No obligaréis a pagar… a quien no tiene ganancia. No exigiréis pagar con una parcela a aquel que es vagabundo. No pediréis vestido al que no tiene ropa. Exigir semejante pago equivale a pedirle fruto a una semilla sin fruto.
Sintiéndose vulnerable cual caracol sin concha, O’LiamRoe, apacible, sucio y peludo, arribó a las espléndidas posaderas de Ruán. Su llegada, acompañado de Thady Boy Ballagh y Piedar Dooly, por capricho de los antiguos y traviesos dioses, pasó aquel día inadvertida a los habitantes de la ciudad. Cuatro días más tarde, su Sagrada Majestad el Cristianísimo Rey de Francia, el magnánimo, poderoso y victorioso rey Enrique, segundo del mismo nombre, entraría en la capital normanda de su reino por primera vez desde que, hacía tres años ya, había accedido al trono. Los preparativos para tan feliz acontecimiento habían vuelto majaras a los ruaneses.
Por suerte para los recién llegados, la corte, que había bloqueado la carretera de Ruán durante toda aquella mañana, ya había despejado el camino, asentándose al otro lado del río sobre el priorato de Bonne-Nouvelle, a la espera de que el Rey hiciera su gloriosa entrada. Lord d’Aubigny, que había escoltado a la comitiva irlandesa desde Dieppe y la había depositado sana y salva la noche anterior en una posada común y corriente para que descansara, partió llevándose con él a sus acompañantes para reunirse con los caballeros del Rey. Dejó a la pequeña comitiva a cargo de Robin Sewart, quien debería ocuparse de alojar a O’LiamRoe en la ciudad en lugar seguro.
Apenas habían llegado a los arrabales de la llanura de Grandmont cuando salió de una casa un carromato empujado por cuatro hombres transportando una ballena de escayola y cruzó la calle. Todos los caballos de la comitiva de Robin Stewart se encabritaron desmontando a sus jinetes y la yegua de O’LiamRoe retrocedió asustada. Pero el Príncipe tenía un impresionante dominio sobre su montura. Consiguió tranquilizarla y, tras colocar en su sitio las gualdrapas, que se le habían venido encima, centró toda su entusiasta atención en la escena.
—¡Dhia! No cabe duda de que tenéis pasión por lo que le arrebatáis al mar, para ponerle patas de madera a semejantes pescaditos. ¿Habéis visto Thady?
Maese Ballagh se inclinó para mirar. A sus pies, la ballena, con sus costados de escayola sudando al sol, abrió de pronto sus mandíbulas soltando un chorro de agua del Sena. Los caballos, totalmente aterrados, brincaron y danzaron al compás de los juramentos de los escoceses y O’LiamRoe, esta vez, cayó de su montara limpiamente.
Era una escena indescriptiblemente extravagante. Ante ellos se alzaban las murallas de Ruán, ocultas por un maremágnum de lona, el atestado puente y las inquietas y amarillentas aguas; la ciudad se hallaba totalmente invadida por un mar de tela blanca procedente de innumerables tiendas y carpas que se asentaban como barcos varados en la tierra firme de la cercana orilla. Un pabellón a medio terminar cubierto de medias lunas y flores de lis se levantaba en la cuneta lleno de carpinteros encaramados a él y detrás, en un cercado, varios hombres se afanaban secando una recua de seis mulas que se habían mojado. Alguien había abandonado en el barro un carro lleno de panceta con un rastrillo trabando una de las ruedas; dentro de una de las carpas podía verse a uno de los arqueros que vigilaban la ciudad enfrascado en algún cotilleo mientras a su lado se alineaban una docena de tiendas recién pintadas de verde.
El arenoso fango de las orillas bullía de hombres empapados y pequeñas barcas; las islas quedaban ocultas por el aluvión de mástiles erectos; en alguna parte, un desafinado coro practicaba con denuedo. Continuos gritos, golpes de martillo y voces discutiendo, surcaban el aire como pájaros y en la entrada del puente, una mujer, subida a medias sobre una escalera con un arco bajo el brazo, increpaba entre alaridos al pintor que, sobre ella, decoraba un nicho. Los cuatro hombres de la ballena, orgullosos sin duda de su exuberante carga, desaparecieron camino del agua. Abandonando su caballo despreocupadamente, O’LiamRoe los siguió.
Robin Stewart, arquero escocés de la Guardia Real del Rey, exhaló un profundo suspiro y se volvió para compartir su desesperación con sus compañeros de armas. Pero en lugar de aquellos, fue el ceñudo rostro del ollave el que captó su mirada.
—France, mère des arts, des armes et des lois —observó Thady Boy sin que se le alterase un músculo—. ¿Tenéis la intención de entrar en Ruán? Pues intentad captar la atención de O’LiamRoe inmediatamente, porque me temo que va a seguir a esa ballena cual cachalote enamorado.
Robin Stewart abrió la boca para contestar.
Pero algo le distrajo. Dos mujeres llegaban cabalgando por el puente que tenían ante ellos, sedas y pieles al viento; los sirvientes que las seguían llevaban una librea que Stewart reconoció al instante, al igual que conocía el rostro de la pelirroja que los precedía y a la que servían. Era Jenny Fleming.
Janet, Lady Fleming, era bonita, escocesa y viuda. Era la hija natural del rey Jaime IV de Escocia. También era la real tía y la institutriz de María, la reina de los escoceses, a la que había acompañado a Francia dos años antes cuando esta era una pequeña de tan sólo cinco años, ejerciendo como su mentora desde entonces.
El término «institutriz» aplicado a Jenny Fleming no podía ser más inadecuado. María disponía de un profesor para cada materia de arte o ciencia y su fiel Jenny Sinclair era su niñera. Jenny incapaz de imponer disciplina a nadie y menos a ella misma, era su compañera de travesuras. Con un rey por padre, un conde por abuelo y un acaudalado y poderoso barón escocés por difunto marido, su vida había transcurrido entre algodones, sedas y bienestar. A pesar de haber tenido siete hijos, la dama conservaba, a sus treinta y pocos años, una juventud y lozanía que rezumaban viveza, autoridad y refinamiento.
En aquel momento había dejado atrás a su séquito y bajado por un terraplén hasta la orilla, seguida por su compañera. Saludó a Robin Stewart al pasar, quien, ruborizado, le devolvió la cortesía mientras se preguntaba quien sería la regordeta y apacible joven que la acompañaba. Todavía no conocía a Margaret Erskine.
—¡Una ballena! ¿Puede nadar? ¿Echa chorros de agua? ¿Puedo acercarme a verla? —preguntó la dama.
La enorme criatura flotaba sobre las aguas poco profundas. Mientras sus sirvientes reían y charlaban, la enorme mandíbula del animal se abrió y los mostachos de O’LiamRoe emergieron de sus profundidades cual renacuajo saliendo del Leviatán. Hizo una reverencia y sonrió de oreja a oreja.
—Es aún mejor en el interior, es la octava maravilla del mundo, sin duda, pero está un poco demasiado húmedo para una auténtica rosa de Jericó como vos.
La risa acentuó los hoyuelos del luminoso y terso rostro de la mujer.
—¡Sois el irlandés!
—Uno de ellos. El otro está a vuestra espalda. Ella se dio la vuelta. La desaseada figura de Thady Boy Ballagh esperaba de pie con una expresión de pesimismo en su cara.
—Parece enfadado. ¿Por qué está enfadado? —dijo.
—Porque quiere llegar a Ruán lo antes posible para darle a la botella. Pero como habréis podido observar, aquí se había producido una situación de importancia que merecía ser estudiada… Sin duda sois escocesa. ¿Os alojáis aquí?
Jenny se sentía juguetona, presa de una jovial excitación que la recorría desde la punta de su cabello de fuego hasta la suela de corcho de sus zapatos. Iba a contestar cuando la tranquila voz de Margaret Erskine se le adelantó.
—Estamos en la corte. Espero que tengamos el placer de veros allí. Madre, debemos irnos.
—Sí, pero primero debemos presentarnos. Vos sois O’LiamRoe, eso ya lo sé, pero ¿quién es este? ¿No erais tres?
—La tierra más fértil —dijo la voz cortante del señor Ballagh desde atrás— es la que se abona con tres semillas. Es un antiguo refrán irlandés. Debéis excusarnos. Estamos esperando a que el Rey nos conceda audiencia.
Margaret Erskine, casada por segunda vez a los veinte años y madre de un hijo, era la única que poseía control sobre su madre desde que su padre había fallecido. Era una joven corpulenta, de voz pausada y ojos castaños en un rostro sencillo, de campesina. Como ya había hecho en anteriores ocasiones, rescató a Jenny de aquella peligrosa diversión sin revelar en ningún momento que conocía la identidad de aquellos hombres. Las damas se marcharon.
O’LiamRoe prestó poca atención a su partida. Frotándose las manos se encaró con Thady Boy.
—¿No os sentís como en la gran feria de Carman, a la que asistieron los cuarenta y siete reyes?
—¿Y a vos no se os ha ocurrido quizás que los reyes también debían comer de vez en cuando? —dijo el bardo—. Ahí tenéis al señor Stewart, esperándoos como Job, y a Piedar Dooly, con una mirada de lo más famélica. Además, ¿qué pasa si el Rey os manda llamar y no os habéis puesto todavía vuestro otro, ejem, impresionante y frisado atuendo?
—La verdad —empezó a decir O’LiamRoe y se cortó, ligeramente molesto—, no entiendo esta permanente y exagerada preocupación por mis vestimentas.
—La fe me asista —dijo pacientemente Thady Boy—. Su Majestad espera encontrarse con un príncipe, y no con un surtidor, hombre de Dios.
Dicho esto se encaminaron juntos hacia los caballos abandonando la ballena y a sus cuatro hombres, a uno de los cuales, como habría notado un ojo perspicaz, le faltaba un talón.
Se daba por supuesto que la comitiva irlandesa iba a quedar impresionada ante la magnificencia del rey de Francia, así como por la riqueza y la lealtad de sus súbditos, y que su presencia allí constituiría un botón de muestra de las posteriores entrevistas y audiencias que pudieran celebrarse. Así pues, se habían puesto a su disposición un dormitorio y un confortable salón en la Croix d’Or, una posada nueva y grande situada en la plaza del mercado. Semejante lujo, había apuntado Robin Stewart, compensaba casi las idas y venidas a Notre Dame que habría de realizar en aquel mes y obedecía, sin duda, a la inminente llegada de Su Majestad.
Tras dejarlos instalados, Stewart se dirigió a Bonne-Nouvelle, al otro lado del puente. Pasarían tres días en Ruán hasta que comenzaran las celebraciones. El arquero había decidido dejar de preocuparse por el aspecto y maneras de los irlandeses. Le habían encargado visitarlos cada día para comprobar que se encontraban bien, enseñarles la ciudad y satisfacer sus deseos, dentro de lo razonable. Una vez terminaran la celebraciones en la ciudad, se trasladarían junto con la corte a sus cuarteles de invierno y allí daría comienzo la parte realmente seria de aquella visita.
Robin Stewart, obsesionado como estaba por el éxito, no se sentía precisamente entusiasmado por tener que hacerse cargo de los irlandeses. Tras presentarlos al dueño de la posada, dejó a Piedar Dooly en las cocinas y se marchó. Cuando salía de la plaza se cruzó con un caballero que portaba un mensaje para Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, de parte de su Cristianísima Majestad el rey de Francia. Su Majestad le daba su más calurosa bienvenida a las hospitalarias costas francesas e invitaba a O’LiamRoe a visitarlo aquella misma mañana en el priorato de Bonne Nouvelle, vestido apropiadamente para un juego de pelota…
—¡Dios bendito! —dijo Thady Boy Ballagh cuando el mensajero real hubo partido, dejando caer su redondo cuerpo sobre la cama.
Acababan de tener una desagradable discusión sobre qué hacer respecto del hombre cojo: O’LiamRoe estaba de acuerdo en que sin pruebas no les sería posible acusarlo, así que habían decidido finalmente que Piedar Dooly quedaría encargado de echarle un ojo de vez en cuando al mutilado Jonás y a su ballena.
—¡Dios bendito! —repitió Thady Ballagh—. Difícilmente podréis acudir a la cita con ese aspecto de azafrán sudado y esos pelos de cerdo que lleváis. ¿No pretenderéis salir por ahí con una raqueta y las pelotillas sudadas embutidas en vuestras calzas, verdad?
El sol otoñal, todavía brillante, iluminó la cabeza de O’LiamRoe que, acodado en la ventana de su salón, miraba hacia afuera. Abajo, multitud de cabezas tocadas con sombrero o al descubierto pasaban y repasaban por la calle. La pluma escarlata del bonete de un viandante se agitó engarzada en la seda de su sombrero; luego fue la gasa blanca y el terciopelo azul de la capucha y la capa de una mujer que iba escoltada por su paje. Retumbó un carromato cargado de barriles de cerveza y a su lado, procedente de la fuente, una doncella ataviada con una falda larga y negra con la cola mojada cargaba con un cubo de agua. Un hombre se acercó paseando a la casa de enfrente y permaneció apoyado sobre el quicio de la puerta mesándose la barba.
—¡Bah! Sois un derrotista, Thady Boy. Si puedo matar una mosca de un tortazo en el establo también seré capaz de dar un buen capirotazo con semejante juguetito. Pero esto del juego de pelota me parece una forma bastante poco ortodoxa de recibir a un invitado, ¿no creéis?
—El Rey os está obsequiando con el privilegio de un encuentro amistoso en lugar de con una audiencia, que resulta mucho más formal —dijo pacientemente su secretario—. Poneos el mejor atuendo que tengáis y, por vuestro propio bien y el de todos nosotros, haced el favor de manteneros alejado como de la peste de los corrillos de aduladores que le rodearán.
—Fijaos —dijo O’LiamRoe en lugar de contestar. Afuera, el hombre de la barba había cambiado de posición. Se había quitado su sencillo sombrero negro de ala ancha y se rascaba el moreno y tupido cabello mientras examinaba indolente los tejados de alrededor. La luz del sol iluminó a medias su rostro, descubriendo una piel pálida y opaca, una nariz recta y unas cejas espesas y negras. Llevaba una casaca de sencilla factura, corta y de color blanco, que dejaba al descubierto las mangas de una camisa oscura de basto tejido que llevaba debajo; la silueta, de amplios y fuertes hombros, resultaba vagamente familiar. Por todas partes se veían bocetos de mala calidad de aquel rostro y las monedas que ambos portaban tenían su efigie grabada.
—¡Es el Rey! —exclamó Thady Boy—. No, no puede ser.
—Entonces es su doble —dijo O’LiamRoe. Se hizo un silencio. Después, tras chasquear la lengua, Thady Boy exclamó.
—¡Pues claro! Eso es. Aquella terrible representación que ensayaban en la calle para el próximo miércoles estaba llena de ellos. ¿No visteis un carro lleno de dobles del Rey y su familia en el desfile?
Tenía razón. Observado con detenimiento, se notaba que el parecido había sido acentuado adrede con un corte de pelo y barba exactos a los del monarca; el hombre, no obstante, tenía un parecido innegable. O’LiamRoe se mostraba inexplicablemente alterado.
—Resultaría francamente peligroso tener dos reyes en vez de uno en un país de atolondrados como este.
El hombre de la barba apoyado en la puerta había abandonado rápidamente cualquier pretensión de realeza, si es que en algún momento la tuvo. Una pequeña de unos siete años había llegado berreando y se había abalanzado sobre su padre. No podían oír lo que se decían, pero vieron como el hombre moreno, tras ponerse de nuevo el sombrero, se inclinó apresuradamente hacia la niña y la zarandeó; como los berridos continuaran, acabó por agarrarla de un brazo y llevársela con la típica expresión del padre que se siente importunado en público por un menor. La regia figura que los había confundido momentos antes dobló la esquina y desapareció.
—Thady Boy, tenéis razón —dijo O’LiamRoe—. Hasta creo que ha merecido la pena contrataros después de todo, a pesar de todos los gastos que me suponéis. Bajad a tomaros una sopa con Piedar mientras yo busco algún trapo que ponerme para echar la partida con esos parásitos empingorotados, el diablo los confunda. ¿Es bueno?
—¿Quién?
—El rey Enrique. ¿Se le da bien el jeu de paume?
—Medianamente bien. Es el mejor atleta del reino, o casi —dijo Thady Boy cruelmente, y salió.
El Príncipe se puso manos a la obra. Desde su partida de Slieve Bloom, O’LiamRoe nunca había tenido mejor aspecto. Tras despojarse de la túnica azafrán, se había hecho traer por intermediación de Thady unas calzas nuevas, una camisa holandesa y un jubón entallado de audaces colores. Para no dilapidar el dinero en calzado se puso de nuevo sus botas de media caña bien limpias y remató el atuendo con un pequeño gorro cuya pluma reposaba sobre su peinado y rubio cabello. Tan sólo la barba, que flotaba hirsuta, delataba al rebelde vestido con calzas de seda.
Llamaron a la puerta y pensó que era Ballagh. Reprimiendo un juramento fue a abrir, el gorro en la mano y la capa sobre el brazo. Se le había hecho muy tarde y el mensajero del Rey que había venido a recogerle llevaba esperándolo abajo un buen rato.
Tras la puerta se hallaba Oonagh O’Dwyer.
O’LiamRoe, picaporte en mano, se quedó de pie en silencio. Fue su visitante quien no pudo ocultar su sorpresa, pues un inesperado rubor invadió su morena piel contrastando aún más con sus claros y límpidos ojos.
—Hoy tenéis un aspecto verdaderamente magnífico —dijo la joven secamente—. ¿Pensáis dejarme aquí plantada ante vos como una prostituta, o vais a hacerme pasar? Estaba sola; algo inaudito en una dama de su alcurnia. O’LiamRoe cerró la puerta y se mantuvo en silencio mientras ella entraba y se daba media vuelta para mirarle.
—No tengo por costumbre hacer esto —dijo ella.
—No es tan mala costumbre, una vez que habéis empezado —dijo él—. Siempre y cuando os dediquéis sólo a la misma persona.
No podía haber proferido palabras más desafortunadas; se dio cuenta al instante. Los labios de la joven perdieron la sonrisa y se puso tensa; por un momento el Príncipe esperó que le respondiera con una bofetada. El tortazo no llegó, pero cuando habló, él reparó en que su actitud amistosa había cambiado radicalmente. La joven se dirigió a él en tono frío:
—Vengo de Bonne Nouvelle. Mi tía se ha quedado allí con una amiga que pertenece al séquito de la Reina. Os traigo un recado de su parte.
—¿Un recado? —dijo sin ofrecerle tomar asiento.
Salvo en la estatura, ofrecían un contraste radical: los abundantes cabellos de la joven bajo su capucha eran negros como el ébano, mientras que los de él eran de color dorado rojizo. La joven le miró directamente a los ojos y su pequeña y carnosa boca se curvó en una mueca.
—Esas frívolas urracas están deseosas de despellejar a una nueva víctima.
Él pareció comprenderla. Algo más relajado, se recostó contra la pared recubierta de paneles pintados, sus azules ojos fijos en los de ella.
—Dejad que se rían hasta que la nuez de Adán se columpie en sus gargantas como un proyectil de cerbatana, querida mía. Eso no va a hacerme daño.
Ella mantuvo la expresión impertérrita.
—Sin embargo, por lo que veo, parece que hoy habéis gastado algún dinero en mejorar vuestro aspecto, ¿no es cierto?
—Así es —dijo con calma O’LiamRoe—. Y ha sido un error. Creo que debería volver a ponerme de azafrán. ¿Conocéis alguna avestruz que pudiera necesitar otra pluma en la cola?
Ella ignoró el adorno del sombrero que le tendía.
—No es a mí a quien afecta todo esto, O’LiamRoe. He venido a avisaros de que la Casa Real pretende burlarse de vos. Recibiréis una citación falsa del Rey.
Una media sonrisa se abrió paso entre los algodonosos mostachos.
—¿Una cita para encontrarme con un doble?
—¿Cómo lo sabéis?
Desviando la vista de sus sorprendidos ojos, señaló hacia la calle.
—Le vi ahí fuera. Estovo un buen rato mirando en esta dirección. Un hombre moreno con barba. Oonagh O’Dwyer dijo secamente:
—Sí, seguramente sería él. Algunos de los efebos de la corte han contratado al hombre que va a hacer de rey en el desfile del miércoles. Vuestra fama os ha precedido desde Dieppe. Tienen la intención de confrontaros con el falso rey y haceros quedar en ridículo.
—Un juego peligroso sin duda —dijo simplemente O’LiamRoe sin alterarse lo más mínimo—, comportarse de forma tan descortés con un invitado del Rey, ¿no creéis?
—¿Tendríais el valor de quejaros al Rey? —dijo ella, impaciente—. Quizás vos lo tengáis, pero ellos no lo creen. Piensan que desde que se ha firmado la paz con Inglaterra y las relaciones con el Emperador han mejorado, Francia no tiene ya tanta urgencia por conseguir el apoyo de Irlanda y que no tendría gran importancia si un señor irlandés de poca monta se volviera a casa ofendido en la primera galera disponible.
—Tentado estoy —dijo O’LiamRoe.
Durante un largo instante ella lo estudió con atención; después, con unas manos ágiles, como de muchacho, se cubrió la cabeza con la capucha verde.
—Pues ya está. Había prometido contároslo. Espero —dijo mordaz— que aguantéis la tensión con la misma filosofía con la que habláis.
—No os preocupéis —dijo el príncipe de Barrow mientras el sol proyectaba su esbelta sombra ante los pies de ella—. Si se acercan tanto como para hacerme cosquillas, no podrán quejarse después de las pulgas. ¿Está Thady Boy también incluido en el jueguecito?
—No, él habla francés. Sólo van a mofarse de vos. Lo siento —dijo Oonagh O’Dwyer inesperadamente, levantando hacia él sus pálidos ojos grises y mirándole con franqueza—. Sé que no son noticias agradables y menos si son transmitidas por una mujer.
—No —dijo despacio O’LiamRoe—. No lo son. Todavía debe de quedarme algo de vanidad en alguna parte. Pero tampoco ha debido ser fácil para vos darme semejante recado. Os doy las gracias, a vos y a la señora Boyle.
Le abrió la puerta con una expresión benevolente en su bigotudo rostro.
—Que Dios me ayude pues —dijo O’LiamRoe—, porque me parece a mí que los deportes que me enseñaron allá en Slieve Bloom van a resultar un tanto inadecuados.
Una hora más tarde, vestido de rutilante azafrán, con sus calzas y su capa de lana frisada, Phelim O’LiamRoe, príncipe de Barrow, peludo como un puerro, entraba en la residencia real del priorato de Bonne Nouvelle para zambullirse en la flor y nata de la espièglerie[5] francesa.
Aquella era una corte joven, vivaz, todavía con savia en sus venas. Enrique, señor absoluto de diecinueve millones de franceses, tenía treinta y un años; de los diez miembros de la casa de Guisa en cuyas manos recaía el poder de dirigir Francia, la de más edad, la Reina madre de Escocia, tan solo tenía treinta y cinco. Por consiguiente, también los seguidores de la corte eran en su mayoría jóvenes. Los que pertenecían a la generación anterior habían nacido en la época del predecesor de Enrique, Francisco I, el Batallador galante, el César, el Girasol, quien no gustaba de niños soñadores, mohínos o dormilones; aquel que no había dudado en canjear su libertad a costa de la de sus dos hijos, que fueron llevados a la prisión de Pedraza en su lugar cuando, en la batalla de Pavía, perdiera, además de la guerra con Italia, su propia libertad.
Enrique volvió de España hecho un joven inculto de once años de edad, incapaz de hablar su lengua materna. Al comienzo era conocido en aquella alegre corte como «el príncipe de Orleáns, el de la cara grande y redonda que no hace más que repartir tortazos y de quien es imposible hacer un hombre de provecho». Más tarde, cuando llegó a rey, mantuvo una corte de amor y lujo, pero también conservó en su interior un gusto por el conocimiento puro, por lo esotérico, que le impulsó a rodearse de poetas y profesores, a fomentar las artes y a disfrutar de la buena conversación con un talante y afán permanente de superación personal.
Así pues aquel niño mohíno y dormilón había acabado por conquistar sus metas personales con no poco esfuerzo; el rey de Francia era el corredor más veloz, el mejor jinete del reino, el que mejor tocaba el laúd; había finalizado con éxito las guerras con Inglaterra, recuperado Boulogne, la última ciudad francesa todavía en manos de los ingleses. Ejercería el control sobre Escocia cuando casara a su hijo con la pequeña reina de Escocia y estaba a un paso de atemorizar al Emperador con su liga de príncipes alemanes. No obstante y a pesar de todo lo anterior, Enrique de Francia había conservado con él a dos personas de la época de su padre, como un niño incapaz de renunciar a su viejo osito de peluche: su adorado Montmorency, un viejo y retorcido guerrero, a quien Francisco había exiliado de la corte, y Diana de Poitiers, su amante desde hacía catorce años.
Demasiado rico, demasiado poderoso, demasiado franco para el gusto de Francisco I, el duque de Montmorency había sido, a pesar de ello, uno de los baluartes del reino; no fue hasta los últimos años del reinado de Francisco, siendo Montmorency el tutor del joven heredero, cuando se produjo el enfrentamiento definitivo que acabó con el exilio del que el rey Enrique lo había rescatado.
Diana, viuda del gran senescal de Normandía y asidua de la corte, se había incorporado a esta a la edad de treinta y seis años proveniente directamente, según algunos, de la cama del difunto rey Francisco. Con su aguda inteligencia, con su saber estar y con una bondad natural absolutamente encantadora, se había dedicado a preparar al entonces futuro rey Enrique II, a la sazón de diecisiete años, para el papel de príncipe y amante. Desafortunadamente, antes de que su padre muriera, Enrique se había encariñado demasiado con Diana, la que fuera amante de su padre, y Montmorency se había vuelto demasiado servicial para con su futuro señor. Esto, unido al prematuro e imprudente discurso del Príncipe sobre las disposiciones que realizaría y los destierros que cancelaría a la muerte de su padre, vendiendo la piel, como decían en la corte, antes de matar al oso, no había agradado en absoluto a Francisco. Finalmente, el viejo Rey había muerto y las cosas ocurrieron como Enrique había planeado.
O’LiamRoe, bien informado como estaba por sus propias fuentes, no necesitaba en realidad ningún consejo por parte de los caballeros de la camarilla del Rey, que habían esperado con admirable paciencia durante dos horas para llevarle a presencia del Soberano. No obstante, recibió una impresionante cantidad de recomendaciones sobre etiqueta, sobre reverencias, sobre títulos, o sobre los caballeros que podría llegar a conocer ya que, al celebrarse el encuentro en las pistas de juego de pelota, era bastante poco probable que se encontraran con dama alguna. Escuchó con actitud pensativa y tolerante, mientras era introducido, cruzando los puestos de guardia, en el priorato engalanado con flores de lis y bullicioso como una plaza de mercado en domingo. Arqueros, camareros, caballerizos, pajes, fueron a su encuentro en oleadas y escoltaron a O’LiamRoe y a sus acompañantes evitando los pasillos principales, hasta una estancia lateral a través de la cual, saliendo por una puerta también lateral, accedieron a un jardín con césped sobre el que alguien había colocado apresuradamente una red. El caballero de la camarilla real que le había recogido en la posada estaba algo congestionado y sudaba ligeramente bajo su camisa de satén; agarrando a O’LiamRoe suavemente de la manga le dijo:
—Ya hemos llegado. Esperad. AHÍ está el Rey.
El recinto, rodeado de ventanales cerrados, tenía aspecto de ser poco frecuentado. Sobre un extremo pavimentado, alrededor de la zona de césped, se habían improvisado unos tableros cubiertos de hermosas telas con comida y bebida. Había también unos cuantos taburetes y alguna silla sobre las que habían dejado algunos jubones y raquetas. La gran altura del edificio ocultaba el sol. En el extremo más alejado del recinto había cuatro o cinco hombres en mangas de camisa. En el centro del grupo, con los brazos sobre los hombros de los dos jugadores que lo flanqueaban, un hombre grande, de anchos hombros y negra barba, escuchaba de pie. Vestía totalmente de blanco.
—El Rey —repitió el guía de O’LiamRoe y lo señaló.
El ovoide rostro de O’LiamRoe se estiró hacia delante.
—¿Me estáis diciendo —dijo O’LiamRoe fascinado— que se encuentra entre aquellos escrofulosos?
Dos de los hombres que formaban el pequeño grupo eran los que habían estado en Dieppe con d’Aubigny; su perfume era claramente reconocible y la brisa lo llevó hasta él.
El caballero de la camarilla que le había guiado, cuyo inglés distaba de ser perfecto abrió la boca, lo pensó mejor y acabó diciendo:
—Nos ha visto. Venid conmigo, mi señor Príncipe, y os presentaré.
—¡Por mi fe! ¡Si no está calvo! —fue el siguiente comentario de O’LiamRoe mientras se acercaban al grupo—. Y es moreno como un cuervo. Había oído que había encanecido prematuramente. ¿Se tiñe el pelo, entonces? Mi madre conoce una fórmula excelente que se hace mezclando dos potes de alquitrán con uno de pez griega. Desde el momento en que empezamos a marcar las ovejas con su pócima no se nos volvió a perder ninguna. ¿Así que esta es su Graciosa Majestad?
Los dos grupos se encontraron. El cortesano que había hecho de guía hizo las presentaciones en voz alta; a medida que los títulos resonaban, pintorescos, e iban quedando como suspendidos en el cálido aire —señor de Auleammeaux, Príncipe de Barrault y señor de Monts Salif Blum—, O’LiamRoe, erguido cual risueño espantapájaros, escuchaba mientras el despiadado sol de mediodía caía sobre el indescriptible tejido de su capa frisada y su espantosa túnica azafrán; parecía como si una asamblea se hubiera reunido en torno al rey de los mendigos, disfrazado para el evento con los mejores harapos encontrados entre la basura. El Príncipe permaneció tranquilo, de pie y sin hacer el menor ademán de inclinarse en una reverencia. Cuando de Genstan, de la Guardia Real de los arqueros escoceses, inclinándose hacia él le susurró:
—Señor, es costumbre hacer una reverencia.
O’LiamRoe contestó, ensanchando aún más su encantadora sonrisa:
—Eso parece. Y yo aquí plantado, como un diablo con patas de cabra. ¿Qué está cotorreando, el pobre hombre?
El señor de Genstan, haciendo una pequeña señal a sus compañeros, asumió el papel de intérprete.
—Su Majestad os da la bienvenida a Francia, señor. Le hubiera gustado presentaros también a sus Gracias el duque y el cardenal de Guisa y al condestable de Montmorency, pero estaban ocupados en asuntos de gran premura.
—¡El diablo me lleve! Y yo que estaba convencido de que el pequeño ese de ahí era el cardenal —dijo O’LiamRoe amablemente—. ¿Podéis decirle a su Graciosa Majestad que seguramente debe ser un hombre feliz pudiendo corretear tras una pelota mientras el reino se dirige solo? ¿Qué está diciendo?
Hablar mediante un intérprete impone normalmente una serie de pausas y resulta algo estresante; la conversación que estaba teniendo lugar comenzaba, en cualquier caso y con asombrosa claridad, a tomar un derrotero inesperado. El señor de Genstan, con el rostro congestionado, intentaba por todos los medios prolongar la entrevista a base de censurar sus traducciones. El hombre de blanco, consciente, como mínimo, de la ausencia de buena parte de la cortesía más elemental, se encontraba un poco perdido. Con una voz lenta y arrastrada se dirigió a su intérprete. El señor de Genstan dijo a O’LiamRoe:
—Su Majestad os pide que os sentéis y compartáis con él una copa de vino.
—¡Ajá! —dijo tranquilamente O’LiamRoe—. Dadle las gracias a su Gracia, pero decidle que prefiero mil veces verle acabar su magnífico partido de pelota. Es evidente que está más ágil que un guisante rebotando sobre un tambor; la última vez que vi a alguien parecido fue a un cura borracho columpiándose en un botafumeiro.
El Rey, cortado, replicó con una pregunta.
—¿Jugaréis con él?
Los azules ojos centellearon.
—¿Así vestido? Dios nos asista, acabaría recocido en mi propio sudor como un ciervo en salsa. En mi tierra, tenemos un único traje válido para todas las ocasiones, nada más.
El de la barba negra replicó con cautela a través del señor de Genstan:
—¿No tenéis este deporte en Irlanda?
Totalmente a sus anchas, O’LiamRoe se sentó. Un suspiro recorrió como un vendaval a los presentes congregados en el césped. Alegremente consciente de ello, el Príncipe continuó.
—¿Deporte, decís? Pelota-palmada no tenemos, no. Pero deporte claro que tenemos y más de un buen hombre ha perdido la vida en el campo, dejando su honor bien alto y resplandeciente. Resplandeciente como el sol. El hurley, se llama. ¿Lo conocéis?
No lo conocían.
—Pues se juega con un palo. Y el atuendo que lleva uno no tiene absolutamente ninguna importancia; lo único que tiene que preocuparte cuando entras, es salir vivo del campo de juego. Además, da igual lo que te hayas puesto, al final del juego no te suele quedar prácticamente nada encima. Es un buen modo de pasar el rato mientras no hay guerra. Yo no suelo jugar, pues soy un hombre apacible. Pero adelante, seguid. Dejadme veros jugar —dijo O’LiamRoe con sincero interés—. Nunca viene mal ver lo que hacen otras gentes.
Fuera porque estaban desconcertados, porque todavía no acabaran de entender la situación, o porque finalmente, cualquier cosa parecía mejor que continuar con aquella conversación, el caso es que atendieron su sugerencia. Mientras O’LiamRoe se recostaba cómodamente apoyando los codos sobre una mesa cubierta con terciopelo situada a su lado, con los enmudecidos cortesanos a su espalda, el barbado soberano escogió sin la menor ceremonia un compañero de juego y se lanzó a la pista a darle duro.
Eran ambos excelentes jugadores; al ser tan buenos, ambos se arriesgaban y el juego resultaba entretenido. No hubo bola fuera de red, ni raquetazo fallido, ni raqueta caída, ni postura que se librara del pertinaz comentario sottovoce de O’LiamRoe mientras las bolas aterrizaban limpiamente a sus pies. Insoportable, imperdonable, fluido, imprudente, con inigualable ironía, destacó cada golpe de muñeca, cada servicio fallado, el sudor, el saque reventado y un único resbalón con trasero al césped que acompañó con un largo silbido. Comentó el cabello desrizado, el acelerado salto a la red; observaba y glosaba, serena e implacablemente, hasta que de Genstan, que escuchaba y traducía sus palabras soltó una carcajada en voz alta que se contagió al resto acabando con la compostura tan arduamente mantenida. Se sucedió un rugido de risas. Molestos por el permanente y subterráneo ronroneo a dos voces que se había mantenido todo el tiempo, los jugadores se giraron con la indignación pintada en sus rostros; la pelota, con un ruido seco, chocó contra una ventana y la hizo añicos.
La suave voz irlandesa había cesado por fin, pero las risas continuaban en impotentes hipidos cuando el hombre de blanco, arrojando al suelo su raqueta, agarró a su compañero del brazo y se alejó a grandes zancadas. Las risas cesaron. O’LiamRoe, levantando sus rubias cejas, dirigió una mirada interrogante al señor de Genstan que, del rojo, había pasado repentinamente al blanco.
—Y ahora —dijo tranquilamente—, ¿qué os parecería traeros al tipo para acá para que charlemos?
Los caballeros que habían celebrado sus comentarios tan risueñamente, intentaron arreglar la situación congraciándose de nuevo con el moreno rey. Sus carcajadas parecían haberlos puesto a favor del hombre equivocado. Los dos jugadores estaban claramente furiosos y, desde la distancia, podía distinguirse al señor de Genstan, que acudió presto a hablar con ellos, inventando explicaciones y excusas bastante más creíbles que las que O’LiamRoe hubiera ofrecido, de haber tenido la remota intención de presentarlas. El Príncipe esperó. Finalmente el hombre de la barba, todavía sonrojado, abandonó al grupo de caballeros y se acercó a él.
—Aceptaré ese vino ahora, si me lo ofrecéis —dijo levantándose alegremente un risueño O’LiamRoe—, y os contaré de paso algún cotilleo para acompañarlo. Desde luego los franceses, que Dios nos asista, sois de lo más estrecho de miras que hay; ya va siendo hora de que aprendáis un par de cosillas de algunos de vuestros vecinos más ilustrados, como por ejemplo los irlandeses. Y esta vez de Genstan, muchacho, traducidlo todo; nada de tres palabras por cada trescientas, divina proportio y un guiño y un encogimiento de hombros para las demás.
Alguien escanció vino sobre unas copas adornadas con el blasón real.
—Su Majestad dice —dijo el intérprete abrumado desde detrás de la silla del hombre de la barba— que desearía que las diferencias entre Francia e Irlanda desaparecieran.
—Ah, los ingleses no importan —dijo O’LiamRoe—. Hemos pasado estos trescientos años dominados por ellos y no nos ha quedado más remedio que apechar, como tuvisteis que hacer vos, aunque cierto es que aquellos que procedían de Normandía estaban locos como demonios por cobrar impuestos, al igual que vuesas mercedes.
—Su Majestad pregunta —dijo de Genstan— si estáis comparando por casualidad su gobierno con el de los ingleses.
—¡Por mi fe! ¿Haría yo algo así? —dijo O’LiamRoe con una sonrisa en su pecoso rostro—. El vuestro es francamente superior. Además ahora está el Concordato. ¿Por qué habríais de mataros por aparentar ser la cabeza mundial de la iglesia cuando vuestro Concordato os permite intervenir a vuestro antojo en las abadías y elegir a placer a los obispos y a los arzobispos? Así todos salen ganando en amigos y en dinero, ¿no creéis?
Hubo una pausa.
—El Rey dice —tradujo el señor de Genstan— que estos temas no son objeto de discusión en este encuentro, cuya finalidad es tan sólo…
O’LiamRoe sonrió con malicia.
—¡Que no son objeto de discusión! Mi querido muchacho, en Irlanda son las comadronas quienes con una mano sujetan en la pila el bracito del bebé que más se agita y con la otra, le agarran de la mandíbula para que no proteste. —Bajó su copa y, tras levantarse, colocó una conmiserativa mano sobre el hombro de De Genstan—. Dejaos de tanta algalia y tanto almíbar y la próxima vez elegid un Rey que sepa discutir y que tenga arrestos como un auténtico hombre. Seguro que si a este le afeitarais la cabeza como al Hércules de Bandinello encontraríais un cráneo tan pequeño que no le cabe un cerebro.
Se produjo un silencio mortal. El hombre barbado, levantándose también, miró por turnos a O’LiamRoe y al intérprete, que había palidecido aún más. De Genstan apelando desesperado a los inexpresivos rostros de sus compañeros, murmuró algo ininteligible.
El hombre de blanco inspiró profundamente, cerró el puño y golpeó con él sobre la mesa lanzando las copas por el mantel. Un riachuelo rojo se extendió sobre el terciopelo.
—¡Traduisez! —exclamó. Y el joven, tartamudeando, comenzó a traducir.
Mientras escuchaba, Barbanegra chasqueó los dedos. Los pajes se apresuraron a su lado. Una capa de dorados botones le fue puesta sobre los hombros. Una gruesa cadena fue colocada sobre su cuello. Unas zapatillas bordadas sustituyeron sus sencillos zapatos de tenis y en sus manos, unos guantes blancos de piel y un gorro con plumas.
Mientras las entrelazadas medias lunas de su monograma subían y bajaban al compás de su agitada y furibunda respiración, Enrique II, por la gracia de Dios su Cristianísima Majestad de Francia y de sus habitantes, terminó de escuchar la traducción de las palabras de O’LiamRoe:
—Si se le afeitara la cabeza, se vería que su cráneo es tan pequeño que no le cabe cerebro alguno —acabó el señor de Genstan y miró a cualquier sitio menos a O’LiamRoe.
Durante un largo momento el Rey meditó poniendo en la balanza unas cuantas cosas, entre ellas la vida de O’LiamRoe. Pero Enrique aún no estaba del todo comprometido en una alianza con Inglaterra; pudiera ser que se volviera a ver en la necesidad de recurrir a Irlanda. La dignidad real, a la larga, era más importante que la vanidad real. Se preparó para hablar.
El rostro de O’LiamRoe al comprender la situación se había tornado prácticamente inexpresivo. Con calma, se recompuso. Su pálida piel había adquirido un tono rojo ardiente, los azules ojos estaban fijos en algún punto invisible. Haciendo un evidente esfuerzo de voluntad, la indiferencia, el cinismo, e incluso un leve asomo de diversión volvieron a su expresión mientras las palabras del Rey, lentas, solemnes, mesuradas, sonaban empañadas por la traducción del apresurado inglés del señor de Genstan.
—Proclamáis vuestra cultura. Habláis de comunes ancestros. Afirmáis ser hijo de un rey. Pero os mofáis de nuestras costumbres y os burláis de nuestra persona.
—Ha sido un error —dijo O’LiamRoe. El Rey tenía las manos juntas a la espalda; su voz prosiguió inalterada:
—Somos conscientes de vuestra pobreza. Somos conscientes de vuestro derecho a aprender. Sabemos de las diferencias raciales de vuestro pueblo. Pero habíamos esperado una cierta cortesía por parte de vuestra persona y en vuestro lenguaje. Estábamos dispuestos a recibiros en nuestra corte como a un igual, sin soñar siquiera en ofenderos con el insulto de nuestra compasión. Habríais hecho mejor príncipe de Barrow —dijo el Rey apretando en sus manos los blancos guantes como si fueran un trapo—, habríais hecho mejor en pensarlo bien antes de lanzarnos semejante insulto.
O’LiamRoe miró en derredor. Conmocionados e inquietos, los cortesanos evitaban mirarle. El pálido rostro del Príncipe se endureció. Frotándose la nariz con un dedo, dirigió una apacible mirada a la furiosa y controlada figura que tenía delante.
—Vaya, vaya —dijo O’LiamRoe preocupado, contrito y con una pequeña e irreductible chispa de diversión en el fondo de su mirada—, vaya, vaya. He cometido un pequeño error al juzgaros. Veréis, pensé que el Rey que tenía delante era un actor de teatro.
Se produjo otro silencio. Entonces, con una exclamación de disgusto, Enrique se separó, caminando a grandes zancadas de un lado a otro por el recinto. En ese momento, de Genstan agarró a O’LiamRoe por el brazo.
—Marchaos ahora, rápido —dijo.
Con inesperada entereza, el otro se resistió.
—De ninguna manera. No debemos perder la cabeza.
—Dios mío —dijo de Genstan, que había perdido la suya hacía rato—, os aseguro que mañana a estas horas estaréis sobre la mesa real en un plato con una manzana en la boca.
—En absoluto. Esperad. Aquí está Su Majestad —dijo O’LiamRoe al pararse en seco el Rey frente a él.
—¡Ah, que fatalidad! Este francés es una lengua malditamente pagana. ¿Qué dice su Alteza?
De Genstan tradujo.
—Dado que vuestra ignorancia en estas materias ha quedado notoriamente probada, puede que deseéis observar a la Monarquía francesa y a sus gentes durante el gran momento que se avecina. Su Gracia desea que sigáis en Ruán como invitado suyo hasta la celebración de su Feliz Entrada del miércoles. El jueves, vos y vuestro séquito seréis escoltados hasta Dieppe, donde os esperará una galera para devolveros a Irlanda con el primer viento propicio. Desde ahora y hasta el miércoles, Su Gracia desea no volver a mantener comunicación alguna con vos.
O’LiamRoe había vuelto a ruborizarse. Aparte de eso, su rostro no mostraba signo de enfado o disgusto alguno.
—Decidle que estoy de acuerdo. ¿Cómo podría no estarlo? Se dice que el Emperador es el rey de reyes, el Rey Católico el rey de los hombres y el Rey de Francia el rey de las bestias, «por ello sus órdenes son inmediatamente acatadas». ¿Quién soy yo, un simple noble, para desobedecerle?
Esperó, había que reconocérselo, hasta que sus palabras fueron traducidas. Después, tras hacer tres reverencias ante la puerta desenroscándose cual primitiva alfombra, salió.
Así acabó la audiencia con el rey de Francia de Phelim O’LiamRoe, señor de Nosécuantos, príncipe de Barrow y señor de Slieve Bloom: el orgullo intacto a pesar del apabullante caos provocado y una deportación pendiente.
O’LiamRoe no tenía especial prisa en relatarle a sus hombres el evento. Pero tampoco fue necesario. Aprovechando la ausencia de su jefe, Thady Boy había visitado todas las tabernas de Ruán y tras oír los rumores, había vuelto para conocer los detalles tambaleándose ligeramente.
Los acogió con más filosofía que Piedar Dooly, que estaba emocionado con su reciente papel de sabueso e impaciente, según O’LiamRoe, por ver si volvían a intentar asesinarlo de nuevo.
—Me temo que el pobre Dooly no va a tener suerte —añadió el Príncipe—, porque no creo que nadie se moleste en intentar nada contra mí ahora que me marcho. Ochone, ochone —dijo el príncipe de Barrow, que se había servido él también una generosa copa—, que aburrimiento, ¿verdad? Esperando en esta ciudad hasta el jueves sin nada que hacer, ni nadie que intente matarnos, pobres de nosotros.