Mucho tiempo después, Dick Markham aún veía en sueños aquellos ojos fijos en él. En vida, nunca había revelado esa mujer un patetismo, una desesperación y una expresión de súplica tan profundos como en aquel momento; pero ahora estaba muerta.
El muchacho la encontró tendida detrás del mostrador, con los ojos abiertos. Yacía en medio de los sobres desparramados, su mano izquierda señalaba aún hacia adelante, pero antes de cerrarse en el estertor final, se le habían aflojado un poco los dedos, y el trozo de papel, ligeramente manchado con sangre en los bordes, descansaba en el piso junto a ellos.
Una vez que el cuerpo de la encargada se retorció convulsivamente como un pez, y quedó inmóvil, Dick recogió el papel con gesto maquinal. No sabía la razón de su gesto; sin embargo, algún detalle había impresionado su subconsciente. Se trataba de una tira estrecha arrancada a lo largo y hacia arriba de la parte superior de un sobre, próxima al sello. En su interior encontró una tira aún más pequeña de la hoja que iba dentro del sobre desaparecido. Atrajeron su atención unas pocas palabras escritas a máquina que, sin duda, formaban parte de la carta y que eran las siguientes:
… ¿por qué proceden de forma tan tonta? Si desean saber de qué manera cometió Lesley el hecho…
Y allí terminaba el papel; el reverso aparecía en blanco. El joven observó fijamente esas palabras; le parecía que, por momentos, se agrandaban ante sus ojos. Sí: las habían impreso con su propia máquina de escribir. La y torcida, que tantas incomodidades le ocasionaba, y la m borrosa, que nunca conseguía limpiar perfectamente, eran inconfundibles. Dick vivía preocupado por las máquinas de escribir y en contacto permanente con ellas; era capaz de reconocer su Underwood en cualquier circunstancia. Por espacio de varios segundos permaneció con la vista clavada en ese fragmento y sumido en una verdadera pesadilla, hasta que un ruido le obligó a levantar la cabeza con brusquedad. En las dependencias del fondo alguien echaba otra vez a correr con pasos furtivos.
Sólo más tarde supo el peligro que había corrido de recibir una bala en el corazón, pues en ese momento obraba maquinalmente, sin pensar en las consecuencias. Aferrando aún la tira de la hoja y el sobre, saltó por encima de la mesa y se lanzó hacia la puerta posterior. Tres habitaciones formaban, en línea recta, las dependencias de la vivienda. En la primera, sala y cocina a la vez, con paredes empapeladas y sucias, la mesa se hallaba preparada para la cena, y la ruidosa tetera colocada sobre el hornillo lanzaba una columna de vapor; no se veía allí persona alguna. Una puerta comunicaba con el dormitorio, y al precipitarse en él, el joven vio al frente otra que conducía al lavadero y que se encontraba firmemente cerrada.
No cabía duda de que la persona que huía era el asesino. El dormitorio estaba a oscuras pero oyó el ruido que hacía alguien en el lavadero al esforzarse frenéticamente por hacer girar la llave en la cerradura de la puerta. Aplicaba todas sus fuerzas para cerrarla e impedir así el paso a Dick, pero no lo conseguía.
El joven corrió hacia ella, tropezó con mi caballete, colocado justamente en su camino, del cual colgaban prendas de ropa interior, y cayó de bruces con tanta fuerza que el golpe le provocó un agudo dolor en las palmas de las manos y una fuerte conmoción en la cabeza. Pero como si fuera ira muñeco de goma, se puso en seguida de pie y se desembarazó, mediante un puntapié, del obstáculo que yacía en el piso y que se deslizó ruidosamente por él. Cuando penetró en el lavadero, que olía a agua sucia y a jabón, lo encontró desierto; pero allí había más claridad que en la pieza contigua y pudo observar que la puerta de cristal del fondo oscilaba aún contra la pared a causa de la violencia con que, pocos segundos antes, la había abierto el fugitivo. ¿Conseguiría escapar? ¡No! Pero…
La escasísima luz del crepúsculo hacía resaltar contra un fondo oscuro los cristales oblongos de las ventanas de ese cuarto. Después de cruzar el vano, Markham se encontró en medio de las sombras del anochecer y de los perfumes de las plantas y el susurro de las hojas de los castaños; sobresaltado, comprendió dónde se hallaba.
Después de recorrer el angosto y largo edificio de la oficina de Correos, se encontraba a más de quince metros de High Street. Al otro lado de una pared de piedra que le llegaba hasta la cintura y que rodeaba el terreno, se veía el costado y parte de los fondos de la casa de Lesley. La sombra del criminal que huía, tan confusa que casi carecía de forma, se confundió con el contorno de un árbol, vaciló y luego se deslizó hacia la puerta posterior de la morada de la joven. En la cocina no se veía luz alguna, por lo que no pudo distinguirse el rostro de la sombra; Dick sólo alcanzó a observar el borde de la puerta que se abría y cerraba silenciosamente en el momento en que la figura desaparecía en el interior.
Había entrado en la casa de ella. Eso significaba que… ¡No, un momento!
Jadeante, escaló la pared de poca altura y pasó al terreno contiguo. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió otras sombras que avanzaban hacia él. Durante algunos instantes había oído el ruido rechinante de una máquina segadora de césped que corría dando tumbos sobre el prado. Ahora identificaba al segador al que había oído poco antes: era Mclntyre, el jardinero de Lesley, hombre alto y delgado que también se aproximaba a esa puerta posterior. El joven echó un vistazo a la fachada del edificio y advirtió la figura inmensa e inconfundible del doctor Fell, con la capa y el sombrero de ala ancha, que se dirigía por el sendero a la entrada principal. El doctor y Hadley habían venido a la zaga y seguramente pudieron oír también la detonación.
Pero no fue esa la causa del júbilo que invadió al muchacho apenas su mente recuperó su estado normal. Sostuvo en alto los trozos de papel y la conclusión que se deducía de ellos provocó en él un suspiro de alivio y alegría: el asesinato de Laura Feathers constituía una prueba decisiva y evidente de la inocencia de Lesley Grant. Ahora estaba en condiciones de demostrarlo.
Sin embargo, surgían nuevos y desazonantes peligros. El verdadero culpable, al huir por los fondos de la oficina pública, había quedado acorralado en forma inesperada por tres lados. Mclntyre se aproximaba desde una dirección, Fell desde otra y Dick de una tercera. El hombre se había refugiado en la casa de la joven, y como ésta y la señora Rackley vivían solas…
Markham se sintió sobrecogido, y en seguida echó a correr hacia la entrada posterior.
—¡Quédese en esta puerta! —gritó a Mclntyre, que lo miró con asombro—. ¡Y no deje salir a nadie! ¿Comprende?
—Sí, señor, pero…
El muchacho no se detuvo a darles mayores explicaciones y entró en la cocina; se hallaba a oscuras y se percibía allí un fuerte olor a comida. Vio un rayo de luz que se filtraba bajo la puerta del comedor y penetró de prisa en éste.
Lesley, que vestía un traje de fiesta verde claro con vuelos en los hombros y se hallaba sentada a un extremo de la mesa, se puso de pie precipitadamente. Las luces de la araña iluminaban la caoba lustrosa y sobre ésta, en ruedos de encaje, estaban dispuestos los platos y cubiertos para una cena que no se había servido, como también los candelabros de plata y las largas velas que permanecían apagadas.
Tras un movimiento de sorpresa que no pudo evitar, la joven permaneció inmóvil con los brazos pegados al cuerpo. Dick contempló su suave cabello castaño, la línea delicada de la barbilla y el cuello y sus ojos también castaños que en ese momento había desviado de manera brusca.
—Tu comida está allí —dijo ella, y sin mirarlo señaló en dirección a la cocina con un movimiento de la cabeza—. Se ha enfriado. Le… le dije a la señora Rackley que saliera. Después de reflexionar mejor, no pudiste soportar la idea de comer con la hija de Lily Jewell, ¿verdad?
Sin embargo, en medio de los morbosos pensamientos que seguramente la atormentaban, no pudo menos que advertir la expresión del rostro de Markham.
—Lesley, ¿quién entró en esta casa hace un momento?
Ella se aferró con una mano al respaldo de la silla y por espacio de un segundo desvió la vista, como si quisiera despejar su espíritu de la cólera y los deseos de llorar que la embargaban, antes de volverse otra vez hacia él con expresión de perplejidad.
—¿En esta casa? ¡Nadie!
—Hace apenas medio minuto alguien penetró por la puerta posterior.
—Nadie, excepto tú. ¡No he salido de este cuarto! ¡Creo que debo saber lo que digo!
—Esa persona —observó Dick, al mismo tiempo que cruzaba rápidamente por su mente la imagen del rostro de Cintia Drew— ha debido pasar por la antecocina hacia el vestíbulo, sin que tú te enteres.
—Dick, ¿a qué se debe todo esto?
El joven no quería alarmarla, pero debía decírselo.
—Escúchame, querida. Han asesinado a Laura Feathers. Alguien se ha introducido en la oficina de Correos y la ha matado hace unos minutos —observó que los dedos delgados de ella apretaban con fuerza el respaldo de la silla y que con la cabeza echada hacia atrás se tambaleaba bajo ese nuevo golpe—. Además, el asesino es el mismo que ha eliminado a Sam De Villa creo que en este momento se encuentra en esta casa.
El agudo repiqueteo del timbre de la puerta principal, cuyo zumbador se hallaba instalada en el comedor, provocó en ambos la misma clase de sobresalto que les hubiera causado el silbido de una cascabel.
Lesley lo miró fijamente.
—¡No te asustes! —dijo el muchacho—. Es el doctor Fell; le he visto cuando entraba por el jardín delantero. ¿Dices que la señora Rackley no está aquí?
—No. Le ordené que saliera porque…
—Entonces, acompáñame —manifestó Dick al mismo tiempo que la tomaba con firmeza por la muñeca—. Probablemente no corres peligro alguno, pero no quiero perderte de vista mientras atiendo esa llamada.
El muchacho oyó una voz interior que le decía: «Eres un mentiroso, amigo mío. El peligro es grande, puesto que la persona que odia a Lesley como el demonio al agua bendita se encuentra atrapada y acorralada, con un revólver cargado, en la misma morada de esa joven». Cada rincón de esta casa que tanto conocía, cada cortina y rellano de la escalera escondía un peligro. A pesar de la resistencia de ella, Markham aferró aún con más fuerza su muñeca.
—Preferiría que no me tocaras —manifestó la joven, casi sin aliento—. Cuando tú y Cintia…
—¡No me hables de ella!
—¿Por qué?
Casi a rastras, la llevó hasta la puerta y, tal como esperaba, al abrirla vio frente a él la figura inmensa y reconfortante del doctor Fell.
—Laura Feathers… —comenzó a decir el muchacho.
—Ya lo sé —replicó el hombre. Su chaleco se hinchó y volvió a desinflarse con un ruido silbante. Su voz había adquirido un tono suave—. Hemos oído el disparo y observamos que usted entraba en el edificio; Hadley se encuentra allí en este momento. ¿Puede decirme, señor, qué otro maldito nido de avispas ha tumbado usted ahora?
—Precisamente ese es el calificativo que le cuadra —asintió el joven—. En primer término, puedo probar que Lesley no tuvo intervención alguna en todos estos asuntos. En segundo término, no es necesario que lo demuestre, porque si usted se toma la molestia de llamar al agente de policía más cercano, podemos detener aquí mismo al asesino.
Contó rápidamente la historia, que causó a su interlocutor un efecto bastante singular. El corpulento doctor permaneció inmóvil en el escalón de la entrada, con el sombrero puesto, las manos enlazadas sobre el puño del bastón y respirando ruidosamente; mantenía la vista fija en los dos pequeños trozos de papel que Dick le mostraba.
Una actitud tan flemática en momentos en que Markham temía que alguien disparara un tiro desde la escalera enfureció al joven.
—¿No comprende, señor? —repitió con impaciencia contenida—. ¡Está en esta casa!
—¡Oh, ah! —exclamó el hombre, y miró hacia el vestíbulo—. En esta casa. ¿Puede escaparse por la parte de atrás?
—Espero que no. Allí se encuentra Joe Mclntyre, el jardinero.
—Y no puede huir por delante —agregó Fell volviéndose para mirar hacia atrás— porque le cierra el paso Bert Miller y un hombre del Departamento de Asuntos Criminales de Scotland Yard. Sí… Discúlpenme un momento.
Se alejó pesadamente hacia las tinieblas y vieron que en el sendero conferenciaba con dos sombras. Una de éstas se dirigió de prisa hacia el fondo, la otra permaneció en el mismo sitio y el gigante regresó a la entrada.
—¡Dígame, señor! —protestó el joven—. ¿No vamos a registrar la casa?
—Por el momento, no. Si ustedes me lo permiten, preferiría entrar y conversar un poco con ustedes.
—Entonces, ¡por Dios!, déjeme sacar a Lesley de aquí mientras…
—Sería mejor que la señorita Grant permaneciera aquí, se lo aseguro.
—¿A pesar de la presencia del asesino?
—Sí, a pesar de eso —replicó el doctor con seriedad.
Penetró en el vestíbulo y al hacerlo se quitó el sombrero con un movimiento rápido y se colocó con cierta violencia el bastón bajo el brazo. Atrajo su atención el comedor brillantemente iluminado. Con ademán imperativo indicó a Lesley y Dick que le precedieran y entró en esa habitación después de ellos. Echó un vistazo a su alrededor con expresión de interés puramente metafísico y luego murmuró un comentario respecto al calor. Después de insistir desmañadamente en ello, en realidad en esa estancia hacía calor, descorrió las gruesas cortinas que colgaban delante de las ventanas abiertas. Debajo de éstas se veía una pesada arca florentina de roble; Fell se sentó en ella y volvió a apoyar las manos en el bastón.
—Señor —declaró—, como usted ha dicho con toda razón, debemos entregar a Hadley esas dos tiras de papel. Ahora bien, según su relato, usted cree que ha descubierto el significado de lo ocurrido en la oficina de Correos, ¿verdad? Es decir, del asesinato.
—Sí, creo que sí.
—Muy bien. ¿Puede explicármelo?
—¡Al diablo, doctor! ¡En un momento como éste!…
—¡Sí, caramba! —replicó el hombre—. ¡Precisamente en un momento como éste!
A pesar de que sin duda no comprendía ni mía palabra, Lesley temblaba; Markham le rodeó los hombros con el brazo. En toda la casa parecían oírse extraños crujidos, como si la hubieran cargado con un gran peso, mientras en el vestíbulo seguía funcionando el reloj con su isócrono tic-tac.
—Como usted guste —contestó el muchacho—. Esta mañana, cuando me presentaron al superintendente Hadley en Ashe Hall, ya le conocía yo de vista.
—¡Ajá!
—La primera vez que le vi, me hallaba delante de la ventana del dormitorio de Lesley, en el piso alto —señaló el cielo raso—, y lo observé cuando cruzaba el camino en dirección a la oficina de Correos.
—Prosiga —apuntó su interlocutor.
—Después —continuó Dick— sostuvimos esa conferencia en el despacho de lord Ashe. Usted explicó entonces que con ese asesinato se pretendía hacer que la culpa cayera sobre Lesley…
—Un momento —interrumpió el doctor—. Como usted ha de recordar, yo sólo desafié a los demás a que manifestaran qué otro motivo podía argüirse para explicar el hecho. Pero continúe.
—Declaró usted que el verdadero homicida nos había planteado un problema y que ahora debía proporcionarnos una solución, es decir, una clave para la habitación cerrada, pues en caso contrario la policía no podría acusar a Lesley. Sugirió entonces que recibiríamos una «comunicación».
—Efectivamente.
—Cuando usted lo dijo —prosiguió el joven—, el superintendente Hadley irguió bruscamente la cabeza y preguntó: «¿Es ese el motivo por que usted me pidió hace un momento…?». Y usted le obligó rápidamente a callar; también advirtió que podría tratarse de una llamada telefónica, pero Hadley no creyó ni por un segundo en esta última posibilidad y así lo manifestó en la casa del muerto, señalando que era un recurso demasiado peligroso. Y luego observó: «Pero en cuanto a aquella otra idea, confieso que…»; y en ese momento usted volvió a interrumpirlo. Poco después salió de nuevo a relucir otra referencia a «su otro plan», pero esta vez en relación directa con la oficina postal. Soy un imbécil —concluyó Markham con tono de acritud— por no haberlo adivinado mucho tiempo antes. Naturalmente, se trata de la antigua treta de la pluma venenosa.
Lesley alzó un poco la vista y le miró con asombro.
—¿La treta de la pluma venenosa? —repitió.
—Sí. En caso de que el asesino quisiera ponerse en contacto con la policía, escribiría una carta; evidentemente, es el recurso anónimo más seguro. Pero como tú has de recordar, esa oficina no cuenta con máquina automática de sellos.
—¡Un momento! —exclamó la muchacha—. Creo que ya comienzo a…
—Toda persona que necesita un sello debe comprárselo a Laura en el mostrador. Esta mañana —agregó el joven—, el doctor Fell llegó a la conclusión de que alguna persona, tal vez una de las que componen un grupo determinado, enviaría algunas líneas para explicar la forma en que tú habías cometido el crimen.
—¿Quieres decir que…?
—Por lo tanto, pidió a Hadley que adoptara las medidas usuales en los casos de plaga de anónimos. Con la cooperación de la persona encargada del correo, se marca en forma secreta y diferente cada sello que se vende a la persona o personas sospechosas. Cuando llega la carta, las autoridades pueden probar infaliblemente quién es el autor. A la señorita Feathers, ¿le habría gustado colaborar en una treta de esa clase? ¡Naturalmente! ¡Y gozaría en grado sumo! Para atrapar al criminal, el doctor Fell ensayó el sistema y estuvo a punto de tener éxito. Efectivamente, el asesino redactó una nota, aquí en mi mano tengo la prueba que lo demuestra, y para ello se introdujo en mi casa y escribió esa maldita esquela con mi máquina de escribir…
Lesley se separó un poco de él; aparentemente no podía creer lo que oía y extendió con brusquedad el brazo hacia adelante como si quisiera rechazar alguna idea y alejarla.
—¿En tu máquina? —exclamó.
—Sí. Pero esa no es una buena pista; no regresé a mi casa durante todo el día, y además casi todo el mundo entra y sale de allí sin tomarse la molestia de llamar al timbre. Por ejemplo, Cintia Drew, el mayor Price…
—Y yo —agregó la joven, y sonrió.
—¡No bromees con esto! —dijo el muchacho con severidad—. En esa nota el criminal acusa a Lesley de ser una famosa envenenadora y probablemente demuestra cómo fue eliminado De Villa. Él mismo la puso en el buzón, pero más tarde él, o ella, cayó en la cuenta de que se le había tendido una celada y trató de recuperarla. Para ello esperó a que la señorita Feathers retirara la correspondencia del cajón y luego le pidió su sobre mediante una excusa cualquiera. Pero Laura era una mujer insidiosa; sabía de qué se trataba y se lo dio a entender al delincuente. En vista de lo cual…
Markham imitó el ademán de un tirador que aprieta el gatillo y en seguida se volvió hacia Fell.
—¿Es o no verdad cuanto acabo de relatar?
El rostro del interpelado reflejaba profunda seriedad. Pestañeó, se quitó los lentes, los examinó con gran atención y se frotó la huella profunda y roja que le habían dejado en la nariz antes de colocárselo otra vez.
—¡Oh, sí! —concedió—. Es verdad.
Dick aflojó los músculos, tensos hasta ese momento, y respiró profundamente, con alivio.
—¿De manera que esa era su estratagema, señor?
—Sí —replicó el gigante, y después de reflexionar un poco, agregó—: Naturalmente, existían muchas probabilidades en contra.
—¿Por qué?
—¡Al diablo! —se lamentó el hombre—. Resulta fácil emplearla con respecto a un escritor de anónimos que envía muchas cartas y, por lo tanto, necesita numerosos sellos. Pero ¿qué sucede si la presa tiene casualmente un sello en el bolsillo y no necesita adquirir otro? Con todo, valía la pena intentarlo; y dio resultado. ¡Por los arcontes de Atenas! —una expresión extraña y dura dominó su rostro—. ¡Por los arcontes de Atenas! ¡Qué resultado!
—No entiendo, señor.
—La jugada ha tenido un éxito demasiado rápido, ¿no le parece? Ha sido así —castañeteó con los dedos—, con esta velocidad. Sí, ha surtido efecto; pero ha costado una vida humana.
—¡No podía evitarse!
—¡Quién sabe!
—De cualquier modo, estos dos trozos de papel y los hechos ocurridos esta noche —observó el joven— prueban de manera definitiva una cosa. ¿Está de acuerdo por lo menos en eso?
—¿En qué?
—¡En la teoría primitiva! ¡Usted predijo que esto podría suceder, y así ha ocurrido! ¡Sostuvo que tal vez se acusara a Lesley mediante una comunicación anónima, y se ha cumplido su predicción! ¡Manifestó que el criminal seguiría este camino, y vemos que tenía razón! ¿Qué más quiere? A mi entender, todo ello demuestra que el asesinato de Sam De Villa fue realizado con la intención de hacer recaer la culpa sobre Lesley Grant. ¿Está usted de acuerdo?
El gigante bajó la vista. Con las manos apoyadas firmemente en el bastón, pareció que intentaba enderezar un poco su enorme cuerpo; luego alzó la cabeza.
—No —respondió de mala gana—. No puedo afirmar que esté de acuerdo.