17

La batalla de Danica

Se encontró sumergida en la ansiedad de reiterados deseos que crecían hasta apabullarla y que luego morían para ser reemplazados por otros insistentes impulsos. Con toda seguridad ésta era la definición de Danica del Infierno, la disciplina y los estrictos códigos de su muy amada religión barridos por oleadas de puro caos. Trató de contener esas olas, rechazar las imágenes del Cráneo de Hierro, o los deseos que había sentido cuando Cadderly la tocó, y tantas otras sensaciones, pero no encontró puntos de apoyo seguros en sus pensamientos que cambiaban con violencia.

Danica utilizó algo que incluso el caos no podría disturbar. Para luchar las batallas del presente, la joven envió su mente al pasado.

Vio a su padre, Pavel, otra vez, con su pequeña pero poderosa figura y el pelo que se volvía blanco en las sienes. Principalmente, vio sus ojos, siempre tiernos cuando miraba a su pequeña niña. Allí también estaba su madre y tocaya, sólida, inamovible, y locamente enamorada de su padre. Danica era la viva imagen de esa mujer, excepto que el pelo de su madre era negro como el azabache, no rubio, mostrando un aire más cercano a la herencia, en parte oriental, de la mujer. Era menuda y bella como su hija, con los mismos ojos castaños en forma de almendra, no oscuros sino casi del color del bronce, que podían brillar con inocencia o mostrar una determinación inquebrantable.

Las imágenes de sus padres se desvanecieron y dejaron paso a la imagen arrugada y marchita del misterioso Maestro Turkel.

Su piel era recia, parecida al cuero, por las incontables horas pasadas sentado al sol mientras meditaba en la cima de una montaña, por encima de la línea de los oscurecidos árboles. En realidad era un hombre de extremos, de explosivas habilidades marciales enterradas bajo una serenidad sin límites. Su ferocidad durante los combates de entrenamiento a menudo la asustaba, le hacía pensar que el hombre estaba fuera de control.

Pero había aprendido más como para quedarse únicamente con eso; el Maestro Turkel nunca estaba fuera de control. La disciplina era el alma de su religión, la misma disciplina que ella necesitaba ahora.

Había trabajado con su querido maestro durante seis años, hasta ese día en que Turkel, honestamente, admitió que no le podía dar nada más. A pesar de la expectación por estudiar los actuales trabajos de Penpahg D’Ahn, fue un día triste para Danica cuando dejó Westgate y empezó el largo camino hacia la Biblioteca Edificante.

Entonces encontró a Cadderly.

¡Cadderly! Lo había amado desde el primer momento en que lo vio persiguiendo una ardilla blanca a lo largo de la arboleda que delimitaba el serpenteante camino hasta la puerta principal de la biblioteca. Cadderly no se había fijado en Danica enseguida, hasta que cayó de bruces en un arbusto espinoso. Esa primera visión la impactó profundamente entonces, y también ahora, mientras trataba de recuperar su identidad. En honor a la verdad, Cadderly estaba avergonzado, pero el repentino destello de luz en sus ojos, ojos de un gris incluso más puro que el de su padre, y la manera en que abrió la boca levemente, que luego ensanchó en una tímida y pueril sonrisa, envió una sensación curiosa y cálida a través de todo el cuerpo de Danica.

El galanteo había sido igualmente excitante e imprevisible; nunca supo con qué acontecimiento ingenioso aparecería Cadderly en la siguiente cita. Pero atrincherados tras la incertidumbre de Cadderly estaban los cimientos de roca sólida de los que ella dependía. Cadderly le dio su amistad, alguien que oyera sus problemas y sus emociones, y, por encima de todo, respeto por ella y sus estudios, sin competir contra el tiempo dedicado al Maestro Penpahg D’Ahn.

«¿Cadderly?». Danica oyó un eco en las profundidades de su mente, una consoladora pero decidida llamada de Cadderly, incitándola a… luchar.

«¿Luchar?». Danica miró en su interior, a esas ansias abrumadoras, y más profundamente, a su fuente, y entonces vio la manifestación, al igual que Cadderly. Estaba dentro de ella y no alrededor en la habitación. Visualizó una niebla roja que invadía su mente, una incompresible fuerza que la sometía a su voluntad. Era una visión fugaz que desapareció al instante de vislumbrarla, pero siempre había sido una testaruda. Volvió a invocar la visión con toda su fuerza y esta vez la retuvo. Ahora tenía identificado al enemigo, algo tangible contra lo que luchar.

—Lucha, Danica —había dicho Cadderly. Lo sabía; oyó los ecos. Danica situó sus pensamientos en oposición directa a los impulsos de la niebla. Negó cualquier cosa que los impulsos le dijeron que hiciera y pensara. Si su corazón le dijo que algo era correcto, lo llamó mentiroso.

—Cráneo de Hierro —impuso una voz en su interior.

Se opuso con un recuerdo de dolor y sangre caliente que caía por su cara, un recuerdo que le manifestó cuán estúpida había sido al intentar hacer pedazos la piedra.

No era una llamada que pudiera ser escuchada por oídos normales, no necesitaba del viento o el aire para transportarla. La energía emanada por la piedra del nigromante de Barjin llamó a un solo grupo específico, a unos monstruos del plano negativo, la tierra de los muertos.

A unos pocos kilómetros de la Biblioteca Edificante, donde una vez hubo un pequeño pueblo minero, la llamada fue oída.

Una mano desagradable, agostada e inmunda, se abrió paso a través de la hierba, alcanzando el mundo de los vivos. Otra la siguió, y otra a una corta distancia. Pronto la jauría macabra de ghouls, estaba en pie fuera de sus fosas, con las lenguas que babeaban y colgaban entre unos colmillos amarillentos.

Corriendo encorvados, con los nudillos en el suelo, el grupo de nomuertos se dirigió hacia la piedra, hacia la Biblioteca Edificante.

Newander sólo podía adivinar qué turbulencias internas torturaban a la mujer. Con sus ropas empapadas de sudor, Danica se retorció y gruñó bajo la firme sujeción de las enredaderas. Al principio, había pensado que le dolía algo, y preparó rápidamente un conjuro sedativo para calmarla. Por fortuna, se le ocurrió que la pesadilla de Danica podía ser inducida por ella misma, que podría haber encontrado, como prometió Cadderly, alguna manera de contraatacar a la maldición.

Newander se sentó a un lado de la cama y puso las manos con suavidad pero con firmeza en los brazos de Danica. Mientras no la llamara, o hiciera cualquier otra cosa que entorpeciera su concentración no pasaría nada, la observó de cerca, temeroso de que su suposición fuera incorrecta.

—¿Cadderly? —preguntó Danica, mientras abría los ojos. Luego vio que el hombre que estaba sobre ella no era Cadderly, y también notó que estaba firmemente atada. Flexionó los músculos y se contorsionó tanto como le permitieron las plantas, probando su resistencia.

—Cálmate, querida muchacha —dijo Newander con suavidad, al notar su angustia creciente—. Tu Cadderly ha estado aquí pero no se podía quedar. Me dejó para vigilarte.

Danica cejó en su empeño al reconocer el acento del hombre. No sabía su nombre, pero su dialecto y la presencia de las enredaderas le dijeron su profesión.

—¿Tú eres uno de los druidas? —preguntó.

—Soy Newander —respondió, mientras hacía una reverencia—, amigo de tu Cadderly.

Danica aceptó su palabra sin rechistar y pasó un momento aclimatándose a lo que la rodeaba. Supo que estaba en su habitación, la habitación en la que había vivido durante un año, pero algo parecía estar terriblemente fuera de lugar. No era Newander ni tampoco la hiedra. Algo en esta habitación, el lugar más seguro para Danica, ardía en los confines de su consciencia, torturaba su alma. La mirada de Danica se posó en el bloque de piedra caído, manchado en un lado por algo oscuro. El dolor en la frente le dijo que sus sueños eran correctos, que su propia sangre había hecho esa mancha.

—¿Cómo puedo haber sido tan insensata? —gruñó Danica.

—No fuiste una insensata —aseguró Newander—. Ha caído una maldición sobre este lugar que Cadderly se ha propuesto eliminar.

De nuevo supo que el druida hablaba con sinceridad. Visualizó su pugna mental contra la insinuante niebla roja, una batalla que ganaba por el momento pero que estaba lejos de terminar. Incluso mientras estaba allí, sabía que la bruma roja continuaba el asalto a su mente.

—¿Dónde está? —preguntó Danica, casi aterrorizada.

—Se fue abajo —replicó Newander, al ver que no necesitaba esconder los hechos a la chica atada—. Habló de una botella que humeaba, bajo la bodega.

—El humo —repitió Danica misteriosamente—. Niebla roja. Nos rodea por todas partes, Newander.

—Eso es lo que dijo Cadderly —confirmó el druida mientras asentía con la cabeza—. Fue él quien abrió la botella, y él pretende cerrarla.

—¿Solo?

—No, no —aseguró Newander—. Los dos enanos le acompañan. No les ha afectado tanto la maldición como al resto.

—¿El resto? —jadeó Danica. Sabía que su resistencia a esa clase de conjuros que afectaban la mente era mayor que la de las personas comunes y de repente empezó a temer por los demás clérigos.

—Sí, el resto —replicó Newander con severidad—. La maldición se ha generalizado en la biblioteca. Excepto Cadderly, pocos han salido indemnes. Los enanos son más resistentes a la magia que los demás y parecían estar bien.

Danica apenas podía digerir lo que oía. Lo último que podía recordar era haber encontrado a Cadderly inconsciente en la bodega, bajo los barriles. Todo, después de eso, no le parecía más que un extraño sueño, imágenes fugaces de situaciones irracionales. Ahora, al concentrarse con toda su fuerza de voluntad, recordaba las intenciones de Kierkan Rufo y el duro escarmiento que le propinó por eso. Recordaba, incluso con más lucidez, el bloque de piedra, los repentinos destellos de dolor, y su propio rechazo a admitir la inutilidad de sus intentos.

No se atrevió a dejar que su imaginación le obsequiara con imágenes del estado de la biblioteca si las palabras del druida eran verdad, si la misma maldición se había extendido por todo el lugar. En cambio centró sus pensamientos en un nivel más personal, en Cadderly y su búsqueda, abajo, en la bodega polvorienta y peligrosa.

—Debemos ir a ayudarle —afirmó, mientras renovaba el forcejeo contra las persistentes enredaderas.

—No —dijo el druida—. Tenemos que quedarnos aquí, son órdenes de Cadderly.

—No —aseveró Danica con rotundidad, al tiempo que sacudía la cabeza—. Desde luego Cadderly diría eso para tratar de protegerme; y parece que necesitaba protección hasta hace un momento. Cadderly y los enanos podrían necesitarnos, y no te mentiría, aquí, bajo tus hiedras mientras él avanza hacia el peligro.

Newander estaba a punto de preguntarle por qué creía que podría estar en peligro en la bodega, cuando recordó las descripciones morbosas de Cadderly sobre el lugar embrujado.

—Newander, deja que tus plantas me suelten, te lo suplico —apeló Danica—. Puedes quedarte aquí si así lo quieres, pero debo ir al lado de Cadderly rápidamente, ¡antes de que esta niebla maldita recupere su control sobre mí!

La última afirmación, sobre que la maldición podría volver a caer sobre ella, sólo reforzó la conclusión lógica de Newander, que debía ser mantenida bajo estricto control, que el momento de calma ante la maldición, si en realidad era eso, podría ser una cosa temporal. Pero no podía ignorar la determinación en la voz de la joven. Había oído historias sobre la notable Danica de muchas fuentes desde su llegada a la biblioteca, y no dudaba de que sería un poderoso aliado para Cadderly si se mantenía lúcida. No obstante, no podía subestimar el poder de la maldición; las evidencias eran demasiado claras a su alrededor, y la alternativa de liberarla parecía un gran riesgo.

—¿Qué ganas mientras me tienes aquí? —preguntó Danica, como si hubiera leído los pensamientos del druida—. Si Cadderly no está en peligro, entonces encontrará y vencerá a la maldición antes de que yo… nosotros, lo encontremos. Pero si él y los enanos están en peligro, entonces, con toda probabilidad, podrán beneficiarse de nuestra ayuda.

Newander hizo gestos con las manos y silbó en tono agudo a las plantas. Saltaron ante su llamada, al tiempo que soltaban a Danica y la cama, y salían por la ventana abierta.

Danica estiró brazos y piernas durante bastante rato antes de ponerse en pie, e incluso entonces lo hizo con precariedad, al necesitar la ayuda de Newander.

—¿Estás segura de que puedes andar? —preguntó el druida—. Sufriste algunas heridas graves en la cabeza.

Danica se soltó con brusquedad y se tambaleó hasta el centro de la habitación. Allí empezó una rutina de ejercicios, adentrándose cada vez con más facilidad en los familiares movimientos. Las manos se movieron y lanzaron en una armonía perfecta, una guiando a la otra hacia la siguiente maniobra. Una y otra vez, uno de los pies se levantaba como una flecha frente a ella, por encima de su cabeza.

Newander la observó al principio con indecisión, luego sonrió y asintió contento de que la joven hubiera recuperado el control de sus movimientos, unos movimientos que parecían a menudo muy gráciles y llamativos, casi animales, para el druida.

—Entonces, deberíamos irnos —propuso Newander mientras cogía su bastón de roble y se dirigía a la puerta.

Les llegaron sonidos renovados de la habitación de Histra cuando entraron en el corredor. Danica miró a Newander con inquietud, y luego se aprestó hacia la puerta de la sacerdotisa. La mano de Newander agarró su hombro y la detuvo.

—La maldición —explicó el druida.

—Pero debemos ir a ayudarla —empezó a protestar Danica, pero se calló repentinamente al reconocer las connotaciones de esos gritos.

El rubor de Danica se tornó escarlata y rió con nerviosismo a pesar de la seriedad de la situación. Newander trató de apremiarla por el corredor y ella no se resistió. La verdad era que Danica tiró del druida cuando pasaron ante la puerta cerrada de Histra.

La primera parada fue la habitación de Cadderly, y entraron justo cuando Kierkan Rufo se liberaba de la última de las tenaces ligaduras de Iván.

Los ojos de la chica brillaron ante la imagen. Los intensos recuerdos de Rufo empujándola y agarrándola asaltaron su mente, y una oleada de odio puro, aumentado por la niebla roja, casi la abrumó.

—¿Dónde está Cadderly? —requirió Danica entre dientes.

Por supuesto, Newander no sabía nada de Rufo, pero el druida reconoció de inmediato que los sentimientos de Danica por el joven larguirucho no eran positivos.

Rufo liberó su brazo y se apartó de la cama. Apartó la mirada, obviamente al no querer hacer frente, en ese momento, a Danica o a cualquier otro. Maltrecho a conciencia, el joven apaleado sólo quería arrastrarse hasta su propia cama en su habitación oscura. Aunque tuvo la desgracia o el poco juicio de encontrarse a Danica cuando salía de la habitación.

—¿Dónde está Cadderly? —insistió Danica de nuevo, al tiempo que daba un paso en dirección a Rufo.

Rufo se rió con desprecio y le dio un golpe con el dorso de una mano que nunca llegó a su destino. Antes de que Newander pudiera llegar a intervenir, Danica ya había cogido la muñeca de Rufo y usado su impulso para proyectar a un lado al joven larguirucho que cayó dando tumbos. Newander oyó un ruido sordo, aunque el siguiente movimiento de Danica había sido demasiado sutil para verlo. No estaba seguro del lugar en que la joven había golpeado al chico, pero por la curiosa forma en que éste gritaba y se ponía en pie, se pudo hacer una idea.

—¡Danica! —gritó el druida, al tiempo que la envolvía en sus brazos y la apartaba del joven maltrecho—. Danica —le susurró al oído—. Es la maldición. ¿La recuerdas? ¡Debes vencerla, muchacha!

Danica se relajó de inmediato y dejó que Rufo se escabullera. El joven terco no pudo resistir la tentación de volverse mientras se iba y burlarse ante la cara de Danica.

El pie de Danica lo alcanzó a un lado de la cabeza y lo envió trastabillando al corredor.

—Quería hacer esto —le aseguró a Newander, sin forcejear ante el abrazo de éste—, ¡con o sin maldición!

El druida asintió con resignación, Rufo se la había buscado. Soltó a Danica tan pronto oyó a Rufo alejarse con dificultad por el corredor.

—Es terco ese chaval —comentó Newander.

—Y tanto que sí —dijo ella—. Debe de haber entrado cuando estaban Cadderly y los enanos.

—¿Has notado los morados de su cara? —dijo el otro—. Parece que no le ha ido muy bien en ese combate.

Danica asintió en silencio mientras pensaba que era mejor no decirle que era ella la que le había hecho la mayoría de las magulladuras de la cara.

—Así pues Rufo no los entretuvo —razonó Danica—. Deben de haber llegado a la bodega, debemos ir rápido para alcanzarlos.

El druida vaciló.

—¿Qué pasa?

—Estoy preocupado por ti —admitió Newander—, y de ti. ¿Hasta que punto te has librado de la niebla? Menos de lo que creía, por la mirada que has puesto cuando te cruzaste con Rufo.

—Lo admito, a pesar de todos mis esfuerzos, la niebla permanece —respondió—, pero tus palabras me devolvieron el control, te lo aseguro, incluso contra Kierkan Rufo. No olvidaré la manera en que me ha mirado, o lo que intentó hacerme. —Una mirada de sospecha apareció en los ojos castaños de Danica, y se apartó con cautela de él—. ¿Por qué Newander, el druida, no está afectado por esa cosa?, y ¿qué posee Cadderly que le libra de las influencias de la bruma roja?

—No lo sé —contestó Newander inmediatamente—. Tu Cadderly cree que soy inmune ya que no tengo deseos ocultos en mi corazón, y porque llegué a la biblioteca después de que empezara la maldición. Supe que algo estaba mal tan pronto llegué ante mis amigos. Quizás ese aviso me ha permitido defenderme de los efectos de la maldición.

—Soy una luchadora disciplinada —dijo Danica, sin parecer convencida—, pero la maldición encontró la manera de entrar en mi mente con gran facilidad, incluso ahora que ya entiendo sus peligros.

—Ésta era la teoría de Cadderly, no la mía —le recordó encogiéndose de hombros al no tener respuesta.

—¿Qué cree Newander?

De nuevo el druida simplemente se encogió de hombros.

—Por Cadderly —dijo un instante más tarde—, fue él quien abrió la botella, y sólo eso parece haberle salvado. A menudo, en las maldiciones mágicas, el portador de la maldición no siente su aguijón.

Danica en realidad no estimó el valor de nada de lo que había dicho el druida, pero la sinceridad en la voz de Newander era innegable. Bajó la guardia y caminó al lado del hombre.

La cocina aún pertenecía a los glotones. Varios más habían caído en una modorra de atiborramiento, pero otros continuaban con su vagar saqueando las alacenas bien organizadas de los enanos.

Los dos trataron de mantener la distancia mientras se dirigían hacia la puerta de la bodega, pero un clérigo gordo se tomó más que un pasajero interés en la bonita joven.

—Aquí aún hay un apetitoso bocado a saborear —babeó entre ruidosos eructos. Se dirigió hacia Danica, mientras frotaba sus grasientos dedos en las todavía más grasientas ropas.

Casi la había alcanzado, y pensó que también tendría que golpear al hombre, cuando una mano rechoncha lo agarró por el hombro y lo hizo girar.

—¡Quieto! —gritó el Maestre Avery—. ¿Qué crees que estas haciendo?

El clérigo miró a Avery sinceramente confundido, al igual que Danica, que estaba detrás de él.

—Danica —explicó Avery al otro—. ¡Danica y Cadderly! Mantente lejos de ellos. —Antes de que el hombre pudiera pedir disculpas, antes de que Danica pudiera calmar a Avery, el maestre gordinflón movió el brazo que sujetaba una considerable pierna de carnero, y golpeó al ofensivo sacerdote a un lado de la cabeza. El hombre se desplomó y no se movió.

—Pero, Maestre… —empezó Danica.

—No hace falta que me lo agradezcas —dijo interrumpiéndola—. Velo por mi querido amigo Cadderly. Y por sus amigos también, desde luego. ¡No hace falta que me des las gracias! —Se fue sin esperar una respuesta, mientras engullía el carnero y buscaba nuevas provisiones en las que hincar el diente.

Danica y Newander echaron a andar hacia el caído, pero el clérigo se levantó de un brinco y sacudió la cabeza vigorosamente. Se pasó la mano por el lado de la cabeza manchado de carnero, se olisqueó los dedos con curiosidad por un instante y cuando se dio cuenta de que la humedad no era su propia sangre, empezó a lamerlos a lo loco.

El alivio de los dos compañeros se disipó cuando llegaron a la pesada puerta con bandas de hierro de la bodega y descubrieron que estaba barrada. Danica hurgó por la cerradura durante unos instantes para tratar de descubrir su origen mientras el druida preparaba un conjuro.

Newander dijo unas palabras que le parecieron élfico a Danica, y la puerta gruñó, como si respondiera. Las lamas de madera se alabearon y aflojaron y la puerta entera rechinó ante un ligero toque de Danica.

Cuando el conjuro del druida se completó, Danica empujó la puerta con fuerza. Casi no encajaba por ningún lado, aunque la barra de cierre seguía firme al otro lado.

Danica pasó un largo rato profundamente concentrada, y entonces arremetió contra la puerta con la palma de la mano. El golpe habría tirado a cualquier hombre, pero la puerta era muy vieja, de roble antiguo, y muy gruesa, y el puñetazo no la afectó. Este portal había sido construido como defensa en los primeros días de la biblioteca. Si una incursión goblin alguna vez sobrepasaba las defensas exteriores, los clérigos podían retirarse a la bodega.

Sólo había ocurrido en dos ocasiones en la historia de la biblioteca, y en las dos, la puerta de roble había detenido a los intrusos. Ni las llamas ni las antorchas de los goblins, ni el ímpetu de los toscos arietes la habían atravesado, y ahora, Danica, a pesar de toda su fuerza y entrenamiento, se veía simplemente superada.

—Parece que los enanos y Cadderly tendrán que acabar el trabajo sin nuestra ayuda —comentó Newander con desagrado, aunque había un tono de alivio en su voz.

Danica no estaba tan dispuesta a claudicar.

—Fuera —ordenó, mientras comenzaba a dirigirse fuera de la cocina—. Allí debe haber una ventana, o alguna otra manera de bajar.

Newander no pensó que sus esperanzas fueran plausibles, pero Danica no había preguntado, ni siquiera había esperado a oír su opinión. De mala gana, se encogió de hombros y corrió para alcanzarla.

Se separaron justo al salir por las puertas dobles, Danica buscó a lo largo de la base del muro sur y Newander hacia el norte. La chica sólo había andado unos pasos cuando se encontró a un agradable amigo.

—Percival —dijo contenta, agradecida por la distracción, mientras la ardilla blanca miraba con atención por encima del borde del tejado que estaba justamente sobre ella y cotorreaba excitada. Danica supo al instante que algo preocupaba a la ardilla, pero aunque ella a veces entendía el significado de unos pocos chillidos básicos de Percival, no podía seguir la loca retahíla de chirridos.

—¡Oh, Percival! —le increpó Danica en voz alta, interrumpiendo los comentarios de la ardilla—. No te entiendo.

—Sin duda yo sí —dijo Newander, que venía con rapidez a la espalda de Danica. A la ardilla le dijo—: Continúa. —Y pronunció una serie de chirridos y chasquidos.

Percival volvió a empezar de nuevo a una velocidad que Newander apenas pudo entender.

—Podemos haber encontrado una manera de entrar —dijo el druida a Danica cuando Percival finalizó—. Eso es, si podemos confiar en la criatura.

Danica observó a la ardilla por unos breves instantes, y luego respondió de ella.

El primer lugar al que los dirigió Percival era el viejo cobertizo al lado de la biblioteca. Tan pronto entraron, entendieron la ruidosa introducción al lugar de la ardilla, porque las cadenas aún colgaban del techo cerca de la pared de atrás y las gotas de sangre habían rociado el suelo bajo sus pies.

—¿Ese Mullivy —preguntó el druida, al tiempo que miraba alrededor incluso con más preocupación—, puede ser el jardinero?

—Ha sido el jardinero de la biblioteca durante décadas —asintió Danica.

—Percival asegura que otro hombre lo trajo aquí —explicó el druida—, luego los dos se fueron al agujero.

—¿El agujero?

—Creo que se refiere a un túnel —explicó Newander—. Todo esto pasó varios días atrás, quizá. La noción del tiempo de Percival es poca. Aunque, a pesar de todo es admirable que la ardilla pueda recordar el incidente. No son conocidas por tener una memoria retentiva, ¿sabes?

Percival saltó del estante y corrió hacia el exterior como si se hubiera ofendido por el último comentario del druida. Danica y Newander le siguieron con prontitud, Danica hizo un alto para recoger un par de antorchas que Mullivy había almacenado convenientemente en el cobertizo.

Parecía como si Percival estuviera casi jugando con ellos mientras trataban de seguir sus veloces movimientos a lo largo del suelo escarpado y la maleza agreste al sur de la biblioteca. Al final, después de bastantes giros equivocados, la alcanzaron junto a una cresta. Debajo de ellos, bajo un saliente recio con arbustos, vieron el antiguo túnel, que se adentraba hacia el interior de la montaña en dirección a la biblioteca.

—Esto a lo mejor no nos lleva a la bodega que estamos buscando —dijo Newander.

—¿Cuánto tiempo nos tomaría conseguir pasar la puerta de la cocina? —preguntó Danica, más que nada para recordar al druida la falta de opciones. Para acentuar su razonamiento, dirigió la mirada de Newander al oeste, donde el sol ya desaparecía tras los altos picos de las Copo de Nieve.

Newander le cogió una antorcha, articuló unas palabras, y generó una llama en la palma de su mano. El fuego no le quemó pero encendió su antorcha, y luego la de Danica, con gran facilidad, antes de que decidiera apagarlo.

Caminaron uno junto al otro, al tiempo que advertían que allí había, efectivamente, huellas en la capa de polvo que cubría el suelo del túnel. Huellas de botas, tal vez, aunque muchas estaban deformadas de un modo que ninguno de los dos podía entender.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que los zombies arrastraban los pies al andar.