¿Quién mentía: Cintia o Lesley?
«Veamos», pensaba Dick, mientras avanzaba por el camino de la Horca en medio de las sombras del crepúsculo tenebroso y poblado de susurros; se escuchaba el aleteo que hacen las aves antes de dormirse.
Eran más de las ocho. Aunque se bañara y afeitara de prisa llegaría tarde a la cena de Lesley, lo que ya era una pequeña traición, dado el carácter romántico que la joven atribuía al acontecimiento. Pero en cuanto a esa cuestión «sin importancia» del asesinato, ¿quién mentía: Cintia o Lesley?
¡El maldito asunto le tocaba demasiado de cerca! ¡Era demasiado personal y se mezclaban en él los sentimientos! Al parecer, se resolvía en un equilibrio entre la fe que le merecía Lesley Grant por una parte y Cintia Drew por la otra. Ese equilibrio no podía durar mucho.
Enfocado así el problema, una de las jóvenes era inocente y honrada y decía sinceramente la verdad. La otra escondía muchos pensamientos repugnantes bajo un precioso rostro y si se la sorprendía desprevenida, éste habría de presentar tal vez un aspecto muy diferente.
Ambas le eran bien conocidas. Hacía pocas horas las había tenido en sus brazos, a Cintia, solamente para consolarla, por supuesto, y le parecía absurdo y tonto relacionarlas con semejante hecho. Sin embargo, la jeringuilla hipodérmica, rebosante de veneno como una cobra, era real; una mano la había manejado y el dueño de esa mano se burlaba ahora del mundo.
No, no vacilaba en su lealtad hacia Lesley. Amaba a la muchacha. Pero ¿y si a pesar de todo…?
¡Tonterías! ¡Ella no tenía motivo alguno para hacerlo!
¿Ninguno?
Pero en cuanto a la otra, sucedía lo mismo. Él había escrito una serie de eruditos disparates acerca de las represiones, tema que resultaba útil para escribir obras teatrales o novelas; pero cuando tales casos se presentaban en la vida real, cuando salían súbitamente al paso, uno se encontraba en la misma situación de un hombre que juega alegremente con las fuerzas demoníacas y luego descubre que el diablo le sigue realmente.
Además, ¿cómo pudo consumarse el crimen en un cuarto cerrado con llave y cerrojo? Evidentemente, el doctor Fell lo sabía pero no quería decirlo. Él y Hadley se habían retirado a conferenciar al fondo de la casa; se escucharon muchas exclamaciones y puñetazos contra la mesa, pero ninguna explicación clara. Markham no asistió a la conversación, y hasta tuvo que permanecer en otra habitación, lejos de Cintia, ambos bajo la vigilancia de Miller. Pero ¿qué iba a ocurrir ahora?…
Recorrió pesadamente el trecho de camino y entró por la verja del jardín de su casa. En las sombras se alzaba el edificio con sus ventanas de cristales en forma de rombo sumidas en la semioscuridad.
«¡Al diablo todo! —se dijo el muchacho—. ¡Tengo que apresurarme!». Era indispensable que se afeitara y cambiara también sus ropas arrugadas.
Al penetrar en el vestíbulo que se hallaba casi a oscuras, cerró la puerta principal y se dirigió por el corredor hacia el despacho, donde aún se alcanzaba a distinguir el contorno de los libros y de los carteles anunciadores de sus obras. Buscó a tientas el conmutador y lo hizo funcionar una y otra vez sin resultado, y sólo entonces se dio cuenta de que antes de tocarlo se encontraba en la posición adecuada y que a pesar de ello las luces no se encendían.
¡Era otra vez ese infernal contador que no marchaba si no se introducía una moneda! Por lo general, proporcionaba a la señora Bewford, que cuidaba de la casa, una buena cantidad de monedas para que alimentara al monstruo. Pero esta vez, Dick había dejado las luces encendidas durante toda la noche; terminada la provisión de electricidad, entró en la cocina y luego pasó al lavadero, cuyas ventanas, a semejanza de las del despacho, daban al Este. Por rara casualidad, pocas veces sucede, al meter la mano en el bolsillo encontró en él una moneda; completamente a ciegas, buscó el contador bajo el fregadero Y la introdujo al mismo tiempo que hacía girar la manija. Oyó que caía en el interior y en seguida vio que en su despacho se encendía la luz.
En su despacho se encendía la luz.
En el momento en que se incorporaba junto al fregadero, después de hacer funcionar el contador, y miraba por la ventana del lavadero, se dio cuenta de ello. Observó que en el jardín lateral aparecía súbitamente un vivo resplandor, en la misma forma en que muchas horas antes había brotado de las ventanas en aquella otra sala…
Nadie había tocado el conmutador; sin embargo, la lámpara se encendía. Markham se aferró al borde del fregadero.
—¡Bravo! —exclamó en voz alta.
Regresó a su cuarto de trabajo, lo recorrió con la mirada y luego habló como si se dirigiera a la máquina de escribir.
—¿Quieres saber, hija mía, cómo puede crearse la ilusión de que se hace funcionar el conmutador y se enciende la lámpara de una habitación cerrada con llave y cerrojo?
Se detuvo con brusquedad. De pie junto a la puerta que comunicaba con el vestíbulo, el mayor Horacio Price, con sus cejas muy rubias alzadas en señal de asombro, le miraba fijamente. Pero en seguida el rostro redondeado y cubierto de pecas, con el bigote color arena y los ojos azules, adquirió una expresión indulgente; mediante su actitud cordial y alegre quiso dar a entender que no le sorprendía el hecho de que mi escritor de obras famosas conversara con su máquina de escribir como si ésta fuera un amigo, y que a pesar de no participar de esa costumbre la comprendía perfectamente.
—¿Qué decía usted, mi estimado Markham? —preguntó el visitante.
—¿Le gustaría saber, mayor Price —inquirió a su vez el joven—, cómo se puede crear la ilusión de que se hace funcionar el conmutador y se enciende la lámpara de una habitación cerrada con llave y cerrojo?
Ya no le importaba guardar el secreto; experimentaba el deseo de revelar, sin rodeos, ese detalle en particular.
En los ojos, un poco saltones, de su interlocutor se reflejó un sincero interés. Después de echar por encima del hombro una rápida ojeada hacia atrás para cerciorarse de que nadie les escuchaba, penetró en el despacho. Mientras tanto, Dick permanecía absorto en su descubrimiento.
—Anoche estuve pensando —manifestó el joven con precipitación— en que estas tres casas poseen contadores que funcionan con monedas. ¡Dios Santo! ¡Esa es la forma en que procedió! ¡Por eso encendió las luces y las dejó así durante gran parte de la noche!
El mayor demostró agitación.
—¡Un momento, mi estimado amigo! ¿Quién procedió en esa forma y qué hizo?
—Bert Miller —aclaró Dick— pasó anoche en su bicicleta frente al lugar y vio que brillaba luz tras las cortinas corridas de todas las habitaciones.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué más?
—Alguien las encendió y las dejó así hasta que se terminó la corriente eléctrica.
—¡Oiga! ¿Quiere tener la bondad de…?
—Cuando se apagaron, esa persona cerró el paso de la corriente de las lámparas haciendo funcionar los conmutadores, excepto el de la sala. Por la mañana, a la hora adecuada, introdujo una moneda en el contador instalado en el lavadero e inmediatamente, como si se hubiera bajado el interruptor correspondiente, se encendió la luz en aquella estancia.
Price rió entre dientes durante un instante, con expresión perpleja. En seguida se volvió para mirar disimuladamente los carteles fijados en las paredes: El error del envenenador, Pánico en la familia y Jamás lo sospeché; a pesar de haberlos visto con tanta frecuencia, siempre atraían mi poco la atención del mayor, y luego se dirigió al sofá y se sentó sin cuidarse del aspecto desaliñado de su traje de paño escocés.
—¿Puede hacer el favor de explicarme el asunto? —sugirió—. Lamento decirle que no entiendo absolutamente nada.
Entonces, Dick comprendió dónde estaba el fallo. El detalle de la luz era exacto y Fell lo sabía, puesto que había hecho una singular referencia al contador de la casa vecina pero, a pesar de todo, no solucionaba el problema.
—¡No explica qué hizo el asesino para salir del cuarto cerrado dejando allí a Sam De Villa! —observó en voz alta—. Y teóricamente, aquél continúa sin abrirse. Además, juro que al llegar yo, hacía pocos minutos que Sam había muerto.
El enigma persistía sin variaciones.
Con movimientos pausados, el mayor extrajo una pipa y una tabaquera. Inclinó hacia delante su cabeza de cabello corto, semejante a la de un prusiano; su semblante manifestaba un profundo interés.
—¿Quién es Sam De Villa? —preguntó con tono áspero.
Markham se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.
—¡Mire, mayor, le ruego que me disculpe! Me encontraba tan agitado a causa de un hecho que acaba de ocurrir, que no he podido contenerme y he hablado más de lo debido. En realidad, no tengo derecho a hacerlo. Si usted supiera la razón…
—¡Mi estimado amigo! ¡No me atañe en absoluto! A menos que…
—¿Sí?
—A menos, naturalmente, que la cuestión se relacione con alguno de mis clientes —aclaró. Comenzó a cargar la cazoleta de la pipa con tabaco y lo apretó con su grueso dedo pulgar—. En este momento los vecinos de nuestro pueblo se hallan divididos: algunos opinan que se trata de un suicidio, otros que de un asesinato. Yo… aún no he tomado partido.
—Sólo se trataba de una ocurrencia mía —explicó el joven—. Pero creo que carece de valor. ¡Al diablo! Hasta ahora la única persona que ha hecho una sugerencia inteligente es Bill Earnshaw.
La espalda del mayor, semejante a la de una ballena, se inmovilizó con rigidez.
—¿Earnshaw? —repitió.
—¡Sí! ¡Y todavía me pregunto por qué Fell no le prestó atención! Bill dijo que…
—Mi estimado joven —lo interrumpió con firmeza el visitante—, realmente no me interesa saberlo. Sólo me sorprende que él sea el autor de lo que usted llama una «sugerencia inteligente».
—¡Caramba, mayor! ¿Todavía continúan reñidos ustedes dos?
Price alzó sus cejas de color arena.
—¿Reñidos? No comprendo. A pesar de todo, es una lástima que un individuo que se precia de su sentido humorístico no pueda soportar una broma inofensiva sin hacer de ello una cuestión personal.
—¿Se refiere usted a la que le hizo ayer en el puesto de tiro al blanco? A propósito, ¿puede decirme en qué consistió el chiste?
—¡No tiene importancia! ¡Absolutamente! —había llenado la pipa de acuerdo a su gusto; sin embargo, una arruga roja le cruzaba la frente, por lo general serena, y aún mantenía el cuerpo rígido—. No he venido a esta casa para hablar de esos asuntos. El objeto de mi visita… le ruego me disculpe por lo intempestiva…
—Me parece que es usted quien tendrá que disculparme, mayor. Ya estoy atrasado para ir a la cena de Lesley y ni siquiera me he vestido todavía.
—Exactamente —asintió el hombre; examinó la pipa y luego alzó la vista—. ¿Sabe usted qué hora es?
Markham miró su reloj de pulsera, que no funcionaba.
—Son las nueve menos veinte —indicó Price—. Y según tengo entendido, le esperaba allí a las siete y media para tomar unos combinados, ¿verdad? ¡Un momento! —se apresuró a agregar alzando un brazo, al ver que el muchacho iniciaba una carrera en línea recta hacia el piso superior—. Está muy bien que ahora se dé prisa. ¡Muy bien! Pero mi estimado amigo, ¿se ha preguntado usted si la encontrará ahora en su casa?
Dick se detuvo de golpe.
—¿Qué quiere decir con eso?
El hombre meneó con fuerza la cabeza y examinó atentamente el borde de la cazoleta de su pipa.
—Hablo como un hombre que por su edad puede ser el padre de ustedes dos. Y como un amigo. No quiero ofenderle, pero ¡caramba!, ¡ojalá tome usted una determinación en uno u otro sentido! ¿Es o no verdad que la señora Rackley les ha visto a usted y a Cintia Drew en actitud reprobable en el dormitorio de la misma Lesley?
El carácter grotesco de la pregunta, planteada en un momento en que ya todo eso había perdido importancia, dejó atónito al muchacho.
—¡Le aseguro que no significa absolutamente nada!
—¡Por supuesto, mi querido amigo! ¡Comprendo perfectamente bien! Pero al mismo tiempo…
—¿Se lo ha contado la señora Rackley a Lesley?
—Sí, en vista de que usted no llegó a las siete y media, ni a las ocho, y ni siquiera a las ocho y media. Además —se llevó la pipa a la boca—, ¿estuvo Cintia con usted en aquella casa durante toda la tarde? —preguntó, señalando las ventanas con un movimiento de cabeza.
—Se retiró con Bill Earnshaw hace una hora.
—¡Si usted hubiera avisado por teléfono, amigo!
—Escúcheme, mayor Price. Se han producido algunas revelaciones de tanta importancia que amenazan con dar a este asunto un giro totalmente diferente. No puedo decirle más, excepto que Hadley puede dirigirse en cualquier momento a la casa de Lesley —la figura rechoncha de su interlocutor tomó nuevamente una actitud rígida— para hacer a la joven algunas preguntas.
—¿Es cierto? ¡No me diga!
—Yo he podido escabullirme porque el superintendente y el doctor Fell se hallaban enzarzados en una discusión y…
—¿Una discusión sobre qué?
—En primer término, respecto a la destilación del ácido prúsico y a la facilidad con que puede obtenerse sobre la base de ingredientes no venenosos adquiridos en cualquier farmacia. Pero la mayor parte de las palabras no alcanzaban a escucharse o eran muy confusas. ¡De todas maneras, puedo explicar fácilmente a Lesley la causa de mi tardanza!
Price hizo girar la ruedecilla de un encendedor y lo acercó a la pipa.
—Mi estimado joven —manifestó—, sólo me cabe decirle que la joven se encuentra muy trastornada, y casi en un estado de histerismo. La jornada de hoy ha debido de ser muy agotadora para ella. Sin embargo, ni siquiera —su frente se cubrió de arrugas—, ni siquiera está dispuesta a confiar en su asesor legal. Si desea hacerle un bien, vaya en seguida hacia allá.
—¿Con este aspecto?
—Sí. Como usted comprenderá, desde un punto de vista diplomático es ya un poquito tarde para emplear el teléfono.
Markham siguió su consejo. Al desembocar en el camino y tomar la dirección Oeste, es decir la del pueblo, oyó débilmente, detrás, unas voces que se aproximaban; eran las de Hadley y Fell que avanzaban, enzarzados aún en la discusión.
Seguramente, ellos también se dirigían a la casa de la muchacha, que, según Price, se encontraba trastornada y casi histérica. Pero Dick se propuso adelantárseles. ¿Qué ocurriría ahora?
No lo sabía. Sin duda, a la joven le sería muy fácil explicar su presencia junto a la vieja casa de Pope, donde el agente aseguraba que la había visto a esa hora tan avanzada de la noche. Markham decidió no pensar más en ello; no deseaba soportar la misma tortura, porque seguramente poco después, como ya había ocurrido con los incidentes anteriores, alguien se encargaría de aclararlo todo. Sin embargo, apresuró el paso.
En el espacio de tres o cuatro minutos llegó a High Street; un poco más y estaría frente al domicilio de la muchacha. El reflejo rosado del sol poniente se extinguía detrás de las cimas de los techos y hacía brillar una que otra pizarra y destacaba el contorno de una hilera de chimeneas. La calle se hallaba sumida en la semioscuridad del crepúsculo y completamente desierta. Aquellos habitantes que no habían acudido a la cervecería del Grifo y el Fresno, seguramente se encontraban en sus hogares y se disponían a oír las noticias de las nueve.
Markham torció hacia la derecha, abandonando el camino de la Horca, cruzó la carretera y avanzó a grandes zancadas por la calzada de ladrillos que servía de pavimento a High Street.
Allí se alzaba la morada de Lesley, retirada de la calle y oculta tras los castaños, con una buena extensión de terreno cubierta de césped a ambos lados. Tras las pesadas cortinas corridas no se advertía luz, excepto en el dormitorio del piso alto; pero encima de la puerta principal brillaba una pequeña lámpara. El muchacho se detuvo frente a la verja y miró a izquierda y derecha. La única vivienda (si así podía llamarse) cercana era la oficina de Correos contigua. Al dirigir la vista hacia la derecha, observó el aspecto mísero de esa pequeña construcción deteriorada por el tiempo.
Dos ventanas deslucidas, con cristales corrientes, una puerta entre ambas y la boca del buzón para cartas y encomiendas bajo una de ellas, formaban la fachada que daba a High Street. En la parte delantera de la casa, la señorita Laura Feathers combinaba sus deberes postales con la exhibición de irnos pocos tapices que, al parecer, nunca conseguía vender. Y en el fondo había instalado su hogar. Después de las seis la oficina aparecía siempre cerrada, los descontentos afirmaban que dejaba de atender antes de esa hora, y en ese momento lo estaba. Con persianas oscuras en puerta y ventanas, parecía desafiar a los clientes en la misma forma que un fuerte a sus atacantes.
Dick la observó sin mayor curiosidad, en medio del apacible anochecer estival. No muy lejos de allí, un tardío segador hacía funcionar lentamente una máquina cortadora de césped. Olvidado ya de la señorita Feathers, el joven abrió la verja y avanzó por el sendero hacia el edificio.
Precisamente en ese momento se oyó el ruido de un disparo que partió del interior de la oficina de Correos.
Existe en alguna parte una historia de pesadilla en que dos amantes se hallan condenados para siempre a entrar uno y salir el otro simultáneamente por las puertas giratorias del mismo hotel. Una sensación semejante, de puertas girando, pero sólo para volver a empujarlo hacia la misma escena de pesadilla, dominó el corazón y el alma de Markham.
No cabía duda de que se trataba de un disparo de arma de fuego, de una pistola o tal vez de un rifle. Además, sabía de dónde había partido la detonación. A pesar de ello, experimentó el deseo de huir, de correr sin reflexionar, de alejarse de aquello que le perseguía sin descanso. Comprendió claramente que no podía hacerlo; debía marchar hacia donde lo llevara la fatalidad, aunque sólo fuera para ayudar a Lesley. Se volvió y corrió por la calle hacia el edificio continuo; sus pasos producían un ruido estrepitoso que era el único que se oía en el lugar.
Al llegar ante la pequeña construcción, vio un mortecino ribete de luz eléctrica que se filtraba por los bordes de las persianas cerradas.
—¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien dentro?
No esperaba contestación, pero en cierto modo, la tuvo; oyó ruido de pasos, sobre el piso de madera desnuda, que se alejaban con rapidez, como si alguien se retirara de puntillas, furtivamente, hacia las habitaciones interiores. El joven cogió el picaporte de la puerta ya a pesar de que ésta jamás se abría después de las seis, excepto a las nueve, cuando Enrique Garrett el cartero iba a buscar la correspondencia que debía despacharse diariamente y que la señorita Feathers le preparaba en una bolsa de lona, comprobó, sin embargo, que en ese momento se encontraba sin llave.
En la mente de Dick surgió la imagen de la encargada; era una mujer que sólo hablaba de su gastritis y de las atrocidades que cometían sus clientes. Empujó la hoja con brusquedad y en seguida percibió el olor a humo de pólvora. En el interior del pequeño y sucio cuarto de la oficina, una lámpara eléctrica polvorienta iluminaba el mostrador postal con rejas situado a la derecha y el de la izquierda, dotado de estantes y destinado a los tapices. Las tablas del piso, pulidas por el uso y negras a causa de los años, reflejaban la luz. Al fondo vio una puerta abierta que conducía a la habitación utilizada como vivienda y desde la que llegaba el ruido cantarino y el golpeteo de la tapa de una tetera, cuyo contenido hervía al fuego.
Pero el joven no prestó atención a esos detalles. La parte del buzón que daba al interior se hallaba colocada debajo de la ventana, situada ésta en el mismo lado en que se encontraba el mostrador de los tapices. Su pequeña puerta de madera aparecía abierta de par en par. Las cartas que introducía el público por las ranuras exteriores caían en el interior de ese cajón; pero en ese momento quedaban muy pocas en él. Alrededor del buzón, sobres de todos los tamaños se hallaban desparramados en el piso y pisoteados, como si una bocanada de aire los hubiera hecho volar en todas direcciones. Una revista firmemente enrollada dentro de un papel rodaba aún dando tumbos sobre las tablas desiguales y su sello azul giró varias veces, hasta que el paquete fue a detenerse junto a la mesa del lado opuesto.
Detrás del mostrador de la tapicería se encontraba de pie y tambaleante la señorita Laura Feathers. Sus ojos oscuros, vidriosos ahora y ya casi carentes de vida, reflejaban una profunda conmoción. Su aspecto era sumamente desagradable y tétrico, con el cabello entrecano peinado en un rodete en la parte superior de la cabeza, el rostro desfigurado y vestida con un traje negro y desproporcionado. Había recibido un balazo desde corta distancia; mantenía los dedos ensangrentados de su mano derecha fuertemente apretados contra el cuerpo, debajo de su seno izquierdo.
Al parecer la mujer tuvo la vaga sensación de que alguien había llegado, porque agitó insistente y furiosamente la mano izquierda, con la que aferraba un trozo de papel, señalando hacia la puerta del fondo. Por espacio de otro segundo permaneció así, jadeante, indicando y meneando con fuerza el brazo, al mismo tiempo que intentaba hablar, y después se inclinó hacia adelante y se desplomó detrás del mueble. Reinó entonces el silencio, sólo interrumpido por el ruido del líquido que hervía y el golpeteo de la tapa de la tetera en la habitación interior.