15

Avanzada la tarde, en el Camino de la Horca y frente a la casa de aspecto siniestro, el doctor Fell repitió aquella pregunta.

Después de almorzar en Ashe Hall, el doctor, Hadley y Dick efectuaron una corta excursión por el pueblo. A pesar de que el joven había manifestado el deseo de retirarse a su domicilio con Lesley, Fell no se lo permitió; esa tarde parecía interesado en encontrarse con el mayor número posible de personas.

Aún no se sabía en Six Ashes que el muerto no era sir Harvey Gilman ni que la policía tuviera el menor motivo para dudar de que se tratara de un suicidio. Casi podía palparse en el ambiente el cebo de la celada, la invitación al acto fatal, la incitante llamada al asesino. Los rostros de todos se volvían hacia ellos con expresión de enorme curiosidad, pero sólo los ojos de aquellos que rehuían la mirada parecían encerrar un interrogante. Markham no había experimentado jamás tan aguda incomodidad.

En verdad, tropezaron con mucha gente. Intentaron hablar con Cintia Drew, pero su madre, una mujer pequeña y de expresión melancólica que se abstuvo formalmente de hablar con Markham, les impidió hacerlo. Manifestó que su hija había sufrido una desafortunada caída en unos escalones de piedra y se había lastimado la sien, por lo que no se hallaba en condiciones de recibir a persona alguna. Además, según ella, nadie podía abrigar la pretensión —al pronunciar esta palabra alzó las cejas— de verla.

En cambio, se encontraron con el mayor Price que salía de su despacho, y más tarde, en la oficina de Correos, los dos forasteros fueron presentados a Earnshaw mientras éste efectuaba allí algunas compras. El gigante adquirió en la confitería y cigarrería algunos cigarros de chocolate y otros auténticos; después conversó con el reverendo Goodflower respecto a la arquitectura de los templos y visitó también la cervecería del Grifo y el Fresno, y antes de que cerrara sus puertas bebió varios jarros de medio litro.

El sol dorado y resplandeciente caía ya detrás del pueblo cuando iniciaron la marcha de regreso hacia el Camino de la Horca. Al pasar ante la residencia de Lesley, Markham recordó las últimas palabras de la joven antes de separarse de él: «¿Vendrás esta noche a cenar conmigo, tal como habíamos convenido?». El muchacho había respondido afirmativamente con cierta vehemencia. Observó una ventana en busca de su rostro, pero no lo vio. Poco después distinguió, junto a la huerta sumida en la sombra, la casa con techo bajo, negra y blanca, con los vidrios de una ventana rotos, escenario del crimen.

Hacía ya muchas horas que habían traslado el cuerpo de Sam De Villa, alias sir Harvey Gilman, al depósito de cadáveres de Hawkstone. En ese momento el agente Bert Miller montaba pacientemente la guardia en el jardín delantero. En cuanto se encontraron a una distancia adecuada, Hadley le preguntó a gritos:

—¿Ha llegado el informe de la autopsia?

—No, señor. Prometieron llamar por teléfono apenas estuviera listo.

—¿Averiguó el origen de la llamada telefónica?

Miller era uno de esos hombres a los que resulta necesario aclararles el sentido de una pregunta; su ancho rostro permaneció impasible bajo la visera del imponente casco.

—¿Qué llamada, señor?

El superintendente le miró.

—Esta mañana, muy temprano —manifestó el funcionario—, el señor Markham atendió a una llamada telefónica anónima; se le pedía que se trasladara aquí sin pérdida de tiempo, ¿recuerda?

—Sí, señor.

—¿Establecieron el origen de ese aviso?

—Sí, señor. La llamada se hizo desde esta casa.

—Desde aquí, ¿eh? —repitió Hadley, lanzando a Fell un rápida mirada.

—Desde el aparato que se halla instalado ahí dentro —explicó el agente, señalando hacia atrás, con un movimiento de cabeza, la puerta abierta del vestíbulo—, y tuvo lugar a las cinco horas y dos minutos de la mañana. Así informa la central de teléfonos.

Hadley se volvió y observó de reojo al doctor.

—Seguramente usted dirá que lo había previsto, ¿verdad? —dijo secamente.

—¡Al diablo, Hadley! —protestó el interpelado en tono quejoso—. No pretendo erigirme en oráculo ni imitar los gestos mesmerianos que hacía De Villa ante una bola de cristal. Pero ciertas circunstancias se deducen de la propia naturaleza de los hechos. ¿Comprende usted cuál es la condición más importante para la solución de este caso?

Discretamente, el interrogado guardó silencio.

—Vea, señor —intervino Dick—, antes planteó esa misma pregunta y nosotros intentamos contestarla, pero usted no expuso su contestación. ¿Qué piensa usted al respecto?

—En mi modesta opinión, la condición de mayor importancia para resolver el problema es la de averiguar cómo empleó la víctima las últimas seis horas de su vida.

Markham, que esperaba una respuesta muy diferente, le miró con asombro.

—Anoche —prosiguió el doctor Fell— usted se separó de él en esta casa más o menos a las once. ¡Bien! Y lo encontró muerto —el cadáver conservaba aún la temperatura de la sangre— aproximadamente a las cinco y veinte de esta mañana. ¡Muy bien! ¿Qué hizo nuestro hombre en ese intervalo? Veamos.

Ascendió pesadamente por los dos escalones de piedra y penetró en el pequeño vestíbulo delantero; pero por el momento no siguió hasta la sala. Permaneció allí y lo recorrió una y otra vez con la majestuosa lentitud de un acorazado en maniobras, mientras dejaba vagar la mirada sin fijarla en parte alguna.

—La sala se encuentra a la izquierda —dijo, señalando con el dedo—, y al frente, sobre el pasillo, el comedor —indicó la puerta de éste—. En el fondo, la cocina y el lavadero —señaló nuevamente—. Esta mañana, mientras aguardaba la llegada del agente, recorrí todas las habitaciones y además, de paso, eché una ojeada al contador de electricidad instalado en esa última dependencia —se atusó el bigote y se dirigió otra vez a Markham—. En el momento en que usted se marchaba, De Villa manifestó que se acostaría en seguida, ¿verdad?

—Sí.

—Y probablemente lo hizo —discurrió el hombre—, ya que poco después, al pasar lord Ashe por aquí para enterarse del estado del herido, todas las luces del edificio se encontraban apagadas. Así lo manifestó él, ¿verdad?

—Efectivamente.

—Aún no he subido al piso superior, pero creo que es conveniente que lo hagamos ahora.

La escalera, flanqueada por gruesas balaustradas, era estrecha y formaba una curva muy cerrada; terminaba en un vestíbulo de techo bajo, y la atmósfera se hallaba allí muy caldeada a causa del tejado de pizarra que cubría el edificio. Al explorar el terreno, comprobaron que había en la parte de delante dos amplios dormitorios y uno en la parte posterior, además de un cuarto de baño. El aposento delantero, situado encima de la sala, mostraba indicios de encontrarse habitado.

Fell cogió el picaporte y empujó la puerta, que debía hallarse muy ajustada, pues produjo un crujido y un ruido raspante al correr sobre el piso desnudo. La escasa luz del atardecer/matizada de un color rojizo turbio al pasar a través del monte de abedules que se alzaba enfrente, entraba por dos ventanas que se abrían en la pared en declive, sobre el camino.

El aspecto del mobiliario de esa estancia era tan austero como las paredes revocadas y de color blanco. Lo componían una cama de una plaza, una cómoda con espejo, un ropero de roble, una silla de respaldo recto y un par de alfombras. A pesar de que las ventanas se encontraban abiertas, había olor a moho; se advertía también un desorden que tal vez fuera producto de la prisa del inquilino. Alguien había dormido en la cama; las ropas arrojadas a los pies daban la impresión de que el ocupante se había levantado con precipitación.

Igual cosa se advertía en la cantidad de objetos de uso personal —cuellos, artículos de tocador, libros, el cordón trenzado de una bata— que rebosaban de dos grandes maletas aún no desocupadas del todo.

—Como ustedes ven, sólo había establecido aquí un campamento provisional —observó Fell señalando el escenario con el bastón—. Estaba listo para escapar en cuento se encontrara en posesión del botín. Su plan era perfecto y lo ejecutó con maestría. Pero en vez de conseguir su objetivo… ¡Esperen un momento!

En el piso, junto a la cama, se veía un cenicero con dos o tres colillas de cigarros y más allá un vaso que contenía, hasta la mitad, agua ya alterada y con burbujas; a su lado había una botella muy pequeña. Respondiendo a la mirada inquisitiva que le lanzó el doctor, Hadley alzó la botellita y comprobó que contenía algunas píldoras pequeñas y blancas; para leer la etiqueta del frasco se trasladó hasta la ventana.

—Luminal —dijo en voz alta—. Tabletas de un centígramo y medio.

—No debe llamarle la atención —observó Dick—, pues anoche manifestó que había traído esa droga. Middlesworth lo autorizó para que tomara una pastilla en caso de que su dolor de espalda se tomara muy agudo.

Fell reflexionó.

—¿Nada más que una?

—Al menos, esa fue su recomendación.

—Me imagino que la herida le causaba mucho sufrimiento, ¿verdad?

—Sí, muchísimo; le aseguro que a ese respecto no fingía.

—¡No! —exclamó el gigante con voz atronadora, meneando violentamente la cabeza con expresión siniestra—. ¡No, no, no, no, no! ¡Mire, Hadley, de acuerdo con la naturaleza humana, De Villa no pudo ser tan moderado al tomar el calmante!

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, supongamos que usted se halla en ese trance, que es un individuo nervioso e imaginativo y se encuentra herido de bala en vísperas de una noche prolongada; y que además dispone de una cantidad abundante de luminal. ¿Se contentaría usted con una modesta tableta? ¿No injeriría una buena dosis para tener la seguridad de conciliar un sueño profundo?

—Sí —admitió el superintendente—, creo que tiene razón. Pero…

—Estamos tratando de reconstruir las acciones preliminares de este crimen —recalcó su interlocutor con voz tonante, mientras recorría con pasos largos y movimientos pesados la distancia que le separaba de la puerta y volvía en seguida al sitio anterior—. ¿Y qué descubrimos?

—Muy poca cosa, si me permite expresarle sinceramente mi opinión.

—De todas maneras, observe los movimientos de De Villa. Las visitas se marchan a las once; en ese momento lleva puesto un pijama, la bata y las zapatillas, de manera que no necesita desvestirse. Sube en seguida a su dormitorio.

Al llegar a este punto, la mirada errante del narrador tropezó con el cordón trenzado de la bata, que se hallaba extendido a los pies de la cama. Lo miró con fijeza al mismo tiempo que jugueteaba con su labio inferior.

—Oiga, Hadley. Esta mañana el cadáver fue hallado con el pijama y la bata puestos. Yo no presté atención a un detalle; ¿recuerda usted si el cordón de esta última iba prendido en su sitio? —miró a Dick—. ¿Y usted, joven, no reparó en ello?

—No recuerdo —manifestó el muchacho.

—Yo tampoco —dijo el funcionario—. Pero esa prenda se encuentra ahora en el depósito de Hawkstone; podemos llamar por teléfono y averiguarlo.

Fell descartó el asunto con un ademán.

—No importa, continuemos la reconstrucción de las oscuras horas que precedieron al crimen. La víctima sube para acostarse y trae consigo un vaso con agua. Injiere una buena dosis de luminal y se sienta en la cama para terminar de fumar un cigarro —obsérvese el cenicero— mientras espera que la droga comience a producir su efecto. Y después…

Hadley respiró con fuerza; expresaba así su incredulidad.

—Y luego —observó—, a las cinco de la mañana se levanta y desciende al piso inferior, ¿verdad?

—Así es, al parecer.

—Pero ¿por qué?

—Ese es precisamente el punto que espero nos aclarará en seguida el señor Markham —replicó Fell con aspereza—. Bajemos.

Sin la figura inmóvil que había ocupado el sillón frente al escritorio, la sala presentaba un aspecto menos desagradable. Los técnicos de Hawkstone ya habían tomado fotografías de la estancia y examinado los objetos en busca de huellas dactilares. Se habían llevado la jeringuilla hipodérmica, pero el rifle de calibre 22 se encontraba aún apoyado en la pared, junto a la chimenea, y la caja de chinchetas yacía volcada en el piso, al lado de la butaca.

Hadley había reconvenido ya a Markham con términos enérgicos y realistas por tocar los elementos de prueba dificultando así su examen; por lo tanto, en ese momento se limitó a lanzarle una mirada muy expresiva. Sin hacer el menor comentario al respecto, el gigante se colocó de espaldas a la pared, entre las dos ventanas. A un costado, en el vidrio inferior, se veía el agujero de bala, y al otro, un marco de ventana vacío frente al que se hallaban diseminados en el piso los trozos de la vidriera rota.

Afuera asomaba el casco de Bert Miller; el agente pasaba y volvía a pasar sin detenerse, cumpliendo su guardia frente a la habitación.

—Señor Markham —dijo el doctor en tono tan vivo y vehemente que Dick experimentó cierto malestar—, le ruego que haga un esfuerzo de memoria y que ponga en ello mayor empeño que en cualquier otro momento de su vida.

—¿Qué debo tratar de recordar?

—Los hechos que presenció esta mañana.

El joven no necesitaba realizar esfuerzo; le parecía que ese olor infernal a almendras amargas no se desvanecería jamás, que había de percibirlo durante semanas enteras y que más tarde su recuerdo le haría ver visiones en aquella sala.

—¡Escúcheme, señor! Ante todo, aclaremos un detalle: ¿cree usted que le he mentido? —inquirió.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque me parece que todo el mundo, desde Miller hasta el superintendente Hadley y lord Ashe, piensa que he faltado a la verdad o que he soñado. Repito: ¡esas ventanas se encontraban cerradas desde el interior! ¡Y aquella puerta estaba cerrada con llave y cerrojo! ¿Lo pone usted en duda?

—¡Oh, no! —repuso el doctor Fell—. De ninguna manera.

—Y a pesar de ello, el asesino consiguió, ¿cuál es la expresión exacta?, consiguió introducirse físicamente en este cuarto para matar a De Villa, y luego salió de él. ¿A pesar de que las puertas y ventanas se encontraban herméticamente cerradas?

—Sí —confirmó su interlocutor.

Volvió a pasar la figura del agente, como si fuera la sombra de la ley.

El superintendente acercó la butaca a la mesa, se sentó en el mismo sitio que había ocupado el muerto y extrajo su libreta de notas.

—Sostengo eso mismo que usted acaba de oír, Hadley —subrayó Fell.

—¡Continúe! —se limitó a decir el empleado de policía.

—Comencemos con la misteriosa llamada telefónica recibida a las cinco horas y dos minutos —refunfuñó el gigante al mismo tiempo que apretaba firmemente contra el cuerpo sus brazos cruzados—. Tal como acaban de enterarse, el aviso partió de esta casa.

—Sí.

—¿Era la voz de Sam?

—Tal vez; pero no puedo asegurarlo. Sólo se trataba de un susurro.

Sin embargo, podía advertirse en ella cierta ansiedad, ¿no es así? —preguntó el doctor; se mantenía en actitud erguida y con la barbilla alta.

—Sí, una profunda ansiedad.

—Bien. Usted salió corriendo de su casa y siguió corriendo por el camino. Cuando aún se encontraba a cierta distancia de aquí vio que en esta sala se encendía una luz —hizo una pausa; en la expresión de sus ojos protegidos por los lentes se advertía una profunda concentración mental—: ¿A qué distancia se hallaba cuando la advirtió?

Markham reflexionó.

—Creo que a cien metros más o menos.

—De manera que en ese momento no alcanzaba a ver el interior de esta estancia.

—¡No, por supuesto! ¡De ninguna manera! Me encontraba demasiado lejos. Como aún el cielo estaba bastante oscuro, pude observar el resplandor que partía de la ventana.

Hadley se incorporó sin pronunciar palabra. La única lámpara de la habitación era la de la reluciente pantalla de color tostado que colgaba encima del escritorio; el conmutador se hallaba instalado en la pared, junto a la puerta que comunicaba con el vestíbulo. El funcionario se dirigió a él, lo hizo funcionar hacia abajo y de nuevo hacia arriba, de manera que la luz se encendió y volvió a apagarse. En seguida, y siempre en silencio, regresó al escritorio y tomó asiento frente a su libreta.

Fell hizo un ruido con la garganta.

—Entonces —prosiguió— avanzó por el camino con más lentitud. ¡Sí! Poco después, según tengo entendido, vio que asomaba ese rifle de calibre 22 por encima de la pared, ¿verdad? Sí. ¿A qué distancia se encontraba usted en ese momento?

Dick volvió a reflexionar.

—Digamos… a unos treinta metros, o tal vez menos.

—De manera que aún no alcanzaba a distinguir el interior de esta sala.

—Aún no, naturalmente.

—Pero ¿observó claramente el rifle?

—Sí.

—¿Y hasta… hasta alcanzó a percibir el agujero de bala cuando, según la frase tan expresiva empleada en su declaración, «apareció en el vidrio como si diera un brinco»? —recalcó el hombre golpeando suavemente la ventana con la mano.

El joven hizo un gesto de desaliento.

—Seguramente utilicé una forma demasiado literaria para explicarlo; en ese momento pensaba en la tienda del adivino. Pero la descripción es exacta. Mientras observaba el rifle, vi que disparaba, y a pesar de la distancia advertí la perforación de bala en el vidrio.

—Sin duda posee usted una vista de gran alcance.

—Es verdad. Por ejemplo, ayer, mientras tiraba al blanco en el puesto del mayor Price, distinguía con toda claridad los puntos en que hacía impacto, sin necesidad de acercar el blanco al mostrador.

En ese momento intervino el superintendente.

—Si piensa que esa perforación es imaginaria —observó, dirigiéndose al doctor—, puede descartar desde ahora esa idea, pues los hombres de Purvis han verificado todos los datos: ángulo de tiro, fuerza del proyectil y el daño sufrido por la ventana. Además —agregó al mismo tiempo que señalaba el marco roto del cuadro que colgaba encima de la chimenea—, extrajeron la bala de la pared y la examinaron. Fue disparada con ese rifle de calibre veintidós y no con otro.

Fell se volvió lentamente, con el rostro encamado.

—¡Por Dios, Hadley! —dijo, en un desacostumbrado arranque de cólera que sobresaltó a Hadley y también a Dick—. ¿Quiere tener la bondad de permitirme que interrogue al testigo de acuerdo con mi parecer? —su semblante adquirió una expresión aún más furibunda—. Usted, señor, es un superintendente de la policía metropolitana; estoy a sus órdenes, soy solamente un asesor en este asunto. O, para hablar en términos menos altisonantes, el individuo al que se llama en los casos extraordinarios, por no decir de locos, como éste. Me ha concedido el honor de consultarme respecto a éste, que ambos consideramos como asesinato; ¿puedo hacer mis preguntas tal como yo quiero, señor, o no?

A través de las ventanas se vio que el casco de Bert Miller se detenía por una fracción de segundo y luego proseguía su ir y venir. Al declarar ante el agente, Dick había insistido con tal abundancia de detalles en que se trataba de mi suicidio, que Miller no imaginó otra eventualidad. Por primera vez, Bert escuchaba la palabra asesinato y de labios de sus superiores.

Pero Markham apenas si reparó en la brevísima detención del guardia; el arranque extraordinariamente violento de Fell le había causado gran sorpresa.

—Lamento haberle molestado —se disculpó Madley con tono suave—. Continúe.

—¡Ajá! Muy bien —observó el ofendido y se ajustó los lentes al mismo tiempo que respiraba profunda y ruidosamente con aire de desafío—. Al oír el disparo, señor Markham, ¿echó a correr otra vez hacia la casa?

—Sí.

—¿Y se encontró en el camino con Cintia Drew?

—Efectivamente.

—¿Por qué razón, a pesar de su buena vista, no la vio antes?

—Porque los rayos del sol me daban de lleno en los ojos —respondió Dick—. La luz iluminaba la calle en toda su extensión y Cintia venía del Este; podía observar con claridad ambos costados, pero no así la parte central.

—¡Hum, sí! Es una explicación satisfactoria. Pero ¿qué razón adujo la señorita Drew para justificar su presencia en el lugar a esa hora?

—¡Mire, señor! ¿Acaso cree usted…?

:—¿Qué razón adujo la señorita Drew para justificar su presencia en el lugar a esa hora? —repitió el hombre con suavidad.

En el vestíbulo comenzó a sonar con ruido penetrante el timbre del teléfono.

Los tres hombres, dominado cada mío de ellos por sus propios pensamientos, se sobresaltaron un poco. El joven imaginó que podía tratarse de la comunicación que Fell esperaba. ¿Sería acaso el asesino que llamaba, escudado tras el semblante apacible y amistoso de uno de los habitantes de Six Ashes, para susurrar más palabras de odio contra Lesley Grant? Hadley se dirigió apresuradamente al aparato. Oyeron que hablaba en voz baja, y cuando volvió a entrar en la sala, su rostro reflejaba profunda seriedad.

—¿Qué ocurre? —inquirió Fell.

—No —repuso con rapidez el superintendente—, no se trata de lo que usted imagina. Esa idea suya referente a una comunicación telefónica es absurda, y usted lo sabe. Nadie se arriesgaría de manera tan tonta. Pero en cambio debo admitir que aquella otra suposición…

¿Quién ha llamado, Hadley?

—El cirujano de la policía de Hawkstone. Acaba de efectuar la autopsia; el resultado trastorna toda la investigación.

El gigante, que apoyaba en la pared su cuerpo corpulento, se irguió y entreabrió la boca rodeada por su enorme bigote.

—¡Oiga, Hadley! Supongo que no me va a decir que a Sam De Villa no lo han matado con ácido prúsico, ¿verdad?

—¡Oh, sí! No cabe duda que esa es la causa de su muerte; mediante una jeringuilla hipodérmica, una persona poco diestra en su manejo le administró más o menos dieciocho centígramos de ácido prúsico anhidro. Pero…

—Pero ¿qué?

—Pero en su estómago han encontrado algo extraordinario —agregó el funcionario.

—¡Prosiga, hombre!

—Más o menos unas seis horas antes de fallecer, la víctima injirió una cantidad de luminal que oscila entre dieciocho y veinticuatro centígramos —el superintendente se sentó otra vez frente a la mesa y abrió su anotador—. ¿No comprende? —prosiguió—. Si tomó tal cantidad de esa droga antes de acostarse, prácticamente resulta imposible que a las cinco de la mañana siguiente haya descendido por sus propios medios a la planta baja.