14

Las palabras del doctor causaron un efecto profundo y escalofriante en todos los presentes.

Pero Hadley, movido por su habitual cautela, se irguió y protestó formalmente.

—¡Alto ahí, Fell! No podemos asegurar que se trate de un asesinato, por lo menos en el estado actual de la investigación.

—¡Mi querido amigo! ¿Usted no lo entiende así?

—Tal vez yo pueda contestar en seguida a una de las preguntas que ustedes plantearon —intervino lord Ashe.

Sorprendidos, los dos hombres se volvieron para mirarlo. El anciano, que sopesaba nuevamente la gargantilla de oro adornada con rubíes, hizo un ruido con la garganta como si con ello diera a entender que no debían cifrar muchas esperanzas en lo que iba a decir.

—Hace un momento —manifestó— deseaban saber si ese falso vendedor de Biblias había visitado otros domicilios además del mío. En realidad no tiene gran importancia, pero yo puedo informarles al respecto. Realicé algunas pesquisas y pude comprobar que el hombre no estuvo en otras casas de este pueblo.

—¡Ajá! —exclamó el doctor Fell—. ¡Ajá!

El superintendente le observó con aire de sospecha —por espacio de veinticinco años la volubilidad de su compañero había provocado en él un efecto similar—, pero permaneció en silencio.

—¡A pesar de todo, señores, no me explico por qué emplean ustedes la palabra «asesinato»! —observó en seguida el dueño de la casa.

—Yo la uso —recalcó el gigante.

—Sé muy poco de tales cuestiones —aclaró el anciano—. Sin embargo, he leído esas novelas escritas por un caballero que empleaba así sus fines de semana. En ellas las muertes ocurrían siempre misteriosamente y en viejos caserones; pero ¡caramba!, a mi entender De Villa falleció a consecuencia del veneno, en una habitación cuyas puertas y ventanas se hallaban cerradas por dentro.

—Sí —asintió Fell—. Por eso insisto en que la señorita Grant constituye, en apariencia, el personaje central de esta intriga.

—¡Un momento, por favor! —suplicó Dick, y luego se dirigió a lord Ashe—. Usted sostiene, señor, que Lesley vino por la mañana a esta casa, le entregó las joyas y le contó la historia de su madre, ¿verdad?

—Sí; y esa actitud me colocó en una situación bastante incómoda.

—¿Por qué lo hizo, señor?

El anciano se mostró desorientado.

—Al parecer, porque la pequeña Cintia Drew fue a verla a su domicilio y la acusó de ser una envenenadora.

En ese momento la joven penetró sin hacer ruido en la habitación y cerró suavemente la puerta. A pesar de su aparente tranquilidad, resultaba evidente que hacía un gran esfuerzo para afrontar ese encuentro. Ocupó el rincón formado por las ventanas, colocándose de espaldas a éstas y de cara a los presentes.

—Es mejor que yo conteste a esa pregunta —dijo—, a pesar de que me repugna —sus labios se arquearon en una leve sonrisa que para Markham poseía un encanto irresistible; pero en seguida fue reemplazada por una expresión de inquietud—. No es nada grave, Dick. Te lo… te lo contaré después; ha sido espantoso para mí.

—¿Se trata de Cintia?

—¡Sí! Esta mañana se introdujo en mi dormitorio. Sólo Dios sabe cómo llego hasta allí, pero lo cierto es que intentó abrir la caja fuerte.

—Ya… ya me lo han contado.

La muchacha respiraba agitadamente, con los brazos apretados contra ambos costados del cuerpo.

—Me dijo: «Quiero saber qué hay dentro de esta caja, y estoy decidida a no marcharme de aquí sin descubrirlo». Le pregunté a qué se refería, y me contestó: «Es ahí donde guarda el veneno, ¿verdad? El que utilizó contra esos tres hombres que la amaban». ¡Qué quieren ustedes que haga! —exclamó por último la joven con expresión de desaliento y extendió los brazos hacia delante.

—¡Vamos! ¡Tranquilízate!

—Supuse que el pueblo entero debía comentar, o por lo menos imaginarse, hechos terribles relacionados con mi persona —prosiguió la muchacha—. Pero ¡jamás se me ocurrió pensar que se me atribuyeran actos de esa naturaleza! Mi sorpresa fue aún mayor cuando me aseguró que Dick lo sabía todo y que la policía vendría a buscarme porque yo guardaba veneno o algo semejante en aquella caja fuerte. Creo que… que enloquecí.

—¿Le pegaste?

Lesley lo miró con asombro.

—¿Cómo?

—¿No la golpeaste con un espejo de mano que se hallaba en el tocador?

—¡No, por Dios! —exclamó la joven con sus ojos castaños muy abiertos—. ¿Lo afirma ella?

—¿Qué ocurrió?

—Cintia se abalanzó contra mí. Como es más fuerte que yo, no supe qué hacer, pero por último conseguí rehuirla con rapidez, y ella tropezó y cayó contra el pie de la cama pesadamente. Comprobé que se había desmayado pero que la herida era insignificante —aclaró. Y en seguida, con los labios apretados y expresión forzada, miró por la ventana y dijo—: tal vez fui cruel, pero la dejé donde estaba. ¿No habrías hecho tú otro tanto?

—¡Continúa!

—«Esto pasa ya de la medida; no puedo soportar más», pensé, y después de sacar las joyas vine corriendo a ver a lord Ashe y le referí la verdad. Entretanto, llegó el doctor… Fell, ¿verdad?…, junto con el superintendente Hadley, en vista de lo cual decidí que lo supiera todo el mundo —se humedeció los labios—. Dick, te voy a hacer una sola pregunta —agregó con vehemencia—: ¿Se lo contaste a Cintia?

—¿Qué?

—Esa historia horrible de los tres maridos y… y todo lo demás —observó la joven con el rostro ruborizante—. Porque en medio de su desmayo, repetía sin cesar: «Hasta que la muerte nos separe, hasta que la muerte nos separe», como una demente. ¡Para mí es lo único importante, lo único que me preocupa! ¿Le dijiste a Cintia, de forma confidencial, algo que no quisiste revelarme a mí?

—No.

—¿Juras que es la verdad, Dick? El mayor Price me informó que esta mañana ustedes anduvieron juntos.

—¡Te doy mi palabra de honor de que no le he contado absolutamente nada!

Lesley se frotó la frente con el dorso de la mano.

—Entonces, ¿cómo se enteró del asunto?

—Precisamente, ese aspecto del problema nos interesa a todos —hizo notar Fell.

El gigante introdujo la mano entre los pliegues de su amplia capa, extrajo del bolsillo un pañuelo grande y rojo con dibujos y se enjugó la frente con tanta energía que un mechón de cabellos entrecanos cubrió uno de sus ojos. En seguida adoptó mía actitud decidida ante la cual Hadley se puso instintivamente en guardia, y señaló la silla situada frente al escritorio, opuesta a lord Ashe.

—Siéntese, mi estimada señorita —ordenó a Lesley.

La joven obedeció.

—¡Si usted pretende pronunciar ahora una conferencia!… —comenzó a decir el superintendente con expresión de sospecha.

—No —replicó el doctor Fell con aire de dignidad—, no abrigo esa intención. Sólo deseo preguntar a la señorita si tiene en este pueblo algún enemigo mortal.

Reinó el silencio.

—¡Imposible! —exclamó la muchacha.

—Pues bien —declaró el hombre, al mismo tiempo que introducía el pañuelo en el bolsillo—, examinemos los hechos. San De Villa, que en paz descanse, era un extraño en este pueblo. Al parecer —vaciló un poco—, no estaba relacionado con persona alguna. ¿De acuerdo, Hadley?

—Según los informes que obran en nuestro poder hasta este momento, convengo con usted en ese punto.

—Por lo tanto, ese hombre, en su calidad de Sam De Villa, deja de tener importancia en el plan del criminal.

—Si es que en realidad se trata de un crimen —dijo rápidamente el funcionario policial.

—Eso es. Muy bien. De acuerdo con la conclusión a que llegamos esta mañana, no cabe duda de que esta copia de un asesinato imaginario —jeringuilla hipodérmica, ácido prúsico, habitación herméticamente cerrada— se realizó con la intención de hacer recaer la culpa sobre Lesley Grant, a la que alguien cree una asesina. De otro modo, el hecho carece de sentido.

—¡Un momento! —interrumpió Hadley.

—En caso de no ser así, ¿descubre usted algún otro motivo? —preguntó Fell con tono cortés, pero firme.

Su interlocutor hizo sonar algunas monedas en el bolsillo, pero no respondió.

—En consecuencia —prosiguió el gigante y echó una ojeada en dirección a la joven—, debemos plantear una pregunta: ¿conoce a alguna persona capaz de odiarla a tal punto que desee verla a usted acusada de asesinato? O tal vez sea conveniente plantearla, con más exactitud, en esta forma: ¿quién se beneficiaría en caso de que usted se hallara en situación muy comprometida?

La muchacha le miró con expresión de desaliento.

—Nadie —replicó—. Excepto… ¡no, es enteramente imposible!

El doctor no se inmutó.

—Tal es la conclusión que se deduce de los hechos. Y el corolario…

—¿Existe alguno? —inquirió el superintendente.

—¡Oh, sí! Y surge con gran claridad —replicó el hombre y miró con atención a Dick—. A propósito, joven: mientras nos hallábamos en aquella casa, y a causa de la agitación que nos dominaba, olvidé advertirle que fuera discreto, muy discreto. Tengo entendido que esta mañana, cuando se separó de mí para ir en busca de la señorita Grant, se encontró usted con Cintia Drew, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le… le contó usted algo de lo ocurrido? ¿Le explicó que la señorita Grant no es en realidad una delincuente sospechosa de tres asesinatos?

—No. Dijo que no había oído comentarios relacionados con Lesley; por lo cual guardé silencio, naturalmente.

—¿Habló del asunto con otra persona?

—No he conversado con nadie más.

—¿Y su amigo, el doctor Middlesworth? ¿Contará él que esta joven no es una envenenadora?

—Hugo Middlesworth —contestó Markham— es un individuo discreto como hay pocos, y especialmente en este caso no abrirá la boca. Puede usted apostar hasta su último centavo a que no hablará.

Fell meditó durante un momento.

—Por lo tanto —prosiguió—, existe a nuestro alcance una persona que aún cree en esta historia; mató a De Villa, dispuso las cosas de manera que las sospechas recayeran sobre Lesley Grant, y en este momento se regocija con su acción. Excepto en el caso improbable de que el asesino sea nuestro amigo lord Ashe…

—¡Dios santo! —exclamó el aludido.

Completamente sorprendido, dejó caer sobre la mesa el collar de perlas que estaba examinando. Protegidos por los lentes, sus ojos grises, cuyas cejas oscuras contrastaban con el cabello gris acerado, reflejaron consternación.

—Señor, esto no es más que un ejemplo del peculiar sentido humorístico que posee el doctor Fell —refunfuñó Hadley.

—¡Ah! Comprendo. Se trata de mía broma. Pero…

—Repito: excepto en ese caso improbable —continuó el doctor—, el verdadero asesino cree aún en ese cuento extravagante. Pero ¡vamos, Hadley! ¡Use su eficaz inteligencia! ¿Qué corolario se deduce del problema que nos ha planteado el criminal? ¿Qué debe hacer ahora el verdadero asesino?

—¿Cuál es su deducción?

—Pues ¡al diablo, hombre! —tronó Fell, golpeando el suelo con la contera de su bastón—. Ahora el delincuente debe proporcionarnos una solución —respirando ruidosamente, miró a cada uno de los presentes—. El cadáver de Sam —subrayó— es hallado en una habitación cuyas puertas y ventanas se encuentran cerradas desde el interior. Hasta aquí todo va bien. Según el razonamiento del asesino, se acusará a Lesley Grant de esa muerte. Pero ¿cómo procedió ésta para ejecutarla? Como ustedes recordarán, aquellos crímenes imaginarios no tuvieron solución; se daba por sentado que ustedes, los de la policía, habían sido burlados. Muy bien. Pero esta vez no conviene al criminal que suceda lo mismo. Para culpar a la señorita Grant debemos enterarnos cómo se llevó a cabo el envenenamiento, porque en caso contrario no estaremos en condiciones de acusarla. El plan del hombre falla por la base si no se pone en evidencia el procedimiento que se empleó en el cuarto cerrado. ¿Comprenden ahora?

Markham titubeó un poco antes de hablar.

—Entonces ¿cree usted que…?

—Imagino que recibiremos alguna comunicación al respecto —manifestó su interlocutor.

El funcionario de la policía miró a Fell con gesto ceñudo y aire de sospecha.

—¡Continúe! —refunfuñó—. ¿Por ese motivo usted me pidió hace un momento…?

Se contuvo al observar la mirada de advertencia —amenazadora y suplicante al mismo tiempo— que le lanzó el doctor Fell. Para Dick, la muda advertencia y la excesiva amenaza que encerraba resultaron demasiado evidentes; experimentó la desagradable sensación de que se libraba una secreta lucha de ingenio.

—Quiero decir —aclaró el gigante— que recibiremos un aviso de «Un amigo» o «Una persona que desea el bien», mediante el cual se sugerirá, o tal vez se expondrá detalladamente, la forma en que se realizó la estratagema de la habitación cerrada. Se supone que, en otras oportunidades, la policía no fue capaz de resolver el problema, pero esta vez sería perjudicial para el autor del asesinato que ocurriera algo semejante.

—Una comunicación… ¿en qué forma? —preguntó Dick.

—Podría ser telefónica —observó Fell.

Después de una pausa durante la cual interpeló nuevamente a su jurado invisible, miró al joven con severidad.

—Usted atendió esta mañana una llamada que me interesa en grado sumo —hizo notar en seguida—. El agente de policía me proporcionó un resumen de su declaración, pero me gustaría interrogarlo con cierta detención, porque… ¡Por los arcontes de Atenas!

A continuación este sabio de fama internacional emitió unos sonidos tan semejantes al ladrido de un perro que lord Ashe le observó con expresión de perplejidad.

Lesley se mordió el labio inferior.

—No comprendo absolutamente nada —prorrumpió la joven—. Pero no lo creo, porque si fuera verdad constituiría la acción más detestable que he conocido en mi vida. ¿Afirma usted —prosiguió, con voz profundamente conmovida y suplicante— que existe en el mundo mía persona capaz de hacer esto solamente para que la culpa recaiga sobre mí?

—Cuesta un poco creerlo, ¿verdad? —repuso Fell con la vista fija en el vacío—. Sí, cuesta un poco.

—Entonces, por favor, explíqueme cuál es en realidad su pensamiento.

—Eso es precisamente lo que deseo saber —manifestó exasperado Hadley en forma brusca.

—Debo confesar —intervino lord Ashe— que este asunto escapa también a mi entendimiento —consultó su reloj de pulsera y agregó en tono amable—: Naturalmente, todos ustedes se quedarán a almorzar, ¿verdad?

Lesley se puso de pie rápidamente.

—Se lo agradezco, pero yo no lo haré —se apresuró a decir—, puesto que debo tener en cuenta mi nueva posición en la sociedad como hija de Lily Jewell…

—Mi estimada joven, no sea insensata —reconvino con voz suave el dueño de la casa. Luego colocó las cuatro joyas en el centro del terciopelo oscuro, lo plegó como si fuera una cartera y se lo tendió a la joven—. Tómelas —le dijo.

—¡No las quiero! —replicó ella; parecía a punto de golpear el piso con el pie, y sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas—. ¡No deseo volver a verlas! Son suyas, ¿no es así? O por lo menos su familia siempre sostuvo que le pertenecían. Entonces, ¡lléveselas y déjeme en paz, por amor de Dios!

—Mi estimada señorita Grant —insistió el anciano agitando repetidas veces el paquete—, no es conveniente que nos eternicemos aquí discutiendo quién se quedará con objetos tan valiosos como éstos, porque puedo caer en la tentación. O bien, si usted prefiere que mi esposa no las vea antes del almuerzo…

—¿Acaso cree usted que me atreveré a presentarme otra vez ante lady Ashe?

—Francamente, creo que sí —contestó el anciano lord.

—¿O ante cualquier otra persona de este pueblo? Me alegro de que todo haya terminado. Estoy libre y me siento aliviada; experimento la sensación de que soy nuevamente un ser humano. Pero ¡si se trata de volver a presentarme ante la gente!…

Dick se acercó y la tomó del brazo.

—Antes del almuerzo iremos juntos a dar un paseo por el jardín holandés —dijo Markham.

—Es una excelente idea —aprobó el dueño de la casa. Abrió el cajón de la mesa y dejó caer en su interior el paquete hecho con el terciopelo. Después de reflexionar por un momento, sacó de un llavero una llave pequeña que junto con muchas otras colgaba de aquél y la hizo girar en la cerradura del mueble—. Más tarde —agregó— resolveremos la enojosa cuestión referente a… a las cosas que son de su propiedad. Mientras tanto, el aire del campo desvanecerá esas ideas morbosas que anidan en su mente.

—¿Es verdad, Dick? ¿Son morbosas?

La joven giró con rapidez sobre sus talones.

—Sí, son disparates morbosos, querida.

—¿Te preocupa mi identidad?

Markham se echó a reír en forma tan ruidosa que infundió a la joven más confianza en sí misma.

—¿Qué te dijo Cintia? —insistió—. ¿Y cómo está? ¿A qué se debió que os encontrarais cerca de la casa esta mañana?

—¿Quieres hacerme el favor de olvidarte de todo eso, Lesley?

—Exactamente —intervino el anciano—. Pero hay algo que parece evidente, señor Markham —sus rasgos adquirieron cierta dureza y su mirada reflejó una expresión que el joven no pudo descifrar—, y es que la señorita Grant cuenta con más de un amigo mal intencionado.

—¿Qué quiere decir con eso? —exclamó la joven.

—Uno de ellos le indicó a usted que se estableciera en Six Ashes —observó el hombre—. El otro, a juzgar por lo que acabamos de escuchar, se esfuerza en enviarla a la horca por asesinato.

—¿No comprende que precisamente es esa la circunstancia que me atormenta? —exclamó la muchacha con voz suplicante, al mismo tiempo que se aferraba con fuerza al brazo de Markham—. ¿Y que no puedo ni deseo afrontar? Me aterra pensar que alguien es capaz de odiarme de esa manera. ¡No quiero ni oír semejante cosa!

Lord Ashe reflexionó.

—Ahora bien, si el doctor Fell tuviera por casualidad alguna idea respecto a la forma y al motivo de la ejecución de este extraordinario crimen…

—¡Oh, sí! —interrumpió el aludido con tono de disculpa—. Creo que podría solucionar esos problemas, pero siempre que las contestaciones a mía o dos preguntas que haré a los testigos concuerden con mis suposiciones.

Markham experimentó repentinamente la sensación de un nuevo y oculto peligro.

Se volvió medio segundo antes de lo que se esperaba de él, y sorprendió entre Fell y Hadley una especie de comunicación mediante gestos, nada más que un alzamiento de las cejas y un leve movimiento de los labios. Todo ello ocurrió en un instante y el joven no pudo comprender su significado. Hasta ese momento había considerado a esos dos hombres como sus aliados, como auxiliares cuya misión consistía en desvanecer misteriosos peligros; no cabía duda de que aún lo eran, pero…

El gigante frunció el ceño.

—¿Comprende usted cuál es la condición más importante para la solución de este caso? —preguntó a Markham.