicaciones sobre la fantástica vida del arnés de su caballo. La señora Boyle tiró de Robin Stewart y cerró la puerta tras él.

—Entrad, por el amor de Dios y haced el favor de explicarme lo que sepáis sobre ese campeón de Slieve Bloom que vale lo que dos viejas alfombras peludas. Había oído decir que era rarito, pero no esperaba semejante excéntrico.

Les había servido vino, con lo que Thady Boy, empleándose a fondo, casi había recuperado su condición habitual. Más relajado, comentó:

—Ya le habéis visto. ¿Qué más puedo decir? La desgracia de O’LiamRoe ha sido haber nacido príncipe con un puñado de súbditos a sus órdenes, en lugar de ser un profesor chiflado con su pensión y su mujercita y con un círculo de alumnos-filósofos con los que pasar todo el día debatiendo dale que te pego. Yo le conocí en su castillo, un pedazo de roca húmeda y llena de ratas. Puedo aseguraros que tiene la capacidad de dejaros exhausto y superaros en cualquier tema que saquéis. Lo sabe todo. Y por otro lado, es la persona más desmañada que os podáis imaginar. Su mano derecha no sabe nunca lo que está haciendo la izquierda.

Stewart sonrió. Thady Boy levantó su copa en mudo homenaje a la joven, cuya mirada no se había despegado ni un segundo de su rostro; la bajó de golpe sobre el brazo de la silla cuando la señora Boyle dijo:

—Tenemos entendido que, sin embargo, vos si que sois de lo más rápido, además de tremendamente ágil escalando cuerdas. ¿Os enseñan ese tipo de cosas en vuestro adiestramiento como bardo? —Se estremeció de risa.

La joven no sonrió.

—También nos enseñan a correr veloces como el viento; lo cual es fundamental —dijo amargamente Thady Boy—. Y en este caso, estando al servicio de un personaje como el príncipe de Barrow, me habría resultado de gran ayuda a la par que cómodo ser además, invisible.

Oonagh O’Dwyer se levantó. Silenciosa como un gato, se acercó a Thady Boy y le quitó la copa de su laxa mano.

—¿Por qué habéis venido a Francia con él? —preguntó—. ¿Para recitar vuestros epigramas a cambio de bebida gratis?

—¿Gratis, decís? —contestó Thady—. Yo pensaba que me estaba saliendo más bien cara.

—Yo creo que este hombre lo que busca es llevar un poco de vida distinguida —dijo la señora Boyle amablemente.

—¡Vida distinguida! ¿Con O’LiamRoe pegado a mí como una lapa y sus mandíbulas desatadas en incontinente verborrea?

—Pues yo creo que Ballagh ha venido aquí para refugiarse —dijo Robin Stewart sonriendo—. Él dirá que está aquí por el dinero, pero seguro que es por algún asunto de faldas, ¿eh Thady?

—¿Y O’LiamRoe, anda metido también en algún asunto de faldas? —preguntó Oonagh O’Dwyer a Thady.

Aquello acabó por exasperar al señor Ballagh.

—¿Es que se supone que tengo que ser adivino? He pasado una semana en su castillo y allí no había más mujer que su madre y las cocineras; y las dos semanas de travesía las ha pasado de cuclillas por el barco, agobiando a los desgraciados remeros, empalmando cabos y frases como el viento sobre los campos de cebada. No me fijé en si le guiñaba el ojo al mascarón de proa.

La señora Boyle se sentó en la silla, riendo entre dientes; pero Oonagh O’Dwyer, con su aspecto de diosa antigua de negros cabellos, dijo:

—¿Acaso no le molesta que se rían de él?

—No, si él se ríe primero.

—Bueno, ¡qué diantres! —dijo Robin Stewart, molesto—. Ha sido invitado a venir para discutir sobre las formas y maneras de echar a los ingleses de Irlanda. ¿Es que acaso eso es un chiste?

—Oh, desde luego que cerebro no le falta. Discutirá sobre todo lo que queráis —dijo el bardo sumamente airado—. Y puede que el Rey le saque algunas ideas buenas, si es que consigue soportarlo. Pero antes y después y durante su estancia, O’LiamRoe tiene la intención de echarles un buen vistazo y disfrutar de la vida de los ricos… a gastos pagados.

La señora Boyle se estremeció de risa y Robin Stewart se mostró encantado con la idea. Pero la joven de cabello oscuro se dio media vuelta y salió de la habitación.