Sangre en sus manos
Cadderly buscó entre las muchas correas de cuero que colgaban de su guardarropa y, finalmente, sacó un cinturón con una vaina de forma extraña, ancha y poco profunda, situada a un lado. La ballesta se ajustaba perfectamente, incluso había un lugar para el gancho de carga. Como de costumbre, Iván y Pikel habían forjado el metal con las especificaciones exactas.
Desenfundó la ballesta tan pronto la hubo enfundado. Probó el resorte, al darle vueltas y disparar varias veces. La acción era suave y sencilla; incluso se las arregló, sin mucha dificultad, para manipular el arma lo suficientemente bien como para recargar con una mano.
Luego cogió la bandolera y se la colgó del hombro, alineando con cuidado los dieciséis dardos en su pecho para tenerlos al alcance. Dio un respingo cuando se preguntó qué daño podría hacerle un golpe dirigido al pecho, pero tenía fe en que los dardos y la bandolera estuvieran hechos de la manera apropiada. Se sintió mejor cuando se miró al espejo, como si llevar sus últimas invenciones le hubiese devuelto algo de control sobre el entorno. Aunque la sonrisa que notó aflorar desapareció con rapidez, cuando se acordó de la peligrosa tarea que tenía por delante. Esto no era un juego, se recordó. Ya habían muerto varios hombres y toda la biblioteca estaba en peligro a causa de sus actos.
Se dirigió al otro lado de la habitación, tras la puerta, hacia una caja de hierro sellada. Puso la llave en la cerradura, y luego se detuvo por un momento, valorando con cuidado los pasos precisos que tenía que seguir cuando la caja estuviera abierta. Había practicado esta maniobra muchas veces, pero nunca antes había imaginado que la necesitaría.
Tan pronto la tapa de la caja estuvo abierta, toda el área alrededor de Cadderly cayó en la más absoluta oscuridad. No era una sorpresa para el joven. Había pagado generosamente a Histra para poner la forma revertida del conjuro de luz dentro de la caja. Era incómodo, y Cadderly no disfrutaba negociando con Histra, pero necesario para proteger una de las posesiones más apreciadas de Cadderly. En un antiguo tomo, había encontrado por casualidad la fórmula del potentísimo veneno de sueño usado por los elfos drow. Los ingredientes exóticos no fueron encontrados con facilidad. Un hongo en particular sólo se podía encontrar en los profundos túneles bajo la superficie de Toril, y los preparativos para mezclarlos, que el alquimista Belago también había hecho en las profundidades, habían sido incluso más difíciles de garantizar, pero él había perseverado. Con las bendiciones y el apoyo del Decano Thobicus, sus esfuerzos habían producido cinco diminutos viales del veneno.
Al menos, esperó que fuera veneno; a menudo nadie encuentra la oportunidad de probar este tipo de cosas.
Aunque, incluso con el aparente éxito de la elaboración, quedaba una grave limitación. La poción era una mezcla drow, confeccionada en las extrañas emanaciones mágicas que sólo se encontraban en la Suboscuridad, el mundo sin luz bajo la superficie de Toril. Era un hecho de todos conocido que si la ponzoña drow era expuesta a la luz solar sólo un instante, se volvería inservible en un tiempo muy corto. Sólo la luz podía destruir la cara mixtura, por lo que había tomado precauciones, como el conjuro de oscuridad, para proteger su inversión.
Cerró los ojos y actuó de memoria. Primero desenroscó el diminuto compartimento de su anillo con una pluma dibujada en él, y dejó la tapa a un lado en un lugar predeterminado, luego cogió uno de los viales de la caja y sacó con cuidado el corcho. Vertió el contenido viscoso en el anillo abierto, y luego cogió y restituyó la tapa.
Cadderly respiró tranquilo. Después de todo, si hubiera cometido un desliz habría malgastado quizás un millar de monedas de oro en ingredientes y muchas semanas de trabajo. Además, si se le hubiera derramado una sola gota del veneno en la mano, y ésta hubiese encontrado una manera de penetrar por un arañazo o en un corte, sin duda estaría roncando justo al lado de la caja.
Nada de eso había pasado. Cadderly era preciso y disciplinado cuando necesitaba serlo, y las muchas sesiones de prácticas con viales de agua habían valido la pena.
La oscuridad desapareció de los límites de la caja sellada cuando cerró la tapa. Iván y Pikel ya estaban en la habitación rodeando al erudito, las armas prestas y las caras serias ante la visión de la inesperada oscuridad.
—Sólo eras tú —gruñó Iván mientras relajaba el agarre de su pesada hacha de dos filos.
Cadderly no pudo encontrar inmediatamente aliento para contestarle. Únicamente se sentó y observó a los hermanos enanos. Ambos llevaban armadura de anillos entrelazados, polvorientas por los años de inactividad y oxidadas en varios puntos. Iván llevaba un yelmo decorado con una cornamenta de ciervo de ocho puntas ¡mientras que Pikel llevaba una olla! A pesar de toda esta armadura preventiva, Pikel aún llevaba sus sandalias abiertas.
Aunque lo más sorprendente de todo era el arma de Pikel. Observándola, entendió la referencia anterior de Iván. Por supuesto que era un árbol, de una variedad negra y de corteza suave que no conocía. El garrote medía como mínimo un metro y veinte centímetros, casi tan alto como Pikel, un palmo y medio de diámetro en el extremo ancho, y algo menos de la mitad de eso en el estrecho, por donde se sujetaba. Unas bandas de cuero estaban claveteadas a intervalos para ayudar al portador, pero a pesar de todo parecía una cosa desmañada y engorrosa.
Como si hubiera notado sus dudas, Pikel agitó el garrote a su alrededor en una serie de rutinas de ataque y defensa con aparente holgura.
Cadderly asintió en reconocimiento, francamente aliviado de no haber estado al alcance de los ataques simulados de Pikel.
—¿Estamos listos para marcharnos? —preguntó Iván, mientras se ajustaba la armadura.
—Casi —respondió Cadderly—. Sólo tengo que hacer unos pocos preparativos menores, y quiero echar un vistazo a la habitación de Danica antes de irnos.
—¿Cómo podemos ayudar nosotros? —propuso Iván.
Cadderly pudo ver que los enanos estaban ansiosos y en su papel. Sabía que habían pasado muchos años desde que los hermanos Rebolludo habían salido de aventuras, muchos años perdidos haciendo guisos en el refugio que era la Biblioteca Edificante. No era una mala vida para las pretensiones de cualquiera, pero el pensamiento de peligros y aventuras inminentes había obrado, a todas luces, un encantamiento sobre los enanos. Había un brillo inconfundible en sus ojos oscuros y sus movimientos eran agitados y nerviosos.
—Id a la tienda de alquimia de Belago —contestó Cadderly, pensando que era mejor mantener a los enanos ocupados. Describió el equipo de destilación y la poción que Belago estaba elaborando para él—. Si tiene algo más para mí, traédmelo —instruyó Cadderly, pensando que la tarea era bastante sencilla.
Los enanos ya brincaban corredor abajo cuando se dio cuenta de que no había visto a Belago por allí recientemente, no desde antes de que la maldición hubiera tomado posesión de la biblioteca. ¿Qué le habría pasado al alquimista?, se preguntó Cadderly, ¿aún funcionaba la tienda?, ¿aún caían las mezclas correctas de su Aceite de Impacto en las cantidades precisas a través de los embudos? Cadderly apartó las preocupaciones con un encogimiento de hombros, depositando la confianza en el buen juicio de Iván y Pikel.
Percival volvía a estar en la ventana, parloteando con su acostumbrada excitación. Cadderly se acercó y se apoyó en el alféizar, al tiempo que se doblaba para acercar la cara a la de su amiguito y oír atentamente. Por supuesto, Cadderly no pudo entender lo que decía la ardilla más de lo que un niño podría entender de su mascota, pero los dos habían desarrollado un entendimiento mutuo, y sabía lo bien que Percival entendía algunas palabras o frases simples, en su mayor parte las que hacían referencia a las viandas.
—Estaré fuera por un corto tiempo —dijo Cadderly. Cayó en la cuenta de que la ardilla probablemente no entendería un mensaje tan complejo, pero hablar con Percival le ayudaba a menudo a arreglar sus problemas. Percival en realidad nunca daba respuestas, pero con frecuencia las encontraba escondidas en sus propias palabras.
Percival se sentó sobre sus patas traseras mientras se lamía las delanteras y se las pasaba con rapidez por la cara.
—Algo malo ha pasado —intentó explicar Cadderly—, algo que he provocado. Ahora me voy a arreglarlo.
Su tono sombrío, si no sus palabras, tuvieron un efecto sedante en el roedor. Percival paró de lamerse las patas y se sentó muy quieto.
—Por lo que estaré —prosiguió Cadderly— bajo la biblioteca, en los largos túneles que ya no se usan.
Algo de lo que dijo golpeó profundamente a la criatura. La ardilla corrió en círculos, chillando y dando chasquidos, y Cadderly no logró calmarla hasta un rato más tarde. Supo que Percival tenía algo importante que decirle, pero no tenía tiempo para las distracciones de la ardilla.
—No te preocupes —dijo Cadderly, tanto para él como para la ardilla—. Regresaré pronto, y entonces todo volverá a ser como antes. —Las palabras le sonaron profundas. Las cosas no serían como habían sido. Incluso si se las apañaba para cerrar la botella humeante, e incluso si ese simple acto anulaba la maldición, no devolvería la vida a los clérigos de Ilmater o a los glotones muertos en el comedor.
Cadderly apartó aquellos oscuros pensamientos. No podía esperar tener éxito si empezaba su cruzada desmoralizado.
—¡No te preocupes! —repitió con firmeza.
De nuevo la ardilla enloqueció, y esta vez, Cadderly entendió de pronto, por la mirada fija de Percival, la fuente de su excitación. Miró por encima del hombro esperando ver que Iván y Pikel habían vuelto.
En lugar de eso vio a Kierkan Rufo, y más concretamente, la daga en la mano de éste.
—¿Qué es eso? —preguntó Cadderly débilmente, pero no necesitó una respuesta para desentrañar sus intenciones. El ojo izquierdo de Rufo aún estaba amoratado y cerrado, y su nariz apuntaba más hacia una mejilla que recto hacia adelante. Sus feas heridas sólo acentuaban la mirada de puro odio en los ojos fríos y oscuros.
—¿Dónde está tu luz ahora? —se burló el larguirucho—. Pero no te sería de mucha ayuda, ¿lo sería? —Cojeaba perceptiblemente pero su aproximación era firme.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Cadderly.
—¿No es lo bastante listo el poderoso Cadderly para imaginárselo? —se burló Rufo.
—No quieres hacer esto —dijo Cadderly tan calmado como pudo—. Hay consecuencias…
—¿Quieres? —gritó Rufo descontrolado—. Oh, pero desde luego que quiero hacerlo. Quiero sostener tu corazón en mis manos. Quiero llevárselo a tu querida Danica y mostrarle quién fue el más fuerte.
Cadderly buscó algún argumento. Pensó en mencionar el obvio punto débil del plan de Rufo; si llevaba su corazón a Danica, ésta lo mataría; pero incluso eso, conjeturó, no detendría a Kierkan Rufo. Estaba totalmente bajo la maldición, siguiendo su retorcida llamada sin considerar las consecuencias. De mala gana, pero sin más opciones, introdujo un dedo en el lazo de la cuerda de su buzak y se fue derecho a un lado de la cama.
Rufo se abalanzó, con la daga por delante, y Cadderly rodó de lado a lado de la cama, justo fuera del largo alcance del otro.
Rufo saltó atrás con rapidez, más rápido de lo que Cadderly esperaba que podría moverse, para impedirle salir por la puerta. Arremetió a los pies de la cama, lanzando un tajo de arco amplio al abdomen de Cadderly.
Éste se mantuvo fuera del alcance de la daga con facilidad, luego respondió dirigiendo el buzak por encima del brazo extendido de Rufo, la nariz rota de éste crujió bajo el impacto y un nuevo chorro de sangre manó sobre las manchas secas de los labios. Rufo, ofuscado por un odio absoluto, se sacudió el dolor de encima y continuó.
Aunque el golpe no había sido muy sólido, casi había conseguido romper el ritmo de la muñeca de Cadderly. Se las arregló para devolver los discos a la mano, pero la cuerda estaba enrollada sin firmeza y no podía golpear con efectividad de inmediato. Rufo pareció notar su debilidad. Sonrió con malevolencia y lanzó otro ataque.
Percival salvó la vida de Cadderly, saltando de la ventana para aterrizar de lleno en la cara de Rufo. Con un simple manotazo, Rufo envió a la ardilla al otro lado de la habitación aunque Percival no resultó herido, mientras, Cadderly no perdió el tiempo.
Con Rufo ocupado, había lanzado el buzak arriba y abajo para alinear y tensar la cuerda.
Rufo pareció no darse ni cuenta de las dos líneas de sangre que fluían de la herida más reciente, un pequeño mordisco de Percival en la mejilla.
—¡Sostendré tu corazón en mis manos! —prometió otra vez, mientras soltaba una carcajada enfermiza.
Cadderly sacudió el brazo con fuerza una vez, y luego otra, fingiendo un lanzamiento para coger a Rufo con la guardia baja. Entre las esquivas, Rufo se las arregló para lanzar unos débiles tajos que no se acercaron a su objetivo. Cadderly finalmente lanzó los discos en un arco ancho y largo que los envió al límite de su alcance. Movió la muñeca para devolver los discos a la mano, pero no con la premura habitual.
Rufo midió el ritmo de los lanzamientos y esperó el momento oportuno. Los discos volvieron otra vez, Rufo se inclinó hacia atrás y luego se abalanzó sobre Cadderly tras los discos mientras éste los replegaba.
La añagaza de Cadderly había funcionado. En el lanzamiento, había acortado la cuerda, devolviendo a su mano el buzak con más rapidez de la que había anticipado Rufo. Apenas había dado éste el primer paso cuando el arma de Cadderly salió disparada otra vez, deliberadamente baja.
Rufo dio un grito agudo de dolor y se agarró la rodilla con la pierna casi doblada lateralmente. Aunque estaba bajo las influencias de la maldición del caos, y casi insensible al dolor. El chillido se convirtió en un gruñido y cargó hacia adelante, tajando a diestro y siniestro.
Una vez más Cadderly tuvo que saltar al otro lado de la cama para evitar la daga, pero cuando se levantó, Kierkan Rufo había rodeado el extremo de la cama y ya le estaba encarando. Supo que estaba en una situación difícil. No podía intercambiar golpes, daga contra buzak. Normalmente, los discos habrían probado su efectividad, pero en el estado mental de Rufo, nada, excepto un golpe perfecto y potente lo detendría. Ese tipo de ataque desde luego sería arriesgado para él, y dudaba que pudiera incluso evitar las defensas de su salvaje contrincante.
Intercambiaron fintas y estocadas de tanteo por unos instantes, mientras Rufo gruñía y Cadderly se preguntaba si tendría mejor suerte saltando por la ventana.
Entonces, de súbito, el edificio entero tembló como si le hubiera impactado un relámpago. La explosión continuó durante varios segundos y Cadderly adivinó la fuente cuando oyó una sola palabra en el corredor.
—¡Oo!
Rufo vaciló y miró por encima de su hombro, hacia la puerta abierta. Cadderly notó que su repentina ventaja no era muy caballerosa, pero decidió preocuparse de ello más tarde. Levantó el brazo y lo soltó con toda su fuerza. Rufo se volvió justo a tiempo para ser golpeado por los discos voladores directamente entre los ojos.
La cabeza de éste salió disparada hacia atrás, y cuando se enderezó otra vez, ya no sonreía. Una mirada de sorpresa y estupefacción apareció en su rostro, y sus ojos bizquearon como si miraran la nueva magulladura.
Cadderly, demasiado pasmado para apartar la mirada de las facciones retorcidas de Rufo, oyó cómo la daga golpeó el suelo. Un momento más tarde, el chico la siguió con un ruido sordo. A pesar de eso Cadderly continuó sin reaccionar. Estaba justo en el mismo sitio, con el buzak colgando a un lado al final de la cuerda mientras giraba sobre sí mismo.
Cuando finalmente alcanzó el arma para enrollarla, el estómago se le revolvió. El buzak estaba cubierto de sangre y uno de los discos tenía un trozo de ceja de Rufo enganchado debido a la sangre seca y espesa. Cadderly se desplomó sobre la cama y dejó que los discos cayeran al suelo. Se sentía traicionado por él mismo y por su juguete.
Todos los clérigos de la biblioteca estaban obligados a entrenar con alguna arma, por lo general un instrumento más convencional de destrucción como el bastón, la maza, o el garrote. Había empezado con el primero, y podía usar su bastón de cabeza de carnero medianamente bien si surgía la ocasión, pero nunca se sentía cómodo llevando un arma. Vivía en un mundo peligroso, al menos eso le habían dicho, pero había pasado la mayor parte de su vida en los seguros límites de la Biblioteca Edificante. Incluso nunca había visto un goblin, excepto uno muerto, que era uno de los sirvientes más miserables de la biblioteca, y del cual se decía que era un mestizo. Los maestres no le habían permitido participar en el precepto de la preparación del cuerpo aunque todos los sacerdotes estaban obligados a aprender.
Había llegado al buzak a través de un arcaico tratado sobre halflings, y había construido con rapidez el suyo. Algunos de los directores se opusieron a su nueva elección, diciendo que era más un juguete que un arma, pero encajaba en todos los requisitos del código ético de Deneir. La elocuente oposición, y en particular el Maestre Avery, sólo fortalecieron la decisión de Cadderly de usar la antigua arma.
Para él, el buzak había sustituido horas de lucha salvaje por horas de juego agradable. Aprendió una docena de trucos, pruebas de habilidad que no herían a nadie, con su nuevo juguete, ya que secretamente, él, también lo consideraba un juguete. «Ahora», pensó cubierto por la sangre de Rufo, «el buzak no parecía tan divertido».
Rufo gimió y se movió un poco, y Cadderly se alegró de que aún estuviera vivo. Respiró profundamente y cogió los discos, recordándose con determinación la seriedad de la tarea que tenía por delante, y que tendría que ser valiente y duro para llevarla a cabo.
Percival estaba en la cama, a su lado, prestándole apoyo. Acarició el pelaje blanco y suave de la ardilla, y luego inclinó la cabeza con gravedad y rebobinó el arma.
—¿Está muerto? —preguntó Iván, al entrar en la habitación con Pikel pisándole los talones. Percival salió disparado hacia la ventana abierta, y Cadderly, cuando vio a los dos hermanos, casi se le une. Los cuernos, cara, y barbas de Iván que apuntaban a lo loco en todas direcciones estaban renegridos por el hollín, y una de sus pesadas botas estaba abierta como si de una de las sandalias de su hermano se tratara.
Pikel no presentaba una apariencia mejor. Esquirlas de cerámica manchaban su ennegrecida cara, su sonrisa mostraba un diente desaparecido, y un trozo de cristal se había incrustado en la olla de hierro que usaba de yelmo.
—¿Belago no estaba allí? —preguntó Cadderly sin alterarse.
—Ni por asomo —dijo Iván mientras se encogía de hombros—, pero mi hermano encontró tu pócima, lo poco que quedaba de ella —levantó el pequeño cuenco—. Nos imaginamos que querrías más, por lo que…
—Abristeis la espita —finalizó Cadderly por él.
—¡Boom! —añadió Pikel.
—¿Está muerto? —repitió Iván, y el tono casual de la pregunta hizo que Cadderly se estremeciera.
Los dos enanos notaron la incomodidad del joven. Cruzaron las miradas y sacudieron la cabeza.
—Sería mejor si tuvieras estómago para esto —dijo Iván—. Si tienes la intención de ir de aventuras sería mejor que tuvieras estómago para cosas que caen por su propio peso —dirigió la mirada de Cadderly a Kierkan Rufo—. ¡O a tus pies!
—Yo no pensaba ir de aventuras —respondió Cadderly en tono áspero.
—Yo nunca tuve intención de ser cocinero —replicó Iván—, pero eso es lo que logré, ¿no es eso? Dijiste que teníamos un trabajo que hacer, y por lo tanto lo hacemos. Vamos a hacer lo que se tenga que hacer, y si alguien trata de interponerse en nuestro camino, pues…
—No está muerto —exclamó Cadderly—. Ponedlo en la cama y atadlo a ella.
De nuevo los dos enanos intercambiaron miradas, pero esta vez, asintieron a favor del tono determinado del joven.
—Oo —remarcó Pikel, a todas luces impresionado.
Cadderly limpió el buzak, cogió su bastón de caminar con cabeza de carnero y un odre de agua y se dirigió al corredor. Se tranquilizó al ver que la puerta de Danica aún estaba combada y fuertemente ajustada, y aún más tranquilo al oír la calmada voz de Newander responder a su llamada.
—¿Cómo está? —preguntó inmediatamente.
—Aún está en meditación profunda —respondió Newander—, pero parece bastante cómoda.
Cadderly conjuró la imagen meditativa de Danica mientras contraatacaba a la insidiosa bruma roja.
—Puedo revertir el conjuro y dejarte entrar —propuso el druida.
—No —contestó Cadderly, aunque en realidad quería ver a Danica otra vez. La última imagen de Danica era reconfortante. No quería tener la oportunidad de que algo que ella estuviera haciendo en ese momento le preocupara y le quitara la voluntad necesaria para los próximos acontecimientos. A un nivel más práctico pensó que era mejor dejar que Newander preservara sus energías mágicas—. Cuando vuelva, quizá tu conjuro ya no sea necesario —dijo.
—¿Entonces quieres que me quede con Danica?
—Los enanos están conmigo —explicó Cadderly—. Están mejor preparados para los túneles subterráneos de lo que un druida lo estaría. Quédate con ella y mantenla a salvo.
Iván y Pikel llegaron entonces, y por la ansiosa mirada de sus ojos supo que era el momento de marcharse. Volvió a mirar a la puerta de Danica varias veces mientras se alejaban, roto emocionalmente. Una parte de él estaba en contra de este viaje, razonaba que la mejor opción sería ir con sus armados amigos junto a Danica y acabar con toda esta pesadilla.
No encontró difícil rebatir esta irracional opinión. La gente moría a su alrededor. ¿Cuántos más Kierkan Rufo acechaban en la oscuridad con la muerte en sus corazones?
—Querido Cadderly —dijo una voz ronroneante que sólo reforzó la determinación del joven. Histra estaba tras la puerta entornada de su habitación, pero eso era suficiente para mostrar a Cadderly y a los enanos que sólo llevaba un salto de cama transparente—. Entra y siéntate conmigo.
—¡Oo! —dijo Pikel.
—Ella quiere más que eso, chico —dijo Iván mientras reía entre dientes.
Cadderly los ignoró a todos y pasó corriendo ante la puerta. Sintió la mano de Histra al pasar y oyó cómo la puerta chirriaba al abrirse.
—¡Vuelve aquí! —gritó la sacerdotisa de Sune, mientras saltaba en mitad del pasillo.
—¡Oo! —remarcó otra vez Pikel admirado.
Histra se concentró profundamente, pensando en pronunciar una orden mágica al que quería que fuera su amante para que volviera. Pero Pikel, a pesar de su obvia fascinación, mantuvo una actitud pragmática ante la situación. Tan pronto Histra empezó su conjuro, puso la mano tiznada en el trasero de la sacerdotisa y de manera despreocupada la metió en la habitación.
—Oo —repitió Pikel por tercera vez cuando entró en la habitación para cerrar la puerta, e Iván, que estaba justo detrás de su hermano, estuvo de acuerdo a todas luces. Una docena de hombres yacían esparcidos por la habitación, exhaustos por los abusos.
—¿Estáis seguros de que queréis iros? —ronroneó Histra a los sucios hermanos.
Cuando los abochornados enanos alcanzaron a Cadderly, éste ya estaba en el primer piso sumergiendo el odre de agua en una fuente del gran salón.
—Sustancia despreciable —susurró Iván a Pikel—. Aceites y agua. Trata de bebértelos a la vez —sacó la lengua fuera asqueado.
Cadderly sonrió ante los comentarios del enano. Tenía en mente mejores usos para el agua bendita que el de bebérsela. Cuando el odre estuvo lleno, sacó un tubo delgado con un tapón de una sustancia viscosa. Lo puso rápidamente en la boquilla abierta del odre de agua y lo tapó con una bola más pequeña del mismo material.
—Lo entenderéis a su tiempo —fue toda la explicación que dio a los curiosos enanos.
Los hermanos Rebolludo se alarmaron cuando el grupo entró en la cocina y encontró el lugar lleno de clérigos. El Maestre Avery dirigía a los improvisados cocineros, aunque sus progresos se veían limitados puesto que cada uno de ellos malgastaba más tiempo embutiéndose comida en la boca que cocinando cualquier cosa.
Para Cadderly, más alarmante que el frenesí alimenticio eran las reacciones de sus compañeros. Ambos parecían al borde de abandonar la búsqueda, como si unas compulsiones mayores les empujaran.
—Resistid —dijo, al reconocer los deseos crecientes como inducidos por la maldición. Iván y Pikel eran protectores con su cocina, y los dos se sentían muy satisfechos de mantener a los clérigos más hambrientos de la biblioteca alimentados hasta quedar ahítos. Miraron alrededor, a la cocina desordenada y a los sacerdotes glotones, y por un momento, se temió que viajaría solo hasta las catacumbas inferiores. Pero esta vez los argumentos de Newander sobre la resistencia mágica de los enanos parecieron ser verdad, ya que los hermanos Rebolludo se encogieron de hombros con melancolía ante el desastre que había asolado su espacio, luego avanzaron a Cadderly, guiándolo hacia la puerta que conducía a la bodega.
Las escaleras mohosas estaban oscuras y silenciosas; las antorchas alineadas en la pared no habían sido preparadas. Cadderly abrió su tubo luminoso y bajó unos pasos mientras esperaba que los hermanos encendieran unas antorchas. Iván llegó el último y cerró, echó el pestillo a la puerta con bandas metálicas, incluso se tomó la molestia de encajar una barra de metal en su sitio.
—Tendremos tantos problemas detrás como delante —explicó el enano ante la mirada interrogadora de Cadderly—. Si ese grupo llega a estar tan sediento como hambriento, ¡sólo nos traerán problemas!
El razonamiento parecía bastante lógico, por lo que se volvió y empezó a bajar. Aunque Pikel lo agarró y se puso en cabeza, mientras golpeteaba su olla yelmo con el pesado garrote.
—Mantente en medio —explicó Iván—. ¡Nosotros ya hemos caminado por la senda de la aventura!
Su confianza tranquilizó a Cadderly, pero el estruendo de golpes y ruidos metálicos que hacían los corpulentos enanos al bajar las escaleras, no.
Sus luces invadieron una oscuridad absoluta al bajar, pero los tres notaron que no estaban solos. A un lado del primer estante de vinos encontraron las primeras pistas de que alguien más había estado allí. Unos cristales rotos cubrían el suelo y muchas botellas, botellas que Cadderly había inventariado sólo unos días antes, habían desaparecido. El rastro conducía, una vez más, a un clérigo muerto. Con el estómago muy abultado, yacía en el suelo hecho un ovillo, rodeado de botellas vacías.
Oyeron un arrastrar de pies a un lado y Cadderly dirigió un estrecho haz de luz a la parte baja de entre unos estantes. Otro clérigo estaba allí y trataba de levantarse. Estaba tan bebido que ni notaba la luz, y su barriga también estaba abultada y flácida. A pesar de su estupor, aún llevaba una botella a sus labios intentando introducir, con testarudez, más líquido en el gaznate.
Cadderly empezó a acercarse al borracho, pero Iván lo sujetó.
—Enséñame esa puerta —dijo Iván, y luego asintió con la cabeza a Pikel. Mientras Cadderly e Iván se adentraban en la bodega, Pikel se movió en otra dirección, entre los estantes. El joven, de pronto, oyó un golpe, un gruñido, y una botella que se rompía en el suelo de piedra.
—Por su propio bien —explicó Iván.
Llegaron hasta los barriles donde fue encontrado Cadderly y, una vez más, creció la confusión y la frustración en el joven, ya que allí no se hallaba la puerta. Iván y Pikel apartaron todos los barriles de la zona y los tres se pusieron a investigar cada palmo de la pared.
Cadderly balbució una disculpa; quizá toda su teoría estaba equivocada. Aunque Iván y Pikel continuaron la búsqueda erre que erre, manteniendo la fe en su amigo. No encontraron las respuestas en el muro ordinario, sino en una serie de arañazos en el suelo.
—Los barriles fueron arrastrados —aseguró Iván. Se inclinó para estudiar el polvo, la ausencia de éste, en las marcas—. No hace mucho.
El haz de luz concentrado de Cadderly hizo el rastreo más fácil y mientras se movían por la habitación empezó a entusiasmarse.
—¿Cómo lo puedo haber pasado por alto? —dijo. Volvió la luz hacia los estantes—. Nosotros, Rufo y yo, llegamos hasta aquí, por lo tanto la puerta no podía estar detrás de donde encontramos los toneles apilados. Ha sido un engaño intencionado. Debería haberlo sabido.
—Se me encendió una lucecita —le recordó Iván—. Y además, es un truco brillante.
El rastro llevaba a otro barril apoyado contra el muro. Los compañeros supieron, antes incluso de que Iván le diera una patada, que la misteriosa puerta se hallaría, por supuesto, tras él. Iván, que asentía y sonreía, se movió en dirección a la puerta y tiró de ella, pero no se abrió.
—Cerrada —gruñó el enano mientras examinaba la cerradura que estaba por encima del tirador. Miró a su hermano que asintió con avidez.
—Pikel es de los que no necesitan llaves —explicó Iván a Cadderly, y éste captó la idea cuando Pikel colocó el tronco de árbol como si de un ariete se tratara y se alineó con la puerta.
—¡Quieto! —dijo Cadderly—. Tengo una idea mejor.
—¿También eres cerrajero? —preguntó Iván.
—Oh —gruñó disgustado Pikel.
—Podrías llamarlo así —respondió Cadderly con suficiencia, pero en vez de ganzúas, sacó la ballesta de mano. Tenía la esperanza de que podría probar su invento más reciente, y apenas fue capaz de aguantar los temblores mientras tensaba la cuerda y cargaba un dardo.
—Apartaos —alertó, mientras apuntaba a la cerradura. La ballesta chasqueó y el dardo salió con un ruido seco. Medio segundo más tarde el impulso del virote rompió su frágil sección central aplastando el vial de Aceite de Impacto, la resultante explosión dejó un agujero ennegrecido y astillado donde había estado la cerradura. La puerta se abrió con un crujido unos centímetros y se quedó atorada sin excesivas tensiones.
—Oh, ¡quiero uno de ésos! —gritó Iván con alegría.
—¡Oo oi! —asintió Pikel.
La alegría fue breve, ya que tras la puerta encontraron, no el extremo de una escalera destrozada como había predicho Cadderly, sino un muro de ladrillos.
—Trabajo reciente —murmuró Iván después de una inspección rápida. Cruzó una mirada en dirección a Cadderly—. ¿Tienes un dardo para esto, chico?
Iván no quiso esperar la respuesta. Recorrió el muro con las manos, al tiempo que presionaba en ciertos puntos como si estuviera probando su resistencia.
—Pikel tiene la llave —afirmó y se apartó de en medio.
Cadderly empezó a protestar, pero Pikel no le hizo caso. El enano empezó a hacer un curioso gimoteo y sus piernas achaparradas empezaron a moverse arriba y abajo, corriendo en el sitio, como si se estuviera dando cuerda igual que un resorte. Luego, con un gruñido, cargó con el ariete ceñido a su lado.
Los ladrillos y el mortero volaron por doquier. Varias detonaciones ígneas indicaron que se habían colocado glifos de protección al otro lado del muro, pero la furiosa carga de Pikel no fue detenida, ni por el muro frágil ni por las defensas mágicas. Ni Pikel fue capaz de frenar su propio ímpetu. Como Cadderly les había dicho antes, y como había intentado advertirles de nuevo, la escalera más allá del pequeño rellano había caído.
—¡Ooooooooo! —llegó, disminuyendo, el gemido de Pikel, seguido de un batacazo sordo.
—¡Mío hermano! —gritó Iván, y antes de que Cadderly pudiera detenerlo, él también cargó a través de la abertura. La antorcha brilló por un instante en la nube de polvo, luego ambos, antorcha y enano, desaparecieron de la vista.
—¡Puedo ver el sue…! —fueron las palabras finales de Iván ante las que Cadderly hizo una mueca de dolor y se encogió de hombros.