Fuera de la niebla
Cadderly quería desesperadamente cerrar esos ojos. Deseó intensamente acercarse al clérigo muerto y volver su cabeza a otro lado, pero era una acción imposible, y lo sabía. No tenía la fuerza necesaria para acercarse a Barjin. Se encaminó hacia un lado para llegar hasta Danica, pero miró atrás y se imaginó que los ojos de Barjin lo seguían.
Se preguntó si lo harían para siempre.
Dio un puñetazo en el suelo para tratar de librarse del sentimiento de culpabilidad, para aceptar que la mirada del clérigo era el precio indispensable que debía pagar. Se recordó que los hechos habían dictado sus acciones, y se dijo a sí mismo con determinación que no debía atizar sus remordimientos.
Saltó a la defensiva cuando una pequeña forma se abalanzó de repente a través de la abertura que estaba al lado del clérigo, y se las arregló para sonreír cuando Percival se subió a su hombro con los chasquidos y quejas de siempre. Acarició a la ardilla entre las orejas con un dedo (necesitaba hacerlo) y luego se dirigió hacia sus amigos.
Danica parecía estar durmiendo bastante apaciblemente. Sin embargo, no se despertaría a sus llamadas y sacudidas. Encontró a los dos enanos en estados similares, con sus atronadores ronquidos cumplimentándose los unos a los otros en una extraña armonía de rechinar de rocas. En particular los ronquidos de Pikel, sonaban satisfechos.
Aumentó su preocupación. Había creído, finalmente, que ganaría el combate, ¿pero por qué no podía despertar a sus amigos? ¿Cuánto tiempo dormirían? Había oído hablar de maldiciones que habían causado sueño durante un millar de años, o hasta que se daban ciertas condiciones; no importaba los años que esto necesitara.
Quizá la batalla todavía no estuviera ganada. Volvió hacia el altar y examinó la botella. Parecía bastante inofensiva a simple vista, por lo que decidió mirarla más detenidamente. Condujo su mente a través de una serie de ejercicios de relajación que le sumieron en un duermevela. La niebla se disipaba con celeridad, eso era lo único que podía decir, y ya no emanaba de la redoma cerrada. Eso le dio esperanza; acaso el letargo duraría hasta que la niebla desapareciera.
Aunque, la botella en sí misma, no parecía completamente neutralizada. Sentía una vida, una energía en su interior, un mal latente, contenido pero no destruido. Podía haber sido sólo su imaginación, o a lo mejor lo que pensaba que era una fuerza vital era sólo una manifestación de sus propios miedos. Se preguntó honestamente si los parpadeos que persistían dentro de la poción jugaban algún papel en la perenne niebla. El clérigo malvado la había llamado el Horror Más Sombrío, un agente de Talona. Reconoció el nombre de la diosa perversa, y el título, normalmente reservado a los clérigos de más alto rango de Talona. Si esta bruma era de verdad alguna clase de sustancia divina, un simple tapón no sería suficiente.
Salió del trance y se sentó a reflexionar sobre la situación. La clave, determinó, era aceptar la descripción de Barjin sobre la botella y no pensar en ella como algo mundano, sino algo potente, mágico.
—Combate a los dioses con dioses —masculló un momento más tarde. Se volvió a levantar ante el altar sin fijarse en la botella, sino en el cuenco pulido, recamado con gemas. Receló de la magia que podía contener este objeto, pero se arriesgó sin demora, e inclinó el recipiente de manera que vertió el agua mancillada por las asquerosas manos del sacerdote.
Recuperó un trozo de ropa de las vestimentas de Barjin y frotó el cuenco a conciencia, entonces encontró el odre de agua de Newander, lleno, como era de esperar, fuera, en el corredor más allá de la puerta improvisada por Pikel. Evitó conscientemente mirar a Newander al entrar en la habitación, con la intención de ir directo hasta el altar, pero Percival le retrasó. La ardilla estaba sentada encima del druida muerto que seguía en su estado medio transformado.
—Apártate de ahí —le regañó, pero Percival se sentó más arriba, mientras hacía chasquidos excitado y mostraba un objeto pequeño.
—¿Qué has cogido? —preguntó, al tiempo que se apartaba lentamente para no asustar a la excitable ardilla.
Percival mostró un colgante en forma de hoja de roble, el símbolo sagrado de Silvanus, que colgaba de una tira de excelente cuero.
—¡No cojas eso! —empezó a reprochar el joven, pero entonces se dio cuenta de que la ardilla tenía algo en mente.
Se arrodilló para estudiar a Percival más de cerca y encontrar consejo en la cara del sabio druida. El semblante de Newander, tan apacible y resignado a su destino, le llamó poderosamente la atención.
Percival chilló en el oído de Cadderly, reclamando su atención. La ardilla ofrecía el colgante y parecía hacer el gesto de encaminarse hacia el altar.
—¿Percival? —preguntó mientras la confusión hizo que se le torciera el gesto.
La ardilla bailó en un círculo alborotado, luego sacudió la cabecita enérgicamente. Cadderly palideció.
—¿Newander? —preguntó con humildad.
La ardilla le ofreció el símbolo sagrado.
Reflexionó durante un momento, y luego, al recordar la creencia del druida con respecto a la muerte, que era una extensión natural de la vida, aceptó la hoja de roble y continuó su camino hacia el altar.
La ardilla se convulsionó repentinamente, y entonces saltó al hombro del chico.
—¿Newander? —preguntó de nuevo. La ardilla no respondió—. ¿Percival? —El roedor levantó las orejas.
Se detuvo un momento y se preguntó qué acababa de pasar. Sus instintos le decían que el difunto espíritu de Newander de alguna manera había usado el cuerpo de Percival para darle un mensaje, pero su obstinado sentido de la realidad le dijo que con toda probabilidad se lo había imaginado todo. Fuera lo que fuera, ahora tenía el símbolo sagrado del druida en la mano y sabía que la ayuda de Silvanus sólo podía ser algo bueno.
Deseó haber estado más atento a sus deberes mundanos, las ceremonias simples exigidas a los clérigos de menor rango de la Biblioteca Edificante. Sus manos temblaban, vertió el agua del odre de Newander en el cuenco tachonado de gemas, y añadió, con una invocación silenciosa al dios del druida, el símbolo sagrado.
Se imaginó que dos dioses sería mejor que uno para contener esta maldad, y, además, Silvanus, dedicado al orden natural, podría ser el más efectivo para combatir la maldición. Cerró los ojos y recitó la ceremonia para purificar el agua, interrumpiéndose unas pocas veces en palabras que no había pronunciado muy a menudo.
Luego terminó, únicamente con la esperanza de que el ritual saldría bien. Levantó la botella y con delicadeza la sumergió en el cuenco. El agua se volvió fría y tomó el mismo tono rojizo que el interior del frasco; Cadderly temió no haber conseguido nada positivo.
Sin embargo, un momento más tarde, el matiz rojo desapareció a la vez de la botella y del agua. Lo analizó de cerca, y de alguna manera notó que el mal palpitante ya no existía.
—¿Oo oi? —preguntó Pikel, a su espalda, parando de roncar.
Rápidamente levantó el recipiente con cuidado y miró alrededor. Danica y los dos enanos se agitaban, aunque todavía no estaban conscientes. Se encaminó al otro lado de la habitación, hacia un gabinete pequeño, colocó el cuenco en su interior, y cerró la puerta mientras se volvía.
Danica lanzó un quejido y se sentó, al tiempo que se cogía la cabeza entre las manos.
—Mía cabeza —dijo Iván con voz indolente—. Mía cabeza.
Una hora más tarde salieron del túnel por el lado sur de la gran biblioteca, Iván y Pikel transportaban el cuerpo rígido de Newander, todos ellos, excepto Cadderly, con tremendos dolores de cabeza. Amanecía, justo en ese momento, y a Cadderly le pareció tan bien que lo consideró un signo de que las cosas volvían a estar en su sitio y que la pesadilla había terminado. Sus tres compañeros se quejaron en voz alta y se cubrieron los ojos cuando salieron a la luz del sol.
Cadderly se habría reído de ellos, pero cuando se volvió, la visión de Newander le robó la alegría.
—Ah, estás ahí, Rufo —dijo el Maestre Avery al entrar en la habitación del anguloso joven. Kierkan Rufo estaba acostado en su cama y gemía débilmente, dolorido por las muchas heridas que había encajado en los últimos dos días y por un machacante dolor de cabeza que no cedía.
Avery caminó como un pato hacia él, deteniéndose a eructar varias veces. También, le dolía la cabeza, pero no era nada comparado con la agonía de su estómago hinchado.
—Entonces, levántate —dijo el maestre, mientras cogía la muñeca lacia de Rufo—. ¿Dónde está Cadderly?
Rufo no contestó, ni se permitió pestañear. La maldición ya no existía, pero no había olvidado todo lo que había sufrido los dos días anteriores, a manos de Cadderly y de la monje Danica. Tampoco había olvidado lo que había hecho, y temía las acusaciones que podrían verter sobre él en los próximos días.
—Tenemos demasiadas cosas que hacer —prosiguió—, demasiadas. No sé lo que ha ocurrido en nuestra biblioteca, pero desde luego ha sido un hecho muy perverso. Hay muertos, Rufo, muchos muertos, y muchos más vagan confusos.
Rufo, al fin, se obligó a sentarse. Su cara estaba magullada y manchada en varios lugares por sangre seca, las muñecas y los tobillos todavía tenían magulladuras de la cuerda con la que los enanos lo habían atado. Sin embargo, en ese momento apenas pensó en el dolor. ¿Qué le había pasado? ¿Qué le había impelido a perseguir a Danica de manera tan irracional? ¿Qué le había llevado a mostrar sus celos, en forma de abierta agresividad, tan claramente a Cadderly?
—Cadderly —suspiró quedamente. Por poco había matado a su compañero. Temía ese recuerdo casi tanto como las potenciales consecuencias. Los recuerdos cruzaron su mente como si vinieran de un rincón oscuro en su corazón, y no estaba seguro de que le gustara lo que allí había.
—Llevamos cinco días sin incidentes —dijo el Decano Thobicus, unos días más tarde, a la concurrencia que se había reunido en la sala de audiencias. Todos los maestres que habían sobrevivido, de las religiones de Oghma y Deneir, estaban presentes, así como también, Cadderly, Kierkan Rufo, y los dos druidas que quedaban.
—La Biblioteca Edificante se recuperará —dijo Thobicus después de hojear un montón de informes.
Se hizo un coro de algo así como aplausos poco entusiastas y asentimientos. El futuro, de nuevo, podía parecer brillante, pero el pasado reciente, en particular la carnicería en masa de los clérigos de Ilmater, y la muerte del heroico druida Newander, no podían ser tan fácilmente olvidadas.
—Debemos darte las gracias por ello —dijo el decano a Cadderly—. A ti y a tus amigos que nos visitaban —inclinó la cabeza en reconocimiento a los druidas—, mostrasteis una gran valentía y un gran ingenio al vencer el contagio del mal que cayó sobre nosotros.
Kierkan Rufo dio un codazo imperceptible al Maestre Avery.
—¿Sí? —inquirió el Decano Thobicus.
—He sido requerido para recordarnos a todos que Cadderly, aunque fue valiente, no está exento de responsabilidad en esta catástrofe —empezó Avery. Posó la mirada en el joven, al que demostró que no estaba enojado con él y que bastó para afirmar que las acciones del chico contra el sacerdote agresor eran tenidas en gran estima.
Cadderly no se ofendió. Después de ver al maestre bajo las influencias de la maldición, sospechaba lo que en realidad sentía Avery por él. Casi quería que el maestre estuviera de nuevo bajo la influencia del maleficio y hablara otra vez de su padre y de sus primeros días en la biblioteca.
Era una idea absurda, pero, aun así, disfrutó imaginándosela. Posó la mirada más allá de Avery, sobre el joven alto y anguloso que se apoyaba en el hombro del maestre. Podía señalarlo con el dedo, debido a lo acontecido con Danica y él, incluyendo el firme convencimiento de que Rufo fue el que le empujó hacia las catacumbas por primera vez, pero muchos de los actos de Rufo ya habían sido descritos y era impensable que dadas las extraordinarias circunstancias se tomaran represalias contra él, o contra cualquiera de los otros afectados por la maldición. Cadderly, que todavía no comprendía del todo lo que la maldición había hecho, no estaba seguro de si alguna reprimenda sería apropiada.
En cuanto a la acusación más importante, creía que Rufo le había empujado escaleras abajo, en realidad no había visto el empujón. Quizás el clérigo de Talona había estado en la bodega con los dos. Quizás el sacerdote había inmovilizado a Rufo, como hizo con Iván más tarde, y luego se deslizó por detrás del chico y lo empujó a él.
Sacudió la cabeza y casi soltó una carcajada. No importaba, pensó. Ahora era el momento del perdón, cuando todos los clérigos que quedaban tenían que unirse para restaurar la biblioteca.
—¿Encuentras alguna cosa divertida? —preguntó el Decano Thobicus, un tanto severo. Cadderly recordó la acusación que pesaba sobre él y cayó en la cuenta de que sus reflexiones podrían no haber sido muy oportunas.
—Si puedo decir algo —interrumpió Arcite.
Thobicus asintió.
—El chico no puede ser culpado por abrir la botella —explicó el druida—. Es un valiente por admitirlo. Permitámonos recordar al enemigo que combatió, el que nos tumbó a todos, excepto a un puñado. Si no fuera por Cadderly, y por mi amigo y mi dios, el mal habría probado ser lo bastante fuerte para triunfar.
—Muy cierto —admitió el Decano Thobicus—, y muy cierto también, que Cadderly debe cargar con alguna responsabilidad por lo que ha pasado. Por lo tanto, declaro que los deberes del joven Cadderly en este incidente no han finalizado. ¿Quién mejor que él para estudiar las obras que tenemos con relación a estas maldiciones, para aprender más del origen del clérigo y su Horror Más Sombrío, que describió como un agente de Talona?
—¿Una investigación de un año? —se atrevió a preguntar Cadderly, aunque no tenía ni voz ni voto.
—Una investigación de un año —repitió el decano—. Al final del cual debes presentarme un informe. No te tomes esta responsabilidad a la ligera, como parece que te tomas algunas de las demás. —Continuó con sus advertencias, recordatorios de la gravedad de la situación, pero Cadderly ni siquiera le oía. ¡Le habían concedido una investigación de un año, un honor otorgado normalmente a los clérigos de Deneir de más alto rango, y un honor concedido muy a menudo sólo a los mismísimos maestres!
Cuando volvió la mirada hacia Avery, y hacia Rufo que estaba tras el director, vio que ellos también entendieron el honor que le había sido otorgado. Avery trataba de esconder, sin lograrlo, una emergente sonrisa, y Rufo, incluso con menos acierto, esconder su frustración.
Desde luego, Rufo, seguramente descompuesto y seguramente porque sería castigado por ello, dio media vuelta y salió enfurecido de la sala de audiencias.
Después de eso, la reunión fue pronto levantada, y Cadderly salió flanqueado por los dos druidas.
—Te doy las gracias —dijo Cadderly a Arcite.
—Somos nosotros los que deberíamos estarte agradecidos —recordó Arcite—. Cuando la maldición cayó sobre nosotros, fueron Arcite y Cleo los que no pudieron luchar contra ella y quienes habían sido vencidos.
Cadderly no pudo esconder una sonrisa. Los druidas, Danica, y los enanos, que se habían reunido para unirse al grupo, lo miraron con curiosidad.
—La verdad es que es irónico —explicó Cadderly—. Newander pensó que había fallado por que no podía encontrar en su corazón la manera de transformarse como vosotros, convertirse en animal en cuerpo y alma.
—Newander no falló —declaró Arcite.
—Silvanus estaba a su lado —añadió Cleo.
Cadderly asintió y sonrió otra vez, al recordar la sincera paz en la cara del druida muerto. De repente miró a Arcite y pensó en el incidente de la ardilla, y si los druidas sabrían si el espíritu de Newander se había comunicado a través del cuerpo de Percival. Aunque se contuvo antes de formular la pregunta.
Tal vez algunas cosas era mejor dejarlas para la imaginación.
—Necesitaré esa ballesta tuya, y uno o dos dardos —dijo Iván después de que los druidas se marcharan—. ¡Creo que haré una yo mismo!
Cadderly instintivamente trató de agarrar el arma ceñida a la cadera, luego reculó de pronto y sacudió la cabeza.
—Nunca más —dijo en tono grave.
—Es un arma excelente —protestó Iván.
—Demasiado excelente —replicó Cadderly. Hacía poco, que había oído hablar de pólvora, cañones que lanzaban proyectiles enormes a los ejércitos enemigos, en cualquier lugar de los Reinos. La bronca de Avery, en la que le llamó «clérigo de Gond», resonó en su mente, ya que los rumores decían que fueron los sacerdotes de Gond los que divulgaron este arma nueva y terrible por el mundo.
A pesar de toda la ayuda que le había prestado, no miró la ballesta con admiración. Sólo pensar en que se estaban construyendo reproducciones le horrorizó. La verdad era que el poder de la ballesta era escaso comparado con la bola de fuego de los magos o el rayo invocado por un druida, pero era una fuerza que podía caer en manos de gente no adiestrada. Los guerreros y los usuarios de la magia, por igual, entrenaban durante años sus mentes y sus cuerpos para adquirir semejante habilidad. Armas tales como la pólvora, y su diseño de ballesta y dardo, evitaban esa necesidad de sacrificio o disciplina. Comprendió que era esa misma disciplina la que mantenía la fuerza bajo control.
Iván comenzó a protestar de nuevo, pero Danica se acercó a él y le tapó la boca con la mano. Iván se apartó y farfulló unas cuantas maldiciones, pero cejó en su empeño.
Cadderly cruzó sus ojos con Danica y descubrió una mirada de comprensión. Por la misma razón que ella no le enseñaría el Dedo de Bronce, no podía dejar que su diseño se convirtiera en una cosa que todo el mundo pudiera tener.
Druzil esperó durante mucho tiempo en el hedor humeante de los planos inferiores. Sabía que el portal de Barjin había sido cerrado de nuevo poco después de cruzarlo, aunque no tenía manera de saber si el clérigo lo había hecho intencionadamente o no. ¿Había sobrevivido Barjin? Si así era, ¿había encontrado otra víctima para reabrir la botella?
Las preguntas hostigaban al imp. Incluso si Barjin no había tenido éxito o sobrevivido. Incluso si el precioso frasco había sido destruido, ahora sabía el potencial de la receta y juró que un día la maldición del caos caería otra vez sobre los Reinos.
—Apresúrate Aballister —se quejó el imp nervioso. El mago no lo había invocado al plano material, un hecho que el imp, nervioso, no podía ignorar, y en particular desde que el mago tenía la receta. Si Aballister, de alguna manera, sabía de su conexión mental con Barjin, el mago nunca volvería a confiar lo suficiente en él para traerlo de vuelta.
No sabía cuántos días habían pasado —el tiempo se medía de forma diferente en los planos inferiores— pero finalmente oyó una llamada distante, una voz familiar. Vio el parpadeo lejano de un portal ardiente y volvió a oír la llamada, esta vez más exigente. Salió, a través del túnel planar, y pronto se arrastró fuera del brasero de Aballister para aparecer en una habitación familiar del Castillo de la Tríada.
—Demasiado tiempo —dijo el imp con un bufido, para tratar de jugar con ventaja—. ¿Por qué te retrasaste?
El mago le lanzó una mirada vil.
—No sabía que habías vuelto a los planos inferiores. Mi contacto con Barjin se rompió.
Las orejas largas y puntiagudas se irguieron ante la mención del clérigo, un hecho que formó una sonrisa sardónica en los labios de Aballister. Al otro lado de la habitación, el espejo mágico estaba roto, una grieta ancha lo recorría longitudinalmente.
—¿Qué sucedió? —preguntó Druzil, al seguir la mirada del mago hacia el espejo.
—Extralimité sus poderes —contestó el mago—. Cuando traté de ayudar a Barjin.
—¿Y?
—Barjin está muerto —dijo Aballister—. Ha fallado por completo.
Druzil pasó una zarpa por la pared y gruñó consternado.
Aballister era más pragmático.
—El clérigo era demasiado temerario —manifestó—. Tendría que haber tenido más cuidado, y establecido sus fines en unos objetivos más vulnerables. ¡La Biblioteca Edificante! ¡Es la estructura más defendida de toda la región, una fortaleza por la que pululan clérigos poderosos que buscarían nuestra destrucción si supieran nuestros planes! Barjin era un botarate, ¿me oyes? ¡Un botarate!
Druzil, siempre en su papel de compañero práctico, consideró prudente no responder. Además, las observaciones de Aballister, por lo que parecía, eran correctas.
—Pero no temas, mi correoso amigo —prosiguió Aballister, con una actitud que se volvía más amable con el imp—. Es sólo un inconveniente menor para nuestra causa.
Druzil pensó que Aballister estaba disfrutando excesivamente de todo esto. Barjin pudo ser un rival potencial, pero después de todo era un aliado.
—Ragnor y sus fuerzas marchan sobre Shilmista —continuó Aballister—. El ogrillón ganará contra los elfos y pasará rápidamente por el sur alrededor de las montañas. La región caerá por métodos más convencionales.
Druzil se permitió un poco más de optimismo, aunque prefería un método más insidioso de ataque, como la maldición del caos.
—Pero estuvo muy cerca, mi amo —dijo el imp entre sollozos—. Barjin puso la biblioteca de rodillas. Era suyo el final, y después la piedra angular de cualquier resistencia que pudiéramos afrontar habría desaparecido antes de que el resto de la región ni siquiera se diera cuenta de que el peligro estaba entre ellos. —Druzil crispó la mano en un puño ante su cara—. ¡Tuvo la victoria en sus manos!
—Sus manos no eran tan fuertes como nosotros pensábamos —apuntó Aballister tajante.
—Quizá —concedió Druzil—, pero fue ese único humano, el joven que abrió la botella al principio, el que volvió para vencerle. Barjin debería haber matado a ese al instante.
Aballister asintió, al recordar la última imagen que había visto de la habitación del altar de Barjin, y no pudo por menos que sonreír.
—Sorprendentemente ingenioso ese tipo —farfulló Druzil.
—No tan sorprendente —contestó Aballister con despreocupación—. Es mi hijo.