El tenedor esta seleccionado

El puchero se retira del fuego cuando la comida está preparada. La persona que espera su turno debe avisar a los demás de que va a introducir su tenedor en el puchero. Es así como avisa: «Tened cuidado. Meto el tenedor en el puchero».

Quería a Crawford de Lymond. Por desatinado que al consejero mayor pudiera parecerle, estaba claro que la Reina ya había tomado su decisión.

La Reina madre, y regente, de Escocia había dirigido la audiencia de aquel día con su eficacia francesa habitual: majestuosa, sin pizca de humor, enérgica y prosaica; también la había concluido de forma apresurada, como solía. Era una mujer corpulenta y aquel día llevaba puesto un vestido de tela acolchada, a pesar del tiempo que hacía. La perspectiva de su próxima visita a Francia tenía exhausto a Tom Erskine.

La Reina madre se disponía a embarcar hacia el reino más extravagante, culto y disoluto de Europa y se llevaba a sus barones, sus obispos y su caballería con ella. Ahora, por lo visto, quería además a cierta persona.

Era también una mujer sutil. No era escocesa. Los densos óleos de la política corrían por las venas de María de Guisa, por lo que raramente expresaba a las claras sus intenciones. Así pues, durante la audiencia habló de salvoconductos y emisarios, de programas, de antecedentes, de regalos y de personas con las que se vería y otras a las que convendría evitar. Luego, por fin, añadió:

—Quiero disponer de información de primera mano sobre los asuntos franceses. Así que será mejor que coloquemos allí una especie de observador.

Nunca hasta entonces su consejero mayor la había considerado estúpida. Antes bien, del duque de Guisa en adelante, los vástagos de aquella privilegiada familia francesa que adornaba su escudo con ocho cuarteles de casas soberanas y disponía de sus propios cardenales y abadesas y una envidiable posición en la corte francesa, podían ser elocuentes, encantadores y, qué duda cabe, unos jugadores empedernidos, pero difícilmente podría tachárselos de estúpidos.

Por Dios, ¿dónde pensaba encontrar la Reina mejor información que entre su propia familia? Ciertamente, habían transcurrido ya doce años desde que aquella joven viuda francesa llegara a Escocia en calidad de prometida del rey Jaime V y ocho desde que este muriera dejándole en herencia una guerra, una infanta y un hatajo de nobles levantiscos. También era cierto que se encontraba sometida al escrutinio permanente, no sólo de sus adustos barones escoceses, sino también, en Francia, de los enemigos de sus hermanos. Pero en todo caso, lo que sería un desastre seguro es que el rey de Francia, con el que estaba en buenos términos, descubriera que María de Guisa había puesto un informador en su corte.

—Majestad —dijo el consejero Erskine en voz alta—, se supone que sólo vais allí para reuniros con vuestra hija, nada más…

—Quiero algo así como un informante —repitió la Reina, impertérrita—, alguien como Crawford de Lymond.

La rubia cabeza de Lymond, su discurso ágil, afilado y cortante cual espada, le vinieron a Tom Erskine a la mente.

—Crawford de Lymond ha dejado demasiados recuerdos en el reino de Francia —repuso en tono tajante Tom Erskine—. Me juego el alma a que rechazará semejante misión.

De sobras era sabido que las diversas facciones del reino habían intentado comprar los servicios de Lymond en un momento u otro. Las ofertas no sólo habían venido de Escocia o de los hombres de Estado o personas del sexo masculino.

Lymond no tendría el menor problema para encontrar trabajo en Europa, o diversión, que era lo que probablemente buscaba, conociendo al personaje.

—¿No estará ya cansado de haraganear por casa? —preguntó la Reina en tono inocente.

—Puede, pero no le creo tan incauto como para comprometerse en semejante misión.

—¿Pero vendría a Francia?

—¡Oh, Dios! Puede que para divertirse —dijo Tom Erskine—, pero para nada más.

La Reina Madre sonrió y él se dio cuenta de que, una vez más, la había juzgado mal. La mente de la Soberana discurría por terrenos que no acertaba a atisbar.

—Me daré por satisfecha si está en Francia durante el transcurso de mi visita —dijo—. Podéis comunicárselo así.

Tom Erskine deseó por un momento caer enfermo, o no poder cabalgar, o quedarse sordo…

—Será un placer, Majestad —dijo.