Esa mañana, más o menos a la misma hora, o sea a las nueve, Dick Markham se hallaba sentado en el escalón superior de piedra, frente a la puerta de la casa de sir Harvey Gilman.
«En fin —pensaba el joven—, no hay más remedio». Ahora tendría que soportar la parte más penosa del asunto. Recordó la entrevista con lord Ashe y la llegada del agente de la policía local, que había mostrado disgusto al tener que abandonar el lecho a hora tan temprana, después de permanecer en pie hasta las tres de la mañana en Newton Farm, a causa de mi beodo. Durante el interrogatorio, Bert Miller tomó nota de cada palabra y a Dick las horas le parecieron interminables.
Más tarde, tomó apresuradamente el desayuno en la mesa de la cocina de su casa mientras Cintia Drew, sentada frente a él, le rogaba que se franqueara con ella. Los acontecimientos habían seguido su curso con mucha lentitud. Después de ponerse en comunicación telefónica con el superintendente de Hawkstone, Miller partió en busca de un automóvil para esperar en Loitering Halt a un empleado de Scotland Yard que llegaría de Londres en tren. El superintendente Hadley no tardaría en llegar, y su presencia lo echaría todo por tierra.
A pesar de la insistencia de Cintia y de recordarle ésta su promesa, Markham no le había contado la verdad; se sentía incapaz de poner al descubierto a Lesley. Además, según pudo comprobar, ni siquiera lord Ashe sabía ningún detalle concreto. Después de plantear ese honorable señor su sensacional pregunta: «¿Qué hay de cierto en el rumor de que Lesley Grant es una asesina?», resultó que sólo se refería a ciertas insinuaciones de las damas de la vecindad, deslizadas en comentarios de este tenor: «Ese disparo accidental es bastante extraño, ¿verdad?».
¡Chismes, chismes y más chismes! Imposible descubrir su origen ni establecer su fundamento. Habían nacido y adquirido volumen desde el momento en que se tuvo conocimiento del compromiso de Dick con Lesley y adquirieron un tinte hostil hacia la joven. Pero en la observación de lord Ashe se percibía cierto matiz que no respondía a un simple rumor; Markham habría jurado que el anciano intentaba decirle o insinuarle algo. Pero ¿de qué se trataba?
Así reflexionaba el joven, sentado en el escalón frente a la puerta, completamente solo; también Cintia se había marchado para realizar una diligencia particular. Permanecía inmóvil, vigilando el cadáver hasta el regreso de Bert Miller.
No le había referido a la muchacha ningún detalle referente a la vida de Lesley; pero en realidad este hecho carecía de importancia. Daba lo mismo que lo supiera el pueblo entero; muy pronto llegaría Hadley y saldrían a la luz todos los pormenores desagradables de la historia. Los charlatanes tendrían un gran bocado a su disposición, un enorme bocado. Entretanto…
—¡Hola! —gritó alguien desde el camino.
Hacía ya mucho calor. Una avispa voló desde la huerta haciendo oír su zumbido característico. Al mirar, vio a Bill Earnshaw que avanzaba por el jardín en dirección a la casa; el roce de sus zapatos con el césped alto producía un sonido silbante.
—Llegaré al Banco con retraso —comentó el recién llegado—. Pero pensé que sería conveniente pasar por aquí y… —concluyó la frase con un gruñido de indiferencia al mismo tiempo que clavaba la vista en el edificio—. Un asunto feo, ¿eh?
Dick asintió.
—¿Cómo supo lo ocurrido? —preguntó a su vez el muchacho.
Earnshaw hizo un movimiento con la cabeza señalando hacia atrás.
—Me hallaba frente al domicilio de Lesley cambiando algunas palabras con ese… con ese asno de Horacio Price —arrugó la frente al darse cuenta de que un gerente de Banco no debía emplear semejante lenguaje—. Bert Miller pasó por allí en su bicicleta y nos refirió los hechos. ¡Es extraordinario!
El gerente titubeó.
Llevaba puesto un traje de buen corte; gracias a su porte erguido se libraba a duras penas de parecer pequeño. Su rostro cetrino no carecía de cierta distinción y era el de un hombre de más o menos cuarenta y cinco años que aparenta menos edad. Usaba cuello duro, y en ese momento se abanicaba con un sombrero modelo Anthony Edén. Una raya blanca e impecable dividía su cabello negro y lustroso, y el brillo de sus mejillas denotaba que se había afeitado con esmero.
Hombre sumamente sociable, reía con frecuencia y se mostraba orgulloso de su sentido humorístico. A pesar de ser un individuo eficaz para los negocios, hábil en el juego del bridge y del squash y un oficial territorial con ciertas pretensiones de buen tirador con pistola y rifle, conservaba en general un aire afable y discreto. Sin embargo, resultaba fácil imaginarse bajo qué aspecto abordaría el asunto que constituía el objeto de su visita.
—He reflexionado, Dick, respecto a ese rifle y… —comenzó a decir.
—¡Al diablo con él! —prorrumpió el joven con tan inmotivada violencia que Earnshaw le miró sorprendido.
Sin duda, se trataba de una reacción puramente nerviosa.
—Quiero decir —agregó en seguida el joven con la intención de corregir la mala impresión causada— que el individuo^ no ha sido muerto de un tiro, sino…
—Lo sé, lo sé. Pero reflexione un poco… —aconsejó. En seguida recorrió con sus ojos oscuros la fachada de la casa al mismo tiempo que sus labios esbozaban un silencioso silbido—. Naturalmente, puedo equivocarme —prosiguió—, pero ¿ha pensado usted que el tirador, quienquiera que sea, es la figura más importante del caso?
Dick le observó con asombro.
—No, jamás se me ha ocurrido semejante idea. ¿Cómo llega a esa conclusión?
—Bueno, supongamos que haya algo extraño en todo esto y que la policía sospecha que sir Hadley no se ha suicidado…
—¡Sí se ha suicidado! ¡Ahí tiene las pruebas! ¿No cree en ellas? —preguntó el joven.
—En realidad, amigo, han ocurrido tantos sucesos extraños en estas últimas horas, que me encuentro desorientado —replicó Earnshaw, y sonrió mientras se abanicaba con el sombrero.
Esa frase expresaba cabalmente el sentir de toda la población de Six Ashes.
—A propósito —agregó, bajando la vista—, aún no le he felicitado por su compromiso con Lesley. ¡Que tenga buena suerte y muchos años de vida!
—Gracias.
Markham experimentó un agudo dolor en el pecho, tan penetrante que le fue necesario hacer un esfuerzo para no lanzar un quejido. Evidentemente, su interlocutor se sintió un poco embarazado.
—Pero… en cuanto a este asunto… —observó el gerente.
—¿Qué le parece? —inquirió Markham.
El hombre señaló las ventanas de la sala con un movimiento de cabeza.
—¿Me permite que eche una ojeada?
—Por supuesto. No pertenezco a la policía.
Inspirado sin duda por un vago sentimiento de respeto a los muertos. Earnshaw se aproximó de puntillas a la ventana situada a la derecha y atisbo hacia el interior. Sostuvo el sombrero cerca de los ojos, a modo de pantalla, examinó la escena y luego se volvió con mesurada expresión de disgusto y aire de haber comprobado, sin lugar a dudas, la exactitud de sus sospechas.
—El supuesto asesino se ocultaba detrás de aquella tapia con la intención de apuntar fácilmente y desde corta distancia —manifestó, señalando el muro del lindero—. Alguien encendió una luz en esta sala. ¡Muy bien! De manera que el tirador podía ver quién se encontraba en esa habitación.
Hizo una pausa.
Markham se puso de pie lentamente.
—Esa persona —prosiguió el hombre— es mi testigo de los acontecimientos. Por una parte, podrá declarar en estos términos: «¡Sí! Sir Harvey se encontraba solo, pero como yo ignorada que en ese momento estuviera inyectándose una dosis de ácido prúsico, disparé». O en caso contrario, dirá: «Sir Harvey estaba con otra persona». En ambos casos su testimonio dejaría aclarado el misterio. ¿Estamos de acuerdo?
Ciertos hechos son tan manifiestos que a veces la mente no logra comprenderlos en seguida. Dick asintió, encolerizado consigo mismo por no haber descubierto antes esa sencilla verdad.
Pero inmediatamente la cautela innata de Earnshaw se puso de manifiesto.
—Ahora bien, no aseguro que haya sido así —aclaró y rió con embarazo—. No pretendo ser un detective. Sólo explico cómo actuaría si me encontrara en el lugar de ese empleado de policía que, según afirma Miller, viene de Londres. Pediría al testigo que se diera a conocer…
—Pero ¡el testigo no se presentará porque puede ser acusado de intento de asesinato!
—Las autoridades podrían prometerle la inmunidad.
—¿Y hacerse cómplices de un delito tan grave?
El gerente se puso el sombrero, acomodándolo en su cabeza con garbosa inclinación, aunque no de manera llamativa, y se restregó ligeramente las manos.
—No entiendo esas cuestiones legales —manifestó; los músculos de su flaca mandíbula adquirieron rigidez—. Habría que consultar a… —titubeó un poco— al mayor Price. Además, yo no tengo nada que ver con este asunto —agregó, y en seguida, con expresión resuelta, miró al joven con sus ojos oscuros y brillantes—. Sin embargo, estoy especialmente interesado en ese rifle; deseo saber si se trata del arma a que se refieren los comentarios de todo el mundo. ¿Dónde está?
—En la sala. Ya lo ha examinado Miller.
—¿Puede mostrármelo?
—Por supuesto. ¿Le impulsa a usted algún motivo en particular?
—En primer término, deseo verlo porque es de mi propiedad —replicó el hombre—. ¿Recuerda usted que Price pidió a todo el mundo armas en préstamo para su stand de tiro?
—Sí.
—En segundo lugar, como ocupo una posición de cierta responsabilidad… —hizo notar el hombre y rió con el tono amistoso y diplomático de costumbre, aunque esta vez de forma menos convincente—. Bueno, no tiene importancia. Entremos.
Esa risa que se escuchaba con tanta frecuencia en el despacho del gerente del Banco Metropolitano y Provincial de Six Ashes resonó de manera aún más hueca cuando los dos hombres penetraron en la sala. Algunas horas antes alguien había apagado la luz de la lámpara colgante; el muerto yacía en el sillón, en medio del cuarto iluminado en parte por la luz intensa del sol y en parte en sombras. A pesar de esforzarse Earnshaw por adoptar una actitud de cortés indiferencia, no pudo evitar cierta conmoción al ver los ojos entreabiertos y la expresión sardónica del difunto. Se volvió con premura, ansioso por alejarse de allí, pero en ese momento Dick le mostró el arma.
—Tómelo sin temor, Bill. Con mis propias impresiones digitales he confundido todas las demás que pudieran encontrarse en ese rifle. ¿Es el suyo?
—Sí, pero… ¡un momento!
—Oiga —se apresuró a decir el joven con expresión de cansancio—: si tiene la intención de preguntarme quién lo sustrajo ayer por la tarde, desde ahora le advierto, tal como le manifesté a lord Ashe, que no lo sé.
—Pero…
—Sólo puedo asegurar —recalcó el joven en tono de convicción— que ni Price ni Middlesworth lo sustrajeron, porque les vi cuando trasladaban a sir Harvey al automóvil. Tampoco Lesley ni yo somos los culpables; nos encontrábamos juntos. Aparte de nosotros cuatro no había otra persona en el lugar hasta el momento en que usted llegó y se hizo cargo de los rifles.
Pese a su sonrisa, los ojos y los labios de Earnshaw reflejaban intranquilidad.
—La única persona que pudo apoderarse de él es Price —afirmó el gerente.
—¡Al diablo, hombre! Le aseguro que se equivoca. No es posible meter un rifle en el bolsillo o deslizarlo bajo la chaqueta.
—Lo mismo digo yo. Nadie se aproximó a la barraca de tiro mientras me hallaba de guardia. No fui yo quien lo cogió, aunque el mayor aparente creer lo contrario. ¿Robar una cosa que es de mi propiedad? ¿No le parece absurdo? Por otra parte, ¡supongo que no pensará que ha desaparecido por arte de magia!
Markham estuvo a punto de responder que no le sorprendería esta última posibilidad. Se sentía harto de ese tema, mortalmente aburrido de todo; la próxima llegada de Hadley constituía su única preocupación. Por ese motivo, sólo atinó a pronunciar algunas palabras conciliadoras y apoyó nuevamente el arma en la pared, junto a la chimenea.
Para demostrar que no se hallaba resentido, el gerente echó a reír.
—No crea usted que exagero la importancia de los hechos —aclaró—. Ocupo una posición de cierta responsabilidad, y debo mantener limpia mi reputación. Este asunto tendrá repercusiones.
—¿Por qué? —inquirió el joven.
—Ese hombre no se suicidó, Dick —prosiguió Earnshaw con voz muy queda—. Usted ha de imaginarlo tan bien como yo.
—¿Cómo actuó entonces el asesino para cometer su crimen?
—No lo sé. Pero se trata de la gastada novela policíaca que cobra vida: se descubre el cadáver en una habitación herméticamente cerrada con llave y cerrojo; a un lado —señaló en esa dirección con un movimiento de cabeza— aparece una jeringuilla hipodérmica y al otro —indicó el lugar—, una caja de chinchetas —su rostro adquirió un aire pensativo—. Naturalmente, éstas no encierran misterio alguno, es decir, su presencia en este lugar. Sin duda existen en la casa muchas cajas como esa. Usted no vivía en el pueblo en la época en que el coronel Pope ocupaba la propiedad, ¿verdad?
—Efectivamente.
—El coronel —prosiguió el hombre— las utilizaba para defenderse de las avispas.
El joven creyó que sus oídos le engañaban.
—¿Para defenderse de las avispas? —repitió.
—Aquí —explicó Earnshaw, señalando con la cabeza en dirección a la huerta de frutales— abundan esos insectos. Pope afirmaba que en verano no podía dejar las ventanas abiertas porque le volvían loco.
—¿Qué hizo entonces?
—Una persona le habló de ciertos artefactos americanos llamados «mamparas»; en Inglaterra no las usamos, pero en realidad nos hacen falta. Son de tela metálica con marco de madera y corredizas; se colocan en las ventanas para impedir la entrada de los insectos. El coronel no pudo obtenerlas, pero en cambio se le ocurrió un método para reemplazarlas. Compraba trozos de tarlatana y los fijaba por los bordes en los marcos de las ventanas con un montón de chinchetas. Todos los días procedía a colocarlos con gran solemnidad —el narrador señaló el escritorio—. En ese cajón hallará seguramente muchas más —prosiguió—. Pero en cuanto al significado de su presencia junto a la mano del muerto…
Markham sintió deseos de contestar que el pinchazo de una de esas chinchetas dejaría la misma señal que el de una inyección aplicada con torpeza, pero se contuvo; esta observación era sólo un producto de su fantasía, sin valor alguno. El olor del ácido prúsico que aún exhalaba el cadáver impregnaba la atmósfera cada vez más densa y caldeada de la sala; también Earnshaw comenzaba a sentir sus efectos.
—Salgamos de aquí —dijo el hombre con brusquedad. Ya en el jardín agregó—: ¿Ha visto a Lesley esta mañana?
—Todavía no —respondió Dick.
«Volvemos a comenzar», pensó el joven con desesperación. «¡Por Dios y por todos los santos, otra vez lo mismo!».
—¿Por qué me lo preguntas, Bill?
—Por ningún motivo especial —manifestó el hombre riendo—, pero sin duda se sentirá muy contenta al saber que no fue ella quien le… —indicó la sala con un movimiento de cabeza—. A propósito, Dick, no crea que presto el menor crédito a las habladurías. ¡Ni por un momento!
—¡No, naturalmente!
—Sin embargo, a veces no puedo por menos de pensar en el halo misterioso que rodea a Lesley.
—¿Qué clase de misterio?
—Recuerdo la primera vez que hablé con ella —respondió Earnshaw con aire meditabundo—. Como usted sabrá, tiene su cuenta en nuestro Banco.
—La mayor parte de nosotros, los de ese pueblo, estamos en las mismas condiciones. ¿Le parece tan extraña esa circunstancia? —observó el joven.
El gerente no prestó atención a la pregunta.
—Naturalmente, los hechos que le menciono no son un secreto para nadie. Lesley había llegado a Six Ashes unos quince días antes, y alquiló la casa de Farnham. Vino a mi despacho y me preguntó si podía transferirle aquí sus fondos depositados en nuestra sucursal londinense de Basinghall Street. Por supuesto, le manifesté que lo haría con sumo placer —explicó el hombre en tono afable—. En seguida la joven preguntó: «¿Cuentan ustedes con cajas fuertes para uso individual?».
El narrador echó a reír. Markham extrajo un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a su acompañante, que lo rechazó con un movimiento de cabeza.
—Le contesté que no —prosiguió el gerente— y le manifesté que sólo las había en las sucursales más importantes de Londres, pero que conformábamos a nuestros clientes guardando sus valores en cajas selladas, en nuestro depósito. Me miró de forma singular y aseguró que no poseía objeto alguno de valor, pero consideraba que algunas cosas de su pertenencia estarían mejor guardadas en un sitio más seguro que su domicilio.
—¿Qué más? —inquirió el joven.
—Luego preguntó: «¿Deben ustedes enterarse del contenido de la caja que les entregue?». Contesté que, al contrario, preferíamos no saberlo. Nuestro recibo lleva siempre la abservación siguiente: «El contenido se desconoce». A continuación, mi estimado amigo, creo que cometí un error de diplomacia; con la intención de bromear, agregué: «Como es natural, si yo entrara en sospechas me vería en la obligación de averiguarlo». La joven jamás volvió a mencionar el asunto.
«El contenido se desconoce».
Dick encendió el cigarrillo y observó el humo que ascendía formando volutas. Imaginaba la escena en la pequeña oficina de High Street: Earnshaw sentado detrás del escritorio, juntas las yemas de los dedos de ambas manos y la cabeza con el cabello lustroso mi poco inclinada hacia adelante; frente a él, Lesley, con el eterno y torturante enigma de algo que no era de valor pero que, sin embargo, debía mantenerse en secreto. Ese misterio encarnado en la persona misma de la joven llegaba a su culminación.
—¡Hola! —masculló Earnshaw.
En medio de un ruido estridente apareció en el camino el polvoriento Hillman del doctor Middlesworth, que venía del Este. Se detuvo ante la casa, y el médico, con la pipa entre los dientes, descendió del asiento delantero y abrió la portezuela posterior.
—¡Dios Santo! —exclamó el gerente—. ¿No es…?
En ese momento emergía lentamente del automóvil, como un genio de gran tamaño que saliera de una botella muy pequeña, la figura de un hombre muy alto y corpulento, con una capa plisada y un sombrero parecido al de un clérigo inglés. La maniobra resultó complicada: el gigante apretó el sombrero contra su cabeza y aseguró con firmeza un par de lentes unido a una cinta ancha y negra, al mismo tiempo que encogía el cuerpo con dificultad y jadeaba al trasponer la portezuela baja y angosta, apoyándose en el mango horizontal del bastón.
Ya en tierra, el hombre se irguió en el camino con la capa y la cinta de los lentes flameando al viento, para examinar el edificio. Su rostro, en el que se distinguían varias papadas y un bigote de bandolero, aparecía enrojecido por el esfuerzo realizado; pero no por eso había perdido su aspecto de individuo batallador, pues al hacer ruido con la garganta, sus numerosas papadas retemblaron con fuerza.
—Sí —asintió Markham, que había visto repetidas veces en los periódicos la fotografía del gigante—, es Gideón Fell.
Comprendía ahora el significado de la alusión a Hastings hecha por el médico. La noche anterior, durante uno de esos exabruptos con que interrumpía su silencio y su actitud meditabunda, Middlesworth había manifestado que el doctor Fell pasaba sus vacaciones en ese pueblo, situado a una distancia relativamente corta de Six Ashes. El hombre se había trasladado hasta allí en su automóvil, a una hora extraordinariamente temprana, para traerlo a la casa del coronel Pope. ¿Por qué?
En realidad, el hecho carecía de importancia. Fell conocía el caso tanto como el superintendente Hadley; la historia de Lesley saldría a luz, con la agravante de que Earnshaw sería testigo de ello. Su malestar se acentuó al ver que Middlesworth conversaba un instante con Fell, después de lo cual éste avanzó pesadamente hacia la casa.
El gigante parecía poseído por un terrible y contenido furor. Se abría camino en el césped con su bastón; su capa al viento daba a su figura el aspecto de un galeón con las velas desplegadas. Sobrepasaba en estatura a todos los presentes por más de una cabeza. Se detuvo, jadeante, frente al joven y lo observó con extraordinario interés.
De nuevo hizo ruido con la garganta y se dispuso a hablar.
—Señor —comenzó en tono solemne al mismo tiempo que se descubría con gesto majestuoso y anticuado—, ¿es usted Ricardo Markham?
—Sí.
—Señor, hemos venido para comunicarle buenas noticias.
El silencio que se produjo en seguida fue tan completo que pudo oírse en la lejanía el ladrido de un perro, mientras el hombre continuaba observando a Dick con expresión preocupada.
—¿Buenas noticias? —repitió el joven.
—A pesar de que en nuestro camino —prosiguió Fell mientras se ponía otra vez el sombrero y miraba de reojo al médico— nos hemos encontrado con un mayor… ¿el mayor?…
—Price —dijo Middlesworth.
—Sí, un tal Price, que nos refirió los sucesos de esta mañana y aminoró en cierto modo nuestra alegría, creo, sin embargo, que nuestras noticias le agradarán.
Markham le miró con asombro y luego observó al médico. Este, con su frente surcada por arrugas y su cabello ralo, permanecía impasible como de costumbre, pero sus ojos y sus labios, rodeados por marcas profundas, reflejaban una enigmática expresión de aliento.
—En todo caso, podemos aclarar el problema —dijo Middlesworth retirando la pipa de la boca, y golpeó la cazoleta contra el tacón de su zapato. Se dirigió a la ventana de la sala y la tocó ligeramente con el dedo—. Doctor Fell, ¿quién es ese hombre?
El interpelado lanzó un profundo gruñido, se dirigió con lentitud hacia allí y se acercó al cristal en la medida en que se lo permitían las abultadas arrugas de su chaleco. Aseguró los lentes en la nariz y se inclinó hacia delante en actitud concentrada. Pocos segundos después, se volvió con rapidez.
—Señor —contestó el hombre con el mismo aire de furor contenido que había mostrado antes—, no tengo la menor idea de su identidad, pero estoy en condiciones de asegurar que no se trata de sir Harvey Gilman.