13

La habitación que lord Ashe utilizaba como despacho se hallaba situada en la planta baja del ala norte del edificio, frente a un estrecho y lóbrego corredor cuyo piso se encontraba cubierto con una estera. Cuando Dick llegó a la casa, cuatro personas le esperaban en ese cuarto.

La cortina verde que cubría la puerta suavizaba los ruidos que venían del exterior. Encima de la pequeña chimenea colgaba un retrato tan oscurecido por los años, aun en las partes iluminadas por la luz natural, que sólo se alcanzaba a distinguir una especie de fantasma en forma de huso y un extraño cuello. Varias ventanas angostas, con vidrios veteados de color verde botella y argollas antiguas, se abrían sobre un jardín tapiado que en otros tiempos había sido un retiro para las damas. Junto a las ventanas se veía una mesa grande cubierta de papeles y colocada de tal manera que la persona que se sentara frente a ella recibiría la luz solar desde atrás y por su izquierda.

En ese momento el dueño de la casa ocupaba una ruidosa silla giratoria situada frente a ese escritorio, y se hallaba vuelto a medias hacia los demás ocupantes de la estancia. Más allá, con el cuerpo erguido, estaba sentada Lesley Grant.

El doctor Fell se había instalado en un enorme sillón de madera muy parecido a un trono imperial, que le daba cierto aire de semejanza con el viejo rey Colé. Por último, de espaldas a la chimenea, un hombre alto y de aspecto militar —menos de media hora antes Dick lo había visto en High Street—, de mirada dura y mandíbula firme, silbaba entre dientes.

La joven se puso de pie con rapidez.

—Si ustedes me lo permiten —manifestó—, esperaré afuera hasta que se lo hayan explicado todo. Después pueden llamarme. No deseo estar presente durante la explicación.

El semblante risueño de la muchacha asombró a Markham. «La gente se conduce siempre en forma distinta de la que uno espera», reflexionó. Apenas un rato antes había presenciado la increíble crisis nerviosa sufrida por Cintia Drew, joven de imaginación más bien escasa; dada la gran tensión de la jornada, era de suponer que el efecto de ésta sobre Lesley sería aún mayor. Sin embargo, sucedía todo lo contrario.

Sin duda, al avanzar directamente hacia el recién llegado, la muchacha experimentaba nerviosismo; pero sin embargo, se advertía en su rostro mayor serenidad y hasta cierta expresión de alivio muy semejante a la felicidad.

—¡Hola, querido! —dijo, mirándole con sus ojos castaños y risueños—. ¿Te has divertido mucho con mi historia de envenenadora?

En seguida, saludó burlonamente al doctor Fell con una reverencia —el hombre contestó agitando su bastón y rió con tal fuerza que experimentó un ahogo y estuvo a punto de sufrir un ataque de tos—, abandonó en silencio la habitación y cerró la puerta.

—¡Caramba, señores! —observó lord Ashe y luego respiró profundamente.

—¡Admirable! —vociferó Fell—. ¡Admirable!

—Es una estupidez —dijo lacónicamente el hombre de aspecto militar, que se hallaba junto a la chimenea—. Y, además, muy arriesgado. Pero las mujeres son así.

Dick se esforzó por no perder la razón.

—No deseo entrometerme en la conversación, doctor Fell —recalcó—; pero usted me ha llamado, y aquí estoy. Le agradeceré que me explique…

El interpelado le miró con sorpresa.

—¿Cómo, mi amigo? ¿Qué explicación? —preguntó.

—¡Que me aclare el motivo de estos comentarios! —insistió el joven.

—¡Ah, sí! —exclamó el doctor, recordando la razón por la que había requerido la presencia de Markham.

Con su actitud, el gigante no pretendía desconcertar al joven, sino que se había entregado a misteriosas reflexiones, olvidándose de los pensamientos que abrigada pocos minutos antes.

—A propósito —agregó—, permítame que le presente a mi amigo: el señor Markham, el superintendente Hadley.

Dick y el hombre de aspecto militar se estrecharon la mano.

—Por supuesto, Hadley reconoció al muerto en cuanto lo vio —hizo notar el doctor Fell.

—En cierto modo, lamento la pérdida de Sam —aclaró el funcionario policial y apretó los dientes con expresión que significaba una amenaza para alguna persona—. Era un individuo bastante inteligente; a pesar de ello, confieso que yo mismo sentí a veces deseos de matarlo —agregó, y luego sonrió burlonamente—. ¡No pierda la serenidad, señor Markham! ¿Desea usted saber quién era ese hombre?

—¡Sí! —respondió el muchacho.

—Se trataba de un delincuente profesional llamado Samuel de Villa, y era probablemente el extorsionador más hábil en su especialidad.

—Poseía imaginación, Hadley —dijo el doctor Fell moviendo la cabeza—. ¡Mucha imaginación, caramba!

—Su excesiva fantasía —replicó el superintendente— le ha costado la vida.

—¿Extorsionador? —dijo el joven.

—Tal vez le interese echar una ojeada a esto, mi querido amigo —intervino lord Ashe con expresión pensativa.

Empujó hacia atrás la ruidosa silla giratoria, abrió el largo cajón del escritorio y extrajo un paquete abultado hecho con un trozo cuadrado de terciopelo oscuro; la tela se hallaba doblada en forma de cartera, y el anciano la desplegó sobre la mesa.

—Llamativas, ¿eh? —observó.

Esa palabra no era suficiente para expresar la realidad. Dick sólo atinó a comparar los objetos que se veían sobre el oscuro trozo de terciopelo con la brillantez de una comedia musical. En realidad, sólo eran cuatro joyas: un collar de tres vueltas, una pulsera, un zarcillo y una pieza semejante a mía gargantilla. Sin embargo, su aspecto de antigüedad, bello y vulgar al mismo tiempo, deslumbraba al observador.

Entonces comprendió el joven por qué le perseguía la imagen de cierta divisa heráldica; veía el grifo y el fresno del escudo de los Ashe cada vez que pasaba ante la verja del parque y también en la pequeña sortija para sellar que, por lo general, usaba lord Ashe. Además, figuraban hasta en el letrero de la cervecería del pueblo.

Advirtió que esas joyas ostentaban dichas insignias con tanta profusión como las anchas flechas que antiguamente cubrían el uniforme de los reos. Adornaban el broche de la pulsera y aparecían trenzadas en la gargantilla de oro, marcándolas así de manera inequívoca como propiedad de la familia Ashe.

Por un momento pensó que esas piezas no podían ser reales: esas perlas opalinas, brillantes donde la luz natural las iluminaba, del collar de triple vuelta; esos diamantes del brazalete, de un fulgor intenso, maligno; y la antigua gargantilla de oro labrada en forma singular, con su rubí de un rojo vivo y transparente.

Por su expresión, el anciano comprendió qué clase de sensaciones agitaban al joven, y alzó la vista con rapidez.

—¡Naturalmente!… —dijo—. Son auténticas —tocó el collar con gesto delicado, y luego la pulsera—. Estas dos piezas fueron fabricadas a comienzos del siglo XVIII. Esta —prosiguió, señalando el zarcillo— sospecho que es moderna y, por lo tanto, una imitación. Pero en cambio esta otra —recalcó, tocando la gargantilla—, según la tradición, constituye un regalo que la misma Cloriana hizo a Jorge Converse en el año 1576.

El dueño de la casa alzó la vista para fijarla en el cuadro que colgaba encima de la chimenea y en el cual sólo se llegaba a distinguir una imagen borrosa.

Reinó un prolongado silencio.

Allí afuera, en el jardín cercado, se alzaba un ciruelo solitario. Como en sueños, el joven observó que la luz del sol inundaba aquel cuadrado verde, se filtraba por las ventanas altas y estrechas y arrancaba a las piedras preciosas reflejos de colores muy vivos. Recorrió con la vista la oscura habitación, sus paredes cubiertas con hileras de libros marrones, y el retrato típicamente inglés, producto de una época en que en los brazos, cuello y orejas se usaban todos los días adornos tan lujosos como aquellos aderezos.

Reparó especialmente en el rostro de lord Ashe —ojos de mirada evasiva y rasgos en que se combinaban los del sabio y los del hombre que vive al aire libre— mientras el anciano jugueteaba con las joyas. Y por fin, el muchacho rompió el silencio.

—¿Son suyas, señor?

El interpelado negó con un movimiento de cabeza.

—Ese sería mi deseo —respondió con pesadumbre; en seguida sonrió y alzó la vista—. Ahora pertenecen a la señorita Lesley Grant.

—¡Imposible! ¡Lesley no posee joya alguna!

—Permítame —replicó el hombre—. Es verdad que las detesta y nunca las usa. Pero éstas le pertenecen, contra su propia voluntad —reflexionó durante un momento, y luego miró a Fell—. ¿Tiene usted algún inconveniente, señor, en que le explique el asunto tal como me lo contó esta mañana la señorita Grant?

—No —respondió el doctor.

—Se trata de una historia sin importancia, pero en ciertos aspectos patética. Es el relato de la lucha desesperada de esa joven por ser respetable. ¿Ha oído hablar alguna vez, señor Markham, de una mujer llamada Lily Jewell?

—No.

La sospecha se apoderó otra vez del ánimo del joven.

—Por extraña casualidad, esta misma mañana le hablé de ella. La calificaría con benignidad si dijera que era una mujer fácil. Poco antes de la guerra de 1914 mi hermano dilapidó su propia fortuna y la de otras personas a causa de ella. Entre los regalos que le hizo figuran estas chucherías. ¿Comienza ahora a comprender la trama?

—Creo que sí —manifestó Dick.

—Lily Jewell falleció hace pocos años, completamente olvidada. Pero su muerte fue violenta. Ya entrada en años, pagaba a sus amantes.

—¡Ajá!

—Como uno de ellos le fuera infiel, lo amenazó con un revólver; en medio de la lucha, el arma se disparó de manera accidental y la bala la hirió mortalmente. Con anterioridad había tenido mía hija con un capitán de apellido Jewell; es la joven que usted conoce bajo el nombre de Lesley Grant.

El narrador hizo una pausa. Dick se volvió y miró fijamente al jardín. Recordaba una infinidad de escenas en que cada palabra, gesto o inflexión de voz, desprovistos antes de todo significado, adquirían ahora su verdadera importancia. El joven inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Yo… vivo un poco apartado del mundo —explicó el anciano frotándose las sienes con las yemas de los dedos—. Mi ánimo no estaba preparado para una escena semejante cuando la joven entró precipitadamente en esta habitación, arrojó sobre mi mesa ese montón de joyas y exclamó: «Hágame el favor de hacerse cargo de estos malditos objetos, puesto que le pertenecen».

Lord Ashe se detuvo otra vez.

El doctor Fell hizo un ruido con la garganta.

—Después de la muerte de su madre —continuó el dueño de la casa— la dominó la idea fija de que debía sepultar en el olvido su existencia pasada y esforzarse en ser, en todo sentido, completamente diferente de la mujer que le había dado el ser. ¿Comprende también ese sentimiento, señor Markham?

—Sí, perfectamente.

—En mi opinión, sufre una tensión nerviosa permanente.

«¡Lesley! ¡Lesley! ¡Lesley!».

—… y cuando se estableció en este pueblo y se enteró de quién vivía precisamente enfrente de su casa, sufrió una profunda conmoción.

—¿No lo sabía ella? —inquirió el muchacho.

—No. Durante la infancia de la joven, a mi hermano le llamaban «señor Converse» o simplemente «tío Frank» en lugar de mencionar su título; el apellido Ashe era totalmente desconocido para ella. En mis tiempos —agregó con tono seco—, se acostumbraba suprimir los títulos.

—Entonces, ¿se enteró por mera casualidad?…

—¡Oh, no! Lo supo gracias a la intervención de mía persona mal intencionada.

—¿Cómo ocurrió eso?

—Una amiga malévola le sugirió que si abandonaba el continente y se establecía en Inglaterra, eligiera para ello un simpático pueblo llamado Six Ashe; por ese motivo se instaló aquí. Le gustó el lugar y además encontró mía casa que la satisfacía. Sólo después de vivir en esta población por espacio de varias semanas, reparó en el escudo esculpido en la verja que se alza frente a su domicilio —extendió el brazo para tocar el collar— y lo comparó con éste.

—Comprendo.

—Naturalmente, podía marcharse del pueblo; pero le agradaban sus habitantes, y especialmente uno de ellos —agregó, mirando al joven—. A mi entender, ansiaba esta vida monótona e insignificante que llevamos aquí, la deseaba con toda su alma, y por eso no quiso alejarse. La enloquecía un morboso sentimiento de culpabilidad frente a nosotros, frente a mi familia; pero tal actitud carece en absoluto de fundamento y ya le expliqué esta mañana a la joven que ella nada tiene que ver con los asuntos de su madre —el anciano titubeó. Alzó la gargantilla, luego la pulsera y el collar, los sopesó uno por uno y en seguida los depositó otra vez en la mesa con gesto que denotaba cierto placer—. Es verdad —observó— que en aquella época se suscitó una controversia respecto al derecho que asistía a mi hermano para obsequiar con estos objetos a Lily Jewell y se discutió si en realidad no formaban parte de una herencia inalienable. Además del temor a los comentarios que tejerían las damas del lugar al enterarse de que era hija de aquella mujer, la joven imaginaba con espanto que la policía la arrestaría. Experimentaba terror al pensar que alguien podía ver las joyas, en cuyo caso reconocería las insignias de los Ashe, como sin duda habría ocurrido. Por eso no quería separarse de ellas ni siquiera para depositarlas en un Banco; de ahí la caja fuerte que, en vista del gran valor de estas piezas, indica que, por lo menos, poseía un poco de sentido común.

—¿Qué valor tienen? —preguntó Hadley.

—¡Mi estimado superintendente! —replicó el anciano, y en seguida dio muestras de que se sumía otra vez en el silencio, como un reloj que se detiene—. El interés histórico que…

—Me refiero a su precio en dinero —insistió el hombre.

—No estoy capacitado para tasarlas, pero según usted mismo puede apreciar, deben valer muchos miles de libras —lord Ashe se dirigió nuevamente a Markham—: Hace irnos seis meses, cuando vi por primera vez a… a la señorita Grant, su semejanza con Lily Jewell me dejó perplejo y confundido. Pero ¡le doy mi palabra de honor de que no la asocié mentalmente con la madre! ¡Eran tan diferentes! ¡Tan!… —hizo un gesto en el aire con la mano—. ¡Bueno, querido amigo! Si usted hubiera conocido a esa mujer, comprendería a qué me refiero.

—Pero ¿Lesley imaginaba…?

—Me temo que sí. Pensaba que yo podía adivinar quién era. Ese temor infundado a ser el tema de todos los comentarios fue en constante aumento; se encontraba ya, en cierto modo, en un estado anímico morboso. Ahora bien, usted recuerda, sin duda, los hechos ocurridos ayer.

Hadley rió breve y sarcásticamente.

—La intervención de Sam De Villa —aclaró.

En la mente de Dick cada trazo y figura del cuadro fue adquiriendo forma, y las que antes le parecían incongruencias dejaron de serlo.

—El hombre que se hacía pasar por sir Harvey, ¿pretendía apoderarse de las joyas? —preguntó el joven.

—¿Qué otra intención cree usted que abrigaba? —replicó el funcionario con tono sardónico pero al mismo tiempo de admiración por el delincuente, y luego, haciendo sonar algunas monedas en el bolsillo, agregó—: ¡Por todos los santos! ¡Creo que Sam jamás desempeñó su papel con tanta habilidad como en esta ocasión! Cuando llegué a la casa en compañía del agente de policía local… ¿cómo se llama?

—¿Bert Miller?

—Sí, en compañía de él, describí brevemente al doctor Fell la vida y andanzas de nuestro hombre.

—Así es —asintió el gigante con expresión meditabunda.

—Era un extorsionador y no un ladrón; no habría forzado una caja fuerte, ni siquiera lo hubiera intentado, pero en cambio podía arreglárselas, mediante el engaño, para que otro sacara el botín de allí y se lo entregara. Para él, un procedimiento así resultaba tan sencillo como beberse un trago de whisky. Sólo existía un medio para conseguir esas joyas, cuya existencia la señorita Grant ni siquiera admitía, y era el de obtener la ayuda del señor Markham; precisamente es el que utilizó De Villa. Sin duda, era un artista.

—Sí —corroboró el joven con rencor—, pero tengo la esperanza de que en este momento se está abrasando en el infierno. ¡Prosiga!

El superintendente se encogió de hombros.

—El asunto no encierra complicación alguna —continuó—. Por lo general, Sam «trabajaba» en el continente europeo propiamente dicho, pero esta vez siguió el rastro de la hija de Lily Jewell hasta aquí y luego trazó su plan. En primer término, «cubrió» el distrito…

—¿Lo cubrió? —dijo lord Ashe sin comprender el significado de esa palabra.

—Sí, lo estudió y obtuvo la mayor cantidad de información que le fue posible con respecto a todas las personas que le interesaban. Una de sus estratagemas consistía en recorrer el campo de acción bajo un disfraz que no despertara sospechas, como el de vendedor…

—¡De Biblias! —exclamó el dueño de la casa.

Todos los presentes le miraron con asombro.

—Discúlpenme, señores —dijo el anciano al mismo tiempo que cambiaba de postura en la ruidosa silla giratoria—, pero esta mañana le manifesté a nuestro joven amigo que el rostro de ese individuo me recordaba el de un hombre que hace algún tiempo estuvo en mi casa con la intención de venderme una Biblia. ¿Sería ese el… el delincuente a que ustedes se refieren?

Hadley asintió con una inclinación de cabeza.

—Es un buen sistema —afirmó—. Permite al vendedor averiguar la historia de la familia del cliente, siempre que éste se sienta con ánimo de charlar.

Fell, que miraba al suelo con fijeza y cuya abundante papada descansaba sobre el cuello de la camisa, pareció un poco perturbado. Emitió un sonido sordo y profundo, y su largo bigote tembló levemente.

—Un momento, Hadley —dijo entre dientes—. Siento cierta curiosidad; mejor dicho, estoy muy deseoso de saber si ese individuo visitó alguna otra casa de este pueblo.

—Supongo que realizó una inspección muy completa del lugar —replicó el hombre con gesto ceñudo—. Sólo así se explica su gran éxito en el papel de adivino. Como es natural, se mostró dispuesto a desempeñarlo porque poseía, según él mismo afirmó, cierto sentido humorístico…

—¡Maldito sea! —interrumpió Markham con voz serena y tono sincero.

En seguida se produjo un pesado silencio.

Después de un momento el funcionario siguió hablando, pero ahora en voz más baja.

—¡Lo comprendo, señor Markham, lo comprendo!… —dijo, y sonrió como si admitiera que se había excedido un poco en sus elogios al impostor—. Pero debe tratar de entender que esa gente echa mano de cualquier arma cuando se le presenta una buena presa. La fiesta al aire libre le ofreció una oportunidad providencial para turbar a la señorita Grant y, por consiguiente, a usted mismo, como parte del plan que se había trazado.

—A propósito, ¿qué le dijo a ella en esa ocasión? —inquirió Dick.

El hombre refunfuñó y luego volvió a sonreír con expresión amistosa pero un poco forzada.

—¿No lo adivina, señor Markham? —dijo.

—¿Le advirtió, tal vez, que él, famoso adivino, conocía su pasado y también el de su madre? —inquirió el muchacho.

—Precisamente. Además, como usted comprende, tenía la certidumbre de que ella no se lo contaría a usted, o que, por lo menos, no lo haría sino pasado cierto tiempo. Sam era un psicólogo.

—Sí; no cabe duda.

—Mediante ese procedimiento le colocó a usted en un estado espiritual propicio para interpretar sus alusiones a ciertos secretos aún más siniestros —acentuó Hadley—. Él no podía prever que el disparo accidental de rifle constituiría un elemento más en su favor, pero lo utilizó con extraordinario éxito. Creo que el resto de la historia es muy sencillo y no hay necesidad de repetirlo, señor Markham. El relato referente a la terrible envenenadora, al diario o veneno o cosa semejante que encerraba la caja, en fin, todo su juego, estaba destinado a conseguir que la dueña abriera ese escondrijo. ¿Cómo había de conseguirlo? ¡Bah! ¡Con mucha facilidad! De acuerdo con la narración que escuché de labios del doctor Fell, De Villa manifestó que deseaba hallarse presente, pero sin ser visto, la noche en que usted cenara con la joven y que tenía mucho interés en enterarse del contenido de aquella caja, ¿verdad?

—Sí —corroboró Markham.

—Y además le daría sus «instrucciones finales» en la mañana del día siguiente, ¿no es así?

—Sí, esas fueron sus palabras.

Nuevamente el funcionario se encogió de hombros.

—Usted debía obtener la combinación de esa caja inexpugnable y comunicársela a él —continuó—. Esta mañana iba a decírselo… si hubiera estado con vida.

—¡Un momento! ¿Cree usted que Lesley estaría dispuesta a…?

—¿A revelarle esa combinación? ¡Sin duda!… ¡Usted sabe muy bien que, presionándola, habría cedido! De cualquier modo, ella tenía la intención de contárselo todo durante la cena proyectada para esta noche.

Volvieron a la mente de Markham las palabras que la joven había pronunciado en su estudio la noche anterior: «Deseo que entre nosotros todo sea perfecto. Y especialmente mañana, porque tengo que decirte y mostrarte algo». La vio otra vez sentada en el sofá, bajo la luz de la lámpara, con expresión atormentada y meditabunda.

—En ese momento ¿habría creído usted en la palabra de la señorita Grant? —inquirió Hadley.

—No, probablemente no —respondió el joven, y se sintió contento de que la muchacha no se hallara presente.

—Con toda seguridad —agregó el superintendente—, ese día usted se habría enterado de la combinación, y mientras los dos estuvieran cenando, Sam se habría apoderado del botín para desaparecer luego sin dejar rastros. Esa es la trama del asunto, señor Markham. Pero…

—Pero alguien le asesinó —intervino el doctor Fell.