4

Cántico

Le están cantando —gritó Druzil asombrado, inseguro de si eso era bueno o no. Los fanáticos religiosos del Castillo de la Tríada se lo habían creído a pies juntillas. Incluso los no muy creyentes, como Ragnor y, por los cálculos de Aballister, Barjin, habían sido arrastrados por la corriente entusiasta—. Aunque no muy bien, me temo. —El imp puso las alas sobre sus orejas para atenuar el sonido.

Aballister tampoco disfrutaba de los plañidos discordantes que resonaban por todo el complejo del castillo con un empeño tal que los muros y las puertas no conseguían disminuir, pero toleraba mejor a los clérigos que a su aprensivo imp. Aunque en el corazón del mago había nacido la sombra de una duda, desde el combate en el comedor cinco semanas antes, Barjin había tomado a la fuerza el proyecto como suyo y había dirigido el coro de cantos al Horror Más Sombrío.

—Barjin tiene el dinero —le recordó Druzil, como si hubiera leído los pensamientos de Aballister.

Aballister asintió sombrío.

—Me temo que el insulto se ha vuelto contra mí —explicó, al tiempo que andaba con lentitud hacia la ventana y miraba las Llanuras Brillantes—. Al llamar a la maldición del caos el Horror Más Sombrío, busqué humillar a Barjin, para debilitar su posición, pero se ha aclimatado a la situación y su orgullo ha resistido mejor de lo que yo esperaba. Todos los seguidores creen en su honestidad hacia Talona y la maldición del caos. —Aballister suspiró. Por un lado, estaba decepcionado de que su plan no hubiera molestado a Barjin, al menos no exteriormente, pero por otro lado, el clérigo líder, sincero o no, preparaba con seguridad al Castillo de la Tríada para las próximas pruebas y así fomentaba la voluntad de Talona.

—Si los devotos creyeran que nuestro brebaje es un simple preparado mágico, no importa la potencia, no darían sus vidas con tanta facilidad por la causa —razonó Aballister, al tiempo que se giraba hacia Druzil—. No hay nada como la religión para apasionar a la chusma.

—¿No crees que el elixir sea un agente de Talona? —preguntó Druzil, aunque ya sabía la respuesta de antemano.

—Conozco la diferencia entre una poción mágica y un hombre racional —replicó el mago con sequedad—. La poción, por supuesto, servirá a la causa de la Señora de la Ponzoña, y por eso su título es el adecuado.

—Barjin se ha colocado al frente de todas las fuerzas del Castillo de la Tríada —replicó Druzil repentinamente y de forma amenazadora—. Incluso Ragnor no se atreve a ir en su contra.

—¿Porqué debería él, o cualquier otro, quererlo? —dijo Aballister—. Pronto se le dará el uso adecuado a la maldición del caos, y Barjin ha jugado un papel importante en ello.

—¿A qué precio? —preguntó el imp—. Te di la receta de la poción a ti, mi señor, no al clérigo. Ahora es el clérigo quien controla su destino, y os usa a ti y a los otros magos para servir sus propios designios.

—Somos una hermandad, bajo juramento de lealtad.

—Sois una reunión de ladrones —reconvino Druzil—. No seas tan rápido al asumir la existencia del honor. Si Ragnor no te teme, y no ve ningún provecho en protegerte, te matará. Barjin. —Druzil giró sus ojos bulbosos—, a Barjin no le importa nada excepto él. ¿Dónde están sus cicatrices? ¿Sus tatuajes? No se merece el título, ni el liderazgo de los sacerdotes. Se postra ante la diosa sólo porque al hacerlo los que le rodean lo ensalzan por su santidad. No hay nada religioso…

—Basta, querido Druzil —lo tranquilizó el mago, agitando una mano para bajar el tono de la conversación.

—¿Acaso niegas que Barjin controla la maldición del caos? —preguntó Druzil—. ¿Crees que Barjin mostraría lealtad a Aballister si no necesitara a Aballister?

El mago se alejó de la ventana y se hundió en su silla, incapaz de rebatir sus argumentos. Pero incluso si admitía que había tenido un error de cálculo, poco podía hacer para impedir que los acontecimientos siguieran su curso. Barjin tenía el elixir y el dinero, y si Aballister intentaba recuperar el control de la poción, tendría que luchar en una guerra dentro del triunvirato. Aballister y sus camaradas magos eran poderosos, pero sólo eran tres. Con Barjin arengando a cientos de guerreros del Castillo de la Tríada en pleno fervor religioso, los magos quedarían confinados en el castillo.

—Han añadido rituales y requisitos —continuó el imp, escupiendo cada una de las palabras con disgusto—. ¿Sabías que Barjin ha puesto glifos de protección en el frasco, de manera que sólo pueda ser abierto por un inocente?

—Es la típica estratagema de un clérigo —contestó Aballister sin darle importancia, mientras trataba de aliviar las preocupaciones de Druzil.

—Él no conoce el poder que está bajo su control —dijo Druzil—. La maldición del caos no necesita tretas clericales.

Aballister se encogió de hombros despreocupado, pero él tampoco estaba de acuerdo con la decisión de Barjin concerniente a esos glifos. Barjin pensó que permitir a un inocente servir como un catalizador accidental era lo adecuado para el agente de la entrópica diosa, pero Aballister temió que el clérigo estaba simplemente añadiendo requisitos a un de por sí complicado proceso.

Barjin quiesta pas tellemara —murmuró Druzil.

Aballister entrecerró los ojos. Había oído esta frase, a todas luces poco halagüeña, en contextos muy diferentes durante estas últimas semanas, y muy a menudo dirigida a él. Se guardó las sospechas para sí mismo, aunque, al mismo tiempo pensaba que la mayoría de las quejas de Druzil eran válidas.

—A lo mejor es hora de que el Horror Más Sombrío salga y desempeñe la voluntad de Talona más allá de este montón de rocas —dijo Aballister—. Puede ser que hayamos consumido mucho tiempo en su preparación.

—El poder de Barjin está demasiado consolidado —dijo Druzil—. No lo subestimes.

Aballister asintió, después se levantó y caminó por la habitación.

—No deberías subestimar —apuntó con el dedo al imp— las ventajas de convencer a la gente de que hay unos designios más altos para sus acciones, una autoridad más alta que guía las decisiones de sus líderes. —El mago abrió la pesada puerta, y el impío canto llenó la habitación con sus notas disonantes. Había más gente cantando que sólo el puñado de clérigos de Barjin, al cántico se habían unido un centenar de potentes voces, que escapaba de los muros de piedra con frenética premura. Aballister, incrédulo, sacudió la cabeza al salir.

Druzil no podía negar la efectividad de Barjin al preparar a la gente para las tareas que quedaban por delante, pero el imp aún tenía reservas acerca del Horror Más Sombrío y todas las complicaciones que el título implicaba. Sabía, a diferencia del mago, que Aballister no tendría fácil el marcharse con la botella de la poción.

—Más como ésta —dijo Cadderly a Iván Rebolludo, un enano de hombros cuadrados con la barba rubia, tan larga que si no vigilaba tropezaría con ella. Los dos estaban al lado de la cama de Cadderly, éste de rodillas e Iván de pie, mientras examinaban un tapiz que mostraba la guerra legendaria en la que la raza élfica se dividió entre elfos de la superficie y drow. Aún medio enrollada, la pesada tela cubría toda la cama—. El diseño es correcto, pero el canal podría ser demasiado estrecho para mis dardos.

Iván sacó un palito, marcado a intervalos regulares, y tomó algunas medidas de la ballesta de mano que Cadderly le había indicado, y luego de la mano del drow que la agarraba.

—Encajarán —replicó el enano, confiado de su trabajo. Miró al otro lado de la habitación, a su hermano Pikel, ocupado con algunos modelos que Cadderly había construido—. ¿Tienes el arco?

Absorbido por su juego, Pikel ni le oyó. Era varios años mayor que su hermano aunque era, de lejos, el menos serio de los dos. Eran más o menos de la misma altura, aunque Pikel tenía los hombros más redondos, una característica exagerada por las ropas flácidas y holgadas que llevaba. Esta semana su barba era verde, se la había teñido en honor a la visita de los druidas. A Pikel le gustaban los druidas, un hecho que a su hermano le hacía levantar los ojos y sonrojarse. No era normal que un enano se llevara bien con el pueblo de los bosques, pero Pikel estaba lejos de ser un enano normal. Antes que dejar que la barba creciera hasta sus pies, como hizo Iván, la dividió por la mitad y la pasó por encima de sus enormes orejas, entrelazándose con el pelo que colgaba hasta la mitad de su espalda. A Iván le pareció más bien tonto, pero Pikel, el cocinero de la biblioteca, lo creyó práctico para mantener su barba fuera de la sopa. Por añadidura, Pikel no llevaba las botas comunes a su raza, llevaba sandalias, un regalo de los druidas, y su barba larga le cosquilleaba los ásperos talones.

—Oo oi —rió Pikel entre dientes, recolocando los modelos. Uno era notablemente similar a la Biblioteca Edificante, una estructura achaparrada, cuadrada y de cuatro plantas con ventanas minúsculas. Otro modelo era un muro como los de la biblioteca soportado por arcos enormes. Fue el tercero de los modelos el que intrigó a Pikel, éste también era un muro, pero diferente a todo lo que el enano, muy familiarizado con la albañilería, había visto. El modelo se mantenía recto hasta la mitad del metro y veinte centímetros que medía el enano aunque no era tan ancho o voluminoso como el otro muro, más corto. Esbelto y grácil, eran en realidad dos estructuras, el muro y el pilar que lo soportaba, conectados por dos puentes, uno hacia la mitad y el otro en la cúspide.

Pikel presionó el modelo con fuerza hacia abajo, pero aunque parecía frágil, no se dobló ante el considerable empuje.

—¡Oo oi! —chilló el enano alborozado.

—¿La ballesta? —pidió Iván, que estaba de pie detrás de Pikel. Éste se palpó los muchos bolsillos de su delantal, finalmente le pasó un cofrecito de madera.

Pikel chilló a Cadderly, señalando la extraña construcción, y le lanzó una mirada inquisitiva.

—Es algo que investigué hace unos pocos meses —explicó Cadderly. Intentó parecer indiferente, pero su voz denotó un claro indicio de excitación. Con todo lo que había pasado recientemente, casi había olvidado los modelos, aunque el último prometía bastante. La Biblioteca Edificante estaba lejos de ser un edificio vulgar, esculturas elaboradas, realzadas por la hiedra, cubrían sus muros, y algunas de las gárgolas más asombrosas de los Reinos completaban su intrincado y efectivo sistema de canalizaciones. Las mentes más brillantes de la región la habían diseñado y construido, pero allí donde Cadderly miraba, veía sus limitaciones. En todos sus detalles, la biblioteca era pequeña y achaparrada, y sus ventanas eran pequeñas y sin importancia.

—Una idea para ampliar la biblioteca —explicó a Pikel. Recogió una manta cercana y la situó debajo del modelo de la biblioteca, arrugando sus extremos para que pareciera el terreno montañoso de los alrededores.

Iván sacudió la cabeza y volvió hacia la cama, sabiendo que Cadderly y su hermano podían continuar la extraña conversación durante muchas horas.

—Hace siglos, cuando la biblioteca fue construida —dijo Cadderly—, nadie imaginó que llegaría a ser tan grande. Los fundadores quisieron un lugar aislado donde pudieran estudiar en privado, por lo que eligieron las quebradas de las Copo de Nieve. Gran parte de las alas norte y este, así como el tercer y cuarto piso fueron añadidos mucho más tarde, pero nos hemos quedado sin espacio. Por la fachada y los laterales, el suelo está demasiado inclinado para permitir futuras ampliaciones sin la ayuda de soportes, y por el oeste, detrás de nosotros, la roca de la montaña es demasiado dura para ser horadada correctamente.

—¿Oh? —murmuró Pikel, no muy seguro de eso. Los hermanos Rebolludo habían llegado de las Montañas Galena, muy lejos, al norte, mas allá de Vaasa, un lugar donde el suelo siempre estaba helado y las rocas eran tan duras como en cualquier otra parte de los Reinos. ¡Pero no tan duras para un enano resuelto! Pikel se guardó sus pensamientos, para no interrumpir el momento de gloria de Cadderly.

—Creo que podríamos construir hacia arriba —dijo Cadderly—. Añadir un quinto, y posiblemente un sexto nivel.

—Nunca aguantará —refunfuñó Iván desde la cama, no muy interesado y deseando volver al tema de la ballesta.

—¡Ajá! —dijo Cadderly levantando un dedo hacia el techo. Iván supo por la mirada de Cadderly que había tocado la fibra sensible de sus expectativas, no le gustaban los escépticos cuando sus inventos estaban de por medio.

—¡El arbotante aéreo! —proclamó el joven, señalando con sus manos hacia el extraño muro de dos estructuras.

—¡Oo oi! —asintió Pikel, que ya había comprobado la resistencia del muro.

—Es para las hadas —gruñó Iván dubitativo.

—Míralo, Iván —dijo Cadderly con respeto—. Es para las hadas, desde luego, si esa frase implica gracia. La resistencia del diseño no puede ser subestimada. Los puentes desplazan la tensión de manera que los muros, con un mínimo de mampostería, pueden soportar más de lo que tú podrías creer, dejando muchas posibilidades para el diseño de ventanas.

—Seguro, por arriba —replicó el enano de manera brusca—. ¿Pero cómo aguantará el ataque de un gigante por los lados? ¿Y qué me dices del viento? ¡Hay fuertes ráfagas de viento cruzado aquí arriba, y más fuertes cuanto más alto construyas!

Cadderly se detuvo a pensarlo un momento, teniendo en cuenta el arbotante aéreo. Cada vez que miraba el modelo, se llenaba de esperanzas, pensó que una biblioteca debía ser un lugar para la iluminación, física y mental, y estando la Biblioteca Edificante rodeada de un paisaje y unas vistas impresionantes, era un lugar oscuro y de gruesas piedras. La arquitectura popular de su tiempo requirió cimientos sólidos de piedra y no permitió grandes ventanas. En el mundo de la Biblioteca Edificante, la luz solar era algo para ser disfrutado en el exterior.

—Los estudiosos no deberían sentarse entornando los ojos, incluso al mediodía, para leer sus libros —argumentó Cadderly.

—Las armas más grandes de todo el mundo fueron forjadas en profundas cavernas por mis ancestros —replicó Iván.

—Sólo era el principio de una idea —masculló Cadderly a la defensiva, repentinamente de acuerdo con Iván en que debían continuar con la ballesta. Cadderly no dudó del potencial de su diseño, pero se dio cuenta que tendría que perder mucho tiempo para convencer a un enano que había vivido un siglo en túneles angostos, sin la luz del sol.

Siempre comprensivo, Pikel puso la mano en el hombro del joven.

—Ahora, la ballesta —dijo Iván al abrir el cofre de madera. El enano levantó con delicadeza una ballesta pequeña y casi completa, bellamente construida y semejante a la que había representada en el tapiz—. ¡El trabajo me deja sediento!

—El pergamino casi está traducido —le aseguró Cadderly, sin olvidar la alusión a la vieja receta enana de aguamiel que le había prometido a cambio de la ballesta. Cadderly tenía traducida la fórmula desde hacía semanas pero se lo había callado, sabiendo que Iván completaría el arma con más rapidez con semejante premio esperando.

—Eso es bueno, chico —replicó Iván al tiempo que ponía la mano sobre su boca—. Tendrás la ballesta en una semana, pero necesito la pintura para acabarla. ¿Tienes algo más pequeño como muestra?

Cadderly sacudió la cabeza.

—Todo lo que tengo es el tapiz —admitió.

—¿Quieres que ande por los salones con un tapiz robado bajo el brazo? —rugió Iván.

—Prestado —corrigió Cadderly.

—¿Con la bendición de la directora Pertelope? —preguntó Iván sarcásticamente.

—Uh, oh —añadió Pikel.

—Nunca lo echará en falta —dijo Cadderly poco convencido—. Si lo hace, le diré que necesito confirmar algunos pasajes del libro drow que estoy traduciendo.

—Pertelope sabe más de los drows que tú —le recordó Iván—. ¡Es la que te dio el libro!

—Uh, oh —repitió Pikel.

—El aguamiel es más negra que la noche —dijo Cadderly improvisadamente—, por lo que dice la receta. Mataría un árbol de estatura media si vertieras sólo medio litro de ella por las raíces.

—Coge el otro lado —dijo Iván a Pikel. Éste se puso el gorro de cocinero en forma de hongo encima del pelo verde lo que hizo que sus orejas sobresalieran aún más, luego ayudó a Iván a enrollar fuertemente el tapiz. Lo levantaron entre los dos mientras Cadderly abría la puerta y se aseguraba que no había nadie en la sala.

Cadderly miró por encima de su hombro al ángulo decreciente de luz solar que brillaba a través de su ventana. El suelo de su habitación estaba marcado a intervalos crecientes para servir como reloj matutino.

—Falta poco para el mediodía —dijo a los enanos—. El Hermano Chaunticleer pronto entonará los cánticos del mediodía. Todos los sacerdotes hospedados son requeridos a asistir y muchos de los otros asisten normalmente. El camino debería estar despejado.

Iván lanzó a Cadderly una mirada amarga.

—Tut-tut —masculló Pikel, sacudiendo su cabeza peluda y agitando un dedo hacia Cadderly.

—¡Debería estar allí! —gruñó el joven—. Nadie se dará cuenta si llego un poco más tarde.

Entonces empezó la melodía, la perfecta voz de soprano del Hermano Chaunticleer flotó dulcemente por los corredores de la antigua biblioteca. Cada mediodía, Chaunticleer subía a su lugar en el estrado del gran salón de la biblioteca para cantar dos canciones, las respectivas leyendas de Deneir y Oghma. Que muchos eruditos venían a la biblioteca a estudiar, era verdad, pero muchos otros venían para oír al afamado Chaunticleer. Cantaba a capella pero podría llenar, tan plenamente, el gran salón y las habitaciones adjuntas con la sorprendente voz de cuatro octavas, que los oyentes tenían que mirarlo a menudo para estar seguros de que no tenía un coro detrás de él.

Este día la canción de Oghma era la primera, y bajo esa melodía, enérgica y vigorizante, los hermanos Rebolludo chocaron y tropezaron en su bajada por las dos escaleras de caracol y a través de una docena de puertas demasiado angostas hacia sus aposentos, al lado de la cocina de la biblioteca.

Cadderly entró en el gran salón casi al mismo tiempo, deslizándose sin hacer ruido entre las jambas de las altas puertas dobles de roble y situándose a un lado, detrás de un pilar.

—Arbotante aéreo —no pudo dejar de murmurar, moviendo la cabeza hacia el recio pilar. Entonces se dio cuenta de que no había pasado inadvertido, Kierkan Rufo le sonrió desde las sombras de la bóveda contigua.

Cadderly supo que el intrigante Rufo le había esperado, para avivar las iras del Maestre Avery, y sabía que Avery no disculparía su tardanza. Cadderly hizo ver que no le importaba, para no darle una satisfacción a Rufo. Miró intencionadamente en otra dirección y sacó el buzak, un arma arcaica usada por una tribu de halflings del sur de Luiren. El dispositivo consistía en dos discos circulares de cristal de roca, cada uno del ancho del pulgar y con el diámetro de la longitud de un dedo, unidos por el centro por una barrita en la que estaba enrollada una cuerda. Cadderly había descubierto el arma en un tomo olvidado y de hecho había mejorado el diseño, al usar una barra de metal con un pequeño agujero a través del cual la cuerda podría ser enhebrada y anudada en vez de atada.

Cadderly deslizó un dedo por el ojal del final de la cuerda. Con un golpe de muñeca, lanzó el buzak rodando hacia abajo a lo largo de la cuerda, después los atrajo otra vez hacia su mano, rodando, con un simple tirón de su dedo.

Cadderly miró por el rabillo del ojo. Al advertir que Rufo estaba atento, lanzó los discos otra vez y cogiendo la cuerda con la mano libre formó un triángulo, y mantuvo el artefacto que aún giraba en el medio, mientras lo balanceaba adelante y atrás, como si estuviera arrullando a un bebe. Ahora, Rufo se inclinaba hacia adelante, hipnotizado por el juego, y Cadderly no perdió la oportunidad.

Soltó la cuerda de su mano, al tiempo que recuperaba el buzak demasiado rápido como para que un ojo pudiera seguirlo, luego con un movimiento de muñeca se lo lanzó a su rival. La cuerda devolvió el artefacto volador a su mano antes de que llegase a medio camino de Rufo, pero el joven, sorprendido, trastabilló y cayó hacia atrás. Cadderly se congratuló de su oportunismo, porque la ruidosa caída de Rufo coincidió con la pausa más dramática en el canto del Hermano Chaunticleer.

—¡Shh! —sisearon los demás desde todas las direcciones, y Cadderly no se quedaba atrás. Parecía que el Maestre Avery iba a tener dos estudiantes a los que aleccionar esa misma noche.