11

El exceso de emociones había adormecido la sensibilidad de Markham, sumiéndole en una especie de embotamiento gracias al cual le resultaba fácil aparentar serenidad.

—¿Qué clase de chiste es ese? —preguntó.

Los tres hombres lo miraron fijamente: el rostro de Earnshaw expresaba asombro y el del médico acritud; en cuanto al doctor Fell, parecía dominado por una cólera tan sincera y exaltada que su labio inferior casi tocaba su imponente bigote.

—No bromeamos —respondió Middlesworth.

¿No es sir Harvey Gilman? —gritó entonces Dick.

—Se trata de un impostor —explicó el médico con sencillez—. Anoche no le confié mis sospechas porque no deseaba suscitar vanas esperanzas. Pero… —en ese momento advirtió la presencia del gerente—. Discúlpeme, Bill —manifestó, dirigiéndose a él—, pero ¿no le están esperando en el Banco?

La alusión era muy clara y, sin embargo, pronunciada con la voz suave de Middlesworth, no resultaba ofensiva. No obstante, el hecho de que el aludido asintiera sin replicar, se debió, en gran parte, a su buena educación o a su carácter afable, o tal vez a ambas cosas a la vez.

—Sí —convino—, llegaré con retraso. Debo retirarme. Hasta luego.

Se volvió y marchó con paso majestuoso, como si se hallara en trance, a pesar de que seguramente ardía en curiosidad por enterarse del resto de la historia. El médico esperó hasta que la figura erguida, coronada por el sombrero Anthony Edén y vestida con el elegante traje azul se hubo alejado un poco.

—Cuénteselo todo, doctor Fell —sugirió al gigante.

Fell giró sobre sus talones, a semejanza de un poderoso galeón, y se encaró con Dick.

—Señor —comenzó con tono solemne y monótono—, usted ha sido víctima de un engaño cruel y brutal, pero aún ignoro la intención que encerraba tal conducta. Deseo reafirmar la confianza que usted había depositado en la señorita… ¿señorita?…

—Lesley Grant —dijo su acompañante, completando la frase.

—¿Eh? ¡Ah, sí! —exclamó Fell con el rostro enrojecido que parecía despedir chispas y con los carrillos hinchados—. La señorita Grant no es una envenenadora ni, a mi entender, ha cometido delito alguno. Detallaré minuciosamente mis afirmaciones —con ayuda de los dedos fue eliminando, uno por uno, los cargos—. Jamás se casó, asesinó o tuvo nada que ver con un abogado americano llamado Burton Foster, por la sencilla razón de que esa persona nunca ha existido…

—¿Qué? —exclamó el joven.

Con un violento ademán el narrador impuso silencio.

—No envenenó al anciano señor Davies, de Liverpool, en una habitación cerrada o en parte alguna porque también ese hombre es un producto de la imaginación. Nunca invitó a Martin Belford, de París, a una cena en su casa para celebrar el compromiso de ambos ni le envió después a su domicilio para que se suicidara, porque esa persona es irreal. En resumen, señor; la historia acerca de la señorita Grant es, desde el principio al fin, un cúmulo de mentiras.

Dick experimentó un dolor que parecía completamente extraño a su sensibilidad interna, la punzada de una brasa entre los dos primeros dedos de la mano derecha. Al mirar, vio que el cigarrillo se había consumido hasta quemarle la piel en ese lugar; lo observó fijamente, y luego lo arrojó al césped.

—¡Vamos! ¡No pierda la serenidad! —oyó que exclamaba Middlesworth, confusamente, en medio de una especie de niebla.

La sonrisa amplia, sencilla y alentadora del médico rompió el hechizo en que el joven se encontraba sumido.

—Pero ¿quién es, entonces? Es decir, ¿quién era ese hombre? —preguntó el muchacho.

No se podrían explicar con meras palabras las imágenes y pensamientos que afluían a su mente. A semejanza de una criatura, con gestos y ademanes, indicó la ventana de la sala a través de la cual se veía la desagradable escena del cadáver que sonreía sardónicamente.

—Desconozco su identidad —replicó Fell—. Nunca he visto a ese individuo, a pesar de que él pretendía hallarse en relación conmigo. Sin embargo, sospecho que poseía verdadero talento.

—¿Y por qué inventó ese fárrago de mentiras? —vociferó Markham—. ¿Por qué? ¿Cuál era su intención?

Su interlocutor frunció el ceño.

—Me niego a creer que todo el asunto fuera sólo una broma —manifestó Fell.

—Sin duda —asintió Middlesworth secamente—. Para convencerse de ello no había más que observar anoche la expresión de su rostro.

De nuevo el doctor Fell se volvió pesadamente hacia Dick con cierto aire benevolente, como si con su actitud se excusara por las palabras que iba a pronunciar.

—Como usted comprenderá, joven, el cuento de ese hombre es en cierto modo una pequeña obra de arte, fabricada única y exclusivamente para usted; con ella buscaba deslizarse por todas las grietas que presentara su armadura y excitar las partes más sensibles de su mentalidad.

«¡Sí, es verdad! ¡La pura verdad!», pensó el muchacho.

—Cada una de las palabras de ese embaucador —continuó el doctor Fell— estaba destinada a provocar en usted una reacción determinada. Atribuyó a la joven un tipo psicológico que parecía verosímil, una ironía plausible, y la situó en circunstancias que la imaginación obligaría a usted a aceptar como verdaderas. Un cuadro perfecto… el embaucamiento de un dramaturgo mediante las mismas fantasías de éste. Sin embargo, me asombra que…

La voz de Fell se perdió en un murmullo; el gigante frunció el ceño. Dick, que comenzaba a recordar ciertos detalles aparentemente insignificantes, miró al médico.

—Le felicito, doctor —dijo.

—No tiene importancia —expresó el aludido con embarazo.

—Usted supuso desde el comienzo que se trataba de un impostor, ¿verdad?

—Bueno… no es exactamente así.

—Pero su conducta de anoche… —insistió Dick.

—No me atrevería a sostener que le consideraba como tal; sin embargo, no me sentía muy satisfecho. Cuando el mayor Price me lo presentó, y me hizo saber que sir Harvey nos exigía reserva respecto a su verdadera identidad…

—¡Juraría que lo consiguió! —dijo el doctor Fell con expresión ceñuda—. Pero es claro; ¡se trataba de «sir Harvey»!

—Me mostré interesado en su profesión —continuó el médico—. Le hice algunas preguntas relacionadas con uno de sus casos famosos y me respondió sin vacilaciones. Pero cuando aludió en forma altisonante a las dos cavidades del corazón, provocó mis primeras sospechas, porque cualquier estudiante de medicina sabe que ese órgano está formado por cuatro. Las historias que relató anoche contribuyeron a aumentar mis dudas.

Dominado por la amargura y el sinsabor, el joven dijo:

—¿Me engañó mediante alguna afirmación absurda?

Middlesworth reflexionó.

—No, absurda no. En su relato no figuraba ninguna circunstancia imposible, pero sí improbable. Recuerde, por ejemplo, el hecho de que, según él, siendo patólogo, actuó como médico de la policía en el área de Londres; o el asunto de Liverpool en que la investigación realizada por el jurado se llevó a cabo en Saint George’s Hall, y sin embargo, el crimen tuvo lugar en Prince’s Park, suburbio de la ciudad. Soy sólo un médico clínico, aclaró como si se disculpara, pero ¡al diablo! —colocó entre los labios el extremo de la pipa y aspiró—. De todas maneras —agregó, encogiéndose de hombros—, pensé que sería conveniente ponerse en contacto con el doctor Fell —miró a Dick con aire bondadoso y ojos brillantes—. ¿Se siente mejor, amigo?

«¿Mejor?».

¿Cómo explicar que aún no se había librado de la pesadilla? ¿Que todavía lo atormentaba la mirada hipnótica, intensamente hipnótica, ahora lo comprendía, del supuesto sir Harvey Gilman? A lo lejos, el reloj de la iglesia dio las diez de la mañana, y sus campanas reavivaron en su mente los momentos de angustia transcurridos.

—Hace exactamente doce horas que me hallo dominado por esta pesadilla —respondió el joven—, aunque parecen doce días o doce años. Debo acostumbrarme a la idea de que Lesley no es una asesina y que esas «víctimas» no existen. ¡Tampoco son reales los envenenamientos con ácido prúsico ni la habitación herméticamente cerrada!

El gigante tosió.

—Discúlpeme —observó con extremada cortesía—, pero en realidad ha tenido lugar un envenenamiento con ese ácido en una habitación cerrada. Tenga la bondad de echar un vistazo a esa sala.

Se oyó la última campanada del reloj de la iglesia.

Los tres hombres se miraron fijamente.

—Doctor Fell, ¿qué significa este enredo? —inquirió Dick.

El hombre respiró profundamente, produciendo con la nariz un sonido sordo y continuo. Dio unas cuantas zancadas por el jardín, mientras castigaba el césped con el bastón. Por sus ademanes parecía dirigirse a un jurado invisible, a pesar de que no alcanzaban a oírse sus palabras. Por fin, cuando se volvió para enfrentarse a sus compañeros, echó la cabeza hacia atrás para que los lentes se mantuvieran firmes sobre su nariz.

—Pues, sí, señor —manifestó, agitando el bastón en el aire—, parece que conocemos los elementos más importantes de este asunto. La historia relatada por el impostor no era verídica, pero alguien la ha convertido en realidad.

—¿Cómo es eso? —preguntó el joven.

Fell dio unas cuantas zancadas más.

—No pisaremos terreno firme —prosiguió— hasta que sepamos quién es el impostor, cuál es su juego y por qué urdió esta espantosa trama con el solo objeto de… ¿de qué? A mi entender, únicamente para estar presente en la cena del señor Markham y la señorita Grant, ¿no es así?

Los dos asintieron.

El gigante miró de reojo al médico.

—Pero cuando cierto mayor Price nos relató los sucesos de esta mañana —continuó—, usted hizo una sugerencia con la cual me parece que ha dado en el clavo. Sí. Cualquiera que sea la explicación que elijamos, el centro de la intriga lo constituye aún la señorita Lesley Grant.

—¿Cómo llega usted a semejante conclusión? —preguntó Markham.

Los ojos de Fell brillaron, iluminando su rostro rojizo semejante al fogón encendido de una gran caldera, al mismo tiempo que reía con ahogo. En seguida adquirió un aire inexplicablemente grave.

—El centro de la intriga lo constituye aún la señorita Lesley Grant —repitió—. Ahora bien, le haré una pregunta muy importante: ¿Contó el impostor la historia de las habitaciones cerradas y de las jeringuillas hipodérmicas a alguna otra persona además de a ustedes dos?

—No lo sé —contestó el joven.

—Tampoco yo —admitió Middlesworth.

—¿Pudo alguien haber escuchado sus palabras mientras él hablaba? —insistió el doctor.

Dick recordó con mucha claridad la escena de la noche anterior. Las cortinas de tela tosca y floreada se hallaban mal corridas y una ventana completamente abierta; mientras el supuesto sir Harvey relataba los sucesos imaginarios, el médico se había incorporado y se había asomado a la ventana. El joven menciono el incidente.

—¿Había alguien aquí fuera? —preguntó Markham a Middlesworth.

—Sí.

—¿Llegó a ver quién era?

—No; la oscuridad me lo impidió.

—Existen dos posibilidades —dictaminó Fell con tono gruñón—. Una de ellas consiste en afirmar que el impostor se hizo pasar por sir Harvey Gilman, urdió su cuento grotesco e hizo todos sus preparativos únicamente para encerrarse más tarde aquí e inyectarse una dosis de veneno. Sin duda, señores, esto puede ser cierto; pero a menos que el individuo fuera un loco evadido de un manicomio, cosa que parece improbable, tal explicación no es muy factible. Hum… no. La otra posibilidad…

—¿Un asesinato?

—Sí. ¿Comprende usted qué se deduce de ello? —el doctor Fell volvió a recorrer el jardín a grandes pasos, increpó otra vez al jurado invisible y por último se detuvo—. Como usted podrá darse cuenta, todo gira alrededor de esto: anoche se reprodujo aquí punto por punto, como la copia de un buen cuadro, un crimen. Pero ¡lo extraño es que el original no existía! Se trataba de algo imaginado, una obra nacida puramente de la fantasía de un impostor que se hacía llamar sir Harvey Gilman; sin embargo, fue reproducida. ¿Por qué? Naturalmente, porque el asesino creyó que copiaba un crimen real. Los habitantes de Six Ashes imaginaron, y aún lo creen, que ese individuo era el auténtico sir Harvey Gilman, patólogo del Ministerio del Interior. Todo cuanto dice ese hombre es palabra sagrada; cuando cita un caso concreto, no pueden ponerlo en duda. ¿Por qué había de recelar la buena gente de su palabra? O bien relató su historia del ácido prúsico a alguien, en secreto, o alguna persona la escuchó anoche por casualidad, cuando él hablaba con ustedes. Esa persona, creyendo firmemente que Lesley Grant es una asesina que ha dado muerte a tres hombres, imaginó la forma en que podría cometer este crimen «imposible». En consecuencia, lo llevó a cabo, convencida de que la joven cargaría con la culpa —el hombre hizo una pausa y respiró ruidosamente. Luego agregó con menos elocuencia—: Es una conjetura, señores, pero creo que pueden apostar hasta el último centavo a que encierra la verdad.

—¿Quiere decir entonces —preguntó el muchacho— que esa persona odia en tal forma a Lesley que es capaz de cometer un crimen con el solo objeto de…?

—Mi estimado señor —protestó Fell con expresión afligida—, nada podemos afirmar respecto a la razón que la movió a cometer el asesinato. No conocemos la identidad del muerto; antes de aventurar una hipótesis es necesario saber quién es la víctima.

—¿Entonces?…

—Sólo comprobamos con certeza que Lesley Grant constituía un buen blanco para hacer recaer la culpa en ella. El asesino no dudaba de que la joven cargaría con el crimen, ni lo duda aún, puesto que es una envenenadora auténtica —observó el interpelado, y en seguida miró al muchacho directamente en los ojos—. ¿No lo creía usted mismo hace unos minutos?

—Sí; lamento tener que confesarlo —admitió Marlcham.

—¡Vamos, hombre! —lo reconvino Fell, y rió en la forma ahogada de costumbre—. ¡No existe motivo para que ponga esa cara y se maldiga interiormente!

—Considero que sí lo hay —aseguró el joven.

—¿A pesar de que, según he sabido por boca de Middlesworth, se hallaba dispuesto a defender a esa dama sin importarle su pasado? Señor mío, era una actitud muy censurable, indigna de un buen ciudadano, pero ¡qué diablos!, ¡la de un verdadero amante! —golpeó el suelo con el extremo de su bastón—. Sin embargo, en cuanto a los obstáculos que ahora se nos presentan…

—¿Qué opina usted? —inquirió Dick.

—Debe tener en cuenta, señor —prosiguió el gigante—, que el caballero aquí presente me ha hecho sólo un bosquejo de los sucesos de ayer, y el mayor Price una descripción aún más somera de los de hoy, recogida a su vez del agente de policía. Sin embargo, se desprende de ella otro hecho: si se pretendía que la culpa de este crimen recayera en la señorita Grant, se deduce que… —hizo una nueva pausa, y se sumió en profundidad y misteriosa meditación. Luego dijo—: A propósito, ¿quién es el hombre que se ha marchado de aquí hace un momento?

—Debí presentárselo —se disculpó Dick—, pero me encontraba demasiado aturdido para pensar en ello. Se trata de Bill Earnshaw, gerente del Banco Metropolitano.

—¡Ah, sí! Comprendo. ¿Cuál era el objeto de su visita?

—Se sentía preocupado por ese maldito rifle. Además, suministró una explicación, aunque parcial de por qué había en la sala una caja de chinchetas.

Markham expuso brevemente la información proporcionada por Earnshaw, y Fell se mostró muy interesado por el destino que el coronel Pope daba a las chinchetas. Prestó también mucha atención al relato de la fiesta al aire libre y de la inexplicable desaparición del arma a la vista de todo el mundo. Cierto aspecto de este misterio, de importancia secundaria, provocó especialmente su curiosidad, y su expresión atrajo la mirada del médico, que reflejaba un agudísimo interés en descubrir los pensamientos de su colega. Pero éste, en lugar de darlos a conocer, torció el rumbo de la conversación.

—Dígame —dijo con aire pensativo—: cuando nuestro amigo el impostor hizo las veces de adivino, ¿actuó con acierto? ¿Eran perspicaces y exactas sus afirmaciones respecto a la vida de las personas que le consultaban?

—Parece que todo el mundo se asombró ante la precisión de sus informaciones —observó el joven—. Incluso la misma…

De nuevo, tan agudo y rápido como el dolor provocado por el pinchazo de una aguja, hirió la mente del Dick el recuerdo de que el adivino había dicho algo a Lesley y ésta se había negado a confesarlo. Fell comprendió el estado de ánimo del joven.

—Le ruego que no se deje dominar nuevamente por su hipocondría. ¡Por los arcontes de Atenas! Si consiguió hipnotizarle a usted a tal punto con una historia falsa, ¿no le parece probable que procediera de igual forma con ella?

—Es decir, ¿que le haya contado alguna mentira espeluznante?…

—Al parecer, esa era su especialidad —indicó Fell.

El sentido común contribuía cada vez más a allanar todas las dificultades.

—En cuanto regrese el agente y yo pueda abandonar la guardia —dijo Dick con vehemencia—, iré directamente a ver a Lesley y le pediré disculpas.

Su interlocutor se mostró muy satisfecho.

—¿De tal manera que se excusará por haberla defendido? —preguntó.

—¡Por todo! ¡Le diré que soy un canalla! ¡Se lo confesaré absolutamente todo!

—Si desea irse en seguida —manifestó el gigante— yo montaré guardia. Tengo mucho interés en examinar esa habitación. Si no tiene inconveniente, más tarde me explicará PUNTO POR PUNTO este caso. Tengo la sensación —agregó, haciendo ademán de palpar el aire— de que los datos que poseo en la actualidad son no sólo incompletos, sino también engañosos. A propósito, cuando regrese me hallará probablemente en Ashe Hall.

—¿En Ashe Hall? ¿Conoce usted al dueño de esa casa? —preguntó Markham.

El doctor Fell señaló la muralla con el bastón.

—Tengo entendido —dijo— que aquel es el parque, ¿verdad?

—Sí. Se puede cruzar el monte, trasponer la loma y llegar al edificio por mi sendero —explicó el joven.

—He mantenido relaciones con lord Ashe únicamente por correspondencia —aclaró Fell, retomando el hilo de la conversación—. Me interesan sus investigaciones relacionadas con las antigüedades. El primer Ashe era mi favorito de la reina Isabel, y el último, anterior al actual, un hombre escandaloso que trastornó a Europa con las obscenidades más notorias de su época. El Ashe contemporáneo prepara una-historia de su familia que comprenderá el período transcurrido entre aquellos dos; en realidad, será la historia de tres siglos y medio de la vida de Inglaterra. Si ese hombre tuviera el suficiente dinero para… —se interrumpió al advertir que se desviaba del tema—. ¡Bueno, no tiene importancia! ¿Me permite que monte guardia en lugar de usted, señor?

Middlesworth tocó el brazo de Markham.

—Vamos, le llevaré en mi automóvil —dijo al joven—. Debo estar de vuelta en el consultorio a las diez y media.

Olvidado ya de la presencia de ambos, el doctor Fell ascendió pesadamente por los escalones de piedras y penetró en la casa. Mientras hacía girar el vehículo en el camino para tomar la dirección contraria, el médico y su acompañante lanzaron una última ojeada hacia la casa y le vieron en el interior de la sala, examinando de cerca la ventana destrozada de la izquierda y luego la otra, perforada por la bala en la parte de abajo, cerca del gancho metálico.

Muy diferentes de los de la noche anterior eran los sentimientos que embargaban a Dick mientras viajaba en el mismo automóvil de la víspera. El coche se sacudía en los baches del desigual camino de La Horca; durante todo el viaje, que fue corto dada la escasa distancia que mediaba entre ese lugar y la casa de Lesley en High Street, los dos hombres cambiaron sólo unas pocas palabras.

—¡Gracias! —dijo el joven cuando llegaron a destino.

—¡No hay de qué! —respondió Middlesworth.

Pero el tono con que fueron pronunciadas esas palabras equivalía a un sincero apretón de manos.

Después de la partida del médico, Markham permaneció por un momento frente al jardín de Lesley, descansando la vista en la apacible High Street, que se extendía hacia el Norte. Aún se encontraba aturdido por la pesadilla; a pesar de todo, sintió deseos de bailar o de lanzar una piedra contra la ventana de la oficina de Correos como un medio de expresar su alegría y su alivio. La sola vista de esa calle le producía placer, un placer físico.

Allí se levantaban las casas que le eran tan familiares y la oficina de Correos, sin máquina de sellos y con una jefe de carácter vehemente; las tiendas, la cervecería del Grifo y el Fresno, tres o cuatro oficinas y el elegante edificio de ladrillos del Banco Metropolitano y Provincial. Más allá se alzaba el campanario bajo y gris de la iglesia dirigida por el reverendo Arturo Goodflower; en ese momento su reloj daba las diez y cuarto. Para Markham, la campanada encerraba en ese instante una melodía que sólo él era capaz de apreciar. Avanzó por el sendero hacia la construcción.

Nadie acudió a su llamada. Volvió a tocar el timbre sin obtener respuesta y entonces observó que la puerta principal no se encontraba bien cerrada. La empujó y se asomó al fresco vestíbulo, oscuro y de ambiente agradable.

—¡Lesley! —gritó.

¿Cómo diablos explicaría lo sucedido? ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que la noche anterior había sospechado que era una hábil envenenadora y que escondía en su caja fuerte un Diario de sus crímenes o algún otro objeto horrible y desconocido? Pero no: sería mejor contárselo todo y disipar la pesadilla con una carcajada.

Sí, el disparo efectuado durante la fiesta era accidental. Aturdida por alguna historia, se la indujo tal vez a creer que él mismo era un asesino, la muchacha había hecho fuego involuntariamente, y el falso Gilman había aprovechado esa circunstancia para reforzar su posición.

Nadie acudía aún a su llamada.

—¡Lesley! —gritó otra vez.

El reloj de pie hacía oír su tic-tac semejante al sonido de un metrónomo. Seguramente la señora Rackley estaba en el mercado. Pero Lesley… En el instante en que cerraba la puerta para emprender la retirada, alcanzó a ver sobre la pequeña mesa del vestíbulo el bolso de la joven, y junto a él la llave de la puerta.

Se introdujo en la sala al mismo tiempo que llamaba a la muchacha. En seguida entró en el comedor, situado en la parte delantera, y examinó la cocina contigua. Echando una ojeada por la ventana de esta última se cercioró de que la dueña de la casa tampoco se encontraba en el jardín.

Trató de convencerse de que no existían motivos para inquietarse; tal vez había salido a dar un corto paseo por el camino. De pie en el centro de la cocina pintada de blanco y limpia, interrumpido el silencio sólo por el ruido hueco de las gotas que caían de un grifo, se esforzó por recuperar la calma. Sin embargo, su estado de ánimo había alcanzado tal grado de excitación, que únicamente la presencia de la joven podría aliviarlo.

Como un último recurso, se asomó al pequeño cuarto, poco más amplio que una cabina cúbica, donde Lesley acostumbraba tomar su desayuno. Los muebles de madera pintada de azul claro y blanco parecían los de una habitación para niños. Sobre la mesa se veían los cubiertos de plata y las piezas de loza dispuestos en perfecto orden para una persona, y un plato que contenía jamón y huevos ya completamente fríos. Las tostadas se habían endurecido en el tostador y la taza se encontraba vacía y sin usar.

Dick salió apresuradamente de la pieza, volvió al vestíbulo y subió la escalera, de tres en tres los escalones.

En esa casa se respetaban los convencionalismos con tanta rigidez que el joven jamá había visto el dormitorio de la dueña de la casa; a pesar de ello, sabía dónde se encontraba. Se detuvo ante la puerta y llamó sin obtener respuesta; sólo después de vacilar un instante la abrió.

Entre las dos ventanas que daban a High Street, semejante a una cicatriz, se veía una caja fuerte de aspecto siniestro con su puerta de acero abierta. Al dirigirse hacia ella, observó que su interior, apenas de mayor amplitud que la de una caja grande de galletas, se encontraba vacío. Al pasar junto al pie de la cama, Markham se volvió bruscamente.

Allí, caída en el piso, con una mejilla contra la alfombra, yacía Cintia Drew. Una pierna se hallaba un poco encogida, con la rodilla levantada, y los brazos, cubiertos con el jersey rosado, extendidos perpendicularmente al cuerpo. En la sien derecha mostraba una contusión purpúrea levemente abierta; de ella manaba un hilo de sangre oscuro que se deslizaba por la mejilla y se coagulaba en ésta. El cuerpo estaba completamente inmóvil.