Respuestas inquietantes
Mullivy no era un caminante rápido, y Druzil usó el tiempo que permaneció lejos de Barjin para establecer comunicación con su amo. Envió sus pensamientos a lo largo de kilómetros hasta el Castillo de la Tríada y encontró un ansioso receptor esperándolo.
Saludos, mi amo, comunicó el imp.
¿Has encontrado a Barjin?
En las catacumbas, como tú creías —contestó el imp. El muy necio.
Druzil no estaba seguro de compartir la apreciación de Aballister, pero el mago no tenía por qué saberlo.
Tiene otros aliados, comunicó el imp. Aliados nomuertos, incluida una momia.
Druzil sonrió complacido al sentir la reacción de Aballister ante las noticias. El mago no tenía la intención de comunicar sus siguientes pensamientos, pero Druzil había profundizado lo suficiente en su mente para oírlos.
Nunca habría creído que Barjin pudiera lograrlo.
Esas palabras iban acompañadas por muchos sentimientos, supo Druzil, y el miedo no era el último entre ellos.
La poderosa Biblioteca Edificante está en peligro, añadió Druzil sólo para aguijonear al mago. Si Barjin tiene éxito, entonces el Horror Más Sombrío nos habrá situado en el camino hacia la gran victoria. Toda la región caerá sin la orientación de los clérigos de la biblioteca.
Aballister se preguntaba si el precio no era demasiado alto, entendió Druzil, y decidió que ya le había explicado suficiente por hoy. Por otra parte, pudo ver la luz del sol arriba, frente a él, al acercarse el zombie que lo transportaba a la salida del túnel. Rompió la comunicación directa, aunque permitió al mago continuar en su mente y ver a través de sus ojos. Druzil quiso que Aballister tuviera una buena visión de la gloria de la maldición del caos.
La ardilla blanca ascendió por las ramas, insegura de lo que sus agudos sentidos le estaban diciendo. Mullivy apareció al borde del túnel de tierra, e inmediatamente se giró y volvió a desaparecer en él. Otro olor, un olor desconocido, flotó en el aire. Percival no vio nada, pero como otros animales roedores, del nivel más bajo en la cadena alimenticia, había aprendido rápido a confiar en algo más que en sus ojos.
Percival siguió el olor, se movía hacia el camino delimitado por árboles. La vereda estaba tranquila, así había sido durante los últimos dos días, y el sol refulgía brillante y cálido en el azul claro del cielo.
Las orejas de la ardilla se enderezaron y agitaron nerviosamente al abrirse la puerta de la biblioteca, al parecer por propia iniciativa, y el extraño olor entró a través de ella.
La singularidad de todo ello mantuvo a la ardilla parada por un largo rato, pero el sol era cálido y las nueces y las bayas de árboles y arbustos eran abundantes, sólo esperaban ser cogidas. Percival raramente mantenía un pensamiento durante cierto tiempo, y cuando descubrió un puñado de bellotas olvidadas en el suelo, se sintió aliviado de que el jardinero hubiese estado en el túnel ocupado en cualquier otra cosa.
Las percepciones de Druzil sobre el estado de la Biblioteca Edificante eran muy diferentes de las de Cadderly. A diferencia del joven erudito, el imp pensó que el caos creciente y paralizante era una cosa maravillosa. Encontró sólo unos pocos clérigos en las salas de estudio, sentados sin moverse ante libros abiertos, tan absortos en su lectura que casi ni se acordaban de respirar. Druzil captó la influencia de la maldición del caos mejor que nadie, si Barjin entrase en la sala con una hueste de esqueletos a su espalda, estos clérigos no ofrecerían resistencia, y con toda probabilidad ni lo notarían.
Druzil disfrutó por encima de todo, del espectáculo en el comedor, donde los golosos clérigos se sentaban en sillas apartadas de la mesa para acomodar sus estómagos hinchados, otros estaban ya inconscientes tendidos en el suelo. A un extremo de la mesa, tres clérigos estaban trabados en un combate mortal por la única pata de pavo que quedaba.
Las discusiones, en particular entre clérigos de distintas religiones, se generalizaban por todo el edificio, y a menudo se convertían en encuentros más serios. En resumidas cuentas, los menos creyentes o estudiosos simplemente vagabundeaban lejos de la biblioteca, y unos pocos se preocupaban de pararlos. Los más creyentes estaban tan sumidos en sus rituales que apenas parecían enterarse de nada. En otra de las salas de estudio del segundo piso, Druzil se encontró con un enredo de clérigos de Oghma apelotonados en un gran montón, demasiado exhaustos para moverse después de la lucha que habían mantenido.
Cuando Druzil se fue, una hora más tarde, para informar a Barjin, estaba bastante satisfecho de que la maldición del caos hubiera hecho su trabajo con tal impredecible perfección.
Sintió las primeras insistentes demandas de su maestro cuando rodeaba el lado norte del edificio, acercándose al túnel.
¿Has visto?, preguntaron sus pensamientos a Aballister. Sabía que si Aballister había puesto atención, sabría el estado de la biblioteca tan bien como él.
El Horror Más Sombrío, remarcó Aballister un tanto áspero.
Barjin nos ha proporcionado una gran victoria, le recordó Druzil al siempre escéptico mago.
Aballister fue rápido en la respuesta.
La biblioteca aún no está vencida. No cantes victoria hasta que el clérigo tenga el control del edificio.
Druzil contestó cerrando del todo su mente al mago, en medio de la conversación.
—Tellemara —murmuró el imp. La maldición ya funcionaba. En ese momento la escasa veintena de clérigos que quedaban en la biblioteca probablemente no serían capaces de hacer frente a las fuerzas de los no-muertos de Barjin, y su capacidad de resistir decrecía a cada momento. Pronto, muchos de ellos probablemente se matarían entre sí y otros muchos errarían lejos de allí. ¿Cuánto control necesitaba el mago antes de anunciar la victoria?
Druzil no puso mucha atención a la advertencia final de Aballister. Barjin ganaría aquí, determinó el imp, y pensaba, además, que a lo mejor podía obtener ganancias adicionales en su misión de espiar al poderoso clérigo. Desde que el elixir había sido nombrado agente de Talona, los clérigos del Castillo de la Tríada habían disfrutado de un papel más prominente en el triunvirato maligno. Con la Biblioteca Edificante en manos de Barjin, y con éste controlando un fuerte ejercito de nomuertos, esa preponderancia no haría sino incrementarse.
Aballister era un amo aceptable, como los demás, pero Druzil era un imp de los dominios del caos, y los imps no debían lealtad a nadie excepto a sí mismos.
Era demasiado pronto para hacer un juicio definitivo, desde luego, pero Druzil ya empezaba a sospechar que encontraría más placer y entropía al lado de Barjin que con Aballister.
—Haz algo por él —suplicó Cadderly, pero Newander únicamente movió la cabeza con impotencia.
—¡Ilmater! —jadeó el clérigo agonizante—. El… dolor —tartamudeó—. Es tan bo… —se estremeció por última vez y cayó desmadejado en los brazos de Cadderly.
—¿Quién puede haber hecho esto? —preguntó Cadderly, aunque temió que sabía la respuesta.
—¿No es Ilmater el Dios que Llora, una deidad entregada al sufrimiento? —preguntó el druida, llegando a una conclusión simple.
—Los clérigos de Ilmater a menudo se flagelan, pero normalmente es un ritual menor de mínimas consecuencias —corroboró Cadderly muy serio.
—Hasta ahora —comentó Newander con aspereza.
—Vamos —dijo Cadderly, mientras dejaba al clérigo muerto en el suelo. El rastro de sangre era fácil de seguir, y de cualquier manera los dos podrían haber adivinado a dónde llevaba.
Cadderly no se preocupó de llamar a la puerta medio abierta. La empujó, luego se giró, demasiado horrorizado para entrar. En medio del suelo yacían los cinco clérigos restantes de la delegación del Ilmater, destripados y cubiertos de sangre.
Newander se precipitó hacia ellos para comprobar si alguno vivía pero regresó unos instantes más tarde, mientras sacudía la cabeza preocupado.
—Los clérigos de Ilmater nunca llevan las cosas tan lejos —dijo Cadderly, tanto para sí mismo como para el druida—, y los druidas nunca llevan las cosas tan lejos como para convertirse, en cuerpo y alma, en sus animales predilectos. —Levantó la vista hacia el druida, cuyos ojos revelaban que pensaba en la importancia de sus palabras—. Danica nunca estuvo tan obsesionada como para aplastar su cara contra un bloque de piedra repetidas veces.
Newander empezaba a entender.
—¿Por qué no fuimos afectados? —preguntó el joven.
—Me temo que yo sí —respondió el decaído druida.
Cuando Cadderly lo observó con más atención, comprendió. Continuaba con miedo no por sus amigos transformados en animales, sino por él mismo.
—No tengo la fuerza que requiere la vocación que escogí —explicó el druida.
—Te haces demasiadas preguntas —le recriminó Cadderly—. Sabemos que algo está mal —señaló con la mano la habitación de la carnicería—, terriblemente mal. Has oído a la sacerdotisa de Sune. Has visto a esos clérigos y a tus hermanos druidas. Por alguna razón, nosotros dos nos hemos librado; y conozco a otros dos que quizá no han sido tan afectados; y eso no es una cosa de que lamentarse.
—Eres sabio para ser tan joven —admitió Newander—, ¿pero qué debemos hacer? Con toda seguridad mis compañeros y la chica no nos ayudarán.
—Iremos a ver al Decano Thobicus —dijo Cadderly esperanzado—. Ha dirigido la biblioteca durante muchos años. Quizá sepa lo que debemos hacer. —No expresó su esperanza de que el Decano Thobicus, anciano y sabio, no hubiera caído también bajo la maldición.
El viaje hacia el segundo piso únicamente incrementó sus recelos. Los salones estaban silenciosos y vacíos, hasta que un grupo de revoltosos borrachos apareció al extremo de un largo corredor. Tan pronto el tropel vio a Cadderly y a Newander, se lanzaron tras ellos. No sabían si los hombres tenían la intención de atacarlos o coaccionarlos a unirse a la fiesta, pero ninguno de los dos tenía la intención de averiguarlo.
Newander se volvió después de doblar una esquina y lanzó un conjuro sencillo. El grupo llegó en su persecución, pero el druida había lanzado un conjuro de lazo y la caterva alcoholizada no se pudo defender de un ataque tan sutil. Tropezaron mientras se contorsionaban y retorcían en un conglomerado, y se levantaron demasiado ocupados, mientras peleaban entre ellos, para recordar que habían estado persiguiendo a alguien.
Cadderly calculó que el área de los maestres era su mejor esperanza hasta que los dos cruzaran las grandes puertas dobles en el extremo sur del segundo piso. El lugar estaba extrañamente silencioso, con nadie a la vista. La puerta del despacho del Decano Thobicus era de las pocas que no estaban abiertas. Cadderly se acercó lentamente y llamó.
En el fondo supo que no le contestarían. Thobicus nunca había sido un hombre excitable. Su pasión era la introspección, pasaba horas observando el cielo nocturno, o nada. Los placeres de Thobicus estaban en su mente, y cuando Cadderly y Newander entraron en la habitación, eso fue con exactitud lo que se encontraron. Estaba sentado muy quieto tras su gran escritorio de roble y en apariencia no se había movido mucho desde hacía unos días. Se había ensuciado encima y sus labios estaban secos y apergaminados, aunque una jarra llena de agua estaba unos centímetros más allá, sobre el escritorio.
Cadderly lo llamó varias veces y lo zarandeó con rudeza, pero el decano no mostró signos de haberlo oído. Lo sacudió una vez más y Thobicus cayó hacia adelante y se quedó donde estaba, como si no se hubiera enterado.
—No obtendremos respuestas de este hombre —anunció Newander, después de acercarse a examinarlo.
—Nos estamos quedando sin lugares a los que acudir —terció Cadderly.
—Volvamos a la habitación de la chica —dijo el druida—. No es bueno estar aquí, y estoy preocupado por Danica con el tropel de borrachos rondando por ahí.
Se tranquilizaron al no encontrar signos de los borrachos al dejar la zona de los maestres, y su viaje de retorno a través de los tranquilos y vacíos pasillos transcurrió sin incidentes.
Los signos de alivio al entrar en la habitación de Danica hubieran sido mucho menores si alguno de ellos hubiera percibido a la oscura figura escondida en las sombras, observando a Cadderly con redomado odio.
Danica estaba despierta pero no pestañeaba cuando los dos volvieron. Newander empezó a acercarse a ella, preocupado al pensar que había caído en el mismo estado catatónico que el decano, pero Cadderly notó la diferencia.
—Está meditando —explicó Cadderly, y en el momento en que dijo estas palabras, se dio cuenta de lo que Danica tenía en mente—. Está luchando contra lo que sea que la fuerza.
—No puedes saber eso —razonó Newander.
Cadderly se negó a rendirse a las conjeturas del druida.
—Mírala de cerca —observó—, a su concentración. Está luchando, te digo.
La argumentación estaba más allá de las vivencias de Newander, para negarlo o para afirmarlo, por lo que aceptó el razonamiento de Cadderly sin argumentos ulteriores.
—¿Dijiste que sabías de otros que podían haberse librado? —dijo, queriendo volver al tema que les ocupaba.
—Los cocineros enanos —contestó Cadderly—. Iván y Pikel Rebolludo. Han actuado de forma extraña, lo admito, pero cada vez he sido capaz de hacerles actuar racionalmente.
Newander pensó por unos minutos, mientras sonreía al recordar a Pikel, el enano de barbas verdes que tanto quería unirse a la religión druídica. Por supuesto la idea era absurda, pero Pikel era un tipo entrañable para ser un enano. Chasqueó los dedos y se permitió una sonrisa esperanzadora al encontrar una pista en lo que acababa de decir Cadderly.
—Mágico —dijo, mientras se volvía hacia Cadderly—. Se dice que los enanos son resistentes a los encantamientos mágicos. ¿Podría ser que los cocineros pudieran resistir donde los hombres no?
Cadderly asintió y miró la cama cubierta de hiedra.
—Y Danica resistirá con el tiempo, lo sé —dijo y se volvió hacia Newander—. ¿Pero qué hay de nosotros? ¿Porqué nos hemos librado?
—Como te dije —contestó el druida—, podría muy bien ser que no nos hayamos librado. Estuve fuera todo el día de ayer, mientras andaba a la luz del sol y sentía la brisa de la montaña. Me encontré a Arcite y Cleo, oso y tortuga, a mi vuelta, pero desde que llegué, debo admitir que yo también he tenido compulsiones.
—Pero las has resistido —dijo Cadderly.
—Quizá —corrigió Newander—. No puedo estar seguro. Mis últimos pensamientos no han sido para los animales, donde parece que están los de mis congéneres.
—Por lo que dudas de tus convicciones —remarcó Cadderly.
Newander asintió.
—Es algo complicado. Deseo con todo mi corazón unirme a Arcite y Cleo, unirme a la búsqueda que han emprendido hacia el orden natural, pero deseo, también…
—Continúa —le instigó Cadderly como si creyera que la revelación era vital.
—Quiero aprender de Deneir y los otros dioses —admitió Newander—. Quiero observar los avances del mundo, el nacimiento de ciudades. Quiero… quiero —de repente el druida sacudió la cabeza—. ¡No sé lo que quiero!
—Ni siquiera tu propio corazón sabe lo que hay en tu propio corazón —dijo Cadderly, al que se le iluminaron los ojos grises—. Es una cosa extraña, y eso te ha salvado, a menos que me equivoque en mis conjeturas. Eso, y el hecho de que no has estado aquí durante mucho tiempo desde que todo empezó.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Newander, en tono cortante. Se tranquilizó rápido aunque preguntándose cuánta verdad había en las palabras del joven.
—Es sólo una teoría —respondió mientras se encogía de hombros.
—¿Qué hay de ti? —preguntó Newander—. ¿Por qué no te ha afectado?
Cadderly casi soltó una carcajada por la falta de una respuesta adecuada.
—No sabría decirlo —admitió con honestidad. Volvió la mirada hacia Danica—. Pero ahora sé cómo puedo descubrirlo.
—¿Vas a volver a dormir? —dijo Newander al seguir la mirada del joven hacia la joven que meditaba.
—Más o menos —dijo mientras le guiñaba un ojo.
Newander no discutió. Necesitaba un tiempo de soledad, después de todo, para considerar sus propias convicciones. No podía aceptar los argumentos de Cadderly concernientes a su exclusión de lo que fuera que maldecía a la biblioteca, aunque esperaba que fuera tan simple como eso. Newander sospechaba que algo más estaba sucediendo, algo que no podía empezar a entender, algo maravilloso o terrible; no podía estar seguro. A pesar de todo su razonamiento no podía desembarazarse de la imagen de Arcite y Cleo, complacidos y auténticos, y no podía desechar sus temores de que su ambivalencia le hubiera hecho fallar a Silvanus en momentos de terrible necesidad.
Cadderly se sentó con las piernas cruzadas y los ojos cerrados por un largo espacio de tiempo, mientras relajaba cada parte del cuerpo poco a poco, provocando que su mente se hundiera dentro de su ser físico. Había aprendido estas técnicas de Danica, una de las pocas cosas que ella le había enseñado acerca de su religión, y las había encontrado muy útiles, apacibles, y agradables. Aunque, ahora, la meditación había adquirido un papel más importante.
Cadderly abrió los ojos lentamente y observó la habitación, percibiendo sus colores surrealistas. Se centró primero en el bloque de piedra, manchado de la sangre de su querida Danica. Estaba entre los caballetes caídos y luego desapareció convertido en oscuridad. Detrás estaban el armario y el ropero de Danica, y también éstos desaparecieron.
Miró a la izquierda, a la puerta, y a Newander que mantenía una guardia vigilante. El druida lo miró con curiosidad pero Cadderly apenas lo notó. Un instante más tarde, el druida y la puerta eran agujeros de negrura.
Su barrido visual eliminó el resto de la habitación, el escritorio y las armas de Danica, dos dagas cristalinas en las fundas de las botas contra el muro; la ventana, que brillaba con la luz de la mañana ya avanzada, la misma Danica, aún en profunda meditación en la cama envuelta de hiedra.
—Querida Danica —murmuró, aunque incluso él no oyó las palabras. Luego, Danica, y todo lo demás, desapareció de su mente.
Otra vez volvió a relajarse; primero pies, luego piernas; manos, luego brazos; y así hasta que alcanzó un estado de sedación. Su respiración se volvió lenta y fácil. Sus ojos estaban abiertos pero no veían nada.
Sólo había un vacío tranquilo, calma.
Cadderly no podía acudir a los recuerdos en este estado. Tenía la esperanza de que las respuestas fluirían hacia él, de que su subconsciente le daría las imágenes y las claves. No tenía el concepto del transcurrir del tiempo, pero le parecía un largo tiempo de vacuidad, de una simple y despejada existencia.
Los muertos vivientes llegaron entonces a su lado, en la oscuridad. A diferencia de los sueños, ahora no veía a las esqueléticas figuras como una amenaza, como si fuera un observador no comprometido en vez de un activo participante. Arrastraron los pies a lo largo de su viaje mental, cayendo sobre él, dejándolo en un corredor. Allí estaba la familiar puerta, agrietada y mostrando haces de luz, siempre la imagen final de sus pesadillas.
La imagen se desvaneció, como si una fuerza invisible tratara de detener su proceder, una barrera mental que ahora, por alguna razón desconocida para él, creyó que era un conjuro mágico.
Las imágenes se tornaron un borrón gris por un solo instante, luego se enfocaron, y volvió a estar ante la puerta, y luego tras ella.
¡La habitación del altar!
Cadderly observó, esperanzado y temeroso, cómo la habitación se oscureció, dejando un único objeto de fulgor rojo, una botella, visible ante él. Entonces vio la botella de cerca, y vio manos, sus manos, sacando el tapón.
Un humo rojo explotó a su alrededor y le hurtó cualquier otra imagen.
Cadderly volvió a ver la habitación de Danica, una imagen idéntica a la que había apartado; incluso Newander permanecía en su posición cerca de la puerta; excepto que ahora flotaba en el aire una casi imperceptible bruma rosada.
Notó cómo se le aceleraba el corazón al volverse demasiado obvio el propósito de la neblina. Su mirada se posó en Danica, que aún meditaba. Los pensamientos de Cadderly se extendieron a Danica y fueron contestados. Luchaba, como había sospechado, contra la permeable bruma rosada, tratando de recuperar el control ante sus efectos debilitantes.
—¡Lucha, Danica! —se oyó decir, y las palabras rompieron el trance. Posó la mirada en Newander con expresión desesperada.
—Yo fui la causa —dijo, levantando las manos como si estuvieran cubiertas de sangre—. ¡Yo la abrí!
Newander se abalanzó arrodillándose al lado de Cadderly mientras trataba de calmarle.
—¿Abriste?
—La botella —balbució Cadderly—. ¡La botella! La poción de fulgor rojizo. La niebla. ¿No ves la niebla?
Newander miró alrededor y movió la cabeza negando.
—Esta allí… Aquí —dijo Cadderly, mientras agarraba el brazo del druida ayudándose para ponerse en pie—. ¡Tenemos que cerrar esa botella!
—¿Dónde?
Cadderly se detuvo repentinamente considerando la pregunta. Recordaba los esqueletos, el olor a polvo, los pasillos recubiertos de nichos.
—Seguro que hay una puerta en la bodega —dijo al fin—, una puerta a las catacumbas inferiores, esas mazmorras que ya no se usan en la biblioteca.
—¿Debemos ir allá? —preguntó Newander poniéndose en pie ante Cadderly.
—No —alertó Cadderly—, aún no. Las catacumbas no están vacías. Tenemos que prepararnos. —Se volvió hacia Danica, viéndola de una forma distinta, ahora que entendía sus forcejeos mentales.
—¿Ella luchará con nosotros? —preguntó el druida al darse cuenta del centro de atención de Cadderly.
—Danica está luchando ahora —aseveró Cadderly—, pero la niebla flota a nuestro alrededor, y es insistente —miró a Newander confundido—. Aún no sé por qué me he librado de sus efectos.
—Si desde luego fueras la causa, como crees —replicó el druida, que tenía una larga experiencia en prácticas mágicas—, entonces únicamente ese hecho podría haberte librado.
Cadderly meditó las palabras un instante, pero apenas parecían importar.
—Cualquiera que sea la razón —dijo con determinación—, nosotros… yo… tengo que cerrar esa botella. —Pasó unos minutos tratando de recordar los obstáculos ante él, mientras imaginaba unos monstruos aún más aterradores que podrían estar acechantes justo fuera de sus visiones de pesadilla. Sabía que necesitaría aliados en su lucha, aliados poderosos que le ayudaran a volver a la habitación del altar.
—Iván y Pikel —dijo a Newander—. Los enanos son más resistentes, como tú dijiste. Nos ayudarán.
—Vamos a buscarlos —ofreció Newander.
—Tú quédate con Danica —respondió Cadderly—. No dejes que nadie, excepto yo y los enanos, entre en la habitación.
—Hay maneras de impedir la entrada —le aseguró Newander.
Tan pronto salió al corredor, Cadderly oyó al druida recitar unas palabras mágicas en voz queda. La puerta de madera de Danica cobró vida repentinamente por el conjuro de Newander, se arqueó y expandió, ajustándose con firmeza en el marco.
Iván y Pikel no luchaban cuando Cadderly entró esta vez en la cocina, pero tampoco cocinaban. Estaban sentados el uno frente al otro en silencio, tristes, a la mesa principal de la habitación.
Tan pronto vieron a Cadderly, Iván le alcanzó distraído la ballesta de mano acabada a la perfección.
—Tuve un arrebato —explicó el enano, sin dar una segunda mirada al objeto.
Cadderly no se sorprendió. Parecía que mucha gente de la Biblioteca Edificante tenía arrebatos estos días.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Iván de repente.
Cadderly no le entendió. Pikel, con una expresión hosca, en una cara que normalmente era alegre, señaló la puerta que llevaba al comedor. Cadderly atravesó la cocina con indecisión y cuando miró en el salón contiguo, se dio cuenta de la razón del talante sombrío de los enanos. La mitad de los clérigos glotones, incluido Avery, seguían en la mesa, incapaces de moverse. La otra mitad estaba peor, tirados por el suelo sobre su propio vómito. Supo sin acercarse a ellos que varios estaban muertos por la palidez de las caras, como la suya, cuando entró de nuevo en la cocina.
—¿De modo que qué pasa? —repitió Iván.
Cadderly le clavó la mirada durante largo tiempo, inseguro de cómo podía empezar a explicar lo de la botella y sus aún poco claros actos.
—No estoy seguro de lo que ha pasado, pero creo que sé cómo pararlo —dijo al final.
Pensó que la declaración excitaría a los enanos, pero ni se inmutaron ante las noticias.
—¿Me ayudaréis? —preguntó Cadderly—. No lo puedo hacer solo.
—¿Qué necesitas? —preguntó Iván con despreocupación.
—A ti —respondió—, y a tu hermano. La maldición, y esto es una maldición, proviene de debajo de la bodega. Tengo que bajar allí para detenerla, pero me temo que el lugar está protegido.
—¿Protegido? —dijo Iván con un respingo—. ¿Cómo puedes afirmar eso?
—Creedme, os lo ruego —contestó—. No estoy muy familiarizado con las armas, pero he presenciado vuestras peleas y podría beneficiarme de vuestros fuertes brazos. ¿Vendréis conmigo?
Los enanos intercambiaron unas miradas de aburrimiento y se encogieron de hombros.
—Mejor sigo cocinando —recalcó Iván—. Abandoné mi fardo de aventurero hace mucho tiempo. Pikel, mejor… —se detuvo y miró a su hermano fijamente.
Pikel puso cara de orgulloso, se levantó y agitó un lado de la barba verde.
—¡Un druida! —gritó Iván, poniéndose en pie mientras cogía una sartén cercana—. ¡Tú, estúpido amante de los pájaros, besa robles…!
—¡Oo oi! —exclamó Pikel, mientras se armaba con un rodillo de amasar.
Cadderly se situó entre los dos en un instante.
—¡Todo forma parte de la maldición! —gritó—. ¿Que no lo veis? ¡Os hace discutir y pelear!
—Oo —murmuró Pikel con curiosidad.
—Si queréis luchar contra un verdadero enemigo —dijo Cadderly—, entonces venid a mi habitación y ayudad a prepararme. Hay algo bajo la bodega, algo horrible y malvado. Si no lo paramos, la biblioteca está condenada.
Iván se inclinó a un lado y miró en torno del joven a su hermano que también hacía lo mismo. Se encogieron de hombros y, a la vez, lanzaron los utensilios al otro lado de la cocina.
—Primero vayamos a los glotones —dijo Cadderly—. Deberíamos dejarlos tan cómodos como podamos.
Los enanos asintieron con la cabeza.
—Luego cogeré mi hacha —declaró Iván—, y mi hermano el árbol.
—¿Árbol? —repitió Cadderly quedamente mientras los enanos se dirigían a la puerta. Una mirada a las trenzas teñidas de verde que se balanceaban a mitad de la espalda de Pikel y los pies enormes, nudosos, y malolientes que se salían con cada paso de las delicadas sandalias, le dijo a Cadderly que ni se molestara en ahondar en el tema.