III Aubigny: La audacia de desmentir

Cuatro cosas sustentan el crimen: tentación, consentimiento, incitación y la audacia de desmentirlo.

Aquel otoño Margaret Erskine le escribió a su marido: «Vuestra incombustible lumbrera parece poseída por el demonio».

Y allá en Augsburgo, mientras aguardaba junto al debilitado Emperador entre viñedos y nogales, entre arenosas y pedregosas terrazas, el embajador se preguntaba, conociendo a Lymond, en qué bárbaros asuntos andaría metido o habría embarcado a los suyos aquella vez.

Había transcurrido poco más de una semana desde la cacería del guepardo cuando el resto de la corte llegó a Blois. Ascendieron desde la orilla del río, derramándose e inundando el amplio patio del castillo. La cota de malla del Rey capturó un rayo de sol mientras pasaba bajo el imponente y oscuro arco de piedra. El dorado reflejo se deslizó sobre las ondulantes salamandras del estandarte de su padre y centelleó sobre los peldaños de la labrada escalera a medida que la corte, vestida de blanco y plata y profusamente enjoyada, seguía la estela de su Soberano. O’LiamRoe observaba la escena cual cangrejo entre gaviotas.

Con el Rey, la Reina y el condestable, llegaron también los Infantes. María estuvo encantada de verlos de nuevo. Hasta hacía poco se había sentido a gusto compartiendo su dormitorio con las hermanitas del Delfín, Elizabeth y Claude, pero ahora dormía en la misma habitación que su tía lady Fleming y estaba deseando contárselo a las niñas.

El disgusto por la muerte del lebrato le había durado dos largos días. Su tío la había consolado con ternura hasta calmarla y más tarde, pálida todavía de tanto llorar, había sido llevada a ver a O’LiamRoe para agradecerle su comportamiento.

Pero María sólo tenía siete años. La pequeña enmudeció a mitad del discurso de agradecimiento respirando agitadamente, con lágrimas en los ojos y mordiéndose los labios. El príncipe de Barrow, que padecía un estado de ánimo embarazosamente similar, se arrodilló rápidamente a su lado tropezando ligeramente y le preguntó:

—¿Por qué lloráis, Princesa? Pensad en Luadhas, corriendo veloz en el Paraíso de Shamantide junto al dorado Cormac, acompañado por los antiguos dioses y todos los demás nobles campeones, ileso y feliz. Imaginadlo a los pies del Rey, junto a Bran y a Conbec, descansando pacíficamente. Podéis estar segura de que a estas horas el lebrel y vuestro lebrato habrán compartido un mismo cuenco de leche fresca y que cuando pasen los años y nosotros nos hagamos viejos, ellos seguirán todavía correteando por los azules cielos de Curragh, con sus lindas lenguas bien rosadas y todos sus dientes bien blancos y afilados. Thady Boy, aquí, os lo puede decir.

Pero Lymond permaneció en silencio. Había acabado de intercambiar las últimas noticias con Margaret Erskine, quien había traído a la pequeña a ver al Príncipe. Ella tampoco tenía ganas de oírle decir ni una palabra más. La ira desatada de la Reina madre tras los sucesos de la cacería le había resultado más fácil de soportar que las agoreras palabras de Lymond, que afirmaba que aquello había sido otro intento deliberado de dañar a la pequeña Reina y a sus amigos. La fuga del lebrato de la casa de fieras se podía explicar en parte por el mal estado de la jaula dañada por el largo viaje. La presencia en el bosque del animalito debía obedecer a una mera coincidencia. Pero Lymond, que había peinado los bosques por su cuenta tras el episodio, había encontrado una pequeña y anónima jaula para presas abandonada cerca del lugar donde la partida de caza había hecho la última pausa tras perder a aquella liebre adulta y astuta. La jaula tenía la cerradura forzada. Posiblemente habían intentado abrirla apresuradamente y al no conseguirlo se habían decantado por desgarrarla burdamente. Después la habían dejado allí tirada. Así pues, parecía que el lebrato había acompañado a la partida durante toda o al menos parte de la cacería, oculta seguramente con alguna capa o paño. La habían soltado justo allí, deliberadamente, para provocar el mayor daño posible. De no haber sido por la perra cuya valentía había sorprendido a todos, la trama podría haber resultado fatal.

A partir de entonces, por expresa orden de Lymond, el cerco protector en torno a la pequeña Reina se había estrechado al máximo. No había momento alguno, de día o de noche, en el que la niña no estuviera acompañada por uno de los Erskine o de los Fleming. Tan sólo Jenny estaba dispensada de vigilarla asiduamente dada su creciente popularidad y su natural resistencia a toda directriz. Mientras tanto, el temor a un próximo intento homicida acechaba en la sombra.

Durante esos días O’LiamRoe no había hecho referencia alguna sobre Luadhas y sintiendo quizás la necesidad de estar solo, se mantenía deliberadamente al margen de los asuntos de su bardo y secretario. Como fuera que la señora Boyle, a su modo excéntrico y positivo, parecía haber olvidado completamente el triste episodio, el Príncipe volvió a frecuentar a la dama y a su sobrina, compartiendo con ellas eventualmente su amplio círculo de amistades. Oonagh, de vez en cuando, parecía incluso mostrarle un asomo de cortesía.

Nuevos amigotes nocturnos, provenientes del círculo franco irlandés e incluso ingleses y algún que otro escocés, se turnaban ahora para visitarle. La gran estancia compartida por bardo y Príncipe rara vez se encontraba ya vacía. Las conversaciones y disputas se sucedían en ardiente francés, gaélico, inglés y latín. La sardónica voz de Thady Boy se dejaba oír ocasionalmente y el rostro de O’LiamRoe parecía mostrar entonces un cierto orgullo paternal. Thady Boy sabía hablar, ciertamente. Y también sabía escuchar.

Enclaustrado debido a la reciente llegada del Soberano, O’LiamRoe no estaba al tanto del importante papel que Thady Boy estaba desempeñando en la corte. El bardo había ido convirtiéndose poco a poco en una presencia cada vez más indispensable. En el lever du Roi y en las recepciones, en los bailes y tras el deporte, durante las comidas y tras las festejadas cenas, la presencia de Thady Boy se daba por descontado. Su estilo interpretativo se había puesto de moda. Tocaba para todos ellos, tanto en público como en privado. A aquellas alturas, al Rey, a la Reina, a Diana, al condestable, a Condé, a d’Enghien, a los de Guisa, a Margarita y a todos los demás, el aspecto del bardo no les importaba ya lo más mínimo. De hecho, lo habían olvidado por completo. Lymond había alcanzado por fin su objetivo introduciéndose en su dulce y fría intimidad. Ahora, aquellos largos y finos dedos podrían comenzar a tensar los cables.

Por aquel entonces O’LiamRoe comenzó a encontrarse de vez en cuando la puerta cerrada al regresar a su habitación. Al llamar, una voz de mujer en tono bajo e irreconocible solía contestar dulcemente: «Non si puo. Il signor é accompagnato». En otra ocasión oyó una voz de hombre que enmudeció en cuanto O’LiamRoe llamó a la puerta.

Tan sólo Robin Stewart se atrevía a censurar la conducta de Thady Boy o a hacerle recomendaciones.

El Príncipe y el bardo, acompañados por el arquero, habían sido formalmente invitados a pasar dos días en la mansión de lord d’Aubigny.

Desde su llegada a Francia Lymond se había acostumbrado a estar, en cierta manera, pendiente de los problemas y vicisitudes de Robin Stewart. Habituado tras años de lucha a velar por los más débiles, en el caso de Stewart lo hacía de forma automática. Además, aunque no resultara evidente para los demás, Thady Boy, sin proponérselo, era un maestro nato.

Por parte de Stewart, la desconfianza inicial que sintiera hacia el secretario del Príncipe se había ido trocando en una reticente admiración. Ya antes del episodio del guepardo, el arquero había tomado la costumbre de frecuentar cada vez más a Thady. Después de la cacería, su relación con el bardo había empezado a transformarse en algo parecido a una obsesión. Thady Boy, por pura conveniencia, no hacía nada para evitarlo.

Aquel día, mientras buscaba su jubón para ponérselo, escuchaba pacientemente al arquero, que estaba enfrascado en una de sus habituales diatribas. Stewart terminó de hablar y se pasó la huesuda mano por cabello y rostro, revolviéndose el ya despeinado pelo.

—Ballagh —dijo de pronto—, ¿por qué seguís con O’LiamRoe? Cualquiera de los innumerables condes y duques de aquí estaría encantado de teneros a su servicio, si es dinero lo que buscáis.

Thady Boy cerró las ventanas.

—Creía que os habíais sacado a O’LiamRoe de la mollera de una vez por todas. ¿Qué pasa ahora con él?

—No lo sé —respondió el arquero con brusquedad. El hombre se agachó y recogió su capa. Cuando levantó la cara, estaba ruborizado—. Casi no merece la pena comentarlo, pero… ¡Que el diablo se los lleve a todos ellos! Se pasan la vida vestidos de punta en blanco, ellos y ellas, llevando en el regazo a sus ridículas mascotas, los dedos llenos de sortijas… A menos de que os llaméis Michael Scott o Michaelangelo, o Duns Scotus o Bayard, o seáis un monstruo de siete cabezas y toquéis el arpa, no existís para ellos, os ignoran por completo.

Thady Boy ya se había puesto el jubón y la capa y le miraba de pie, con las piernas algo separadas y las manos entrelazadas a la espalda.

—¿Y puede saberse cual de los despampanantes éxitos de nuestro Príncipe os produce tanta irritación? —preguntó Thady—. ¿Que le expulsaran de aquella cancha de pelota o que vuestro guepardo matara a su lebrel a zarpazos? Esto último fue bastante doloroso, por cierto.

—Pues me alegro de que así fuera —dijo Stewart con malevolencia—. Vos no os dais cuenta. Es un mediocre y lo peor es que encima no le importa. Además ni siquiera lo intenta con… —se cortó en seco.

—¿Con qué? ¿Con las mujeres? Eso está por ver. Vos pensabais que os habíais ganado la simpatía de las Boyle, querido mío, pero yo tengo mis dudas al respecto. Y decís que es mediocre. Pero ¿lo es realmente? —preguntó Thady Boy—. Su actual felicidad choca con vuestra forma de pensar. Pero yo le encuentro irritante por otras razones completamente distintas.

—Entonces, ¿por qué seguís a su lado? —Stewart volvió a la carga—. ¿Le debéis acaso fidelidad? ¿Le debemos fidelidad acaso a alguno de esos desgraciados? Si cometierais el menor desliz, podéis estar bien seguro de que se tirarían a vuestra yugular.

La voz del arquero estaba teñida de rencor. La de Thady le respondió en tono relajado y sereno:

—Sois vos, mi querido muchacho, quien debería abandonar este estupendo país. ¿Por qué no os volvéis a Escocia?

Robin Stewart soltó un largo suspiro. El calor proveniente de la chimenea les empezaba a resultar agobiante a ambos, abrigados como estaban para el viaje a la ciudad donde vivía Su Excelencia d’Aubigny. Stewart tenía la áspera piel del rostro perlada de sudor, con las cejas formando una línea recta enmarcando la parte de su cuerpo que sufría la machacona presión de su mente y espíritu.

—Sé que voy a arrepentirme por decir esto —dijo repentinamente el arquero—. Pero me habría ido ya. Habría partido hace más de una semana, de no ser por vos.

El oscuro rostro frente a él no demostró sentimiento alguno; ni sorpresa, ni placer. Recurriendo a su infinita paciencia Lymond evitó mostrar lo que realmente pensaba al respecto. El bardo se dirigió a la puerta y colocó dos dedos sobre el picaporte.

—Nos esperan —dijo—. Espero que no tengáis que arrepentiros de nada de lo que hagáis de ahora en adelante. Y por lo que a mi respecta… Por lo que a mí respecta, mi galante amigo, pienso que deberíais iros de Francia.

Durante un momento se miraron en silencio, frente a frente. Después, sin esperar la respuesta del otro, Ballagh abrió la puerta y bajó las escaleras raudo y ligero en dirección a las caballerizas.

Al sur de Orleáns, a orillas de un pequeño río que serpentea al este de las verdes, onduladas y pantanosas planicies de La Sologne, se alza rodeada de un foso la ciudad de Aubigny-sur-Nére, cedida ciento veinticinco años antes a John Stewart, oficial de alto rango del ejército escocés destinado en Francia, en pago por sus servicios. La villa había sido bellamente reconstruida tras sufrir dos incendios a manos de los ingleses y un tercero de manera accidental. Actualmente era una ciudad próspera llena de comercios, establos, jardines, mansiones, fraguas, fuentes y talleres, con su estatua de san Martín y su elegante castillo. Allí, bajo los estandartes de leones y salamandras del anterior Stewart, el actual propietario, heredero de aquel otro de idéntico nombre, recibió engalanado a O’LiamRoe, Thady, Dooly y a su guía Robin Stewart. En el castillo de lord d’Aubigny se alojaban también en aquella ocasión sus dos parientes escoceses, sir George Douglas y sir James.

Así pues, aquella inofensiva visita de cortesía se materializó finalmente.

Los muchos y variados intereses de O’LiamRoe ya habían sorprendido a John Stewart d’Aubigny con anterioridad. Aquel día, mientras enseñaba los valiosos tesoros de su hogar al mucho más discreto y bien educado ollave, no pudo evitar sentir una vez más una cierta afinidad teñida de simpatía hacia el excéntrico jefe del bardo, a cuyos labios acudían con familiaridad los nombres de Limousin y Duret, de Rosso y de del Sarto, de Cellini y de Da Vinci, de Primaticcio y de Grolier. Seguido de un amargado Robin Stewart y de un discreto Thady, el Príncipe recorrió alegremente el castillo de Aubigny; acariciaba encantado brocados y orfebrería de plata, admiraba pinturas, libros lujosamente iluminados y tapices, azulejos importados y camas milanesas, taracea florentina, frescos y suntuosos mármoles italianos. Al día siguiente visitaron también otra hermosa mansión que el lord tenía a orillas del Nére. Los dos edificios, de grandes dimensiones, estaban atendidos por numeroso personal de servicio: mozos, caballerizos, damas de honor de la esposa, pajes y tutores de los niños, doncellas, camareras, camareros, mayordomo, médico, sacerdote, cocinero, portero, panadero, zapatero e innumerables guardas y vigilantes.

D’Aubigny acariciaba con mano fuerte y segura bellos esmaltes y se extendía hablando con erudición sobre los artísticos Pénicauds con aquel acento suyo franco escocés. En aquellos momentos resultaba difícil imaginarlo en el campo de batalla seguido por su compañía de arcabuceros, el olor a caballo ocultando el de las perfumadas cremas. Pero sin embargo había luchado; y había estado en prisión aunque fuera por razones políticas y también había estado al mando de una compañía. A pesar de haber sido tan injustamente juzgado y condenado, la larga privación de los placeres estéticos, entre otros, a la que había estado sometido, no habían transformado sus gustos que seguían siendo fáciles y hasta podía decirse que algo descuidados.

En La Verrerie les mostró un salero obra de Cellini que había recibido como regalo del Rey.

—Fue hace algunos años —dijo d’Aubigny—. Actualmente sus finanzas no van tan bien. Ya no le resulta tan fácil mostrarse tan generoso como a él le gustaría. Con alguna salvedad, claro. Como la de Chenonceaux. ¿Habéis visitado ya Chenonceaux? Es más hermoso aún que Anet desde mi punto de vista. Pero ella no va por allí casi nunca. Ha sembrado trece mil berenjenas en el jardín. Y el Rey le envió el año pasado nueve mil matas de fresas. Ojalá que no lo estropeen. Lo cierto es que continúan invirtiendo dinero en la finca. ¿Habéis visitado Ecuen y Chantilly? Es una pena cuando las cosas no se hacen con buen gusto. Se habla mucho de la Reina, que si se trae perlas de Florencia, que si los muebles que tiene en Blois son así o asá. Florencia se ha puesto de moda últimamente. No hay que olvidar que la Reina se casó a los trece años, una cuna entre dos ataúdes se decía, aunque vos probablemente no habréis oído la frase. Todo lo que sabe de la corte lo aprendió bajo el reinado de Francisco el Narizotas. Y ya sabemos lo que eso significa…

Mientras visitaban y paseaban, los Douglas deambulaban tras ellos. En una ocasión en la que Thady Boy se apoyaba relajado sobre una mesa, una mano de acero le agarró de la muñeca sujetándosela sobre la noble madera, dejando expuestos sus largos y elegantes dedos.

—¿No os parece una lástima a veces que algo como esto no se pueda comprar, John? —preguntó George Douglas a lord d’Aubigny—. O quizás si que se pueda, después de todo.

Tras un primer instante de resistencia la mano derecha de Thady Boy permaneció relajada bajo la presión del otro. Los demás se volvieron a mirar. O’LiamRoe sonrió pero Stewart, mirando la esbelta mano, sintió que le invadía una profunda e inexplicable irritación.

—¿No son tan bonitas por el otro lado, verdad? —apuntó malévolo, el arquero—. Parece que maese Ballagh debió recoger algunos cuchillos de punta cuando estaba empezando a aprender sus juegos malabares… ¿No es esa la galería de la que hablaba su señoría?

Lord d’Aubigny se aclaró la garganta; sir George, sonriendo, soltó la mano del bardo y el grupito, sin prestar más atención a la escena, continuó su periplo.

Más tarde, en otro momento de la jornada, lord d’Aubigny hizo una ingeniosa referencia al reciente episodio de la cacería y sir George sonrió.

—La vida en la corte entraña extraños peligros. Espero, Stewart, que vos y vuestro salvador aquí presente hayáis leído a Pynson. ¿Conocéis, espero, The Art and Craft to Know Well to Dye[17]?

La mayoría de su pequeña audiencia le miró con ignorante benevolencia. O’LiamRoe cogió una pieza de cristal de roca y emitió un silbido. El libro mencionado por Douglas, creía recordar tras rebuscar en su ecléctica y atiborrada mente, trataba sobre el teñido y no sobre la muerte. Una expresión de auténtica diversión asomó al ovalado rostro del Príncipe. Devolvió a su sitio la pieza de cristal y se dirigió a su bardo:

—Vos, chico listo, seguro que lo habéis leído.

—Ah —dijo Thady Boy—, los Douglas son expertos en títulos. Yo nunca me atrevería a contradecirles.

Aquella misma tarde Thady Boy, abrumado por la cortés insistencia de sir George, se dejó conducir a las habitaciones de este. La puerta se cerró tras él con un chasquido.

—Ahora —dijo el más inteligente de los Douglas, quitándose su magnífica capa y doblándola cuidadosamente mientras observaba a la oronda criatura con pelo de estopa que tenía delante—, ahora, Francis Crawford de Lymond, vos y yo tendremos una pequeña charla.

Thady Boy le devolvió la mirada, imperturbable. Su cuerpo, desde la punta del negro cabello hasta las suelas de los desgastados zapatos, transmitía una total tranquilidad. Sus pupilas reflejaron por un momento las llamas que crepitaban en el vecino hogar.

—¿Os dirigís acaso a algún espíritu invisible? —preguntó.

Douglas se dejó caer con elegancia sobre un sillón tapizado de alto respaldo.

—Mi querido Crawford, parecéis olvidar que conozco vuestro rostro. Lo conozco mucho mejor que ninguno de mis colegas de ahí fuera. Recuerdo haber tenido el placer de ocasionaros algún que otro problema. Y no os guardo rencor por haberme utilizado vos también a mí en alguna ocasión. Incluso, si la memoria no me falla, creo que llegamos hasta a ayudarnos mutuamente. Respecto del futuro… ¿Quién sabe? —Sus ojos se posaron pensativos sobre el tranquilo rostro de Thady Boy—. Pensaba que la Reina os habría querido a su lado en la reunión que hoy tenía lugar. ¿Ya no se fía de vos? ¿O es al revés, quizás?

La estancia estaba exquisitamente amueblada. Thady Boy, tras separarse de la puerta sobre la que destacaba, vestido en su ajado atuendo de satén, descolgó de la pared una máscara azteca toda recubierta de joyas, la nariz y las orejas de reluciente oro batido. Se la puso sobre el rostro. A través del dorado metal y de la extraña sonrisa de dientes de marfil su voz sonó hueca.

—Quetzalcoatl, el dios tolteca.

Sir George esperó, pero la máscara se mantuvo en silencio.

—¿Queréis más detalles? —inquirió—. La reina regente de Escocia y sus hermanos, celebraron esta mañana una reunión con el rey Enrique. Llegaron a un acuerdo por el cual nuestro amigo escocés el conde de Arran será amablemente convencido de renunciar al gobierno de Escocia, a cambio de la promesa de ser nombrado rey en el caso de que la pequeña María fallezca sin descendencia. Hasta la mayoría de edad de la pequeña Reina, el puesto de nuevo canciller de Escocia, en el lugar de Arran, será ocupado, por supuesto, por una dama francesa bien conocida por todos nosotros… la reina regente María de Guisa. Interesante, ¿no os parece?

—Mucho. —La máscara descendió.

—Por lo tanto habrá que mantener con vida a la pequeña María a toda costa para que la Regente pueda gobernar Escocia como desea. Y para que en su momento la pequeña despose al Delfín. Y para que este pueda, llegado el día, llegar a ser rey de Francia, de Escocia y de Irlanda, con la familia de Guisa en pleno a su lado, por supuesto. El futuro que se augura no es, digamos, del todo popular en el reino de Francia.

—Si vos lo decís…

—No lo digo yo sólo. Corre el rumor de que Diana está un poco celosa de los de Guisa. Y si llegara a sus oídos, por ejemplo, lo que sospechan algunas de las damas que frecuento, se pondría, además, bastante furiosa.

—Las damas de este país se enfadan con sorprendente facilidad, me parece a mí.

—Por otro lado, se comenta también que el condestable desearía disminuir el poder que ostentan tanto los de Guisa como Diana, y que estaría a favor de casar a la niña con un duque de bajo rango en lugar de con el Delfín.

—Parece que la tendencia a la conspiración entre los grandes y poderosos de este país es impresionante —dijo Thady Boy humildemente.

—Para rematar, por lo que sabemos, la reina Catalina no está especialmente feliz de compartir a su marido con Diana, con los de Guisa y con su antiguo amiguete el condestable, aunque en última instancia estaría seguramente dispuesta a aliarse con este último. Catalina aborrece intensamente a Inglaterra; la odia hasta el punto de impedir, por ejemplo, que nuestro amigo d’Aubigny pueda medrar, jerárquicamente hablando. En el caso de d’Aubigny, el problema proviene de la posición que su hermano Lennox, mi adorado pariente que tanto os detesta, mi apreciado Lymond, ostenta en la corte inglesa. No olvidemos que Lennox es uno de los mayores favoritos tanto al trono inglés como al escocés, ya que no sólo desciende de los reyes de Escocia sino que su esposa, mi sobrina, es también sobrina del anterior rey de Inglaterra. Pero el rey de Francia protege a sus leales súbditos. El condestable sacó de prisión a d’Aubigny por orden directa de Su Majestad. Enrique amaba a d’Aubigny. El afecto puede que haya disminuido, pero le sigue respetando. Ni Catalina ni el condestable pueden perjudicar a d’Aubigny, pero sí pueden intentar que el Rey no le preste atención y se olvide de él. Además de los de Guisa el Rey tiene también otros favoritos. Vos ya los conocéis: St. André, Condé y d’Enghien. Y el ausente Vendôme. Todos y cada uno de ellos odian a cualquier rival, varón o hembra, que pueda disputarles el regio afecto. Y todos sin excepción aborrecen a los de Guisa. Así que si alguno de ellos intentara deshacerse de la pequeña María, su madre la Reina regente se encontraría en una posición más que delicada. Un asesino extranjero es fácil de detectar, pero si el atentado proviene del interior de la corte el problema es infinitamente más complicado. Como sería el caso si los atentados fueran instigados por la propia Catalina. ¿No os parece?

Con un suave crujido, Thady Boy se sentó sobre un taburete, apoyando su oronda panza sobre las rodillas y dirigiendo su mirada hacia el artesonado.

A la pequeña Delfina

No le falta nada de nada

Tiene todo lo que tiene que tener

Y a mí me gustaría poderla ver[18]

—También tengo uno sobre Diana —continuó Thady Boy—. Esa vieja arrugada, esa vieja desdentada

—No lo pongo en duda —dijo sir George con voz ligeramente áspera—. ¿Necesitáis que sea más explícito? La Reina regente tiene que proteger a su hija. Pero debe hacerlo de forma encubierta, sin el conocimiento del Rey ni de la corte. Y el hombre que ha elegido para ello, a espaldas del Rey, está sentado aquí mismo, diciendo bobadas. ¿Me estáis escuchando?

El bardo desvió su vacía y desenfocada mirada del techo.

—¿Acaso no estoy aquí, más sobrio, célibe y tapado que un ciervo en pleno mes de marzo? ¿Qué más se supone que debo hacer?

—Bailar —dijo sir George escuetamente.

Una sonrisa radiante se abrió paso en el desaliñado y oscuro rostro. Thady inclinó la cabeza levantando ambas manos en un gesto inconfundible por lo elocuente.

—La respuesta es un dulce nones, querido mío —replicó.

Pero sir George no aceptaba una negativa por respuesta, por dulce que fuera. Se puso en pie.

—¿Entendéis al menos lo que os estoy diciendo?

—Que el diablo me lleve si no lo entiendo —dijo alegremente Thady Boy—. Pero tres meses en este bello país me han enseñado algunas cosas, ciertamente. Cinco palabras, para ser exactos: un dulce nones, querido mío.

Douglas se quedó en silencio durante unos instantes, pero poseía un carácter inasequible al desaliento.

—Encontraréis que es de gran ayuda contar con la amistad del nuevo embajador de Escocia en Francia —dijo amablemente.

La sonrisa permaneció en el rostro del bardo acompañando su tono de despreocupada alegría.

—¿La Reina madre sabe ya el nombre del futuro embajador?

—Lo sabrá en cuanto vos se lo digáis —dijo George Douglas—. Mi nombre es fácil de pronunciar.

—¿De lo contrario…?

—De lo contrario, Enrique de Valois, segundo del mismo nombre, será informado de la razón por la que la reina madre de Escocia se ha traído un espía de su país y quién es.

—Todo esto me suena terriblemente desafortunado —dijo Thady Boy en tono apenado—. ¿No creéis que sería mucho mejor exponerle vos mismo el asunto a la Reina? ¿Os teméis, quizás, que no preste oídos a vuestra historia e ignore vuestra petición? Mucho me temo que os encontréis en terreno estéril, héroe mío.

—Estoy convencido de que mi historia le interesaría muchísimo al rey Enrique, sin embargo —dijo Douglas tranquilamente—. Seguramente sois consciente de que la Reina madre renegaría inmediatamente de vos.

Thady Boy afirmó con la cabeza.

—Lógico, lógico. Pero en ese caso, ¿por qué razón habría de aceptar la Reina vuestra petición?

—Es doloroso para mí reconocerlo, pero existe una razón de peso, sin duda —dijo George Douglas—. Sé que yo no le gusto; pero también sé que el afecto que siente por Lymond es aún mayor que los sentimientos que yo pueda inspirarle.

Se produjo un silencio apenas interrumpido por el crepitar de las llamas en el hogar. Thady Boy atizó el fuego. Después se levantó y cogiendo la máscara azteca se la colocó al revés, simbolizando a Jano. Contempló a sir George, que también se había puesto en pie con ademán inseguro.

—Habéis planeado una bonita jugarreta. Pero creo que sobreestimáis a nuestro amigo Quetzalcoatl aquí, e infravaloráis a la Reina madre. Si su poder fuera tan grande como parecéis suponer, yo habría estado presente, ciertamente, en la reunión que decís que hoy ha tenido lugar. Por otro lado, presionar a la Reina y aún así recibir una negativa, sería algo intolerable para vos. Así pues, tenéis suerte de que en lugar de un Quetzalcoatl, quien está frente a vos no sea más que un Druimcli maestro de los siete grados con una simple negativa en sus labios.

El bardo se alejó de Douglas, dejó la máscara en su sitio y se dirigió hacia la puerta. Sir George Douglas le siguió. Ambos hombres se entendían a la perfección. Lymond sabía que sir George intentaba sacar partido de la situación pero sin arriesgar demasiado ni ponerse en peligro. Y sir George sabía que Lymond le había ganado alegremente la partida. El asunto, en todo caso, todavía traería cola. Los dos eran conscientes de ello.

—El maestro de los siete grados de la seguridad en sí mismo, por lo que veo —dijo Douglas con suavidad—. Mereceríais que os pusieran en una situación incómoda, mi querido amigo.

—Dhia, mira que sois aguafiestas —dijo Thady Boy distraídamente, mientras agarraba el picaporte—. No obstante voy a daros un buen consejo. El pueblo es más fuerte que el señor, noble Douglas. La fuerza de un pueblo es mayor que la de sus nobles, e igual que la de su música y sus canciones. ¿Cantáis vos?

Sir George no cantó nada. Cuando la puerta se cerró, se volvió hacia Quetzalcoatl y, mirando sus ojos huecos, le hizo una mueca.

George Douglas decidió vengarse al día siguiente sacando a colación algunos cotilleos sobre Escocia y centrándose después sobre una de sus eminentes familias: los Culter. Más concretamente, sobre el tercer barón de Culter y su esposa irlandesa y sobre el hermano del barón y heredero suyo, Francis Crawford de Lymond, señor de Culter.

La verdadera identidad de Lymond, según creía sir George, era conocida únicamente por él mismo y por O’LiamRoe. Para su sorpresa, encontró en O’LiamRoe un aliado dispuesto a secundarle en sus preguntas sobre el personaje en cuestión. Drumlanrig[19] se mantuvo silencioso y sombrío pues no le agradaban los Culter y el arquero Stewart escuchaba con aspecto aburrido e irritado. Pero Douglas estaba seguro de que lord d’Aubigny tenía que saber que Lymond era uno de los mayores enemigos de su hermano Lennox, en la actualidad en Londres, y que incluso se le había relacionado con Margaret, su esposa.

Pero, lejos de despotricar contra los Culter, d’Aubigny escuchaba la conversación sin hacer apenas comentarios. Sólo en una ocasión mordió el anzuelo sin darse cuenta e intervino para mostrar su desacuerdo con Douglas.

—Os equivocáis. Ese hombre es rubio, estoy seguro. Igual que mi hermano. Lo recuerdo porque mi querido Matthew se enfureció aún más al enterarse de que Margaret… —se cortó en seco al recordar, quizás, que Margaret era la sobrina de Douglas.

Era justo la ocasión que Douglas había estado esperando.

—El pelo rubio se puede teñir, John. Dicen que ese hombre está ahora en algún lugar de Francia.

Se hizo un pesado silencio. Para irritación suya, el comentario cayó en saco roto.

—Mi querido George —dijo d’Aubigny algo desconcertado—, no pretenderéis que nos pasemos todo el día hablando de las andanzas de un aventurero provinciano que fue incluso, si mal no recuerdo, prisionero y esclavo de galeras, ¿verdad? El señor Ouschart va a venir y yo tenía la esperanza de que maese Ballagh, aquí presente, tocara algo de música.

—Ah, Dhia. A Thady Boy podéis escucharle cualquier día de la semana. Pero no hay nada como una buena historia sobre granujas para animar el día. —O’LiamRoe no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de divertirse a costa de Lymond.

Tumbado en un canapé bajo la ventana con su instrumento sobre el abultado estómago, Thady Boy se mantuvo al margen de la conversación. Más tarde, tras la brillante actuación en la cuerda floja ofrecida por Thomas Ouschart, el funambulista al que apodaban Tosh, Thady Boy le dio una soberana paliza al backgammon a O’LiamRoe, ofreció un breve aunque magnífico recital en honor a su anfitrión y después, acompañado por Robin Stewart, Piedar Dooly y O’LiamRoe, partió hacia Blois. La visita había llegado a su fin.

De camino harían un alto en Neuvy. Sir George Douglas, que también regresaba a Blois aunque vía Chambord, acompañado de sir James y de lord d’Aubigny, que se incorporaba a su puesto, dejó partir al bardo sin hacer comentario alguno.

Durante el viaje, Robin Stewart le dijo a Thady en un aparte:

—Vuestro Príncipe estaba de lo más interesado en el tipo ese llamado Lymond.

El bardo se mostró paciente.

—Y vuestro señor d’Aubigny está sumamente interesado en la plata italiana. Es algo parecido. La única diferencia es que a nuestro amigo O’LiamRoe le encanta coleccionar información inútil —dijo Thady mirando el tenso y huesudo rostro de Stewart—. ¿No creéis?

—¡Plata italiana! Una fruslería de Primaticcio —exclamó Stewart imitando con sorna a d’Aubigny. A ninguno se le había escapado la latente animadversión que teñía la relación entre el arquero y el lord—. ¿Qué creéis que haría si se encontrara con un guepardo en medio del campo? A lo mejor le tiraba una de sus magníficas cadenas de plata, ¿no?

Poco después llegaron a Neuvy. El bonito y modesto château de la señora Boyle en el que pernoctarían aquella noche estaba lleno hasta la bandera de parientes y amigos que llevaban comentando los dos últimos días que el gran Cormac O’Connor en persona iba a venir a visitarlos. Francófilos y anglófobos hasta la médula, tanto los Boyle como los O’Dwyer adoraban a los rebeldes. O’LiamRoe, su bardo y el paje Dooly se sumaron al festivo ambiente y fueron recibidos con besos y muestras de alegría. Pasaron allí una noche sin pegar ojo enfrascados en ardientes conversaciones sobre el tema. Thady Boy, en su línea, estuvo brillante. O’LiamRoe no tanto. Oonagh no estaba en el château. Había sido requerida en la corte y se había marchado a Blois dos días antes, donde se hallaba alojada con una prima segunda.

La mañana siguiente, Thady Boy escuchaba divertido mientras se vestía la sarta de objeciones y quejas que planteaba O’LiamRoe.

Finalmente el príncipe de Barrow, tras calzarse sus achaparradas botas, se puso en pie cuidadosamente y se dirigió a su bardo en tono pausado:

—Nos ahorraríais a todos bastantes quebraderos de cabeza si os dedicarais un poco más a vuestros propios asuntos en lugar de interferir en los míos.

Thady Boy le miró asombrado.

—Podéis estar seguro de que regreso a Blois para ocuparme de mis propios asuntos. —Tras un momento, añadió en tono irónico—: Pero gracias por preocuparos de los problemas de los demás. Sois un verdadero amigo, príncipe de Barrow.

—Me alegro de que opinéis así —dijo secamente O’LiamRoe. Tras él, su bardo puso los ojos en blanco.