Una caja fuerte vacía.
En el suelo, Cintia, con el rostro blanco como la cera y el cabello en desorden.
Markham la levantó, a pesar de no ser alta resultaba pesada a causa de su fuerte constitución, y la trasladó a la cama, donde quedó inmóvil como un muñeco.
Por suerte, al joven no le cabía duda de que se encontraba con vida, y confiaba, además, en que la herida no fuese grave. Al respirar, los labios entreabiertos de la muchacha se movían convulsivamente; en su rostro pálido, el cardenal provocado por el golpe se destacaba de forma desagradable.
Una puerta que se abría en la pared opuesta a las ventanas servía de acceso a un cuarto de baño muy moderno y hasta lujoso. Dick se precipitó en él y dejó correr el agua fría, en un grifo del lavabo. Empapó la toalla para la cara, la exprimió después, y revolvió el contenido del botiquín en busca de sales aromáticas y yodo. Mientras se hallaba ocupado en esa tarea, observó en el espejo colocado en la pared su barba crecida y el rostro sin lavar, parecido al de un espectro, que podría ser aterrador para las personas decentes. No encontró ninguno de los medicamentos que buscaba, pero sí una botella de agua oxigenada y una caja con algodón. Regresó junto al lecho, y en el momento en que colocaba la toalla mojada en la frente de Cintia oyó que la puerta de la calle se cerraba con un golpe.
¿Lesley?
No, no era ella. Bajó de prisa por la escalera, saltando como un montañés, y descubrió que se trataba de la señora Rackley. Tocada con un sombrero de pésimo gusto, sostenía una cesta con un brazo y con la otra mano una bolsa de papel repleta.
—¡Señor Markham! —exclamó la recién llegada.
Su mirada parecía agregar con el tono que habría empleado un agente de la policía metropolitana: «¡Vamos! ¿Qué significa esto?».
—¿Dónde está la señorita Lesley? —preguntó el joven.
—En esta casa, señor.
—¡Aquí no está, señora Rackley!
—Cuando me marché se hallaba aquí —manifestó la mujer depositando los bultos en la mesa con cierta expresión de alarma.
—¿Cuánto tiempo hace que salió usted?
—Más o menos una hora —replicó el ama de llaves observando la esfera del reloj—. La señorita Cintia…
—¿Qué ocurre con ella? —inquirió Dick.
La mujer, aturdida, se afanaba en impedir que los paquetes acondicionados en la cesta y la bolsa, animados al parecer por un movimiento de rotación semejante al de las bolsas de billar, rodaran hasta el piso.
—Bueno, señor, la cosa sucedió mientras el mayor Price se encontraba aquí. La señorita Cintia llegó por la puerta posterior y me preguntó si podía subir al dormitorio de la señorita Lesley por la escalera de servicio, pues quería darle una sorpresa. Le concedí el permiso porque es una buena chica y aprecia a la señorita y a usted, a pesar de… ¡Sí, estoy segura de ello!
—Y bien. ¿Qué sucedió después?
—Señor, ¿qué ocurre?
—¡No tiene importancia! ¡Continúe!
—Entonces se marchó el mayor Price; la señorita Lesley se dirigió a su dormitorio y oí que hablaban ahí arriba.
—¿Qué más? —insistió Markham.
—También yo subí, llamé a la puerta y anuncié: «Señorita, su desayuno está preparado». Ella me contestó en voz alta: «Bajaré en seguida; vaya al mercado y haga sus compras». Pronunció estas palabras con tono muy áspero, cosa desacostumbrada en ella. Me marché inmediatamente, tal como me había ordenado —agregó la mujer, y luego, al entrever la posibilidad de una nueva desgracia, su tono de profundo agravio se trocó en inquietud—. ¿Habrá olvidado tomar el desayuno que le dejé sobre la mesa?
Dick pasó por alto esa pregunta.
—Lamento tener que decirle que ha ocurrido un accidente —manifestó el joven, y titubeó un poco antes de proseguir—. La señorita Cintia se ha caído y se ha herido en la cabeza. Si usted pudiera…
No fue necesario decir más. A pesar de sus kilos, la mujer subió la escalera con sorprendente agilidad, con una mano apretada contra la región del corazón como si quisiera impedir así que ese órgano se le cayera por el camino.
Su tratamiento fue hábil y eficaz. Después de lavarle a la joven la herida, limpiando la sangre con una esponja, le aplicó medicamentos que sólo ella conocía y que llevó del piso superior. Al recuperar el sentido, la accidentada comenzó a debatirse; se retorcía, se agitaba y hablaba entre dientes, resistiéndose en toda forma mientras la señora Rackley la sostenía pacientemente por los hombros hasta que recuperó la tranquilidad.
—¡Vamos, vamos! —la instó la mujer—. ¡Vamos! —y volvió la cabeza sin cambiar de posición—. ¿Considera usted necesario, señor, que llamemos al médico?
—No^ —replicó Dick.
—¿Cómo ha ocurrido esto, señor?
—Se… Se ha resbalado y se ha golpeado la cabeza contra el pie de la cama.
—¿Usted se encontraba aquí, señor?
—Gracias, señora Rackley, creo que ya no es necesaria su ayuda. Le ruego que nos deje solos; deseo conversar un momento con la señorita Cintia…
—No sé si debo hacerlo —replicó el ama con aire de reflexión.
—Esta joven debe tomar una taza de té —sugirió Markham sin estar seguro de la verdad de su afirmación, pero contando, sin embargo, con el efecto que ejercería sobre la improvisada enfermera la idea de suministrar a su paciente una poción casera—. Un té bien caliente y cargado —agregó con aire de seguridad—, sin azúcar ni leche. Si pudiéramos conseguirlo…
La argucia dio buen resultado.
Dick tomó entonces asiento en el borde de la cama, junto a Cintia, que alisó rápidamente su falda e intentó incorporarse; pero sin duda el agudo dolor de cabeza que padecía le impidió lograrlo. Respiraba trabajosamente. La mirada de sus ojos azules adquirió más claridad y fijeza; su rostro enrojeció y volvió a palidecer.
—El golpe no ha sido grave, Cintia. ¿Qué ha pasado?
—Ella me ha pegado. Parece… es absurdo, pero me ha pegado con ese espejo.
—¿Con cuál?
La muchacha hizo un esfuerzo para incorporarse y señalarlo con la mano, y apenas separó la espalda de la colcha vio la caja abierta. Seguramente presa de un vahído, se aferró al brazo de Markham.
—¡Dick! ¡La caja! —exclamó.
—¿Qué sucede?
—Está vacía. ¿Qué había en ella?
—¿No lo sabías tú?
—¡No! Intenté…
Se detuvo con brusquedad, refrenándose. Su hermoso rostro se suavizó, adquiriendo una expresión de absoluta estupidez, que a no ser por su belleza habría parecido casi bovina. Luego rió forzadamente, con despreocupación.
—Mi querido amigo —dijo con el tono de voz que empleaba en la cancha de tenis—, nos estamos conduciendo en una forma más bien tonta. Deja que me levante, por favor.
—Quédate quieta, Cintia —ordenó enérgico el joven.
—¡Como tú quieras, por supuesto!
—¿Quién te ha dicho que en esa caja había algo?
—¡Nadie, mi querido Dick! Ese escondrijo constituye un misterio para el pueblo entero. La mitad de los habitantes de Six Ashes hablan de él. ¡Y como ya estamos hartos de misterios!… —nuevamente se contuvo—. Me pegó, Dick. Avancé hacia ella con la intención de hablarle tranquilamente, pero me atacó con ese espejo, a traición, como una víbora.
Markham se volvió un poco para observar el objeto.
Sobre el tocador se veía un juego de plata, sencillo y poco llamativo, pero costoso y muy pesado. El espejo de mano, que podía convertirse en un arma mortífera, se hallaba en equilibrio en el borde de la mesa, como si alguien lo hubiera depositado allí con precipitación.
Dick, con gran sorpresa de sí mismo, no era ya el individuo privado de sentido crítico y dominado por la ofuscación que había sido el día anterior; liberado del demonio —o por lo menos así lo creía—, se hallaba otra vez en plena posesión de su inteligencia, más bien superior a la corriente, y de su viveza y determinación habituales.
—¿Por qué ha obrado ella así, Cintia? —preguntó Markham.
—¡Ya te lo he dicho! Le pedí que abriera la caja.
—¿Se encontraba ella de pie frente a ti?
—Sí, de espaldas al tocador y con la mano detrás. Me descargó el golpe con el espejo antes de que yo tuviera tiempo de hacer el menor movimiento.
—Cintia, ¿estás segura de que dices la verdad?
—¿Por qué te había de mentir?
—Lesley no es zurda; si te hubiera pegado con el espejo estando tú frente a ella, la herida debería aparecer en tu sien izquierda. ¿Por qué aparece en la derecha?
Cintia le miró con asombro.
—¿No me crees, Dick Markham? —inquirió.
—No digo eso, Cintia. Sólo trato de averiguar qué ha ocurrido.
—Naturalmente, era de esperar que te pusieras de su parte —dijo la muchacha en tono vehemente y mordaz.
Luego, sin tener en cuenta las conveniencias, esa joven que demostraba siempre tanta preocupación por ellas giró sobre sí misma en la cama y apretando el rostro contra la almohada rompió a sollozar con desconsuelo.
Embarazado y desconcertado, Dick cometió el error de tocarle el brazo; la muchacha lo rechazó con un gesto de profunda aversión, ante lo cual el joven se levantó confundido, se aproximó a la ventana y clavó la vista en la calle.
En el lado opuesto del camino, hacia la izquierda, se levantaba la puerta de acceso al parque de Ashe Hall. La calle se hallaba desierta, si se exceptúa a un hombre alto con aspecto de militar —un desconocido en Six Ashes, pensó el muchacho distraídamente— que cruzaba la calzada en dirección a la oficina de Correos.
Markham sentía cariño por Cintia, mucho cariño, aunque no era la misma clase de afecto que sentía por Lesley. Cruzó por su mente con la rapidez del relámpago una idea tan desagradable que un escalofrío le recorrió el cuerpo, sensación que se acentuó al comprobar que la conmoción emocional de la accidentada se aplacaba en seguida. La joven sufrió un sorprendente cambio de humor; con expresión serena se incorporó y apoyó los pies en el piso.
—Mi aspecto debe ser espantoso —observó.
Él se volvió de prisa.
—Cintia, ¿dónde está Lesley?
—¿Cómo diablos puedo saberlo yo?
—No está aquí en su casa. Además, según tú has dicho ya, esa caja fuerte se encuentra ahora vacía.
—No pensarás que yo le hice algún daño a Lesley, ¿verdad? —observó la muchacha.
—¡No, no! Pero…
—Pero admites que en realidad escondía algo ahí —interrumpió ella con calculada frialdad—, y que se lo ha llevado. ¡Comprendo!
—¡Escúchame, por Dios! Sólo trato de averiguar en qué te basabas para pedirle que la abriera. ¿Qué razón te movió a hacerlo? —insistió Markham.
—Si tú hubieras oído los comentarios espantosos que se tejían con respecto a su persona…
—¿Eso es todo, Cintia? ¿Por casualidad, no eras tú quien escuchaba anoche junto a las ventanas?
—¿Qué ventanas, Dick? ¿A qué te refieres?
La actitud sincera de la muchacha, su expresión perpleja, le obligó a desechar semejante pensamiento. Empujó suavemente la pequeña portezuela de la caja que se cerró sin ruido. Cogió de la alfombra el cuadro que sin duda debía cubrir el escondrijo y al colocar el alambre en el gancho observó que se trataba de un dibujo de Aubrey Beardsley. Era un mosaico del Mal, hábilmente disimulado, cuya intención no se descubría en seguida, pero al hacerse patente causaba viva impresión.
—¡Insisto en saber qué significan tus palabras! —gritó Cintia.
Markham hizo lo posible por ofrecer una explicación plausible.
—Quiero decir que esta mañana te encontrabas allí, cerca de la casa —manifestó—, y tal vez has oído o visto algo que puede sernos de utilidad.
Al decir esto no tuvo la menor intención de referirse a un hecho concreto; pronunció la frase a la ventura, pero con gran sorpresa por su parte el tono de voz de ella sufrió un cambio.
—En realidad, Dick, vi algo —replicó la joven.
—¿Qué era?
Las manos de la joven se aferraron al cubrecama acolchado.
—Tenía el propósito de contártelo mucho antes, pero nos hallábamos envueltos en tal torbellino de sucesos que lo olvidé. De todas maneras, carece de importancia, puesto que sir Harvey Gilman se suicidó —dijo, alzando la vista—. ¿No es así?
—¡No importa! ¿Qué viste? —insistió Dick.
—Vi a una persona que corría.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
La muchacha reflexionó.
—Más o menos un minuto antes de que sonara el disparo —agregó.
—¿Antes del disparo?
—Sí. Yo avanzaba por el camino; venía del Este, ¿recuerdas?, y tú del Oeste, Aún no te había visto y, naturalmente, no había observado ninguna anormalidad. Pero advertí que alguien cruzaba a la carrera delante de mí.
—¿Cruzaba a la carrera delante de ti? —repitió él.
_—Eso es. Salió de la huerta de frutales junto al edificio, en dirección al muro situado enfrente, lo saltó y se internó en el monte.
—¿Llegaste a distinguir quién era?
—No. A causa de esa luz extraña y débil del amanecer, sólo vi una sombra.
—¿No recuerdas ningún detalle? —volvió a inquirir Markham.
—No, creo que no.
—¿Era hombre o mujer?
Cintia titubeó.
—Realmente, no puedo decirlo con precisión —manifestó—. Y ahora, Ricardo Markham, si ha terminado usted el interrogatorio y ha puesto en claro las numerosas sospechas que abriga respecto de mi persona, me retiraré a mi domicilio.
—Sí, por supuesto. ¡Vamos! Todavía estás mareada. Te acompañaré hasta tu casa.
—De ninguna manera, don Ricardo Markham —manifestó la muchacha con voz que denotaba una cólera concentrada y firme determinación—. Si crees que voy a recorrer High Street con el aspecto de una persona que…, ¡bueno!, que ha hecho quién sabe qué cosa… y si piensas acompañarme hasta la casa de mis padres hallándome en este estado, puedo asegurarte que estás equivocado. Por favor, no te acerques.
—¡No seas tonta, Cintia!
—De manera que también soy una tonta.
—No quise decir eso, sino…
—Parece que no te preocupas lo más mínimo por mí. ¡Oh, no! Sólo pensabas en ella. Es justo, sin duda; no te censuro por ello. Pero me calificas de mentirosa y tonta y sólo te preocupas por mí cuando se trata de conservar las apariencias. Por eso te pido que me dejes marcharme sola.
Markham se adelantó para convencerla de su error. Le tomó los brazos, en parte con la idea de apaciguarla y también dominado por el deseo de sacudirla violentamente y sin piedad. Pero entonces, en forma inexplicable, Cintia estuvo en sus brazos, tan apretada contra él que sentía el calor de su cuerpo y sus músculos firmes que se estremecían con los sollozos; había apoyado la cabeza en el hombro del joven.
Precisamente en ese momento entró la señora Rackley, con la taza de té en una bandeja.
—Muchas gracias, Dick —murmuró la joven separándose de él, al mismo tiempo que sonreía amistosamente—. Gracias también a usted, señora Rackley. No deben acompañarme. Me siento bien. Adiós.
Y se marchó.
El ama de llaves permaneció muda, pero sus cejas expresaban claramente sus sentimientos. Cruzó la habitación haciendo crujir el piso y depositó la bandeja en la mesita de noche en forma bastante ruidosa.
—¿Adonde habrá ido, señora Rackley? —inquirió Dick.
—¿Puedo preguntarle a quién se refiere usted, señor? —replicó la mujer evitando con todo cuidado mirarlo a los ojos.
—A la señorita Lesley, por supuesto.
—Con el perdón de usted, señor, le diré que pongo en duda su interés por saberlo.
—¡Por amor de Dios, señora Rackley, no interprete mal la escena que acaba de presenciar! —exclamó el muchacho.
—Por amor de la señorita Lesley, señor, declaro que no la he presenciado —manifestó la señora con la vista fija en un rincón del cielo raso—. Lo pasado, pasado está, y usted me entiende; a pesar de que no deseo entrometerme en asuntos que no me incumben.
—Jamás ha habido nada entre…
—No deseo saber lo que no me corresponde. ¿Quién va a tomar esta taza de té?
—Creo que nadie. La señorita Cintia…
—Esta bebida —recalcó la mujer alzando la bandeja algunos centímetros de la mesa y dejándola caer otra vez con ruido— la he preparado porque se me ordenó claramente que lo hiciera.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Yo me beberé ese maldito té!
—Señor Markham, siempre pensé que era usted un caballero. Sin embargo, parece que hay hombres que son caballeros y caballeros que no lo son.
A pesar de que en ese momento el joven maldecía interiormente a todas las mujeres, dominó su cólera y se esforzó por calmar a la mujer. La escena habría sido grotesca de no mediar la seria preocupación del joven respecto al paradero de Lesley.
Sin duda alguna tenía motivos para experimentar inquietud; la caja fuerte abierta e inexplicablemente vacía la acrecentaba. Preocupada por Cintia, el ama de llaves no había reparado en el escondrijo al entrar por primera vez en el dormitorio, y ahora la caja se encontraba cerrada y el cuadro colgaba otra vez frente a ella, ocultándola.
Pero al relacionarla con la desaparición de la joven, esa cavidad se convertía en una peligrosa y oscura cueva de la cual había desaparecido el objeto misterioso que encerraba un rato antes. Markham imaginaba innumerables escenas de peligro, melodramáticas la mayor parte de ellas, que cobraban en su mente una vida diabólicamente intensa. Entre todas las que recordó de la historia criminal, cosa risible sin duda, se destacaba en su imaginación aquella en que la señora Pearcey tocaba el piano en un salón salpicado de sangre, mientras la policía buscaba el cadáver de Phoebe Hogg. El joven acababa de tomar la determinación de llamar a varias casas y preguntar por Lesley, cuando sonó el timbre del teléfono colocado en la planta baja.
Sin tomar en cuenta las protestas de la señora Rackley, se adelantó a ella en la escalera y cogió el auricular con mano temblorosa. Escuchó la potente e inconfundible voz del doctor Fell que hacía estremecer los carbones del aparato.
—¡Ah! —exclamó el gigante haciendo un ruido con la garganta que se oyó como el estrépito causado por un terremoto—. Esperaba encontrarle ahí. Me hallo en Ashe Hall. ¿Puede venir en seguida?
—¿Se trata de Lesley? —preguntó Dick.
—Sí.
El joven sé aferró firmemente el auricular y antes de hablar en voz alta murmuró unas palabras, como si rezara.
—Se encuentra bien, ¿verdad? —inquirió.
—¿Bien? —atronó su interlocutor—. ¡Naturalmente! Está sentada aquí, en esta misma habitación, cerca de mí.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—En realidad —prosiguió el hombre—, tenemos noticias de cierta importancia. Hemos identificado al muerto.