El perro que rastrea a una mujer y que tiene buen olfato, y el perro que sigue en el bosque la huella roja de sangre de un hombre totalmente desnudo; el perro de caza de ley, el podenco de ley y el avezado perro rastreador; todos ellos son perros totalmente de ley.
La reina María llegó a su vez a Blois sana y salva junto con sus monos y un nuevo vendaje en su regia manita. El personal de la Casa Real, O’LiamRoe y algunos cortesanos habían llegado antes que ella. La Reina regente y sus escoceses arribaron en la misma flota de gabarras. El duque de Guisa y madame de Valentinois acudieron más tarde. Ya sólo faltaban por llegar el séquito real y el condestable.
Cuna y hogar de reyes, el castillo de Blois era un edificio suntuoso. Nada comparable podría hallarse en Escocia. Robin Stewart había admirado desde Gien y a lo largo del río sus tejados azules y sus blancas torres, que se alzaban imponentes tras cada meandro del Loira, así como los estandartes que flameaban en cada torre: las espadas llameantes de Carlos, el puercoespín de Luis, los armiños con barras de Ana de Bretaña, la salamandra de Francisco y las dos medias lunas de Enrique. Al llegar a tierra subió, con todos los demás, hasta el patio del castillo: ante él se elevaba el ya familiar château pintado en blanco y rojo, las altas almenas como malvarrosas y al fondo bajo el imponente arco de entrada, que todos salvo el Rey habrían de cruzar a pie, el interior del castillo.
Rodeando el patio interior de planta cuadrada, Carlos de Orleáns, Luis y Francisco se habían construido, en su día, un ala cada uno, a cual más fastuosa. Por doquier seducían al admirado observador grifos y molduras, puttis y hornacinas, la escalera de abigarrado remate y la piedra tallada con esmero, como si de brocado se tratara.
Para la mayoría de los escoceses que allí se hallaban, resultaba terreno demasiado conocido como para comentarlo. Entraron y, tras el inevitable caos inicial, se instalaron en sus aposentos habituales. La reina regente de Escocia se quedaba en la estancia reservada, algo aparte, para los de Guisa, situada en el ala Luis XII, con vistas al patio interior. Los hermanos de la Reina, aunque pasaban la mayor parte del día en el castillo, pernoctaban en la Rue Chemonton y los nobles de su séquito habían sido instalados en casas particulares en la ciudad, con variada aceptación por parte de los forzosos anfitriones. En el ala opuesta, la del viejo Carlos de Orleáns, se alojaban los irlandeses.
Era fácil dar con ellos. Unos días más tarde, Jenny Fleming, que quería encontrarlos, siguió simplemente el rumor de la música a través del patio interior. Con su rebelde cabello bien cubierto con la capucha, cruzó el patio empedrado y subió por la escalera hacia el ala sudoeste. A partir de allí, su excelente oído la guio sin problemas.
Abrió la gruesa puerta de madera bellamente tallada y policromada y entró en una confortable estancia. El ujier de palacio se había mostrado generoso con O’LiamRoe y su pequeño séquito. La habitación tenía el suelo embaldosado, las blancas paredes cubiertas de tapices y una cama con dosel con hermosos adornos de carey y marfil en la que Jenny imaginó, encantada, a Thady Boy y a O’LiamRoe durmiendo uno junto al otro sobre los almohadones de plumas. Estaba amueblada, además, con algunos baúles y un secreter, dos bancos y una butaca, varios taburetes y un reclinatorio. Algo apartado, junto al balcón, un pequeño cabinet estaba destinado a alojar a Piedar Dooly.
También había una espineta con el monograma de Diana de Poitiers. Jenny divisó a Thady Boy, vuelto de espaldas, con un aspecto bastante fuera de lugar en aquella sofisticada estancia. Tocaba la espineta de manera correcta pero impersonal, como si estuviera pensando en otra cosa. Ante el chasquido del pestillo dijo, sin volverse:
—Marchaos.
Jenny Fleming cerró sin inmutarse, encantada con la situación.
—No sabéis quién soy.
Él continuó inmutable, sin hacer ademán de darse la vuelta.
—Sí lo sé. Marchaos lady Fleming.
Ella sonrió y, balanceando su bolsito, le dio con él en el hombro.
—¿Sabéis que estáis solo? Solo como una pobre tortuga sin caparazón. —Siguió sonriendo y, rodeando a Thady Boy, fue a situarse ante él, colocando sus manos sobre la espineta—. Mi dulce ollave, habéis vuelto a perder a O’LiamRoe.
—Por mí puede irse al infierno. Estoy harto —dijo Lymond— de jugar al escondite con O’LiamRoe.
Sentada en un taburete, Jenny estudió su rostro: la barba incipiente, las ojeras producto de las turbulentas jornadas. Su cabello teñido y despeinado cayendo sobre su frente disminuían la habitual distinción de aquella hermosa cara.
—Parecéis ligeramente falto de sueño —dijo.
—Podría quedarme dormido de pie.
—Se supone que debíais estar pegado a O’LiamRoe. Cosido al forro de sus calzas, siguiéndole a donde quiera que fuera.
Un largo dedo golpeó rítmicamente la espineta.
—Pero eso os privaría del placer de decirme vos dónde se halla.
—Está en las perreras.
—Rebosando información absolutamente inútil, como una clepsidra. El poder de los bardos es limitado, desgraciadamente. Desaparece en menos que canta un gallo y reaparece en el lugar más insospechado. Pero eso sí, cuando no quiero encontrármelo, se halla indefectiblemente a mi lado.
—¿Está nervioso acaso?
—No, que yo sepa.
—Pues debería estarlo, querido, aunque sólo fuera por… ¿Habíais pensado que era d’Enghien el que entraba, verdad?
—Pues no. Suele llevar un perfume algo diferente. Creo que deberíais marcharos.
Siempre tenía que morderse la lengua con lady Fleming. Era demasiado experta en sacarle de quicio. En lugar de irse, sacó un espejo de su bolsito y se lo puso delante para mostrarle su desaliñado aspecto. Hecho esto, lo metió de nuevo dentro.
—No es menester que os pongáis nervioso.
Lymond esperó a que la dama saliera para reírse con ganas ante tanto descaro.
Aquella misma tarde, O’LiamRoe, tumbado en el césped, jugueteando, trataba de zafarse de un lebrel irlandés de nombre Luadhas, de pelaje desaliñado y rizado.
El día era agradable, lucía un sol rojizo y el aire era vivificante. Una llovizna temprana había rociado el césped, con lo que el Príncipe tenía empapados los calzones y sucios de tierra los hombros de su jubón. Se encontraba solo. Los demás perros estaban fuera, corriendo y ladrando, revolcándose en el parque, cayendo y brincando. Spaniels prestos a señalar y a traer las presas. Galgos altos y enjutos. Mastines de orejas caídas, dispuestos a perseguir jabalís; fieros perros de presa, de cráneo achatado, y los veloces cachorros de Souillard, los famosos perros de caza blancos de Su Majestad, que jamás ladraban sin verdadera causa. Con ellos solían ir los lebreles irlandeses, Luadhas y su hermano macho, cada uno de casi un metro de altura. Eran estos últimos unos perros robustos, de gran osamenta, de unos sesenta kilos de peso cada uno; tenían el pelaje a manchas, el morro fino, el lomo arqueado y la noble cabeza algo chata a la altura de la frente; su enorme fuerza los hacía muy útiles en la caza del lobo.
Enfrascados en su juego, O’LiamRoe y su lebrel no oyeron las pisadas hasta que el recién llegado estuvo cerca. Las dos cabezas irlandesas, una rubia y otra greñuda y rizada, se volvieron al unísono cuando Thady Boy llegó hasta ellos. El irlandés pronunció un juramento en voz baja. O’LiamRoe acababa de comprar el lebrel para regalárselo a Oonagh O’Dwyer y la llegada de Thady le resultaba bastante inoportuna.
Cuando su secretario estuvo lo bastante cerca para oírlo, el Príncipe, brillantes sus azules ojos, dijo en tono suave:
—A fe mía que sois un muchacho inquieto; esta vez os habrá costado bastante dar conmigo. Aunque me mataran y metieran en un armario como a Callimachus, vos acabaríais encontrándome.
—Lo cierto es que agradecería que cooperarais un poco —dijo Thady Boy mientras se ponía en cuclillas y levantaba la pata de Luadhas observando su gran tamaño y sus uñas largas y curvadas. Después siguió hablando sin acalorarse. Se había auto impuesto la tarea de no perder de vista a O’LiamRoe, pero este era, ciertamente, libre de arriesgar su vida todo lo que quisiera.
—Lo que siento —dijo afable O’LiamRoe— es que padezcáis semejantes quebraderos de cabeza, con la delicada situación en la que os halláis, en medio de tan complicados intereses. Tomároslo con calma, mi inquieto muchacho. Francia es un ama peligrosa. ¿Dónde está vuestra risa? ¿Dónde vuestra alegría? No nos olvidemos de vuestras recientes quemaduras…
—Sus demandas y argumentos resultan algo más ardientes que los vuestros, eso es todo —dijo Lymond sonriendo, tumbado, él también, sobre la hierba.
Dejándose llevar como siempre por su tendencia a filosofar, O’LiamRoe siguió con el tema.
—Cierto. Como también hay que reconocer que hay algo que vosotros los escoceses y estos incendiarios galorromanos tenéis, que los furiosos y mal pertrechados muchachos de mi patria chica no tendrían, en el caso de que se decidieran a enfrentarse a Inglaterra. Me refiero a ser guiados por la Realeza: la inspiración divina de los reyes no yerra nunca. La voluntad de vuestros divinos Soberanos es acatada por el pueblo entero. En Irlanda, lo que dispone Sean O’Grady de Cork se seguirá como mucho en Cork.
Thady Boy, haciendo caso omiso de la empapada hierba, escuchaba relajadamente.
—¿Y qué opináis sobre el culto a su divina persona? ¿Cómo encontráis la vida en este círculo privilegiado?
—¿Os referís a gastarse cuarenta millones de libras en vestidos italianos y cosas del estilo? Amigo mío, eso es tan viejo como el mundo —dijo O’LiamRoe—. Así ha sido desde los reyes celtas en adelante. Poder y lujo. Pintura, escultura y música. Poderosas campañas, arduo deporte, magníficas veladas y agradable conversación. Unos cuantos nobles consiguen realmente estar a la altura, pero los demás sólo lo aparentan, hasta que uno se toma la molestia de observarlos detenidamente durante el tiempo suficiente para verlos realmente cómo son. Y también los artistas se dan de puñaladas entre ellos. La mayoría —dijo tranquilamente O’LiamRoe— haría mejor en sanear su propia hacienda en vez de sumarse al lujo y al boato que rodea al Rey.
—Stewart opina que es la perfección suma —dijo Thady Boy distraídamente—, la felicidad incomparable, la comodidad sin límites, el placer incontestable, la alegría suprema. Pero no consigue acceder al círculo privilegiado; esa es la única pega que le encuentra.
—Por mí le cedo encantado mi habitación… —El anterior dueño de Luadhas apareció con la prometida correa para el perro—. Estoy detrás de comprarme este lebrel —añadió rápidamente O’LiamRoe.
—En el nombre de Dios —dijo Lymond—. ¿Se puede saber para qué queréis un perro? —Pero tras mirar la ruborizada cara de O’LiamRoe, se contestó inmediatamente a sí mismo—. Por supuesto —continuó—, para cortejar a una damisela de rancio abolengo… Excelente táctica, querido mío. Aunque apostaría a que las perreras de O’Dwyer deben de estar ya a estas alturas repletas de lebreles irlandeses… O más bien franceses. Pero haced como queráis. ¿Habéis comprobado ya que el animal esté en buenas condiciones? Decidle mañana a Piedar Dooly que se dé una vuelta con ella para probarla.
El lebrel irlandés llamado Luadhas se irguió en toda su estatura levantando su alargada y bizantina testa. Se estiró cuán largo era y después se sacudió con fruición agitando su revuelta pelambrera. O’LiamRoe estornudó y Thady Boy soltó una risilla. El inmenso perrazo, mirando ansioso al príncipe de Barrow, le lamió la mano. O’LiamRoe contempló al can, complacido y a la par que conmovido. Ahora que Lymond ya estaba enterado, lo cierto es que para nada se sentía avergonzado de su adquisición.
A Robin Stewart, que asistía con cierto regodeo personal el incombustible galanteo de O’LiamRoe, también le tocó su parte de diversión a cuenta de la canina adquisición. Fue él quién, yendo a Neuvy, tuvo el placer de comunicar a la señora Boyle que el irlandés y su proyecto de regalo estarían a su disposición en la cacería del día siguiente. La joven se mostró inconmovible y hasta impaciente, pero no así Theresa Boyle quien con malicioso entusiasmo comenzó inmediatamente a hacer planes para asistir junto con Oonagh O’Dwyer a la captura de la melancólica liebre, considerada la reina de todas las cacerías, que tendría lugar al día siguiente en Blois.
La cacería comenzaba en un bosquecillo que a aquella temprana hora se hallaba cubierto de blanca escarcha; partirían a través de una hilera de robles y carpes que se alzaban junto a un par de vetustos castaños de grueso tronco.
La noche había sido fría, pero el sol, que comenzaba a asomarse tímidamente por entre las ramas de los árboles, empezaba a disipar las sombras y descubría, poco a poco, a los madrugadores participantes.
Ataviados en terciopelo gris, reían, desmontados, tratando de calentarse junto a unos pocos braseros que, diseminados aquí y allá, resplandecían como salamandras rojas en medio de la blanca escarcha. Mozos, pajes, perreros, muleros, se atareaban entre la abigarrada multitud. Se habían dispuesto bajo los árboles unas mesas bajas con cestos bien provistos de avituallamientos de los que comenzaron a salir vinos y manjares diversos para alimentar a los cazadores; los perros, salivando con la lengua fuera, acechaban la comida pegados a los blancos manteles y tenían que ser constantemente espantados por los atareados mozos.
Margaret Erskine llegó tarde, al igual que el reducido séquito de la pequeña Reina. María había estado enferma y pasando en vela buena parte de la noche. Margaret Erskine y Jenny Fleming la habían acompañado hasta que, por fin, a altas horas de la noche, el sueño había rendido a la pequeña. A las cinco de la madrugada, Margaret había tenido que ocuparse de despertar a James y a Agnes, calmar a María, vestir y preparar a la adormilada niña y sacarlos a todos al patio del castillo para, finalmente, reunir a los hermanos de Tom junto con sus mozos y los pajes y caballerizos de su propio séquito. La tarea, en definitiva, había resultado extenuante, y no había ayudado nada precisamente que Jenny le hubiera comunicado, envuelta en su espléndida bata con adornos de piel de lince y rodeada de una nube de perfume de almizcle, que ella se retiraba a dormir y planeaba despertarse tarde y prescindir de la cacería. La fascinación que su madre pudiera sentir por Lymond pasaba claramente a un segundo plano a las cinco de la mañana.
François, duque de Guisa, un joven espléndido de cuidada barbita, agraciada sonrisa e importante nariz, iba a ejercer aquel día de montero mayor. Cortés y diplomático hasta el exceso, el duque, en ausencia del Soberano, hubiera debido dirigirse a la querida oficial del Monarca para pedir su aprobación y consejo sobre el programa de la cacería. Aquel día sin embargo, de mutuo acuerdo, ambos, Diana y el propio duque, habían decidido dirigirse a la pequeña María para solicitar su oficial y cortés placet. Su tío, arrodillado ante la niña con expresión seria, discutió con ella el lugar donde pensaban encontrar más piezas, el número de liebres a cazar y el sitio idóneo para montar un puesto donde pudiera aguardar una jauría de refresco, necesaria en el caso de que las presas no fueran en la dirección prevista. Cuando las consultas acabaron, Margaret vio cómo la pequeña montaba en su caballo, el rostro radiante, sin rastro alguno del cansancio de la agitada noche.
También ella se dirigió entonces hacia su jaca bretona. Montó a lo amazona y aguardó mientras recolocaba los pliegues de su falda gris.
Involuntariamente buscó con la mirada a los irlandeses. Divisó a Thady Boy a lomos de un rollizo jamelgo. Junto a él, sobre un inmenso semental de un color pardo ratonil, se hallaba O’LiamRoe. El arquero Stewart se separó de ellos para cabalgar al lado de un grupo de compañeros. Poco a poco, los perros de caza fueron desapareciendo para ser colocados en sus puestos. El desayuno fue retirado y las mesas recogidas. Margaret vio a O’LiamRoe dirigirse a Dooly, quien llevaba bien sujetos dos inmensos lebreles que gemían y protestaban. Tras un crujido en la maleza y un rechinar metálico de carruaje, fueron anunciadas las mujeres irlandesas, que llegaban desde Neuvy.
La señora Boyle, enfundada en una gruesa capa que le daba el aspecto de un puercoespín, sus grises cabellos saliendo bajo su bonete, presentó sus excusas al de Guisa hablándole con desparpajo, su expresiva boca surtida de dientes apiñados moviéndose sin cesar en el curtido rostro. Después, llevándose a Oonagh consigo, apartaron sus monturas hacia un lado.
Ambas mujeres llegaron hasta O’LiamRoe y se detuvieron a su lado bajo la atenta y expectante mirada de toda la partida de cazadores. Theresa Boyle dirigió su mirada al Príncipe, cuyo estrafalario atuendo destacaba tanto como el de ella, y luego al enorme perrazo a su lado.
—¡Santísimo Cielo! No podía creerlo, y eso que ha sido la comidilla de la corte estos últimos días. Se comentaba que el espléndido y noble príncipe O’LiamRoe había adquirido el lebrel más hermoso que verse pudiera. Más espectacular que el propio sol en su carro de fuego. ¿Decidme, qué pretendéis hacer con semejante hermosura de bicho, mi querido Príncipe?
Dos pares de ojos, de hombre y can, estudiaron a la señora Boyle y a la joven junto a ella. Los caballos, impacientes, piafaron rompiendo brevemente el silencio. A lo lejos podían oírse a los perreros murmurando palabras tranquilizadoras a los galgos mientras caminaban a su lado. Un nutrido grupo de perros de caza, entrenados para guardar silencio, se rascaban sentados sobre sus cuartos traseros.
Margaret Erskine, que conocía a O’LiamRoe de su encuentro en la ribera de Ruán y por los hilarantes y sofisticados comentarios de su madre, se sintió presa de una enardecida indignación. Inclinándose hacia la Reina, le murmuró algo mientras le daba ostentosamente la espalda a Thady Boy, con el semblante imperturbable este.
La voz de O’LiamRoe sonó serena en medio del imperante silencio.
—En efecto, tengo entendido que es una perra veloz y noble. Su nombre es Luadhas y tanto ella como yo confiamos en que vos y vuestra señora sobrina la aceptéis como presente —dijo el Príncipe ligeramente ruborizado.
Oonagh O’Dwyer se erguía inmóvil sobre su montura, cual pétrea diosa marina; su negro cabello ondulante sobre su larga capa parecía lo único vivo en aquella bella estampa. La señora Boyle, soltando un gritito se volvió hacia su sobrina y la agarró con fuerza de la manga.
—¿No es acaso el más gentil de los caballeros perreros? Y tímido, además, mirad lo ruborizado que está. Dadle las gracias Oonagh. Ná buail do choin gan chinaid, se dice.
Las últimas palabras posiblemente no alcanzaron a Oonagh O’Dwyer quien, mientras su tía hablaba se había quitado un guante e inclinándose hacia la perra, había hecho chasquear sus largos y masculinos dedos. El lebrel irlandés, sujeto por un huraño Dooly, movió hacia la joven su chata cabeza y tras dar unos pasos en su dirección, trotó hasta ponerse a su lado. Con su largo brazo, blanco y liso, Oonagh acarició brevemente al animal. Después, enderezándose, Oonagh volvió a ponerse el guante y sujetó las riendas con firmeza.
—Habéis hecho una buena adquisición, príncipe de Barrow. Es un hermoso animal —dijo la joven con voz cantarina, el rostro serio y la espalda bien tiesa—. Ahora veamos si también sabe correr.
Tras pronunciar aquellas palabras, como si de una señal se tratara, la partida de cazadores dejó de prestarles atención y se puso en movimiento. El duque de Guisa, con un trote perfecto y silencioso, pasó junto a ellos y se puso al frente de la partida. A su lado iban la duquesa y la Reina, seguidas de su séquito. El duque hizo un alto, se volvió y le vieron alzar el brazo. A continuación sonó el cuerno de caza.
Tensos, alegres, nerviosos, cabalgando con maestría, exquisitamente ataviados, altivos en la flor de su juventud, los caballeros de Francia salieron del claro y se adentraron en la espesura. Durante aquella soleada mañana, recorrieron los relucientes bosques esparciendo con ellos un caleidoscopio de colores y brillos diamantinos, de grises y verdes que se fundían con el color de ramas y praderas, como extraídos de una antigua fantasía poblada de siluetas que se materializaban entre la fronda de ramas, helechos y rizoma. Telarañas, crines, melenas y barbas, un mismo entramado de filamentos color humo. Brillaba la escarcha, relucían las joyas, rojas y gruesas, como una rosaleda de anillos. La tierra y los animales lucían espléndidos atavíos. Enjaezados de brotes, los robles igualaban el esplendor de las perlas y el musgo bajo los cascos de las bestias extendía un hermoso manto que en nada desmerecía la belleza de los ropajes de los jinetes. El rostro de O’LiamRoe estaba teñido de entusiasmo. El de Diana se veía alerta, bañado en sudor y cremas, y el de Margaret y la niña mostraban un lindo y brillante arrebol. Por último, el duque de Guisa, como el astro rey, dirigía la montería con majestad y esplendor.
Había multitud de liebres. Aquellas criaturas, símbolo de amantes y hermafroditas, podían recorrer hasta siete kilómetros a gran velocidad y dejar atrás a una jauría de treinta galgos. Rápidas y astutas, desaparecían en un abrir y cerrar de ojos en cuanto aparecían los perros, saltando sobre sus ágiles y alargados miembros, con sus blancas colitas tiesas, tratando de esquivar a una nueva jauría que se les echaba encima.
La montería no tenía lugar en un coto cerrado sino en terreno abierto; entre una espesura poblada de nogales dispersos y matorrales, de álamos y fresnos, de brezo, saúco y alisos, de tojo y endrino y de los rastrojos de una cosecha de cereal. En la zona de los trigales, las liebres adultas, acostumbradas a hacer su agosto, pilladas fuera de sus guaridas, se dispersaron en una carrera despavorida. Entonces, los perros más veloces tomaron la delantera a los rastreadores, con el líder a la cabeza. Resonó el Laissez courrer. La persecución prosiguió colina arriba y más perros adelantaron a los que se habían puesto en cabeza mientras los cuernos de caza atronaban y los perreros dirigían a sus canes.
O’LiamRoe, príncipe de Barrow, el dorado cabello al viento cayéndole sobre su lanuda capa frisada, con aquel extraño e innato instinto que le caracterizaba, había elegido bien. Luadhas corría en el tercer relevo junto con los canes más veloces y preciados, sus largos miembros y arqueado lomo galopando como si nadara, la achatada frente y el románico morro levantados delicadamente. O’LiamRoe, con el alma en vilo, lo observaba fascinado, sin percatarse siquiera de que Oonagh O’Dwyer no le quitaba ojo a él.
Robin Stewart estaba pendiente de la situación y no se le escapaba nada. Cabalgando cerca, sin prestar demasiada atención a la cacería, se encontró con la mirada de Thady Boy y le hizo un guiño con evidente intención. Pero Thady Boy, que tenía sus propias y acuciantes preocupaciones, aprovechó la primera oportunidad y desapareció de la vista sobre su jaca pía.
Apareció una liebre, veloz, de unos cuatro kilos, de color gris, astuta y rechoncha, agotada por la persecución de los perros, buscando refugio y corriendo en círculos. La habían guiado hacia el lugar donde aguardaba la última jauría. O’LiamRoe, no era el único que, estimulado por el sol y el frío viento, la silla de montar caliente y el rumor de las voces y el cuerno de caza, esperaba ansioso la llegada de su adorado lebrel Luadhas. La perra estaba allí, tensa, aguardando, con el pelo del lomo erizado. A su lado, con una gruesa correa alrededor de su muñeca, esperaba también uno de los mozos de Rey. Pero entre los polvorientos restos amarillo grisáceos de los rastrojos del pasado año, una figura agazapada, de moteada piel, acechaba también, echada sobre sus gruesas patas, inmóvil sobre la blanda hierba, con una cabeza pequeña con una máscara sobre los ojos. Sus orejas, separadas y peludas, la redonda nariz y la marca en forma de lira alrededor del morro, parecían encerrar todos los antiguos secretos de la naturaleza: uno de los guepardos del Rey había venido de caza.
No era difícil imaginar quien había tenido la idea de traerlo. Había sido Robin Stewart, malicioso y celoso, quien había forzado a O’LiamRoe a presentar, tímida y prematuramente, su regalo a la joven irlandesa. De eso Thady Boy estaba seguro. Ahora, la buena impresión causada por Luadhas había quedado anulada de un plumazo por la exótica presencia del felino y Robin Stewart, que había planificado bien la jugada como demostraba su regocijada expresión, buscó de nuevo con la mirada a Thady Boy mientras todos permanecían pasmados e inmóviles, los agotados perros bien sujetos y los caballos en silencio. Ante ellos, en la vacía llanura, tan sólo la liebre se movía.
El duque de Guisa levantó una mano. El mozo le quitó la máscara al guepardo. El felino se estiró arqueando el moteado lomo y después comenzó a moverse sigilosamente en dirección a la liebre. En un segundo, el animal saltó como un relámpago sobre su presa y la liebre, lanzando un débil grito, fue muerta.
Oonagh O’Dwyer, su claros ojos brillando como ascuas, se arrodilló junto al mozo mientras el felino consumía su recompensa. Después, tras ponerle de nuevo la máscara y el collar, el animal fue enganchado al arnés de su traílla. Encantados con su nuevo juguete, los cazadores se pusieron en marcha. El sol en su cénit iluminaba a los jinetes galopando, proyectando sobre ellos su blanca luz y coloreando sus siluetas con tonos dorados y bermellones, como si de un libro de horas se tratara, mientras hombres y animales evolucionaban a través de la ondulante vegetación. El guepardo, tenso y silencioso, enmascarado como un ejecutor, iba sentado en un cojín sobre el caballo más audaz. Junto a él cabalgaba Oonagh O’Dwyer, su negro cabello suelto flotando al viento, sus ojos de sirena iluminados por un fuego de tintes verdosos, tan intensos como los del felino. Los perros, sujetos con correas, seguían acompañándolos, aunque ya no serían empleados en la caza. El reinado de Luadhas había sido breve.
El incidente ocurriría con la última liebre del día. La cacería, con la sinuosa violencia del guepardo, con su forma mecánica de matar, se había impregnado de tremenda excitación, pero había quedado desprovista del rigor habitual. Ya hacía un buen rato que O’LiamRoe, sin hacer ningún comentario, se había retirado a la retaguardia. Simultáneamente, el pío jamelgo del bardo había ralentizado su paso hasta colocarse a su altura.
La liebre se había refugiado en su madriguera aguardando a que el terreno estuviera despejado. Después, como una tromba, había saltado a campo abierto y corrido durante dos kilómetros hasta detenerse. Luego había sorteado todos los obstáculos: una valla, un pequeño murete, unos tocones. Había seguido un camino trotando en zigzag durante un rato para luego cambiar de dirección. Al poco continuó en línea recta y los cazadores se dieron cuenta de que la habían perdido. Su olor, debilitado inicialmente, volvió a ser detectable entre la maleza, fresco e intenso, y los perros rastreadores se apresuraron a seguirlo, excitados y jadeantes. Pero la liebre había retrocedido sobre sus propias huellas, dejado un nuevo rastro y luego desaparecido. Los jinetes hicieron un alto y el cuerno resonó llamando a reunión.
La partida de cazadores agradeció la parada. Se reunieron en grupos de dos y de tres en el lindero de un nuevo bosquecillo. El sudor de animales y jinetes ascendía en nubéculas que se evaporaban al calor del sol. Ante ellos se extendía una amplia pradera parcheada de tojo y maleza, bañada a lo lejos por un helado torrente de aguas grisáceas que se perdía tras la alfombra de hierba y aulaga en un distante y singular bosquecillo de matorrales.
Mientras aguardaban, se dedicaron a charlar entre ellos. Margaret Erskine se acercó brevemente a O’LiamRoe y alabó amablemente su lebrel. Sin embargo el Príncipe prefirió hablar de la Reina, quien montaba francamente bien para su corta edad. St. André, de pie junto a la pequeña María, le ajustaba uno de los estribos. Las monturas se revolvían algo inquietas a medida que se iban enfriando. O’LiamRoe, con expresión pensativa, observó al bardo montado a su lado.
—Thady Boy, entre la pérdida de esta última liebre y que no han atentado contra mi vida, seguramente os sentiréis de lo más decepcionado.
—Callad, hombre. El día no ha acabado todavía. Aún queda lo peor por llegar —dijo Thady, sin que su voz o su oscuro rostro acusaran el inesperado comentado—. Fijaos en Piedar, tiene las piernas hechas mantequilla.
En aquel momento el cuerno anunció que habían hallado la liebre. Con el pulso acelerado, los cazadores se pusieron de nuevo en marcha.
Una liebre agotada y lejos de su guarida no suele moverse en círculos. Una liebre agotada, más bien suele correr monte arriba: si la liebre en cuestión es astuta y adulta y se encuentra cerca de otra liebre más joven, suele provocar a esta para que se exponga primero y con su olor confunda a los perros menos experimentados o débiles, que irán tras el nuevo animal.
Así ocurrió en aquella ocasión. La liebre adulta se lanzó hacia la pradera con la mitad de la partida, dividida, tras ella, mientras los perros rastreadores en el bosque seguían a la nueva presa. El duque, Diana, la pequeña Reina y las damas de Neuvy fueron en pos de la liebre adulta y el resto, en el bosque, con la jauría ladrando a todo meter, quedó persiguiendo a la más joven.
Fue una mala caza y una persecución poco rigurosa, pero la jornada tocaba a su fin y las normas y etiqueta se estaban relajando. Los dos grupos de cazadores fueron cada uno tras sus respectivas liebres, sin saber, ni a decir verdad importarles realmente, cuál de los dos animales era el que habían perseguido originalmente. Entonces, en medio de la extensa pradera, la partida del de Guisa cazó a su presa.
Las irónicas y jubilosas exclamaciones y el bramido del cuerno llegó a los oídos de la partida menos afortunada del bosque. La segunda liebre, evidentemente más fresca que su compañera, había conseguido alejarse de los cazadores y estos y sus monturas se hallaban demasiado cansados para seguirla. Pero St. André, irritado por el griterío, continuó tras la presa con O’LiamRoe cabalgando a su lado codo con codo. Tras ellos, junto con un pequeño grupo de jinetes, perreros y canes, silencioso y tenso sobre su cojín, el guepardo, con la negra máscara puesta, cabalgaba también.
El cuerno de caza no sonaría esta vez para darles tregua. Galoparon a la izquierda del torrente, a lo largo del frondoso lindero de la pradera hasta que el terreno dio paso a una zona de rastrojos y más allá comenzó a evidenciarse la turba calcárea que subyacía debajo. Habían llegado a una zona plagada de pequeños cráteres y canteras abandonadas; estaban ya bastante cerca de las márgenes del Loira. Robin Stewart, cabalgando en la mitad del grupo, pudo oír a O’LiamRoe proferir un juramento. En aquel terreno abrupto y quebrado, podían dar la liebre por perdida.
Pero repentinamente la suerte les sonrió. Un hombre de mediana edad, salido de la nada, se materializó ante ellos algo alejado, vestido con ropa de trabajo y comenzó a dar brincos y a agitar su gorra. Posiblemente, en alguna ocasión anterior, su ayuda le habría reportado alguna corona; esta vez, sin duda, obtendría incluso más. La liebre, espantada por el hombre, dudó por un momento y, acto seguido, optó por dirigirse hacia la pradera, en campo abierto.
Ante ellos, el amplio campo de tupida hierba se extendía cuesta arriba en dirección al torrente y al lugar donde el resto de la partida esperaba, sus siluetas destacándose oscuras contra el helado azul del cielo. Si la perseguían, caería directamente en las manos del duque y los suyos.
St, André levantó el brazo. Los jinetes se detuvieron sudorosos y agitados tras él. Los más rezagados continuaron sorteando los baches y huecos del cárstico terreno. Siguiendo su indicación, el mozo se adelantó con el guepardo. El mariscal habló. A una orden suya, con mano rápida y diligente, el collar y la máscara fueron retirados; los ojos castaños del felino, de mirada vidriosa, se dirigieron directamente hacia su presa. Las manos enguantadas del mozo levantaron del cojín al animal sujetándolo por los costados y lo depositaron en el suelo. El guepardo se agazapó, su moteado lomo pegado a la tierra, las orejas hacia atrás, preparándose para saltar. Como un latigazo, la columna vertebral del animal se expandió y propulsó en el aire; en un abrir y cerrar de ojos, el felino galopaba por la pradera en pos de la liebre.
A pesar de su silenciosa carrera, la liebre le oyó venir. El animalito respondió lanzándose hacia delante a grandes saltos, sus oscuras orejas sobresaliendo de la alta hierba. Volvió a saltar. En aquel momento, durante unos instantes, a la altura de su cuello, un destello verde deslumbró a los observadores e inmediatamente volvió a perderse entre las sombras.
St, André se quedó petrificado. Sobre el caballo pío, Thady Boy entrecerró los ojos. Pero Robin Stewart, el más familiarizado con la Casa Real de todos ellos, supo al instante de qué se trataba. El guepardo, implacable como un torrente de lava, corría al máximo de su potencia y Robin Stewart, impulsando a su caballo hacia delante, se lanzó tras él. Sus palabras resonaron en el aire helado y cristalino:
—¡Maldita sea! ¡Es el lebrato! ¡Estáis dando caza a la liebre de la Reina!
Fue oído a ambos lados de la pradera. Durante unos segundos nadie más se movió. En los ruborizados rostros podía detectarse bien palpables, el pánico, el desconcierto y la rabia. La muerte de una mascota real no era, ciertamente, la mejor manera de ganarse ningún favor. De entre todos los jinetes que acompañaban a St. André, tan sólo la expresión de O’LiamRoe mostraba algo de pena. Thady Boy permanecía tan silencioso como hasta hacía poco lo había estado el guepardo en su cojín. El pequeño lebrato no tenía escapatoria. Había conseguido atravesar el riachuelo y se encontraba a mitad de la empinada pradera, pero el felino acortaba distancia a gran velocidad, su flexible lomo de moteado pelaje, amarillo y fugaz como el humo. Robin Stewart, cabalgando sobre su extenuada montura no tenía ninguna posibilidad. A aquellas alturas, era para todos evidente que ninguno de los caballos en ninguno de los extremos de la pradera podría alcanzar a la liebre de la pequeña reina María antes de que lo hiciera el guepardo.
La liebre empezaba a mostrar signos de agotamiento. El animalito, cual ofrenda a los jóvenes amantes consagrada a Venus, criado con tomillo silvestre entre el dulce sonido de las flautas, aquella pequeña criatura con su collar de esmeraldas no había tenido ni en la peor de sus pesadillas que vérselas huyendo en aquella especie de bosque de bambú a la orilla de un Ganges donde la muerte siempre acecha. En aquel momento corría con los ojos en blanco y la respiración entrecortada, sumida en un paroxismo de terror al sentir las silenciosas pisadas de las poderosas zarpas del felino aproximarse inexorablemente. Siguió su desesperada carrera hasta que, a través de la ondulada hierba, alzándose sobre los distantes ladridos, sobre el resoplido de las cansadas monturas y el rumor de los comentarios proferidos en voz baja y tono inquieto, sobre el tintineo de bocados y jaeces, resonó una voz familiar. Una pequeña yegua blanca como la porcelana comenzó a avanzar en su dirección y un ser de olor y aspecto familiar gritó:
—¡Suzanne!
Con toda la fuerza que le permitieron sus pequeñas y ensangrentadas patas, el lebrato trocó el vacío horizonte en el que le aguardaba su inexorable destino por un nuevo objetivo: la pequeña reina María.
Tras ella, el guepardo cambió también el rumbo, observando con su desapasionada y mesmeriana mirada el infatigable rabito blanco y el pequeño palafrén con su pelirrojo jinete.
El duque de Guisa, clavando espuelas con cruel insistencia, se abalanzó hacia su sobrina. El resto, jinetes y personal de a pie, impotentes, también avanzaron, presas del pánico. Pero adelantándose a todos ellos, desde el otro extremo del campo, una mano de acero aferró la muñeca de O’LiamRoe y la clara voz de Thady Boy pronunció un nombre:
—Luadhas.
Durante unos segundos un doloroso silencio se instaló entre ambos hombres. Acto seguido O’LiamRoe hizo un movimiento y pronunció unas palabras. Incrédulo, Dooly, se inclinó sobre el perro, le soltó la correa y, a una orden del Príncipe, lanzó al lebrel Luadhas tras el guepardo.
La perra era un animal leal, con un corazón noble y honesto, obediente a la voz de su amo. Era capaz de enfrentarse y vencer a un lobo; pero la extraña, hermosa y perversa criatura que parecía deslizarse por la pradera ante ella, era un ser que le resultaba totalmente desconocido. El lebrel corrió pradera arriba, el revuelto y áspero pelo de su lomo flotando por efecto de la velocidad, sus largas patas galopando al máximo de su potencia. La distancia entre el guepardo y la liebre se acortaba con rapidez, pero pronto pudo verse que entre el lebrel y el felino se reducía aún más deprisa. La fusta de avellano en la mano derecha de O’LiamRoe se partió en dos.
La liebre estaba en las últimas. Con el corazón disparado, sofocada, exhausta y ciega de terror, se guiaba ya solamente por el sonido de los gritos de su ama, su valiosísimo collar reluciendo al despiadado sol.
La yegua color porcelana, cargada con la más ligera y joven de los jinetes, galopaba pradera abajo, por delante de los que la perseguían. A pocos metros ya del animalito, María bajó de un salto de su montura, pero casi simultáneamente llegó también el corcel de su tío. La niña se abalanzó hacia delante. El pequeño palafrén huyó. El duque, desde su montura, con una mano, acertó a sujetar a María por la capa.
María se tropezó. Lloraba a mares, su revuelto cabello pegado al rostro, mojado por el sudor y las lágrimas que le corrían por mejillas y barbilla. El lebrato atinó a dar un último salto y se quedó quieto y rígido, fuera de su alcance. La niña consiguió liberarse de su tío y se lanzó hacia delante. A poca distancia, la alta hierba se agitó y se abrió.
El duque de Guisa, en un acto de valentía acorde con su joven y temerario carácter, saltó de su caballo, agarró a la pequeña y, cogiendo a la liebre con la otra mano, se la lanzó al jinete más próximo. Robin Stewart recibió a la inerte, cálida y exhausta criatura en sus brazos al tiempo que el Duque colocaba con rapidez a María sobre su montura, subiéndose él mismo a continuación.
Provenientes de ambos extremos de la pradera, los demás jinetes se iban acercando. Pero el guepardo llegó antes que ninguno. Apareció en medio de la hierba, reluciente en su hermosa cara la negra marca en forma de lira, sus fuertes extremidades en tensión, su sedoso pelaje, blanco, dorado y negro. Avanzó hacia el caballo del Duque y la niña, instintivamente, se aferró a la silla de montar. Los ojos color topacio se dirigieron a su pelirroja cabeza y, sin detenerse siquiera, se agazapó y saltó hacia la que, hasta hacía pocos segundos, había tenido en sus manos a su presa. El Duque, protegiendo con sus brazos a la Reina, intentó apartar de la trayectoria a su aterrorizado caballo. Las garras, con las terroríficas uñas desplegadas, nunca llegaron a su regio objetivo. Una esbelta silueta de revuelto pelaje apareció como una exhalación. Se detuvo un instante para, a continuación, lanzarse con toda su potencia hacia el felino. Luadhas, el lebrel irlandés, hacía honor a su bravo linaje.
Aquella lucha sería recordada durante muchos años por los espantados jinetes que la presenciaron. El guepardo y el lebrel estaban enzarzados de tal forma que no existía arma u hombre capaz de separarlos a aquellas alturas. La pequeña Reina fue apartada y puesta a salvo mientras, fascinados por el terrible espectáculo, el resto de la partida asistía enmudecida a la pelea de las dos fieras.
En ningún momento existió la duda sobre cuál de ellas saldría vencedora. Tanto O’LiamRoe como Lymond lo habían sabido desde el principio. El perro no tenía ninguna oportunidad. Lebrel y guepardo rodaron por el suelo una y otra vez, la sedosa y triangular cabeza junto a aquella otra, alargada y bizantina. Luadhas consiguió clavar sus temibles caninos sobre el sinuoso lomo, que se movía enroscándose y desenroscándose como una sierpe. En respuesta, una garra poderosa se hundió en la cabeza del lebrel, y el revuelto pelo se tino de la oscura y roja sangre del can, que manaba arrebatándole la vida.
La perra tenía coraje. Siguió mordiendo mientras la sangre manaba de su herida, hincando los dientes una y otra vez en el sucio y tupido pelaje blanco amarillento del felino. Agitó la cabeza y el guepardo, magullado y sucio de sangre, consiguió liberarse y retrocedió unos pasos ejecutando una especie de danza salvaje y siniestra. Se produjo una pausa. Después, el guepardo, recurriendo a toda la potencia de su fuerte musculatura, se propulsó en silencio, su silueta arqueada y letal recortándose contra el cielo del ocaso. El flexible cuerpo aterrizó clavando sus afiladas garras sobre el espinazo y la yugular de Luadhas. La perra rugió. Intentó zafarse del mortal abrazo que la envolvía como un manto de piel, las terribles zarpas firmemente clavadas en el dorso. Luadhas se revolvió e intentó liberarse durante largo rato, jadeando y gimiendo suavemente, pero el guepardo no cedió un ápice, resistiendo sus sacudidas. Finalmente el forcejeo acabó. El alargado morro de la perra se abrió, rindiéndose, y el guepardo por fin relajó sus garras, soltando a su presa.
El cuidador del felino, pálido, presintiendo la condena que quizás le aguardara, se acercó con prudencia al animal, cadena en mano. Los ojos castaños, relucientes como ascuas en aquella cabeza triangular marcada con la negra lira, se volvieron hacia él. El guepardo pareció regresar de algún remoto paraíso de sangrienta y heladora lujuria. Pasó cuidadosamente por encima de la desgarrada víctima que yacía a sus pies en sanguinolento amasijo y dirigió su mirada de topacio en derredor, descubriendo el círculo de rostros y caballos que lo observaban petrificados. Uno de los caballos se encontraba algo más cerca que los demás y sobre él, temporalmente olvidada, se hallaba su presa original. Sin previo aviso, el felino, como impulsado por un espíritu diabólico, saltó hacia Robin Stewart, que sujetaba en sus agarrotadas manos al lebrato.
La vieja yegua del arquero decidió que ya había tenido bastante. Al sentir el cálido roce de la piel del guepardo cabeceó espantada, retrocedió y, tras deshacerse de su jinete con una cabriola, se alejó pradera abajo galopando desbocada. Sobre el removido suelo, sobre la hierba destrozada, el felino se agazapó, observando malignamente al caído Stewart con el lebrato aún sujeto firmemente entre sus brazos, perdido ya todo rastro del antiguo regocijo, del indiferente desdén.
Una voz ordenó, apremiante y serena:
—¡Deshaceos de la liebre!
Presa de una especie de obnubilado estupor producto del terror, Stewart intuyó que hacer tal cosa le supondría el fin de su flamante carrera profesional. Permaneció inmóvil mientras observaba petrificado cómo el guepardo se preparaba para saltar de nuevo. Un segundo más tarde el animal surcaba el aire. Sumido en aquella especie de trance, el arquero vio el blanco vientre de la fiera sobre él, el brillo del sol reflejándose sobre sus desplegadas garras, y olió su sangre. Despertando de aquella pesadilla, enfermo de febril esperanza, vio también cómo algo golpeaba y envolvía el herido y arqueado cuerpo del animal, ocultando su orgullosa cabeza, aquella mirada turbia, enredándose entre sus fuertes patas.
Thady Boy le había lanzado el sudadero de su silla de montar. Mientras el guepardo intentaba deshacerse de la manta, las fuertes manos del bardo agarraron con firmeza a Stewart, poniéndolo en pie y, sujetándolo bajo el codo, se lo llevó a toda carrera.
Los jinetes que los rodeaban intentaron con piedras y fustas separar al felino de sus víctimas. Pero no fueron suficientemente rápidos. El guepardo, enloquecido por la ansiada presa, empapado de sudor y con las heridas abiertas, se abrió paso entre ellos y se lanzó en pos de los huidos.
Consiguió darles alcance cuando los hombres, trotando y saltando, habían llegado al irregular terreno en el extremo de la pradera en el que el suelo de turba daba paso a la zona de tupido matorral junto a los quebrados bancales del Loira. Un hilillo de humo, como exhalado por un moribundo oráculo, se elevó durante unos instantes empañando el aire cristalino y desapareció. Stewart se dio la vuelta, sosteniendo todavía en sus huesudas manos el cuerpecillo inerte de Suzanne. El guepardo se irguió ante él como un relámpago de moteada piel.
Stewart se sintió definitivamente superado, sin fuerzas para dar un solo paso más. Era imposible defenderse de un felino enfurecido con las manos vacías. Ni siquiera Thady Boy sería capaz de tal hazaña. Comenzó a retroceder de forma instintiva, la mente yerma, incapaz siquiera de anticipar el dolor que le aguardaba. De pronto sintió que alguien le agarraba del cuello. En el preciso instante en que el guepardo se abalanzaba sobre él, Thady Boy, empujando con todas sus fuerzas al arquero, le tiró al suelo esquivando la embestida del animal.
El suelo cedió. En medio de una especie de traumático y aterrorizado sopor, Stewart cayó y fue succionado por un túnel sobre cuya rugosa superficie, a medida que se deslizaba hacia abajo, sentía chocar caderas, codos y rodillas. Se quedó sin aliento, no sólo del golpe, y ya no pudo ver nada más. Resbalando en estado de total estupefacción, Robin Stewart fue tragado cabeza abajo por la oscuridad.
Se produjo una devastadora sacudida, apareció una ráfaga de luz, un haz de humo asfixiante y sonó un alarido. El arquero abrió los ojos. Se encontraba, el cuello medio dislocado por el impacto, sobre una chimenea de piedra en la que ardía un pequeño fuego. Este último descubrimiento lo realizó rápida y dolorosamente cuando Thady Boy, siguiendo el mismo camino que él, aterrizó en su regazo de un golpazo. Habían ido a caer, en medio de aquel terreno cárstico horadado en innumerables cuevas desde la Antigüedad, sobre el troglodítico hogar del campesino de la gorra. En aquel momento recordó las palabras, proferidas en tono suave, que había oído justo antes de caer y de quemarse el trasero:
«Os merecéis caer vos primero, querido. A cuenta de O’LiamRoe».
Antes de salir al exterior, el arquero cogió del brazo a Thady Boy.
—Me habéis salvado la vida —dijo—. No teníais por qué hacerlo.
Stewart lanzó una postrera mirada hacia el lebrato. Yacía con los ojillos abiertos y las suaves orejas caídas hacia atrás, pero su piel de color miel estaba fría.
—Murió al poco de caer en vuestros brazos —dijo Thady Boy Ballagh—. Por eso os dije que os deshicierais de ella.
Una concurrencia distinta de aquella les habría felicitado por su reaparición, sanos y salvos, de la cueva. La corte de Francia, sin embargo, felicitó y jaleó al guepardo y riendo, se dedicó a sus propios asuntos. Un mozo solícito le trajo su montura a Thady Boy. Stewart, sentado sobre su silla con el trasero dolorido y escaldado, siguió a la comitiva montando bien tieso. El guepardo, vendado, con la máscara puesta y encadenado, estaba de nuevo sentado a la grupa de la montura que guiaba su cuidador, silencioso e inerme como una roca. Los cuernos de caza anunciaron el fin de la jornada y la partida inició el camino de vuelta. El pequeño séquito de la Reina había partido hacía rato. Los hombres más jóvenes trotaban detrás de Thady y el propio St. André se dedicaba a darle conversación, su mano colocada en amistoso gesto sobre la rodilla del otro. El lebrato colgaba inerte de su silla, las verdes esmeraldas brillando a la luz del atardecer.
Atrás, sobre la pradera, un caballo aguardaba aún a su jinete. La señora Boyle se dio cuenta y miró en su dirección. Riendo con ligereza, le guiño el ojo a sus compañeros.
—Mirad, Oonagh, allí está el estupendo regalo que nuestro noble amigo os había ofrecido. ¿Creéis que lo habrá pagado ya o que tendrá que acudir a nosotros para que le hagamos un préstamo?
Le respondió un coro de risas. El eco de las carcajadas flotó sobre los tronchados matorrales, sobre la removida hierba y los deshechos de las antiguas cosechas hasta la húmeda tierra sobre la que O’LiamRoe, su rubio cabello al viento, estaba de rodillas junto a los temblorosos despojos de su perra Luadhas. Con mano estremecida, clavó su puñal sobre el esbelto cuello, acabando por fin con su agonía.