—¿Qué dice usted?
—No convengo —explicó Fell con suavidad— en que su explicación sea la única posible.
—Pero ¡su propia teoría!…
—Permítame —replicó el doctor con mucha aspereza—. Si usted se remonta al comienzo de mi intervención, se dará cuenta de que esa no es mía.
—Pero usted afirmó claramente…
—Sostuve —insistió Fell alzando su voz gruesa—, sostuve que debíamos tener en cuenta las pruebas y que éstas parecían favorecer dicha conclusión. Desafié a Hadley a que, sobre la base de los hechos conocidos, proponga cualquier otra.
—Entonces, ¿en qué consiste la diferencia? Es exactamente lo mismo, ¿verdad?
—Pero según ha de recordar usted, también manifesté que resultaba difícil creer en ella.
Esa situación comenzaba a alterar el sistema nervioso del joven.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con vehemencia—. ¿Qué piensa?
—¡Esta mañana le hice la misma pregunta! —señaló Lesley.
—Acaban de matar a Laura Feathers —manifestó Dick—. Llega usted a esta casa y yo le anuncio que el asesino se encuentra aquí, que le he visto entrar corriendo. Por lo menos, esperaba que usted tomara alguna determinación al respecto; en lugar de ello, declara que preferiría sentarse y charlar un rato. ¿Me permite recordarle que en este edificio hay un criminal?
—¿De veras?
Entonces, con espanto, el joven advirtió que el doctor Fell experimentaba, a su manera y de acuerdo con su pesadez habitual, una tensión nerviosa y una preocupación tan profundas como la suya. Tuvo la sensación de que algo se movía y acechaba en la sombra, de que en cualquier momento el caso cambiaría completamente de aspecto mediante el más espantoso vuelco que había sufrido hasta entonces.
—Tal vez con toda razón sienta usted el deseo de atacarme a golpes —dijo su interlocutor con voz que parecía llegar de muy lejos—, pero me gustaría poner a prueba su paciencia durante otro rato más.
—¿Por qué?
—Porque estoy esperando algo.
—¿De qué se trata?
El hombre pasó por alto la pregunta.
—Hace un momento —prosiguió—, extrajo usted conclusiones precisas y exactas de la celada que tendimos en la oficina de Correos y de sus desagradables consecuencias. ¿Qué más deduce de lo acontecido?
Markham experimentó una sequedad en la garganta.
—Creo que he descubierto cómo puede encenderse una bombilla eléctrica en una habitación a pesar de hallarse ésta cerrada con llave desde el interior.
Describió el incidente ocurrido en su propia casa.
—¿Es exacto, doctor?
—¡Oh, sí! —contestó el aludido, mostrando otra vez un vivo interés—. Nuevamente ha dado usted en el blanco. Pero ¡vamos, hombre! —exclamó, golpeando el piso con la contera del bastón—. Si ha logrado llegar tan lejos, ¿no le es posible avanzar un poco más y descubrir la verdad —toda la verdad— respecto al asesinato de Sam De Villa?
—¡No!
—¿Por qué?
—¡Porque a pesar de que alguien haya puesto mía moneda en el contador de la luz situado fuera de la habitación, aún queda en pie el hecho de que ésta se hallaba cerrada!
—Es verdad. Sin embargo —su mirada adquirió cierto aire de vaguedad; después hinchó los carrillos y agregó, como si no diera importancia a sus palabras—: ¿Cómo interpreta usted la pelea entre el señor Earnshaw y el mayor Price? Vamos, contésteme.
—¿Acaso tiene importancia, señor?
—No como prueba; pero como indicio interesante, creo que sí.
—Dick hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Supe que hubo una discusión entre ellos en la barraca de tiro, a causa de una broma que el mayor gastó a Earnshaw. Pero no sé en qué consistió el chiste.
—Yo sí —declaró Fell—. Me lo contó lord Ashe, que además me refirió otros detalles muy interesantes. Tengo entendido que el gerente se considera un gran tirador, ¿verdad?
—Sí, es cierto.
—Ayer por la tarde, a hora temprana, se acercó al puesto de tiro al blanco para mostrar sus habilidades a su esposa y mi grupo de damas —el narrador se rascó la nariz—. Con toda seriedad, el mayor Price le entregó un rifle cargado con cartuchos sin bala, y el tirador efectuó seis disparos sin dar ni una sola vez en parte alguna del cartón que servía de blanco —desvió la vista hacia el piso y continuó—: El mayor dijo entonces: «Mala suerte, estimado amigo; hoy no está usted en forma». Sólo varios minutos después cayó el gerente en la cuenta del chiste, y no le gustó en lo más mínimo. Como usted ha de recordar, más tarde acusó a Price del robo del Winchester 61, mientras que a su vez el acusado dio a entender que el mismo gerente debía de ser el ladrón. ¿No le parece que hay en todo eso algo bastante sugerente?
—No, no me parece. Se trata de una broma característica del mayor Price.
—¡Ajá!
—Pero si usted se refiere a Bill Earnshaw, debo manifestar que, en mi opinión, éste ha expresado la observación más inteligente hecha hasta ahora en relación con el cuarto cerrado. Esta mañana intenté repetírsela brevemente, pero me pareció que usted demostraba poco interés en conocerla detalladamente.
—Disculpe mi atolondramiento —se excusó el doctor—. ¿En qué consistía esa observación?
Dick agitó los puños en alto.
—¿Quién disparó ese maldito rifle contra Sam De Villa más o menos en el mismo momento en que éste era envenenado? —dijo—. Bill hizo notar, y yo estoy de acuerdo con él, que, aparte del verdadero asesino, la figura más importante del caso es la persona que efectuó el disparo, ¿no es así?
—Sí, en cierto modo.
—El tirador —insistió el muchacho— podía ver claramente qué sucedía en el interior de la sala. ¡Bien! Pero ¡ustedes no se han esforzado por averiguar quién era y ni siquiera han demostrado la más mínima curiosidad en relación con ese personaje!
El interpelado alzó un brazo para pedir silencio.
—Precisamente, ese es el punto crucial del asunto —indicó con satisfacción—. Hablando metafóricamente, diré que allí se extinguía la luz, y una nube (le ruego me disculpe si me expreso como lo haría el autor de los editoriales del Times), una nube ofuscaba la mente de todos los detectives y les hacía tomar el mal camino —señaló a Markham con el bastón—: Usted me dice ahora: «Ese hecho constituye una imperdonable omisión. ¿Por qué no intentan hallar al tirador, al mismo tiempo que al asesino?». ¡Sí! ¡Muy bien! Pero yo puedo contestarle, con perfecta sinceridad, que sería un esfuerzo inútil.
Dick le miró con asombro.
—¿Un esfuerzo inútil? ¿Por qué?
—Porque el hombre del rifle y el envenenador que mató a De Villa con ácido prúsico son la misma persona.
Nuevamente se oyó el sonido penetrante del timbre, cuyo zumbador se hallaba cerca del techo de la habitación.
Al joven le pareció que la cabeza le daba vueltas. En apariencia, las palabras de Fell carecían por completo de sentido. El muchacho tuvo la descabellada visión de una escena imaginaria —producto de la lectura de obras policíacas de calidad inferior, en las cuales todo puede ocurrir— en que el asesino dispara contra Sam una bala fantástica que contenía una dosis de ácido prúsico destinada a penetrar en el brazo de la víctima.
Volvió a oírse el sonido agudo del timbre. Lesley se apresuró a atender la llamada, y a pesar de que el joven quiso asirla del brazo e impedírselo, consiguió escaparse. Cuando la dueña de la casa abrió la puerta, Markham vio por el rabillo del ojo que entraba el superintendente Hadley, lo cual le permitió relajar un poco la vigilancia de la muchacha; se sentía ahora completamente obsesionado y con la mente concentrada en las palabras de Fell, y se esforzaba por encontrar una explicación que presentía muy cercana, pero que se le escapaba.
—¡Aclaremos el asunto! —exclamó—. ¿Dice usted que el asesino?…
El doctor se expresó lenta y pacientemente.
—El asesino mató a Sam mediante una inyección en el brazo de una dosis de ácido prúsico.
—¿En la sala? —insistió Dick.
—Sí.
—¿Y después?
—Después se deslizó fuera de la habitación…
—¿Y la dejó herméticamente cerrada?
—Sí.
—Pero ¿cómo?
—Ya llegaremos a esa parte —replicó el doctor con aire imperturbable—. Sólo le pido que en este momento siga conmigo los movimientos de ese huidizo personaje. Nuestro hombre inyectó el ácido prúsico que casi en seguida hizo perder a De Villa el conocimiento, pero que tardó dos minutos o más en quitarle la vida. Luego abandonó el cuarto…
«Las ventanas se encontraban cerradas y la puerta bajo llave y cerrojo», pensó el joven.
—… y le llamó a usted desde el teléfono instalado en el vestíbulo. A continuación, esperó hasta que usted estuviera en camino e introdujo una moneda en el contador eléctrico, maniobra mediante la cual encendió la lámpara en la sala. Gracias a esa luz que alumbraba el terreno, pudo cruzar la calle a la carrera y esconderse tras el muro; después, disparó en dirección a la ventana.
—¿Contra un cadáver?
—Sí, o un moribundo.
—¿Y a pesar de que ya la habitación se encontraba cerrada por dentro?
—Sí.
—Pero ¿para qué?
—Porque, de otra manera, el plan no hubiera tenido éxito —replicó Fell.
—¡Eh! —oyeron que gritaba una voz encolerizada que hacía ya varios segundos intentaba atraer la atención de ambos; pero sólo en ese momento Dick oyó con claridad.
Era el superintendente. Entró en el comedor, pero antes de cerrar la puerta volvió la cabeza y dijo:
—Quédese allí de guardia.
Bajo el ala de su sombrero hongo se advertía la expresión ceñuda y dura de su rostro y una ligera palidez que atemorizó aún más al joven. Hadley juntó las manos e hizo crujir las coyunturas de los dedos.
—Fell —dijo con aspereza—, ¿se ha vuelto usted loco?
El doctor, que mantenía la vista fija en Markham con mirada tan hipnótica como la del falso sir Harvey Gilman, no respondió.
—Le esperaba en la casa donde han matado a esa mujer —prosiguió el funcionario—, y como no llegaba he venido a enterarme de qué ocurría; me parece que he hecho bien —su semblante no parecía pálido, sino más bien de un tinte grisáceo y desagradable—. Porque veo que…
—Todavía no, Hadley —dijo el gigante volviendo por un instante la cabeza—. ¡Todavía no, por Dios!
—¿Qué significa eso? Miller me avisó…
Fell se incorporó al mismo tiempo que hacía un ademán suplicante, como si solicitara a los presentes que conservaran la calma y la serenidad. Al parecer, se esforzaba por desentenderse de Hadley, por ahuyentarlo y hasta fingir que no existía, pues continuó dirigiéndose a Markham.
—Cuando entré en esta estancia —manifestó—, advertí… que hacía un poco de calor. Así es. Descorrí las cortinas de estas ventanas; pero, en realidad, no fue ese el motivo principal que me indujo a hacerlo. Como ustedes ven, estas ventanas se encuentran abiertas. ¡Miren, por favor!
Sin embargo, a medida que el doctor hablaba más rápidamente con su voz gruesa, el joven tuvo la espantosa convicción de que el hombre no estaba interesado en lo más mínimo en el tema de su conversación. Hablaba ante esas ventanas, hacia afuera, para ser oído más allá de ellas; aparentemente, cualquier asunto servía para permitirle continuar su disertación.
—¿Observan ustedes estas ventanas? —insistió.
—¿Qué ocurre con ellas? —preguntó el joven.
—¡Un momento! —gritó Hadley.
Las tres frases se sucedieron con tanta rapidez, que casi se confundieron.
—Como ustedes pueden comprobar, son corredizas, del tipo corriente, como las que usted, Hadley, o yo podemos tener en nuestros hogares. Ésta se encuentra levantada, pero yo la bajo… así.
La vidriera se cerró con un ruido sordo y débil.
—Cuando se halla sin seguro, como ahora, el gancho metálico se encuentra colocado hacia atrás, es decir, paralelo al vidrio y a la juntura de los cristales y vuelto hacia la derecha. Pero supongamos, mi estimado amigo, que deseo cerrar esta ventana.
En ese momento Dick advirtió por primera vez que Lesley no estaba en el comedor. No había regresado a la habitación con el superintendente; éste, con su rostro grisáceo de expresión dura y ceñuda, había adoptado la actitud de un hombre que se prepara para sostener un combate con el demonio. Repentinamente, volvió a hacer presa en el joven una sospecha que ya creía vencida para siempre…
—Doctor Fell, ¿dónde está Lesley? —preguntó.
El interpelado fingió no oírle; aunque, en realidad, es posible que no lo hubiera escuchado.
—Supongamos, querido amigo, que deseo cerrar la ventana. Tomo el asidero de este gancho de metal, tiro de él hacia mí y lo hago girar hacia la izquierda ¡en esta forma! Entonces, el gancho da vueltas por sí mismo y encaja en el agujero; en este momento se proyecta en línea recta en mi dirección y forma un ángulo recto con el cristal. La ventana se encuentra ahora cerrada.
—Doctor Fell, ¿dónde está Lesley?
—¿Observa usted, amigo mío, que el gancho se proyecta en mi dirección? Por lo tanto…
Se detuvo; ya no era necesario continuar. Por última vez en ese caso criminal se oyó el estampido de un disparo, tan estruendoso que la casa se estremeció. El doctor, cuyo rostro ancho y rojo se reflejaba como en una pesadilla en el vidrio oscuro y brillante de la ventana, no hizo ademán de volverse. Por espacio de uno o dos segundos los tres hombres permanecieron inmóviles, paralizados. Después, Dick alzó lentamente la vista hacia el techo.
Sabía que esa detonación había partido del dormitorio de la joven, situado precisamente encima de la habitación en que se encontraban.
—¡Maldito idiota! —gritó Hadley y miró fijamente a Fell; en sus ojos se reflejaba una sospecha, casi una certidumbre—. ¡Usted ha permitido que esto ocurriera!
Sin moverse de su sitio y con voz que sonaba apagada a causa de la proximidad del vidrio, respondió:
—Sí, yo lo he permitido. Dios me asista.
—¿Suicidio?
—Creo que sí. No quedaba otra salida.
—¡No! —exclamó Dick—. ¡No!
No estaba seguro de si podría moverse, pues tenía la sensación de que las piernas se le aflojaban y ni siquiera podía confiar en su vista. La imagen de Lesley con sus ojos castaños; el pensamiento de cuánto la amaba y la amaría hasta —la frase implacable volvió a sonar en sus oídos—, hasta que la muerte los separara; todos esos recuerdos y sentimientos se apoderaron de él y le atormentaron, sumiéndolos en un torbellino del que no conseguía escapar.
Casi sin pensar, corrió hacia la puerta. Hadley había hecho lo mismo, y al abrirla, chocaron entre sí en el vano; pero para el joven los acontecimientos se desarrollaban en un ambiente tan irreal que ni siquiera pudo oír las palabras del funcionario.
El vestíbulo se hallaba brillantemente iluminado. A pesar de su corpulencia, Bert Miller subía rápidamente por la escalera posterior; sus pies no hacían ruido al pisar la alfombra, o por lo menos Dick no lo oía. En un estado de sonambulismo en el que sólo distinguía los colores y las luces, el joven se lanzó hacia el piso alto en pos del superintendente. Allí encontraron al agente de pie ante la puerta cerrada del dormitorio, con la boca entreabierta. Hadley habló con él en voz baja.
—Está cerrada con llave, señor.
—Entonces ¡fuércela!
—No sé, señor, si deberíamos…
—¡Fuércela, le digo!
Se trataba de una hoja delgada. Bert se irguió y echó hacia atrás los hombros; pero luego examinó la puerta y se le ocurrió un método más eficaz. En el momento en que adoptaba la posición de un jugador que se dispone a patear la pelota, Markham se volvió y ni siquiera oyó el ruido que hacía la bota de horma número once al golpear contra la madera, justamente debajo del picaporte. El doctor Fell subía pesadamente por la escalera, con lentitud y esfuerzo; jadeaba y se apoyaba en el bastón de puño horizontal. Le precedía Lesley Grant, corriendo con agilidad.
La joven se detuvo de golpe con los ojos muy abiertos y apoyó la mano en el pilar del extremo de la balaustrada.
—¡Dick! —exclamó—. ¿Qué te ocurre?
Por segunda vez crujió la hoja bajo el golpe del botín de Miller.
—¿Qué te ocurre, Dick? ¿Por qué me miras de esa forma?
El agente aplicó otro puntapié a la puerta, que resistía aún.
El doctor Fell, que descansaba para recuperar el aliento después de subir trabajosamente los últimos escalones, adivinó el pensamiento que había atormentado al joven hasta ese instante. Su mirada inexpresiva adquirió vida al observar a Dick y luego a la muchacha; otra vez fijó la vista en él, entreabrió la boca oculta bajo su enorme bigote e hizo retroceder la cabeza en tal forma que su papada se destacó como una segunda barbilla.
—¡Caramba, mi querido amigo! —exclamó en tono de profunda aflicción—. ¿Acaso creía usted que?… ¿Era eso lo que imaginaba?
Se oyó el último golpe que daba Miller contra la madera. Floja ya la cerradura, la hoja delgada se encorvó y se abrió hacia adentro con tal fuerza que, al rebotar contra la pared, se desprendió la bisagra inferior.
Dick no contestó a la pregunta de Fell. Rodeó a Lesley con los brazos y la estrechó con tanta fuerza que la joven no pudo respirar y lanzó un grito. En seguida se oyó el crujido de los zapatos del gigante que cruzaba lentamente el vestíbulo para reunirse con Hadley frente a la puerta violentada. El funcionario, el agente y Fell observaron el interior del dormitorio; las luces iluminaron una tenue nubecilla formada por el humo de la pólvora, que se deslizaba hacia afuera pasando entre los rostros de los tres hombres. El doctor se volvió con la misma lentitud anterior y cruzó de nuevo el vestíbulo acompañado siempre por el crujido de su calzado.
—Creo que debe echar un vistazo —dijo a Markham—. Yace allí dentro, casi en el mismo sitio en que probablemente se encontraba Cintia Drew cuando usted la encontró desmayada…
Dick recuperó por fin la facultad de hablar.
—¿Cintia? Entonces, ¿era ella?
—¡No, por Dios! —replicó el hombre.
Después de mirarlo con sincera sorpresa ante la idea de que alguien pudiera abrigar semejante idea, apoyó la mano en el hombro del joven y lo acompañó hasta el umbral iluminado por la luz brillante que partía del interior. Hadley y Miller se apartaron un poco para dejarlos pasar. Con un ademán, el doctor le invitó a entrar.
El dormitorio presentaba un aspecto limpio y elegante, con las cortinas de las ventanas descorridas, pues era una noche estival; y también reinaba allí el orden, quitando la figura tendida cerca del pie de la cama, la pistola automática de calibre 38 que se veía a su lado y la mancha, que se extendía por momentos, en el pecho de ese ser humano que respiraba aún débilmente. El doctor dijo al joven al oído:
—Ahí yace la única persona que podía ser la autora de ambos crímenes: el doctor Hugo Middlesworth.