13

Críptico

El túnel llameaba y se arremolinaba, pero no lo suficiente para el imp. Eran llamas de invocación y no quemaban a una criatura de constitución demoníaca como Druzil. Barjin abrió la puerta extraplanar, exactamente como Dorigen había previsto, y Druzil se abalanzó con rapidez ante la llamada del clérigo.

Una humareda roja, provocada por Druzil al dejar caer el polvo para cerrar la puerta tras él, indicó a Barjin que su primer aliado invocado había llegado. Clavó los ojos a fondo en la cara grotesca que tomaba forma en las llamas anaranjadas del brasero. Un ala de murciélago se extendió a un lado del brasero, luego otra, y un instante más tarde Druzil saltó fuera.

—¿Quién ha osado llamarme? —dijo el imp con un bufido, haciendo el papel de una involuntaria criatura de los planos inferiores atrapada por la llamada mágica de Barjin.

—¿Un imp? —replicó el clérigo con sorna—. ¿He dedicado todos mis esfuerzos con el objetivo de invocar un simple imp?

Druzil plegó las alas y gruñó, sin valorar el tono del sacerdote.

Si Barjin exhibió un desprecio sarcástico, Druzil supo que eso también formaba parte del juego de la invocación. Como la criatura convocada, si el invocador aceptaba la situación sin rechistar, le daría una ventaja definitiva a su contendiente. La hechicería, la escuela mágica de invocación de criaturas de otros planos, era una lucha de voluntades, donde la fuerza intuida era a menudo más importante que la fuerza real.

Druzil sabía que el clérigo estaba emocionado de que su primera llamada hubiese sido respondida por un imp ingenioso e inteligente, lo que no era una presa insignificante. Pero Barjin tenía que parecer decepcionado, tenía que hacer creer a Druzil que era capaz de llamar y controlar habitantes de los planos inferiores mucho mayores y más fuertes.

Druzil no parecía impresionado.

—¿Puedo irme? —dijo al volverse hacia el brasero.

—¡Quieto! —le gritó Barjin—. No presumas nada. Te lo advierto. No te he desechado, ni lo haré en los días venideros. ¿Cómo te llamas?

Cueltar qui tellemar qwi —contestó Druzil.

—¿Esbirro del estúpido? —tradujo Barjin, riendo, aunque no entendió del todo las connotaciones de las palabras de Druzil—. ¡Sin duda puedes elaborar un título mejor que ése para ti!

Druzil se inclinó hacia atrás, creyendo a duras penas que el clérigo pudiera entender la lengua común de los planos inferiores. El sacerdote estaba lleno de sorpresas.

—Druzil —respondió el imp de pronto, aunque no estaba del todo seguro de por qué había revelado su verdadero nombre. La apagada risita de Barjin le dijo que el clérigo podía haberle empujado mentalmente a dar la respuesta verdadera.

«Sí», volvió a pensar Druzil, «este clérigo estaba lleno de sorpresas».

—Druzil —murmuró, como si hubiera oído el nombre antes, un hecho que no complació al imp—. Bienvenido, Druzil —dijo Barjin con franqueza—, y regocíjate de que te haya llamado a mi lado. Tú eres una criatura del caos, y no te decepcionará lo que presenciarás en tu corta estancia a mi lado.

—He vivido en el Abismo —le recordó Druzil—. Y no puedes imaginar las maravillas que he visto.

Barjin admitió el comentario con una inclinación de la cabeza. No importaba como el Horror Más Sombrío engullera a los clérigos de la Biblioteca Edificante, pero no podría, desde luego, rivalizar con el caos infernal e interminable del Abismo.

—Estamos en las catacumbas de un bastión dedicado al orden y a la bondad —explicó Barjin.

Druzil arrugó la nariz bulbosa con desdén, actuando como si Barjin le hubiera explicado algo que aún no sabía.

—Eso está a punto de cambiar —le aseguró—. Una maldición ha caído sobre este lugar, una que hará ponerse de rodillas a los encantadores clérigos. Incluso un imp que ha estado en el Abismo debería disfrutar del espectáculo.

El brillo en los ojos negros de Druzil era genuino. Éste era el único propósito al darle a Aballister la receta de la maldición del caos. El mago había expresado su preocupación, incluso angustia ante la elección del blanco y el aparente éxito de Barjin, pero Druzil no era el secuaz de Aballister. Si Barjin a pesar de todo podía destruir la Biblioteca Edificante, entonces Druzil estaría más cerca de realizar los sueños de convertir una región entera de los Reinos en un absoluto desorden.

Paseó la mirada por la habitación del altar, impresionado por el trabajo de Barjin, y en particular por la disposición alrededor de la preciada botella. Su mirada se desvió hacia la puerta, y quedó realmente sorprendido.

Allí estaba el guardia más nuevo de Barjin, envuelto de la cabeza a los pies en lino grisáceo. Algo de la tela se había soltado revelando parte de la cara de la momia, con la piel seca y hundida en el hueso por varias lesiones, donde las cualificadas técnicas de preservación no habían aguantado la prueba del paso del tiempo.

—¿Te gusta? —preguntó Barjin.

Druzil no supo cómo responder. ¡Una momia! Las momias se contaban entre los nomuertos más poderosos, fuertes y portadores de enfermedad, llenas de odio hacia todos los seres vivos y casi invulnerables a la mayoría de ataques. Pocos podían revivir esa clase de monstruos, y menos aún se atreverían, temiendo que para empezar no podrían mantener bajo control al monstruo.

—Los clérigos y los eruditos de arriba pronto estarán indefensos, perdidos en su confusión —explicó Barjin—, luego se encontrarán con mi ejército. Míralo, mi nuevo amigo Druzil —dijo el clérigo en tono triunfal, mientras se acercaba a Khalif. Empezó a poner un brazo sobre la tenebrosa criatura, luego, aparentemente, reconsideró el acto y se apartó con prudencia—. ¿No es hermoso? Me quiere enormemente. —Para ilustrar su poder, Barjin se volvió hacia la momia y ordenó—: ¡Khalif, póstrate!

El monstruo se puso de rodillas con rigidez.

—Hay otros cuerpos disecados que prometen cosas parecidas —fanfarroneó Barjin. No tenía otras cenizas, y cualquier intento de reanimar un cuerpo momificado sin esa clase de ayuda sería fútil o no produciría nada más poderoso que un simple zombie.

La creciente admiración de Druzil por el clérigo no disminuyó cuando éste le llevó a dar una vuelta por las catacumbas. Arteros y explosivos glifos, algunos de fuego y otros eléctricos, habían sido emplazados en posiciones estratégicas, y un virtual ejército de esqueletos permanecía pacientemente en sus tumbas abiertas mientras esperaba las órdenes de Barjin o las instrucciones predeterminadas para pasar a la acción que el clérigo les había asignado.

—Cuidado —murmuró Barjin como si hubiese leído los pensamientos de Druzil cuando los dos hubieron regresado a la habitación del altar—. Siempre asumo lo peor, por lo que me sorprendo agradablemente cuando ocurre algo bueno.

—Esta biblioteca pronto será mía —aseguró Barjin al imp, y Druzil no dudó de la bravata—. Con la Biblioteca Edificante vencida, la verdadera piedra angular de la región de Impresk, toda el área desde el Bosque Shilmista hasta el Lago Impresk caerá ante mí.

A Druzil le gustó lo que oyó, pero al referirse Barjin a «mí» y no al triunvirato le sonó un poco inquietante. Druzil no quería una guerra abierta entre las facciones gobernantes del Castillo de la Tríada, pero si se daba el caso tenía que estar seguro de que escogía el bando ganador. Ahora estaba más satisfecho de que Aballister hubiera decidido enviarlo a Barjin, contento de observar a ambos bandos en la venidera tormenta.

—Ya casi está —reiteró Barjin—. La maldición se agarra a las susceptibilidades de los sacerdotes de arriba y la biblioteca caerá pronto.

—¿Cómo puedes saber lo que sucede allí arriba? —preguntó Druzil, ya que el paseo no había incluido ni ventanas ni pasajes hacia la biblioteca. La única escalera que Barjin le había mostrado estaba rota en pedazos, y la puerta que una vez condujo a ella había sido recientemente tapiada. La única debilidad aparente en el plan de Barjin era el aislamiento, no saber la secuencia exacta de los hechos que ocurrían en la biblioteca.

—Sólo tengo indicios —admitió Barjin—. Tras el muro nuevo que te enseñé está la bodega del edificio. He oído a muchos clérigos pasar por allí más de una vez, cogiendo botellas al azar, algunas de las cuales son extraordinariamente caras, y por lo que parece, engullirlas. Lo que dicen y hacen habla claro del creciente caos, ya que esto, a todas luces, no forma parte de las reglas de comportamiento de la disciplinada biblioteca. A pesar de todo, tus observaciones están en lo correcto, amigo imp. Desde luego que necesito más detalles de los hechos que ocurren arriba.

—Por lo que me has llamado —dijo Druzil.

—Por lo que he abierto la puerta —corrigió Barjin, lanzando una astuta mirada en dirección a Druzil—. Había esperado un aliado más poderoso.

«Más representación del papel de invocador», pensó Druzil sin cuestionar sus afirmaciones. Ansioso de ver por sí mismo qué efectos estaba causando la maldición, Druzil estaba más que determinado a servir a Barjin como explorador.

—Por favor, mi amo —gimoteó—. Déjame ser tus ojos. ¡Por favor, te lo ruego!

—Sí, sí —dijo Barjin de manera condescendiente mientras reía—. Puedes ir arriba mientras traigo más aliados a través del portal.

—¿Aún se puede subir por la bodega? —preguntó el imp.

—No —aclaró Barjin, mientras agarraba a Mullivy por el brazo—. Mi buen jardinero ha sellado bien la puerta.

—Lleva a mi imp al exterior por el túnel oeste —ordenó Barjin al zombie—. ¡Luego regresa! —El cuerpo hinchado y pestilente de Mullivy arrastró los pies, rígidos, mientras dejaba su posición de guardia y se dirigía a la puerta de la habitación. No demasiado asqueado por la repugnante cosa, Druzil voló y se posó en el hombro de Mullivy.

—Ten cuidado, allí arriba es de día —dijo Barjin tras él. Como respuesta, Druzil rió, murmuró una palabra arcana, y se volvió invisible.

Barjin se dirigió excitado hacia el portal esperando continuar con la buena suerte en las invocaciones. Un imp era una presa estimable para una puerta tan pequeña, aunque si hubiese sabido la identidad de este imp en particular y de su amo, o que Druzil había sellado la puerta tras su aparición, no estaría tan emocionado.

Lo intentó durante más de una hora, utilizando conjuros comunes de invocación y los nombres que conocía de habitantes menores. Las llamas rugieron y danzaron, pero no apareció forma alguna en su brillo anaranjado. Barjin no estaba muy preocupado. El brasero ardería durante muchos días, y la piedra del nigromante, si bien no había dado resultados, continuaba con su llamada a los nomuertos. Tendría aún muchas oportunidades para aumentar sus fuerzas.

Cadderly vagó por los corredores del edificio, sorprendido por la tranquilidad, por el silencio amenazador. Muchos clérigos, visitantes y habitantes de la biblioteca, como el Hermano Chaunticleer, la habían dejado sin dar explicaciones, y muchos de los que quedaban, al parecer, preferían la soledad de sus habitaciones. Encontró a Iván y Pikel, en la cocina, muy ocupados cocinando una serie de comidas.

—¿Vuestras peleas han acabado? —preguntó Cadderly al entrar, mientras cogía un bizcocho. Entonces se dio cuenta de que no había comido mucho desde el día anterior, y que Danica y Newander, sin duda, también estarían hambrientos.

—¿Peleas? —dijo Iván con un respingo—. ¡No hay tiempo para pelear, chico! Estamos cocinando desde la víspera. No hay mucho de cenar, pero éstos no se largarán.

Una sensación enfermiza y terrible se abatió sobre Cadderly. Se dirigió a la otra puerta de la cocina, que llevaba al gran comedor de la biblioteca, para echar una mirada. Allí había una veintena de personas, el Maestre Avery entre ellos, empachándose en un mano a mano. Varios habían caído al suelo, tan llenos que casi no podían moverse, pero a pesar de todo trataban de llenar con más comida sus anhelantes bocas.

—Los estáis matando, os dais cuenta —advirtió Cadderly a los enanos en un tono resignado. Empezaba a tener una idea de lo que pasaba. Pensó en Histra y su interminable pasión, en la repentina obsesión de Danica por técnicas que estaban más allá de su capacidad, y en los druidas Arcite y Cleo, tan fanáticos de sus dogmas que habían perdido sus verdaderas personalidades.

—Comerán mientras sigáis poniendo comida ante ellos —explicó Cadderly—. Tragarán hasta morir.

Iván y Pikel detuvieron sus actividades y miraron de hito en hito a Cadderly.

—Reducid el ritmo de comidas —dijo Cadderly.

Por primera vez en poco tiempo, Cadderly notó alguna capacidad de entendimiento. Los dos enanos parecieron casi asqueados por su participación en la orgía de comida. Al unísono se apartaron de sus respectivas cacerolas.

—Reducid el ritmo de comidas —repitió Cadderly.

Iván asintió muy serio.

—Oo —añadió Pikel.

Observó a los hermanos durante un largo rato, sintió que habían recuperado la cordura, que podía confiar en ellos como lo había hecho con Newander.

—Estaré de vuelta tan pronto como pueda —prometió, luego cogió un par de platos, envolvió comida, y se fue.

Cualquiera que observara habría notado una profunda diferencia en los pasos del joven cuando dejó la cocina. Había caído en la desconfianza, asustado por algo que no podía entender. Aún no había resuelto la maldición o su causa, ni podía recordar sus duras experiencias en las catacumbas inferiores, pero, cada vez más, se evidenciaba para Cadderly que el destino había depositado un gran peso sobre los hombros, y el precio del éxito o del fracaso era desde luego terrible.

Para su alivio, Newander tenía la situación controlada en la habitación de Danica. Estaba quieta en la cama, consciente pero incapaz de moverse, ya que el druida había forzado a las largas enredaderas de hiedra a entrar por la ventana y envolver a la mujer.

Newander también parecía estar de mejor humor, y su cara se iluminó aún más cuando Cadderly le pasó el plato de la cena.

—Has hecho bien —aseveró Cadderly.

—Magia menor —respondió el druida—. Sus heridas no eran tan graves. ¿Qué has descubierto?

—Poco —respondió mientras se encogía de hombros—. Lo que sea que esté mal va a peor por el momento. Aunque tengo una idea, un modo de entender lo que está pasando.

Newander se mostró animado al esperar alguna revelación.

—Me voy a ir a dormir.

El druida, confundido, lo miró ceñudo, pero la sonrisa confiada de Cadderly detuvo cualquier pregunta. Newander cogió el plato y empezó a comer mientras mascullaba con cada bocado.

Cadderly se arrodilló al lado de Danica. Parecía vagamente coherente.

—Cráneo de Hierro —se las arregló para susurrar.

—Olvídate del Cráneo de Hierro —contestó Cadderly en voz baja—. Debes descansar y curarte. Aquí hay algo que está mal, Danica, en ti y en toda la biblioteca. No sé por qué, pero parece que no he sido afectado. —Hizo una pausa para encontrar las palabras.

—Creo que hice algo —dijo. Newander arrastró los pies, inquieto, a su espalda—. No puedo explicarlo… No lo entiendo pero tengo esta sensación, la vaga idea de que de alguna manera, soy el causante de todo esto.

—No puedes estar seguro de tener la culpa —dijo Newander.

—No estoy buscando echarme la culpa —dijo Cadderly sin alterarse, mientras se volvía hacia el Druida—, pero creo que he jugado una parte en esta creciente catástrofe, la que sea. Si lo hice, entonces debo aceptar el hecho e investigar, no para fustigarme, sino para encontrar una solución.

—¿Cómo piensas investigar? —preguntó el druida con un tono sarcástico—. ¿Yéndote a dormir?

—Es difícil de explicar —respondió Cadderly ante la fija mirada del otro—. He estado soñando; sueños que parecían reales. Creo que hay una conexión. No puedo explicarlo…

La expresión de Newander se suavizó. —No necesitas explicarte— dijo, ya sin desconfiar. —Los sueños a veces tienen el poder de la profecía, y no tenemos un camino claro a seguir. Tómate un descanso entonces. Yo te vigilaré.

Cadderly besó la pálida mejilla de Danica.

—Cráneo de Hierro —susurró la mujer.

Más decidido que nunca, Cadderly extendió una sábana en una esquina de la habitación, se acostó, y dejó un tintero, una pluma y algunos pergaminos a su lado. Posó el brazo sobre los ojos y llenó su mente de esqueletos y necrófagos, llamando a la pesadilla.

Los esqueletos le estaban esperando. Cadderly pudo oler la podredumbre y el espeso polvo, y oyó el tableteo de pies descarnados en el duro suelo. Corrió entre una niebla roja, con los pies pesados, muy pesados. Vio una puerta al final de un largo corredor, y una luz que se colaba por sus rendijas. Sus piernas estaban muy pesadas, no podría llegar allí.

Gotas de sudor frío apelmazaban sus ropas y mojaban su cara. Sus ojos se abrieron repentinamente y allí, cernido sobre él, estaba el druida.

—¿Qué has visto, chico? —preguntó Newander pasándole con rapidez el material de escritura.

Cadderly trató de estructurar la escena macabra pero se difuminaba rápidamente de su cabeza. Le arrebató la pluma y empezó a escribir y a bosquejar, capturando tantas imágenes como pudo mientras forzaba sus recuerdos a retroceder a los oscuros escondrijos de su pesadilla.

Luego volvió a la realidad, era media tarde, y el sueño ya había desaparecido. Cadderly recordó los esqueletos y el olor a polvo, pero los detalles eran brumosos y poco claros. Bajó la mirada hacia el pergamino y se sorprendió por lo que allí había, como si algún otro lo hubiera escrito. Al principio de éste estaban escritas las palabras, lento… Niebla Roja… Alcanzándome… ¡Muy cerca! Y bajo éstas había un boceto de un pasillo largo, con nichos llenos de sarcófagos y una puerta agrietada al final.

—Conozco este sitio —empezó Cadderly con indecisión, luego se paró de repente, su alborozo y su serie de pensamientos se desorganizaron ante el insidioso y constante conjuro de bloqueo mental de Barjin.

Antes de que Cadderly pudiera contraatacar al súbito lapso, un grito que vino del corredor lo dejó helado en el sitio. Volvió la mirada a Newander que estaba igualmente inquieto.

—Eso no era la sacerdotisa de Sune —comentó el druida. Se lanzaron hacia el corredor.

Allí estaba un clérigo de bonete gris, que aguantaba sus entrañas con las manos, con una expresión extraña en la cara, casi extasiada. Su túnica también era gris, aunque buena parte de ella estaba manchada de sangre, y cada segundo que pasaba salía más sangre, a borbotones, del abdomen abierto.

Cadderly y Newander no encontraron las fuerzas para acercarse a él de inmediato, de cualquier manera sabían la inutilidad de ello. Observaron con profundo horror cómo el clérigo cayó boca abajo y un charco de sangre se extendió a su alrededor.