La hora de actuar
Barjin se prepara para abrir el portal —dijo Dorigen a Aballister—. Mis contactos en los planos inferiores notan los inicios de la abertura.
—¿Cuánto falta? —preguntó el mago con severidad. Aballister estaba contento ya que Druzil pronto estaría cerca de Barjin, vigilando al peligroso clérigo, aunque no estaba tan complacido de que el sacerdote hubiese avanzado con tanta rapidez hasta este nivel de preparación. Si Barjin pretendía abrir un portal, entonces sus planes estaban en su apogeo.
Dorigen se encogió de hombros.
—Una hora o dos —contestó—. No puedo saber los métodos de hechicería que el sacerdote empleará. —Volvió la mirada hacia Druzil, sentado con comodidad sobre el escritorio de Aballister, mostrándose impasible, aunque los dos magos sabían que no era verdad—. ¿Crees que es necesario mandar al imp?
—¿Confías en Barjin? —preguntó Aballister.
—Talona no le habría permitido coger el elixir si no fuera leal a nuestra causa —replicó Dorigen.
—No supongas que la diosa está tan directamente interesada en nuestra causa —advirtió Aballister, mientras se levantaba y caminaba nervioso alrededor de su silla de roble—. El Tiempo de los Conflictos ha pasado y muchas cosas han cambiado. La encarnación de Talona estaba contenta de acogerme en su oscuro regazo, pero no soy su única inquietud, y supongo que no soy su principal preocupación. Me dirigió hasta Druzil, que me dio la maldición del caos. Ahora su destino está en mis… En nuestras manos.
—Pero si Barjin no es de la orden de Talona… —arguyó Dorigen, mientras cambiaba su peso de un pie a otro y dejaba que su compañero completase la advertencia.
Aballister evaluó a Dorigen durante un largo rato, sorprendido de que estuviera tan asustada a causa de Barjin como él. Era una maga de mediana edad, delgada y alta, de ojos penetrantes y cabello negro, y enmarañado, que encanecía, y que nunca se preocupaba de peinar.
—Quizás es de la orden de Talona —respondió Aballister—. Creo que lo es. —Aballister había jugado todos los escenarios posibles, mentalmente, un centenar de veces durante los últimos días—. No dejes que este hecho te reconforte. Si Barjin clavase una daga envenenada en mi corazón, Talona no estaría complacida, pero nunca buscaría vengarse del clérigo. Ése es el precio de servir a una diosa como la nuestra.
Dorigen reflexionó sobre esas palabras durante unos instantes, y asintió dándole la razón.
—Competimos con los clérigos por el poder —comenzó Aballister—. Así ha sido desde los inicios del Castillo de la Tríada, y esa contienda se intensificó con la llegada de Barjin. Me arrebató el control del elixir. Admito mi falta al no anticipar su astucia, pero no le he concedido la victoria, te lo prometo. Ahora, vuelve a tus aposentos y habla con tus contactos. Infórmame al momento si hay algún cambio en el portal de Barjin.
Aballister miró hacia su espejo mágico y consideró si debía espiar la habitación del altar de Barjin para confirmar lo que Dorigen le había dicho. Aunque decidió olvidarlo, sabiendo que Barjin notaría con facilidad que era espiado y reconocería su fuente. Aballister no quería que Barjin supiera lo preocupado que estaba, no quería que el clérigo se diera cuenta de la gran ventaja que estaba tomando en esta competición.
El mago volvió la mirada y asintió con la cabeza a Druzil.
—El clérigo es un osado —remarcó Druzil— al abrir un portal justo debajo de tantos enemigos con poderes mágicos. Bene Tellemara. Si los clérigos de la biblioteca descubren la puerta…
—No era inesperado —replicó Aballister a la defensiva—. Sabemos que Barjin se llevó elementos para conjuros.
—Si ya está abriendo la puerta —agregó Druzil—, ¡entonces la maldición ha empezado! —El imp se frotó las manos rechonchas y coriáceas con entusiasmo ante la perspectiva.
—O quizá, la situación de Barjin se ha vuelto desesperada —replicó Aballister rápidamente.
Druzil ocultó su entusiasmo prudentemente.
—Debemos tener preparado el brasero —dijo Aballister—, y deprisa. Debemos estar preparados antes de que Barjin empiece su invocación. —Se acercó al brasero encendido y cogió la bolsa más grande, mientras comprobaba, para asegurarse, que el polvo de su interior era azul.
—Te proporcionaré dos tipos —explicó el mago—. Uno para cerrar el portal de Barjin cuando pases a través para unirte a él, y otro para reabrirlo de manera que puedas volver a mí.
—¿Para asegurarme que soy su única presa? —preguntó Druzil mientras ladeaba su cabeza de perro con curiosidad.
—No estoy tan seguro de que los poderes de Barjin sean lo que parecen —contestó Aballister—. Si invoca demasiados habitantes, incluso criaturas menores, de los planos inferiores para servirle, su control se verá gravemente disminuido. No hay duda de que también levanta no-muertos para servirle. Ese tipo de ejército puede estar fuera de su alcance cuando los clérigos de la Biblioteca Edificante contraataquen. Me temo que Barjin está llegando demasiado lejos. Puede derrumbarse todo a su alrededor.
—¿Miedo? —dijo Druzil arteramente—. ¿O esperanza?
Los ojos hundidos de Aballister se entrecerraron dándole a su cara una expresión peligrosa.
—Examina la situación desde otro punto de vista, mi querido Druzil —ronroneó—. Desde el tuyo. ¿Deseas encontrar competidores en tu asqueroso hogar al lado de Barjin? ¿Quizás otro imp, o un mosquito que te conozca y que sepa que has estado a mi servicio?
El mago disfrutó ante la manera en que las facciones del imp se ensombrecieron de repente.
—Entonces Barjin descubrirá que eres mi agente —continuó Aballister—. Si fueras afortunado sólo te desintegraría.
Druzil miró hacia el brasero de Aballister y asintió con la cabeza dándole la razón.
—Atraviésalo tan pronto Barjin abra su portal —dijo Aballister, mientras dejaba caer el incienso azul en el brasero encendido. Las llamas crepitaron y cambiaron pasando por todos los colores del espectro. Druzil se acercó al mago, cogió las dos bolsitas y las ató a una de las garras de las alas.
—Cierra la puerta de Barjin tan pronto salgas de las llamas —prosiguió Aballister—. No entenderá el repentino cambio en el color de las llamas. Pensará que es el resultado de tu aparición.
Druzil volvió a asentir y luego, ansioso de alejarse de Aballister, y aún más deseoso de ver con exactitud qué estaba pasando en la biblioteca, saltó al brasero y desapareció.
—Los planes de Aballister sirven a todo el mundo —murmuró Druzil unos minutos más tarde, mientras flotaba en el negro vacío al borde del plano material, esperando que se abriera el portal de Barjin. También se dio cuenta de que otras cosas, celos y miedo, guiaban los actos del mago. Barjin no había mostrado ningún signo de debilidad desde el principio y Aballister sabía tan bien como Druzil que una puerta a los planos inferiores no amenazaría seriamente los éxitos de Barjin. No obstante, Druzil estaba más que contento cuando miró los polvos mágicos que le había dado Aballister. El imp seguía intrigado por la insolencia y la seguridad en sí mismo del sacerdote. Las victorias preliminares del mago, en el Castillo de la Tríada, contra Aballister, y quizá en las catacumbas de la biblioteca, no podían ser obviadas con facilidad. Mientras que Aballister podía temer por su posición, la única preocupación de Druzil era la maldición del caos, la fórmula de la que había esperado sacar provecho durante tanto tiempo.
Por lo que atañía a la maldición del caos, Barjin merecía una dedicación especial.
La terrible garra agarró el corazón de Cadderly. Cayó hacia un lado frenéticamente, mientras agitaba sus brazos en una defensa inútil.
Se despertó cuando cayó el suelo, y pasó varios minutos intentando orientarse. Era por la mañana, y las pesadillas de Cadderly se desvanecieron rápido bajo los cálidos rayos del sol. Trató de mantenerse en ellos, como si quisiera descifrar algún significado oculto, pero la luz solar no se lo permitió.
Con un resignado encogimiento de hombros, Cadderly centró sus pensamientos en la tarde anterior, para recordar los hechos de antes de retirarse a descansar un poco.
«¡Un poco! ¿Cuánto tiempo había pasado?», se preguntó desesperadamente, al tiempo que miraba las marcas horarias en el suelo de su habitación. «¿Quince horas?». Percival aún estaba en la habitación pero aparentemente ya hacía unas horas que correteaba despierto por la habitación. La ardilla estaba sentada en el escritorio de Cadderly justo al lado de la ventana, mientras con satisfacción comía ruidosamente una bellota. Bajo él estaban las cáscaras de una docena de frutos secos.
Cadderly se sentó a un lado de la cama y volvió a tratar de recordar el borrón vacilante que eran sus sueños, buscando alguna pista ante la confusión que había aparecido tan repentinamente en su vida. Su tubo de luz, abierto y brillando débilmente, estaba bajo el grueso revoltijo de sábanas.
—Aquí pasa algo —comentó Cadderly a Percival, mientras cogía y tapaba el tubo—. Algo que todavía no puedo entender. —Había más desconcierto que determinación en la voz de Cadderly. El día de ayer le parecía muy lejano, y se preguntó seriamente cuando acababan sus recuerdos y empezaban sus sueños. ¿Cuán inusuales habían sido los acontecimientos del día anterior? ¿Qué parte de las anomalías aparentes no eran más que los propios miedos de Cadderly? Danica podía ser testaruda, después de todo, se recordó, y ¿quién podía predecir los actos de los enanos?
Inconscientemente, se frotó el profundo corte que tenía a un lado de la cabeza. La luz que inundaba la habitación hizo que todo pareciera en orden. Las dos cosas hicieron que todos los miedos acerca de que algo se había torcido en la segura biblioteca parecieran poco menos que niñerías.
Un momento más tarde, descubrió un nuevo miedo, uno basado en la realidad. Llamaron a la puerta y oyó una voz familiar que le llamaba.
—¿Cadderly? ¿Cadderly, chico, estas ahí?
El Maestre Avery.
Percival se introdujo la bellota en un carrillo y saltó fuera de la habitación. El joven todavía no estaba de pie cuando entró el maestre.
—¡Cadderly! —gritó Avery, mientras se abalanzaba sobre él—. ¿Estás bien hijo mío?
—No es nada —contesto Cadderly con indecisión, mientras se mantenía fuera del alcance de las manos de Avery—. Sólo me he caído de la cama.
La angustia de Avery no disminuyó.
—¡Eso es terrible! —chilló el maestre—. ¡Eso no debería suceder, oh, no! —Avery, desesperado, paseó la mirada por la habitación, luego chasqueó los dedos y sonrió complacido—. Haremos venir a los enanos para que pongan una barandilla. ¡Sí, eso es! No podemos dejar que te caigas de la cama y te hagas daño a ti mismo. ¡Tú eres un activo demasiado valioso para la Orden de Deneir como para permitir tamaña tragedia!
El joven erudito lo miró sorprendido, incapaz de saber si esto era sarcasmo o una realidad extraña.
—No es nada —contestó Cadderly con timidez.
—Oh, sí —espetó Avery—, sabía que dirías eso. ¡Un muchacho tan bueno! ¡Nunca preocupado por su propia seguridad! —Avery dio una sonora palmada en la espalda de Cadderly que le dolió más que la caída.
—Habéis venido a darme la lista de tareas —reflexionó Cadderly, ansioso por cambiar de tema. De alguna manera le gustaba más Avery cuando éste le chillaba. Al fin y al cabo entonces podía estar seguro de las intenciones de Avery.
—¿Deberes? —preguntó Avery, al tiempo que parecía sinceramente confundido—. ¿Por qué?, no creo que hoy tengas ninguno. O si tienes, ignóralos. No podemos tener nuestro principal activo ocupado en tareas serviles. Haz tus propias rutinas. Desde luego tú sabes mejor que nadie dónde puedes ser de gran ayuda.
Cadderly no creía una palabra de ello. O, si se permitía creer en la sinceridad de Avery, no podía comprenderla.
—¿Entonces por qué estáis aquí? —preguntó.
—¿Necesito una razón para ver a mi más apreciado acólito? —contestó Avery, mientras le daba a Cadderly otra dura palmada—. No, no hay ninguna razón. Sólo he venido para decir buenos días, y lo digo ahora. ¡Buenos días! —empezó a marcharse, y entonces se detuvo de improviso, se volvió y rodeó a Cadderly en un abrazo de oso—. Buenos días, ¡por cierto!
—Supe que te convertirías en un gran muchacho cuando llegaste por primera vez —dijo Avery, mientras con los ojos repentinamente empañados, lo apartaba.
Cadderly esperó que cambiara de tema con rapidez, como siempre hacía cuando hablaba de los primeros días de Cadderly en la Biblioteca Edificante, pero Avery siguió divagando.
—Nos temíamos que te volverías como tu padre, era un tipo inteligente, ¡igual que tú! Pero ya ves, no tenía orientación —las carcajadas de Avery brotaron desde su estómago—. ¡Le llamé discípulo de Gond! —rugió el clérigo, al tiempo que le daba otra palmada a la espalda de Cadderly.
Cadderly no entendió la broma, pero estaba muy intrigado al oír hablar de su padre. Ese tema siempre se había evitado en la biblioteca, y Cadderly, sin recuerdos de antes de su llegada, nunca había insistido seriamente.
—Y desde luego que lo era —prosiguió Avery, al tiempo que se calmaba y fruncía el ceño—. O peor, me temo. No podía continuar aquí, entiendes. No podíamos permitirle obtener nuestro conocimiento y usarlo para prácticas destructivas.
—¿Adónde fue? —preguntó Cadderly.
—No lo sé. Esto sucedió hace veinte años —contestó Avery—. Sólo lo vimos una vez después de eso, el día que se presentó ante el Decano Thobicus con su hijo. ¿Entiendes, pues, hijo mío, por qué siempre estoy persiguiéndote, por qué temo que tus acciones puedan descarriarte?
Cadderly no intentó siquiera contestar, aunque le habría gustado conocer más teniendo al maestre de un humor tan parlanchín.
Se recordó al instante que el proceder de Avery estaba fuera de lugar, y era justo la confirmación que necesitaba de que algo iba mal.
—Bien, pues —dijo el maestre. Volvió a abrazar a Cadderly, y luego lo apartó mientras se volvía enérgicamente hacia la puerta—. ¡No malgastes mucho tiempo de este día glorioso! —rugió al salir por la puerta.
Percival volvió a la ventana, mientras abría otra bellota.
—Ni se te ocurra preguntar —le advirtió Cadderly, aunque si a la ardilla le importó, no dio muestras de entenderlo.
—Demasiado para ser únicamente sueños —comentó con desagrado. Si alguna vez dudó de los recuerdos del día anterior, ahora ya no, no ante el despliegue emocional de Avery. Cadderly se vistió rápidamente. Tenía que comprobar qué hacían Iván y Pikel, para asegurarse de que no continuaban las peleas, y Kierkan Rufo, para estar seguro de que no tenía malas intenciones contra Danica.
El corredor estaba extrañamente tranquilo, aunque la mañana estaba en pleno apogeo. Cadderly se dirigió a la cocina pero cambió de dirección, de repente, cuando llegó a la escalera de caracol. El único cambio en las rutinas diarias, el único hecho inusual en la biblioteca antes de estas inexplicables rarezas, era la llegada de los druidas.
Se habían hospedado en el cuarto piso. Normalmente esa planta estaba reservada a los clérigos novicios de las órdenes de Deneir y Oghma, los sirvientes, y al almacén, pero los druidas habían expresado su deseo de estar apartados del resto de la congregación de estudiosos. No sin reservas, porque no quería molestar al independiente grupo, Cadderly empezó a subir las escaleras en lugar de bajarlas. En realidad no creía que Arcite, Newander y Cleo fueran la fuente de los problemas, pero eran sabios y experimentados y podían tener algún indicio de lo que estaba pasando.
El primer signo de que también pasaba algo allí arriba, de que algo estaba fuera de lugar, fueron un gruñido y un ruido de pelea. Estaba plantado ante la puerta de los aposentos de los druidas en una alejada esquina del ala norte, inseguro de si continuar, al preguntarse si los druidas podían estar realizando algún ritual privado.
Los recuerdos de Danica, Avery y el Hermano Chaunticleer le azuzaron a entrar. Dio unos ligeros golpes a la puerta con los nudillos.
No hubo respuesta.
Cadderly giró la manija y abrió la puerta sólo un poco. La habitación era un revoltijo, el trabajo de un inquieto oso pardo. La criatura estaba de cuclillas en la cama, que se había roto ante su gran peso, y desgarraba, como si tal cosa, una almohada llena de lana. Arrastrándose con lentitud por el suelo frente al oso había una tortuga enorme.
El oso parecía no hacerle demasiado caso, por lo que Cadderly abrió la puerta un poco más. Newander se sentaba en el alféizar de la ventana, mirando desesperanzado hacia las grandes montañas, con el pelo rubio colgando flácido sobre sus hombros.
—Arcite y Cleo —comentó el druida despreocupado—. Arcite es el oso.
—¿Un ritual? —preguntó Cadderly. Recordó cuando la druida llamada Shannon había demostrado tales cambios físicos ante sus ojos años atrás, y supo que la habilidad de cambio de forma era común entre los druidas más poderosos. Así y todo, ser testigo de ello otra vez, le asombró.
Newander se encogió de hombros, desconociendo la respuesta. Miró a Cadderly, con una expresión triste en la cara.
Cadderly empezó a caminar hacia él, pero a Arcite, el oso no pareció gustarle la idea. Se puso en pie y lanzó un gruñido que hizo girar en redondo a Cadderly.
—Mantente alejado de él —explicó Newander—. Aún no estoy seguro de sus intenciones.
—¿Has preguntado?
—No contesta —replicó Newander.
—¿Cómo puedes estar seguro de que es Arcite? —preguntó Cadderly. Shannon le había explicado que el cambio de forma de los druidas era puramente físico, reteniendo todas las aptitudes mentales. Los druidas transformados podían incluso hablar la lengua común.
—Lo era —contestó Newander—, y lo es. Reconozco el animal. Puede que sea Arcite, en realidad más Arcite de lo que nunca fue.
Cadderly no pudo entender las palabras con exactitud, pero creyó entender el significado básico de lo que había dicho el druida.
—Entonces, la tortuga es Cleo —preguntó—. ¿O es Cleo en realidad la tortuga?
—Sí —respondió Newander—. En ambos sentidos, hasta donde puedo comprender.
—¿Por qué Newander es aún Newander? —preguntó Cadderly, adivinando la fuente de la desesperación de éste.
Observó que la pregunta hirió profundamente al druida, aún humano, y se figuró que tenía la respuesta. Hizo una reverencia rápida, salió, y cerró la puerta. Empezó a andar, pero cambió de opinión y empezó a correr.
Newander se sentó en el alféizar y miró a sus compañeros animales. Algo había pasado aquí cuando estaba fuera, aunque no estaba seguro de sí había sido una cosa buena o mala. Newander temía por sus amigos, pero también les envidiaba. ¿Habían encontrado algún secreto cuando no estaba?, ¿algún medio por el cual se podían introducir totalmente en el orden natural? Ya había visto a Arcite en forma de oso, y lo había reconocido con facilidad, pero nunca había sido así. Este oso había resistido cada intento de comunicación de Newander, era un oso por completo, en cuerpo y alma. Lo mismo era cierto para Cleo, la tortuga.
Newander seguía siendo humano, ahora solo, en una casa de la tentadora civilización. Esperaba que sus amigos volvieran pronto, temía perder el rumbo sin su guía.
Volvió a mirar por la ventana, a las majestuosas montañas y al mundo que tanto quería. Aunque a pesar de todo ese amor, el druida aún no sabía a dónde pertenecía.
Cuando llegó a la cocina, Cadderly vio que los enanos habían reemprendido la lucha. Ollas, sartenes, y cuchillos de cocina zumbaban por la habitación, golpeando contra objetos de cerámica, repicando contra los de metal, y abriendo agujeros en las paredes.
—¡Iván! —chilló Cadderly, y la desesperación en su voz detuvo el bombardeo al instante.
Iván observó a Cadderly con la mirada perdida.
—Oo —añadió Pikel desde el otro lado de la habitación.
—¿Por qué lucháis ahora? —preguntó Cadderly.
—¡Es culpa suya! —refunfuñó Iván—. Echó a perder mi sopa. Puso raíces y hojas y hierba y cosas. Dice que de esa manera es druídica. ¡Bah! ¡Un druida enano!
—Pon tus deseos a buen recaudo, Pikel —advirtió Cadderly con solemnidad—. Ahora no es tiempo de pensar en unirse a una orden druídica.
Los ojos redondos y grandes de Pikel se entrecerraron dándole una actitud amenazadora.
—Los druidas no están de humor para visitas —explicó Cadderly—, incluso para aspirantes a druida. Acabo de llegar de allí. —Cadderly sacudió la cabeza—. Algo realmente malo está sucediendo —le dijo a Iván—. Miraos a vosotros mismos, luchando. Nunca habíais hecho eso en todos los años que hace que os conozco.
—¡Nunca antes mi estúpido hermano decía que era un druida! —replicó Iván.
—Duu-dad —añadió Pikel con mordacidad.
—Concedido —dijo Cadderly, mientras echaba una mirada de curiosidad a Pikel—, pero mirad a vuestro alrededor, a la ruina que es esta cocina. ¿No creéis que se os ha ido de las manos?
Las lágrimas fluyeron de los ojos de los dos hermanos cuando se tomaron un momento para examinar su preciada cocina. Todas las ollas había sido volcadas, el estante de las especias estaba destrozado a conciencia, el horno, diseño de Pikel, estaba dañado con tal brutalidad que posiblemente no podría ser reparado.
Cadderly estaba contento de que su ruego no hubiera pasado desapercibido, pero las lágrimas de los enanos hicieron que sacudiera la cabeza con incredulidad.
—Todo el mundo se ha vuelto loco —dijo—. Los druidas están arriba en su habitación, simulando ser animales. El Maestre Avery actúa como si yo fuera su recomendado favorito. Incluso Danica está fuera de quicio. Ayer casi mutila a Rufo y tiene en mente probar la técnica del Cráneo de Hierro.
—Eso explica el bloque —remarcó Iván.
—¿Sabes algo de eso? —preguntó Cadderly.
—Lo llevamos ayer —explicó Iván—. ¡Ese bloque, macizo y pesado! La dama ha estado aquí esta mañana, necesitaba poner la cosa otra vez sobre los caballetes.
—¿No habréis…?
—Desde luego —contestó Iván, sacando su pecho tamaño barril—. ¿Quién más sería capaz de levantar la cosa…? —El enano se detuvo de golpe. Cadderly ya se había ido.
El renovado clamor de la habitación de Histra persiguió a Cadderly cuando volvió al tercer piso. Los gritos de la sacerdotisa de Sune se habían intensificado, tomando una urgencia primordial que verdaderamente asustó a Cadderly e hizo que sus pasos hacia la habitación de Danica parecieran unos pesados y fútiles pasos ilusorios.
Cruzó la puerta de Danica, sin detenerse a llamar. Sabía en su corazón lo que iba a encontrar.
Danica yacía boca arriba en el centro de la habitación con la frente cubierta de sangre. El bloque de piedra no estaba roto, pero sus cabezazos habían desplazado los caballetes casi un metro. Como Danica, el bloque estaba manchado de sangre en varios lugares, cosa que indicaba que la chica lo había golpeado repetidas veces, incluso después de abrirse la cabeza.
—Danica —suspiró Cadderly al acercarse a ella. Inclinó su cabeza y le acarició la cara, aún hermosa bajo la frente hinchada y maltratada.
Danica se agitó un poco, intentando poner un brazo sobre el hombro de Cadderly. Uno de sus ojos almendrados se abrió, pero Cadderly no pudo descubrir si veía algo.
—¿Qué le has hecho? —gritó alguien desde el umbral de la puerta. Cadderly se volvió viendo a Newander que le miraba encolerizado, con el bastón levantado y dispuesto.
—No he hecho nada —replicó Cadderly—. Danica se lo hizo. Contra ese bloque —señaló la piedra ensangrentada y el druida bajó el bastón—. ¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Con tus amigos, con Danica? ¿Con todo el mundo, Newander? ¡Algo está mal!
—Esta biblioteca está maldita —asintió Newander, mientras dirigía la mirada al suelo y sacudía la cabeza, con impotencia—. Lo he notado desde que volví.
—¿El qué? —preguntó Cadderly, cuestionándose qué sabía Newander que él no supiera.
—Una perversión —intentó explicar el druida, aunque balbuceó las palabras, como si él aún no hubiera llegado a comprender sus miedos—. Algo fuera del orden natural, algo…
—Sí —confirmó Cadderly—. Algo que no es como debería ser.
—Un lugar maldito —repitió Newander.
—Debemos descubrir el cómo, y el porqué de la maldición —razonó Cadderly.
—Nosotros no —corrigió Newander—. Yo soy un fracasado, muchacho. Debes encontrar tus propias respuestas.
No obstante Cadderly no se sorprendió ante la respuesta inesperada e inusual, ni intentó discutir. Levantó con cuidado a Danica y la llevó en brazos hasta la cama donde Newander se les unió.
—Sus heridas no son muy graves —anunció el druida tras una inspección rápida—. Tengo algunas hierbas curativas. —Metió la mano en una bolsita del cinturón.
—¿Qué esta pasando? —preguntó de nuevo en voz baja, mientras le agarraba la muñeca—. ¿Se han vuelto locos todos los clérigos?
Newander se soltó y sorbió por la nariz.
—Me traen sin cuidado tus clérigos —dijo—. Es por mi orden por lo que estoy preocupado, y por mí.
—Arcite y Cleo —remarcó Cadderly secamente—. ¿Puedes ayudarlos?
—¿Ayudarlos? —contestó el druida—. Con toda seguridad no son ellos los que necesitan ayuda. Ellos son de la orden. Sus corazones están con los animales. Apiádate de Newander. ¡Ha encontrado su voz y no es ni un ladrido ni un gruñido, ni siquiera el graznido de un pájaro!
Cadderly levantó una ceja ante las absurdas palabras. ¡El druida se consideraba un fracasado porque no se había transformado en algún animal y había andado a cuatro patas por el suelo!
—Newander el druida —continuó, absorto por completo en la autocompasión—. No tanto, diría. No un druida por méritos propios.
Cadderly tuvo la clara impresión de que el tiempo se acababa para ellos. Se había levantado esa mañana lleno de esperanza, pero las cosas, desde luego, no habían mejorado.
Miró con atención al druida. Éste se consideraba un fracasado, pero por lo que había visto, era la persona más racional que quedaba en la biblioteca. Ahora necesitaba ayuda con urgencia.
—Entonces sé Newander, el sanador —dijo él—. Atiende a Danica, júralo.
Newander asintió.
—Cúrala, ¡y no consientas que vuelva a practicar! —Como en respuesta a sus propias palabras, Cadderly se precipitó al otro lado de la habitación y empujó la piedra, sin importarle el estruendoso ruido ni los desperfectos del suelo.
—No le dejes hacer nada —continuó con firmeza.
—¿Darías tu confianza a un perdedor? —preguntó, quejumbroso, Newander.
Cadderly no vaciló.
—La autocompasión no te conviene —le reprendió. Agarró al druida con rudeza por el cierre de la capa—. Para mí, Danica es la persona más importante del mundo —dijo sinceramente—, pero hay cosas que debo hacer, aunque me temo que aún no sé cuáles son. Newander cuidará de Danica, no hay nadie más, bajo juramento y con mi confianza.
El druida asintió con seriedad y volvió a meter la mano en la bolsita.
Cadderly se dirigió con presteza a la puerta, se detuvo, y volvió la mirada hacia el druida. No se sentía incómodo al dejar a Danica con Newander, en el cual creía a pesar de su desconfianza. Desechó sus instintos protectores. Si realmente quería ayudar a Danica, a todo el mundo en la biblioteca, tendría que averiguar qué estaba pasando, encontrar la fuente de contagio que había, en apariencia, invadido el lugar, y no simplemente curar sus síntomas. Estaba en sus manos, decidió. Asintió con la cabeza a Newander y se dirigió a su habitación.