Esos hechos tuvieron lugar la noche del viernes once de junio. En la tarde del domingo trece, un pequeño grupo de personas integrado por el doctor Fell, Hadley, Lesley Grant y Markham, llegó en un automóvil de la policía a cierta casa fatídica. El superintendente se hallaba empeñado en la redacción de su informe final y debía revisar todos los detalles del caso; en consecuencia, tuvieron oportunidad de escuchar el relato completo del asunto.
Ni Lesley ni Dick hicieron comentario alguno hasta que penetraron en la sala. Conservaban aún en la mente la imagen del doctor Middlesworth, su expresión sufrida y fatigada, su cabello ralo en la coronilla y su aspecto de hombre muy inteligente; pero ya la muerte había petrificado sus facciones.
Fell ocupó el sofá y el funcionario de la policía, con su libreta de notas en la mano, el amplio sillón frente al escritorio. En ese momento, se elevaron por fin dos voces.
—¡El doctor Middlesworth! —exclamó el joven—. Pero ¿cómo se las arregló para hacerlo?
—¡El doctor Middlesworth! —dijo la muchacha con voz contenida—. ¿Por qué lo hizo y se esforzó luego en echarme la culpa?
El gigante, que había encendido un cigarro con gran cuidado, apagó el fósforo con un ademán enérgico.
—¡No, no, no! —protestó.
—¿Qué quiere usted decir?
—Debemos comprender —manifestó el hombre con su manera lenta de costumbre— que no existió nunca la menor intención de hacer recaer la culpa sobre la señorita Grant. Se esperaba que creyéramos precisamente en ello, que cayéramos en ese error. Según la reflexión del autor del hecho, debíamos presumir que el asesinato de De Villa era obra de una persona que tenía absoluta fe en «sir Harvey Gilman», que lo aceptaba como el auténtico patólogo del Ministerio del Interior y creía que Lesley Grant era una envenenadora. En consecuencia —¿comprenden ustedes?—, en consecuencia, la única persona de la que no podíamos sospechar era el hombre que desde el primer momento dudó de «sir Harvey» y que solicitó mi intervención para demostrar que se trataba de un impostor. En ese detalle reside toda la ingeniosidad de este crimen —como el cigarro no se hallaba bien encendido, el narrador le aplicó con gran cuidado otro fósforo—. Sí. Muy bien. Ahora permítanme que les relate el asunto paso a paso, en el mismo orden en que fui descubriendo las pruebas. El viernes por la mañana, a una hora inusitada, llegó precipitadamente a Hastings en su automóvil un hombre de modales suaves, con aspecto inteligente y expresión fatigada. Me obligó a abandonar el lecho y se presentó como el doctor en medicina general Hugo Middlesworth, de Six Ashes. Narró los hechos ocurridos esa noche y manifestó que tenía motivos para sospechar que «sir Harvey» era un impostor. Me preguntó si conocía al verdadero, y yo le contesté afirmativamente. Inquirió además si el auténtico era un hombre calvo, bajo y delgado, de cincuenta y tantos años, y naturalmente le respondí que no. «Bueno», me dijo entonces, «ese impostor ha intimidado a un amigo mío de apellido Markham con una serie de mentiras infames relacionadas con su novia. ¿Puede acompañarme usted al pueblo ahora y desenmascarar a ese majadero?» —el rostro de Fell adquirió una expresión horrible—. Por supuesto, acepté. ¡Ah!, ¡había excitado mis sentimientos caballerescos! Me levanté inmediatamente y acudí en socorro de la dama en desgracia y el joven atormentado por la melancolía. Fue así como llegamos dando tumbos a High Street, en Six Ashes; pero nos recibió el mayor Price con la noticia de que se acababa de hallar muerto a sir Harvey Gilman, exactamente en las mismas circunstancia de los casos imaginarios que la misma víctima había descrito. ¡Extraordinario, señoras y señores! ¡Extraordinario, repito! El médico se mostró confundido y yo también —al llegar a este punto, el rostro de Fell adquirió un aire de profunda gravedad; apuntó a Dick con el extremo de su cigarro y se inclinó hacia adelante en el sofá—. Tenga en cuenta —dijo— que la primera insinuación de esa primitiva teoría —la señorita Grant destinada intencionalmente a cargar con la culpa por alguien que había creído la historia de «sir Harvey»— provino de Middlesworth. Él y yo llegamos a esta casa poco después de las nueve y nos encontramos aquí con usted y el señor Earnshaw; recuerdo claramente haber manifestado que esa sugestión partía del médico. ¿Lo recuerda usted?
Dick asintió con una inclinación de cabeza.
—Sí, perfectamente —dijo.
—Acepté esa teoría —prosiguió el hombre, extendiendo los brazos— y la adopté. A primera vista parecía la única explicación posible. Pero un pequeño detalle me perturbaba, y lo mencioné; luego pensé que era más prudente callarlo. Ahora bien, señor Markham, el cuento de «sir Harvey» sobre una famosa envenenadora estaba especialmente calculado y confeccionado para usted y dirigido exclusivamente a su estado emocional. Iba destinado a una persona… una persona…
—¡Vamos! —interrumpió Dick con actitud—. Dígalo de una vez: iba destinado a un bobo.
Fell reflexionó.
—Bobo, no —dijo—. Pero sí una persona dominada por mía preocupación sentimental y que sufría una tensión emocional, además dé poseer una imaginación sensible a ese relato espeluznante que usted escuchó. ¡Muy bien! ¡Eso está claro! Pero ¿por qué el impostor no tuvo reparo alguno en relatar sus disparates ante el médico del pueblo, que carecía de preocupaciones sentimentales y de imaginación sensible a esa clase de cuentos y por lo tanto pudo hacerle fracasar el plan? Su actitud frente a Middlesworth era extraña, aun en la forma en que la escribió éste; no intentó hipnotizarlo, como hizo con usted, ni se esforzó por impresionarlo. En apariencia, no se preocupó por su persona y hasta pareció que ni siquiera le prestaba atención.
El joven se irguió en su asiento.
—¡Es verdad! —exclamó al recordar la escena que se había desarrollado en esa misma habitación el jueves por la noche—. De Villa le trató como si hubiera sido un objeto inanimado y aun se mostró incomodado cuando habló el médico; en seguida se esforzó por, ¿cómo diré?, por hacerle callar.
Con aire meditabundo, el doctor lanzo una bocanada de humo.
—Así, gracias a mi mente vil y desconfiada —agregó el gigante—, comencé a sospechar que Middlesworth podía saber mucho más de lo que aparentaba y también pensé que podía ser un cómplice.
—¿Cómplice? —exclamó la muchacha.
Fell hizo un ademán para imponer silencio.
—Por supuesto, en ese momento —prosiguió— no podía imaginar cuál era el juego del impostor. Pero mi sospecha se vio corroborada pocos minutos después, cuando usted —miró a Dick—, incitado por la preocupación de Earnshaw respecto al rifle, me describió en forma completa la fiesta al aire libre del día anterior. De su relato se desprendían dos hechos. El primero era el tremendo éxito obtenido por el impostor en su papel de adivino. Observe que no dijo a sus clientes frases tan vagas como esta: «Usted es bondadoso, pero obstinado; cuídese de las especulaciones comerciales durante la Cuaresma». ¡No, caramba! ¡Poseía verdadera información, gran cantidad de datos en relación con cada uno de los vecinos! ¿Cómo los obtuvo sino mediante otra persona que estaba también en el secreto? Es decir, era de suponer que existía un cómplice. El segundo hecho que se desprendía de su narración constituía una prueba condenatoria; me refiero a la misteriosa desaparición del rifle.
Dick cogió a la muchacha de la mano.
—Pero ¡ese rifle desapareció, caramba! —protestó el joven—. Seguramente usted dirá que también lo robó el médico, ¿verdad?
—Sí —replicó el doctor.
—Pero ¿cómo procedió? Las últimas personas que se aproximaron a la barraca de tiro fueron: el mayor Price, Bill Earnshaw, el doctor Middlesworth, Lesley y yo. Y todos estamos dispuestos a jurar que ninguno de nosotros pudo sustraer el arma. En cuanto al médico, ayudó a trasladar a De Villa hasta el automóvil en presencia de todo el mundo y luego se marchó de allí. ¿Cómo se las arregló para cogerla? Tal como dije a Earnshaw, resulta imposible metérsela en un bolsillo o deslizaría bajo la chaqueta.
—Efectivamente —asintió Fell—. Pero puede meterse en una bolsa de palos de golf y llevarse sin que nadie lo advierta. Según me informó usted, el médico llevaba una de esas bolsas.
Reinó un prolongado silencio. El superintendente, que tomaba nota de todo metódicamente, sentado frente a la mesa, alzó la cabeza y sonrió ligeramente. Dick recordaba ahora con claridad el momento en que Middlesworth, con paso lento y fatigado, regresaba de los juegos de golf con la pesada carga al hombro —¡esa bolsa abultada que había pasado inadvertida!— y al comprender su significado, lanzó un violento juramento.
—A veces, a este viejo majadero se le ocurre alguna idea —observó Hadley señalando al doctor—. Por eso le permito que monte en cólera.
—Gracias —dijo el aludido con aire digno y absorto; miró de reojo su cigarro y se volvió hacia Dick—. Aun a esa altura de los acontecimientos, el médico se encontraba ya en una situación muy extraña y sospechosa. Era el único que había estado en condiciones de sustraer el rifle. Bien… los dos regresaron al pueblo en el automóvil: él para atender su consultorio y usted para visitar a la señorita Grant. Yo penetré en la casa —abarcó el lugar con un ademán— y eché mi primer vistazo al escenario del crimen. Aquí averigüé algo que me obligó a rendir, espiritualmente, un homenaje al ingenio humano; descubrí la forma en que se había realizado la estratagema de la habitación cerrada.
—¿Sí? ¿Cuál es? —inquirió la muchacha.
El narrador no respondió inmediatamente a esa pregunta.
—Mientras me encontraba aquí —continuó— reflexionando sobre diversos aspectos de la cuestión, llegó Hadley, que apenas vio el cadáver exclamó: «¡Dios santo, es Sam De Villa!», y procedió a relatarme esquemáticamente la carrera de ese hombre que ustedes ya conocen. Un detalle de ese relato me convenció de que Middlesworth era la persona que buscábamos. En efecto, Sam había estudiado Medicina.
—Sólo le faltaban seis meses para obtener su título —aclaró el superintendente.
El doctor señaló otra vez a Markham con el cigarro.
—Como usted ha de recordar —observó—, esa mañana, muy temprano, le pregunté al médico, y más tarde usted le planteó idéntica pregunta en mi presencia, por qué había comenzado a sospechar que «sir Harvey Gilman» era un impostor, ¿no es así?
—Sí, es cierto —corroboró el joven.
—Afirmó —dijo Fell— que había interrogado al supuesto patólogo sobre uno de sus casos famosos y, de acuerdo a lo manifestado por Middlesworth, cuando el hombre «aludió en forma altisonante a las dos cavidades del corazón, provocó mis primeras sospechas, porque cualquier estudiante de Medicina sabe que ese órgano está formado por cuatro»; esas fueron sus palabras. Pues bien, tal error no era posible, puesto que De Villa, en el papel de auténtico sir Harvey, jamás habría cometido ni podido cometer semejante traspié en Medicina. ¡No cuadraba con su personalidad y carecía de sentido! Por lo tanto, el médico mentía. Pero ¿por qué? —Fell dirigió una rápida mirada al funcionario de la policía que seguía escribiendo en su libreta—. ¿Ha traído usted la confesión de Middlesworth, Hadley?
El superintendente cogió mía cartera que se hallaba junto a su sillón, la abrió y extrajo de ella mía delgada hoja de papel escrita a máquina que estaba dentro de una carpeta azul; en la parte inferior llevaba una firma garabateada con letra temblorosa. Se incorporó y se la pasó al doctor, que la sostuvo en la mano como si la sopesara.
En contraste con la brillante luz del sol que penetraba en la habitación por las dos ventanas, una de las cuales aparecía destrozada y la otra con una perforación de bala, el semblante grave de Fell reflejaba tristeza y desánimo.
—En la noche del viernes, poco^ antes de morir —observó el doctor—, el hombre dictó estas líneas. Es una historia desagradable, lo admito, pero comprensible, sincera y terriblemente humana.
—¡Maldición! —exclamó Markham—. ¡Es triste! ¡Yo apreciaba a ese hombre!
—Yo también —replicó Fell—. Y en cierto modo había motivo para estimarlo. Todo individuo que libra al mundo de zánganos como De Villa merece nuestra gratitud. Si no hubiera perdido la cabeza, si no hubiera matado a esa inofensiva encargada del correo…
—Usted lo habría protegido, ¿verdad? —inquirió el funcionario con tono seco y sarcástico—. En realidad, le permitió que se suicidara, ¿no es así?
El doctor pasó por alto ese comentario.
—Es una historia muy sencilla —continuó—. Seguramente, usted ha de recordar que Hadley, al referirse a De Villa, afirmó que los individuos como él son capaces de echar mano de cualquier recurso, aun de la extorsión, cuando creen que el botín es importante.
—¿Quiere decir usted que éste era uno de esos casos? —preguntó Lesley.
El gigante sopesó la hoja escrita a máquina.
—Middlesworth ocupaba una posición respetable, pero precaria —prosiguió—; le gustaba la respetabilidad casi tanto como a… —miró, a la joven, tosió y desvió la vista—. Estaba casado con una mujer de este pueblo, poseía una familia numerosa y muchos amigos. Pero para llegar a esa situación había tenido que sufrir. Hace nueve años, antes de conocer Six Ashes y la respetabilidad, se encontraba en apuros; dominado por la desesperación, aceptó un puesto en una clínica, más bien humilde, de Londres, institución que se dedicaba a efectuar operaciones perseguidas por las leyes. Él era el cirujano encargado de llevarlas a cabo. Sam De Villa lo sabía y podía probarlo; con la intención de apoderarse de las joyas de la señorita Grant, vino a esta localidad y exigió al médico su colaboración. Middlesworth no tenía la menor idea de que su perseguidor fuera casi un graduado en Medicina, y sólo le conocía como mi delincuente sin escrúpulos. «Escuche», le dijo Sam: «vendré a este pueblo desempeñando el papel de un personaje cualquiera; necesito apoderarme de esas joyas y usted me ayudará». El médico, fatigado ya y desesperado, le respondió: «Yo no seré su cómplice. En cuanto usted desaparezca con lo robado, se enterarán de que yo estoy complicado en la maniobra; de manera que no me importa que usted me denuncie con respecto al otro asunto. Le repito que no me prestaré a ser su cómplice». «Puede ser», replicó Sam fríamente, «pero usted me ha de prestar ayuda, y en primer término me contará todo lo que sepa en relación con Six Ashes y sus habitantes». De esta manera, el astuto e implacable doctor De Villa se enteró de los pormenores del lugar, y especialmente de que Ricardo Markham se hallaba profundamente enamorado de Lesley Grant, de que era inminente su compromiso con ella y de que, seguramente, se casarían. Conoció también los detalles relacionados con la vida del novio: hombre joven, autor de conocidas obras de imaginación que trataban de la mentalidad de los criminales, especialmente de envenenadores… Sam compuso su plan con destreza y facilidad. Alquiló esta casa y con extraordinario descaro se presentó ante el jefe de policía del condado como sir Harvey Gilman y le pidió que guardara el más absoluto secreto de su identidad. Cuando se celebró la fiesta, ya circulaba la noticia del compromiso matrimonial entre los dos jóvenes, y además, gracias a la señora Rackley, la de la cena que se efectuaría el viernes por la noche. Por lo tanto, De Villa decidió entrar en acción y lo hizo en esa reunión en que debía desempeñar el papel de adivino. Pero muy confiado en sí mismo, no advirtió que Hugo Middlesworth era tan inteligente como él y que se sentía cansado y desesperado. Hasta ese momento, el médico había creído que el pasado ya no existía: sin embargo, su perseguidor surgía otra vez del olvido y le acosaba como un albatros, dispuesto a persistir y amenazante siempre; ya estuviera cerca o lejos, perturbaba su sueño y ponía en peligro su respetabilidad… —un poco nervioso, Fell tosió ruidosamente y desvió la vista de Lesley—. ¿Comprende usted ese sentimiento, señorita Grant?
—Sí —respondió la muchacha, al mismo tiempo que un escalofrío recorría su cuerpo.
—Middlesworth resolvió que su perseguidor debía morir —dijo el gigante con sencillez—. Después de esa reunión social que se celebró el jueves por la tarde, casi se le presentó la oportunidad de eliminarlo. Pero escuchen cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Se acomodó los lentes, y al hacerlo dejó caer abundante cantidad de ceniza del cigarro; tomó la confesión escrita a máquina y recorrió algunas líneas con el dedo.
Mientras buscaba el párrafo exacto, movía los labios y parecía refunfuñar. Por último, comenzó a leer:
—«… En la tienda De Villa trastornó en tal forma a la señorita Grant, que cuando el mayor Price empujó casualmente el brazo de la joven, ésta lanzó un grito y apretó el gatillo del rifle. Estoy seguro de que se trataba de un accidente».
—¡Y lo fue! —exclamó Lesley.
—«… Inmediatamente me di cuenta de que había sufrido una herida superficial y se había desmayado a causa de la conmoción nerviosa. Todo el mundo creyó que se hallaba moribundo. Comprendí que en esa circunstancia podría deshacerme de él, siempre que nos dejaran solos. Por eso sustraje el rifle, lo introduje en la bolsa de golf y mantuve ésta colgada de mi hombro mientras que, con ayuda de Price, trasladaba a De Villa al automóvil. Tenía la intención de llevarlo a su casa, anestesiarlo, extraer el proyectil y disparar otro con la misma arma para provocarle la muerte. La gente imaginaría que su fallecimiento se debía al disparo accidental…».
—¡Así habrían pensado todos sin duda! —observó Markham.
—«… pero sin embargo, el plan no sirvió, puesto que no pude desembarazarme del mayor Price, a pesar de los esfuerzos que realicé. En consecuencia, tuve que buscar otro medio».
Fell sopesó otra vez la hoja de papel y luego la dejó en el sofá, a su lado.
—Efectivamente —explicó—, el hombre encontró otro recurso, que le fue proporcionado en bandeja de plata el jueves por la noche, mientras se encontraba en esta misma habitación con Dick Markham y Sam De Villa. El extorsionador relató la historia espantosa de la conocida envenenadora, preparando en esa forma el terreno para apoderarse de las joyas guardadas en la caja fuerte, mientras el médico escuchaba en silencio. Pero alguien le sugirió a éste la forma en que podía eliminar impunemente al impostor.
—¿Quién? —preguntó Dick.
—La misma víctima.
—¿Sam De Villa?
—Así lo afirma Middlesworth —manifestó Fell—. ¿Recuerda usted la escena?
Con toda facilidad, el joven la reconstruyó mentalmente: el falso patólogo ocupaba la butaca, iluminado por la luz de la lámpara con pantalla de color tostado; el médico, sentado en el sillón de mimbre, chupaba con aire pensativo la boquilla de la pipa vacía. A través de las ventanas abiertas y las cortinas un poco descorridas llegaba el susurro de la brisa en la noche estival. Con desagradable claridad volvió a ver la expresión concentrada del rostro de Middlesworth.
—Discutían ustedes con vehemencia respecto al misterio de los cuartos herméticamente cerrados —prosiguió el narrador—. A propósito de la bala que atravesó la pared de la tienda, «sir Harvey» observó que no podía considerarse completamente cerrada una habitación en cuya pared se advertía una perforación provocada por un proyectil.
—¡Sí! —asintió Dick.
—Poco después, el médico oyó un ruido que provenía del exterior; abandonó su asiento, se acercó a la ventana, y descorrió las cortinas para mirar hacia afuera. Luego enderezó la cabeza y, de espaldas a ustedes, observó fijamente los marcos del cristal como si se le hubiera ocurrido una idea en forma repentina. Es exacto, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Pues bien, cuando examinó esos marcos, ¿qué vio? —hizo notar el doctor. Se incorporó con cierto esfuerzo y avanzó pesadamente hasta la ventana cerrada en cuyo cristal inferior, hacia un costado del gancho metálico, se distinguía la perforación de bala perfectamente circular. El hombre la señaló y dijo—: Como sabemos, el coronel Pope acostumbraba fijar sus trozos de gasa en estas ventanas —a veces en su parte superior y otras en la inferior— mediante chinchetas. Por lo tanto, ¿qué descubrimos en ellas? Tal como ha señalado Earnshaw con tanta insistencia, advertimos gran cantidad de pequeños agujeritos, como alfilerazos, en toda la superficie del marco. ¿Comprendido?
—¡Naturalmente! —manifestó Dick—. Pero…
—Se podía clavar otra chincheta en cualquier parte de ese marco y al sacarla nadie repararía en la señal dejada en la madera, ¿no es así?
—Por supuesto. Pero…
—Middlesworth —continuó Fell— tuvo una doble inspiración; en seguida les describiré con exactitud cuál fue su procedimiento. Según la lógica, podía estar seguro de que antes de acostarse el impostor injeriría una dosis grande de luminal; en consecuencia, abandonó la casa y le llevó a usted a la suya en el automóvil, y cuando usted mencionó el whisky se mostró alarmado. En esa oportunidad, le pidió en nombre de Dios que no se embriagara…
—¿Por qué?
—Porque usted era un elemento esencial en el plan. En seguida se dirigió a su domicilio y realizó allí algunos preparativos. ¿Quién era la persona más indicada para tener una jeringuilla hipodérmica? Un médico, sin duda. En el caso de envenenamiento de Sodbury Cross descubrimos que el ácido prúsico puede prepararse mediante ingredientes que por separado no son venenosos[2]; pero ¿quién podía disponer con más facilidad de ese ácido? Nuevamente, un médico. Sin embargo, por el momento, esos preparativos no le preocuparon mayormente: antes debía prestar atención a otros detalles. Poco después de medianoche, cuando la población de Six Ashes se hallaba entregada al sueño —Fell alzó la confesión y la dejó otra vez en el sofá—, se dirigió a pie y lentamente a esta vivienda. El edificio se encontraba a oscuras; no tuvo la menor dificultad para entrar, puesto que no habían echado la llave a la puerta, y aun cuando esto último hubiera ocurrido, las ventanas le habrían permitido el paso. Tal como esperaba, el herido se encontraba en el dormitorio del piso alto, sumido en un sueño profundo a causa del narcótico injerido. ¡Hasta ese momento el plan se desarrollaba a pedir de boca! Penetró en la sala, encendió la luz y dispuso allí las cosas —especialmente la butaca que en este momento ocupa Hadley— para los sucesos que ocurrirían al amanecer. Cerró ambas ventanas y descorrió por completo sus cortinas. Naturalmente, ustedes ya se imaginan cuál fue el próximo paso, ¿verdad? Tomó el Winchester 61, cruzó el camino del jardín, saltó el muro, calculó con cuidado su posición y entonces —poco después de la medianoche— efectuó un disparo y la bala perforó la ventana y penetró en la habitación iluminada y desierta. Esa es la bala auténtica, la que atravesó el vidrio, rompió aquel cuadro de la batalla de Waterloo que cuelga encima de la chimenea y penetró en la pared. Después de las doce de la noche este lugar es sumamente solitario, y por ello el hombre consideró improbable que alguien pudiera oír la detonación; Sam, narcotizado en el piso superior, no se enteraría. Sin embargo, desde su casa y en medio del sueño, lord Ashe lo oyó, y según me dijo se lo comunicó a usted —nuevamente miró a Dick— a la mañana siguiente, cuando le recibió en el jardín. Pero mentalmente, el anciano confundía esa detonación con la otra que oyó poco después de las cinco de la mañana de ese mismo día. En cuanto al médico, había llevado a cabo con éxito la primera parte de su proyecto. Corrió las cortinas de todas las ventanas del edificio, encendió la totalidad de las lámparas para que se agotara la provisión de electricidad antes de la mañana, y luego regresó de prisa a su domicilio. Hasta ese momento no se había cometido cosa alguna irreparable. La casualidad, encarnada en una llamada telefónica de un enfermo en las primeras horas del día, pudo perderlo; pero el aviso procedía de Ashe Hall donde una de las sirvientas sufría una fuerte indisposición. Dada la proximidad de esa casa al domicilio de Sam, esa visita médica servía admirablemente para sus designios, pues podía vigilarlo de cerca… Se marchó de allí a las cinco menos veinte de la mañana —comunicó al dueño de la casa, en forma un poco extravagante, que se trasladaría directamente a Hastings— y se dirigió en su automóvil a High Street, donde lo dejó por el momento y volvió otra vez a pie al Camino de la Horca. Me imagino al hombre caminando en medio de las primeras luces, grises y fantasmales, de la madrugada, con el corazón tan helado como las manos. Naturalmente, muchas horas antes había echado un vistazo por las ventanas iluminadas de la casa del señor Markham y había comprobado que éste dormía en el sofá y que a su lado, en el escritorio, había una botella de whisky llena, intacta, y un sifón. Supongo que miraría por segunda vez, para cerciorarse, y luego seguiría su camino hasta la casa vecina. Hacía ya un rato que en ésta se había agotado la corriente; el lugar se hallaba a oscuras y hacía frío. Era la hora del asesinato y la ilusión. El médico comprobó que su víctima se encontraba aún bajo los efectos del somnífero; en caso de hallarlo despierto estaba dispuesto a atarlo con el cordón de una bata, de tela lisa y suave que no dejaría señal alguna, y amordazarlo con un pañuelo y esparadrapo, pero no fue necesario. Trasladó al extorsionador al piso bajo —a diferencia de Middlesworth, De Villa era un individuo pequeño— y lo sentó en la butaca, en tal forma que la trayectoria del proyectil ya disparado pasaba justamente encima de la coronilla del herido. Entonces, en el momento en que la primera y débil claridad del amanecer comenzaba a iluminar esta habitación, enrolló la manga de la bata del hombre y con las manos enguantadas le inyectó en el brazo izquierdo el ácido prúsico contenido en una jeringuilla hipodérmica.
El doctor Fell hizo una pausa. A pesar del calor de la tarde, Markham experimentaba un frío que le llegaba hasta el corazón; le parecía ver sombras maléficas que se movían, al amanecer, en esa estancia, y también al médico con sus manos enguantadas, el cadáver que se estremecía por una vez convulsivamente, y el aleteo de los pájaros en los árboles del jardín en la madrugada.
—A continuación —prosiguió el narrador— cerró la puerta con llave como ustedes comprenden, podía hacerlo puesto que ya había en la ventana una perforación de bala. Hablábamos siempre de este cuarto como si se hallara «herméticamente» cerrado. Pero ¡la verdad es que no lo estaba! ¡He ahí la clave! De Villa se había expresado con exactitud al observar que no existe habitación en esas condiciones cuando en la pared se advierte una perforación de proyectil. Middlesworth tomó una caja de chinchetas y la volcó artísticamente en el piso, a la izquierda del moribundo. Cerró la puerta por dentro con llave y cerrojo y por último… ¿Quiere hacerme el favor, Hadley?
El superintendente hizo un gesto afirmativo, pero con expresión bastante ceñuda, y se incorporó y salió de la estancia.
—El viernes por la noche —continuó el doctor— pronuncié una breve disertación respecto a las ventanas. Tengan la bondad de observar ésta en particular y el agujero de bala que, visto desde mi posición, se encuentra más abajo de la unión de ambas vidrieras, a unos ocho centímetros debajo y hacia la izquierda del gancho metálico. ¡Muy bien! Tomo una chincheta, como esta que tengo ahora en la mano, y la clavo en el marco —la parte horizontal de éste se encuentra frente a mí y marca la línea de unión de ambas vidrieras— encima de la perforación de bala, un poco hacia la izquierda. En seguida busco un trozo largo de hilo negro muy grueso, como éste —una hebra surgió como por arte de magia del vasto bolsillo de su chaqueta— y lo preparo para ejecutar mi artimaña.
Frente a la ventana apareció la figura del funcionario policial. Tal como Dick había podido comprobarlo, el antepecho no sobrepasaba en mucho el alto de la cintura de un hombre.
Fell empujó el gancho metálico hacia la derecha y éste se encontró entonces en posición horizontal al marco, y la ventana quedó sin seguro. Dobló el trozo largo de hilo y con el ojal formado en un extremo enlazó el asidero del gancho, llevó los otros dos extremos hacia la izquierda y los hizo pasar sobre la chincheta, como si se tratara de una polea y luego hacia abajo hasta introducirlos por el agujero de la bala, de manera que colgaron por la parte exterior del cristal.
—Como poseo un cuerpo de dimensiones un poco grandes —observó con tono de disculpa— me perdonarán si no ejecuto personalmente toda la maniobra. Pero levanto la vidriera, ¡así! —la alzó y la hebra larga de hilo ascendió también, pero sin alterarse por ello su posición… Imagínense ahora que salgo por aquí, como lo hizo Middlesworth, cierro después la ventana desde el exterior —la bajó otra vez con un golpe débil— y ya he terminado. Sólo tengo que tomar los extremos del hilo que cuelgan fuera y tirar de ellos hacia abajo como lo hace Hadley en este momento. Al correr sobre la chincheta que hace de polea, el hilo presiona hacia afuera, en mi dirección, sobre el asidero y lo mueve lentamente hasta que el gancho se encuentra en posición vertical al marco y la ventana está ya cerrada. Una vez realizada esta operación, mediante un fuerte tirón de la hebra la chincheta se desprende de la madera, cae y rueda por el piso de la habitación. En seguida tomo uno de los extremos del lazo y tiro de él; el hilo se desliza hacia afuera como un reptil y está ya en mi poder en el exterior del cuarto. No queda ya indicio alguno de la maniobra. Naturalmente, se hallará la chincheta, pero pasará inadvertida porque he volcado en él una caja llena de ellas. ¡Ya está, Hadley!
El gancho metálico, llevado por la hebra, se había deslizado hasta quedar asegurado. Desde el exterior, el superintendente dio un fuerte tirón hacia abajo y la chincheta, desprendida, cayó sobre el poyo de la ventana, rodó por él, cayó al piso y fue a detenerse en la alfombra…
—Como pueden comprobar —observó Fell, señalándola—, ha quedado cerca de otra que parecía pertenecer a la caja volcada que hallamos aquí el viernes por la mañana. Ustedes recordarán seguramente que ese día, por la tarde, mientras nos encontrábamos todos aquí, yo la observaba fijamente y Hadley estuvo a punto de pisarla.
El funcionario sacaba ahora el hilo hacia afuera.
—Esa es la estratagema del médico —agregó el gigante—. Su explicación exige unos minutos, pero su ejecución demanda sólo treinta segundos. La habitación estaba cerrada y Middlesworth se encontraba ya listo para el último y más importante de todos los pasos: debía convencerle a usted, señor Markham, de que hasta el momento de su llegada no había en el marco perforación alguna. Se dirigió al teléfono del vestíbulo y le habló a usted con voz susurrante y excitada; estaba seguro de que en esa forma lo atraería, y así fue. Calculó cuánto tiempo emplearía en salir de su casa y en el momento adecuado introdujo una moneda en el contador de electricidad; como antes de abandonar esta sala había dejado el conmutador en la posición conveniente, se encendió aquí una luz. Luego cruzó a la carrera la calle del jardín —un poco más hacia el Este del edificio, del huerto al monte; en esa circunstancia fue visto por la señorita Drew— y se preparó para el acto final. Cuando usted estuvo claramente al alcance de su vista, hizo correr intencionalmente el cañón del rifle sobre el borde de la pared, produciendo así un ruido raspante y fuerte que atrajo su atención. Y en cuanto usted lanzó un grito al tirador, éste apuntó a la ventana y disparó… ¿entiende en qué forma?
—Sí, con un cartucho sin bala —observó el joven.
—Exactamente —asintió el hombre—. Se inspiró en la jugada que le hizo el mayor Price a Earnshaw y utilizó el mismo sistema con mucho provecho. Usted mismo, señor Markham, se hallaba completamente convencido de que, según sus propias palabras, había visto «aparecer el agujero en el vidrio como si diera un brinco». Precisamente, durante el interrogatorio a que lo sometí el viernes por la tarde, yo debía demostrar la falsedad de ese detalle; me encontraba… tal vez un poco nervioso en ese momento, y cuando en el instante crítico Hadley me interrumpió, creo que lo maldije mentalmente y lo mandé al infierno. En realidad, usted no vio aquello que afirmaba; tal conclusión surgía del relato que hizo usted mismo. Cuando lo acosé un poco con mis preguntas, manifestó: «Mientras observaba el rifle, vi que disparaba, y a pesar de la distancia, advertí en el vidrio la perforación de bala». «Advertí», sí, pero ya no es lo mismo: ¡Naturalmente! ¡Tenía la vista fija en el arma! Vio cuando disparaba. ¡Muy bien! Pero el hecho de afirmar que también alcanzó a distinguir la perforación de bala en el preciso instante en que apareció en el vidrio, presupone la realización de un giro de izquierda a derecha con la cabeza, a una velocidad superior a la de un proyectil. Evidentemente, era imposible. Respiré con alivio, señor. Poco después, cuando se me informó que Cintia Drew había visto a un hombre, o figura, cruzar la calle del jardín, consideré que ya no faltaba elemento alguno. Pero en cuanto a la interrupción de Hadley en aquel momento difícil…
El superintendente, que había vuelto a la estancia, pareció confundido y dominado por la cólera.
—¿Mi interrupción? —repitió.
—Sí —insistió el doctor.
—La investigación se habría realizado con más facilidad si usted me hubiera informado antes de cuáles eran sus intenciones. Y además, ¿no ha pasado ahora por alto gran parte de los acontecimientos?
El cigarro de Fell se había apagado; su dueño lo miró por un momento, volvió pesadamente al sofá y tomó asiento.
—Poco queda por agregar —manifestó—. Si ustedes me lo permiten, narraré los hechos ocurridos desde las diez de la mañana del viernes; de esa manera abarcaremos todos los detalles que nos hayamos dejado. Poco antes de la llegada de Hadley, durante mi primer examen de este cuarto, me sentía… inclinado a creer que había descubierto el secreto de la habitación cerrada. Según les he referido hace un rato, nuestro superintendente me informó de la identidad del muerto; ya en esa etapa había fijado mi atención en Middlesworth. Poco antes de dirigirme a Ashe Hall…
—¿Por qué tenía tanto interés en visitar esa casa? —inquirió Dick.
—A causa de la enfermedad de la sirvienta —respondió el doctor— sus habitantes habían permanecido en pie gran parte de la noche y era posible que alguno de ellos hubiera oído algún ruido de interés para mí. Efectivamente, tal como les manifesté, lord Ashe oyó un disparo después de medianoche. Mientras me encontraba allí, pedí a Hadley que hablara con la encargada de la oficina de Correos…
—¡Y le solicitara que marcase en forma diferente los sellos que adquirieran cuatro o cinco personas determinadas! —gruñó el aludido—. Sólo muy avanzada la tarde me enteré de que usted seguía decididamente la pista del médico a mi entender, en ese momento usted podía sospechar de la señorita Drew, que era mi «candidato», del mayor Price, de Earnshaw y aun de…
—¿De mí? —preguntó Lesley en voz baja.
—Y aun de lord Ashe —dijo el funcionario, y sonrió a la joven—. ¡Fue una verdadera treta eso de tender una trampa para todos los del grupo!
—Bueno, en verdad procedí así por temor a equivocarme —replicó Fell sin alterarse—. Pero desde ese momento todas las circunstancias evidentemente fortalecieron mi convicción. En presencia de ustedes, lord Ashe me informó que el supuesto vendedor de Biblias solamente había visitado su casa; tal vez exploraba el terreno para comprobar de qué manera era recibido por el hombre de más prestigio del distrito. Pero ¡al diablo!, no era posible que hubiera obtenido toda su información respecto de los habitantes de este pueblo en una charla con el anciano, y este hecho confirmaba mi creencia de que existía un cómplice. Ya conocen ustedes los diversos indicios que, después de mi entrevista con el señor Markham a hora avanzada de la tarde, nos hicieron abrigar la certidumbre de que el asunto había sido totalmente aclarado. Por la confesión del médico, sabemos que cayó en la cuenta de la treta de los sellos porque al comprar un pliego de éstos, la pobre Laura los marcó en forma muy visible; pero ya me había enviado una carta en que acusaba a la señorita Grant de ser una famosa envenenadora e insinuaba —no afirmaba en forma precisa, sino insinuaba— la manera en que se pudo cometer el crimen. ¿No comprenden ustedes que estaba obligado a proporcionar un fundamento para su trama imaginaria? Debía probar la existencia de un enemigo de Lesley Grant, enemigo que aún confiaba en la autenticidad de «sir Harvey Gilman» y se esforzaba por hacer aparecer a la joven como culpable. En su opinión, era la única forma en que podía proceder y la más segura para alejar de su persona toda sospecha. Escribió la carta y luego, horrorizado, intentó recuperarla; la muerte de Laura Feathers es una consecuencia de ese intento.
—Pero la esquela —observó el joven— ¿insinuaba la forma real en que se había cometido el asesinato?
—¡Oh, no! Era demasiado peligroso, y además innecesario. Sólo debía insistir sin descanso en la idea de que alguien se esforzaba por perder a la señorita Grant. Advirtió las marcas en la libreta de sellos y después de eliminar a la encargada huyó y se refugió en la casa vecina porque tres personas avanzaban hacia él desde tres direcciones diferentes. La verdad es —agregó después de vacilar un momento— que al acercarme por el sendero a la puerta principal tuve casi la certeza de que lo había visto por una fracción de segundo en el dormitorio del piso superior; el relato del señor Markham confirmó mi creencia. Pero… le dirigí la palabra, permití que me escuchara y le dejé morir. Creo que con esto todo queda explicado.
Reinó un prolongado silencio. Los rayos del sol calentaban con fuerza el interior de la habitación.
—Todo no —manifestó el joven—. ¿Era Cintia la persona que oyó nuestra conversación junto a estas ventanas el jueves por la noche y se enteró por casualidad de la historia referente a Lesley narrada por De Villa?
—¡Oh, sí! —exclamó Fell—. La señorita Drew es una buena chica, pero un poco… vagabunda.
—Y Lesley ¿la golpeó con un espejo mientras discutían en el dormitorio? —inquirió Markham.
—¡Por supuesto que no! —exclamó la muchacha.
Ocupaban sillas no muy distantes; Dick comprendió que debía prepararse para hacer frente a una última pregunta.
—¿Estás pensando en ese detalle que supe más tarde? ¿En que esa noche salí de mi casa y alguien me vio aquí, en el jardín delantero, a las tres de la mañana? —preguntó Lesley—. Por eso abrigaste la horrible creencia de que yo era culpable.
—Bueno… culpable no —observó él—. Pero…
—¡Sí, es la verdad! ¡No lo niegues!
—Muy bien, querida. Es cierto.
—No te culpo por ello —dijo la joven—. Lamento que la explicación de esa circunstancia sea tan tonta, pero ¡así es! Ha constituido siempre para mí un motivo de preocupación y de inquietud. Consulté a varios médicos, pero me dijeron que no le concediera importancia, y afirmaron que suele sucederle a las personas excitables como yo, y con tendencia a preocuparse demasiado por todo y a dar excesiva importancia a una bagatela. En realidad, creí que había matado a ese hombre, ¿comprendes? ¡Pensé que había dado muerte a «sir Harvey Gilman» cuando el rifle se disparó accidentalmente! ¡Y soñé con la escena! ¡No pude evitarlo! Pasé una noche terrible, y como me desperté muy fatigada, comprendí que nuevamente me había ocurrido lo mismo. Sin embargo, sólo tenía una vaga idea de lo sucedido y del sitio en que había estado. ¡Cuando advertí que colgaba de la silla un traje diferente!… es decir, ¡cuando me desperté por la mañana y lo vi!…
—¡Un momento!… —intervino Markham—. ¿Quieres decir que?…
—Se trataba de una nueva complicación que se sumaba a todas las anteriores —respondió la muchacha—. Nada menos que de un acto de sonambulismo. Parece que vine aquí, tal vez con la idea de enterarme de lo que ocurría, del verdadero estado del herido; pero no lo recuerdo. Me horroriza pensar en que pude tropezar con el criminal sin tener conciencia de ello. No valgo gran cosa, ¿verdad, Dick? Soy la hija de Lily Jewell, sufro de accesos nerviosos, y además de sonambulismo, a causa de…
Markham la tomó de las manos.
—Tu temperamento nervioso es algo tuyo, y por eso me gusta —manifestó el joven—. Pero te prometo, con el corazón en la mano, como diría el doctor Fell, que no volverás a ser víctima del sonambulismo.
—¿Por qué?
—Yo me encargaré de ello —respondió Dick Markham.
— FIN —