16

—Pero ¡cuidado! —agregó el cauteloso policía—. No podemos afirmar que es imposible —alzó su lápiz y examinó la punta—. Hay personas capaces de resistir el efecto de las drogas más fuertes, y otras que se libran de él con mucha rapidez. Sólo podemos asegurar que el hecho es muy improbable. Ahora bien, según las pruebas, Sam descendió esta mañana al piso inferior, ¿verdad?

—Al parecer, eso es exacto.

—Y a menos que pongamos en duda la palabra del señor Markham, en esta habitación se encendió realmente una luz, ¿no es así?

—Efectivamente.

—Y a pesar de todo, ¿considera usted que esta nueva información no trastorna en modo alguno la investigación?

—Así es, amigo —replicó el doctor Fell apoyándose en la pared de tal manera que la parte anterior de su sombrero de ala ancha se alzó como movida por una mano invisible—, no la altera. Más aún, creo que puede aclarar muchas cosas —hizo un gesto que deformó horriblemente su semblante—, siempre que usted me permita continuar el examen de ciertos puntos importantes. ¿Qué razón, repito, adujo la señorita Cintia Drew para justificar su presencia en el lugar a esa hora?

Markham desvió la vista.

—Dijo que no podía dormir y había salido a dar un paseo.

—¡Ajá! Un paseo. ¿Y es el camino de La Horca el lugar que acostumbran a elegir los habitantes de este pueblo para sus paseos matutinos?

—¿Por qué no?

Fell frunció el ceño.

—Según me informó lord Ashe, esa calle termina a sólo pocos cientos de metros al Este de aquí; en el siglo XVIII se levantaba una horca en ese extremo.

—Técnicamente, llega nada más que hasta allí. Pero existe un sendero escabroso que cruza el campo abierto en dirección a Goblin Wood y que todo el mundo utiliza para sus paseos. Además, Miller habita en las cercanías.

—En verdad, no es necesario que grite, joven —dijo Fell en tono de dulzura poco común—. Comprendo perfectamente bien. Parece que también ella se encontraba por casualidad, o por motivos que equivalen a lo mismo, en el escenario del crimen. ¿Vio o escuchó esa señorita algo que pueda sernos de utilidad?

—No. Cintia… ¡Sí, mi momento! ¡Es verdad! —exclamó el muchacho, calmándose; otra vez comenzó a torturarle la inquietud—. Esta mañana, en mi declaración, no mencioné este detalle porque ella aún no me lo había comunicado. Me lo refirió más tarde, en la casa de Lesley.

—¿De qué se trata?

—Más o menos un minuto antes de que se oyera el disparo —explicó Dick—, vio que alguien salía corriendo de la huerta y cruzaba la calle en dirección al monte que se halla enfrente.

Refirió el incidente. El efecto que éste produjo en el doctor fue vivísimo.

—¡Ya está! —vociferó con voz atronadora e hizo castañetear los dedos en el aire—. ¡Por los arcontes de Atenas! ¡Es casi demasiado bueno para que sea verdad! ¡Ya está!

Hadley, que conocía a su corpulento amigo hacía ya muchos años, empujó la butaca hacia atrás y se incorporó apresuradamente. El movimiento del sillón, los rodillos que lo soportaban se habían deslizado con ruido crujiente sobre la gastada alfombra de color castaño, pasando junto a la caja de chinchetas volcada, reveló un nuevo elemento de prueba.

En el piso, abierto y con las tapas hacia arriba como si lo hubieran empujado bajo el asiento con la intención de esconderlo, se veía un libro encuadernado en tela. A pesar de la preocupación que le embargaba en ese momento, el funcionario de la policía se agachó y lo cogió.

—Oiga, Hadley —reconvino Fell, con la vista fija en una chincheta que evidentemente había rodado lejos de las demás—. Le ruego que tenga cuidado y no las pise. ¿Qué hay?

El superintendente le alargó el volumen. Se trataba de un manoseado ejemplar de los ensayos de Hazlitt, publicados en la colección Everyman y llevaba en el margen la siguiente inscripción: Samuel R. De Villa, además de numerosas anotaciones hechas con la misma letra cuidada del nombre. El doctor lo examinó con curiosidad antes de dejarlo sobre la mesa.

—Poseía un gusto algo rebuscado en lo que respecta a literatura, ¿no le parece?

—Debe desechar de su mente de aficionado —replicó Hadley con sequedad— la idea de que el extorsionador profesional es siempre un individuo superficial que frecuenta los hoteles y bares de moda.

—¡Está bien! ¡Está bien!

—Tal como le expliqué esta mañana, la educación de caballero adquirida por Sam equivalía para él a una renta anual de unas cinco mil libras. Su padre era clérigo en West Country[1]; De Villa se distinguió en la Universidad de Bristol y estudió realmente medicina. Ha desempeñado anteriormente el papel de patólogo sin cometer muchos errores. Cierta vez, en el sur de Francia, consiguió despojar a un testarudo abogado inglés de una fuerte suma de dinero sólo por el hecho de… —se detuvo, alzó el libro y lo dejó caer otra vez sobre el escritorio—. ¡Bueno, por el momento todo eso carece de importancia! ¿En qué piensa usted?

—En Cintia Drew —respondió el doctor Fell.

—¿Qué ocurre con ella?

—El incidente que ella presenció, o dice que presenció, pone punto final al asunto. Alguien ha cometido un grave error. Ahora bien, usted, joven —manifestó, mirando a Dick con atención—, ¿no vio en el camino a ese misterioso vagabundo?

—¡Repito que los rayos del sol me daban de lleno en los ojos!

—Parece que la luz del sol deslumbró a todo el mundo —replicó Fell, y luego exclamó—: ¡Miren!

Con la sensación de un desastre inminente, y de que la investigación marchaba velozmente hacia un terrible desenlace, Markham siguió la dirección que le había indicado el doctor con un movimiento de cabeza, y miró por la ventana. Un automóvil negro de dos asientos, lustroso, pero de modelo antiguo, perteneciente a Bill Earnshaw, avanzó ruidosamente por la calle, y se detuvo frente a la casa. Viajaban en él Cintia Drew y el dueño del vehículo.

—No conozco a la dama —observó Fell—, pero imagino quién es. Apostaría cualquier cosa, Hadley, a que ya conoce las noticias referentes a la señorita Grant y con gran consternación viene a enterarse de la verdad.

El superintendente golpeó en la mesa con la mano.

—¡Le aseguro que no lo sabe! —replicó—. Nadie lo ha oído, excepto nosotros, la señorita Lesley y lord Ashe; este último juró que guardaría secreto. No es posible que esa joven haya tenido conocimiento de la novedad.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que es posible! —exclamó el joven—. ¡Earnshaw se lo ha contado!

El funcionario lo miró con expresión de perplejidad.

—¿Earnshaw?

—¡El gerente del Banco! ¡Ese hombre que en este momento desciende del automóvil junto con ella! Se hallaba aquí esta mañana y llegó a oír que el doctor Fell decía: «¡Ese no es sir Harvey Gilman!». ¿Recuerda usted, doctor?

Todos guardaron silencio; se oyó claramente el chirrido producido por los pasos de Cintia y su acompañante al caminar sobre el césped en dirección a la casa.

El gigante lanzó un juramento en voz baja.

—Hadley —dijo con un susurro tan fuerte como el viento que corre en los túneles de los trenes subterráneos—, soy un asno. ¡Por los arcontes de Atenas! ¡Qué asno! Olvidé por completo a ese hombre, a pesar de que esta tarde lo encontramos en la oficina de Correos —se golpeó con el puño la frente sonrosada—. Debería tener un secretario —agregó con voz atronadora— solamente para que me recordara en qué pensaba yo hace dos minutos. ¡Por supuesto! ¡Esa espalda erguida! ¡El sombrero Anthony Edén! ¡Ese cabello lustroso y la sonrisa dental! Cuando nos tropezamos con él en aquella oficina experimenté la vaga sensación de que le había visto en alguna parte. ¡Falta de memoria, mi estimado Hadley!…

—Bueno —respondió el superintendente con tono poco benévolo—, yo no tengo la culpa. Pero a propósito del correo, ¿este detalle no malogra aquel otro plan de usted?

—No, puede ser que no. Por otra parte, me habría gustado que se hubiese hecho de manera diferente.

El significado de esta referencia a la oficina mencionada, con su vehemente encargada, la señorita Laura Feathers, que por la infracción más insignificante a los reglamentos postales lanzaba todo un discurso desde su puesto detrás del mostrador defendido por una rejilla de alambre, resultaba muy poco claro para Dick. Pero la preocupación que experimentaba a causa de Cintia desplazó de su mente a todas las demás reflexiones del momento.

—¡Miller! —llamó el funcionario.

Afuera, frente a la ventana, el agente giró sobre sus talones y pareció que iba a expresar algún pensamiento, pero cambió de idea.

—¿Señor?

—Deje pasar a la señorita Drew y al señor Earnshaw —ordenó el superior, y al mismo tiempo que lanzaba a Fell una mirada muy significativa, agregó—: Pero yo interrogaré a este testigo, mi estimado amigo.

Seguida de cerca por su acompañante, la joven penetró de prisa en la habitación y se detuvo de golpe. Hadley la miró con expresión cortés; sin embargo, se percibió en la sala una tensión emocional tan intensa como el calor que reinaba en ella. La muchacha había logrado disimular casi por completo el cardenal oscuro de su sien derecha, pero no así su estado de ánimo.

—¿Es usted la señorita Cintia Drew? —preguntó el policía en tono impersonal.

—Sí, sí. Yo…

Hadley hizo su propia presentación y la del doctor Fell de manera pausada, con maneras suaves, y en opinión de Markham, como si presintiera un peligro inminente.

—¿Desea hablar con nosotros, señorita Drew?

—Mi madre me dijo que ustedes fueron a verme —replicó la joven mirándolo firme y fríamente y con cierto brillo en sus ojos azules; en seguida hizo un ligero ademán, y agregó—: Deploro que no me haya avisado antes; pero seguramente pensó que así me evitaba un disgusto. Sólo cuando el señor Earnshaw pasó por mi casa…

—¡Ah, sí, el señor Earnshaw! —recalcó Hadley con aire en satisfacción.

—… pasó por mi casa y me contó algunas novedades —prosiguió la muchacha, con la vista fija en la de su interlocutor, pero luchando al mismo tiempo por dominar su agitación— me enteré de que ustedes habían estado allí. ¿Desean conversar conmigo, señor Hadley?

—Así es, en realidad, señorita Drew. ¿Quiere tener la bondad de tomar asiento?

Señaló la pesada butaca que había ocupado la víctima.

Si ese gesto era intencional e inspirado por el deseo del funcionario de mostrarse duro, consiguió su objetivo. Sin embargo, la joven no vaciló ni desvió la vista.

—¿Debo sentarme en ese sillón, señor Hadley?

—De ninguna manera, si le merece algún reparo.

Cintia se dirigió a la butaca y se dejó caer pesadamente en ella. El gerente, que titubeaba en el umbral con expresión sonriente, hizo mi ruido con la garganta.

—Precisamente acabo de contar a Cintia… —comenzó a decir con voz fuerte e insegura, pero se detuvo al advertir el silencio que reinaba en la estancia y las miradas duras de Hadley y Fell clavadas en él.

Enseguida el superintendente volvió el rostro hacia la joven, que se hallaba sentada al lado opuesto del escritorio y apoyó las manos en el borde de éste.

—Su madre manifestó que usted se había causado esa magulladura en la sien al resbalar y caer en unos escalones de piedra.

—La verdad es que esa explicación estaba destinada a los vecinos —replicó ella.

El hombre hizo mi gesto afirmativo con la cabeza.

—Según se me ha informado, esa contusión ha sido ocasionada por un golpe que la señorita Lesley Grant le ha dado con un espejo de mano, ¿verdad?

—Lamento tener que admitirlo, pero es así.

—¿Le interesaría saber, señorita Drew, que esa joven afirma que no la atacó a usted con un espejo ni con ningún otro objeto?

Cintia levantó la cabeza y apoyó las palmas de las manos en los brazos del sillón; la sorpresa dilataba sus ojos azules.

—Pero ¡eso es sencillamente una mentira!

—Entonces, ¿no es verdad que usted cayó y se golpeó la cabeza contra el pie de una cama?

—Yo… ¡no, por supuesto! —después de un momento de reflexión, durante el cual volvieron a oírse claramente a lo lejos las campanadas del reloj de la iglesia, la muchacha agregó—: Me gustaría que habláramos francamente; detesto andar con rodeos. Odio las… ¡patrañas! Tengo la seguridad de que usted conoce el motivo de mi visita. El señor Earnshaw me dijo que…

Antes de que nadie pudiera evitarlo, el gerente tomó la palabra.

—Si ustedes me lo permiten —observó cortés, pero fríamente—, preferiría no verme mezclado en este asunto.

—¿Ah, sí? —inquirió Fell.

—Esta mañana temprano vine a esta casa para averiguar ciertos datos referentes a un rifle, precisamente ese que está junto a la chimenea. Mientras me encontraba aquí, comuniqué a Dick mis presunciones respecto a este caso y también le proporcioné algunas informaciones.

—¿Las referentes a las chinchetas? —preguntó el gigante.

—¡Sí! —asintió Earnshaw y prosiguió con tono más voluble—: El coronel Pope solía usarlas para sujetar sus cortinas de gasa; usted mismo podrá comprobarlo si examina las señales que se observan en todos los marcos de las ventanas. Sin embargo, no comprendo por qué esa caja se encuentra en el suelo. Pero en fin, ¡no importa! —agregó el hombre haciendo un ademán con el brazo. En seguida se volvió hacia Fell—: Mientras me hallaba aquí, oí cierto comentario relacionado con… con sir Harvey Gilman; fue usted quien lo hizo, doctor. Como ha de recordar, no se me pidió que guardara reserva, nadie me lo advirtió. A pesar de todo, decidí no repetir cuanto había oído; me impuse esa línea de conducta porque debo tener en cuenta mi posición y además porque no comprendí el significado de aquella observación. Además soy discreto.

Ninguna de las personas presentes intentó ya impedirle que hablara. Parecía que había olvidado a todos los demás, pues sólo se dirigía al doctor, sin prestar la menor atención a la escena que se desarrollaba en el centro de la habitación y de que Hadley y Cintia eran los protagonistas. Las palabras que pronunció luego contribuyeron a acentuar y agravar hasta un grado extremo la lucha silenciosa que aquéllos sostenían con la mirada.

—Hoy, cuando regresaba a mi casa desde el Banco… —continuó el gerente.

La muchacha hizo un leve y brusco movimiento.

—Hoy, cuando regresaba a mi casa desde el Banco, me detuve en el domicilio de Cintia para transmitirle un recado de mi esposa. Al verme, se mostró abatida y me contó mía historia espantosa —al llegar a este punto lanzó una carcajada estrepitosa— referente a Lesley Grant.

—Una historia real —acentuó la joven sin despegar la vista de Hadley.

—Espantosa —repitió el hombre—. Como ustedes comprenderán, consideré que era mi deber dejar a mi lado mi natural discreción y advertírselo. Por eso le pregunté: «¿Quién le ha contado eso?».

—Es una pregunta muy interesante —observó el superintendente.

—Y agregué: «Porque debo prevenirle que según el doctor Gideón Fell ese hombre no era sir Harvey Gilman, y además Middlesworth afirma que era un impostor».

—Ese relato de la vida de Lesley, ¿es real? —inquirió la muchacha.

—¿Lo es? —preguntó a su vez el gerente, muy pálido.

Por espacio de un par de segundos Hadley permaneció apoyado en la mesa con ambas manos; su rostro era inescrutable.

—¿Qué diría usted, señorita Drew, y también usted, señor Earnshaw, en el caso de que yo confirmara su absoluta exactitud?

—¡Dios santo! —murmuró el acompañante de la joven con desaliento.

Cintia desvió por fin la vista. Pareció que jadeaba, como si hubiera retenido la respiración por espacio de un minuto íntegro.

—Pero observen —señaló el funcionario de la policía en tono de advertencia— que no puedo proporcionar a ustedes información alguna y que sólo he dicho «en caso de». Ahora bien, si usted no tiene inconveniente, señor Earnshaw, desearía hablar un momento con la señorita. ¿Puede esperarla en el automóvil?

—Por supuesto, por supuesto —aseguró el aludido. Miró a Dick por un instante y desvió la vista con expresión de perplejidad y embarazo—. ¡Lesley Grant, envenenadora con…! Bueno, ¡no importa! ¡Hay que ser discreto! ¡Increíble! Con permiso de ustedes.

Cerró firmemente la puerta y se oyó que cruzaba el vestíbulo; al marchar sobre el césped, su paso se hizo más veloz.

Por primera vez en esa ocasión la muchacha dirigió la palabra a Markham.

—Esta mañana no tuve fuerzas para decírtelo, Dick —manifestó en voz baja y segura; sus ojos expresaban compasión.

Al pensar que en ese momento Cintia podía fingir, Dick se sintió sinceramente horrorizado.

—¡No quería herirte de esa forma! —prosiguió ella—. Cuando llegó el momento, sencillamente no pude hacerlo.

—Sí —respondió él. Las palabras se le atragantaron y desvió la vista.

—Durante toda la tarde me he preguntado si no cometía una injusticia con Lesley —continuó la joven con tono de remordimiento—. Pero ¡te juro que si hubiera habido una equivocación, le habría pedido perdón de rodillas!

—Sí, por supuesto. Comprendo.

—¡Cuando Bill Earnshaw me refirió las supuestas novedades, dudé por espacio de un instante!… Pero ¡ya ves que la verdad es otra!

—Un momento, señorita Drew —intervino Hadley sin alzar la voz—. ¿Por qué no se decidió a contárselo todo al señor Markham, a pesar de creer que él lo sabía? —hizo una pausa—. Usted le dijo a la señorita Grant que él conocía todos los detalles de la historia, ¿no es así?

La muchacha lanzó una breve y áspera carcajada.

—Nunca consigo expresarme con claridad —replicó—. Sí. Sabía que los comentarios habían llegado a oídos de Dick, pero no deseaba ser yo quien se los mencionara y le recordara ese asunto. ¿No comprende usted mi actitud?

—A propósito, señorita, ¿quién le contó a usted la historia?

—¿Acaso tiene ahora importancia ese detalle? ¿No es verídica?

El funcionario alargó el brazo y alzó su libreta de notas.

—Ese detalle carecería de interés —hizo notar con aire de serenidad— si el relato fuera real. Pero es completamente falso, señorita Drew. Se trata de una serie de mentiras inventadas por un estafador que se hacía llamar sir Harvey Gilman.

La muchacha le miró asombrada.

—Pero ¡usted acaba de afirmar!…

—¡Oh, no! Me he expresado con toda prudencia al decir «en caso de», como pueden atestiguarlo los señores aquí presentes —subrayó, y en seguida apoyó la punta del lápiz en el anotador—. ¿Quién le Contó la historia?

Cintia, a pesar de la actitud rígida de su cuerpo y de la palidez de su rostro, adquirió una expresión en que se mezclaban la incredulidad, el menosprecio y al mismo tiempo una sincera honradez.

—¡No sea tonto! —exclamó con violencia—. Si no es verídica, ¿por qué había de afirmar alguien lo contrario?

—Es posible que cierta gente no aprecie a la señorita Grant, ¿comprende?

—No. Lesley me gusta mucho, o por lo menos así lo creía.

—Entonces, ¿por qué la atacó?

—Eso no es verdad —replicó ella, alzando serenamente la barbilla y con el rostro pálido.

—¿Fue ella quien la agredió a usted, entonces? ¿Todavía sostiene que esa contusión en la sien le fue causada por un golpe que le dieron con un espejo de mano?

—Sí.

—¿Quién le refirió esa trágica historia, señorita Drew?

De nuevo, Cintia pasó por alto la pregunta.

—No es posible que alguien haya proporcionado todos esos detalles y que éstos no encierren por lo menos algo de veracidad. Algo de realidad, ¿comprende? —y al mismo tiempo que extendía los brazos, la muchacha agregó—: ¿Qué sabe usted acerca de Lesley? ¿Cuántas veces se ha casado ella? ¿Qué guarda en la caja fuerte?

—Escuche, señorita —observó Hadley, dejando caer en el escritorio la libreta y el lápiz; con expresión de impaciencia contenida, se apoyó otra vez con fuerza en la mesa, como si fuera a empujarla hacia su interlocutora—, repito que todos esos cuentos carecen en absoluto de veracidad.

—¡Pero!…

—La señorita Grant no es una asesina. Jamás ha contraído matrimonio, y en la caja guardaba un objeto completamente inofensivo. Anoche o esta mañana no se encontraba cerca de aquí. Además, agregaré otro detalle: esta casa permaneció a oscuras desde las once de la noche hasta algunos minutos después de las cinco de hoy, hora en que se encendió una luz en…

—¡Señor! —llamó una voz que no se había oído hasta ese momento.

Hacía ya unos minutos que Markham había advertido una variación en lo que podría llamarse el telón de fondo de la escena. El casco del agente aún pasaba y repasaba frente a las ventanas, pero en esos últimos minutos lo había hecho en forma un poco más rápida.

Miller introdujo la cabeza por la ventana destrozada y se asomó de lado al interior de la habitación, en una postura que hubiera parecido cómica de no ser por la profunda ansiedad que expresaba su ancho rostro.

—Señor —repitió, dirigiéndose a su superior con voz ronca—, ¿puedo hacer mía declaración?

Hadley se volvió con irritación.

—¡Después! Ahora estamos…

—Pero se trata de un asunto importante, señor. Es algo relacionado con este caso —insistió, al mismo tiempo que introducía el brazo para señalar la estancia.

—Entre —ordenó el funcionario.

Nadie hizo el menor movimiento mientras Bert rodeaba el edificio con paso firme, penetraba en la sala por la puerta que daba al vestíbulo y se cuadraba frente al superintendente.

—Estaba en condiciones de comunicárselo antes, señor —manifestó Miller; el lunar que sobresalía a un lado de su nariz parecía expresar el reproche encerrado en sus palabras—, pero nadie me comunicó observación alguna que indujera a pensar en un asesinato.

—¿Qué tiene usted que declarar?

—Vivo cerca de Goblin Wood, señor.

—¡Muy bien! ¿Qué más?

—Anoche estuve de servicio hasta una hora muy avanzada, señor, debido a que mi borracho había provocado un desorden en Newton Farm. Todos los días regreso en bicicleta por este camino y sigo después el sendero hasta mi domicilio. Esta mañana, más o menos a las tres, pasé frente a estas casas.

Reinó un profundo silencio.

—¿Qué más? —inquirió el superintendente.

—En la del señor Markham —prosiguió el hombre, señalando al aludido con un gesto de la cabeza— advertí que uno de los cuartos se hallaba con las luces encendidas.

—Es verdad —asintió Dick—. Me acosté en el sofá del estudio y olvidé apagarlas.

—Pero en ésta —continuó el agente, con énfasis— se veía mucha más iluminación; todas las lámparas estaban encendidas y parecía un árbol de Navidad.

Hadley avanzó un paso.

—¿Qué dice usted?

Miller permaneció en actitud rígida y con expresión inmutable.

—Digo la verdad, señor. Si bien es cierto que las cortinas de las ventanas aparecían corridas, se advertía luz en el interior de las habitaciones. Prácticamente, todas, por lo menos las que pude ver cuando pasé en bicicleta por el camino, se encontraban iluminadas.

Cintia, sentada en la butaca y con la cabeza vuelta hacia el hombre, mostraba claramente su asombro; en cambio, el rostro del superintendente reflejaba una perplejidad menos acentuada ante la visión de la casa, con las luces encendidas en medio de la soledad, que albergaba en su interior a un hombre narcotizado. Pero Markham no reparó en ambos, pues se encontraba ocupado en observar el semblante del doctor Fell, que parecía radiante de satisfacción. La exclamación lanzada por éste, un «¡Ajá!», exhalado en tono melodramático pero sincero, indicó que el gigante se sentía ahora muy seguro de sí mismo.

Antes de proseguir, el agente hizo ruido con la garganta.

—«No es extraño», pensé para mis adentro, porque sabía el estado en que se encontraba el dueño de esta casa; imaginé que se hallarían aquí algunas enfermeras, los médicos y otras personas. «¿Entraré a preguntar cómo se encuentra el herido?», me pregunté, pero luego decidí que era muy tarde y que ya tendría tiempo de hacerlo otro día. Sin embargo —agregó, alzando la voz como si temiera alguna interrupción—, vi a una persona de pie junto a la puerta principal, señor. Es verdad que la noche era oscura, pero a pesar de todo, una blusa blanca, o jersey, o como quiera que se llame, atrajo mi atención, y tengo la seguridad…

La actitud de Hadley se tornó rígida.

—¿Una blusa blanca? —repitió.

—… de que era la señorita Lesley Grant, señor.