Danica
El obeso luchador frotó con su mano rechoncha la magulladura más reciente, al tiempo que intentaba ignorar las crecientes burlas de sus colegas.
—Me he relajado demasiado contigo —dijo a la joven—. Yo peso tres veces más que tú, y además eres una chica.
Danica apartó los cabellos de sus ojos color marrón, en forma de almendra, y trató de esconder una sonrisa. No quiso humillar al orgulloso clérigo, un discípulo de Oghma. Sabía que sus bravuconadas eran ridículas. Había luchado con toda su furia, pero esto no le había servido de nada.
Danica era una chica menuda, medía escasamente un metro y medio, pelirroja, con una cabellera rizada y espesa, que caía sobre sus hombros y una sonrisa que hubiese conquistado el corazón de un paladín. Aunque aquellos que podían ver más allá de las simples apariencias, descubrían algo más que una chica. Años de meditación y entrenamiento habían aguzado sus reflejos y aumentado sus músculos dotándola de excelentes condiciones para el combate, que los clérigos de Oghma, que se creían grandes luchadores, descubrían dolorosamente uno tras otro.
Cada vez que Danica necesitaba información de la gran Biblioteca Edificante, la encontraba a cambio de un combate de lucha. Para conseguir un simple pergamino escrito por un monje muerto hacía años, Danica se encontraba ahora enfrentada a su último adversario, un sudado y maloliente hipopótamo. En realidad no le importaba el combate, supo que podría ganar a éste tan fácilmente como lo había hecho con los otros.
El gordo arregló su túnica negra y dorada, bajó la cabeza redonda y cargó.
Danica esperó hasta que el clérigo estuvo justo delante, a los espectadores les pareció como si la mujer hubiera sido enterrada bajo una montaña de carne. En el último instante, pasó la cabeza bajo el brazo del que embestía, agarró su mano, y de manera despreocupada dio un paso adelante a la vez que él la dejaba atrás a causa del impulso. Una sutil flexión de la muñeca detuvo al clérigo en seco, y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, Danica le lanzó una patada a las articulaciones de sus rodillas, que lo hizo caer de bruces.
Cuando el clérigo se desplomó, su brazo se dobló ante la presa de extraordinaria firmeza de Danica. Los allí reunidos elevaron lamentos compasivos y risas burlonas.
—¡Esquina oriental! —chilló el clérigo—. ¡Tercera fila, tercera estantería, por arriba, en un cilindro de plata!
—Muy agradecida —dijo Danica, liberándole el brazo. Miró alrededor, al tiempo que esbozaba una sonrisa inocente—. A lo mejor la próxima vez que necesite información, podemos luchar dos contra uno.
Los clérigos de Oghma, temiendo que su dios no estuviera complacido, gruñeron y se alejaron.
Danica ofreció la mano al clérigo caído, pero éste, orgulloso, la rechazó. Pugnó por levantarse, casi volvió a caer por la falta de aliento, y se apresuró a alcanzar a los otros.
Danica sacudió la cabeza levemente y recuperó sus dos dagas de un banco cercano. Se tomó un tiempo para examinarlas, como siempre hacía antes de ponerlas en las vainas de las botas. Una tenía la empuñadura de oro, con un pomo labrado en forma de cabeza de tigre, y la otra de plata, con la imagen de un dragón. Ambas tenían las hojas de cristal transparente y estaban encantadas por un conjuro mágico que les daba la dureza del acero y un equilibrio perfecto. Eran un regalo muy valioso del maestro de Danica, un hombre al que Danica echaba en falta. Había vivido con el Maestro Turkel desde que sus padres habían muerto, y el enjuto anciano se había convertido en toda su familia. Pensó en él al envainar sus armas, mientras juraba por enésima vez visitarlo cuando hubiera acabado sus estudios.
Danica Maupoissant había crecido entre el bullicio del mercado de Westgate, ochocientos kilómetros al nordeste de la Biblioteca Edificante, en el istmo entre el Lago de los Dragones y el Mar de las Estrellas Fugaces. Su padre, Pavel, era un artesano con la reputación de ser uno de los mejores constructores de carros de la región, y que, como mucha gente de Westgate, poseía una terca y feroz independencia y no menos cantidad de orgullo.
La suya era una vida de placeres simples y amor incondicional. Danica tenía doce años cuando dejó a sus padres para servir como aprendiz del viejo alfarero de barba blanca llamado Turkel Bastan. Sólo unos meses más tarde Danica llegó a comprender por qué sus padres la habían mandado lejos; habían anticipado lo que se avecinaba.
Pasó un año arrastrándose de acá para allá por la ciudad, al dividir su tiempo entre sus muchos quehaceres con el Maestro Turkel, y las raras oportunidades que tenía para ir a casa. De repente, no hubo lugar adonde ir. El asalto se había producido en la oscuridad de la noche, y cuando los asesinos se fueron, también habían desaparecido los padres de Danica, la casa en la que había crecido, y la tienda de carros que había sido el agotador trabajo de su padre durante toda la vida.
El Maestro Turkel se mostró poco impresionado cuando le explicó a Danica las terribles noticias, pero más tarde la niña lo oyó llorando, en la soledad de su cuartucho. Sólo entonces Danica cayó en la cuenta que Turkel y sus padres habían organizado su aprendizaje. Lo había asumido como una cosa accidental, y había temido que a lo mejor sus padres simplemente se la sacaban de encima por su propia conveniencia. Sabía que Turkel era de la tierra de Tabot, en el lejano oriente, la tierra montañosa de alguno de los ancestros de su madre, y se preguntó si el alfarero era un pariente lejano. Cualquiera que fuese su relación, el aprendizaje de Danica con el maestro pronto adquirió un nuevo rumbo. Él la ayudó mientras duró su dolor, entonces empezó su verdadera instrucción, lecciones que poco tenían que ver con la alfarería.
Turkel era un monje Tabotano, un discípulo del Gran Maestro Penpahg D’Ahn, cuya religión combinaba disciplina mental y entrenamiento físico para lograr la armonía del alma. Danica conjeturó que Turkel no tenía menos de ochenta años, pero se podía mover con la gracia de un gato y golpear con sus manos desnudas con la fuerza de un arma de metal. Sus demostraciones más que asombrar a Danica, la agotaron. Silencioso y modesto, Turkel era el hombre más pacífico y agradecido que Danica había conocido, aunque bajo esta apariencia externa era un tigre luchador que podía aparecer rugiendo cuando fuera necesario.
Así, también, creció el tigre en Danica. Aprendió y practicó, sólo eso le importaba. Usó el trabajo constante como un remedio contra sus recuerdos, una barricada contra el dolor al cual aún no podía enfrentarse. Turkel lo comprendió, Danica se dio cuenta más tarde, y decidió cuidadosamente cuándo le daría más detalles de la muerte de sus padres.
Los artesanos y mercaderes de Westgate, a causa de su aguerrida independencia, eran a menudo rivales acérrimos, y Pavel no había escapado a este hecho de la vida de la ciudad. Había demasiados constructores de carros, Turkel no le dijo a Danica sus nombres, que estaban envidiosos de la prosperidad de Pavel. En algunas ocasiones fueron a verlo, con amenazas de graves consecuencias, si no compartía la larga lista de pedidos con ellos.
—Si hubieran venido como amigos y como colegas artesanos, Pavel habría repartido la riqueza —había dicho Turkel, si bien él y el padre de Danica tenían más que la leve amistad que fingían tener en público—. Pero tu padre era un hombre orgulloso. No quería ceder a las amenazas, no importaba lo reales que fueran éstas.
Danica nunca había presionado a Turkel para saber la identidad de los que habían asesinado a sus padres, o mejor dicho, que habían contratado a los temidos Máscaras de la Noche, el método usual de asesinato en Westgate, y hasta este día, seguía sin saber quiénes eran. Pensó que su maestro se lo diría cuando creyera que estaba preparada para ello, para tomar venganza, si ésta era su elección, o cuando decidiera que tenía la intención de olvidar el pasado y pensar en el futuro. Turkel siempre dijo que ésta tenía que ser su elección.
La imagen del viejo maestro llegó con claridad a la mente de Danica mientras estaba allí, de pie, y sujetaba las magníficas dagas.
—Me has superado —le tuvo que decir, y no había remordimiento en su tono, sólo orgullo—. Tus habilidades superan a las mías en gran cantidad de disciplinas.
Danica recordó con viveza que había pensado que era el momento de que le explicara toda la verdad, que Turkel le dijera los nombres de los conspiradores que habían matado a sus padres, que le dijera que saliera a cumplir su venganza.
Turkel tenía otras ideas.
—Sólo hay un maestro que pueda continuar tu entrenamiento —había dicho Turkel, y tan pronto como mencionó la Biblioteca Edificante, Danica supo qué pasaría con su futuro. La biblioteca era el lugar donde se encontraban muchos de los pergaminos, raros e inestimables, del Gran Maestro Penpahg D’Ahn, Turkel quiso que aprendiera directamente de los archivos del gran maestro, muerto hacía tiempo. Fue entonces cuando Turkel le dio las dos magníficas dagas.
Así dejó Westgate, cuando apenas era más que una niña, para construirse un futuro, para adquirir nuevas cotas de disciplina. Una vez más, el Maestro Turkel le había mostrado su amor y respeto, situando sus necesidades por encima de la obvia desesperación que le causaba su marcha.
Danica supo que había aprendido mucho en su primer año en la biblioteca, tanto en sus estudios como en su comprensión de otra gente, del mundo que ahora le parecía demasiado grande. Pensó con ironía que su aprendizaje del ancho mundo se diera en un lugar de poco menos que reclusión monástica, pero no podía negar que sus puntos de vista habían madurado considerablemente durante el año que había estado en la biblioteca. Antes había vivido con un íntimo deseo de venganza, ahora Westgate y los asesinos a sueldo parecían muy lejanos, y muchas y más positivas oportunidades se habían abierto ante ella.
Desechó esos recuerdos, los apartó con una última imagen de la calmada sonrisa de su padre, los ojos almendrados de su madre, y las muchas arrugas de la cara delgada y marchita del Maestro Turkel. Entonces incluso esas imágenes placenteras desaparecieron, enterradas bajo las muchas responsabilidades de Danica para con su disciplina.
La biblioteca era una habitación enorme sostenida por docenas y docenas de pilares abovedados, que eran incluso más confusos debido a los miles de bajorrelieves esculpidos en cada uno de ellos. Le tomó mucho tiempo determinar cuál era la esquina oriental. Cuando al final llegó, andando entre una isla de libros fuertemente empaquetados, encontró a alguien que la esperaba.
Cadderly no pudo esconder la sonrisa, nunca podía cuando miraba a Danica, desde el primer momento en que la vio. Supo que había venido de Westgate, situada a muchos kilómetros al nordeste. Sólo eso la hacía mundana para sus arquetipos, y había otras muchas cosas acerca de ella que avivaban su imaginación. Aunque la apariencia y los gestos eran en mayor parte occidentales y no demasiado diferentes de lo normal en los reinos centrales, la forma de sus ojos reveló algún ancestro en el lejano y exótico oriente.
Cadderly se preguntaba a menudo si eso era lo que, al principio, lo había atraído de Danica. Esos ojos almendrados le habían prometido aventuras y él era un hombre con una extrema necesidad de aventuras. Ya había pasado su veintiún cumpleaños y sólo había estado fuera de los terrenos de la Biblioteca Edificante en una docena de ocasiones, y en ellas siempre había estado acompañado al menos por uno de los maestres, a menudo Avery, y muchos otros sacerdotes. Algunas veces se sentía lastimosamente despojado de experiencias reales. Para él, las aventuras y las batallas eran hechos que estaban en los libros. Nunca había visto un orco vivo o un monstruo de cualquier clase.
Y en eso que apareció la misteriosa Danica y sus cautivadoras promesas.
—Te ha llevado mucho tiempo —dijo Cadderly con intención.
—Llevo en la biblioteca sólo un año —replicó Danica—. Pero tú has vivido aquí desde los cinco años.
—Memoricé la biblioteca en una semana, incluso a esa edad —aseguró Cadderly con un chasqueo de los dedos. Se situó a su lado mientras ella se dirigía hacia la esquina.
Danica elevó la mirada hacia él y se tragó una respuesta sarcástica, insegura de si el fascinante Cadderly le tomaba el pelo.
—¿Así que ahora luchas contra los más grandes? —preguntó Cadderly—. ¿Debería estar preocupado?
Danica se detuvo de repente, atrajo la cabeza de Cadderly hacia la suya, y le besó con impaciencia. Se separó de él sólo unos centímetros, con sus ojos almendrados, llamativos y exóticos, atravesándolo.
Cadderly, en silencio, dio las gracias a Deneir por no pertenecer ninguno de los dos a una orden con celibato, pero, como siempre que se besaban, el contacto puso nerviosos a los dos.
—La lucha te excita —dijo Cadderly con timidez, al tiempo que disminuía la tensión y el romanticismo—. Ahora estoy preocupado.
Danica lo apartó pero no soltó su túnica.
—Deberías tener más cuidado, ya sabes —continuó Cadderly, de pronto con seriedad—. Si alguno de los maestres te pilla luchando…
—Los jóvenes y orgullosos eruditos no me dejan otra alternativa —replicó Danica, al tiempo que se arreglaba el pelo para apartárselo de la cara. En realidad no había sudado mucho contra el último oponente—. En este laberinto al que tú llamas biblioteca, no podría encontrar la mitad de lo que necesito en un centenar de años. —Levantó los ojos como para enfatizar la inmensidad de la habitación sostenida por pilares.
—No hay problema —le aseguró Cadderly—. Tengo la biblioteca memorizada…
—¡Desde los cinco! —terminó Danica por él y se acercó a él de nuevo. Esta vez Cadderly decidió que su concentración podría traer beneficios añadidos. Se giró con prudencia hacia el lado derecho de Danica, él escribía con la izquierda, y la última vez que intentó esto con la mano hábil, había sido incapaz de trabajar durante muchos días. Estuvo estremecido por lo que Danica llamaba Dedo de Bronce durante muchos meses, al considerarlo la forma de ataque más efectiva y no letal que había presenciado. Le había implorado a Danica que se lo enseñara, pero la chica guardó con prudencia sus métodos secretos de combate, mientras le explicaba a Cadderly que sus técnicas eran sólo una pequeña parte de su religión, tanto una disciplina del cuerpo como de la mente. No permitiría a los demás copiar simples técnicas sin adquirir primero la preparación mental y las actitudes filosóficas que las acompañaban.
En mitad del beso, Cadderly acarició el abdomen de Danica, por debajo de la camisa corta. Como siempre, el joven se sorprendía ante los músculos duros y abultados de su estómago. Un momento después, Cadderly empezó lentamente a mover su mano hacia arriba.
La reacción de Danica llegó en un parpadeo. Su mano, con un dedo extendido, salió disparada de un lado del pecho de Cadderly y golpeó su hombro.
Bajo la ropa la mano de Cadderly se detuvo de inmediato, cayendo paralizada a su lado. Hizo una mueca, al convertirse, el ardiente dolor, en un entumecimiento general por todo el brazo.
—Eres como un… —balbució Danica—. Un… ¡Un niño!
Al principio, Cadderly pensó que su rabia era la reacción prevista a sus atrevidas caricias, luego Danica lo dejó aturdido.
—¿Nunca puedes olvidar tus estudios?
—¡Lo sabe! —murmuró horrorizado Cadderly al tiempo que Danica se alejaba enfurecida. Al esperar el ataque, había atisbado con cuidado por el rabillo del ojo y creyó que sabía con precisión dónde había golpeado el dedo de Danica. Hasta ese momento, había considerado su intento un éxito, a pesar del continuo dolor. ¡Pero ahora Danica le había descubierto!
El joven erudito se paró a considerar las implicaciones, entonces se relajó cuando oyó la suave risa justo al otro lado de la siguiente estantería. Dio unos pasos hacia ella, con el propósito de arreglar las cosas, pero Danica se volvió tan pronto él rodeó la esquina, con el dedo en posición de ataque.
—El toque funcionará también con tu cabeza —prometió la chica, con ojos vivaces.
Cadderly no dudó de ello ni por un instante, y a buen seguro, no quiso que Danica demostrara sus palabras. Siempre le sorprendió que Danica, con apenas la mitad de peso, pudiera vencerlo con tanta facilidad. La miró con sincera admiración, incluso envidia, ya que deseaba con toda su alma poseer su abnegación y su juicio, su pasión por los estudios. Cuando Cadderly iba por la vida ocupado pero distraído, la visión de Danica acerca del mundo permanecía estrechamente centrada, basada en una religión rígida y filosófica a la vez, poco conocida en los Reinos. Esa pasión, también acentuó el hechizo que ella había lanzado sobre él. Quiso abrir su mente y su corazón para ver en ambos, sabiendo que sólo allí encontraría las respuestas con las que llenar los elementos vacíos de su propia vida.
Danica personificaba sus sueños y sus esperanzas, incluso evitaba recordar cuán extremadamente vacía había sido su vida antes de conocerla.
Se retiró lentamente, al tiempo que levantó las palmas de las manos y las mantuvo abiertas para mostrar que no quería tomar parte en más demostraciones.
—¡Quieto! —ordenó Danica con tanta dureza como le permitía su voz melodiosa—. ¿No tienes nada que decirme?
Cadderly pensó por un instante, preguntándose qué quería oír.
—¿Te quiero? —preguntó más que declaró.
Danica asintió y sonrió encantadora, después bajó la mano. Los ojos grises de Cadderly le devolvieron la sonrisa con creces y dio un paso adelante.
El peligroso dedo volvió a aparecer mientras lo agitaba, al tiempo que parecía una víbora diabólica.
Cadderly sacudió la cabeza y se fue de la habitación corriendo, mientras se paraba sólo para coger un trozo de pergamino y mojar la pluma, que llevaba bajo la cinta de su sombrero, en un tintero abierto. Había sido testigo del Dedo de Bronce, y quería hacer un apunte de la imagen mientras aún estaba fresca en su mente.
Esta vez, la risa de Danica no fue tan suave.