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La mascota de la ardilla blanca

El druida de atuendo verde emitió una serie de notas y chasquidos, pero la ardilla parecía ignorarlos mientras permanecía sentada en la rama de un gran roble, muy por encima de los tres hombres.

—Bueno, parece que has perdido la voz —remarcó uno de los hombres, un druida barbudo, de apariencia afable y cabello rubio y tupido, que le caía por los hombros.

—¿Puedes hacerlo mejor que yo? —preguntó indignado el druida de verde—. Me temo que esta ardilla es más extraña incluso de lo que aparenta con su pelaje.

Los otros dos rieron al ver que su compañero intentaba explicar su incompetencia.

—Te lo acepto —dijo el tercero del grupo, el iniciado de rango más alto—. El color de la ardilla no es de lo más normal, pero hablar con los animales es una de nuestras habilidades más sencillas. Aunque por lo pronto…

—Con todos los respetos —interrumpió el druida frustrado—. He contactado con la criatura, sólo rehúsa comunicarse. Prueba tú mismo. Te invito.

—¿Una ardilla que rehúsa hablar? —preguntó el segundo del grupo con una risa ahogada—. Pero si se encuentran entre las criaturas más charlatanas…

—Ésta no —replicaron desde atrás. Los tres se giraron para ver a un clérigo que bajaba por el camino ancho y sucio, que surgía del edificio veteado de hiedras, evidenciando juventud en sus ágiles pasos.

Era de altura y constitución medias, aunque más musculoso que la mayoría, de ojos grises y cabellos castaños y rizados que se balanceaban bajo su sombrero de ala ancha. Su túnica, de color tostado claro, y sus pantalones le identificaban como clérigo de Deneir, dios de una de las sectas principales de la Biblioteca Edificante. Al contrario que muchos de su orden, este joven llevaba, además, una llamativa capa de seda azul claro y un sombrero de ala ancha también azul, con una cinta roja y una pluma en el lado derecho. En el centro de la cinta estaba prendido un medallón de porcelana y oro que representaba una vela encendida encima de un ojo, el símbolo de Deneir.

—Esta ardilla no suelta prenda, excepto cuando decide hacerlo —dijo el joven clérigo. Las expresiones de perplejidad de los druidas, normalmente imperturbables, le divirtieron, por lo que decidió asustarlos un poco más—. Bien hallados, Arcite, Newander y Cleo. Te felicito, Cleo, por tu ascenso al rango de iniciado.

—¿Cómo sabes nuestros nombres? —preguntó Arcite, el líder—. Aún no hemos informado a la biblioteca y no le hemos dicho a nadie que estábamos aquí. —Arcite y Newander, el druida rubio, intercambiaron miradas recelosas, y la voz de Arcite se endureció—. ¿Nos han espiado tus maestros mediante medios mágicos?

—No, nada de eso —respondió de inmediato el joven clérigo, sabiendo la aversión que a los druidas les producían este tipo de tácticas—, os recuerdo, a los tres, de vuestra última visita a la biblioteca.

—¡Imposible! —añadió Cleo—. Esto fue hace catorce años. Tu no serías más que un…

—Niño —respondió—. Y lo era, tenía siete años. Con vosotros había una cuarta persona, si no recuerdo mal, una vieja dama de grandes poderes. Shannon, creo que era su nombre.

—Increíble —musitó Arcite—. Estás en lo cierto, joven. —Otra vez los druidas volvieron a cruzar miradas de recelo, sospechaban que aquí había algún truco. Los druidas no sentían demasiado afecto por todo aquel ajeno a su orden, raramente venían a la afamada Biblioteca Edificante, situada en lo alto de las aisladas Montañas Copo de Nieve, y sólo cuando tenían noticias de un descubrimiento de interés excepcional, un tomo fuera de lo común sobre hierbas o animales, o la fórmula de una nueva poción para curar heridas o para que sus jardines crecieran mejor.

Juntos, empezaron a alejarse rápidamente, pero de repente Newander, en un impulso repentino, volvió sobre sus pasos para encararse al clérigo joven, que se apoyaba despreocupado en un bastón de caminar, con la empuñadura, en forma de cabeza de carnero, trabajada magistralmente en plata.

—¿Cadderly? —preguntó Newander con una sonrisa de oreja a oreja.

Arcite también reconoció al joven y recordó la extraña historia de un niño muy inusual. Cadderly había llegado a la biblioteca antes de su quinto cumpleaños, cuando los niños raramente eran aceptados antes de los diez. Su madre había muerto varios meses antes, y su padre, demasiado inmerso en sus estudios, había desatendido al chico. Thobicus, el decano de la Biblioteca Edificante, había oído hablar del prometedor niño y lo había aceptado sin poner reparos.

—Cadderly —repitió Arcite—. ¿Seguro que eres tú?

—A tu servicio —respondió mientras hacía una profunda reverencia—, bien hallado. Me siento honrado de que me recordéis, buen Newander y venerable Arcite.

—¿Quién? —musitó Cleo, mientras miraba inquisitivamente a Newander. Su cara se iluminó al venir a su memoria el recuerdo unos instantes más tarde.

—Sí, tú eras sólo un niño —dijo Newander—. ¡Un niñito demasiado curioso, es lo que recuerdo!

—Perdonadme —dijo Cadderly mientras hacía otra reverencia—. ¡Uno no tiene muchas oportunidades de conversar con un grupo de druidas!

—Pocos tendrían esa oportunidad —remarcó Arcite—, pero tú estás entre esos pocos, al menos lo parece.

Cadderly asintió, pero su sonrisa desapareció al momento.

—Rezo por que a Shannon no le haya pasado nada —dijo verdaderamente preocupado. La druida lo había tratado muy bien en aquella ocasión, ya lejana. Le había mostrado plantas beneficiosas, raíces de buen sabor, y había hecho crecer flores ante sus ojos. Ante su asombro, Shannon se transformó, una habilidad de los druidas más poderosos, en un grácil cisne, y voló hacia el cielo de la mañana. Cadderly había deseado encarecidamente unirse a ella, recordaba vivamente su anhelo, pero ella no tenía el poder para transformarlo.

—Nada terrible, si es eso lo que quieres decir —dijo Arcite—. Murió apaciblemente hace varios años.

Cadderly asintió. Estaba a punto de dar el pésame, pero recordó prudentemente que los druidas no temían ni lamentaban la muerte, lo veían como el final de la vida y un evento poco importante en el esquema del orden universal.

—¿Conoces a esta ardilla? —preguntó Cleo de pronto, decidido a restaurar su reputación.

—Percival —dijo Cadderly—, un amigo mío.

—¿Una mascota? —preguntó Newander, sus brillantes ojos se estrecharon de manera inquisitiva. Los druidas no aprobaban que la gente tuviera mascotas.

—Si alguien es la mascota en esta relación me temo que soy yo —dijo Cadderly con una sonrisa franca—. Percival acepta mis caricias, algunas veces, y mi comida, con entusiasmo, pero estoy yo más interesado en él que él en mí, es él quien decide cuándo y dónde.

Los druidas se sumaron a la risa de Cadderly.

—Una criatura excelente —dijo Arcite, entonces con una serie de notas y chasquidos, felicitó a Percival.

—Excelente —interrumpió sarcástico Cadderly—, dale ánimos.

La risa de los druidas aumentó y Percival, contemplándolo todo desde lo alto del árbol, lanzó una mirada arrogante hacia el joven clérigo.

—¡Bueno, baja aquí y saluda! —dijo Cadderly, al tiempo que golpeaba la rama más baja del árbol con su bastón—. Como mínimo sé educado.

La ardilla no levantó la vista de la bellota que comía ruidosamente.

—Me temo que no lo entiende —dijo Cleo—. A lo mejor si se lo traduzco…

—Me entiende —insistió Cadderly—. Tanto como yo a ti, sólo que es un cabezota, ¡y lo puedo demostrar! —volvió a mirar a Percival—. Cuando tengas tiempo, Percival —dijo de manera artera—, he dejado un plato de nueces de cacasa y mantequilla en la ventana de mi habitación. —Antes de que Cadderly finalizara, la ardilla se movió con rapidez a lo largo de una rama, saltó a otra, y luego al siguiente árbol alineado a lo largo del camino. En unos instantes, había saltado a un canalón que recorría el tejado de la biblioteca y, sin detenerse ni un momento, trepó como un rayo por la hiedra hasta una ventana situada en el tercer piso del ala norte del gran edificio.

—Percival siente debilidad por las nueces de cacasa y la mantequilla —observó Cadderly cuando las carcajadas de los druidas remitieron.

—¡Una muy excelente criatura! —volvió a decir Arcite—. Y tú, Cadderly, es bueno saber que has continuado con tus estudios. Tus maestros hablaban muy bien de tu potencial catorce años atrás, pero no tenía ni idea de que tu memoria fuera tan profunda, o que, a lo mejor, nosotros los druidas dejáramos una impronta tan favorable y fuerte en ti.

—Eso es —respondió Cadderly sosegadamente—, ¡y lo hicisteis! Estoy encantado de que hayáis vuelto, por el descubrimiento reciente del tratado sobre musgos silvestres, creo.

»Aún no lo he visto, los maestres lo han mantenido a buen recaudo hasta que los más eruditos en el tema lleguen y puedan valorarlo. Ya veis, una partida de druidas no era del todo inesperada, aunque no sabíamos quién, cuántos o cuándo llegaríais.

Los tres druidas asintieron, mientras admiraban la estructura de piedra cubierta de hiedra. La Biblioteca Edificante se había mantenido en pie durante más de seiscientos años, y durante todo ese tiempo nunca había estado cerrada a nadie excepto a las religiones del mal. El edificio era descomunal, un pueblo en sí mismo, tenía que serlo en las escarpadas y aisladas Copo de Nieve, con más de ciento veinte metros de largo y la mitad de anchura y cuatro pisos por encima del nivel del suelo. Con mucho personal y provisiones —los rumores hablaban de miles de túneles de almacenaje y catacumbas— había sobrevivido ataques orcos, rocas lanzadas por gigantes, y los inviernos más brutales, y había permanecido incólume a través de los siglos.

La colección de libros, pergaminos y artefactos de la biblioteca era cuantiosa. Llenaba casi todo el primer piso, la biblioteca misma, y muchos pequeños cuartos de estudio del segundo piso. El edificio contenía muchos trabajos irremplazables y antiguos.

Aunque no tan grande como las grandes bibliotecas de los Reinos, como las valoradas colecciones de Luna Plateada en el norte y los museos de artefactos de Calimport en el sur, La Biblioteca Edificante era apropiada para el centro y oeste de los Reinos y la zona de Cormyr y estaba abierta a todo aquel que deseara aprender, a condición de que no utilizara lo descubierto con fines destructivos.

El edificio albergaba otras herramientas de investigación importantes, como una tienda de alquimia y un herbolario, y estaba envuelto en una atmósfera estimulante con vistas impresionantes a las montañas y jardines cuidados, uno de ellos con arbustos recortados en forma de animales. La Biblioteca Edificante había sido diseñada para algo más que albergar libros antiguos, era un lugar para leer poesía, pintar, esculpir, un lugar para debates sobre cuestiones profundas y muchas veces sin respuesta, comunes a las razas inteligentes. Por supuesto, la biblioteca era un conveniente tributo a Deneir y Oghma, los dioses aliados del conocimiento, la literatura y el arte.

—El tratado es un trabajo vasto, así me lo han dicho —dijo Arcite—. Pasará mucho tiempo mientras lo examinamos con detenimiento. Rezo por que el alojamiento no sea muy caro, somos hombres con pocos fondos.

—El decano Thobicus os alojará sin coste alguno, eso espero —respondió Cadderly—. Vuestro servicio no puede ser subestimado en esta materia —lanzó un guiño a Arcite—. Si no, ven a mí. Recientemente he copiado un volumen para un vecino mago, un libro de conjuros que perdió en un fuego. El hombre fue generoso. Ya ves, originalmente copié el libro, y el mago, olvidadizo como parecen serlo los magos, nunca hizo una copia.

—¿La obra era única? —preguntó Cleo, mientras sacudía la cabeza incrédulo de que un mago fuera tan insensato con su posesión más preciada.

—Lo era —dijo el clérigo mientras se tocaba la sien—, excepto para mí.

—¿Recuerdas los intrincados símbolos de un libro de conjuros lo suficiente como para recrearlo de memoria? —dijo Cleo pasmado.

—El mago fue generoso —dijo el joven erudito mientras se encogía de hombros.

—Realmente eres asombroso, joven Cadderly —dijo Arcite.

—¿Una muy excelente criatura? —dijo Cadderly irónico, haciendo que a los tres druidas se les dibujara una amplia sonrisa.

—¡De verdad! —dijo Arcite—. Nos volveremos a ver dentro de poco.

Sabida la fama druídica por la reclusión, Cadderly apreció el gran honor que le habían concedido. Hizo una reverencia profunda, y los druidas hicieron lo propio, le desearon buenos días y se dirigieron por el camino hacia la biblioteca.

El joven los observó, luego miró hacia su ventana abierta; Percival estaba sentado en el alféizar, mientras se lamía con detenimiento las patitas con los restos del desayuno de nueces de cacasa y mantequilla.

Una gotita se deslizó por el extremo de la bobina, y cayó en una tela engrasada orientada hacia una cubeta pequeña. Cadderly sacudió la cabeza y puso la mano en la espita que controlaba el flujo.

—¡Quita la mano de ahí! —exclamó el alquimista alarmado desde un banco de taller al otro lado de la tienda. Dio un brinco y se abalanzó sobre el joven demasiado curioso.

—Es demasiado lento —dijo Cadderly—. Tiene que serlo —explicó Vicero Belago por enésima vez—. Tú no eres tonto, Cadderly. Sabes mejor que nadie que no hay que ser impaciente, esto es aceite de impacto, ¿recuerdas? Una sustancia muy volátil. ¡Una gota más grande podría causar una hecatombe en una tienda tan llena de pociones inestables!

Cadderly suspiró y aceptó la reprimenda con una inclinación de cabeza.

—¿Cuánto tienes para mí? —preguntó, mientras con la mano sacaba un pequeño vial de su cinturón lleno de bolsillos.

—Eres demasiado impaciente —remarcó Belago, pero Cadderly sabía que no estaba realmente enfadado. Era uno de sus principales clientes y muchas veces le había proporcionado traducciones de arcaicas notas de alquimia—. Me temo que sólo lo que está en la cubeta. Me tienen que llegar más ingredientes, uñas de gigante de las colinas y polvo de cuerno de buey.

Cadderly levantó con delicadeza la tela engrasada e inclinó la cubeta, contenía sólo unas pocas gotas, suficiente para llenar uno de sus diminutos viales.

—Con éste hacen seis —dijo mientras usaba la tela para introducir el líquido en el vial—. Faltan cuarenta y cuatro.

—¿Estás seguro de que necesitas esa cantidad? —preguntó Belago por enésima vez.

—Cincuenta —dijo el joven.

—El precio…

—¡Bien lo vale! —rió Cadderly al guardar el vial y escabullirse fuera de la tienda. Su talante no decayó al pasar por el salón del ala sur en el tercer piso y por las habitaciones de Histra, una sacerdotisa de Sune, diosa del amor, que estaba de visita.

—Querido Cadderly —saludó la sacerdotisa, que tenía veinte años más que éste aunque seguía siendo muy atractiva. Llevaba un hábito rojo oscuro, de falda larga con dos cortes a los lados que mostraban sus curvas. Se tuvo que recordar que tenía que mantener las formas y mirarla a los ojos.

—Entra —ronroneó Histra. Cogió la túnica de Cadderly y tiró con fuerza de ella mientras lo hacía entrar en la habitación y cerraba intencionadamente la puerta.

Se las arregló para desviar la vista de la mujer lo suficiente como para ver un objeto que resplandecía a través de una manta gruesa.

—¿Está acabado? —dijo con voz aguda. Azorado se aclaró la garganta.

Histra paseó un dedo por su brazo y sonrió ante su estremecimiento.

—El conjuro está lanzado —respondió—. Lo que falta es el pago.

—Doscientas… monedas de oro —balbució—, como quedamos —alcanzó uno de sus saquitos, pero la mano de Histra agarró la suya.

—Era un conjuro complicado —dijo—, una variante del normal. —Se detuvo y sonrió seductoramente—. Pero me gustan tanto las variaciones —dijo en broma—. El precio puede bajarse, ya sabes, para ti.

Cadderly no dudó que el ruido que hizo al tragar saliva se había oído en todo el corredor. Era un estudioso disciplinado y había ido allí para un propósito determinado. Tenía mucho trabajo que hacer, pero el atractivo de Histra era innegable y su delicado perfume irresistible. Se recordó que tenía que respirar.

—Después de todo podríamos olvidarnos del pago —propuso Histra, sus dedos tocaban con suavidad el contorno de la oreja de Cadderly. El joven erudito se preguntó si podría caer en la tentación.

Al final, sin embargo, una imagen de la vivaz Danica sentada sobre la espalda de Histra, mientras restregaba despreocupada la cara de la sacerdotisa por el suelo, le devolvió el control. La habitación de Danica no estaba muy lejos, justo a través del salón y unas puertas más allá. Con firmeza se deshizo de la mano de Histra que tocaba su oreja, le dio la bolsa con el pago, y recogió con rapidez el objeto cubierto y reluciente.

Cuando Cadderly dejó las habitaciones con doscientas monedas menos en el bolsillo, temió que su cara brillara tanto como el disco que Histra había encantado para él.

Cadderly tenía otros negocios, siempre los tenía, pero no quería levantar sospechas mientras vagaba por la biblioteca, fue directo al ala norte, a su habitación. Percival aún estaba en el alféizar de la ventana cuando entró, disfrutando del sol del mediodía.

—¡Lo tengo! —dijo excitado, mientras sacaba el disco. La habitación se iluminó inmediatamente, como si estuviera a pleno sol, y la ardilla, asustada, salió disparada hacia las sombras bajo la cama de Cadderly.

Éste no tuvo tiempo de confortar a Percival, se lanzó hacia su escritorio y, del cajón lateral desordenado y lleno hasta los topes, sacó un cilindro de treinta centímetros de largo y cinco de diámetro. Con un leve giro, Cadderly sacó la tapa del fondo y reveló un orificio suficientemente ancho para el disco. Introdujo el disco con entusiasmo y volvió a tapar el cilindro bloqueando la luz.

—Sé que estás ahí abajo —dijo en tono jocoso, y sacó el tapón metálico del final del tubo, que emitió un rayo de luz.

Percival no disfrutó particularmente del espectáculo. Se escabulló de acá para allá bajo la cama y Cadderly, que reía porque al fin conseguía poner en aprietos a la escurridiza ardilla, la siguió insistentemente con la luz. Esto continuó durante unos instantes, hasta que Percival se escabulló de debajo de la cama y salió de un salto por la ventana abierta. La ardilla volvió un segundo más tarde, aunque lo justo para recoger las nueces de cacasa y la mantequilla y hacerle unos poco halagüeños comentarios a Cadderly.

Mientras reía, el clérigo puso el tapón a su nuevo juguete y lo colgó del cinturón, luego se dirigió al armario de roble. Muchos de los clérigos que vivían en la biblioteca guardaban en sus armarios vestimentas adicionales, para mostrar su mejor aspecto al constante flujo de eruditos que la visitaban, sin embargo, en el armario de Cadderly la ropa doblada ocupaba una pequeña porción del espacio. Montones de anotaciones e incluso montones más grandes de inventos diversos estaban tirados por el suelo, y cinturones y correas, de diseño propio, ocupaban la mayor parte del colgador. Además, colgado de una de las puertas había un espejo grande, una extravagancia más allá de las posibilidades de muchos de los clérigos de la biblioteca, particularmente los más jóvenes, los de menor rango como Cadderly.

Cadderly cogió una bandolera ancha y se dirigió a la cama. Ésta contenía cincuenta dardos hechos especialmente, y con el vial que había cogido de la tienda del alquimista, Cadderly estaba a punto de completar el sexto. Los dardos eran pequeños y estrechos, forjados en hierro excepto las puntas de plata y con el centro ahuecado a la medida exacta de los viales. Cadderly dio un respingo al introducir el vial dentro del dardo, mientras intentaba ejercer la suficiente presión para encajarlo en el sitio sin romperlo.

Aceite de impacto, recordó, mientras conjuraba imágenes de yemas de los dedos ennegrecidas.

El joven respiró aliviado cuando la volátil poción encajó de manera adecuada. Se sacó la capa de seda, con el propósito de ponerse la bandolera y mirarse en el espejo para ver cómo le quedaba, pero un golpe seco en la puerta le dio el tiempo justo para dejar el cinturón de cuero detrás de él, antes de que el Maestre Avery Schell, un hombre orondo y de cara colorada, irrumpiera en la habitación.

—¿Qué son todos estos recibos de pago? —gritó el clérigo, mientras agitaba un manojo de papeles en dirección a Cadderly, dejándolos caer al suelo tan pronto los terminaba de leer—. Curtidor, platero, armero… ¡Estás derrochando tu dinero!

Por encima del hombro de Avery, Cadderly vio la sonrisa dentuda de Kierkan Rufo y supo de dónde había sacado el maestre la información y la energía para su ira. Rufo, alto y de facciones angulosas, era sólo un año mayor que Cadderly, y los dos, aunque amigos, eran rivales para el ascenso en los rangos de la orden, y posiblemente en otros fines también, al recordar Cadderly las miradas de deseo que Rufo lanzaba cuando veía a Danica. Meterse en problemas se había convertido en un juego para ellos, el más fastidioso, cuando los maestres, y en particular el pesado Avery estaban de por medio.

—El dinero ha sido bien gastado, Maestre —empezó Cadderly tanteando la situación y consciente de que su interpretación y la de Avery de bien gastado diferían ampliamente—. En busca de conocimiento.

—En busca de juguetes —remarcó Rufo con una risa disimulada desde el dintel de la puerta, mientras Cadderly advertía su expresión de satisfacción.

Había obtenido la mayor alabanza por su trabajo en el libro de conjuros perdido, ante la obvia consternación de su rival, y ahora Rufo disfrutaba mientras le bajaba los humos.

—¡Eres demasiado irresponsable para permitirte tener esas cantidades! —rugió Avery, mientras lanzaba el resto de los pergaminos al aire—. No tienes el suficiente sentido común.

—Me quedé sólo con una parte de los beneficios —le recordó Cadderly—, y lo gasté de acuerdo con…

—¡No! —interrumpió Avery—. No te escondas detrás de un nombre que tú a todas luces no comprendes. Deneir. ¿Qué sabes tú de Deneir, joven inventor? Has estado todos, excepto los primeros años de tu vida, aquí, en la Biblioteca Edificante, pero muestras pocos conocimientos de nuestras doctrinas y costumbres. ¡Ve al sur, a Lantan, con tus juguetes, si eso te place, y juega con los clérigos de Gond!

—No lo entiendo.

—Por supuesto que no —respondió Avery, con un tono que se volvía más resignado. Se detuvo por un momento, y Cadderly se dio cuenta de que escogía sus palabras con mucho cuidado.

—Estamos en un lugar de aprendizaje —dijo el maestre—. Imponemos pocas restricciones a los que desean venir aquí, incluso clérigos de Gond han osado atravesar las puertas. Los has visto, pero ¿te has dado cuenta de que nunca han sido recibidos con los brazos abiertos?

Cadderly pensó en aquella pregunta por un momento, y finalmente asintió. Desde luego, recordaba claramente que Avery se había apartado de su camino para evitar encontrarse con un clérigo de Gond cada vez que uno de ellos visitaba la biblioteca.

—Tenéis razón, y yo no lo entiendo —dijo Cadderly—. Debería pensar que los clérigos de Deneir y los de Gond, dedicados al conocimiento, actuarían como colegas.

Avery sacudió la cabeza con lentitud y determinación.

—Caes en el error —dijo—. Tenemos un requisito en el conocimiento que los de Gond no siguen —calló y volvió a sacudir la cabeza, un simple acto que hirió a Cadderly más de lo que lo habría hecho cualquier alarido de Avery lanzado contra él.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Avery, en un tono controlado—. ¿Te has hecho alguna vez esta pregunta? Me decepcionas chico, eres quizá, la persona más inteligente que he conocido, y he conocido bastantes estudiosos, pero tienes los impulsos y las emociones de un niño. Sabía que sería así cuando Thobicus dijo que debíamos aceptarte… —Avery se detuvo de improviso, como si reconsiderara sus palabras, y finalizó con un suspiro.

Le pareció a Cadderly que el maestre siempre acababa en el mismo punto, cercano a la ética, y se detenía antes de sermonear, como si esperara que Cadderly llegara a conclusiones por sí mismo.

Cadderly se sorprendió cuando un momento más tarde Avery cambió súbitamente de tema.

—¿Qué hay de tus deberes cuando estás aquí sentado en tu búsqueda del conocimiento? —preguntó el maestre, mientras su voz se llenaba de cólera una vez más—. ¿Te has molestado esta mañana en encender las velas de las salas de estudio?

Cadderly dio un respingo. Sabía que había olvidado algo.

—No lo creo —dijo Avery—. Eres un bien valioso para nuestra orden, Cadderly, innegablemente dotado como erudito y como escriba, pero te lo advierto, tu conducta está lejos de ser aceptable. —La cara de Avery enrojeció tan pronto Cadderly, aún sin darse cuenta de las preocupaciones del maestre hacia él, le miró a los ojos.

Cadderly estaba casi acostumbrado a estas broncas, era Avery quien siempre llegaba de sopetón para investigar las reclamaciones que hacía Rufo. No pensaba que se tratara de una mala cosa; Avery, a pesar de su furia, era a buen seguro más indulgente que la mayoría de los otros maestres más viejos.

Avery se volvió de improviso, casi tiró al suelo a Rufo, y se fue enfurecido por el vestíbulo arrollando al larguirucho estudiante que empezaba a enderezarse.

Cadderly se encogió de hombros y atribuyó el incidente a otro de los ataques, fuera de lugar, del Maestre Avery. Éste obviamente no le entendía, el joven no estaba demasiado preocupado, sus habilidades de escriba reportaban grandes cantidades de dinero, que repartía equitativamente con la biblioteca. Lo admitía, no era el seguidor más obediente de Deneir, era indolente con respecto a los rituales de su puesto y esto a menudo le metía en líos. Pero sabía que la mayoría de los maestres entendían que su falta de tacto no provenía de la irreverencia por la orden, era simplemente que estaba demasiado ocupado en su aprendizaje y sus creaciones, dos prioridades muy altas en las enseñanzas de Deneir y que a menudo eran ventajosas para la biblioteca, de costoso mantenimiento. Se imaginó que los clérigos de Deneir, como en la mayoría de las órdenes religiosas, podían apartar la mirada para pasar por alto pequeños deslices, máxime si se consideraba que lo que se ganaba era importante.

—Oh, Rufo —dijo Cadderly, mientras alcanzaba su bandolera.

La cara angulosa de Rufo apareció al lado de la jamba de la puerta abierta, con sus pequeños ojos negros que brillaban triunfantes.

—¿Sí? —ronroneó el larguirucho.

—Has ganado este asalto.

La sonrisa de Rufo se ensanchó.

Cadderly le proyectó un rayo de luz a la cara, y el aturdido Rufo reculó aterrorizado, y dando tumbos contra la pared del corredor.

—Mantén los ojos bien abiertos —dijo Cadderly con una sonrisa—. El próximo ataque es mío. —Le guiñó un ojo, sin embargo Rufo se dio cuenta de la relativa naturaleza inofensiva de la nueva invención de Cadderly, y le devolvió la sonrisa, se atusó el pelo, y desapareció corredor abajo, con sus botas negras golpeando el suelo embaldosado, tan ruidoso como un caballo herrado que andará sobre guijarros.

Los tres druidas tenían una habitación en una esquina aislada del cuarto piso, lejos del ajetreo de la biblioteca, como Arcite había pedido. Se habían instalado sin dificultad, no llevaban mucho equipaje, y Arcite sugirió que se pusieran de inmediato a estudiar el recién encontrado libro de musgos.

—Me quedaré aquí —dijo Newander—, ha sido un largo camino, y estoy muy cansado. No os seré de gran ayuda si me duermo.

—Como desees —dijo Arcite—. No tardaremos mucho. A lo mejor puedes coger el libro cuando nosotros hayamos acabado.

Newander se dirigió a la ventana de la habitación cuando sus amigos se fueron y contempló las majestuosas Montañas Copo de Nieve. Había estado en la Biblioteca Edificante sólo en una ocasión, cuando se había encontrado por primera vez a Cadderly. Era joven entonces, tenía más o menos la edad que el joven tenía ahora, y la biblioteca con su bullicio humano, sus objetos de artesanía, y sus libros, le había impactado profundamente. Antes de venir, Newander únicamente había conocido los bosques, allí donde los animales gobernaban y los hombres eran poco numerosos.

Después de irse, Newander había puesto en duda su profesión. Él prefería los bosques, lo que más conocía, pero no podía negar la atracción que sentía por la civilización, la curiosidad por los avances en la arquitectura y el conocimiento.

Era un druida, un sirviente de Silvanus, el Padre Roble, y lo había hecho bien en sus estudios. El orden natural era de primordial importancia, por sus adecuadas decisiones, pero aún…

No sin cierta preocupación Newander había vuelto a la Biblioteca Edificante. Prestó atención a las montañas majestuosas y deseó estar allí afuera, donde el mundo era simple y seguro.