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Agente de Talona

Desde una cierta distancia, la estribación rocosa al nordeste de las Montañas Copo de Nieve parecía muy poco notoria, montones de peñascos esparcidos por las laderas cubiertas de pedruscos más pequeños. También a aquellos que no lo conocían mejor, les hubiera parecido que un glotón era un animal inofensivo. Una docena de túneles separados conducían bajo la pendiente rocosa, y cada uno de ellos prometía la muerte a todos aquellos aventureros que buscaran cobijarse por la noche.

Esta estribación montañosa en particular, que estaba lejos de ser natural, albergaba el Castillo de la Tríada, un castillo disfrazado de montaña, una fortaleza para una hermandad maligna decidida a ganar el poder. Los trotamundos debían ser cautos en los Reinos, puesto que la civilización a menudo terminaba en las murallas de la ciudad.

—¿Funcionará? —siseó Aballister, mientras tocaba indeciso el pergamino. Tenía una fe razonable en el manuscrito, Talona lo había conducido a él, pero después de muchos sufrimientos y penalidades, y con el aroma de la victoria tan cerca de la mano, no podía evitar una sombra de duda. Apartó la mirada del pergamino y la dirigió a un ventanuco del complejo fortificado. Las Llanuras Brillantes permanecían oscuras y desoladas hacia el este, y la puesta de sol encendía fuegos en las nevadas Copo de Nieve hacia el oeste.

El pequeño imp dobló las alas coriáceas alrededor de su pecho y cruzó sus brazos por encima, mientras golpeaba impaciente el suelo con un pie.

Quiesta bene tellemara —murmuró por lo bajo.

—¿Qué has dicho? —soltó Aballister, mientras se volvía con prontitud en dirección a su, a menudo, impaciente compañero y levantaba una ceja—. ¿Has dicho algo, Druzil?

—Funcionará, he dicho. Funcionará —mintió Druzil con su voz rasposa y sofocada—. ¿Dudarías de Dama Talona? ¿Dudarías de su sabiduría al unirnos a los dos?

Aballister murmuró receloso y aceptó el insulto como una desafortunada pero inevitable consecuencia de tener un compañero demasiado sabio y perverso. El delgado mago sabía que la traducción era menos que acertada, y que Quiesta bene tellemara era algo indudablemente despreciativo. No dudaba de la apreciación de Druzil sobre la poderosa poción, aun así, de alguna manera, le alteraba los nervios más que otra cosa. Si las afirmaciones de Druzil sobre la maldición del caos probaban ser ciertas, Aballister y sus compañeros pronto llegarían a tener más poder del que jamás había soñado. Durante muchos años el Castillo de la Tríada había aspirado a conquistar la región de las montañas Copo de Nieve, el bosque élfico de Shilmista, y el asentamiento humano de Carradoon. Ahora, con la maldición del caos, este proceso podría empezar pronto.

Aballister miró a un lado de la ventana, al brasero dorado, soportado por un trípode, que siempre estaba encendido en la habitación. Ése era su portal hacia los planos inferiores, la misma puerta que le había traído a Druzil. El mago recordó ese momento vivamente, un día de presentimientos. La encarnación de la diosa Talona le había instruido para usar sus poderes de hechicería y le había dado el nombre de Druzil, prometiéndole que el imp le daría la fórmula más exquisita del caos. Poco sabía entonces, que el preciado plan del imp implicaría dos años de esfuerzos laboriosos y costosos, imponerle un esfuerzo hasta los límites de su aguante y destruir a muchos otros durante el proceso.

La fórmula de Druzil, la maldición del caos, lo valía, decidió. Se había tomado la elaboración como su cruzada personal para la Dama de la Ponzoña, como la gran labor de su vida, como el don de su diosa que lo situaría por encima de sus sacerdotes.

Ahora, el portal estaba cerrado, Aballister poseía poderes que podían abrirlo y cerrarlo tan fácilmente como si girara una manija. Los polvos estaban en saquitos cuidadosamente marcados, la mitad para abrir y la otra para cerrar, alineados alternativamente en una mesa cercana. Sólo Druzil conocía su existencia, aparte de Aballister, y el imp nunca había actuado contra las exigencias del mago con respecto a la puerta. Druzil podía ser impertinente y a menudo una molestia tremenda, pero era bastante cumplidor en asuntos importantes.

Aballister continuó su repaso con la mirada y vio su imagen en un espejo al otro lado de la habitación. Una vez había sido un hombre apuesto, con ojos inquisitivos y una sonrisa arrebatadora. El cambio había sido dramático, ahora estaba en los huesos y envejecido, su afición por la magia negra, su culto a una diosa exigente, y controlar criaturas caóticas como Druzil le habían cobrado un peaje. Muchos años antes, lo había dejado todo, su familia y amigos, las cosas que había considerado queridas, en su hambre de conocimientos y poder, y esa obsesión se multiplicó cuando encontró a Talona.

Más de una vez, pensó, antes y después del encuentro, si había valido la pena. Druzil le ofreció la oportunidad que había buscado toda su vida, poder más allá de su imaginación, pero la realidad no estaba a la altura de sus expectativas. En este punto de su miserable vida, el poder parecía tan vacío como su cara delgada.

—¡Pero estos ingredientes! —dijo Aballister, con la intención, o quizá con la esperanza de poder encontrar un fallo en lo que parecían los sólidos planes del imp—. ¿Ojos de masa sombría? ¿Sangre de druida? ¿Cuál es el propósito de esto? ¿Tentáculos de una bestia desplazante?

—Maldición del caos —dijo Druzil, como si las palabras solas pudieran disipar los razonamientos del mago—. Es una poderosa poción la que planeas elaborar, mi amo. —La sonrisa dentada de Druzil hizo que un estremecimiento recorriera el espinazo de Aballister. Éste nunca se había sentido demasiado cómodo al lado del cruel imp.

Del quiniera cas ciem-pa —dijo Druzil a través de sus dientes puntiagudos—. ¡Ciertamente una poción poderosa! —tradujo con falsedad. La verdad es que Druzil había dicho—: Incluso consideradas tus limitaciones. —Pero Aballister no necesitaba saber eso.

—Sí —murmuró Aballister, mientras se golpeaba con un dedo la punta de su nariz aquilina—, en realidad debo tomarme un tiempo para aprender tu lenguaje, mi querido Druzil.

—Sí —repitió Druzil, mientras movía sus orejas alargadas—, iye quiesta pas tellemara —que significaba—: Si no fueras tan zopenco. —Druzil hizo una reverencia profunda para tapar su impostura, pero el acto acabó de convencer a Aballister de que el imp se reía de él.

—El coste de estos ingredientes ha sido considerable —dijo Aballister, al volver al asunto.

—Y la elaboración no es exacta —añadió el imp, sarcástico—. Y podríamos encontrar, amo, un centenar más de problemas si los buscásemos, pero te recuerdo los beneficios. ¡Los beneficios! Tu hermandad no es muy fuerte, no lo suficiente. ¡No sobrevivirá! No sin el brebaje.

—¿Materia divina? —meditó Aballister—. Llámalo así —replico Druzil—. Desde que fue Talona la que te dirigió a ello, desde que sus deseos fueron auspiciados, a lo mejor, verdaderamente lo es. Un título apropiado para la causa de Barjin y sus miserables sacerdotes. Serán más devotos y obsequiosos si comprenden que lo que elaboran es un verdadero agente de Talona, un poder en sí mismo al que prodigar su adoración, y la devoción de éstos ayudará a poner en cintura a cara de orco Ragnor y sus guerreros patanes.

Aballister estalló en carcajadas al pensar en los tres clérigos, la segunda orden del triunvirato maligno, de rodillas mientras rezaban a un simple objeto mágico.

—Llámalo Tuanta Miancay, el Horror Sombrío —dijo Druzil, con una risita sarcástica—. A Barjin le gustará. —Druzil reflexionó por un momento y añadió—: El Horror Sombrío no. Tuanta Quiro Miancay, el Horror Más Sombrío.

Las carcajadas del mago se incrementaron, con cierto desasosiego. Horror Más Sombrío era un título asociado a los sacerdotes de más alto rango y más devotos de Talona. Barjin, líder religioso del Castillo de la Tríada, aún no había alcanzado ese honor, se referían a él como Suprema Extenuación. Que el título de esta maldición del caos lo deje atrás aguijoneará al arrogante clérigo, y Aballister disfrutará del espectáculo. Barjin y su banda llevaban un año en el castillo. El sacerdote había viajado desde Damara roto y sin hogar, sin un dios al que invocar desde que una nueva orden de paladines gobernantes había devuelto a su malvada deidad a los planos inferiores. Como Aballister, Barjin afirmaba haber encontrado la encarnación de Talona y que fue ella quien le mostró el camino hacia el Castillo de la Tríada.

El poder y la diligencia de Barjin eran estimables, y sus seguidores habían traído con ellos incontables tesoros de su viaje. Cuando llegaron, el triunvirato gobernante, y en particular Aballister, les dio la bienvenida con los brazos abiertos, le parecía magnífico que Talona llegara a juntar una combinación tan poderosa, una alianza que fortalecería el castillo y proporcionaría los recursos para terminar la fórmula de Druzil. Ahora, meses después, Aballister había empezado a dudar de la conveniencia de la unión, y en particular del clérigo. Barjin era un hombre carismático, algo reprobable en una religión dedicada a la enfermedad y al veneno. Muchos de los sacerdotes de Talona se herían o cubrían su piel con tatuajes grotescos, pero Barjin no había hecho nada de eso, no había sacrificado nada a su nueva diosa, pero, gracias a su riqueza y a sus extraordinarios poderes de persuasión, había llegado con rapidez a liderar a los clérigos del castillo.

Aballister permitió el ascenso, pensaba que era el deseo de Talona, y se había apartado de su camino para satisfacer a Barjin, en resumidas cuentas no estaba demasiado seguro de su elección. Ahora, sin embargo, necesitaba el apoyo de Barjin para mantener unido el Castillo de la Tríada, y las riquezas del clérigo para costear la larga elaboración de la maldición del caos.

—Debo encargarme de la mezcla de los ingredientes para el material divino —dijo el mago pensando en el tema—. Sin embargo, cuando encontremos un momento, Druzil, me gustaría aprender un poco de ese lenguaje tan característico que utilizas a menudo.

—Como desees, mi señor —dijo el imp, mientras hacía una reverencia y Aballister dejaba la habitación y cerraba la puerta tras él. Druzil dijo las palabras siguientes en su idioma privado, la lengua de los planos inferiores, pues temía que Aballister estuviera escuchando detrás de la puerta—. ¡Quiesta bene tellemara, Aballister! —el imp no pudo contenerse al decir—: Pero eres demasiado zopenco —con la única idea de oír las palabras en las dos lenguas.

A pesar de todos los insultos lanzados de manera despreocupada a su señor, apreciaba al mago. Aballister poseía una inteligencia maravillosa para un humano, era el más poderoso del triunvirato, y según sus cálculos los tres magos eran el brazo más poderoso de la unión. Aballister completaría la poción maldita y proporcionaría el objeto para expandirla, y por eso, Druzil, que había esperado este día durante décadas, estaría eternamente agradecido. Era más listo que la mayoría de imps, más listo que mucha gente, y cuando cayó en sus manos la antigua receta de un manuscrito olvidado un siglo antes, la mantuvo oculta de su antiguo señor, otro humano. Ese mago no tenía ni los recursos ni la sabiduría para llevar a cabo el plan y expandir, en consecuencia, la causa del caos, pero Aballister sí.

Aballister sintió una mezcla de esperanza y excitación tan pronto clavó los ojos en el brillo rojizo que emanaba del interior de la botella cristalina. Ésta era la primera prueba de la maldición del caos, y todas las expectativas del mago se veían moderadas a causa del enorme gasto realizado para reunir esa pequeña cantidad.

—Un ingrediente más —susurró el imp ansioso, sin compartir ninguna de las dudas de su señor—. Añade el yote, y entonces podremos liberar el vapor.

—¿No debería ser bebida? —preguntó Aballister—. No, señor, eso no —dijo el imp que palideció notoriamente—. Las consecuencias son demasiado graves. ¡Muy graves!

Aballister dedicó un momento a estudiar al imp. En los dos años en que Druzil había estado a su lado, no recordaba un momento en el cual lo hubiera visto tan turbado. El mago atravesó la habitación en dirección a una vitrina y sacó una segunda botella, más pequeña que la que contenía la poción, pero decorada intrincadamente con numerosas runas mágicas. Cuando Aballister sacó el tapón, emanó un flujo continuo de humo.

—Es humo sin fin —explicó el mago—. Un objeto menor de mágicas…

—Lo sé —terció Druzil—. Y ya he descubierto que el frasco encajará correctamente con nuestra poción.

Aballister empezó a preguntarse cómo Druzil podía saber eso, cómo Druzil podía saber algo acerca de su redoma del humo sin fin, pero se guardó las preguntas, y recordó que el malicioso imp tenía contactos en otros planos que podrían responder a sus cuestiones.

—¿Puedes crear más de ésas? —dijo Druzil, mientras señalaba la botella Aballister apretó los dientes por los gastos añadidos que significaba, y su sola expresión respondió la pregunta.

—La maldición del caos funciona mejor como niebla, y con sus propiedades mágicas, la botella continuará expeliéndola durante muchos años, aunque su alcance será limitado —explicó Druzil—. Será necesario otro contenedor si queremos esparcir el tóxico como es debido.

—¿Tóxico? —gritó Aballister, al borde de la ira. Druzil aleteó con sus alas coriáceas, para alejarse al otro lado de la habitación, aunque la distancia no importara mucho, en lo concerniente al poderoso mago.

—¿Tóxico? —repitió—. Mi querido, querido Druzil, ¿quieres decirme que he gastado una fortuna en oro, que me he arrastrado detrás de Barjin y sus absolutamente miserables clérigos, sólo para mezclar una receta de vino elfo?

Bene Tellemara —dijo el imp desesperado—. ¿Aún no entiendes lo que hemos creado? ¿Vino elfo?

—¿Aguamiel enano, entonces? —gruñó Aballister sarcástico. Cogió su bastón y dio un paso amenazante.

—No entiendes lo que pasará cuando lo soltemos —soltó Druzil.

—Dímelo.

Druzil plegó las alas ante su cara, luego las separó, un movimiento que revelaba claramente su frustración.

—Invadirá el corazón de nuestros enemigos —explicó el imp—, y exagerará sus deseos. Simples impulsos se convertirán en órdenes divinas. Nadie será afectado de la misma manera, ni los efectos serán igual de consistentes en cualquiera de las víctimas. ¡Puramente caótico! Los afectados…

Aballister levantó una mano para detenerlo, sin necesitar ninguna explicación más.

—¡Te he dado poderes que ni tú mismo hubieras imaginado! —gruñó el imp—. ¿Has olvidado la promesa de Talona?

—La encarnación sólo sugirió que te invocara —dijo Aballister—. Y sólo insinuó que tú poseías alguna cosa de valor.

—No comprendes el verdadero poder de la maldición del caos —replicó Druzil con suficiencia—. Todos los seres de la región estarán bajo tu control cuando el suyo esté destruido. El caos es algo hermoso, amo, una fuerza de destrucción y conquista, la esencia del mal, el Horror Más Sombrío. ¡Instrumentalizar el caos da poder a aquel que subsiste después de su abrazo destructor!

Aballister se recostó en su bastón y desvió la mirada. Tenía que creer a Druzil, y a pesar de eso temía creer. Le había dado demasiado de su ser a la desconocida fórmula.

—Debes aprender —dijo el imp, al ver que Aballister no estaba impresionado—. Para que tengamos éxito, debes creer. —Dobló las alas por encima de su cabeza por un momento, absorto en sus pensamientos—. ¿Ese joven guerrero, el arrogante? —preguntó de repente.

—Haverly —respondió Aballister.

—Piensa que es el mejor guerrero de Ragnor —dijo Druzil mientras una sonrisa lobuna asomaba a su cara—. Desea la muerte de Ragnor para poder asumir él el mando de los guerreros.

Aballister no argumentó nada. En muchas ocasiones, el joven Haverly, borracho de cerveza, había formulado sus deseos, aunque no había ido tan lejos como para amenazar al ogrillón. Ni siquiera el arrogante Haverly era tan estúpido.

—Hazlo venir —pidió Druzil—. Deja que realice nuestra prueba. Dile que la poción podría fortalecer su posición en el triunvirato, que le puede hacer incluso más fuerte que Ragnor.

Aballister permaneció en silencio por unos instantes mientras consideraba sus opciones; Barjin había expuesto serias dudas al respecto de todo el proyecto, a pesar de las argumentaciones de Aballister de que eso serviría a Talona mucho más que cualquier otra cosa en el mundo. El sacerdote había costeado la búsqueda de los ingredientes bajo la promesa del mago, hecha delante de una docena de testigos, de cada una de las monedas de cobre serían devueltas si el clérigo no quedaba satisfecho con los resultados. Barjin había perdido mucho en su huida de Damara, su prestigio, su ejército, y objetos muy valiosos, algunos de ellos mágicos. Las riquezas que aún le quedaban habían jugado un papel importante ayudándole a conservar una parte de su antiguo poder. Ahora, al ver que las semanas pasaban y que aumentaban los gastos sin ver los resultados, su impaciencia iba en aumento.

—Traeré a Haverly de inmediato —dijo Aballister, súbitamente interesado. Ni el mago ni Barjin sentían afecto por Ragnor, al que consideraban demasiado peligroso para ser digno de confianza, ni por Haverly, al que creían demasiado insensato, y cualquier estrago que la prueba pudiera causar en alguno de los dos podría ayudar a despejar las dudas de Barjin.

Por otro lado, pensó Aballister, podría ser divertido observar.

Druzil se sentó inmóvil en el escritorio del mago, mientras miraba con interés lo que ocurría al otro lado de la habitación. El imp deseó jugar un papel más importante en esta parte de la prueba, pero sólo los otros magos sabían de su posición como compañero de Aballister, o que después de todo era un ser vivo. Los guerreros del triunvirato, incluso los clérigos, pensaban del imp que era sólo una llamativa estatua, porque en las pocas ocasiones en que alguno de ellos había entrado en las habitaciones privadas del mago, Druzil se sentaba perfectamente inmóvil en el escritorio.

—Inclínalo hacia la cubeta para añadir la última gota —dijo el hechicero a Haverly, mientras miraba a Druzil para confirmarlo. El imp asintió imperceptiblemente y ensanchó las ventanas de su nariz por la excitación.

—Correcto —dijo Aballister al guerrero—. Aspira profundamente al escanciarlo.

Haverly permaneció erguido y lanzó una mirada de sospecha al mago. Evidentemente no confiaba en él, no le había dado ninguna muestra de amistad hasta hoy.

—Tengo grandes planes —dijo amenazador—. Y ser convertido en un tritón o cualquier criatura extraña no es parte de ellos.

—¿Dudas? —rugió Aballister de repente, sabía que debía ahuyentar las dudas del joven guerrero sin vacilar—. ¡Entonces lárgate! Cualquiera puede preparar la mezcla. Creo que aquel que es tan ambicioso como tú…

—Basta —interrumpió Haverly, y Aballister supo que había tocado la fibra sensible. Las sospechas del guerrero no podían compararse con su hambre de poder.

—Confiaré en ti, mago, aunque nunca me has dado un motivo para ello —dijo Haverly.

—Ni te he dado un motivo para que desconfíes —le recordó Aballister.

Haverly clavó los ojos un instante más en Aballister, sin suavizar su expresión, entonces se inclinó sobre la cubeta y dejó caer las últimas gotas. Tan pronto como los líquidos se tocaron, el elixir de roja incandescencia emitió una vaharada de humo carmesí directo a la cara de Haverly. El guerrero dio un salto hacia atrás, mientras su mano se dirigía hacia la espada.

—¿Qué me has hecho? —preguntó.

—¿Hecho? —repitió Aballister de manera inocente—. Nada. El humo es inocuo, aunque un poco aparatoso.

Haverly se tomó un momento para inspeccionarse, para asegurarse de que no le había pasado nada malo, entonces se relajó e inclinó la cabeza hacia el mago.

—¿Qué pasará después? —preguntó con dureza—. La mezcla del elixir es sólo la primera fase.

—¿Cuánto dura? —preguntó el guerrero anhelante.

—Podría haber llamado a Ragnor en vez de a ti —le recordó Aballister con mordacidad.

El cambio de Haverly ante la mención de Ragnor forzó al mago a dar varios pasos atrás. Los ojos del joven guerrero se abrieron como platos, se mordió el labio tan fuerte que empezó a manar sangre barbilla abajo.

—¡Ragnor! —gruñó con los dientes apretados—. ¡Ragnor el impostor! ¡Ragnor el pretencioso! ¡No deberías llamarlo, porque yo soy el mejor!

—Desde luego que lo eres, querido Haverly —lo calmó el mago, mientras trataba de tranquilizar al hombre de mirada salvaje dándose cuenta de que estaba a punto de estallar—. Eso es por que… —Aballister no pudo acabar, porque Haverly, murmurando por lo bajo, sacó su espada y cargó en dirección a la salida de la habitación, casi destruyendo la puerta al pasar. Aballister permaneció en la estancia y parpadeó aturdido.

—¿Tóxico? —dijo Druzil, sarcástico, al otro lado de la sala.

Absorto por los gritos de ¡Ragnor! Aballister no se molestó en responder al imp. El mago salió con precipitación, para no perderse el espectáculo, y pronto se encontró a sus dos colegas que seguían el alboroto por los salones.

—Es Haverly, el joven guerrero —dijo Dorigen, la única maga en todo el castillo. La sonrisa de Aballister los detuvo a ella y su compañero.

—¿La poción está completada? —preguntó Dorigen esperanzada, sus ojos ambarinos refulgieron mientras apartaba el largo cabello negro hacia los hombros.

—La maldición del caos —confirmó Aballister liderando a los perseguidores.

Cuando llegaron al gran comedor del complejo, se encontraron con que el combate ya había empezado. Muchas mesas estaban tiradas por el suelo y un centenar de hombres y orcos, e incluso unos pocos gigantes, se alineaban en los muros del gran salón, asombrados. Ragnor y Haverly estaban cara a cara en el centro de la habitación con las espadas desenvainadas.

—Los guerreros necesitarán a un tercero en su jerarquía de mando —dijo Dorigen—. Seguro que hoy uno de los dos morirá, y se quedarán con sólo dos jefes.

—¡Ragnor! —proclamó Haverly—. ¡Hoy tomo mi puesto como líder de los guerreros!

El otro guerrero, un ogrillón de gran corpulencia, que tenía ancestros de las razas orca y ogra, y que llevaba las cicatrices de un millar de batallas, apenas parecía impresionado.

—Hoy ocuparás tu puesto entre tus ancestros —le reprendió.

Haverly cargó, y el insensato ataque le costó un tajo profundo en un hombro que casi le corta el brazo. El guerrero, alienado, ni pestañeó, y no notó la herida ni el dolor.

Aunque sorprendido de que el terrible golpe no hubiera detenido a su oponente, Ragnor se las arregló para desviar la espada de Haverly y acercarse a él. Cogió el brazo de éste con su mano libre y trató de situar su espada para golpear.

Unos murmullos de asombro se elevaron entre los allí reunidos al ver que Haverly conseguía levantar su brazo cruelmente herido, y paraba de manera parecida el ataque de Ragnor.

Haverly era casi tan alto como Ragnor, pero pesaba unos cuantos kilos menos y no era tan fuerte. A pesar de ello y de la herida, bloqueó a Ragnor durante un tiempo.

—Eres más fuerte de lo que pareces —admitió Ragnor, algo impresionado, pero sin mostrar preocupación. En las pocas ocasiones en que su fuerza le había fallado, el ogrillón siempre había encontrado la manera de improvisar. Apretó un botón escondido en la empuñadura de su espada, y apareció una segunda hoja, una daga larga y delgada, que se proyectaba recta desde el pomo, en dirección a la cabeza indefensa de Haverly.

Haverly estaba demasiado absorto para darse cuenta.

—¡Ragnor! —chilló otra vez histérico y con las facciones deformadas. Golpeó con la frente la cara de Ragnor aplastándole la nariz. Haverly repitió el cabezazo, pero Ragnor ignoró el dolor y mantuvo su concentración para un ataque más letal.

La cabeza de Haverly volvió a coger impulso por tercera vez. Ragnor, saboreando su propia sangre, giró con ferocidad su brazo armado y lo hundió hacia abajo, al tiempo que la daga se clavaba hasta el fondo en el cráneo de Haverly.

Los tres clérigos del triunvirato gobernante entraron en la habitación, encabezados por Barjin, que no estaba, a todas luces, complacido con el combate.

—¿Qué significa esto? —preguntó a Aballister, al comprender que el mago había jugado un papel en ello.

—Una cosa que nos tienen que explicar los guerreros, al parecer —contestó Aballister con un encogimiento de hombros. Al ver que el clérigo estaba próximo a intervenir en la batalla que continuaba. Aballister se inclinó y murmuró al oído de Barjin—. La maldición del caos.

La cara de Barjin se iluminó al instante y observó el combate con repentino entusiasmo.

Ragnor no podía creer que Haverly aún forcejeara. Su daga de un palmo de largo se había hundido hasta el pomo, pero su adversario, obcecado, retrocedió, al tiempo que luchaba para liberarse del arma.

Ragnor lo ayudó al pensar que Haverly agonizaba. Pero, ante las atónitas miradas de los espectadores, Haverly no cayó.

—¡Ragnor! —gruñó, al tiempo que escupía sangre con cada una de las sílabas. Uno de sus ojos estaba cubierto por la sangre que manaba de la herida de la cabeza, al tiempo que manchaba su cabello castaño, pero a pesar de eso consiguió levantar la espada y trastabilló.

Ragnor, aterrorizado, golpeó primero, tomando ventaja de la ceguera parcial de Haverly, y atacó el brazo herido del guerrero. La fuerza del golpe seccionó el brazo completamente, justo por debajo del hombro, lo que hizo retroceder a Haverly unos cuantos metros.

—¡Ragnor! —escupió otra vez Haverly, aguantando apenas el equilibrio. Otra vez volvió a atacar, y otra vez Ragnor lo golpeó, en esta ocasión clavó su espada a través de las costillas del joven, cortando el corazón y los pulmones.

Los gritos de Haverly se volvieron ininteligibles, como resuellos, al tiempo que continuaba su avance. Ragnor se lanzó hacia él frenéticamente, al tiempo que lo aferraba en un abrazo fuerte que dejó las dos espadas largas inutilizadas. Haverly no tenía defensa contra el brazo libre de Ragnor, que ahora sujetaba una daga que clavó repetidamente y con salvajismo en su espalda.

A pesar de eso, pasaron muchos minutos antes de que Haverly cayera muerto al suelo.

—Un digno adversario —dijo un orco atrevido, al llegar a inspeccionar el cuerpo.

Cubierto de la sangre de Haverly y con la nariz rota, Ragnor no estaba de humor para oír halagos hacia Haverly.

—¡Un terco insensato! —corrigió, y cortó la cabeza del orco de un solo tajo.

Barjin asintió a Aballister.

—Talona observa complacida. A lo mejor tu maldición del caos valdrá lo pagado.

—¿Maldición del caos? —dijo Aballister tan pronto se le ocurrió la idea—. Eso no es un título para tan poderoso agente de Talona. Tuanta Miancay… no, uanta Quiro Miancay.

Uno de los compañeros de Barjin, que entendía el lenguaje y las implicaciones del título, sofocó un grito. Sus compañeros se volvieron a mirarlo.

—El Horror Más Sombrío —tradujo.

Barjin posó la mirada otra vez en Aballister al darse cuenta de la estratagema del mago. Aballister había jugado el papel más importante en la elaboración y, con unas simples palabras, había situado la poción por encima de Barjin. Los otros dos clérigos, seguidores fanáticos de Talona, ya se inclinaban con entusiasmo y elevaban sus plegarias por la creación de Aballister.

Tuanta Quiro Miancay —repitió el clérigo, acorralado, mientras forzaba una sonrisa—. Sí, eso será adecuado.