Agua y polvo
La figura encapuchada se movió con lentitud hacia Danica. Al creer que era un monje de una secta oscura y excéntrica, y siendo esa clase de monjes a menudo hostiles y peligrosos, decididos a probar sus progresos en la lucha ante cualquier monje que se encontraran, la chica recogió el montón de pergaminos que estudiaba y rápidamente se dirigió a otra mesa.
La figura alta, con la capucha calada para esconder el semblante, la siguió, haciendo ruidos irreconocibles al arrastrar los pies por el suelo de piedra.
Danica miró alrededor, era tarde, la sala de estudio en el segundo piso por encima de la biblioteca, estaba casi vacía y decidió que debería ser hora de retirarse. Se dio cuenta de que estaba agotada, y pensó si no estaría imaginando cosas.
La figura se acercó, con lentitud, amenazante, y Danica pensó que quizá no era un monje. ¿Qué horrores podría esconder esa capucha?, se preguntó. Recogió los pergaminos otra vez y se dirigió con audacia hacia el pasillo principal, aunque esa dirección significara pasar al lado de la figura.
Una mano salió disparada y le agarró el hombro. Danica sofocó un grito de sorpresa y se volvió para encararse a la figura encapuchada, al tiempo que perdía algunos de los pergaminos. Una vez recuperó la compostura, se apercibió de que no era un espectro que la mantenía en una presa helada y mortal, era una mano humana, cálida y tierna, que mostraba trazos de tinta cerca de las uñas.
La mano de un escriba.
—¡No tengas miedo! —dijo la figura con voz áspera.
Danica conocía demasiado bien esa voz como para ser engañada por el disfraz. Frunció el ceño y cruzó los brazos sobre su pecho.
Al comprender que la broma había acabado, Cadderly retiró la mano del hombro de la chica y apartó la capucha rápidamente.
—¡Buenas! —dijo, al tiempo que sonreía ante la cara seria de Danica, intentando contagiarle su alegría—. Pensé que podría encontrarte aquí.
El silencio de Danica no prometía una calidez recíproca.
—¿Te gusta mi disfraz? —continuó Cadderly—. Tenía que ser convincente para despistar a los espías de Avery. Están por todas partes, y Rufo me vigila a cada paso, ahora incluso más estrechamente, aunque compartimos el mismo castigo.
—¡Os lo merecéis los dos! —restalló Danica—. Después de tu comportamiento en el gran salón.
—Por eso ahora limpiamos. —Cadderly asintió con un encogimiento de hombros resignado—. Por doquier, cada día. Han sido dos semanas muy largas, con dos más largas aún por llegar.
—Si el maestre Avery te coge ahora, serán más que eso —advirtió Danica.
Cadderly sacudió la cabeza y levantó las manos.
—Intenté limpiar la cocina —explicó—. Iván y Pikel me echaron. ¡Es mi cocina, chico! —dijo Cadderly en su mejor imitación enana, mientras los puños golpeaban las caderas al tiempo que resoplaba—. ¡Si hay algo que limpiar, lo haré yo! No necesito…
Danica le recordó dónde estaba para que bajara el tono de voz y se lo llevó a un lado tras unas estanterías.
—Ése era Iván —dijo Cadderly—. Pikel no dijo mucho. Por lo que los enanos fregarán la cocina si, después de todo, necesita ser fregada; una buena cosa, creo. Una hora allí puede quitarme el apetito por algún tiempo.
—Eso no te exime de tu trabajo —protestó Danica.
—Estoy trabajando —replicó Cadderly. Apartó a un lado la parte delantera de la pesada capa de lana y levantó un pie, con una sandalia que era medio zapato medio cepillo de fregado—. Cada paso que doy limpia la biblioteca un poco más.
Danica no pudo discutir con el raudal sin fin de lógica personal de Cadderly. La verdad es que estaba encantada de que Cadderly hubiera venido a visitarla. Casi no lo había visto en las dos últimas semanas y se dio cuenta de que lo echaba de menos. Asimismo, en un nivel más práctico, Danica tenía problemas para descifrar algunos pergaminos importantes y Cadderly era justo la persona que podía ayudarla.
—¿Puedes echarles un vistazo a éstos? —preguntó, al tiempo que recuperaba los que estaban en el suelo.
—¿Maestro Penpahg D’Ahn? —dijo Cadderly, apenas sorprendido. Sabía que Danica había venido a la Biblioteca Edificante hacía un año para estudiar las notas recopiladas de Penpahg D’Ahn de Ashanath, el monje Gran Maestro, que había muerto quinientos años atrás. La orden de monjes era pequeña y secreta, y pocos, en esta parte de los Reinos, habían oído hablar alguna vez de Penpahg D’Ahn, pero aquellos que estudiaron las técnicas de concentración y de combate del Gran Maestro dedicaron sus vidas a su filosofía, sin reservas. Cadderly sólo había visto una parte de las notas de Danica, pero éstas le habían intrigado, y con toda seguridad no podía discutir las proezas marciales de Danica. Más de la mitad de los orgullosos clérigos de Oghma paseaban por la biblioteca frotándose las magulladuras desde que la apasionada joven había llegado a la biblioteca.
—No estoy muy segura de esta traducción —dijo Danica, extendiendo un pergamino sobre la mesa.
Cadderly se situó a su lado y examinó el manuscrito. Empezaba con un dibujo de unos puños cruzados, lo que indicaba que era una técnica de combate, pero más abajo mostraba un ojo abierto que indicaba una técnica de concentración. Cadderly empezó a leer.
—Gigel Nugel —dijo en voz alta, luego reflexionó sobre eso un instante—. Cráneo de Hierro. La maniobra se llama Cráneo de Hierro.
Danica golpeó la mesa con un puño.
—Como yo suponía —dijo ella.
—¿Qué es? —preguntó Cadderly casi con miedo.
Danica levantó el pergamino por encima de la lámpara de la mesa, señalando un boceto perdido en la esquina inferior. Cadderly lo observó de cerca, parecía ser una roca grande situada encima de la cabeza de un hombre.
—¿Se supone que es la representación de Penpahg D’Ahn? —preguntó.
Danica asintió.
—Entonces ya sabemos cómo murió —dijo Cadderly con sorna.
Danica apartó el pergamino, sin apreciar la broma. A veces la irreverencia de Cadderly cruzaba los límites de su considerable tolerancia.
—Lo siento —se disculpó Cadderly con una profunda reverencia—. Seguro que Penpahg D’Ahn era una persona fascinante, ¿pero estás diciendo que podía romper una piedra con la cabeza?
—Es una prueba de disciplina —replicó Danica, con la voz llena de excitación—. Como son todas las enseñanzas del Gran Maestro Penpahg D’Ahn. El Gran Maestro tenía el control sobre todo su cuerpo, de todo su ser.
—De lo que estoy seguro es de que olvidarías mi nombre, si el Maestro Penpahg D’Ahn volviera de la tumba —dijo Cadderly con tristeza.
—¿Olvidar el nombre de quién? —replicó Danica con calma, sin entrar en el juego.
Cadderly le lanzó una mirada dura pero la dulcificó al ver que una sonrisa asomaba a su cara, incapaz de resistirse a sus encantos. Aunque el joven estudiante de repente se puso serio, y volvió a observar el pergamino.
—Prométeme que no intentarás aplastar tu cara contra una piedra —dijo.
Danica cruzó los brazos por encima del pecho y ladeó la cabeza de forma obstinada para decirle en silencio que se metiera en sus propios asuntos.
—Danica —dijo Cadderly con firmeza.
En respuesta, Danica extendió un dedo y lo puso encima de la mesa. Sus pensamientos se interiorizaron, su concentración tenía que ser completa. Se levantó sobre ese dedo extendido, mientras se doblaba por la cintura y llevaba las piernas hasta la altura de la mesa. Mantuvo la postura durante un tiempo, encantada ante la mirada sorprendida de Cadderly.
—Los poderes del cuerpo están más allá de nuestra comprensión y expectativas —señaló Danica, al cambiar su posición para sentarse en la mesa y enseñarle a Cadderly el dedo demostrándole que no había sufrido ningún daño—. El Gran Maestro Penpahg D’Ahn lo entendió y aprendió a canalizarlos para cubrir sus necesidades. Lo único que puedo prometerte es que esta noche no saldré, ni ninguna otra noche a corto plazo, e intentaré el Cráneo de Hierro. Debes entender que esta técnica es sólo una prueba menor comparada con lo que vine a aprender aquí.
—Suspensión física —murmuró Cadderly con obvio disgusto.
La cara de Danica se iluminó.
—¡Piensa en ello! —dijo—. El Gran Maestro era capaz de detener su corazón, de suspender la respiración.
—Hay clérigos que pueden hacer la misma cosa —le recordó Cadderly—, y los magos también. Vi el conjuro en el libro que copié…
—Esto no es un conjuro —replicó Danica—. Magos y clérigos invocan poderes más allá de sus cuerpos y mentes. Sin embargo, piensa en el control necesario para hacer lo que el Gran Maestro Penpahg D’Ahn hizo. Podía detener los latidos de su corazón cuando quería, con sólo usar el propio conocimiento de su ser físico. Tú por encima de todos deberías apreciar eso.
—Lo hago —replicó Cadderly con sinceridad. Sus facciones se dulcificaron y pasó el dorso de la mano por la mejilla de Danica—. Pero me asustas, Danica. Confías en tomos de quinientos años de antigüedad con técnicas que pueden ser fatales. No recuerdo con cariño cómo era mi vida antes de conocerte, y no quiero pensar en qué sería sin ti.
—No puedo cambiar lo que soy —dijo Danica con dulzura, pero sin comprometerse—, ni abandonaré lo que ambiciono conseguir durante mi aprendizaje.
Cadderly consideró sus palabras por unos instantes, sopesándolas ante sus propios sentimientos. Lo respetaba todo de Danica, y por encima de todo, su pasión, su voluntad para aceptar y vencer todos los desafíos, eso es lo que más amaba. Doblegarla, vaciarla de la pasión, sabía que mataría, con toda seguridad, a esa chica, su Danica, más de lo que cualquiera de las técnicas, aparentemente imposibles, de Penpahg D’Ahn podría conseguir.
—No puedo cambiar —repitió Danica.
—No me gustaría —replicó Cadderly desde el fondo de su corazón.
Barjin sabía que no podría entrar en el edificio cubierto de hiedra a través de ninguna de sus ventanas o puertas. Mientras la Biblioteca Edificante siempre estaba abierta a eruditos de todas las religiones del bien, unos glifos de protección estaban situados en todas las entradas conocidas para protegerlas de aquellos que no eran invitados, personas como Barjin, dedicadas a propagar el caos y la desdicha.
La Biblioteca Edificante era un edificio antiguo, y Barjin sabía que las construcciones antiguas normalmente guardaban secretos, incluso para sus actuales moradores.
El clérigo mantuvo la botella rojo incandescente en alto, ante sus ojos.
—Hemos llegado a tu destino —dijo, hablando como si la botella pudiera oírlo—, desde donde aseguraré mi posición de autoridad sobre el Castillo de la Tríada, y sobre toda la región una vez nuestra conquista sea completa. —Barjin quiso entrar con precipitación, encontrar su catalizador, y poner en marcha los acontecimientos. En realidad no creía que el elixir fuera un agente de Talona, Barjin no se consideraba un agente de Talona a pesar de haberse unido a su orden sacerdotal. Había adoptado a la diosa por conveniencia, por beneficio mutuo, y sabía que durante el tiempo en que sus actos favorecieran los designios malignos de la Señora de la Ponzoña, ésta estaría satisfecha.
Barjin permaneció el resto del día, que era lluvioso y umbrío para ser primavera tardía, en las sombras, tras los árboles que bordeaban el ancho camino. Oyó el cántico del mediodía, entonces vio a muchos clérigos y otros eruditos salir solos o en grupos para el paseo de la tarde.
El malvado clérigo tomó una serie de medidas de precaución al lanzar sencillos conjuros que le ayudaron a camuflarse en los alrededores y permanecer indetectable. Oyó las bromas desenfadadas de los grupos que pasaban, preguntándose, como pasatiempo, cuánto cambiarían sus palabras cuando desatara ante ellos el Horror Más Sombrío.
Aunque la figura que antes llamó la atención de Barjin, no era ni un clérigo ni un erudito. Despeinado y con el pelo gris, con la cara sucia y una barba incipiente, una cara morena y llena de arrugas a causa de años a la intemperie, Mullivy, el jardinero emprendió su trabajo como había hecho durante cuatro décadas, barriendo el camino y las escaleras de las puertas principales sin hacer caso de la lluvia.
La sonrisa maléfica de Barjin se ensanchó. Si había una entrada secreta en la Biblioteca Edificante, este viejo sabría de ella.
Las nubes se desperdigaron durante la puesta de sol, y una bonita pátina escarlata delineaba las montañas al oeste de la biblioteca. Aunque Mullivy apenas se dio cuenta, había visto demasiadas puestas de sol como para que ésta le impactara. Se desperezó para ahuyentar el dolor de sus viejos huesos y paseó hacia su pequeño cobertizo al lado del enorme edificio principal de la biblioteca.
—Tú también te vuelves viejo —dijo el jardinero a la chabola tan pronto la puerta se abrió con un crujido estrepitoso. Entró, con la intención de cambiar de escoba, y entonces, de repente, se detuvo, congelado en el sitio por algún poder que no comprendía.
Una mano apareció cerca, apartando la escoba de su recia sujeción. La mente de Mullivy gritaba señales de alarma, pero no podía hacer que su cuerpo reaccionara, no podía chillar o encarar a la persona que guiaba esa mano inesperada. Entonces fue empujado dentro del cobertizo, cayó boca abajo, incapaz de levantar un brazo para impedir la caída, y la puerta se cerró tras él. Sabía que no estaba solo.
—Me lo dirás —prometió la siniestra voz desde la oscuridad.
Mullivy colgaba de sus muñecas, como había hecho durante horas. La habitación estaba totalmente a oscuras, pero el jardinero sintió la abominable presencia muy cerca.
—Podría matarte y preguntar a tu cuerpo —dijo Barjin con una risa ahogada—. Los muertos hablan, te lo aseguro, y no mienten.
—No hay ninguna otra entrada —dijo Mullivy quizá por centésima vez.
Barjin sabía que el hombre mentía. Al principio del interrogatorio, el clérigo había lanzado conjuros para distinguir la verdad de la mentira y Mullivy había fallado la prueba completamente. Barjin tendió una mano y agarró con cuidado el estómago de Mullivy.
—¡No! ¡No! —imploró, debatiéndose e intentando apartarse de la presa. Barjin lo mantuvo firme y musitó un canto en voz baja, pronto pareció que las entrañas de Mullivy estuvieran ardiendo, su estomago desgarrado por una agonía que ningún hombre podría soportar. Sus chillidos, primitivos, desesperados y desvalidos emanaban de la zona torturada.
—Grita —le reprendió Barjin—. Alrededor de la cabaña hay un conjuro de silencio, viejo insensato. No perturbarás el descanso de los de la biblioteca.
—Pero entonces, ¿por qué te preocuparías por su sueño? —preguntó Barjin con tranquilidad, con la voz llena de fingida compasión. Soltó el abdomen de Mullivy y lo golpeó con suavidad.
Mullivy paró sus movimientos y sus gritos, aunque el dolor del conjuro siniestro permaneció.
—Para ellos eres insignificante —ronroneó Barjin, su comentario llevaba la carga de influencias mágicas—. Los clérigos creen que son mejores que tú. Te permiten barrer para ellos y mantener limpios los canalones, ¿pero les importa tu dolor? Tú estás aquí fuera, sufriendo terriblemente, ¿pero se abalanzan en tu ayuda?
La pesada respiración de Mullivy disminuyó hacia un ritmo más calmado.
—Aún los defiendes con demasiada testarudez —ronroneó Barjin, al saber que su tortura empezaba a desgastar la voluntad del jardinero—. Ellos no te defenderían, y tú, sin embargo, no quieres mostrarme tu secreto, aun a costa de tu vida.
Incluso en su estado más lúcido, Mullivy no era un gran pensador. Muy a menudo su mejor amigo era una botella de vino robado, y ahora, en su confusión mental de agonía y tormento, las palabras del asaltante invisible sonaron con la fuerza de la verdad. ¿Por qué no debía mostrar su secreto a este hombre, el túnel húmedo y sucio, lleno de arañas y musgo que conducía al nivel más bajo del complejo de la biblioteca, a las catacumbas antiguas y olvidadas bajo la bodega y al nivel más alto de las mazmorras? De pronto, como Barjin había planeado, la aparición imaginaria de un asaltante invisible se atenuó. En su desesperación, el jardinero necesitaba creer que el torturador en realidad podría ser su aliado.
—¿No se lo dirás? —preguntó Mullivy.
—Serán los últimos en saberlo —prometió Barjin en tono esperanzador.
—¿No me impedirás aprovisionarme de vino?
Barjin dio un paso atrás sorprendido. Entendió la vacilación inicial del viejo. El camino secreto hacia el interior de la biblioteca llevaba a la bodega, un escondite que el desgraciado no compartiría con facilidad.
—Querido —ronroneó Barjin—, podrás tener todo el vino que desees, y mucho más, muchísimo más.
Apenas habían entrado en el túnel cuando Mullivy, que llevaba la antorcha la giró y la agitó amenazadoramente ante Barjin.
La risa de Barjin le asustó, pero la voz de Mullivy permaneció firme.
—Te he enseñado el camino —declaró el jardinero—. Ahora me voy.
—No —replicó Barjin sin alterarse. Un encogimiento de hombros hizo que la capa de viaje del clérigo cayera al suelo, mostrándolo en todo su esplendor. Llevaba sus nuevas vestiduras, la túnica de seda púrpura con el emblema del tridente rematado por tres frascos rojos. De su cinturón colgaba su particular maza, con la escultura de la cabeza de una chica—. Ahora te has unido a mí —explicó Barjin—. Y nunca te marcharás.
El terror dirigió los movimientos de Mullivy. Con la antorcha golpeó el hombro de Barjin y trató de empujarlo, pero el clérigo se había preparado bien antes de darle la antorcha al jardinero. Las llamas no tocaron a Barjin, ni chamuscaron las magnificas ropas, ya que fueron vencidas por un conjuro de protección.
Mullivy intentó una táctica diferente, golpear con la antorcha como si de un palo se tratara, pero las ropas llevaban una armadura mágica tan sólida como una coraza de metal y la antorcha de madera rebotó contra el hombro de Barjin provocándole sólo un respingo.
—Ven, querido Mullivy —lo embaucó Barjin, sin sentirse ofendido—. Tú no me quieres como enemigo.
Mullivy cayó al suelo y casi perdió la antorcha. Le costó un largo rato serenarse y recuperar el aliento.
—Tú primero —ofreció Barjin—. Tú conoces este túnel y los pasadizos de más allá. Muéstramelos.
A Barjin le gustaban las catacumbas polvorientas y solitarias, llenas con los restos de clérigos muertos hacía tiempo, algunos embalsamados y otros ya esqueletos cubiertos de telarañas. Sacaría provecho de ellos.
Mullivy lo guió en un paseo a través del nivel, incluida la desvencijada escalera que subía hasta la bodega de la biblioteca y a una habitación de tamaño medio que una vez había sido usada como estudio para la biblioteca original. Barjin pensó que esa habitación era un lugar excelente para situar su altar maldito, pero primero tenía que ver con exactitud cuán útil probaba ser el jardinero.
Encendieron unas cuantas antorchas y las situaron en los soportes de la pared, entonces Barjin llevó a Mullivy hacia una antigua mesa, una de entre el excesivo mobiliario de la habitación, y sacó su precioso equipaje. La botella había sido protegida con cuidado en el Castillo de la Tríada; sólo discípulos de Talona o alguno de corazón puro podía llegar a tocarla, y sólo estos últimos podían abrirla. Como Aballister, Barjin sabía que esto era un obstáculo, pero a diferencia del mago, creía que era adecuado. ¿Qué mejor ironía que dejar que alguien de corazón puro desatara la maldición del caos?
—Ábrela, te lo suplico —dijo Barjin.
El jardinero estudió el frasco por un momento, y después miró con curiosidad al clérigo.
Barjin sabía el punto débil de Mullivy.
—Es ambrosía —mintió el clérigo—. La bebida de los dioses. Un solo trago y los vinos te sabrán diez veces más dulces, ya que los efectos persistentes de la ambrosía nunca disminuirán. Bebe, te lo ruego. Sin duda te has ganado el premio.
Mullivy se relamió los labios con impaciencia, lanzó una última mirada a Barjin y entonces se acercó a la incandescente botella. Una descarga eléctrica lo alcanzó al tocarla, ennegreciendo sus dedos y lanzándolo al otro lado de la habitación donde se estampó contra la pared. Barjin lo examinó y puso el brazo bajo el hombro de Mullivy para ayudarle a levantarse.
—No creo —murmuró el clérigo para sí.
Mullivy no pudo encontrar voz para contestar, aún se agitaba espasmódicamente a causa del impacto y su pelo estaba erizado por la corriente estática.
—No temas —aseguró Barjin—. Me servirás de otra manera. —Entonces Mullivy se dio cuenta de que Barjin aguantaba la maza con cabeza de chica en la otra mano.
Mullivy cayó hacia el muro y levantó sus brazos a la defensiva, pero apenas eran protección contra el arma corrupta de Barjin. La cabeza de mirada inocente cayó sobre el predestinado jardinero, transformándose durante su trayectoria. La apariencia del arma se tornó angular, maligna, la Dama Ululante, su boca abierta de forma imposible, para mostrar unos largos colmillos llenos de veneno.
Mordió hambrienta el hueso del antebrazo de Mullivy y lo atravesó, aplastando y desgarrando el pecho de Mullivy. Los movimientos agónicos duraron unos instantes, luego se deslizó por el muro y murió. Barjin, con muchos preparativos aún por hacer, no le prestó atención.
Aballister se recostó en la silla, y rompió la concentración sobre el espejo mágico pero sin desbaratar el enlace que había hecho. Había localizado a Barjin y había reconocido los alrededores de la Biblioteca Edificante. Aballister se pasó las manos por el pelo ralo y evaluó la revelación, una novedad que le contrarió enormemente.
El mago tenía emociones contrapuestas ante la biblioteca, sentimientos sin resolver que no le interesaba examinar en este momento crucial. Aballister en realidad había estudiado allí una vez, muchos años antes, pero su curiosidad por los habitantes de los planos inferiores había roto esa relación. Los clérigos albergados allí consideraron una lástima que alguien del potencial de Aballister tuviera que ser conminado a marcharse, pero expresaron sus preocupaciones sobre la dificultad de Aballister en la distinción entre el bien y el mal, entre los estudios idóneos y las prácticas peligrosas.
Aunque la expulsión de Aballister no finalizó la relación con la Biblioteca Edificante, otros sucesos acaecidos durante los siguientes años habían servido para aumentar la ambigüedad de los sentimientos del mago hacia el lugar. Ahora, dentro del plan global de la conquista de la región, Aballister hubiera preferido dejar la biblioteca para el final, con él dirigiendo el ataque personalmente. Nunca habría adivinado que Barjin sería tan osado como para ir a este lugar en el asalto inicial, creía que el clérigo se aventuraría en Shilmista, o sobre algún punto vital en Carradoon.
—¿Y bien? —la pregunta llegó del otro lado de la habitación.
—Está en la Biblioteca Edificante —respondió Aballister con hosquedad—. El clérigo ha decidido empezar la campaña contra nuestros enemigos más poderosos.
Aballister anticipó la respuesta de Druzil lo bastante bien para articular bene tellemara junto al imp.
—Encuéntralo —exigió Druzil—. ¿En qué estará pensando?
Aballister le lanzó una mirada inquisitiva, pero si tuvo alguna intención de reprender a Druzil, se perdió en su coincidencia con la exigencia del imp. Se inclinó hacia el gran espejo y escudriñó a fondo, en los pisos inferiores de la biblioteca y a través de los túneles cubiertos de telarañas hacia la habitación donde Barjin había construido su altar.
Barjin, nervioso, recorrió con la mirada los alrededores durante unos instantes, luego en apariencia reconoció la fuente de la conexión mental.
—Bien hallado, Aballister —dijo el clérigo con suficiencia.
—Aceptas grandes riesgos —remarcó el mago.
—¿Dudas del poder de Tuanta Quiro Miancay? —preguntó Barjin—. ¿El agente de Talona?
Aballister no tenía la intención de reabrir ese debate irresoluble. Antes de que pudiera responder, otra figura se movió en la imagen, pálida y sin pestañear, con un brazo roto colgando grotescamente y sangre que cubría la parte izquierda del pecho.
—Mi primer soldado —explicó Barjin, al situar el cuerpo de Mullivy más cerca—. Tengo cientos más esperando mi llamada.
Aballister identificó el «soldado» como un cuerpo animado, un zombie, y al saber que Barjin estaba en unas catacumbas sin duda llenas de criptas, el mago no tuvo que preguntar dónde encontraría su ejército. De repente la elección de Barjin de asaltar la biblioteca no pareció tan temeraria, Aballister tuvo que preguntarse cuán poderoso podría ser o podría llegar a convertirse su rival. Otra vez los sentimientos encontrados respecto a la Biblioteca Edificante aparecieron ante él. Aballister quería ordenar a Barjin que saliera del lugar al momento, pero desde luego no tenía el poder para imponer su exigencia.
—No me subestimes —dijo Barjin, como si hubiera leído la mente del mago—. Cuando la biblioteca sea vencida, toda la región estará en nuestras manos. Ahora vete de aquí, tengo deberes que atender que un simple mago no puede comprender.
Aballister quiso expresar su protesta ante el tono humillante de Barjin, pero otra vez supo que las palabras no tendrían importancia. Rompió la conexión al instante y se recostó en la silla con los pensamientos flotando en el interior de su cabeza.
—Bene tellemara —repitió Druzil.
Aballister miró al imp.
—Barjin puede llevarnos a una gran victoria antes de lo que esperábamos —dijo el mago, aunque había poco entusiasmo en su voz.
—Es un riesgo innecesario —espetó Druzil—. Con las fuerzas de Ragnor listas para la marcha, Barjin podría haber encontrado un blanco mejor. Podría haber ido a los elfos y soltar la maldición allí, Ragnor a buen seguro los odia y pretende convertirlos en el primer objetivo. Si tomamos el Bosque de Shilmista, podemos marchar al sur, alrededor de las montañas, para aislar a los sacerdotes, rodear la poderosa biblioteca antes de que se den cuenta de que el problema ha llegado a sus tierras.
Aballister no discutió y se preguntó otra vez si había acertado al dejar con tanta facilidad el control del elixir a Barjin. Había justificado cada acto, cada fracaso, pero en su corazón sabía que su cobardía lo había traicionado.
—Debo ir hasta él —remarcó Druzil inesperadamente.
Después de tomarse un instante para considerar la petición, Aballister decidió no rebatirla. Enviar a Druzil sería un riesgo, sabía el mago, pero también se dio cuenta de que si hubiera encontrado la fuerza para aceptar más riesgos en sus primeras reuniones con Barjin, ahora no estaría en una posición tan complicada.
—Dorigen me informó de que Barjin llevaba un brasero encantado —dijo el mago, al levantarse y coger su bastón—. Es la mejor en hechicería. Sabrá si Barjin abre un portal a los planos inferiores en busca de aliados. Cuando Dorigen confirme la apertura, abriré un portal aquí. Tu viaje será corto, Barjin nunca sabrá que tú eres mi emisario y pensará que te invocó libremente y que es él quien te controla.
Druzil hizo un ruido con sus alas de murciélago y, con prudencia, enmudeció hasta que Aballister salió de la habitación.
—¿Tu emisario? —gruñó el imp hacia la puerta cerrada.
Aballister tenía mucho que aprender.