Luz y oscuridad
Newander se sintió vigorizado tan pronto salió por las puertas principales, al sol de la mañana. Acababa de concluir su turno en la traducción del antiguo libro de los musgos, horas inclinado sobre el libro con sólo paredes a su alrededor. De entre todas las dudas que comprendían sus puntos de vista acerca de la civilización, Newander sabía con certeza que prefería el cielo abierto a cualquier techo.
Se suponía que estaba en un pequeño cuarto descansando, mientras Cleo trabajaba en el libro y Arcite realizaba los diarios rituales druídicos. Newander no acostumbraba desobedecer las ordenes de Arcite, pero podía justificar esta transgresión, estaba mucho más relajado paseando a lo largo de los senderos de las montañas que en cualquier habitación, sin importar lo confortable de su cama.
Newander encontró a Percival saltando entre las ramas de los árboles alineados a lo largo del camino.
—¿Vendrás y hablarás conmigo ardilla blanca? —dijo.
La ardilla miró en dirección a Newander y luego volvió su mirada a otro árbol. Al seguir su mirada, Newander vio otra ardilla, una hembra gris, sentada muy quieta y observando a Percival.
—Mil perdones —dijo Newander—. No sabía que estabas tan ocupado. —Hizo una reverencia y continuó con su alegre descenso por el camino.
Percival parloteó unos momentos en dirección al druida que se iba, luego brincó en dirección a su compañera.
La mañana se transformó en tarde, y el druida aún andaba, lejos de la Biblioteca Edificante. Hacía algún tiempo que había dejado atrás el camino principal y seguía un camino de ciervos que se adentraba en la espesura. Allí estaba en casa y en paz, y confiaba en que ningún animal le atacaría.
Las nubes se acumulaban en las crestas lejanas, amenazando con la típica tormenta primaveral. Al igual que a los animales, el druida no temía al clima. Caminaría bajo el chaparrón y lo llamaría baño, brincar y resbalar a lo largo de caminos cubiertos de nieve lo llamaría jugar. Las nubes tormentosas acumuladas no disuadieron al druida, pero le recordaron que aún tenía cosas que hacer en la biblioteca y que Arcite y Cleo pronto se darían cuenta de que se había ido.
—Sólo un poco más lejos —se prometió.
Quería regresar un poco más tarde pero alcanzó a ver un águila ascender en el aire cálido. El águila también lo vio, y bajó en picado hacia él, mientras graznaba encolerizada. Al principio, Newander pensó que el animal iba a atacar, pero entonces entendió algo de su excitado parloteo al darse cuenta que lo había identificado como un amigo.
—¿Qué problema tienes? —preguntó Newander al pájaro. No estaba muy familiarizado en el idioma de los pájaros, pero el águila estaba muy alborotada y habló demasiado rápido como para que Newander entendiera algo excepto una clara advertencia de peligro.
—Enséñamelo —replicó el druida, y silbó y graznó para asegurarse de que lo había entendido. El gran pájaro salió como un rayo, elevándose alto en el cielo de manera que Newander no lo perdiera de vista mientras volaba adentrándose en las montañas.
Cuando se detuvo en un risco alto y sin árboles, el viento agitó con violencia su capa verde y el druida entendió de pronto la causa de ansiedad del águila. A través de una profunda quebrada, tres criaturas simiescas de un color gris sucio, subían gateando por los lados de un barranco alto, cortado a pico, usando sus colas prensiles y sus garras para cogerse con seguridad en los más pequeños salientes y resquicios. En una repisa poco profunda cerca de la cima del risco había un gran montón de maderas y ramas, un nido de águila. Newander podía aventurar qué había dentro de ese nido.
El águila, frenética, cayó sobre los intrusos repetidas veces, pero los monstruos la apartaban de un manotazo cuando pasaba o la golpeaban con sus formidables garras.
Newander reconoció esas criaturas como monstruossu, pero no tenía conocimiento directo de ellas y nunca las había encontrado antes. Era reconocida ampliamente su depravación y su sed de sangre, pero los druidas no habían tomado una postura formal con relación a ellos. ¿Eran un grupo inteligente y maligno, o solo un depredador excelentemente adaptado, temido a causa de su destreza? ¿Animal o monstruo?
Para muchos, la distinción no significaría nada, pero para un druida, esta pregunta afectaba a la raíz de su religión. Si los monstruossu eran animales, entonces términos como maligno no se aplicaban a ellos y Newander no podía jugar ningún papel auxiliando al águila. Al ver su ansioso ascenso, la saliva cayendo de sus fauces llenas de colmillos, Newander supo que tenía que hacer algo. Gritó algunos avisos de los más comunes, y los monstruos-su se detuvieron de inmediato y lo miraron aparentemente reparando en él por primera vez. Aullaron, mientras agitaban y daban manotazos con sus garras, amenazantes, y luego continuaron su escalada.
Newander volvió a gritar pero los monstruossu lo ignoraron.
—Guíame Silvanus —imploró Newander, mientras cerraba los ojos. Sabía que los grandes druidas de su orden habían mantenido un concilio acerca de estas inusuales criaturas de pesadilla, y no habían llegado a conclusiones definitivas. De este modo, la práctica común en la orden, ya que no había sido decretado un edicto, era intervenir sólo bajo la amenaza directa de los monstruos-su.
En su corazón Newander sabía que la escena que sucedía ante él era antinatural.
Invocó otra vez a Silvanus, el Viejo Roble, y ante su asombro, creyó que le llegaba una respuesta. Miró a la nube oscura más cercana, midiendo la distancia, y luego otra vez a los monstruossu.
—¡Alto! —chilló Newander—. ¡No os mováis!
Los monstruossu se giraron de inmediato, sorprendidos quizá por la urgencia y la autoridad en la voz del druida. Uno encontró una piedra suelta y la lanzó en dirección a Newander, pero la garganta era tan ancha como profunda y el proyectil cayó sin peligro.
—Os lo vuelvo a advertir —chilló el druida, deseando no pelear—. No tengo nada contra vosotros, pero no os acerquéis al nido.
Los monstruos de nuevo agitaron sus garras dando zarpazos al aire.
—¡Fuera de aquí! —clamó Newander. La réplica llegó en forma de escupitajo, se volvieron y continuaron su ascensión.
Newander ya había visto suficiente, los monstruossu estaban demasiado cerca del nido para perder el tiempo amenazándoles. Cerró los ojos, sujetó el símbolo sagrado de la hoja de roble que colgaba de una cuerda de cuero alrededor de su cuello, e invocó a la tormenta.
Los monstruossu no le prestaron atención, con el objetivo puesto en el nido lleno de huevos, que estaba sólo a una docena de metros por encima.
Los druidas se consideraban los guardianes de la naturaleza y el orden natural. A diferencia de los magos y los clérigos de otras muchas religiones, los druidas aceptaban que eran los perros guardianes del mundo, y que los poderes que tenían eran más una petición de ayuda a la naturaleza que cualquier otra manifestación de su poder interno. Y así fue como Newander invocó otra vez a las densas nubes negras reclamando su furia.
El trueno convulsionó las montañas muchos kilómetros a la redonda, mandó lejos a la sorprendida águila dando tumbos a ciegas, y casi lanzó al suelo a Newander. Cuando recobró la vista, el druida vio que la cara del risco estaba despejada, y el nido de las águilas a salvo. Los monstruossu no aparecían por ninguna parte, y la única evidencia de que habían estado allí era una gran quemadura, una mancha escarlata que goteaba a lo largo de la pared de la garganta, y un pegote insignificante de pelaje, quizás una cola cortada, ardiendo en una estrecha repisa.
El águila voló hacia el nido, graznó contenta, y descendió para dar las gracias al druida.
—¡No hay de qué! —contestó el druida al pájaro. Al conversar con el águila se sintió mucho mejor respecto a sus actos destructivos. Al igual que muchos druidas, Newander era de naturaleza apacible, y se sentía incómodo cuando necesitaba de la violencia para resolver las situaciones. El hecho de que la nube hubiese respondido a su llamada, un poder de invocación que creía que venía de Silvanus, también le dio la confianza de que había actuado correctamente, de que los monstruos-su eran, desde luego, monstruos y no depredadores naturales.
Newander interpretó la siguiente serie de graznidos del águila como una invitación para unirse al pájaro en su nido. Al druida le hubiera gustado, pero el risco hasta el nido era una barrera demasiado imponente con la noche acercándose rápidamente.
—Otro día —replicó.
El águila graznó unos cuantos agradecimientos más, y luego explicó que aún necesitaba hacer muchos preparativos para la próxima nidada, se despidió del druida y remontó el vuelo. Newander observó alejarse al pájaro, compungido. Deseó estar más instruido en su religión, los druidas de rango más alto, incluidos Arcite y Cleo, podían asumir, de hecho, la forma de animales. Si Newander fuera tan versado como cualquiera de ellos, podría simplemente despojarse de sus ligeros ropajes y transformarse en un águila, uniéndose a su amigo en la estrecha repisa. E incluso más seductor, como águila, Newander podría explorar estas montañas majestuosas desde un punto de vista mejor, con el viento rompiendo contra sus alas y su vista lo bastante aguda para distinguir los movimientos de un ratón de campo a un kilómetro.
Sacudió la cabeza y dejó atrás sus lamentos por aquello que no podía ser. Era un hermoso día, lleno de flores, trinos de pájaros, aire puro con una brisa helada, y agua de manantial clara y fresca en cada recodo de la montaña, las cosas que más amaba el druida.
Se despojó de la ropa y la puso bajo un espeso arbusto, luego se sentó con las piernas cruzadas en un saliente alto y despejado para esperar la lluvia. Llegó en forma de aguacero torrencial, y Newander consideró el ruido que hacía sobre las piedras el más dulce de los sonidos de la naturaleza.
La tormenta cayó a tiempo para una puesta de sol maravillosa, roja diluyéndose a rosa, llenando cada grieta de los imponentes picos montañosos del oeste.
—Me temo que es tarde para volver —se dijo Newander. Se encogió de hombros con resignación y no pudo reprimir que una sonrisa juvenil apareciera en su cara—. La biblioteca aún estará allí mañana —pensó mientras recuperaba sus ropas, luego encontró un lugar confortable, y se preparó para pasar la noche.
Barjin situó la cazuela del brasero sobre el trípode y echó la mezcla especial de astillas de madera y bloques de incienso. Aunque todavía no encendió el brasero al pensar en el tiempo que le llevaría encontrar un catalizador adecuado para la maldición del caos. Los habitantes de los planos inferiores podían ser aliados poderosos, pero a menudo eran seres agotadores, exigiendo más tiempo y energía de los que el clérigo podía perder en estos momentos.
Asimismo, Barjin mantenía la piedra del nigromante muy bien envuelta en la tela protectora. Como con las criaturas de los planos inferiores, algunos tipos de nomuertos se podían mostrar difíciles de controlar, y al igual que el portal creado por el brasero mágico, la piedra nigromántica podía invocar un surtido de monstruos, cualquier cosa, desde los menores esqueletos sin mente y zombies, hasta un fantasma astuto.
A pesar de todos los glifos y protecciones, Barjin dudaba en dejar la habitación del altar y la preciosa botella con nada más inteligente y poderoso que Mullivy montando guardia. Necesitaba un aliado, y sabía dónde encontrarlo.
—Khalif —murmuró el malvado clérigo, al sacar el frasco de cerámica. Lo había llevado durante años, incluso antes de sus años en Vaasa y antes de su conversión a Talona. Encontró la urna de cenizas entre unas ruinas antiguas mientras trabajaba como aprendiz para un mago ahora muerto. Barjin, por las cláusulas de su aprendizaje, se suponía que no podía reclamar los descubrimientos como suyos, pero Barjin nunca actuaba bajo unas reglas que no fueran las suyas. Había custodiado la urna de cerámica, llena de las cenizas del príncipe Khalif, un noble de alguna civilización antigua, de acuerdo con el pergamino que la acompañaba, y guardado incólume a través de los años.
Barjin nunca había llegado a apreciar el valor potencial de semejante hallazgo hasta después de empezar su entrenamiento en la magia sacerdotal. Ahora sabía lo que podía hacer con las cenizas, todo lo que necesitaba era un receptáculo apropiado.
Dirigió a Mullivy hacia los corredores más allá de la puerta de la habitación del altar, un pasillo ancho con nichos a los lados, criptas de los fundadores de más alto rango de la Biblioteca Edificante. A diferencia de las otras criptas que Barjin había visto aquí abajo, éstas no eran sepulturas abiertas, sino ataúdes diseñados con cuidado, sarcófagos con extravagantes gemas incrustadas. Barjin sólo podía esperar, mientras enseñaba a Mullivy a abrir el sarcófago cerrado, que los primeros eruditos no hubieran escatimado recursos en el contenido del ataúd, y que hubieran usado algunas técnicas de embalsamaje.
Mullivy, a pesar de toda su fuerza, no pudo abrir el primer sarcófago que tenía la cerradura y los goznes en un avanzado estado herrumbroso. El zombie tuvo mejor suerte con el segundo, ya que su tapa, sencillamente se desmoronó ante el fuerte tirón de Mullivy. Tan pronto se abrió la tapa, un largo tentáculo se lanzó hacia Mullivy, seguido por un segundo y un tercero. No hicieron mucho daño, pero Barjin se alegró de que el zombie, y no él, hubiera abierto la tapa.
Dentro había un gusano carroñero, una monstruosa criatura parecida a un gusano con ocho tentáculos llenos de veneno paralizante. Mullivy un nomuerto no podía ser afectado por esta clase de ataque, y aparte de esto el gusano carroñero estaba virtualmente indefenso.
—¡Mátalo! —ordenó Barjin. Mullivy se acercó sin miedo, golpeando con su brazo bueno. El gusano no era más que una masa sin vida en el fondo del ataúd cuando al final, Mullivy, se alejó.
—Éste no servirá —masculló Barjin, al inspeccionar la carcasa vacía dentro del sarcófago. No había desánimo en su voz, aunque el cuerpo, echado a perder por el gusano carroñero, había sido celosamente envuelto en lino grueso, un signo definitivo de que los antiguos estudiosos habían usado algunas técnicas de embalsamaje. Además encontró un agujerito en el fondo del sarcófago, y atinadamente dio por sentado que el gusano carroñero había entrado por allí, se había alimentado durante meses, quizás años, con el cadáver completo, y luego había crecido demasiado para arrastrarse fuera.
Barjin tiró de Mullivy con impaciencia, para encontrar otro sarcófago, uno sin agujeros ostensibles. A la tercera va la vencida, como dice el dicho, porque, con la ayuda de la Dama Ululante, Barjin y Mullivy fueron capaces de romper todas las cerraduras del siguiente ataúd. Dentro, envuelto en lino, descansaba un cadáver bien conservado, el receptáculo que Barjin necesitaba.
Barjin enseñó a Mullivy la forma de llevar con cuidado el cuerpo a la habitación del altar, ya que no quería tocar el cadáver él mismo, y luego reubicar el sarcófago de manera que fuera el más cercano a la puerta de la habitación.
Cerró la puerta tras el zombie, para no ser molestado por los ruidos de fuera. Sacó su libro de conjuros clericales, buscó el capítulo de prácticas de nigromancia, y extrajo la piedra del nigromante pensando que sus poderes podrían ayudar en la invocación del espíritu del Príncipe Khalif.
El canto del sacerdote se alargó durante más de una hora mientras dejaba caer pellizcos de cenizas en el cadáver embalsamado. Cuando la urna de cerámica estuvo vacía, el clérigo la rompió frotando los pedazos en el lino del cuerpo del sarcófago. El espíritu de Khalif estaba contenido en el conjunto de la ceniza, la ausencia de la partícula más ínfima podría ser desastrosa.
Barjin se distrajo con la piedra del nigromante, ya que ésta empezó a brillar con una luz púrpura y oscura escalofriante. Miró otra vez a la momia con la atención puesta en los repentinos brillos rojizos ya que aparecieron dos puntos de luz tras el envoltorio de lino que cubría los ojos del cadáver. Barjin cubrió su mano con un paño limpio y con cuidado retiró el lino.
Se retiró hacia atrás con un sobresalto. La momia se levantó ante él.
Miró al clérigo con concentrado odio, sus ojos ardientes como puntos rojos brillantes. Barjin sabía que las momias, como muchos nomuertos del plano negativo, odiaban a todos los seres vivos, y Barjin, por el momento, era un ser vivo.
—¡Atrás, Khalif! —ordenó Barjin tan enérgicamente como pudo. La momia dio otro paso agarrotado hacia adelante.
—¡Atrás, digo! —gruñó Barjin, reemplazando su miedo por una furia decidida—. ¡He sido yo quien ha recuperado tu espíritu, y deberás estar a mi servicio hasta que yo, Barjin, te libere para tu descanso final!
Pensó que sus palabras eran lastimosamente ineficaces, pero la momia respondió, retirándose a su posición original.
—¡Vete! —chilló Barjin, y la momia lo hizo.
Una sonrisa se extendió por la cara del maligno sacerdote. Había tratado con habitantes de los planos inferiores en muchas ocasiones anteriores y había animado simples monstruos nomuertos, como Mullivy, pero esto era un paso mucho más allá para él. Había invocado un espíritu poderoso, lo había arrancado de la tumba y lo había sometido a su control.
Barjin se dirigió a la puerta.
—Entra Mullivy —ordenó en tono alegre—. Entra y reúnete con tu nuevo hermano.